Un reflejo velado en el cristal
Por Helen McCloy
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Un reflejo velado en el cristal - Helen McCloy
CAPÍTULO UNO
Tienes el rostro que a una mujer conviene
como celosía de su alma,
la clase de belleza que en el infierno
llaman humana, Faustina.
La señora Lightfoot estaba de pie junto a la ventana mirador.
—Siéntese, señorita Crayle. Me temo que tengo malas noticias.
Los labios de Faustina mantuvieron su acostumbrada sonrisa afable, pero un atisbo de recelo asomó a sus ojos. Solo un instante. Luego los párpados cayeron. Ese momento, sin embargo, fue desconcertante, como si un vagabundo se hubiese asomado de pronto por la ventana del piso de arriba de una casa en apariencia vacía y protegida contra las intrusiones.
—¿Sí, señora Lightfoot?
Hablaba en voz baja y clara, el tono refinado que se esperaba de todas las profesoras de Brereton. Era alta para su sexo y delgada hasta el extremo de la fragilidad, con muñecas y tobillos delicados y manos y pies estrechos. Todo en ella sugería candor y dulzura: el alargado óvalo de su rostro, cetrino y serio; los ojos azules, empañados, atentos y un poco miopes; el cabello sin adornos, leve halo castaño claro que se agitaba con suavidad cada vez que movía la cabeza. Parecía ya bastante serena mientras cruzaba el despacho hacia un sillón.
La serenidad de la señora Lightfoot igualaba a la de Faustina. Hacía mucho tiempo que había aprendido a reprimir las señales externas del azoramiento. En ese momento su orondo semblante se mostraba imperturbable, con cierto aire a la reina Victoria en el puchero malhumorado del labio inferior y los ojos claros y redondos algo saltones entre las blancas pestañas. En cuanto a indumentaria, se inclinaba por los tonos cuáqueros —el clásico marrón grisáceo apagado que las modistas llamaban «topo» en los años treinta y «anguila» en los cuarenta— y tejidos bastos de tweed o grueso terciopelo, sedas fuertes o gasas vaporosas según la estación y las circunstancias, que por las noches combinaba con las perlas buenas de su madre y encajes antiguos. Incluso su abrigo de invierno era de piel de topo, la única con esa misma mezcla de gris paloma y marrón ciruela. Esta constante preferencia por un color tan recatado le daba un aire de moderación que siempre impresionaba a los padres de sus alumnas.
—No espero malas noticias —continuó Faustina. Luego esbozó una modesta sonrisa—. En fin, no tengo familia cercana.
—No es nada de eso —replicó la señora Lightfoot—. Para no andarme con rodeos, señorita Crayle, debo pedirle que abandone Brereton. Con seis meses de sueldo, por supuesto. Su contrato así lo estipula. Pero debe marcharse de inmediato. Mañana, como muy tarde.
Faustina entreabrió los exangües labios.
—¿A mitad del trimestre? Señora Lightfoot, eso es… ¡inaudito!
—Lo lamento, pero tiene que irse.
—¿Por qué?
—No puedo decírselo.
La señora Lightfoot se sentó tras su escritorio, una espineta colonial de palisandro reconvertida. Junto al vade malva, había adornos de cobre y un cuenco de porcelana rojo sangre lleno de dulces y oscuros caramelos de violeta.
—¡Y yo que pensaba que todo iba tan bien! —A Faustina se le quebró la voz—. ¿Es por algo que haya hecho?
—No es nada de lo que sea usted directamente responsable. —La señora Lightfoot alzó de nuevo los ojos, brillantes y transparentes como el cristal. Igual que el cristal, parecían brillar por reflexión, como si no tuvieran una sola chispa de luz propia—. Digamos que no termina de ajustarse a la esencia del espíritu de Brereton.
—Disculpe, pero debo pedirle que sea más específica —se aventuró Faustina—. Tiene que tratarse de algo terminante o no me pediría que me fuese a mitad del trimestre. ¿Está relacionado con mi carácter? ¿O con mi competencia como profesora?
—Ninguna de las dos cosas se ha puesto en cuestión. Es solo que… En fin, no encaja en el modelo de Brereton. Ya sabe que hay ciertos colores que desentonan entre sí, el rojo tomate con el rojo vino, por ejemplo. Pues es lo mismo, señorita Crayle. Su sitio no está aquí. Pero no debe desanimarse: aún puede resultar útil y ser feliz en otro tipo de escuela. En esta no encontrará su lugar.
—¿Cómo puede estar tan segura si solo llevo cinco semanas aquí?
—Los conflictos emocionales se desarrollan rápido en la atmósfera de un internado femenino. —La resistencia siempre hacía que la señora Lightfoot hablara en un tono más cortante y aquella era una resistencia inesperada de alguien que siempre había parecido tímido y sumiso—. Es una cuestión tan sutil que apenas puedo expresarlo con palabras, pero debo pedirle que se marche por el bien del colegio.
Faustina se había levantado, sacudida por la vana furia de la impotencia.
—¿Se da cuenta de cómo afectará esto a mi futuro? ¡La gente pensará que he hecho algo terrible! ¡Que soy cleptómana o lesbiana!
—Créame, señorita Crayle, esos son asuntos de los que no se habla en Brereton.
—¡Se hablará si le pide a una profesora que se marche en mitad del primer trimestre sin explicarle por qué! Hace solo unos días dijo que mi clase era «de lo más satisfactoria». Esas fueron sus palabras exactas. Y ahora… Alguien debe de estar contando mentiras sobre mí. ¿Quién es? ¿Qué le ha dicho? ¡Tengo derecho a saberlo si me va a costar el empleo!
Algo que podría haber sido compasión asomó a los ojos de la señora Lightfoot.
—Le aseguro que lo siento por usted, señorita Crayle, pero lo único que no puedo ofrecerle es una explicación. Me temo que no lo había considerado desde su punto de vista hasta ahora. Verá, Brereton significa muchísimo para mí. Cuando me hice cargo de la escuela, tras el fallecimiento de la señora Brereton, el colegio se moría también. Yo le insuflé vida. Ahora nuestras chicas vienen de todos los estados de la Unión, incluso de Europa desde la guerra. No somos solo otra ridícula escuela privada para señoritas. Tenemos una tradición académica. Se dice que la educación es lo que recuerdas cuando ya has olvidado tu formación. Las graduadas en Brereton recuerdan más que las muchachas de otras escuelas. Dos jóvenes de Brereton que se encuentran fuera de aquí, sin haberse visto nunca, a menudo se reconocen por la forma de pensar y de hablar de nuestra institución. Desde la muerte de mi esposo, esta escuela ha ocupado su lugar en mi vida. No acostumbro a ser una persona cruel, pero si me enfrento a la posibilidad de que arruine usted Brereton, puedo ser absolutamente despiadada.
—¿Arruinar Brereton? —repitió Faustina con un hilo de voz—. ¿Cómo iba yo a arruinar Brereton?
—Digamos que por el ambiente que crea.
—No sé a qué se refiere.
La mirada de la señora Lightfoot se perdió en la ventana abierta. Fuera crecía la hiedra y las sombras de las hojas moteaban el ancho alféizar. Más allá, el sol del atardecer bañaba la descolorida hierba otoñal con una luz diluida y clara. El crepúsculo del día y el crepúsculo del año parecían confluir en una mutua despedida del calor y la luminosidad.
La señora Lightfoot exhaló un hondo suspiro.
—Señorita Crayle, ¿está segura de que no puede imaginárselo?
Tras una pausa momentánea, Faustina recuperó impulso.
—Por supuesto que estoy segura. ¿No podría decírmelo, por favor?
—No era mi intención llegar hasta donde he llegado. No diré nada más.
Faustina reconoció el tono concluyente y siguió con voz lenta y derrotada, como una anciana.
—No creo que consiga otro trabajo de profesora con el curso tan avanzado, pero si optase a algún puesto el año que viene, ¿podría remitirlos a usted? ¿Estaría dispuesta a decirle a la directora de otra escuela que soy una profesora de arte competente, que en realidad no ha sido culpa mía tener que abandonar Brereton de forma tan repentina?
Los ojos de la señora Lightfoot se tornaron fríos y firmes, la mirada de un cirujano o un verdugo.
—Lo lamento, pero de ningún modo puedo recomendarla como profesora a nadie más.
Todo lo que había de infantil en Faustina salió a la superficie. Sus claras pestañas se anegaron de lágrimas. Los desvalidos labios le temblaban. Pero no protestó más.
—Mañana es martes —añadió enseguida la señora Lightfoot—. Por la mañana solo tiene una clase, debería darle tiempo a hacer el equipaje. Y creo que por la tarde se reúne con el comité para la obra de teatro griega, a las cuatro. Si se marcha nada más terminar, podrá coger el tren de las seis y veinticinco para Nueva York. A esa hora, su partida llamará poco la atención. Las muchachas estarán vistiéndose para cenar. A la mañana siguiente, en la asamblea, anunciaré que se ha ido y que las circunstancias hacen imposible su regreso, muy a mi pesar. No tiene por qué haber habladurías. Será lo mejor para la escuela y para usted.
—De acuerdo.
Medio cegada por el llanto, Faustina se dirigió a trompicones hacia la puerta.
Fuera, en el amplio pasillo, un rayo de sol caía en oblicuo desde la ventana de la escalera. Dos chiquillas de catorce años bajaban también, Meg Vining y Beth Chase. La severidad varonil del uniforme de Brereton no hacía sino realzar la belleza femenina de Meg: piel sonrosada, rizos corlados, ojos de un brillo neblinoso como zafiros estrella; pero ese mismo uniforme sacaba a relucir los rasgos poco atractivos de Beth: pelo desmochado y parduzco como un ratón, rostro pálido y afilado y un cómico y caprichoso jaspeado de pecas.
Al ver a Faustina, las dos caritas se volvieron insulsas como agua de arroz mientras dos agudas vocecillas entonaban a coro: «¡Buenas tardes, señorita Crayle!».
Faustina asintió en silencio, como si no confiara en su propia voz. Dos pares de ojos la siguieron de soslayo mientras subía al siguiente rellano. Ojos abiertos como platos, pero no inocentes. Más bien curiosos y suspicaces.
Faustina apretó el paso y llegó arriba jadeando. Allí se paró a escuchar. Por el hueco de la escalera subía una diminuta risita, atiplada como la de unos duendecillos histéricos o como si fueran ratones.
Faustina se alejó de aquel sonido casi a la carrera por el pasillo del segundo piso. A su derecha se abrió una puerta. Una doncella, con cofia y delantal, salió y miró por la ventana que había al fondo del corredor. Su cabello rubio reflejó el último rayo de sol con un destello como de latón deslustrado.
Faustina logró serenar sus temblorosos labios.
—Arlene, me gustaría hablar contigo.
La muchacha dio un violento respingo y giró en redondo, sobresaltada y hostil.
—¡Ahora no, señorita, tengo que trabajar!
—Ah… Está bien. Más tarde, entonces.
Cuando Faustina pasó por su lado, Arlene retrocedió y se pegó a la pared. Las dos niñas la habían mirado con picardía, con sentimientos encontrados, pero aquel rostro de cutis irregular estaba marcado por una emoción dominante: el terror.
CAPÍTULO DOS
¿Qué víboras acudían a mudar la piel,
qué obscenas sierpes enroscadas
alargaban el suave cuello
para acariciar a Faustina?
Faustina entró en la habitación de la que acababa de salir Arlene. Una alfombra de piel blanca cubría el suelo de color caramelo. Blancas cortinas enmarcaban la ventana. La cómoda estaba pintada de amarillo narciso. Sobre la blanca repisa de la chimenea había varios candelabros de latón con colgantes de cristal y velas de arrayán, de cera verde y aromática. La butaca orejera y el banco de la ventana estaban forrados de cretona color crema con un estampado de flores violetas y hojas verdes. Los colores eran alegres como una mañana de primavera, pero… la cama estaba sin hacer, la papelera sin vaciar y el cenicero a rebosar de ceniza y de colillas.
Faustina cerró y cruzó la habitación hacia el banco de la ventana, donde yacía un libro abierto. Empezó a pasar las páginas con una urgencia frenética. Entonces llamaron a la puerta. Cerró el libro y lo escondió detrás de un cojín, que luego compuso de nuevo para que no se notase que lo habían movido.
—¡Adelante!
La joven del umbral parecía salida de un manuscrito iluminado con caligrafía cúfica, donde aún puede verse a esas damas persas —muertas hace dos mil años— a lomos de unas yeguas con los ojos tan negros, la piel tan blanca, tan ligeras y esbeltas como ellas. Podría haber llevado sus mismos brocados dorados y rosas con elegancia, pero el clima de Estados Unidos y el siglo veinte la habían vestido con una pulcra falda de franela gris y un suéter verde pino.
—Faustina, los trajes griegos… —Pero enseguida se detuvo—. ¿Qué ocurre?
—Por favor, entra y siéntate —contestó Faustina—. Quiero preguntarte una cosa.
La otra obedeció en silencio y optó por el banco de la ventana en lugar del sillón.
—¿Un cigarrillo?
—Gracias.
Despacio, meticulosamente, Faustina colocó la cigarrera de nuevo sobre la mesa.
—Gisela, ¿qué pasa conmigo?
Esta respondió con prudencia.
—¿A qué te refieres?
—¡Sabes de sobra a qué me refiero! —Faustina hablaba con voz seca y cascada—. Tienes que haber oído rumores sobre mí. ¿Qué es lo que dicen?
Unas pestañas largas y negras son tan prácticas como un abanico para ocultar los ojos. Cuando Gisela alzó otra vez las suyas, tenía una mirada ambigua. Hizo un leve gesto con la mano, que arrastró el humo del cigarrillo, hacia el cojín que tenía al lado.
—Siéntate y no te alteres, Faustina. No creerás de verdad que tengo ocasión de oír rumores, ¿no? Soy extranjera y vine aquí como refugiada. Nadie confía nunca en los extranjeros, sobre todo en los refugiados. Demasiados se han mostrado desagradecidos e incapaces de adaptarse. Yo no tengo amigas íntimas aquí. La escuela me tolera porque mi alemán es correcto y mi acento vienés resulta más agradable a vuestros oídos que la forma de hablar de los berlineses. Pero mi nombre, Gisela von Hohenems, tiene aún connotaciones desagradables con la guerra tan reciente. Así que… —Se encogió de hombros—. Paso muy poco tiempo tomando el té o charlando con un cóctel en la mano.
—Estás evitando la pregunta. —Faustina se sentó, pero sin relajarse—. No puedo ser más directa: ¿has oído algún rumor sobre mí?
El bello contorno de la boca de Gisela se deformó con esa expresión que nuestros amigos denominan «carácter» y nuestros enemigos «tozudez».
—No —contestó cortante.
Faustina suspiró.
—¡Ojalá los hubieras oído!
—¿Por qué? ¿Quieres que la gente chismorree sobre ti?
—No. Pero ya que lo hacen, me gustaría que chismorreasen contigo porque eres la única persona a la que puedo preguntar. La única que podría contarme lo que se va diciendo por ahí y quién lo dice. La única amiga de verdad que he hecho aquí. —Entonces, con una repentina timidez, se sonrojó—. ¿Puedo considerarte mi amiga?
—Por supuesto. Soy tu amiga y espero que tú la mía. Pero sigo perdida con todo esto. ¿Qué te hace pensar que circulan rumores sobre ti?
Faustina aplastó con cuidado el cigarrillo en el cenicero.
—Me han despedido. Así, sin más.
Gisela se quedó boquiabierta.
—Pero ¿por qué?
—No lo sé. La señora Lightfoot no ha querido explicármelo. A menos que pueda llamarse explicación lo que no ha sido sino un cúmulo de tópicos imprecisos sobre mi falta de adecuación al modelo de Brereton. Me voy mañana. —Faustina se atragantó con la última palabra.
Gisela se inclinó hacia delante para cogerle la mano. Fue un error. Las facciones de Faustina se retorcieron. Los ojos se le llenaron de lágrimas como si una mano invisible y cruel quisiera sacárselos de las órbitas.
—Y eso no es lo peor.
—¿Qué es lo peor?
—Está pasando algo a mi alrededor. —Las palabras le salían a borbotones, como si ya no pudiera contenerlas ni un segundo más—. Hace tiempo que me doy cuenta, pero no sé qué es. Hay todo tipo de indicios. Detalles.
—¿Como cuáles?
—¡Mira mi habitación! —Faustina hizo un gesto de amargura—. Las chicas del servicio no hacen aquí lo que pueden hacer por ti o por las otras profesoras. Nunca me abren la cama por la noche y la mitad de los días ni siquiera está hecha. Jamás tengo agua fresca en el termo ni limpian el polvo. He de vaciar la papelera y el cenicero yo misma. Una vez, la ventana se quedó abierta todo el día y, cuando fui a acostarme, esto estaba helado.
—¿Por qué no te has quejado a la señora Lightfoot o al ama de llaves?
—Lo pensé, pero soy nueva aquí y este trabajo era muy importante para mí. Además, no quería meter a Arlene en un lío. Es ella la que tendría que arreglar mi habitación y siempre me ha dado pena, con lo torpe y tímida que parece. Al final hablé yo misma con ella, pero fue como hablar con una sordomuda.
—¿No te oía?
—Me oía perfectamente, pero no escuchaba. Había una obstinación y una resistencia ocultas tras esa apariencia inexpresiva que no fui capaz de vencer. —Faustina se encendió otro cigarrillo, demasiado absorta para ofrecerle el estuche a Gisela—. La muchacha no se mostró insolente ni huraña, solo… retraída. Masculló algo así como que no se había dado cuenta de que mi cuarto se había descuidado, prometió encargarse de ello en el futuro y luego siguió sin hacerlo. Hace un rato me ha evitado casi como si me tuviese miedo, pero eso es absurdo, por supuesto. ¿Quién iba a tener miedo de un ratón de biblioteca como yo?
—¿Y te basas solo en la actitud de Arlene?
—¡No! Todo el mundo me rehúye.
—Yo no.
—Gisela, de verdad, tú eres la única excepción. Si propongo a cualquiera de las demás profesoras ir a tomar un té al pueblo o una copa a Nueva York, se niegan. No una vez ni dos, siempre. No solo dos o tres profesoras, todas ellas… Menos tú. Y se niegan con un reparo muy extraño, como si yo tuviese algo de malo. La semana pasada, en Nueva York, me crucé con Alice Aitchison en la Quinta Avenida, frente a la biblioteca. Yo hice por sonreír, pero desvió la mirada y fingió no haberme visto, aunque estoy segura de que me vio. Fue muy evidente, en realidad. Y luego está lo de las niñas en clase.
—¿Son insubordinadas?
—No, no es eso. Hacen todo lo que les digo. Incluso me plantean preguntas inteligentes sobre las lecciones, pero…
—Pero ¿qué?
—Me observan.
Gisela se echó a reír.
—Ojalá mis alumnas me observasen a mí. Sobre todo cuando estoy explicando algo en la pizarra.
—No es solo cuando estoy explicando algo —le aclaró Faustina—. Me observan constantemente. Dentro y fuera del aula, sus miradas me persiguen. Es algo… antinatural.
—¡Sobre todo en clase!
—No te burles —protestó Faustina—. Es muy serio. Siempre están como al acecho y, aun así…, a veces tengo la extraña sensación de que no me están observando a mí.
—No te entiendo.
—No puedo explicarlo bien porque ni yo misma