Serenísimo asesinato
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Narrada con una sofisticación y una sangre fría hipnóticas, «Serenísimo asesinato» hace de Venecia un intrincado tablero de ajedrez, un tortuoso laberinto de mascaradas y delaciones donde el Carnaval, ya perpetuo, se asemeja cada vez más a la danza de la muerte
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Serenísimo asesinato - Gabrielle Wittkop
Encapuchado y todo vestido de negro, el titiritero de bunraku maneja sus marionetas a la vez que permanece visible ante el público, que olvida su implacable intromisión como se nos olvida la de toda fatalidad. Las figuras respiran, caminan, tiemblan y mienten, se aman o se matan unas a otras, se ríen o gimen, pero no ingieren nunca nada, a no ser algún veneno. Que así sea, pues: permaneceré presente, encapuchada por convención, mientras que, en una Venecia en vísperas de su caída, mujeres ahítas de ponzoña están a punto de reventar como odres. Me complace ofrecerlas como espectáculo, al tiempo que constituyen también el mío. Si, contrariamente a las reglas del bunraku, mis figuras comen o beben, es para burlar toda conjetura. Nunca se sabrá si los manjares son inocuos, a veces se pensará erróneamente que podrían no serlo, a menos que, al contrario, se confíe cuando habría que mantenerse en guardia. Como en el bunraku, el crimen de la mañana se explica únicamente al caer la noche, tras una serie de episodios dramáticos que solo se relacionan con él por vías ocultas y laberínticas. La acción se desarrollará en dos tiempos distintos, pasando de 1766 a 1797 según lo considere yo oportuno. Una de esas temporalidades es muy lenta, puesto que se extiende a lo largo de muchos años; la otra, al revés, es muy rápida, pasando ágilmente de una fecha a la siguiente. Parece un saltador de longitud franqueando de un brinco grandes precipicios, cogiendo luego carrerilla antes de saltar de nuevo, hasta cruzar así vastos desiertos. Como el recurso a la economía universal en el espacio cóncavo, ese espacio-tiempo infranqueable que puerilmente queremos ajustar a nuestra medida, no permite ningún desarrollo, y como, por otra parte, toda traducción de las nociones temporales está condenada al fracaso, hay que conformarse con los artificios de una cronología que solo obedece a lo imaginario. Ni el atajo ni la condensación logran excluir la pulverización, el estallido, de suerte que tomaremos conciencia de la deformidad gracias a las dataciones. Con todo, una progresión reside en el crescendo hacia la catástrofe, en el desgaste de la cuerda destinada a romperse. En el doble régimen del relato, las escenas no se superpondrán a la manera de un palimpsesto, sino más bien como diapositivas claramente legibles y jugando a concordar. Las figuras llevan los trajes de su época, de su ciudad, la más asiática de Europa. En lugar de un kimono magenta con una mariposa estampada, se aceptará, pues, la severidad de un tabarro color tinta y una gredosa bauta, colgados en el pretil de un puente. En la metrópoli de las mascaradas, de los soplones y de las delaciones, las sucesivas viudedades de Alvise Lanzi se intrincan misteriosamente. No busquéis y seguro que encontraréis. No obstante, como en el fondo toda conclusión silogística carece de interés, solo las premisas y el ornamento que las rodean pueden entretener. Bello ornamento. Venecia malva y oro, el cambiante tafetán celeste o el plomo del cielo, grito de muerte entre tinieblas, espanto para quien descubre una letal incandescencia en sus propias entrañas.
—¿No puede leer uno sin que lo molesten constantemente?
Ante él, Rosetta se estruja el delantal:
—Es que, Signor…, vuestra esposa ha muerto…
—¿Otra vez?
Sí, otra vez, la cuarta en treinta años, serie pertinaz, extremadamente ingrata, la comidilla de toda Venecia en tres ocasiones ya, e investigada en vano por la justicia, con gran profusión de interrogatorios y delaciones. Ahora le ha tocado a Luisa Lanzi, Calmo de soltera, antigua actriz del Teatro San Samuele, que, tras un matrimonio por amor, según cuentan, catapulta a Alvise al estado de viudedad.
Alvise palidece. Ya se oye correr por los pasillos. También se oye el suave crujido de la tarima tras las puertas. Ocultad, oh, ocultad bajo los encajes esas manchas negras y lívidas que maculan el vientre. Él se casó con ella por un capricho pasional, pues ella no tenía un solo cequí e incluso estaba endeudada con los negocios de alquiler de trajes y máscaras. Pero hubo un tiempo en que brilló con La Nina pazza per amore. No, ella nunca se habría vuelto loca de amor, por supuesto que no. De hecho, era fea. Fea, pelirroja e infinitamente deseable. Como en su día tuvo por amante a un maestro vidriero de Murano, el Consejo, que siempre teme que se filtren sus secretos artesanales, la vigilaba sin que ella se diera cuenta. Alvise tampoco sabía nada, naturalmente. Ocultad esas manchas. Ha sufrido terriblemente. El joven médico está desconcertado. Dice que ha muerto mucha gente igual, por consumir abalones creyendo que puede hacerlo impunemente en invierno. No sería decoroso dejarle el rostro al descubierto. ¿Recibirá cristiana sepultura o le negarán el derecho a reposar en un camposanto?
La verdad es que también podemos hacernos otro tipo de preguntas.
Enero de 1796. Ha estado nevando toda la noche y toda la mañana, siguen cayendo copos verticales en el aire inmóvil. Procedente de la Fondamenta Rezzonico, solo el rascar de las palas, con las que unos faquines medio desnudos quitan la nieve para arrojarla luego al Rio di San Barnaba, perturba el silencio del salón Lanzi, donde se hallan reunidos los íntimos, a la espera del funeral. Sentados bajo los estucos blancos y grises, observan alternativamente los cristales en los que lagrimea la nieve, las ascuas de la lumbre y la efigie chinesca de Píramo y Tisbe, evitando así mirarse unos a otros.
A la izquierda de la chimenea está Alvise Lanzi. Alto. Aún bastante apuesto, a pesar de sus cincuenta y tres años y su rostro algo caballuno; tiene unos ojos grises que cambian con la luz y manos finas como las de una mujer. No acepta su calvicie y está siempre pendiente de la peluca, procurando, discretamente, que esté bien ajustada. Mejor haría en ocuparse de sus negocios, porque la hilatura que posee en el este de la Giudecca no va demasiado bien. Hace tiempo, confió la dirección de la empresa a Mario Martinelli, que aparece sentado a su izquierda.
Martinelli, antiguo secretario de un proveedor de armamento naval, gestiona la hilatura como si fuera él el dueño absoluto, dado que Alvise se ha despreocupado por completo. Soltero dominado por la pasión del juego, cada noche se entrega a ella protegido por la máscara que se lleva puesta hasta en las mesas de baceta y de faraón. También juega a apostar, como todo el mundo, pues se apuesta a lo que sea y hasta en las iglesias, siempre que se pague un diezmo al clero. Martinelli no necesitaría máscara porque uno se olvida de él nada más verlo: altura mediana, cara normal, nada digno de destacar, salvo