Los absolutos: El legado
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Hermanas Greemwood
HERMANAS GREEMWOOD (Beatriz Blanco y Natalia Martín). Escritoras jóvenes, que trabajan como profesoras. Creadoras y responsables del Colectivo Tinta digital, para el fomento de la lectura entre los jóvenes y miembros de la junta directiva del Gremio de Editores de Madrid, sección “Juvenil y Nuevas Tendencias”. Creadoras y principales organizadoras de la TDcon, convivencias y campamentos temáticos literarios. Colaboran habitualmente en librerías ofreciendo charlas y talleres literarios.
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Los absolutos - Hermanas Greemwood
Dedicado a los que, pese a todas las desventuras
en su propia historia, nunca cesan de buscar un final feliz.
La cartaY Capítulo 1 Z
La sombra
Actualidad.
Todo comenzó la noche de fin de año. Era una celebración de Nochevieja como otra cualquiera en el orfanato Dorothea. Todos los huérfanos, muy bien vestidos y repeinados, habían bajado a cenar. Tras rezar con las monjas y reflexionar acerca de aquello por lo que debían dar gracias, comenzaron a engullir el exquisito banquete que los cocineros habían preparado.
A decir verdad, no se vivía mal en el orfanato. Al menos mientras los huérfanos siguieran las normas al pie de la letra y obedecieran todo lo que se les ordenaba, claro… Era un enorme edificio antiguo con paredes de piedra, pero contaba con instalaciones deportivas, piscina exterior y unos hermosos jardines en pleno centro de Madrid. Con tanto, a los niños a veces incluso se les olvidaba que no podían salir del recinto: solo una vez al mes y siempre bajo la supervisión de las monjas. Cada vez que lo hacían, todos vestidos con sus uniformes negros y marchando a un paso perfectamente sincronizado como pequeños soldaditos, los habitantes de la capital comentaban entre ellos: «¡Mira, mira, los niños del Dorothea!».
El Dorothea era el orfanato más importante de la capital. Tenía una reputación envidiable debido a su programa privado de integración laboral: todos los jóvenes salían del internado al cumplir los dieciséis años y eran enviados a otros lugares de España para finalizar la E.S.O. y el Bachillerato. Después se profesionalizaban en el sector que quisieran y tenían acceso a las mejores universidades del país, todo pagado. Por todo ello, solo un puñado de afortunados huérfanos, que las propias monjas aceptaban cuando apenas eran recién nacidos, podían entrar en el Dorothea. Nadie entendía ni sabía exactamente cómo seleccionaban a los bebés. Era todo un misterio que las monjas mantenían oculto.
Tras la cena, aquella noche se les permitió excepcionalmente pasar el tiempo con diferentes juegos de mesa, libros o estudiando en el salón hasta que las campanadas dieran por terminado el año. Cuando sonaron las doce, muchos de los niños pequeños tosían al haber estado a punto de atragantarse con las doce uvas de la suerte y los adolescentes intercambiaban miradas divertidas unos con otros. Algunos se sonreían, otros movían los labios con voz muda para decirse cosas que las monjas no podían escuchar y otros, simplemente, se tiraban entre ellos las últimas uvas que no habían sido capaces de comer. El gigantesco salón se convirtió entonces en una verdadera fiesta, en la que los besos y los abrazos iluminaron un poco más el momento.
—Me gustaría decir unas palabras —interrumpió Sor María, la monja que dirigía el orfanato.
Ipso facto, todos los presentes, unos doscientos huérfanos y monjas, callaron y la miraron directamente a ella para que siguiera hablando:
—Quiero desear a nuestros jóvenes la mejor de las suertes cuando mañana se vayan a proseguir sus estudios fuera de estas paredes, a algunas de las mejores instituciones privadas de nuestro país —dijo, refiriéndose a los jóvenes que ese año habían cumplido los dieciséis—. Deseo que tengáis una vida plena, llena de buena dicha y felicidad. Y espero sobre todo que uséis bien vuestro don, allá donde vayáis.
Todos los años el mismo discurso. Las mismas frases. Palabra por palabra. El énfasis le daba la monja a la palabra «don» ponía de los nervios a más de uno, que lo repetía con retintín. La directora siempre les decía que eran muy afortunados por haber estudiado y vivido en el orfanato Dorothea, que eran unos niños muy especiales y que algún día les llegaría el momento de demostrarlo. Los más pequeños siempre la miraban y asentían por inercia, sin entender nada. Los más mayores, por otro lado, casi podían hacer un playback con su discurso cada vez que lo soltaba. Se lo sabían de memoria.
Aun así, entre la veintena de dieciséisañeros todos se miraron unos a otros muy sonrientes tras las palabras de la monja, conscientes de que era la última vez que las escuchaban. Algunos iban a echar de menos sus años en aquel sitio, pero la gran mayoría de ellos estaba ansiosa por salir de la burbuja en la que habían vivido encerrados hasta entonces. La perspectiva de salir al mundo exterior les proporcionaba, al fin, una expectación que era mucho más emocionante que cualquier experiencia de su niñez en aquel singular internado.
Otra de las monjas hizo sonar una campanita y los huérfanos, en orden y sintonía, subieron hasta sus habitaciones, donde dormiran separados por sexo y edad. Cuando terminaron de ponerse el pijama, todos esperaron al pie de sus camas a que una monja fuera a dar el visto bueno al estado de la habitación, para después rezar una última oración e irse a dormir, como cada noche.
En cuanto se apagó la luz de las habitaciones, las monjas cerraron todas las puertas con llave. Una de las peculiaridades del orfanato Dorothea, de entre las muchas que tenía, era la clausura total y definitiva de puertas en la noche de fin de año. Estaba absolutamente prohibido salir de las habitaciones en año nuevo. Normalmente las monjas siempre dejaban las puertas abiertas para que, de manera puntual, los niños se pudieran levantar para ir al baño o incluso a la cocina a por un vaso de agua. Aquella noche no.
Los adolescentes solían bromear diciendo que se debía a que era la única noche en la que las monjas se permitían beber, fumar y bailar hasta no poder más, y desde luego no iban a dejar que ninguno de los huérfanos las viera. Aunque lo cierto era que ver a las monjas moviéndose al ritmo del último hit de Alan Walker, botella de ron en mano, tampoco era algo que ninguno de los jóvenes quisiera presenciar, por lo que incluso agradecían que se cerraran las puertas.
Todos sabían que no debían hablar una vez estuviera la puerta cerrada porque eso también iba en contra de las normas, pero para los más mayores fue imposible no romper esa norma aquella noche. En su cuarto, las doce chicas se incorporaron en sus camas y hablaron acerca de cómo serían los internados a los que las iban a enviar y qué nuevas amistades les depararían esos destinos. Iban a empezar el curso escolar en el segundo trimestre. En el orfanato siempre se había hecho así, a pesar de ser poco común: el uno de enero los enviaban a sus respectivos nuevos hogares, en lugar de esperar al inicio del siguiente curso escolar. Los quince chicos estuvieron rememorando, por última vez, todos los momentos que habían vivido juntos y que recordarían el resto de sus vidas. Y así siguieron hasta que, uno por uno, fueron cerrando los ojos.
pausaLas horas pasaron en silencio y oscuridad. Todos dormían cuando la puerta principal del orfanato Dorothea se abrió de par en par con gran estruendo, arreciada por el fuerte viento que azotaba las calles de Madrid en esa fría madrugada. Las hojas secas de los árboles del jardín delantero se deslizaron dentro del vestíbulo, formando una tétrica alfombra sobre la superficie de mármol de la entrada. Las cortinas se sacudían con brusquedad y los pomos chocaban intermitentemente contra los muros.
Pero allí no había nadie. Una sombra negra y alargada cruzó el umbral de la puerta proyectándose sobre el suelo y las paredes del vestíbulo. Era la sombra de un hombre alto, con gabardina y un extraño sombrero ornado con una pequeña pluma en la punta, pero del propio hombre no había ni rastro. Recorría el orfanato con lentitud, aunque ya sabía de sobra a qué habitaciones acudir. Avanzaba por las paredes, planeando sobre los diferentes cuadros, jarrones y estanterías que se encontraba en su camino, tan sigilosamente que nadie podría percatarse de su presencia dentro del edificio. Por fin llegó a la planta superior, donde los huérfanos dormían. Dejó atrás las habitaciones de los bebés y de los niños más pequeños hasta llegar al final del pasillo y detenerse frente a la puerta de los chicos de último año.
pausaDentro de la habitación, un joven de pelo oscuro y revuelto se despertó sobresaltado al escuchar el golpe de la entrada principal del orfanato al abrirse. Se incorporó sobre su almohada, atento. No se escuchaba nada más que el silbido del viento en la calle, pero el chico presentía que algo estaba a punto de ocurrir. Cubierto con la manta hasta la nariz, sus ojos castaños no dejaban de mirar hacia la rendija inferior de la puerta de la habitación, por la que se colaba la cálida luz de las bombillas del pasillo. De repente, y sin poder explicarse si lo que veía era real o se debía al cansancio, pudo distinguir una sombra que se deslizaba bajo el quicio de la puerta, como un espeso líquido negro derramándose por el suelo. El ritmo de su pulso aumentó, el chico pensaba que el corazón se le iba a salir del pecho. No entendía lo que estaba ocurriendo. Le daba miedo respirar algo más fuerte de lo normal por si lo que fuera «eso» se daba cuenta de que estaba despierto.
La sombra fue agrandándose y recuperando su forma hasta cubrir todo el perímetro de luz que había en el suelo de la habitación. Desde su cama, el chico pudo diferenciar con claridad el sombrero y la pluma, pero eso fue lo único que vio antes de que la puerta se entornase, muy silenciosamente. Tras ella apareció un hombre cuya silueta, por el contraste de la oscuridad con la luz del pasillo, le pareció casi tan negra como la sombra, a la que se unió por los pies en cuanto la puerta se abrió de par en par.
El chico no pudo ni tan siquiera distinguir los rasgos de su cara antes de que el hombre sacara, de uno de los bolsillos de su gabardina, una bolsa de tela con un extraño polvo brillante que comenzó a esparcir por encima de las cabezas de los jóvenes. Más que aterrado, el joven cerró los ojos y fingió dormir cuando la sombra pasó por su lado. No sabía si seguir escondiéndose bajo las sábanas o aprovechar para escapar corriendo por la puerta, que se había quedado abierta.
Pero el debate interno apenas duró algunos segundos. En cuanto hubo apenas pasado un minuto, el polvo que había inhalado fue más fuerte que él. El chico se quedó profundamente dormido, sin poder hacer nada para evitarlo.
Y Capítulo 2 Z
La ceremonia del Lirio
Poco a poco, cuando el efecto de los polvos inhalados se lo permitió, todos los jóvenes comenzaron a recuperar la consciencia. La cabeza les dolía horrores y la sensación de mareo era intensa. Chicos y chicas se miraban unos a otros mientras intentaban obviar la terrible resaca que tenían. Ninguno entendía lo que estaba ocurriendo, salvo, tal vez, el chico que había visto al misterioso hombre esparcir los polvos sobre sus cabezas. Pero ni siquiera él fue capaz de decir nada, todavía estaba demasiado aturdido.
Se incorporó, aunque con dificultad, ya que no conseguía sostenerse con las piernas: le temblaban y le costaba mucho mantener el equilibrio. El suelo bajo sus pies parecía poco firme, tenía la sensación de estar andando sobre una nube. Se tambaleó hasta llegar junto a una pared en la que apoyarse para conseguir mayor estabilidad, aunque cuando la palpó pudo notar que no estaba hecha de hormigón ni de ladrillo, sino de los gruesos troncos y las largas ramas retorcidas de una gigantesca enredadera. El chico apoyó la espalda y miró a su alrededor. A su lado se estaba despertando otro de sus compañeros del orfanato. La cabeza rubia oscilaba y el joven se la sujetaba entre las manos, intentando salir del aturdimiento.
Ya no estaban en el orfanato Dorothea. Alguien los había secuestrado y abandonado en ese lugar. Estaban en un gran espacio circular con doce salidas repartidas simétricamente en huecos de la planta trepadora, que encerraba el círculo. No había techo, por lo que se encontraban a la intemperie y, debido a la falta de luz artificial, podían ver cientos de estrellas sobre sus cabezas. Al lado de cada una de las salidas de la planta, había una estatua hecha de mármol blanco. Todas representaban a hermosas mujeres con bonitos y elegantes vestidos y zapatos de ballet. Tenían las manos juntas, con las palmas boca arriba, a la altura de la cintura, y sobre estas había diferentes objetos.
—¿Dónde estamos? —preguntó el chico de pelo oscuro a nadie en particular.
—¡Eh! —una chica de pelo negro y corto se acercó dando tumbos a donde estaban los dos jóvenes—. ¿Qué está pasando?
—Nada bueno, creo —le respondió, pese a saber perfectamente que la chica se había dirigido al joven rubio y no a él—. Antes he visto algo raro en el orfanato…
—¿El qué? —preguntó, extrañada de que el huérfano le dirigiera la palabra. No eran muy buenos amigos.
Sin estar muy seguro de lo que había visto y con el miedo aún controlando cada una de sus extremidades, el chico de ojos castaños se vio incapaz de responder. A pesar de estar junto a sus compañeros, se sentía muy solo. Su cabeza abotargada de cientos de pensamientos le hizo reaccionar de manera impulsiva y alejarse de ahí.
El chico de pelo rubio observó cómo su asustadizo compañero se iba sin contestar. Entonces miró a su amiga a los ojos. Eran espectaculares. La chica tenía una heterocromía, un fenómeno que hace que la persona tenga los iris de distinto color. En el derecho de sus ojos castaños, la joven tenía una mancha totalmente amarilla, pero en ese momento sus pupilas estaban tan dilatadas que apenas se podían diferenciar los colores.
—Creo que nos han drogado —dijo su amigo, imaginando que las pupilas de sus ojos verdes estarían en el mismo estado.
—¡Buenas noches y bienvenidos a la Ceremonia del Lirio! —una excéntrica voz masculina salió de varios altavoces escondidos entre las enredaderas, en los que ninguno de los jóvenes había reparado hasta entonces—. Permitid que nos presentemos: somos Los Músicos, los Maestros de Ceremonias de esta importante y simbólica noche.
«La Ceremonia del Lirio»… El chico rubio le daba vueltas y más vueltas en la cabeza, pero no le venía nada a la mente. No tenía ni idea de qué era todo aquello, y sus compañeros compartían la misma cara de susto e incomprensión.
—Antes de explicaros las reglas —añadió otra voz, de mujer en esta ocasión—, hemos de advertiros de que habrá graves consecuencias para todo aquel que no las cumpla. Puede que no sean inmediatas, pero creedme cuando os digo que las habrá.
Todos los jóvenes empezaron a murmurar asustados.
—¡Silencio! Es muy importante que estéis atentos y escuchéis. Es muy sencillo: cada uno de vosotros deberá escoger solamente uno de los objetos que ofrecen las doce doncellas —todos miraron a las estatuas—, ya que necesitaréis hacer uso de ellos más adelante. ¡Elegid, pues, con sabiduría!
—Podéis ayudaros los unos a los otros y está permitido colaborar entre vosotros —con un movimiento instintivo, aún sin saber de qué iba todo aquello, el chico de ojos verdes y su amiga de ojos castaños heterocromáticos se dieron la mano—, aunque también debéis saber que esto no siempre da buen resultado...
—Está terminantemente prohibido robarle el objeto a otro compañero —dijo tajante la voz masculina—. El que elijáis será el vuestro desde el principio hasta el final.
—Y la regla más importante de todas: a partir de este instante ya no podéis llamaros por vuestros nombres de pila —comentó en tono misterioso la mujer—. Como ya habréis podido observar, todos lleváis puesta una camiseta con un número bordado. Os tenéis que llamar única y exclusivamente por ese número.
La chica de pelo negro, que había estado demasiado aturdida hasta ese momento como para darse cuenta del cambio de la camiseta, prefirió no pensar en cómo se la habían cambiado. Se fijó en el número en la espalda de su amigo.
—Tienes el siete —le dijo al chico.
—Tú el tres.
—Os estaremos videovigilando en todo momento así que, como ya hemos comentado antes, si rompéis alguna de estas reglas…
El hombre de la megafonía no se molestó en terminar la frase. En su lugar, los dos interlocutores dejaron escapar una risa siniestra. El murmullo de los huérfanos se apagó hasta convertirse en un silencio absoluto.
—El objetivo de la ceremonia es aún más fácil que las reglas. Debéis sobrevivir y encontrar la salida del laberinto en un máximo de tres horas, es decir, antes de que amanezca —dijo la mujer por megafonía—. Para conseguirlo tenéis que seguir el sonido de la música que sonará durante la prueba.
—¡¿Estamos en un laberinto?! —gritó un chico escandalizado.
—Si no escucháis la música, jamás seréis capaces de salir del laberinto… —añadió la voz masculina—. La prueba empieza en cuanto suene la sirena. ¡Buena suerte!
Se cortó la comunicación por megafonía y los jóvenes se quedaron de nuevo en silencio. Cundió el pánico: «¿Qué es esto? ¿Qué ocurre? ¿Va en serio? ¿Sobrevivir en un laberinto? ¿Qué pasa si no salimos antes de que amanezca? ¿A qué música se refieren?». Eran algunas de las muchas preguntas que se hacían los huérfanos en voz alta.
—Deberíamos ir a buscar a los demás, Da… —comenzó el chico.
—¡No! —su amiga le tapó la boca con la mano—. No digas mi nombre.
La joven era el tipo de chica que odiaba las órdenes y las reglas, pero los Maestros de Ceremonias habían sido tan claros y a la vez tan tétricos que la joven de verdad temía que todo aquello tuviera repercusiones reales. Con la mirada, su amigo se lo agradeció. No quiso decir nada más. Sabía que los estaban vigilando y cuanto menos hablasen de su error, mejor. Empezaron a buscar entre la multitud a sus amigos más cercanos. Primero dieron con la melliza, una chica de ascendencia africana. La joven, de tez oscura y constitución ancha, llevaba el pelo castaño rizado recogido en una coleta y tenía una camiseta con el número veintiséis, sus ojos negros estaban llorosos.
—¿Dónde está tu hermano? —le preguntó Tres en cuanto estuvieron a su lado.
—¡Estoy aquí! —apareció entre otros dos jóvenes.
El chico compartía los mismos rasgos que su melliza, aunque tenía las cejas y la nariz más anchas, y el pelo muy corto, casi rapado por completo.
—¿Estás bien? —preguntó a su hermana, abrazándola. La chica asintió y después le dijo:
—Te ha tocado el número veinticinco —se fijó en su camiseta—. A mí el veintiséis.
—Recuerda que soy el mayor por dos minutos —bromeó él.
Mientras se abrazaban, tenían que soportar empujones y tirones debido a lo alborotada que estaba la gente a su alrededor.
Siete, que era más alto que la mayoría de huérfanos, no hacía más que mirar hacia todos los lados, por encima del resto de cabezas, buscando a alguien en concreto.
—¿La ves? —le preguntó Veintiséis.
—No… —respondió abatido.
—¡Chicos! —exclamó una voz femenina a sus espaldas.
Una joven rubia de pelo ondulado, tez pálida, enormes ojos azules y casi tan alta como Siete, se asomó justo a su lado.
—¡Aquí estás! —el chico la rodeó con sus brazos.
Al poco se separaron y se sonrieron, mientras el chico le tomaba la cara entre las manos y secaba una lágrima de la mejilla de la chica con el dedo pulgar. Después, la besó delicadamente en los labios para tranquilizarla. Él cuidaría de ella.
—Saldremos de esta. Averiguaremos qué es lo que ocurre, no te preocupes, Diecinueve —dijo el chico bromeando tras echarle un vistazo a la espalda de su novia.
Ella le dio un codazo cariñoso.
—¿Creéis que todo esto va en serio? —preguntó Veintiséis, la chica de tez oscura.
—No creo que las monjas se hayan tomado tantas molestias solo para asustarnos — comentó su mellizo.
—Eso ahora no importa —intervino Diecinueve—. Sigamos las reglas y salgamos de aquí.
—Vale, que nadie diga el nombre de pila de nadie, ni robe ningún objeto de los demás —Siete dirigió una mirada a Veinticinco, que levantó las manos ofendido—, saldremos de esta juntos.
—En cuanto alguien escuche música, que avise de ello —dijo entonces Tres—. Han dicho que la música nos guiaría hacia la salida.
Los cinco se dieron las manos y apretaron con decisión cuando una estridente sirena sonó por la megafonía, dando comienzo a una avalancha de huérfanos que se precipitaron en tropel hacia las estatuas de las doncellas para conseguir los mejores objetos.
El grupo de amigos se tuvo que separar para intentar hacerse con lo que quería cada uno de ellos. Los mellizos se acercaron a la misma estatua. La chica tomó un libro de ilustraciones y su hermano un mechero. Los otros tres se pelearon con el resto de jóvenes para ser los primeros en llegar a una estatua diferente. Diecinueve, la chica rubia, cogió otro mechero. Siete se hizo con una cantimplora, y la chica de pelo negro y corto con un cuchillo.
Tras hacerse con un objeto cada uno, los amigos volvieron a unirse en el centro del círculo. Una vez se hubo ido el resto de la gente y estuvieron solos, Siete miró a sus compañeros, consciente de que ese no iba a ser un reto fácil de superar. Todos asintieron con decisión. Siete, Tres, Diecinueve, Veinticinco y Veintiséis dieron el primer paso hacia uno de los doce pasillos del laberinto.
Y Capítulo 3 Z
El camino de las serpientes
Tres horas. Ese era el tiempo que les habían dado para salir del laberinto. Pese a seguir perplejos, mareados e incluso un tanto paralizados, todos obedecían las directrices que pautaba Siete. Avanzaron juntos por la oscura curva que daba comienzo al laberinto.
Al adentrarse entre los setos, observaron el notable giro que marcaban las enredaderas y que obligó a los huérfanos a ir hacia la izquierda de manera repentina. Siete y Veintiséis encabezaban el grupo, seguidos de cerca por Diecinueve. Mientras, la joven de pelo negro y ojos heterocromáticos, Tres, cubría la retaguardia con el mellizo Veinticinco, vigilando y protegiendo al grupo desde atrás.
Demostrando toda su agilidad, Tres cortó una rama de las enredaderas con su cuchillo y le pidió a Veinticinco que sacara el mechero. Si hacían algo parecido a una antorcha, podrían iluminar mejor el oscuro camino que se abría ante ellos. Arrancaron las hojas verdes y prendieron fuego a la rama. Al instante, observaron cómo la llama se apagaba. Lo intentaron una y otra vez, sin resultado. El fuego creaba una intensa llama, pero no permanecía encendida. En apenas medio segundo desaparecía, cubriéndolos con un denso humo al apagarse.
—¿Por qué no prende? Hemos quitado las hojas verdes, debería de arder más… —dijo la chica rubia, mirando a Siete con sus ojos azules.
—No lo sé —respondió el joven.
—Pues prendámosle fuego a alguna hoja del libro —propuso Tres, acercándose a Veintiséis.
—¡No! —contestó la melliza apartándose—. Antes quiero terminar de ojearlo, a lo mejor encuentro algo relevante en estas páginas, ¿por qué si no nos dejarían un libro como objeto de utilidad? Tiene que tener más transcendencia, no creo nos lo hayan dejado para que lo quememos...
Tres se apartó un mechón de pelo negro de la cara y se cruzó de brazos. Podía ser que su compañera tuviese razón.
—¿Entonces tú crees que todo aquí tiene un por qué? Sean quienes sean, los que han hecho esto están completamente locos —dijo su hermano mellizo—. Deberíamos acudir a la policía en cuanto salgamos de aquí.
—¿De verdad pensáis que si salimos de aquí podremos ir a la policía? —ironizó Siete.
—¿Y si no conseguimos salir? —preguntó Diecinueve con la voz temblorosa—. Somos huérfanos y estamos solos, nadie nos echará en falta si nos ocurre algo en este laberinto —el miedo y la inseguridad dominaban sus palabras.
Todos apartaron la mirada ante las desalentadoras palabras de la chica rubia. Todos salvo Siete, que no estaba dispuesto a dejar que su novia decayera. El viento ululaba al rozar las hojas de las enredaderas y se mantuvieron en silencio para examinar mejor el ruido. No se oía música. Siete se acercó a la joven de pelo rubio, la abrazó y la besó con suavidad en la frente. Susurró:
—Estoy contigo.
Inmediatamente, la chica se sintió mejor. El silbido del viento comenzó a escucharse más y más fuerte. Veinticinco intentaba alumbrar el camino que habían dejado atrás con su mechero, pero el aire asfixiaba la llama a su antojo, por lo que debía de encenderla cada vez que se apagaba. Al tercer intento, sus ojos se abrieron de par en par.
—Lo que no entiendo es cómo puede haber tantísimo viento dentro de un laberinto con las paredes tan altas —se preguntaba Tres en voz alta.
—Chicos… —musitó el mellizo—. Creo que no solo es el viento… Hay algo arrastrándose hacia nosotros.
Tenía razón. Algo extraño se deslizaba por el suelo. Al principio el viento había disimulado el ruido, pero ahora que estaban tan cerca era imposible no escucharlo. Con el brazo tembloroso, Veinticinco dirigió su mechero en dirección al ruido y, justo antes de que el viento ahogara de nuevo la llama, su mirada se cruzó con una infinidad de ojos amarillos y brillantes arrastrándose en la oscuridad.
—¿Qu… Qué es eso…? —consiguió decir su melliza antes de enmudecer del todo. El silbido se hizo cada vez mayor.
Veinticinco encendió el mechero una vez más y esta vez sí pudieron ver a cientos de serpientes blancas siseando muy cerca de sus pies. En ese instante, una de ellas levantó medio cuerpo del suelo y se elevó hasta estar a la altura el chico, que se quedó petrificado mientras esta abría la boca enseñando los colmillos.
—¡Corred! —gritó el chico de tez oscura, esquivando el mordisco.
Asustados, todos echaron a correr por el pasillo del laberinto, que se iba estrechando cada vez más a medida que avanzaban.
Las serpientes se deslizaban rápidas por el suelo, amontonándose entre ellas para llegar las primeras. En más de una ocasión, Tres tuvo que dar algún salto para esquivar los ataques de los reptiles. Llegaron a la zona más angosta del pasillo. La chica de pelo negro se quedó la última, pues solo podían pasar de uno en uno y avanzando de lado.
—¡Más rápido! —gritó al ver lo cerca que estaban ya las serpientes— ¡Rápido!
Tres consiguió deslizarse entre las ramas detrás de sus amigos justo en el instante en que una de las serpientes saltó y le mordió el antebrazo izquierdo. La chica contuvo un grito. La serpiente la soltó y volvió con el resto de víboras, siseando amenazadoramente a la entrada del estrecho pasillo. Por alguna razón, las serpientes dejaron de perseguirles. Aun así, la joven no les quitó la vista de encima hasta estar lejos de ellas.
—Ya no nos siguen —dijo cuando estuvo segura de que el peligro había pasado.
Mientras seguían avanzando en fila por aquel pasillo de plantas trepadoras, se detuvo y se llevó la mano derecha a la frente. Se encontraba mal, estaba muy mareada y exhausta.
—¿Estás bien? —preguntó Siete, que estaba justo delante de ella.
—Sigo con algo de malestar desde que nos hemos despertado en este lugar. La cabeza me da vueltas y tengo una sensación malísima —le explicó ella, ocultando el hecho de que una serpiente acababa de morderla.
No quería preocupar aún más a su amigo, así que procuró taparse bien la mordedura con la manga larga de la camiseta.
—Esto es peor que una resaca, ¿eh? —comentó Veinticinco, que, alguna que otra vez, había colado botellas de alcohol en el orfanato—. Yo tengo la misma sensación.
—Yo me encuentro igual —añadió su melliza.
Recobraron el aliento apoyados en las espesas paredes de enredaderas y se quedaron un rato en silencio. Siete les ordenó continuar, tenían que llegar a una zona más amplia y seguir buscando la salida. Después, agitó con disimulo la cantimplora y notó que no había nada en su interior: ni siquiera tenía algo de agua que ofrecer a sus amigos. Deseó que aquel inmenso laberinto escondiera un pequeño estanque en el que poder llenar la cantimplora y beber. Sin embargo, palpó algo extraño en la superficie del objeto que no había notado antes. Intentando mantener la calma, cogió aire y continuó avanzando. El estrecho pasillo desembocaba abruptamente en una amplia explanada con multitud de salidas. Una vez allí, se reagruparon para decidir qué camino tomar a continuación.
Siete guardó silencio. Con cuidado, quitó la funda de la cantimplora, que se cayó al suelo, captando la atención de los demás.
—Hay un nocturlabio incrustado en la cantimplora, ¡qué pasada! —expresó entonces con alegría—. Así podremos saber cuánto tiempo nos falta.
—¿Que hay un qué? —preguntó Veintiséis.
—Un nocturlabio. Es… Una especie de reloj de sol —empezó a explicar Siete—, pero funciona con la posición de determinadas estrellas en el cielo. Lo leí hace mucho tiempo en un libro de historia pirata.
El grupo se alegró. Sabían que al amanecer la sirena volvería a sonar dando por finalizada la prueba, pero tener una idea exacta de cuánto tiempo faltaba les daba tranquilidad y seguridad. Y aún más tener a alguien en el grupo capaz de interpretar aquel extraño cacharro. No había luna aquella noche por lo que la única luz de la que disponían era la de los mecheros de Diecinueve y Veinticinco, así que la chica rubia acercó su llama.
—Espero que salgamos pronto de aquí —dijo preocupada—. Hace muchísimo frío. El mellizo se quedó junto a su hermana, alumbrándola mientras ella buscaba algo en el libro que pudiera ayudarles.
De repente, Veintiséis estalló en voces:
—¡Lo que nos ha ocurrido aparece aquí reflejado! Bueno, más o menos… —exclamó, señalando una de las páginas del libro—. Aquí hay una ilustración que muestra cómo un chico sigue a una serpiente a través de un camino.
—¿Insinúas que las serpientes que nos han perseguido…? —comenzó su hermano.
—Puede que en realidad ellas nos quisieran traer hasta aquí —terminó ella—, igual que esta serpiente del dibujo guía el camino del chico —señaló la ilustración.
Tres se abstuvo de comentar nada. El mordisco que se había llevado no parecía proceder de ninguna serpiente afable que guiara el camino de nadie.
—Chicos, ¿oís eso? —interrumpió Diecinueve. Asustada, le dio la mano a Siete.
—¿Eso es… Música? —preguntó atónita la melliza, que dejó de inspeccionar el libro al escuchar, también ella, la melodía.
—¡Es lo que decían los Maestros de Ceremonias, es la música que nos guiará hacia la salida! —Diecinueve estaba eufórica.
—Puede que lo que has dicho sobre las serpientes sea verdad —dijo Siete, dirigiéndose a la melliza tras escuchar también la agradable melodía—. Quizás nos han dirigido hacia aquí para que pudiésemos empezar a escucharla, ya que entre las densas enredaderas en las que nos encontrábamos antes era más complejo reconocer cualquier sonido.
Diecinueve miró a su novio: a veces hablaba tan redicho que parecía un sabelotodo insufrible, pero eso a ella le gustaba. Tres y Veinticinco todavía no oían la música. El chico de tez oscura se puso nervioso.
—¿Qué escucháis? —preguntó alterado, pensando que podría percibir el mismo sonido que el resto si sabía qué instrumento tenía que buscar— ¿Y por qué yo no oigo nada?
—Es un violín —respondió su hermana, embelesada—. Es hermoso.
El joven comenzó a andar en diferentes direcciones, pero no fue capaz de dar con la música. Se llevó las manos a la cabeza, agobiado, acordándose de la advertencia de los Maestros de Ceremonias: si eran incapaces de escuchar la música, jamás saldrían del laberinto. Tres, en cambio, permanecía cabizbaja y con los ojos cerrados.
—¿Qué ocurre? —su mejor amigo, Siete, se acercó a ella.
—No la escucho —contestó sin abrir los ojos.
La profunda amargura que sentía por no escuchar lo mismo que sus amigos y el dolor que le producía la herida oculta de su antebrazo se mezclaban en su cabeza, y le hacían sentirse todavía peor.
—Lo harás —la tranquilizó él.
Tres se acercó a Veinticinco para intentar calmarlo. Los dos estaban en la misma situación, pero ella confiaba en sus amigos. Tras aquello, Siete, los dirigió hacia la cuarta salida que había en el lateral derecho de la explanada, pues era en ese pasillo por donde la música sonaba más fuerte.
Y Capítulo 4 Z
La incógnita de la melodía
La chica de tez oscura arrancó la hoja de la ilustración de la serpiente. Había seguido analizándola conforme caminaban, pero era incapaz de averiguar nada más. Además, en esos momentos el frío y la oscuridad eran mayores que la curiosidad, por lo que finalmente había aceptado crear un par de antorchas de papel, como habían planteado al inicio del laberinto Tres y Veinticinco.
Gracias al nocturlabio, Siete comprobó que les quedaban menos de dos horas para encontrar la salida. Sin embargo, cada vez que los nervios afloraban, la agradable melodía del violín que iban persiguiendo hacía que se sintieran más aliviados. Aprovechando que Diecinueve se había detenido para avivar el papel de una de las antorchas, Tres se acercó a su amigo Siete.
—Ey —se dirigió a él en voz baja—. ¿Qué crees que ocurrirá si no escuchamos esa música? ¿No te resulta extraño que unos la escuchéis mientras que otros todavía no lo hagamos? Esto no pinta nada bien —susurró para que nadie más la escuchase, no quería alarmar a Veinticinco—. ¿Qué crees que querían decir los Maestros de Ceremonias?
—Por desgracia, no tengo ni idea —respondió Siete casi sin mover los labios—. He pensado lo mismo que tú. De momento, vamos a esperar a ver si conseguís escuchar la melodía o no, y luego ya veremos lo que hacemos.
La joven de pelo oscuro se separó de él con cautela y continuó andando por el pasillo de enredaderas. Seguían la música a través del oscuro laberinto. El viento había cesado, lo que ayudaba a los dieciséisañeros a escuchar la melodía con mayor facilidad. No conocían las dimensiones del laberinto, pero debía de ser muy extenso puesto que aún no se habían topado con ningún otro huérfano.
Siete, que iba en cabeza, pidió a su novia que se acercara más a él para darle luz con la antorcha que acababa de avivar. Vieron que el pasillo se cortaba a escasos metros y que tenían que girar a la izquierda o a la derecha. La música