Vendimia de amor
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Domenico Silvaggio d'Avalos sabe que la hermosa canadiense que le ha suplicado que le enseñe el arte de la viticultura no es una mujer muy experimentada. Sin embargo, en el entorno de uno de los más lujosos hoteles de París, Arlene Russell demuestra que posee valor... y una pasión tan intensa como la suya.
Decidida a no ser el último caso de caridad de Domenico, Arlene regresa a su descuidado viñedo. Domenico la sigue y le ofrece salvar de la bancarrota la herencia recibida. Cuando ella no acepta que la compre, toma la decisión de convertirla en su esposa...
Catherine Spencer
In the past, Catherine Spencer has been an English teacher which was the springboard for her writing career. Heathcliff, Rochester, Romeo and Rhett were all responsible for her love of brooding heroes! Catherine has had the lucky honour of being a Romance Writers of America RITA finalist and has been a guest speaker at both international and local conferences and was the only Canadian chosen to appear on the television special, Harlequin goes Prime Time.
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Vendimia de amor - Catherine Spencer
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Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2007 Spencer Books Limited
© 2021 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Vendimia de amor, n.º 1965 - diciembre 2021
Título original: The Italian Billionaire’s Christmas Miracle
Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.
Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.
Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.
Todos los derechos están reservados.
I.S.B.N.: 978-84-1105-121-7
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Índice
Créditos
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 1
POR LO general, Domenico no se relacionaba con turistas, ya que éstos no solían interesarse en la industria vinícola salvo en lo concerniente a sus hábitos de bebida.
Pero aquella mañana, dio la casualidad de que cruzaba el patio en dirección a su oficina situada en la parte de atrás del edificio principal al tiempo que el último grupo de visitantes del viñedo se dirigía a la parte delantera abierta al público. Todos fueron a la sala de degustación. Menos una. Ella permaneció fuera, hablando animadamente con su tío Bruno, quien, casi con sesenta años, había olvidado más sobre la viticultura que lo que Domenico pensaba que aprendería alguna vez.
Aunque era lo bastante profesional como para no descartar ninguna pregunta, Bruno no solía tener mucha paciencia con los necios. Que pareciera tan enfrascado en la conversación resultaba tan poco habitual como para impulsarlo a detenerse y a observar.
Alta, esbelta y más bien sencilla, la mujer daba la impresión de tener veintitantos años. Y a juzgar por el ligero tono sonrojado de su piel blanca, acababa de llegar a Cerdeña y aún no se había aclimatado al sol. Pensó que, si no quería pasar el resto de sus vacaciones sufriendo una insolación, debería ponerse un sombrero. Recogerse el pelo en una coleta que le dejaba la nuca al aire era buscarse problemas.
Su tío debió de pensar lo mismo, porque la guió a un banco situado a la sombra de una adelfa cercana. Cada vez con más curiosidad, Domenico permaneció a una distancia que le permitía escuchar.
Al verlo, Bruno lo llamó con un gesto de la mano.
–Éste es el hombre con quien puede hablar –le informó a la mujer–. Mi sobrino habla bien el inglés y hará que usted entienda. Y lo que es más importante, lo que él desconoce sobre las uvas y el proceso de convertirlas en vino no merece la pena saberse.
–Y mi tío jamás exagera –comentó Domenico, sonriéndole a la mujer–. Permita que me presente, signorina.
Ella alzó la vista y, durante un momento, su habitual cortesía lo abandonó y de pronto se encontró sin habla, mirándola como un palurdo.
No era hermosa, al menos no en el sentido convencional. Llevaba una ropa sencilla: una falda vaquera hasta las rodillas, una blusa blanca de algodón de manga corta y unas sandalias planas. Su cabello, aunque lustroso y brillante, era de un marrón inclasificable; sus caderas, estrechas como las de un niño y sus pechos, pequeños. En nada parecida a la molestamente persistente Ortensia Costanza, con ese atractivo vibrante y llamativo y esas curvas generosas.
Si Ortensia representaba la evidente sexualidad femenina en su manifestación más carnal, esa delicada criatura caía en el otro extremo del espectro y a punto estuvo de huir de él.
Decidió que era la clase de mujer que fácilmente se podía pasar por alto… hasta que se miraba en esos ojos grandes y hermosos y uno se encontraba ahogándose en sus profundidades grises.
Recobrándose, continuó:
–Me llamo Domenico Silvaggio d’Avalos. ¿En qué puedo ayudarte?
Ella se levantó del banco con agilidad y gracia y le ofreció la mano. Pequeña y de huesos finos, desapareció entre la suya.
–Arlene Russell –respondió con voz bien modulada–. Y si puedes dedicarme media hora, me encantaría hacerte un montón de preguntas.
–¿Te interesa la industria del vino?
–Es algo más que interés –se permitió una sonrisa fugaz–. Verás, hace poco tomé posesión de un viñedo, aunque en un estado un poco penoso, y necesito consejo sobre cómo recuperarlo.
–Desde luego –él también sonrió–, no se trata de un tema que pueda abarcarse con unas pocas palabras.
–Estoy de acuerdo. Pero estoy decidida a hacer lo necesario para que sea un éxito, y como he de empezar en alguna parte, ¿qué mejor lugar que aquí, donde incluso una novata como yo puede reconocer el buen hacer cuando lo ve?
–Pasa una hora con la joven –musitó su tío en sardo, el idioma que más se hablaba en la isla–. Está sedienta de información, como una esponja, a diferencia de esos otros que sólo quieren probar vino gratis.
–No dispongo de tiempo.
–¡Claro que sí! Invítala a comer.
Ella miraba a los dos hombres. Aunque no entendía lo que decían, captó la irritación que Domenico mostraba en ese momento en su expresión.
Con rostro decepcionado, musitó:
–Por favor, acepta mis disculpas. Me temo que estoy siendo muy desconsiderada y pidiendo demasiado de ti –se volvió hacia el tío de él y le dedicó una sonrisa–. Gracias por tomarse el tiempo para hablar conmigo, signor. Ha sido usted muy amable.
Un inesperado aguijonazo de simpatía atravesó la irritación de Domenico y la insinuación de ella hizo que se recriminara haber sido grosero.
–En realidad –se oyó decir antes de poder cambiar de parecer–, puedo dedicarte aproximadamente una hora antes de mis citas de la tarde. En ese tiempo no prometo poder abarcar todas tus preocupaciones, pero al menos podré indicarte alguien que sí lo hará.
No la engañó su tardía galantería. Recogió la cámara y el cuaderno de notas que tenía en el banco y respondió:
–No pasa nada. Has dejado claro que tienes mejores cosas que hacer.
–Tengo que comer –indicó, estudiando su silueta demasiado esbelta–, y por lo que parece, tú también. Sugiero que aprovechemos la oportunidad para matar dos pájaros de un tiro.
Aunque su orgullo luchó por tirarle a la cara la invitación, el pragmatismo se impuso.
–Entonces, te vuelvo a dar las gracias –respondió con rigidez.
Domenico la tomó por el codo y la condujo al jeep aparcado junto a las enormes puertas dobles de atrás.
–¿Adónde vamos? –preguntó ella, ocultando su nerviosismo.
–A mi casa, que está a unos cinco kilómetros de aquí siguiendo el camino de la costa.
–¡Ahora sí siento que estoy invadiendo tu espacio! Di por hecho que comeríamos en la cafetería del viñedo.
–Eso es para los turistas.
–Es lo que soy yo.
Domenico puso en marcha el vehículo.
–No, signorina. Hoy eres mi invitada.
Arlene llegó a la conclusión de que era un maestro del comedimiento.
Los folletos le habían explicado que la Vigna Silvaggio d’Avalos, una empresa familiar que se remontaba a tres generaciones, era uno de los mejores viñedos de Cerdeña y que estaba en un emplazamiento magnífico en la costa, en el extremo norte de la isla, justo al oeste de Santa Teresa Gallura.
El elaborado escudo de armas que adornaba las puertas de hierro forjado de la entrada de la propiedad, en realidad no la había sorprendido. Al igual que el edificio cuya hermosa fachada albergaba una bodega, sala de degustación, tienda y cafetería de vanguardia, era lo que había esperado de una empresa de la que se decía que producía «vinos internacionalmente reconocidos de calidad impecable».
Pero cuando atravesó un segundo par de puertas de hierro forjado y siguió un camino sinuoso y largo hasta una casa de estuco claro situada encima de la playa, le costó no comportarse como la turista palurda por quien sin duda la tomaba y quedarse boquiabierta. Lo que él había llamado con indiferencia su casa, le pareció una construcción más bien palaciega.
Oculta a las otras del complejo residencial por un acre o más de jardines a rebosar de una vegetación exuberante y en flor, se elevaba del paisaje en una serie de ángulos y curvas elegantes diseñados para aprovechar al máximo la vista. A un lado tenía la imponente Costa Esmeralda y al otro acres y acres de viñedos en las laderas de las colinas.
La escoltó por el vestíbulo principal hasta una ancha terraza cubierta bajo la cual el mar brillaba verde y le indicó una serie de mullidos sillones.
–Toma asiento y discúlpame un momento mientras me ocupo del almuerzo.
–Por favor, no te tomes demasiadas molestias –protestó ella, consciente de que ya había sido bastante pesada por un día.
Él sonrió y alzó un teléfono inalámbrico de su base en una mesa lateral.
–No es ninguna molestia. Pediré que nos traigan algo desde la casa principal.
Mentalmente se dijo que era una tonta. ¿Es que había imaginado que desaparecería en la cocina, se pondría un delantal y prepararía algo delicioso con sus propias manos? ¿Y tenía que ser tan descaradamente atractivo como para no permitirle pensar con coherencia? Podría haber sobrellevado que fuera alto y moreno, pero esos ojos asombrosamente azules le añadían atractivo a esa cara bendecida ya con más belleza masculina de la que merecía cualquier hombre.
Tras una breve conversación, dejó el teléfono en la base y se ocupó en el bar.
–Ya está. ¿Qué te apetece beber?
–Algo fresco, por favor –se abanicó ante un calor que no era culpa exclusiva del clima.
Él echó hielo en dos copas largas, las llenó a medias con vino blanco que sacó de una pequeña nevera y las remató con un chorro de sifón.
–Un Vermentino hecho con nuestras propias cepas –comentó, sentándose junto a ella y entrechocando el borde de la copa–. Refrescante y no muy fuerte. Muy bien, signorina, ¿cómo entraste en posesión de este viñedo del que hablas?
–Lo heredé.
–¿Cuándo?
–Hace diez días.
–¿Y está aquí, en la isla?
–No. Está en Canadá… soy canadiense.
–Comprendo.
Pero era evidente que no lo entendía. Seguro que se preguntaba qué hacía en Cerdeña cuando sus intereses se hallaban en la otra punta del mundo.
–La cuestión es –se apresuró a explicar ella– que ya tenía pagadas mis vacaciones aquí, y como la herencia me llegó de forma inesperada, decidí que lo mejor era no precipitarse hasta haber hablado con algunos expertos, de los cuales resulta que hay muchos en Cerdeña. Nunca he sido impulsiva y éste no me parecía el momento oportuno para empezar a serlo.
–Entonces, ¿careces de experiencia en la viticultura?
–Sí. Soy secretaria jurídica y vivo en Toronto. Y para serte franca, aún me da vueltas la cabeza al pensar que soy propietaria de una casa y de varios acres de viñedos en la Columbia Británica… es la provincia más occidental de Canadá, por si no lo sabes.
–Estoy familiarizado con la Columbia Británica –le informó con sequedad, como si incluso un bebé en pañales tuviera un exhaustivo conocimiento geográfico del segundo país más grande del mundo–. ¿Has visto el lugar con tus