La otra hija
Por Annie Ernaux
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«Pero tú no eres mi hermana, nunca lo fuiste. No hemos jugado, comido, dormido juntas. Nunca te toqué, nunca te besé. No sé de qué color tienes los ojos. Nunca te he visto. No tienes cuerpo ni voz, solo eres una imagen plana en unas cuantas fotos en blanco y negro. No conservo ningún recuerdo de ti. Llevabas dos años y medio muerta cuando nací yo. Tú eres la criatura del cielo, la niñita invisible de la que nunca se habla, la ausente de todas las conversaciones. El secreto.»
Annie Ernaux
Born in 1940, Annie Ernaux grew up in Normandy, studied at Rouen University, and later taught at secondary school. From 1977 to 2000, she was a professor at the Centre National d’Enseignement par Correspondance. Her books, in particular A Man’s Place and A Woman’s Story, have become contemporary classics in France. In 2022, she was awarded the Nobel Prize in Literature.
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La otra hija - Annie Ernaux
LA OTRA HIJA
IllustrationPRIMERA EDICIÓN noviembre 2023
TÍTULO ORIGINAL L'autre fille
Publicado por
EDITORIAL CABARET VOLTAIRE S.L.
info@cabaretvoltaire.es
www.cabaretvoltaire.es
© 2011 NiL éditions
© de la traducción, 2023 Lydia Vázquez Jiménez
© de esta edición, 2023 Editorial Cabaret Voltaire SL
BIC: FA
ISBN-13: 978-84-19047-21-2
Producción del ePub: booqlab
Dirección y Diseño de la Colección
MIGUEL LÁZARO GARCÍA
JOSÉ MIGUEL POMARES VALDIVIA
FOTOGRAFÍAS
Cubierta: S. mit Kind, 1995 © Gerhard Richter
Interior: páginas 23 y 82 © derechos reservados, páginas 19, 41, 59 y 74 © colección personal de la autora
Bajo las sanciones establecidas por las leyes, quedan rigurosamente prohibidas, sin la autorización por escrito de los titulares del copyright, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento mecánico o electrónico, actual o futuro -incluyendo las fotocopias y la difusión a través de Internet- y la distribución de ejemplares de esta edición mediante alquiler o préstamo públicos.
LA OTRA HIJA
La maldición de los niños es que creen.
FLANNERY O’CONNOR
Los violentos lo arrebatan
Es una foto color sepia, ovalada, pegada al cartón amarillento de una carpetilla, muestra a un bebé posando de tres cuartos en unos cojines festoneados, superpuestos. Lleva una camisola bordada, cerrada con una amplia presilla sobre la que va anudado un gran lazo por detrás de los hombros, como una gruesa flor o las alas de una mariposa gigante. Un bebé larguirucho, descarnado, cuyas piernas, separadas, avanzan estirándose hacia el borde de la mesa. Bajo su cabello castaño, recogido en un único rizo sobre su frente abombada, abre los ojos de par en par con una intensidad casi devoradora. Sus brazos, extendidos igual que los de una pepona, parecen agitarse. Se diría que va a dar un brinco. Al pie de la foto, la firma del fotógrafo —M. Ridel, Lillebonne—, cuyas iniciales entrelazadas adornan también la esquina superior izquierda de la carpetilla, muy sucia, con las tapas medio sueltas.
De pequeña, creía —debieron de decírmelo— que era yo. No soy yo, eres tú.
Sin embargo, había otra foto mía, tomada por el mismo fotógrafo, en la misma mesa, con el cabello castaño recogido también en un solo rizo, pero ahí se me veía rolliza, con los ojos hundidos en una carita redonda y una mano entre los muslos. Recuerdo que entonces me intrigó la diferencia, patente, entre ambas fotos.
Para Todos los Santos, voy al cementerio de Yvetot a poner flores en las dos tumbas. La de los padres y la tuya. De un año para otro, se me olvida la ubicación exacta, pero me oriento gracias a la cruz alta y muy blanca, visible desde la alameda central, que corona tu tumba, junto a la de ellos. Deposito en cada una un crisantemo de distinto color, a veces en la tuya un helecho, cuya maceta hundo en la gravilla de la jardinera excavada adrede al pie de la losa.
No sé si se piensa mucho ante las tumbas. Frente a la de los padres, me quedo un momento. Es como si les dijera «aquí estoy» y les mostrara en qué me he convertido un año después, lo que he hecho, escrito, lo que espero escribir. Después paso a la tuya, a la derecha, miro la lápida, siempre leo la inscripción en caracteres dorados, demasiado relucientes, rehechos burdamente en los años noventa por encima de los viejos, más pequeños y ya ilegibles. Por iniciativa propia, el