Plasticidad simbólica: La experiencia de ser niño
Por Esteban Levin
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Plasticidad simbólica - Esteban Levin
ESTEBAN LEVIN es Licenciado en Psicología. Psicomotricista. Psicoanalista. Profesor de Educación Física. Profesor invitado en universidades nacionales y extranjeras. Director de distintos cursos de formación en psicomotricidad, psicoanálisis, clínica con niños y trabajo interdisciplinario.
Es autor de numerosos artículos en diversas publicaciones especializadas nacionales e internacionales y de los libros Discapacidad. Clínica y educación. Los niños del otro espejo (Noveduc 2017); Constitución del sujeto y desarrollo psicomotor: la infancia en escena (Noveduc, 2017); Autismos y espectros al acecho, la experiencia infantil en peligro de extinción (Noveduc, 2018); ¿Hacia una infancia virtual? La imagen corporal sin cuerpo (Noveduc, 2018); La dimensión desconocida de la infancia. El juego en el diagnóstico (Noveduc, 2019); Pinochos: ¿marionetas o niños de verdad? (Noveduc, 2020); Las infancias y el tiempo. Clínica y diagnóstico en el país de Nunca Jamás (Noveduc, 2020); La clínica psicomotriz. El cuerpo en el lenguaje (Noveduc, 2020); La niñez infectada. Juego, educación y clínica en tiempos de aislamiento (Noveduc, 2021); La rebeldía de la infancia. Potencia, ficción y metamorfosis (Noveduc, 2021) y La función del hijo. Espejos y laberintos de la infancia (Noveduc, 2023).
Prólogo a la nueva edición
LA PLASTICIDAD SIMBÓLICA. LA EXPERIENCIA DE SER NIÑO
En este libro desarrollamos el concepto de plasticidad simbólica articulada con la experiencia infantil, que se toca y trastoca con el de plasticidad neuronal. Sin lugar a dudas, este ha modificado el modo de pensar el vasto campo de las infancias y sus problemas en la actualidad.
El término plástico
–como figura sensible y abierta a la recepción– se opone a lo rígido (la rigidez de cualquier encuadre acerca de las infancias), a la fijeza de la experiencia (a lo cerrado y estrecho del espacio), a lo ya estructurado y determinado del tiempo cronológico, evolutivo, del desarrollo infantil.
El cuerpo, receptáculo de las infancias, se caracteriza por lo plástico: por un lado, recibe y, por el otro, al hacerlo se transforma (cambia de forma) y deviene donador de otra experiencia deseante. A partir ella, dona otra potencia e intensidad sensible, susceptible de la esencial metamorfosis de las infancias en juego.
La plasticidad simbólica es efecto indisociable del acontecimiento que experimentan los niños y las niñas durante el devenir de la niñez.
Los más pequeños reciben la herencia del amor y del deseo del Otro. Pliegan el afuera, lo que dramáticamente provoca la explosión
, la transformación, y despliegan otra escena que redistribuye, reforma y redimensiona el entretejido simbólico, social y comunitario de las infancias. Las experiencias que estas realizan dejan huellas móviles, plásticas, resignifican lo anterior y provocan la apertura del porvenir. Precisamente, estos trazos modifican el cuerpo y la imagen corporal. Esta última nunca se corresponde con lo carnal de la corporalidad; se trata de una verdadera metamorfosis que sucede por efecto de la neuroplasticidad y la plasticidad simbólica. Ambas se vitalizan a través de las escenas de la niñez.
La plasticidad que hemos denominado simbólica implica los acontecimientos en los que se pone en escena la subjetividad. En este sentido, las experiencias sufrientes de las infancias se oponen a la plasticidad, se ubican en sus antípodas. Cuando un niño o una niña sufre, se defiende de enfrentar cualquier situación que signifique un cambio de posición y permanece en la fijeza de un encierro por el que bloquea la relación, se aísla y se resiste a recibir otra experiencia. Por lo tanto, ni dona ni recibe, tan solo reproduce la desolación del sufrimiento.
Cuando las infancias pueden jugar, se desdoblan en otros (juguetes, personajes, cosas) que no son, y conforman espejos de ficción, no para reflejarse en el mismo lugar del cual parten sino, por el contrario, para multiplicarse en la heterogeneidad de lo plural.
El acontecimiento de la natalidad de un gesto, una postura, un movimiento, una palabra o un deseo de desear por el placer de hacerlo involucra necesariamente la pérdida, la sustracción de la experiencia anterior. Para la niñez, perder la imagen sufriente es tomar un riesgo, pero, al mismo tiempo, abre la posibilidad de producir la diferencia, la alteridad y la creación de sensibilidades, afectos y deseos inconmensurables e inconscientes.
La niñez es plástica; deviene en tránsito hacia otras dimensiones desconocidas, pero también aventureras y chispeantes.
Este libro procura captar la fuerza en potencia de la plasticidad que, a nivel neuronal, se manifiesta en el modelado
de conexiones sinápticas, la capacidad de reparación y regeneración frente a lesiones o dificultades en el desarrollo infantil. Y, a nivel de la plasticidad simbólica, se pone en escena en una experiencia significante, que deja sus huellas singulares, móviles, al plegar el afuera y reconfigurar el adentro, en tanto único e impredecible acontecimiento en juego.
La plasticidad nos permite pensar en otra lógica sensible que no es la de la expresividad y la representación, sino la de la intimidad de la relación, la potencia del ritmo, la fuerza de la sensación donde las infancias arman sus experiencias y despliegan los pensamientos, las escenas de la vida. Estas ideas nos facilitan pensar la imagen del cuerpo desde la dimensión performativa, lo que da lugar al acontecimiento imposible de prever o anticipar.
La capacidad simbólica de la plasticidad de deformarse y desdoblarse sin desaparecer o disolverse permite el despliegue de la vital experiencia infantil en constante movimiento y transformación.
Las infancias sin plasticidad enuncian el modo de existir sufriente: un sufrimiento psíquico y corporal que desmantela, desliga y reproduce lo mismo. Frente a esta realidad, los diagnósticos-pronósticos invalidantes cierran y coagulan aún más lo infantil de las infancias, hasta terminar de fijarlas a un síndrome que los agrupa, nominándolos sin ninguna otra referencia singular, ya sea familiar, epocal o comunitaria.
A lo largo de este texto, entre otros temas acuciantes de las infancias, nos interrogamos sobre la sensibilidad de los niños y las niñas en la época actual. La diferencia sustancial entre la acción de dar y el don del deseo.
¿Qué nos enseñan las infancias a través de la experiencia?
¿Cuál es el papel de la plasticidad simbólica en el nacimiento de la escritura?
¿Cómo se constituye el origen gestual del cuerpo, los garabatos y las letras?
¿Qué función cumple la plasticidad de la experiencia en el jugar como acontecimiento instituyente de la subjetividad?
Para concluir, dejamos latente un sucinto interrogante: las infancias son plásticas, pero… ¿lo somos nosotros, en nuestro quehacer cotidiano con ellas?
Introducción
Somos contemporáneos del niño que fuimos.
Gilles Deleuze
¿Qué implicaciones tiene para un sujeto la experiencia de ser niño? En este texto procuraremos pensar la infancia desde y a partir de la experiencia y el acontecimiento que, al realizarse, deja una huella imperecedera, creadora del universo infantil en el que la plasticidad simbólica desempeña un rol preponderante.
La historia del niño está atravesada por sucesos impredecibles e incalculables que irrumpen y provocan una discontinuidad, un salto a partir del cual la experiencia cambia, deviene otra, se complejiza en nuevas redes de sentido, de apertura y relación. Durante la infancia, la subjetividad tiene que realizarse como acontecimiento único, intransferible, intraducible y no anticipable. El espacio y tiempo de la niñez oscila entre experiencias y acontecimientos. En ese singular pasaje –no exento de riesgos y peligros– configura su quehacer infantil.
La experiencia infantil supone un movimiento sensible hacia el afuera y que retorna como producción de subjetividad si el niño constituye su imagen corporal, a partir de la cual se unifica aquello que vive y siente como propio. El Otro le presenta el cuerpo y el mundo en un encuentro deseante que lo afecta y fuerza a ubicarse en otra posición con respecto a lo corporal, a los otros y a las cosas. Así, el niño, a través del acontecimiento, vive y aprende la experiencia de la diferencia, del lenguaje y del mundo que le toca vivir.
La niñez es el momento de la vida en el que el pensamiento de lo nuevo se encarna en el cuerpo y deja una huella psíquica generadora de plasticidad simbólica y neuronal que lo transforma.
Trabajar con niños nos interroga, inquieta y preocupa. El cuerpo, el lenguaje, los gestos, el espacio, el tiempo y los otros les permitirán a ellos crear imágenes, ideas y pensamientos, abrir la mirada, tocar las palabras y las cosas, palpar el olor de la sorpresa, degustar el sentir de lo nuevo y generar sus espejos móviles donde experimentar el placer del descubrimiento y del aprendizaje. Desde los niños que nos conmueven, demandan e interpelan a través de la experiencia, los malestares, los síntomas, la angustia, el sufrimiento y el placer, nos preguntamos: ¿cómo se configuran la experiencia y los acontecimientos en el tiempo de la niñez? ¿Qué significa la plasticidad simbólica? Los sentidos en los niños, ¿escuchan, juegan y hablan? ¿Cuál es el espacio en el que se articulan el lenguaje, el pensamiento y la imagen corporal en los más pequeños? ¿Se pueden tocar y representar las cosas antes de nombrarlas? ¿Cuál es la génesis de la escritura? Los garabatos, ¿generan espejos donde reflejarse? ¿Las letras y la lectura resignifican los dibujos? ¿Es posible diagnosticar y pronosticar la experiencia de un niño que no puede parar de moverse? Cuando un niño reproduce sin pausa la misma experiencia fija, inmóvil, ¿está sufriendo? ¿Por qué jugar es un acontecimiento? La experiencia de ser niño, ¿se hereda, se dona o se transmite?
El mundo de los niños implica una dimensión escénica que se realiza y ejecuta en el espacio compartido del nos-otros
. Sin esta realización, el acontecimiento infantil no sucede. En esta puesta en escena afectiva, activa, dramática, el niño produce subjetividad. Nuestra propuesta implica dar lugar y ofrecer los medios para que el niño pueda producirse en ella.
La experiencia lo lleva a pensar, a forzar el pensamiento hacia rumbos desconocidos e inesperados. No es una acción común o una aventura por la que el niño simplemente pasa. Es lo que lo hace ser niño. No se puede reemplazar ni sustituir. En este sentido es singular, sensible, simbólica. Es el único modo de representar y habitar aquello que siente a través del cuerpo en movimiento. Ella se estructura entre el placer y el displacer, entre la pasión y el padecimiento, entre la satisfacción y la insatisfacción. Solo es pensable cada experiencia en el marco de la relación con los otros, aquellos con los cuales la comparte y crea el nos-otros
.
Cada vez que un sujeto piensa su infancia, ella ya aconteció y cobra existencia en el recuerdo infantil. Esa historicidad perdida vive en cada uno. Posteriormente, sin ser consciente de ello, el individuo hará uso de la misma y de este modo se resignificará en otros sentidos, en otros gestos.
Pueden recortarse las experiencias del niño con los otros, los amigos, esos semejantes a él con los que se anima a recorrer lo desconocido. También inventa la experiencia de lo otro. Lo que no comprende, lo que lo cuestiona y, al hacerlo, lo ubica. Aquello que no se explica y lo intimida. Lo que le da vergüenza, le duele y lo angustia. Lo que lo hace sufrir y hostiga.
El escenario infantil de la primera infancia es inaugural y creador. Adviene como acontecimiento original de una primera vez, posición en la cual ser hijo se constituye en una experiencia del nos-otros. La fuerza de la invención no reside en una cosa, en el objeto, sino en el deseo de inventar junto al otro, en ese espacio entre la experiencia de uno y la del otro se mantiene vivo lo infantil de la infancia y se crea la experiencia compartida.
En el origen del lenguaje y en la configuración del cuerpo está la experiencia infantil. Sin ella, la infancia no tendría sentido, el cuerpo no podría devenir imagen y el lenguaje reproduciría una soledad desolada. No hay infancia posible sin la estructura del lenguaje, sin la plasticidad y sin el cuerpo al que la experiencia infantil pone en escena hasta realizarse como acontecimiento subjetivo.
Las próximas páginas no invitan a conocer e informarse acerca de la infancia y sus problemas sino a introducirse en ellos, sostenidos por la gramática sensible de una experiencia que rompe la causalidad lineal y el saber hegemónico acerca de los niños y convoca a reinventar la textura de la infancia en el devenir de cada acontecimiento.
Capítulo 1
LA SENSIBILIDAD EN EL NIÑO
Debido a que fui jugado, soy una posibilidad que no era.
Georges Bataille
LA SENSIBILIDAD EN LA EXPERIENCIA INFANTIL
Para un recién nacido, el mundo es básicamente corpóreo. Esta condición se prolonga durante toda la primera infancia, en la cual poco a poco, gracias a la experiencia del lenguaje, va tomando distancia del cuerpo como órgano para transformarlo en imagen y esquema de representaciones del cuerpo, de la cultura, de sí y de los otros.
En la experiencia infantil prolifera lo sensible. El ininterrumpido flujo perceptivo sensorial que inunda al niño desde el nacimiento se ve trastocado y atravesado por la relación que se establece con el Otro que lo configura y lo transforma en lenguaje. Al hacerlo, coloca todo su afecto en cada sensación corporal. De algún modo, inventa junto a él un estilo de llevar su cuerpo.
La sensibilidad de la experiencia infantil no es la simple percepción táctil de un ojo, una oreja, una boca, un olor, un sabor, sino un vaivén representacional del toque, la mirada, la escucha, el acto de oler o saborear una cosa, un sonido o un simple gesto.
Cada niño dibuja su organización sensorial como prisma y espejo donde los otros y él se reflejan, refractan, juegan y seleccionan la infinidad de estímulos y percepciones que recibe como cuerpo receptáculo de un entramado social y cultural donde prima la experiencia a partir de la cual comienza a pensar.
Las cosas en el universo infantil no existen en sí o para sí, sino que son investidas por un toque afectivo, una mirada, un olor, un sabor, una palabra, un sonido. Si por alguna causa el niño no puede constituirse en la imagen corporal ofrecida en el deseo y el amor del Otro, no podrá interponer, mediar entre el estímulo (lo que siente) y la respuesta (lo motor). El universo simbólico e imaginario delinea y orienta la densidad e intensidad de los sentidos.
Frente al mundo de la sensibilidad corporal, el niño no solo es movimiento, mano, piel, nariz, ojo, boca, sino también un deseo de comer, un gesto de relacionarse, un toque transformado en caricia, una mirada que demanda palabra, un olor hecho imagen. No puede percibir lo real sin las imágenes y los símbolos que lo cobijan y ubican inmersos en una red en la que no deja de proyectarse y encontrarse.
Durante la primera infancia, cada percepción se recibe como una experiencia a descifrar, a discernir, a pensar en el devenir mismo de las sensaciones. Las cosas sensibles solo se vuelven reales en el registro del lenguaje, por eso los niños tienen diferentes registros sensitivos –no hay uno igual a otro–, no experimentan las mismas sensaciones ni siquiera los mismos gustos, olores, sonidos, colores, movimientos. La propia historicidad genera la diferencia que se plasma en el desarrollo neuromotor en el que la singularidad del niño cobra existencia en la experiencia.
No deberíamos olvidar que, si bien el sistema perceptivo se encuentra atravesado desde el origen por el universo del lenguaje, siempre queda algo, un exceso o un resto irreductible a la lengua, algo no representable ni articulable que causa el deseo de continuar creando, buscando y experimentando.
El recién nacido recibe sensaciones vividas por él como un verdadero caos sensitivo-motor, donde cualquier estímulo está mezclado con otro, entrelazado con cualidades, datos e intensidades perceptivas. El bebé está inmerso en un mundo sensitivo indiferenciado. Sensaciones internas, externas, propias y ajenas, aparecen todas juntas. Hambre, sed, ruidos, luces, frío, calor, movimiento y gritos configuran el origen de lo que experimenta.¹
Para el Otro (que encarna figuradamente la función materno-paterna), la experiencia sensorial del bebé se transforma en el modo de relacionarse con él, conocerlo y aprender a crear e inventar saberes acerca de lo que le pasa, lo que quiere, lo que le inquieta, lo que le gusta o incomoda. Justamente, la experiencia sensible se constituye en los primeros espejos donde el niño y el Otro se reconocen y desconocen mutuamente.
Los sentidos corporales en la primera infancia funcionan como verdaderas cajas de resonancia. No solo dan a ver, a oír, a oler, a degustar, a tocar, sino que tras el ver se oculta la mirada, frente al oír está en juego el decir, en el oler se huele lo desconocido, en el gusto se degusta un nuevo sabor y en el toque surge la caricia, no discernible en el tacto.
LOS SENTIDOS CORPORALES EN LA LENGUA MATERNA
Desde el vientre materno, el bebé experimenta ruidos, susurros, sonidos, sensaciones cenestésicas, sin poder diferenciarlos. El útero es el sonar que detecta ecos y murmullos indescriptibles e insituables. El baño sonoro se configura en resonancias afectivas y libidinales, vía la voz materna. Ella torna familiar lo que no deja de ser caótico para el bebé. Del magma sonoro e indiferenciado, la voz materna reporta, reordena y orienta cada ruido como sonoridad, en la que, tanto el bebé como ella, se reconocen en un espejo que no cesa de hablar de lo que les pasa, en una sutil gestualidad que traspasa el cuerpo.
La lengua materna, esa primera lengua del lenguaje, requiere de la experiencia íntima con el Otro, de esa resonancia apasionada donde se pliegan y despliegan los sentidos sin dar ninguna explicación. Se trata, en realidad, de la musicalidad de la experiencia, del sabor y el toque sensible a aquello que las palabras solas o como simple información nunca pueden decir. En la intimidad sobran las palabras, y en las palabras falta la intimidad. Entre la una y la otra se juega la experiencia.
La trama sensorial se constituye en el eco de la experiencia íntima con el Otro, resonancia que se unifica en la imagen sensible del cuerpo, donde la piel origina la superficie a través del toque, de la mirada, del gusto por las cosas, del contacto olfativo, del sonido en el oído. La piel, sostenida y sustentada por la propia imagen, oficia de puente y nexo en la unificación imaginaria del sujeto.
En la infancia primera, las manos miran y los ojos acarician, la mirada toca lo intocable y el toque mira lo invisible. En esa entrañable experiencia escénica, el ojo aprende a mirar, la lengua a hablar, el movimiento a mover y gesticular, el tacto a palpar, la boca a degustar y el olfato a oler. El cuerpo como receptáculo funciona fuera de sus límites en el juego de presencia y ausencia, lugar desde el que surge la imagen unificadora. De este modo, comienza a seleccionar, relacionar e interpretar las sensaciones.
El cuerpo erógeno de los pequeños delinea las sensibilidades propioceptivas, interoceptivas y exteroceptivas, a la vez que estas son fuente del circuito pulsional. La erogeneidad corporal se constituye en relación con el deseo del Otro, en tanto la represión delimita la memoria sensorial a partir de la división de lo consciente e inconsciente. De aquí en más, los recuerdos y la memoria