Por la Europa católica
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Emilia Pardo Bazán
Emilia Pardo Bazán (La Coruña, 1851 - Madrid, 1921) está considerada una de las mejores escritoras de la literatura española del siglo XIX. Novelista, cuentista, ensayista e historiadora, cultivó, según sus propias palabras, un estilo ecléctico dentro del realismo. De fuerte personalidad, desempeñó un papel decisivo en los ambientes culturales de la época por su talante sumamente liberal. A pesar de pertenecer a una familia aristocrática, estuvo comprometida con distintas causas sociales, entre las que destacan la defensa de los oprimidos y los derechos de la mujer. Poseedora de una vasta cultura, ocupó desde 1916 la cátedra de Lenguas neolatinas de la Universidad de Madrid. Inició su carrera como novelista con Pascual López (1879) y con Un viaje de novios (1881). Su obra más conocida es Los Pazos de Ulloa (1886), a la que se suman La madre naturaleza (1887),Insolación (1888), Morriña (1889), La piedra angular (1891), Doña Milagros (1894), La quimera (1905), La sirena negra (1908) y Dulce sueño (1911).
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Por la Europa católica - Emilia Pardo Bazán
Índice
— I — Bélgica
Advertencia al que leyere
I Desde el tren
II Hacia la frontera
III Primer testimonio
IV El país de la pintura
V La abadía de Maredsus
VI Un obispo
VII Amberes.—Un museo católico.—Una procesión
VIII Reposo en el pasado.—El Museo Plantino
IX Trabajadores de la viña
X Más trabajadores—La Gilde
XI Gante.—Relámpago rojo
XII El descanso dominical
XIII Gante.—El cordero místico
— II — Provincianos franceses
I Un sarao
II Un congreso
III Por las bodegas
— III — Notitas portuguesas
I En Lisboa
II Tomar
— IV — Castilla
I Fondas y posadas
II A caza del pasado
III Segovia
IV Misa vieja
V Más patrañas
VI Rincones y callejas
VII Las alhajas de la Virgen del Sagrario
VIII En El Escorial
IX La leyenda de Cervantes en Esquivias
— V — Aragón
I En Zaragoza
II El oasis de Piedra
— VI — Cataluña
I Géneros de punto
II Colmena
III Santas
IV Recuerdo de gerona
V Cuatro paredes115.
VI El «Cau Ferrat»
— I —
Bélgica
Advertencia al que leyere
Las impresiones de viaje que figuran a la cabeza de este volumen no son ni la tercera parte de lo que pensaba y quería escribir acerca de Bélgica —sin hablar de Holanda, que visité después—. Aun reducidos a tan mínimas proporciones, mis apuntes de viaje carecen de unidad, y, como ciertas novelas y ciertos dramas, tienen dos argumentos.
El primer argumento es social. Yo me dirigí a Bélgica movida por el deseo de ver cómo funcionaba una nación donde los católicos ocupan el poder desde hace diecisiete años, y donde, sin embargo, no se ha acentuado indiscretamente el espíritu conservador; una nación que figura entre las más adelantadas, y que es católica, al menos en gran parte, con un catolicismo activo, coherente, vivaz, sin letras muertas.
El segundo argumento es artístico. A pesar mío y por natural disposición de mi espíritu, ya emprendido el viaje, el arte me atrajo y robó espacio a mi somera indagatoria social. A dejarme llevar de mi afición, capítulos y capítulos escribiría sobre la pintura en Bélgica y Holanda. No lo han consentido circunstancias ajenas a mi voluntad, unidas a apremios de tiempo por otros trabajos emprendidos, y he guardado para mí sola bastantes recuerdos de un viaje que acaso repetiré y que entonces, si el gusto público me autoriza, tendré ocasión de relatar, con mayor conocimiento de causa.
Contados como fueron mis artículos sobre Bélgica, creo que no cayeron en el vacío: la gente leyó los referentes a la cuestión social, hasta con avidez, me atrevería a decir, por ser asunto de actualidad y oportunidad evidente, que apenas se había tocado en la prensa, y que principiaba a fermentar en los espíritus. Cartas recibí que me demostraron el interés despertado por mis notas de viaje; en algunas se me comunicaban noticias respecto a instituciones y organismos existentes en España, y que, animados por tendencia análoga a la que inspira las obras sociales en Bélgica, podían, al adquirir desarrollo de que por desgracia todavía carecen, despertar aquí un movimiento de la opinión acaso más eficaz y de cierto más humano que los fusiles y las cárceles para mantener en pie la sociedad y la patria. He celebrado conocer estas obras españolas, entre las cuales descuella la emprendida en Zamora por D. Luis Chaves; pero las he considerado y sigo considerando como islas, y necesitamos un continente; un impulso general, algo que nos vivifique y nos levante del suelo, de la árida tierra en que yacemos paralizados.
Necesito explicar bien mi pensamiento, que en este caso no debe envolverse en la penumbra favorable al arte. La obra social que en España podría cumplirse si fuese más viva la fe religiosa, e impulsase por consiguiente a la acción, tiene dos aspectos, el extrínseco y el intrínseco. Extrínsecamente, la obra social podría ser un legítimo y honrado medio de defensa para la sociedad tal cual hoy se encuentra instituida en lo fundamental —el estado económico, el capitalismo, la propiedad privada, la constitución de la familia que se deriva de ella, con el derecho hereditario—. Importante es este asunto, y, sin embargo, no es el que principalmente me importa. Me llega más al alma todavía lo intrínseco de la obra social, sus elementos civilizadores y moralizadores, la dignidad y la belleza que traería a todas las relaciones de la vida española, el empleo alto y provechoso que daría a tantas fuerzas como aquí se esterilizan o malgastan.
La obra social, influya o no en el giro y evolución de los acontecimientos políticos (y que ha de influir es seguro), redunda en beneficio de la humanidad, y por lo tanto es buena en sí. En ningún caso conviene prescindir de ella; en ninguna situación cabe que no se adviertan, directa o indirectamente, sus saludables efectos.
En Bélgica —lo reconocen los más activos trabajadores de la viña— se ha emprendido el trabajo algo tarde. ¡Qué diremos nosotros! Por las trazas no hemos de emprenderlo nunca, al menos en la escala que convendría para lograr el doble fin de mejoramiento y resistencia a que va encaminado. Así lo temo... Sin embargo, siempre diré a los que madruguen y se echen la azada al hombro que tengan ánimo y no se desalienten si hallan la tierra pedregosa y dura.
Emilia Pardo Bazán.
I Desde el tren
A la señora de Oñate.
Al emprender este viaje, mi primer pensamiento es que calumniamos a nuestro siglo. Alabar tiempos pasados es más fácil que resignarse a volver a ellos. Si nos restituyesen ahora a los dominios del carromato, de la diligencia, del mulo y de la silla de manos, oiríamos las protestas y los desesperados gritos de una generación habituada ya a la rauda locomotora.
Que el servicio de ferrocarriles en España deja mucho que desear y podría mejorarse, por sabido se callaría, si el repetirlo no fuese quizás conducente a la enmienda. La rapidez, convengo, es ilusoria; por trazados mal entendidos, por concesiones a influencias no siempre respetables, las líneas hacen eses que prolongan el trayecto en perjuicio del viajero, y como la red es mezquina, escasa de venas, viajar por España supone triple o cuádruple gasto de tiempo que en el extranjero para ver la misma extensión de país. De Madrid a Marineda, v. gr., en silla de posta se iba en tres días y dos noches, relativamente más pronto que ahora por el tren en veintiocho horas; y es que, en vez de acortar hacia Zamora, da el camino innecesarias vueltas por Palencia y León, atravesando los campos más áridos y feos de la Península. Podría tal viaje realizarse en quince horitas, adelanto de incalculables ventajas para los veraneantes y los que del veraneo viven.
En nada se refleja tan claramente la estrechez de nuestra vida moderna española como en el corto número de trenes y su enlace dificultoso. Al acercarse a regiones donde hay vida industrial y fabril —Cataluña, Vizcaya—, las pulsaciones de la circulación se acentúan, los trenes salen con frecuencia. Pero donde la industria no ha exhalado su soplo bienhechor, los trenes van a paso de tortuga y salen con desesperantes intervalos.
Y así y todo, el recuerdo de ayer y la comparación consuelan. No sé cómo se podía viajar por gusto antaño, si bien consta que no faltaba quien lo hiciese y arrostrase las molestias sin cuento y los peligros, entonces reales y efectivos, de tal empresa. Y es que, desde los tiempos consabidos que se pierden, etc., esto de viajar ha tenido sabor de miel, misterioso encanto. Hoy viaja el individuo; entonces se trasladaban las tribus y los pueblos, siguiendo el curso del sol o la honda corriente de algún río. Ahora que las grandes colectividades humanas parecen haber echado raíces, y que positivamente las masas están incomunicadas y solo se amalgaman por el violento choque de la guerra, el individuo se desquita.
En España la afición a viajar sin objeto determinado, por el viaje solo, no se ha difundido todavía. Causa cierto asombro que yo la profese. Quizás no se explican que por ver un edificio viejo, menos aún, el lugar donde ocurrió un hecho memorable, donde surgió un recuerdo o se escribió una página de historia, ande nadie rodando por trenes y fondas y estaciones, gastando tiempo y dinero, y privado de esas «comodidades de su casa» sin las cuales mucha gente no comprende la vida.
¿Qué se saca de un viaje? Es difícil al pronto reducir a cifras tal género de utilidad. Pero, según decía un respetable canónigo toledano, la pintura vence al verso; no hay como lo que entra por los ojos. Todas las descripciones de Toledo no equivalen a un paseíto por las callejas y rinconadas de la imperial ciudad en compañía de una persona familiarizada con sus secretos. Eruditos libros de arqueología no suplen a la contemplación del viajero embelesado. En esto de los viajes hay mucho que no es reductible al conocimiento, que no es aprender, que va más allá y corresponde a las esferas delicadísimas del sentimiento. Así un viaje —por ejemplo, el de Goethe a Italia¹, el de Gógol a España²— determinan a veces nuevas orientaciones para el artista.
También acerca del estado social de una nación se aprende mucho viajando por ella. No diré que un extranjero, al pasar de prisa por España, tenga probabilidades de acertar en sus precipitados juicios; en cambio, el español, conociendo ya el terreno que pisa, ve en un momento la señal característica de un período, el sentido que lleva la vida patria. En este particular, los viajes por mi patria no pueden infundirme ideas tranquilizadoras.
En ellos se observa que, si muchos pueblos han erigido teatros, en casi ninguno ha dejado de alzarse flamante, insolente de vida, con su arquería mudéjar, la plaza de toros. No sé por qué achacan a Fernando VII —grosero chulapón injerto en ladino gobernante, que tan a fondo nos conocía— la difusión de la tauromaquia en España. Es ahora, es hoy, el momento en que se vive para los toros. Y no es lo peor que haya toros, sino que ellos absorban nuestro jugo y constituyan, a estas alturas, nuestra única y exclusiva preocupación..., ¡cuando debiéramos preocuparnos de tantas y tantas cosas! Y el arte mismo, ¿puede existir entre tal atmósfera de palmas, tabacos y manzanilla?¿Puede sostener siquiera la competencia? Acuso a los toros de que agotan toda la sensibilidad nerviosa de que disponen los españoles, y devorando y abrasando su sangre, como la devora y abrasa un vicio, un hábito desordenado, les deja fríos e inertes para todo lo demás; no solo para lo conveniente, sino también, y en primer término, para lo bello, para los goces de la imaginación y de los sentidos mismos, en lo que pueden tener de escogido y de intenso. Pueblo que se entrega a los toros completamente, no volverá a enriquecer las artes como las enriquecimos nosotros en los siglos que pasaron.
En el último viaje, tan distinto del que hoy emprendo, lo primero que con orgullo me enseñaron en todas partes «los indígenas», fue la plaza recién salida del cascarón. Después vi también muchos conventos de nueva planta, mientras los antiguos se desmoronan o están convertidos en almacenes y cuarteles. Se gasta en elevar edificios de mal gusto, templos que parecen de alcorza, y las maravillosas iglesias de antaño, caldeadas por la fe, se agrietan o se hunden. El gentío, indudablemente, donde se agolpa es en las plazas de toros: los templos, así antiguos como recientes, están solitarios. En el mismo venerando Pilar, no era grande la concurrencia de fieles.
Visitando unas escuelas comienza mi viaje esta vez. Invitáronme los Sres. de Oñate, hijos del fundador, el rico fabricante de chocolate D. Matías López³, a ver las escuelas del lindo pueblecito de Sarria. Sucedíame con este pueblo lo que tan a menudo ocurre: cruzándolo todos los años varias veces, jamás se me ocurría detenerme allí. Y cuando le llamo lindo pueblecito, no es por adjetivar: es que el paisaje de Sarria —un paisaje de transición, donde se transforma insensiblemente la blandura mimosa de la campiña gallega en la severidad no adusta aún de los primeros campos de Castilla— merece el calificativo. El fondo de montañuelas realza el cuadro de la llanura con depresiones suaves, salpicada de blancas casitas, de chalets, de pazos solariegos, de arbolado y de jardines. El pueblo forma una colina, trepando las nuevas calles a enlazarse con las antiguas, que ascienden hasta rendirse a los pies del castillo señorial, el cual todavía mantiene erguido su torreón. No lejos del castillo, reposa soñando el convento y su iglesia monumental, que estaban desmoronándose y con gran oportunidad se encargaron de mantener en pie, echando techos y pisos, los Padres Mercedarios. Estos religiosos, envueltos en su blanco sayal, son un toque poético muy en armonía con el edificio y el pueblo, con el ambiente de sosiego y calma que en él se respira. Lástima que usen esos feos sombreros curvos, negros, de teja, adoptados hoy por todas las órdenes monásticas, sin exceptuar la franciscana, y que echan a perder el efecto de los hábitos más nobles. Dentro del claustro, donde no hay que llevar sombrero, el mercedario, con su vestimenta de lana nívea, reclinado en un pilar o nimbada la cabeza por un arco que sostienen capiteles de imaginería, da la acuarela ya hecha al pintor. He notado que los mercedarios de Sarria son muy jóvenes todos; algunos parecen adolescentes, y con su cara imberbe y la modestia mística de su actitud, se están desprendiendo de alguna tabla medioeval.
Volviendo a las escuelas, diré que el señor López no pudo hallar mejor empleo para parte de su hacienda, laboriosa y honradamente adquirida. Es toda esta familia en extremo caritativa y aficionada a hacer el bien, y no hay iglesia ni hay necesitado en Sarria (y supongo que lo mismo sucederá en El Escorial, donde funciona la gran fábrica de chocolate) que no conozca los efectos de su bondad previsora. Probado por repentinas desgracias y cruelísimas pérdidas de seres queridos, Matías López, que era un self made man, hijo de sus obras, ascendido mediante su trabajo de posición humilde a la opulencia, sintió que debía, por decirlo así, pagar réditos a Dios, y dejó instituidas las escuelas de Sarria; su viuda completará la obra fundando el hospital. Las escuelas han costado más de medio millón de reales: el edificio es desahogado, ventiladísimo, entrando en él aire y luz a chorros; la instalación escolar, desde la peculiar hechura de los pupitres hasta los dos inmensos patios de recreación, descubre que la dirigió mano experta y entendida; el material, tan abundante que en largos años no se agotará el que hay de repuesto, es de última, con sus ricos muestrarios de objetos para las «lecciones de cosas» y sus cartones completísimos para enseñanza de Historia y Geografía; y las dependencias, cómodas, amplias, decorosas, encierran las viviendas del profesor y de la profesora, que encuentran allí modesto bienestar y seguro asilo.
Después de visitar las escuelas nuevas, el paseo por Sarria nos llevó casualmente a tropezar con la escuela antigua. Ni el más empedernido apasionado de la tradición resiste a una lección de cosas semejante. —Ver por los ojos, que diría el señor canónigo de Toledo—. La escuela antigua, donde aprendió a deletrear Matías López, debió de grabar en su imaginación de niño el horror a semejante antro. Sostenido por postes de piedra, lóbrego, húmedo, infecto, se levanta aquel local miserable, en comparación del cual es alegre la cárcel contigua. Allí debieron de resonar firmes los palmetazos, arrancar sangre de las carnes infantiles las rudas disciplinas y ostentarse el gorro de borricales orejas, castigo de los tumbones y desaplicados. Y quizás ni aun eso, porque tales severidades revelan algún celo en el dómine. Lo más probable es que se pareciese esta escuela a aquella que describe Galdós en El doctor Centeno: alianza del tedio con la rebeldía; reunión de chiquillos aburridos de muerte o engrescados a trueque de combatir un fastidio invencible, el de la reclusión en calabozo mefítico y asfixiante. Y yo pensaba en la escuela actual, con ínfulas de palacio, con salubridad y alegría y vistas y luz... y hasta diversión para los pequeñuelos.
II Hacia la frontera
Al ministro de Instrucción Pública.
¡Europeicémonos! —A pesar de los cambios que ya están mucho más arriba de las nubes, al nivel de las estrellas; a pesar del miedo que nos meten hablando de calores senegalianos, de gente que se cae muerta de insolación fulminante en las calles de París, hemos tenido el arranque de dejar nuestras frescas rías gallegas y asomarnos a ver qué pasa en el mundo, aunque sea por un agujero. Manda la Iglesia confesarse una vez al año, y antes si hay peligro de muerte. Manda la cultura viajar sin aparente necesidad una vez al año, y más si hay estancamiento y tendencia regresiva —manía de andar hacia atrás, que no falta entre nosotros.
Dicen que ahora ha caído en la cuenta el conde de Romanones⁴ y piensa enviar por ahí, no misioneros, sino neófitos de la cultura, que apostolicen a la vuelta y nos traigan en sus baúles, gladstones⁵ y sombrereras, la civilización, artículo que en la frontera no paga derechos. Parece que en el Japón se hizo así, y aunque somos blancos, nos han puesto tan verdes que de los amarillos tenemos que recibir lecciones. Aquellos ex monigotes de porcelana, aquellos ex miquines de marfil con ropa de seda, son hoy gente de pro, una potencia que tiene marina y ejército y universidades y colegios, no pintados en ningún abanico o «kakemonos⁶», sino de verdad. ¡Si se atenderá en el Japón a la enseñanza, que la emperatriz se toma la molestia de ir cada día a pie, con sus piececitos como piñones, a visitar la universidad en que se forman las licenciadas y doctoras, plantel de la mujer