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El juego 3. Limerencia
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Libro electrónico273 páginas3 horas

El juego 3. Limerencia

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En esta tercera entrega de la trilogía El juego, aquellos personajes que se mantenían ocultos tras las sombras de Raquel Pontevedra finalmente encuentran su protagonismo desafiando sus propias convicciones. La agente Milla, un nuevo personaje, aparece como pieza fundamental para el desenlace, mientras Raquel Pontevedra debe hacer alianzas con Carlos Garijo (Rambo) para encontrar a Mía, Rodri y Antonio, quienes lo dan todo por su propia supervivencia cuando descubren quiénes son sus verdaderos captores y los oscuros motivos que los llevaron hasta allí. 
Acción, emoción, drama, suspense y por supuesto mucha sensualidad en esta historia que promete expectación, pero sobre todo un final jamás previsto por ninguno de sus lectores.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento6 oct 2021
ISBN9788408248378
El juego 3. Limerencia
Autor

Criss Dujmovic

Criss Dujmovic, escritora de origen venezolano y descendencia croata, estudió bellas artes y posteriormente se tituló en leyes, su pasión por los libros traspasó los linderos catedráticos dejándose seducir por obras literarias de trascendencias polémicas e irreverentes cuyos convencionalismos no forman parte de sus relatos. De mente inquieta y profunda obsesión por lo sugestivo, esta autora se desmarca de las propuestas tradicionales, incursionando así, en géneros atrevidos e inquietantes hasta el punto en que se atisban los umbrales de su imaginación, rebasando muchas veces la frontera del pudor. Esta venezolana residenciada ahora en Madrid, España, nos presenta su primera novela, inspirada en temas de alto contenido sensual, trasgresor y tantrico, que ambiciona un enfoque disímil y vanguardista al género de novela romántica para el deleite de todos sus lectores. Sigue a la autora en redes:  INSTAGRAM https://www.instagram.com/crissdujmovic/?hl=es  FACEBOOK https://www.facebook.com/cristinadujmovic  TWITTER https://twitter.com/crissdujmovic  

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    Vista previa del libro

    El juego 3. Limerencia - Criss Dujmovic

    9788408248378_epub_cover.jpg

    Índice

    Portada

    Portadilla

    Dedicatoria

    Nota de la autora

    Capítulo 1

    Capítulo 2

    Limerencia

    Capítulo 3

    Capítulo 4

    Capítulo 5

    Capítulo 6

    Capítulo 7

    Limerencia

    Capítulo 8

    Capítulo 9

    Capítulo 10

    Capítulo 11

    Capítulo 12

    Limerencia

    Capítulo 13

    Capítulo 14

    Capítulo 15

    Capítulo 16

    Capítulo 17

    Limerencia

    Capítulo 18

    Capítulo 19

    Capítulo 20

    Capítulo 21

    Capítulo 22

    Limerencia

    Capítulo 23

    Capítulo 24

    Capítulo 25

    Capítulo 26

    Capítulo 27

    Capítulo 28

    Limerencia

    Capítulo 29

    Capítulo 30

    Capítulo 31

    Biografía

    Créditos

    Click Ediciones

    Gracias por adquirir este eBook

    Visita Planetadelibros.com y descubre una

    nueva forma de disfrutar de la lectura

    El Juego 3

    Limerencia

    Criss Dujmovic

    Siempre he pensado que toda persona debería escribir un libro, aunque sea una vez en su vida. Esta última entrega de El Juego 3 la dedico a aquellos valientes que se atrevan a hacerlo; sobre todo, a aquellos que lo consigan pese a cualquier circunstancia adversa que les presente la vida.

    Nota de la autora

    Ha llegado el final de esta historia y me complace que los lectores puedan descubrirla. Ha sido un recorrido mágico para mí, crear la trama y dar vida a personajes tan fascinantes como interesantes me ha llenado de inmensa satisfacción. Cada entrega de la trilogía de El Juego representa un aspecto importante en mi vida por el que me vi gratamente comprometida a continuar, entre otros motivos para honrar a todos aquellos que la han seguido desde el inicio con entusiasmo y expectación.

    En ocasiones debo reconocer que me reflejaba en cada uno de mis personajes, destinando largas noches de escritura para entender lo que podrían sentir a través de sus experiencias, solo así llegué a comprender muchas de sus emociones, encontrando la inspiración necesaria para humanizar sus relatos. Con todo convencimiento puedo asegurar que escribir esta novela ha sido una experiencia extraordinaria, y compartirla con mis lectores la ha hecho mucho más importante para mí.

    Espero sinceramente que la disfruten.

    Capítulo 1

    En ocasiones, la belleza del caos se muestra imponente ante las tragedias más inesperadas.

    Raquel Pontevedra

    A las diez de la mañana de un jueves, un elegante coche de color negro aparca en una zona abarrotada de periodistas. Dentro se encuentra Raquel. Antes de salir, ella se ajusta al rostro sus acostumbradas gafas oscuras, sube su quijada, toma su bolso de mano y entonces Jacinto abre la puerta. Con la elegancia que la caracteriza, Raquel saca la primera pierna del coche y la muestra sin recelo alguno entre la discreta abertura lateral de su falda lápiz aterciopelada. Luego, pisando fuerte el asfalto con sus poderosos zapatos de aguja, toma una densa bocanada de aire fresco que logra estabilizarla emocionalmente para lo que se avecina. A continuación, le entrega su mano a Jacinto, que la recibe con firmeza y extremo cuidado, como un caballero medieval que ayudara a salir del carruaje a su reina.

    Como era de esperar, tan pronto como Raquel sale del coche se adueña de todas las miradas de los allí presentes. Luce su acostumbrado cabello lacio oscuro, perfectamente peinado, a la altura de su lánguido cuello, y lleva los labios rojo burdeos, una imagen aristocrática, ejecutiva e imponente. Pronto se incorpora al anillo de seguridad que forman seis hombres corpulentos que la custodian y protegen, entre otras cosas, de los flashes de las cámaras que se abalanzan sobre ella. Los reporteros hacen su mejor esfuerzo para sacarle toda la información posible con preguntas directas, muchas veces insinuantes e incluso ofensivas:

    —¿Es verdad que su marido trafica con drogas? —pregunta una periodista intentando acercarle un micrófono color naranja.

    —¿La fortuna de los Pontevedra se debe a los negocios de explotación sexual que maneja su marido? —la interroga otro, que intenta traspasar el anillo de seguridad para conseguir la foto de portada que abrirá la primera plana del titular de mañana de un importante periódico nacional.

    —Señora Pontevedra, ¿qué es «El Juego»? —insiste una intrépida e inexperta joven corresponsal del New York Times que podría tener la edad de Mía.

    Raquel Pontevedra se muestra imperturbable ante las provocaciones, oculta sus ojos tras las gafas grandes y oscuras que enaltecen aún más la perfección de su rostro, jamás baja la mirada ni muestra un ápice de impaciencia. De frente a las escaleras, sube peldaño a peldaño hasta llegar a la entrada principal de la sede de la Policía Nacional de Madrid, sin prisa, pero sin pausa, con una seguridad que descoloca hasta a los abogados que la asisten. Al entrar, algunos funcionarios precintan una parte de las instalaciones, como quien reserva un lujoso restaurante para una celebridad internacional.

    Minutos más tarde, en una sala de interrogatorio, espera Raquel. Aún con las gafas puestas, sentada con las piernas entrelazadas en una precaria silla de aluminio, observa detenidamente la luz que forma la lámpara cónica que baja del techo y dibuja un perfecto círculo amarillento justo en el medio de la mesa que tiene delante. Sus guardaespaldas esperan fuera, sus abogados dentro de la sala, siempre tras ella. Hay en el ambiente una extraña y desagradable sensación que solo produce la tensión del caos. De inmediato una puerta se abre y entra una mujer con algunas carpetas. Su aspecto es desarrapado, usa vaqueros anchos y descosidos para esconder un ligero exceso de peso, y los combina con una camisola blanca de manga larga aún más basta; un arnés rodea su espalda y enfunda su arma a la altura de las costillas, y del cuello desciende una cadeneta que cuelga con presuntuoso orgullo una placa de policía dentro de un estuche de cuero viejo, tan desgastado como sus zapatos.

    —Agente Milla —pronuncia al entrar a modo de presentación.

    —Raquel Pontevedra —contesta ella al golpe de voz mientras observa con espanto y cierto repudio la pelambrera desordenada que brota de su cabeza.

    —Lamentamos no tener suficientes sillas para todos sus abogados —se excusa de manera irónica la policía al señalarlos.

    —No las necesitan —responde Raquel antes de que alguno de ellos pueda intervenir.

    —Bien —indica la agente Milla mientras Raquel finalmente retira sus gafas del rostro y dirige su fría mirada hacia el espejo de dos vías que tiene a su lado y se comunica con otra habitación, desde donde sabe que está siendo observada y escuchada.

    «No debe tener más de treinta y tantos años», presume Raquel al examinar con detalle el rostro de la mujer, que aparenta carácter y precaria agudeza mental; parece de esas que se dejan llevar más por la acción que por la intuición, aunque hay algo en su mirada que la incordia: el color oscuro de sus ojos, las cejas apelambradas y en exceso pobladas que le dan un aura macilenta a sus facciones y a su vestimenta de apariencia discreta y descuidada. Raquel percibe que hay algo en torno a la agente Milla que no logra descifrar a primera vista. Le intriga. ¿De qué le suena su cara?

    Antes de ser interrogada, Raquel hace amago de encender un cigarrillo, pero la agente Milla se lo prohíbe.

    —¿Desde cuándo no se puede fumar en una sala de interrogatorio policial en Madrid? —pregunta ella desconcertada ante su negativa.

    —Desde que lo estoy intentando dejar —contesta la agente Milla dándole una pequeña muestra de autoridad. Raquel la capta enseguida, y responde a su osadía con refinado sarcasmo al desearle suerte para conseguirlo.

    Ambas han empezado el encuentro con evidente fricción. A la agente Milla no le gustan para nada las personas como ella, tan estiradas y arrogantes, que se comportan como si fueran las dueñas del mundo y de todo aquel que se encuentra en él y que pueden comprar con su dinero. Sin embargo, está acostumbrada a tratar con ellas, entiende que mientras menos protagonismo se otorgue a su presencia antes surgirá el esperado «efecto placebo»: al quitarle la pastillita de la importancia que otorga exclusividad a sus expectativas y tratos de preferencia en asuntos concretos y cambiársela por otra de igual apariencia pero distinto tratamiento, Raquel colaborará sin esperar el acostumbrado beneplácito que le rinde el resto de la humanidad, pues la persona que está a punto de interrogarla no le es ajena. Ella sabe perfectamente quién es la mujer que tiene enfrente, la designación de este caso no ha sido casual. La agente Milla sabe qué hacer y cómo hacerlo, pero no hay que confundirse, su carrera no está marcada por casos brillantes como las de otras mujeres policías relevantes en el cuerpo. Ella no goza de la mejor reputación entre sus compañeros y tampoco cuelga estrellas por su destacado desempeño. Su carrera ha estado marcada por las desavenencias en un sistema que, al igual que a muchas otras, la ha puesto a prueba como profesional, eximiéndola de grandes actos meritorios. Pese a todo, es la persona asignada para liderar la investigación del caso Pontevedra. Nadie más que ella es capaz de hacerlo, y eso es algo que no le pueden quitar y que quizás nunca le reconozcan.

    Al otro extremo de la mesa, una Raquel Pontevedra serena y ecuánime se prepara para responder a sus preguntas. Ha sido asesorada respecto a lo que debe contestar, usando la entonación correcta y frases cortas e imprecisas, de forma que parezca que muestra colaboración, pero sin proporcionar demasiada información, en honor a la célebre frase «todo lo que diga puede ser —y será— usado en su contra». Por ende, debe elegir cuidadosamente sus palabras, vigilar su lenguaje corporal y, si es posible, evitar caer en provocaciones y preferir respuestas sarcásticas para evadir información comprometedora. Debe presumir su inocencia, así como el desconocimiento absoluto de los hechos acontecidos. Tampoco es la primera vez que lo hace.

    Todo está basado en una estrategia legal cuyo principal objetivo es mitigar el escándalo que se cierne sobre ella y sus negocios, por eso sus asesores consideraron oportuno que se presentase voluntariamente a declarar antes de ser requerida. También le aconsejaron hablar someramente de sus problemas matrimoniales, pero solo si el tema salía —de lo contrario, parecería una excusa para eludir su presunta complicidad y, con ella, sus responsabilidades—, inquietarse mas no victimizarse, mostrarse aludida pero no vulnerable, intolerante en lo referente a la posible implicación de Mark en el asunto pero sin llegar a juzgarle, con el único propósito de construir un perfil psicológico que la eximiera de cualquier indicio de implicación, complicidad o colaboración en el caso.

    Una vez sentada, la agente Milla abre sus carpetas y se dirige a Raquel.

    —Señora Pontevedra, ¿está preparada?

    —Lo estoy.

    —De acuerdo, empecemos.

    Capítulo 2

    Las personas que más te lastiman son, sin duda, las que más te fortalecen.

    Mía Ferrer

    En mi cautiverio suelo soñar con Frank, mi psicólogo. No sé identificar si son sueños o alucinaciones, pero su voz siempre está presente, al igual que los recuerdos de las visitas a su consulta. Si son reales o no ya no me interesa, solo sé que no quiero que se vaya, no quiero estar sola ni un segundo más, así que me imagino hablando con él, escuchando sus consejos. Eso me permite huir de aquí, aunque sea por momentos.

    Una semana y tres días. Es de las pocas cosas que soy capaz de recordar. Cuando despierto dejo de soñar que estoy en la consulta de Frank, y entonces me encuentro en este horrible lugar, sola, hambrienta y muerta de miedo, ya no me quedan lágrimas para llorar, solo arrepentimiento, recuerdos y un espantoso frío que se clava en mis huesos hasta hacerlos estallar. Aún sigo atada y a oscuras, recibiendo una vez al día una pequeña porción de comida pastosa que me dejan en una rendija en la parte inferior de la puerta y que soy incapaz de tragar sin sentir repulsión. Cuando logro estar lúcida lucho, grito, lloro, me desespero y me calmo al poco tiempo, recorro el húmedo piso palpando las paredes con mis manos y con los ojos, cansados de esta densa oscuridad. Camino hasta que las cadenas se tensan y ya no puedo continuar. No soy capaz de pensar con raciocinio, como me pide Frank las veces que aparece en mis sueños —¿o son alucinaciones?—. ¿Cómo se puede razonar ahora?, ¿en qué momento debo dejar de ser emocional y convertirme en alguien racional, capaz de canalizar mi ira, el miedo y la frustración que me provoca este encierro, la inmundicia y la zozobra? Me pides mucho, Frank, no soy esa persona fuerte que tú crees, sino solo una mujer encadenada, arrastrándose por el abismo de sus errores.

    Desvarío tantas veces como mi cuerpo tiembla cuando mis súplicas no son escuchadas, cuando mis miedos arropan la ansiedad que producen las sombras de este espantoso lugar. Entonces, cuando ya no puedo más, aparece Frank nuevamente y mi cuerpo se transporta a aquel sitio tan acogedor donde pasaba consulta.

    —Mía, ¿qué fue lo que te enamoró de Rambo?

    —A veces no logro recordarlo…

    —¿Entonces no lo amas?

    —Lo amo, tanto que prefiero no pensarlo…

    Frank cierra la libreta mientras hunde su cuerpo en el sillón, se retira las gafas del rostro y hace ese pequeño gesto con la mano de tocarse las comisuras de los párpados en señal de preocupación —¿o tal vez por cansancio?—. Entonces, luego de una breve pausa reflexiva, reformula la pregunta y modifica su entonación para adoptar una más comprensible o menos juzgable.

    —Bien, Mía, ¿puedes decirme con cuántas personas has intimado desde que estás en «El Juego»?

    —Con todas, menos con una.

    —¿Menos con una?

    —Sí… No he querido estar con ella.

    —¿Ella?

    * * *

    Abro los ojos y Frank sale de mi cabeza. Entonces ya no está. Me quedo alerta al escuchar pasos acercándose y descubro que aún soy prisionera, no sé de quién, no sé en dónde. Frank desaparece nuevamente, ya no estoy en su consulta ni escucho su voz, solo pasos que se aproximan sin prisa, como si agujerearan el suelo en cada pisada. ¿Es así o sigo delirando por el frío que no cesa con el temblor de mi quijada? De inmediato el sonido de los cerrojos al abrirse me causa pánico, escondo mi rostro entre las manos ante la repentina claridad que inunda la habitación, mi cuerpo se dobla en posición fetal, como un caracol que se protege rápidamente dentro de su caparazón. Ahora no es solo mi mandíbula la que tiembla, hasta el último de mis músculos es un vaivén de escalofríos y espasmos que me desquician. Frank, ¿dónde estás? De repente, una sombra grisácea con cuerpo de mujer se detiene ante mí. Sujeta una jeringa en una de sus manos y no tarda en clavarla en mi cuello. En unos segundos todo se vuelve oscuro, caigo desmayada al suelo y Frank vuelve a aparecer.

    —Mía, ¿te has preguntado alguna vez qué sientes por ella?

    —No.

    —¿Puedo preguntártelo yo?

    Ella me protege.

    —¿Te protege? ¿De qué? ¿De quién?

    —Me protege de quien soy.

    —Pero ¿es que acaso es tan malo ser quien eres?

    —No soy una buena persona.

    —Me parece que te juzgas duramente, nadie es totalmente bueno o totalmente malo, solo somos seres humanos con nuestros aciertos y nuestros desaciertos, nada más. Hablemos de tu esposo, Carlos. ¿Él te hace daño?

    —No, jamás lo haría, soy yo la que le hago daño a él, en ocasiones, con más frecuencia de la que quisiera admitir.

    —Y de tu familia, ¿algo importante que haya marcado tu vida a su lado?

    * * *

    No es fácil hablar con un psicólogo. Para llegar a ese punto se debe reconocer primero que se tiene un problema, y eso es lo verdaderamente complicado. Antes de conocer a Frank llamé a muchos consultorios psicológicos, fui a alguna que otra consulta, de esas que son gratis la primera vez, pero la idea de contarle mi vida a un perfecto desconocido me resultaba incómoda incluso cuando conocí a Frank.

    Comencé advirtiéndole que jamás fui una niña infeliz ni tuve un pasado oscuro, provengo de una familia normal de padres buenos y trabajadores que me quieren tanto como yo a ellos, crecí en una casa con unas vistas preciosas al mar donde cada atardecer era un privilegio ver el sol esconderse, la casa de mis padres es hermosa y de estilo colonial, con puertas de madera largas y pesadas, ventanales extensos por donde entra la brisa marina que agita los móviles de arcilla que cuelgan por todas partes. Le expliqué que mi casa siempre huele a playa, a bronceador de coco, a pescado frito y a bambú, que tenemos muchas hamacas y que las preferimos a los sofás. También le dije que mis padres son artesanos, que poseen su pequeño taller de cerámica en el patio y que mi madre es la verdadera artista de la familia. Comencé a sonreír tontamente cuando le conté que ella hacía casas de barro y fachada de gres, muñecas de arcilla y botellas de cerveza de vidrio fundido, que mi padre es el distribuidor del negocio, porque se le dan mejor los números que la arcilla, y quien comercializa las piezas en los hoteles de la isla, en los restaurantes, en los locales de souvenirs, y que ambos son verdaderamente buenos en su oficio. Frank me escuchaba maravillado mientras le contaba que desde muy pequeña mi madre me enseñó a trabajar la alfarería, y que al principio hacía botijos deformes y casas con techos caídos, y aun así ella los metía en su horno de cerámica y luego los pintaba para mí. Le confesé que mi vida entonces era perfecta.

    No recuerdo bien en qué momento ocurrió, pero empecé a contarle mi vida cuando me hice mayor y terminé mis estudios universitarios. Le dije que una tarde, luego de mi graduación, mis padres se reunieron conmigo y que ambos estaban nerviosos, que mi madre tenía una expresión de tristeza y ansiedad que jamás le había visto antes y mi padre una de orgullo y melancolía, que me entregaron un billete de avión con rumbo a España como regalo de graduación, porque ellos querían un futuro diferente para mí. Entonces él supo que fue así como llegué a Madrid, que salí de casas coloniales y pueblos costeros para entrar en una gran capital de edificios modernos y pisos reformados, con estructuras arquitectónicas de más de cien años y jardines de flores enfrente de un palacio real. Comprendió así que un nuevo mundo se había abierto ante mis ojos y que lo que debieron ser unas vacaciones de dos semanas se convirtieron en una vida entera en Madrid.

    Le dije cuánto lloré cuando les anuncié a mis padres la noticia de mi decisión de quedarme en Madrid, y lo orgullosos que se sintieron al enterarse de que había encontrado trabajo en la ciudad como administrativa de un banco. Le hablé de mi felicidad al presentarles a Rodri la primera vez que vinieron a visitarme y luego de lo enamorada que estaba cuando conocí a Rambo. Le dije que mi vida era perfecta en aquel entonces, una vida en Madrid, un trabajo, un mejor amigo, un esposo maravilloso y unos padres orgullosos. Frank no entendió qué me molestaba de todo aquello, si mi vida, tal como se la había narrado, era plena y maravillosa, hasta que le hablé de «El Juego» y de cómo el sistema cambió mi vida por completo hasta convertirme en lo que ahora soy.

    Creo que, igual que yo, Frank comprendió que no se requiere tener un pasado tormentoso para tomar malas decisiones, ni es preciso justificar las malas acciones hurgando en el pasado de la gente en busca de algún

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