Historias de Vigàta vol. 1
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Andrea Camilleri
Andrea Camilleri was one of Italy’s most famous contemporary writers. The Inspector Montalbano series, which has sold over sixty-five million copies worldwide, has been translated into thirty-two languages and was adapted for Italian television, screened on BBC4. The Potter’s Field, the thirteenth book in the series, was awarded the Crime Writers’ Association’s International Dagger for the best crime novel translated into English. In addition to his phenomenally successful Inspector Montalbano series, he was also the author of the historical comic mysteries Hunting Season and The Brewer of Preston. He died in Rome in July 2019.
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Historias de Vigàta vol. 1 - Andrea Camilleri
A Elvira, como recuerdo de una profunda, y rara, amistad
La conjura
I
Por los años que rondaron el de 1930, un par de semanas antes del cambio de estación, todos los lunes, Ciccino Firrera, dicho «Beccheggio», llegaba a Vigàta con el tren de las ocho de la mañana que venía de Palermo.
Llenaba una carroza con un baúl y dos maletas llenas llenísimas atadas con cuerdas y se hacía llevar al hotel Moderno donde, como era costumbre, alquilaba una habitación para dormir y los salones Mussolini para la exposición.
Apenas en el hotel, desmontaba el baúl y las maletas y desplegaba en los salones una exposición de vestidos de mujer, última moda, de la premiada sastrería napolitana Stella del Pizzo, por aquel entonces con grandísima fama en Sicilia, de la que él se calificaba como único representante autorizado entre los vendedores ambulantes.
Hacia la una del mediodía, a la hora en la que todos se encierran a comer en sus casas, a bordo de un sidecar alquilado a Totò Rizzo, que hacía también de chófer, Ciccino recorría concienzudamente todo Vigàta y gritaba con un megáfono de lata:
—¡Bellas señoras, bellas señoritas! ¡Ha llegado Ciccino! ¡Ha llegado Ciccino! La exposición estará abierta de las cuatro de la tarde a las siete en el hotel Moderno hasta el miércoles próximo. ¡Vengan, vengan a ver los maravillosos y novísimos vestidos de Stella del Pizzo para la nueva temporada!
Al reclamo del anuncio, las mujeres solteras y casadas que se podían permitir lo de agenciarse un vestido de la famosa sastrería salían de casa.
Ante todo, Ciccino hacía descuentos suculentos, casi como de liquidación de restos.
En los tres días de apertura, los salones estaban siempre llenos y Ciccino apuntaba qué vestidos elegían las clientas, regateaba el precio y metía el dinero en una bolsa.
Luego, entre el jueves por la mañana y el domingo por la mañana, iba a casa de las señoras con los vestidos que habían elegido, se los probaba y en un visto y no visto (bravo sastre como era) cortaba, cosía, alargaba, ensanchaba, ajustaba, arreglaba y los ponía a punto en un santiamén.
El domingo por la tarde, con el baúl y las maletas vacías, volvía a Palermo y hasta la vista de aquí a tres meses.
Ciccino Firrera era un cuarentón abundante tan feo que daba miedo. Peloso como un oso, la frente estrecha, un ojo que miraba a Cristo y el otro a san Juan, vete a saber si llegaba al metro y medio, la testuz pequeña pequeña como de lagartija bajo una tal masa de pelo negro y rizado que parecía un sombrero, tenía unas piernas tan arqueadas que cuando caminaba parecía igual idéntico a un barco con marejada.
La fealdad del cuerpo la compensaba, en gran parte, la belleza de los ojos, las largas pestañas casi femeninas, pupilas negras y profundas y, además, un carácter alegre y amigable, siempre dispuesto a echarse unas buenas risotadas incluso a costa de cuán feo era o del apodo.
Los maridos se fiaban de él, bien porque pensaban que ni la más necesitada de las mujeres hubiera tenido valor para liarse con un monstruo así, bien porque el comportamiento de Beccheggio con las clientas era siempre respetuosísimo.
Más adelante, un viernes por la tarde —hacía ya dos años que Ciccino frecuentaba Vigàta—, la treintañera señora Mariuzza Sferla le contó a la amiga Tanina Buccè un gran secreto bajo juramento solemne de no hablar de ello con nadie —riesgo de pena de muerte inmediata—: lo que le pasó esa misma tarde con Beccheggio.
Estaban a principios de la estación estiva, la última semana de mayo —para entendernos—, pero hacía ya un calor de muerte.
Ciccino se presentó en casa de la señora Mariuzza a las tres, cuando ella, ya comida, llevaba media hora estirada en la cama y sesteaba con solo el viso por vestido.
—¿Quién anda?
—Ciccino soy. El vestido le traigo.
Se había olvidado por completo haber acordado con Ciccino que debía venir a aquella hora.
Se puso la bata y fue a abrir.
Estaba sola en casa. El marido, Ubaldo, cónsul de la milicia fascista, estaba en Roma desde hacía tres días por razón de una celebración e iba a estar fuera un par de días más. Immaculata, la sirvienta, no se acercaba por la casa desde hacía más de veinticuatro horas porque tenía el hijo enfermo.
La señora Mariuzza era una tal belleza que los hombres del pueblo perdían el norte por ella.
Mediría un metro ochenta, era rubia, ojos celestes, piernas que no se acababan nunca, y era conocida por la absoluta seriedad y devoción al marido.
«Esa no es una mujer, es una barra de hielo», dijo a los amigos Paolino Sciabica, el seductor del pueblo, tras haber recibido el enésimo rechazo.
Como había hecho otras veces, la señora hizo pasar al dormitorio a Ciccino porque allí tenía el armario de tres cuerpos con tres espejos.
Mientras él desenvolvía el vestido, ella se quitó la bata.
Lo hizo con naturalidad, pues sabía que Ciccino no se habría permitido nunca una mirada más larga de lo debido.
Se puso el vestido, giró sobre sí misma tres o cuatro veces y se miró en los espejos.
Y dijo:
—Hay que alargarlo al menos tres centímetros. Y arreglarlo detrás de los hombros, que allí donde ha puesto el cierre hace un pliegue y no ajusta.
Se quitó el vestido y se lo dio a Ciccino, que lo apoyó en la cama. Entonces, del maletín de médico que llevaba siempre, sacó lo necesario y se puso a manipular.
La señora Mariuzza intentó volver a ponerse la bata, pero lo repensó: hacía demasiado calor.
Pasado un cuarto de hora, Ciccino le pasó el vestido.
—Se lo pruebe.
La señora se lo probó. Se miró por delante y por detrás. Ahora, la largura era la justa. Hizo gesto de quitárselo.
—No, por favor, quédese así.
Ciccino se acercó por detrás para ver mejor dónde hacía pliegue el vestido. Se lo ajustó con las manos a la altura de las caderas, se lo ajustó de lado a la altura del pecho. Luego, sentenció:
—Poca cosa. No es cosa del corte. Basta mover un poco el cierre.
La señora intentó de nuevo quitarse el vestido.
—No, señora, lo vista todavía. Debo tomar la medida justa.
Reabrió el maletín, sacó el yeso azul, volvió y se quedó de pie con el brazo en alto.
—¿Qué sucede?
—Señora, no alcanzo.
Ella lo vio reflejado en el espejo. ¡Madre del Amor Hermoso, qué feo que era! La cabeza del hombre le llegaba apenas a las caderas.
—Voy a buscar un taburete.
Salió, volvió, se puso frente al espejo.
Ciccino subió al taburete y pasó el yeso por el hombro de la señora.
Pero un segundo después ella lo vio extender los brazos y moverlos con furia como un pajarraco que quisiera echar a volar.
Había perdido el equilibrio y estaba a punto de caer de espalda.
Al instante, la señora se volvió y lo cogió en el aire.
Pero Ciccino estaba ya demasiado desequilibrado y cayó de espaldas sobre la cama.
Y la señora cayó encima de él, pues había tropezado también con el taburete.
Y sucedió que se miraron fijamente a los ojos y que no eran capaces de separarse. Es más, se apretujaron aún más.
—¡Madre del Amor Hermoso! ¡Una cosa que no se puede describir con palabras! Un animal peloso, verdad es, con una fuerza y una resistencia animal, pero al mismo tiempo una dulzura, una ternura, atenciones que mi marido jamás. Al paraíso me llevó. ¡Nada de Beccheggio! Podría ser torbellino, tempestad, huracán. Has de creerme: no quería que parase, que no se levantara de la cama.
—¿Y qué piensas hacer?
—¿Que qué pienso hacer? Cuando vuelva en otoño, vestidos me agencio dos o tres, así él tiene motivo para estar más tiempo conmigo.
Tanina Buccè no pudo pegar ojo en toda la noche.
Así pues, incluso Mariuzza, que nunca traicionó al señor cónsul, pasó a engrosar el círculo de las que coronaban de cuernos al marido, sea regularmente, sea ocasionalmente.
Tanina pertenecía a las de esta clase. Una vez con un oficial de marina, una segunda vez con el vicesecretario federal del partido, una tercera vez con un villano veinteañero que trabajaba en los campos de su padre. Y luego, pues la historia con… ¡No!, ese nombre, ni mentarlo.
Pero no se sentía culpable. La culpa, si acaso, la tenía el marido, capaz que era de dejarla meses en ayunas.
Tanina no era una belleza como su amiga Mariuzza. Era casi tan alta como esta, pero no había punto de comparación. Pero, a fin de cuentas, no tenía de qué quejarse, pues Nuestro Señor la había dotado como corresponde. Y de ella no se podía decir que fuese una barra de hielo.
Por eso aquella noche no dejó de pensar y repensar en las palabras de la amiga.
Ciccino era animalesco como una bestia salvaje y, al mismo tiempo, dulce como la miel. Una mezcla rara de encontrar en los hombres.
Hacia las cuatro de la madrugada tomó una decisión. Y se durmió al instante.
A las siete la despertó el marido que se despedía de ella porque iba de cacería con los amigos.
Se levantó a las nueve. Fue a la cocina y le pidió a la sirvienta Angilina que fuera con el autobús a Montelusa a buscar una revista que no traían hasta Vigàta.
—¡Pero no podré estar de vuelta antes de la una! ¿Se preparará usía la comida?
—Sí, no te preocupes.
Salida que fue la sirvienta, entró en el baño y se arregló, se puso maquillaje, se pintó los labios y se roció con perfume Coty.
Se puso un viso y volvió a acostarse.
A las diez y media en punto, llamaron a la puerta.
—¿Quién anda? —dijo sin levantarse.
—Ciccino soy.
Fue a abrir.
—Perdóneme Ciccino, pero debo volver rápido a la cama. Esta noche no he estado muy católica.
—Si quiere, vuelvo mañana.
—No, hombre, no; venga conmigo.
Se acostó. Ciccino le enseñó el vestido.
—Señora, debería probárselo. Si le está mal, se lo arreglo. Si mientras se lo prueba quiere que salga de la habitación…
Siempre respetuoso y discreto, este Ciccino.
—No, hombre, no; quédese.
Se incorporó lentísimamente, de manera que mientras salía de la cama el viso se levantase y dejase desnudas las piernas, que se las sabía hermosas de sobra.
Pero Ciccino no dejaba de mirarse la punta de los pies.
Ella le quitó el vestido de las manos y se plantó delante del espejo del armario. Después, al ponérselo, lo hizo de manera que se atascara con el peinado.
—Ayúdeme, por favor.
Ciccino se puso detrás. Ella le apoyó todo el cuerpo.
Ciccino liberó el vestido y dio un paso atrás sin decir palabra.
Tanina tuvo un pensamiento malicioso: quizá Mariuzza lo había exprimido tanto que el pobre se sentía todavía agotado.
El vestido le quedaba como un guante, parecía que hubiera sido cortado para ella.
—Creo que no me necesita —dijo Beccheggio.
Sí, sí que lo necesitaba, ¡maldito sea! La indiferencia de Ciccino la enfadó.
Llegados a este punto, a Tanina le quedaba solo una carta que jugarse.
Y se la jugó.
II
Apenas acabó de quitarse el vestido, lo dejó caer en el suelo como si no tuviera fuerzas ni para sostenerlo, cerró los ojos, se llevó una mano a la frente y flexionó las rodillas.
De un salto, Beccheggio la cogió por la cintura antes de que cayese al suelo.
Entonces, Tanina se abandonó como muerta fingiéndose desmayada.
Al mismo tiempo, como si fuera un movimiento automático, le pasó un brazo alrededor del cuello.
Beccheggio la levantó con los brazos como si fuera de paja (¡Dios mío, qué fuerte era, qué poderoso!), dio dos pasos, la posó amorosamente en la cama, se liberó con la mayor delicadeza posible del brazo de ella, le acarició la frente (¡Dios mío, qué tierno era, qué dulce era!), se acercó a ella y casi de boca a boca le dijo:
—Señora, señora.
Tanina no respondió.
Entonces Beccheggio salió de la habitación. Ella oyó que decía en voz alta entre el silencio de la casa:
—¿Hay alguien en casa?
Reabrió los ojos. Pero ¿dónde iba?, ¿qué buscaba? Intuyó, por el ruido, que estaba en la cocina.
Al comprender que estaba de vuelta, volvió a cerrar los ojos.
Beccheggio apoyó una rodilla en la cama y al poco Tanina sintió el olor del vinagre que el hombre le acercó a la nariz.
¡Qué imbécil más grande!
¡Sí, un oso sin cerebro!
¿Cómo podía ser incapaz de saber que no era vinagre lo que ella necesitaba, sino otra cosa? ¿O fingía no saberlo?
Le vino un ataque de rabia.
Fingió que el desmayo había pasado, parpadeó, reabrió los ojos.
—Ya estoy bien, gracias. Váyase y cierre la puerta. Buenos días.
¡Qué mierda de hombre!
De un modo o de otro se la haría pagar.
Pero, ¿cómo se atrevía, esta caricatura de hombre?
¿A Mariuzza sí y a ella no?
El marido de Tanina, Adolfo, paramilitar y marcha sobre Roma en el veintidós, era el secretario político fascista del pueblo.
De consecuencia, su mujer fue nombrada jefa de las mujeres fascistas de Vigàta.
Tanina se aprovechaba del cargo y hacía y deshacía a su antojo, según las simpatías y antipatías.
Era una mujer envidiosa y falsa, agresiva y soberbia.
Una vez que oyó a la señora Germanà, que le era antipática, hablar mal de Mussolini, no tardó un segundo en denunciarla al secretario federal.
El señor Germanà perdió el trabajo como cajero en el banco y su mujer fue amonestada por la policía.
Otra vez, hizo que le quitaran el subsidio de maternidad a una pobre que no la saludó en primer lugar.
Una tercera vez…
Pero es demasiado largo hacer la lista de los abusos y de los malhechos de Tanina Buccè.
Poco a poco, culpa del carácter apestoso que tenía, las amigas la abandonaron. Le quedaban solo dos, Mariuzza Sferla y Agata Pingitore. Las otras mujeres la odiaban.
Todos los domingos por la tarde, en la casa del fascio, entre las cuatro y las seis, se celebraba la reunión de las mujeres fascistas de Vigàta, presidida por Tanina.
A las seis, acabada la reunión, Agata Pingitore se acercó a Tanina y le dijo:
—Tengo que hablar contigo.
—Ahora no puedo. Me espera mi marido porque luego debemos ir enseguida a…
—Mira que es una cosa seria.
Tanina miró a los ojos a su amiga y se persuadió de que no era cosa de broma.
—¿No me lo puedes decir aquí?
—Demasiada gente.
—Mira, ¿podemos vernos mañana por la mañana, a las diez?
—De acuerdo.
—¿Vienes tú a mi casa o voy yo a la tuya?
—Voy yo a la tuya. ¿Estaremos solas?
—Sí, a aquella hora Adolfo está en el despacho y la sirvienta seguro que ha ido a hacer la compra.
Agata Pingitore, mujer del podestá, era una mujer de buen ver y de la misma edad que Tanina.
Se presentó puntual, bebió la taza de café que le ofreció la amiga y se quedó muda.
—¿Y? —preguntó Tanina.
—Es una cosa bastante delicada.
—¿Me la quieres decir o no?
—Sí, pero debe quedar entre nosotras. Júramelo.
—Te lo juro.
—Ayer tarde, a la reunión me acompañó Mariagrazia Bellavista. Como somos vecinas…
Si había un apellido que le cayera mal a la pobre Mariagrazia era exactamente el de Bellavista.
No era bello verla, no: una especie de enana bigotuda, estropeada, gafas de culo de vaso y los dientes torcidos.
Pero era riquísima, y por eso Filippo Cusumano, hijo del vicesecretario nacional del partido fascista, que parecía la verdad un ángel caído del cielo de lo hermoso que era, que las mejores chavalas lo deseaban y se lo soñaban de noche, se la esposó y ahora campaba alegremente gracias a su mujer.
—Mientras veníamos a la casa del fascio, vimos a Ciccino Beccheggio que iba a la estación en la carroza.
Al sentir el odiado nombre del único hombre que la había rechazado, Tanina —que se había pasado la noche venga a echarle mal de ojo y a desearle todo tipo de muertes violentas y dolorosas— aguzó el oído.
—¿Y qué pasó?
—Me di cuenta de que Mariagrazia lo miraba de un modo… de un modo… y en un momento determinado le sonrió, incluso. Y aquel le respondió de la misma manera, le sonrió.
—¿Beccheggio? —exclamó Tanina.
—Sí, señora. Y pensé enseguida que Mariagrazia me escondía algo, que no me la contaba como era. Y tanto hice y tanto dije que, al final, Mariagrazia desembuchó.
—¿Qué quiere decir desembuchó?
—Quiere decir que confesó todo. ¿Quieres que te cuente la cosa por lo general o por menudo?
—¡Por menudo, por menudo!
—De acuerdo. Mariagrazia tenía cita con Beccheggio para la prueba del vestido a las tres de la tarde el jueves en el hotel.
—¿Por qué en el hotel?
—Porque Filippo, su marido, estaba en la cama con décimas de fiebre y en el salón dormían momentáneamente la hermana de Mariagrazia y el hijo de tres años.
—Continúa.
—Como Beccheggio había cancelado ya el alquiler de los salones, la prueba hubo de hacerse por necesidad en la habitación. Y allí sucedió una cosa, a decir poco, terrible.
—¡Venga, habla!
—Que Mariagrazia, todavía no sabe cómo, se vio de repente haciendo el amor con Beccheggio. Dice que fue una cosa maravillosa, un sueño, cosa de magia.
—¡No, oye, no! ¡Tienes que darme más detalles!
—Ella se quitaba el vestido por la cabeza cuando algo tropezó con las gafas y las hizo caer al suelo. Sin gafas, Mariagrazia es una cegata total. Dio un paso, tropezó, y Beccheggio la agarró bien fuerte. Y ya no se separaron.
—¿Eso es todo?
—Me dijo también, te lo digo con sus mismas palabras, que un toro a Beccheggio no le llega a las suelas de los zapatos.
Tanina tragó la bilis que le había venido a la boca.
—Y, además, me dijo que fue como hacer el amor con el hombre más enamorado, gentil y afectuoso del mundo.
—¿Y por qué te has sentido en la obligación de venirme a contar esta historia? —preguntó Tanina con malhumor.
Tenía ganas de emprenderla a patadas con