Algo imposible en las cosas
Por Damián Pulizzi
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Damián Pulizzi tiene la magistral habilidad de no limitar el alcance de los cuentos: no los banaliza, no los rompe; los deja ahí, a la intemperie, a que sigan diciendo. Son pinceladas que dejan todos los desgarros a la vista y nos regalan, al final del camino, un cuadro imprescindible sobre la herida de estar vivos.
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Algo imposible en las cosas - Damián Pulizzi
Escribir
Cuando escuché el ruido de la alarma saqué el brazo de entre las sábanas y apagué el celular. Hacía un tiempo que las cosas estaban dentro de las formas. Mal o bien, pero dentro de las formas. Y el simple hecho de que no haya ido a trabajar, no me pareció un motivo para preocuparme. Después me asomé a la ventana y miré hacia el patio ciego del edificio donde vivo. No había en sí algo preciso que me inquietara, sólo que a veces uno no se levanta del todo bien.
A la noche teníamos la inauguración de la biblioteca popular en el club donde milita mi amigo Mariano y con Lucía habíamos arreglado para ir juntos. Aunque yo había comprobado una y mil veces que no era cierto, que en sí no significa nada, igual trataba de convencerme de que en días así salir y estar con gente podía ser algo bueno.
Cuando Mariano empezó a participar del movimiento era todavía la época en que nos veíamos todos los días. Después no, las cosas iban a ser distintas. Él había elegido un camino y yo me había quedado; ni siquiera sabía si el lugar en donde estaba parado era parte de un camino. Había dejado la carrera para dedicarme a escribir, eso había dicho, eso decía.
Durante el día estuve sentado frente a la computadora, hasta que supe que tampoco hoy iba a poder escribir nada. Caminé hasta la pieza y me tiré en la cama. Me volví a dormir y en un sueño aparecí trepado a una columna muy alta. Sentía miedo, porque al mínimo movimiento podía caer al precipicio. No me animaba a dar ningún paso y apenas lograba sostenerme. Unos hombres pasaron a mi lado y empezaron a trepar la columna sin esfuerzo. Pero no me miraban. Sólo subían, y cuando definitivamente iba perdiendo las fuerzas me despertó el llamado de Lucía.
Miré la hora. Eran las seis de la tarde. Me habló cansada, dijo que la beba estaba enferma, otra vez. Que llamó al médico y no le encontró nada, pero le dijo que si de madrugada volvía a subirle fiebre la llevara a la guardia.
—Ahora estamos de mi hermana, —dijo— por las dudas.
—¿Querés que vaya? —dije.
—No, dejá —dijo y se quedó en silencio.
Definitivamente no era un buen día, seguro que tampoco para ella, y me quedé en la cama sin hacer nada hasta que se hizo de noche. En un momento agarré el teléfono para llamarla pero no iba a servir de nada. Tenía que ir y listo. Dejé la cama y me metí en la ducha. Salí del baño cubierto con un toallón y una ráfaga de viento cruzó el departamento. Me acerqué a la ventana y vi la tormenta que venía del sur. Caminé hasta la habitación y mientras lo hacía iba dejando la marca de mis pies húmedos sobre el parquet. Me vestí y miré la hora. Guardé una muda de ropa en la mochila y busqué las llaves sobre la mesa. Apagué las luces del departamento y me incliné sobre el escritorio para apagar la computadora. Entonces fue que apoyé la mochila en el piso, me dejé caer en el sillón y pensé: no voy, me importa un carajo.
Y si ahora dijera que no sé lo que pasó mentiría. Porque sé. Tiempo. ¿Nada más? ¿Quién sabe? En algún lugar, una fibra o algo se mueve, entonces uno se levanta, intenta y cambia. Es difícil saber. Porque también sucede lo contrario, lo de siempre. Que al fin nada cambia y uno se queda ahí, sentado, como si lo único que pasara fuera eso, hasta que volví a mirar la hora y supe que otra vez no iba a ir a ningún lado.
En ese momento me llegó un mensaje de Mariano: ¿Venís?
Empecé a responder pero nada de lo que me salía me aliviaba. Escribía unas palabras y las borraba. Las veía ahí, escritas en la pantalla del celular y perdían sentido. Eran lo que eran, no sé, palabras, pero eran pobres o crueles. Al menos poné la verdad, me dije y atiné a escribirle que no iba porque me quedaba a escribir. Pero tampoco era cierto. Borré todo y no respondí nada. Apoyé el celular y me quedé un instante así, quieto y en silencio. Escuché que empezaba a llover. No sabía si estaba bien lo que estaba haciendo. Pero en verdad no sabía lo que estaba haciendo. Me levanté del sillón y fui hasta la cocina a buscar una botella de vino. Abrí el armario. ¿No había comprado una botella? Sí. Pero no estaba. La había comprado hacía unos días. Pero no estaba. Pensé que no debería quedarme ahí, solo. Igual no atiné a nada, seguí de pie sosteniendo las puertas del armario, buscando una botella que no estaba. Ya que hacés todo esto al menos escribí, me dije. Fui hasta el escritorio, y abrí un documento nuevo. Esto tengo que escribir, pensé. ¿Esto qué? ¿Qué es esto? Miré la hora. No habían pasado todavía ni diez minutos y por primera vez en la noche sentí miedo. Me senté y apoyé las manos en el teclado, respiré hondo, pero todo lo que veía por delante tenía la forma de un abismo: la hoja en blanco, Lucía, el resto de la noche. Me quedé unos minutos así, con las manos quietas apoyadas en el teclado.
Después estaba de pie y no podría explicarlo: era como si esta casa no fuera mi casa. Tengo que salir, pensé y busqué un abrigo. Salí al palier y llamé al ascensor. De uno de los departamentos vecinos salió una pareja. Lo veo como si estuviera sucediendo ahora. Esperan detrás mío y estamos los tres, en silencio. Siento sus miradas