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Piñen
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Libro electrónico82 páginas1 hora

Piñen

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La palabra piñen proviene del mapudungun, la lengua del pueblo mapuche, y se refiere al polvo o la mugre aferrada al cuerpo. Una palabra que se ha venido utilizando de forma peyorativa en Chile para referirse a personas racializadas o de extracción social baja. Daniela Catrileo hace suya esa palabra y la reivindica, como parte de la memoria oral de un pueblo oprimido, de un testimonio común, resignificándola. Este libro contiene tres relatos ubicados en la periferia urbana y social. La autora nos habla desde ese lugar, sobre lo que significa ser mujer y crecer en esos espacios más allá de las representaciones hegemónicas que existen de las clases populares y los pueblos originarios asentados en el extrarradio de las ciudades chilenas. Tres cuentos en los que la poesía y la violencia, el cuerpo y lo simbólico, lo personal y lo colectivo, se entrelazan en un gesto de existencia y resistencia.
IdiomaEspañol
EditorialLas afueras
Fecha de lanzamiento6 jul 2022
ISBN9788412480269
Piñen

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    Piñen - Daniela Catrileo

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    Piñen

    Daniela Catrileo

    Piñen

    las afueras

    Piñen

    © Daniela Catrileo, 2019

    Publicado por primera vez en Libros del Pez Espiral, Chile, 2019

    © de esta edición, Editorial Las afueras, 2022

    Av. Diagonal, 534, 2º 2ª

    08006 Barcelona

    www.lasafueras.com

    ISBN: 978-84-124802-6-9

    Diseño de la colección: Hermanos Berenguer

    Maquetación: María O’Shea

    Ilustración de la cubierta: Sebastián Calfuqueo: Mínimo común denominador (detalle)

    A la mapuchada

    La palabra piñen proviene del mapudungun

    y refiere al polvo o la mugre aferrada al cuerpo.

    Cuando era chica rezaba, ahora no puedo pedir nada

    con mucho amor, levanté mi casacon bronca y dolor tuve que armar la barricada

    Sara Hebe

    ¿HAN VISTO CÓMO BROTA LA MALEZA DE LA TIERRA SECA?

    Se llamaba Jesús, al menos eso recuerdo. Murió el sábado pasado. Tan eficaz fue la maestría del tirador que, en la escena final, solo había una línea de sangre en su boca. Un sutil cauce rojo entre sus labios. Todo pasó bajo mi ventana, entre ladrillos y zinc se escuchó tremenda balacera y lo que ello conlleva: gritos, llantos, aullidos. Al rato, vimos a varios que salieron heridos en el intento salvaje de robarse la merca.

    Desde acá, lentamente observamos a través del cristal y su velo de encajes, cuya maraña en su enredo de algodón y poliéster se había transformado en nuestro mísero escondite. Poco a poco íbamos advirtiendo los rostros de otros vecinos haciendo lo mismo desde el interior de sus hogares. La cortina y los visillos eran el símbolo de protección. Pero al mismo tiempo un tejido abierto nos dejaba a la intemperie, como si de algún modo quisiéramos ser descubiertos.

    Desde nuestras profundidades lo sabíamos. Diariamente el presentimiento se fijaba a nuestras costillas. La clandestinidad de los ojos en el transcurso de la fatalidad era parte de nosotros.

    A esa hora nadie se atrevía a salir desde la entrada de sus casas. Era común morir de esa manera absurda por alguna carga de acero y plomo que accidentalmente te daba en la cabeza un día cualquiera. A una hora cualquiera. Así de sencillo. Podía ser mientras ibas a comprar las marraquetas para el desayuno o regabas las ligustrinas enterradas bajo el sol. Ninguna estrella fue nuestra luz, a duras penas veíamos la luna. Solo los antiguos aún creían en los días de clemencia, pues al menos ellos la habían conocido.

    *

    Ese sábado, como cada sábado, una carga importante de cocaína había llegado al pasaje. En resguardo de la mercadería, el Pancho tenía a sus soldados bajo vigilancia. Sin embargo, igual perdió. El Jesús iba a todo o nada: coca o muerte. A cambio, el Pancho apuntó, mató y escapó. Algunos dicen que pescó su mochila rumbo a Concepción, corriendo hasta perderse en el terminal. Las amigas que se quedaron lloraban su partida, rayando su nombre en las murallas de cada block. Escribir su nombre era justamente marcar su leyenda: ellas sabían que no solo era pena, sino justicia.

    Tras el tiroteo nos dimos cuenta de que también desaparecieron su hijo de tres años y su compañera, la Rulo. Rápidamente el departamento fue ocupado por nuevos habitantes: un grupo de haitianos recién llegados, dispuestos a levantar la ceniza para la vieja nueva vida. Los únicos migrantes que no tuvieron miedo de venir a vivir a este último lugar, una zona de guerra miserable en comparación a sus huidas.

    Era extraño como tras la muerte se armaba una especie de minga poblacional. Apenas estaba el cadáver tirado en el pasaje y arrancaba el Pancho, se veía una caravana de colchones y cajones de fruta para futuros muebles, avanzando escalera arriba hasta llegar al tercer piso. También era obvio. Acá empezaron rápidamente a lucrar con los arriendos para ellos. Cada departamento era dividido en cholguán para construir mínimo unas diez piezas. Antes de su arribo, cada departamento no costaba ni la cuarta parte de lo que ahora ellos pagaban. Y de paso no podían reclamar, pues la lengua era la interferencia y aliada de los usureros. Por eso estaban todos felices de ocupar un espacio que se había transformado en tierra de nadie. De algún modo, la mayoría llegamos de esa forma a este agujero.

    *

    En todo caso, con respecto a la coca, hace rato venían diciendo que el Jesús se la quería puro hacer al Pancho. Durante varias semanas se venía instalando en la esquina para estudiar los movimientos y horarios de entrega.

    Ojos que iban y venían entre sombras hasta la muerte. Aunque menos suerte que el mismo Jesús tuvo uno de los socios del Pancho: Juan Huenchucheo. Hombre de treinta y dos años. Moreno, espalda ancha, nariz chata. Características de la mayoría de quienes vivíamos en los blocks. Destacado por su frialdad en las transas y en el cobro puntual a los endeudados.

    «Rara vez se ríe el indio», decían los cabros, cada vez que le compraban y armaban líneas en el medidor del baño. El Juan Huenchucheo era amigo de mi tío Cholo. Yo sí lo había visto reír un montón de veces. En el momento que entraba en confianza contaba historias de los kalku que veía cuando chico. Su familia también venía del sur, aunque de una comunidad que estaba más hacia la cordillera. Su mamá había llegado al campamento por un dato de mi abuelito.

    La población de los blocks había sido construida a principios de los noventa. Erigida sobre parcelas que varios siglos antes habían sido territorio inca bajo la huaca del Chena.

    La mamá del Juan llegó a fines de los setenta a trabajar para unos españoles en Las Condes. Mi laku era el jardinero de la misma casa. Él había llegado a principios de los setenta, luego de la muerte de su esposa. Todos los que se vinieron terminaron viviendo en las poblaciones callampa del Zanjón de la Aguada, cerquita del barrio Franklin. Mientras avanzaban los años de dictadura y la remodelación de la waria, la mayoría fue desplazada a la periferia de la periferia.

    Mi tío Cholo y el Juan se metieron de cabros chicos a La Garra Blanca del Colo Colo. La última vez me los topé para la Marcha por la Resistencia. Andaban con los cabros de la barra agitando una wenufoye. Mientras

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