Cuando Suena El Timbre
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Descubre la terrible verdad cuando suena el timbre.
¿Tienes miedo a la oscuridad? Lo tendrás...
David Mendez Prieto
¡Hola! Soy David Méndez Prieto. Escritor, amante del terror y del suspense, fanático de los cómics y del cine. He empezado mi aventura de autopublicación de mis libros en todas las plataformas digitales.
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Cuando Suena El Timbre - David Mendez Prieto
Prieto
Prólogo
Bajó del autobús cuando ya comenzaba a llover otra vez. Llevaba haciéndolo todo el día. Un triste, oscuro y frío viernes trece de finales de noviembre. Ya anochecía y eso que aún eran las ocho de la tarde. Desplegó su paraguas y echó a andar rápido esquivando los charcos que ya empezaban a formarse en las aceras. No se cruzó con ninguna persona durante su trayecto a casa. El barrio era nuevo y no demasiada gente residía todavía en el lugar. Un gran ensanche de la ciudad lleno de edificios modernos y llenos de comodidades. Pero sus calles no mostraban tiendas ni bares por lo que prácticamente aparecía vacío y el único ruido provenía de la lluvia y el viento que sacudía su largo cabello. Llegó a la reja que daba acceso a la comunidad de varios bloques donde vivía y, sin quitarse los guantes, abrió con unas llaves heladas. Recorrió a la carrera el paseo de bancos y arbolitos hasta su portal, el número dos. Ya dentro se sintió reconfortada por el calor de la calefacción central y se dirigió al ascensor. Su pequeño y cómodo apartamento se encontraba en la planta cuarta. Suspiró al entrar. Cerró con llave la puerta a la vez que sintió un leve escalofrío. Ya estaba a salvo. Segura. Probablemente el timbre no sonaría esa noche. Había intentado apartarlo de su cabeza durante toda su jornada laboral. Sí, debía convencerse de que nadie llamaría. Seguramente alguien se divirtió con ella las pasadas noches, un desconocido que probablemente estuviese ya muy lejos. Así se lo dijeron en la comisaría de policía al poner la denuncia a primeras horas de la tarde. Decidió relajarse dándose una ducha calentita. Luego tomaría un sándwich y quizás siguiera leyendo la novela que una de sus sobrinas favoritas le regaló en su pasado cumpleaños. Escuchó la llamada de su móvil en la cocina en el mismo instante en que se desnudaba en el baño. Se puso una bata y resoplando fue a contestar. La pantalla indicaba que se trataba de su compañera de trabajo, además de una muy buena amiga.
—Hola, guapa —respondió.
—Buenas, ¿estás bien?…
—Acabo de llegar a casa, no te preocupes, estoy perfectamente. Muchas gracias por acompañarme a la comisaria.
—¿Te has quedado más tranquila?
—Desde luego que sí, me han calmado bastante.
—Sí, fijo que ese tipo ya se haya cansado de meterte miedo. A saber, si no habrá encontrado ya a otra pobre víctima.
—Espero que no. No me gustaría que nadie tenga que pasar por lo que he vivido yo.
—Hoy no va a pasar nada. Así que relájate, cena algo y a la camita. Tómate las pastillas que te di esta mañana.
—No sé…
—Vas a dormir de un tirón y mañana te vas a despertar muy relajada, ya lo verás.
—De acuerdo, creo que te haré caso.
—Vale, cielo, pues te dejo que descanses, un besito.
El agua caía sobre su cuerpo mientras fuera arreciaba el aguacero y se empezaba a formar una gran tormenta. Una música relajante inundaba la estancia acompañada de un sutil aroma a rosas. Se secó delicadamente con una suave toalla y se anudó cuidadosamente su bata para dirigirse a la cocina. Se preparó un sándwich de pechuga de pavo con queso y mahonesa junto con un vaso de leche. Tras cenar se tomó las pastillas y fue hacia su dormitorio. Hacía calor así que se metió en la cama con solo una camiseta y unas bragas puestas. Cerró los ojos tratando de relajarse. Pronto notó el sopor provocado por las píldoras y empezó a caer en un sueño placentero muy alejado de la tempestad que reinaba en el exterior.
Afuera, en la oscuridad de las escaleras y la soledad de los rellanos, una figura oscura se movía entre las sombras. Avanzaba despacio y sigilosamente. Una presencia ominosa que se acercaba lentamente al pequeño apartamento del cuarto piso.
No sabía qué hora era cuando un inquietante sonido la despertó. Fuera arreciaba la tempestad y el viento y la lluvia golpeaban los cristales de las ventanas. Aunque no fueron esos ruidos los que la despertaron. No. Lo escuchó otra vez. Era el maldito timbre. Sonó por tercera vez. El terror la paralizó. La pesadilla regresaba. Alguien volvía a llamar a altas horas de la madrugada. Una persona desconocida que estaba allí mismo, al otro lado de la puerta de su casa. ¿Qué debía hacer? ¿Tal vez levantarse y comprobar si esta vez lograba ver algo a través de la mirilla? ¿Sería capaz de hacerlo? Armándose de valor y algo atontada por el efecto de las pastillas que tomó en la cena, salió de la cama y de su habitación. Recorrió despacio el corto pasillo hasta llegar a la entrada de su vivienda mientras los timbrazos continuaban. Notaba como todo su cuerpo temblaba cuando se asomó por la mirilla y no consiguió ver nada. La escalera se hallaba a oscuras, un punto tenebroso en el que parecía no haber nadie. El nerviosismo apenas la dejó preguntar en un susurro: ¿Quién es? Silencio. Un trueno estalló tan cercano que hizo temblar el edificio y que las luces fallaran por unos instantes. Unos fuertes golpes hicieron que diera un salto hacia atrás perdiendo el equilibrio y cayendo al suelo. Sonó nuevamente. ¡Basta!, chilló al borde del llanto, ¿quién es?, ¿qué quiere? Un escalofriante chirrido la heló la sangre en las venas, estaban arañando la madera, imaginó unas horribles manos de largas uñas. Se levantó y volvió a mirar. Lanzó un agudo grito. La repentina luz de un rayo que se filtró por la ventana de la escalera la permitió ver una silueta. Solo fueron unos segundos, pero suficientes para que se diera cuenta de que se trataba de una presencia vestida de negro, casi enlutada, con el rostro cubierto con un velo. ¿Dónde podía haber dejado el móvil? Era urgente que llamara a la policía de inmediato. Corrió hacia la cocina y lo encontró apagado. ¡Dios mío!, exclamó. Recordó que tenía poca batería al irse a la cama. Con dedos temblorosos lo conectó al cargador e intentó encenderlo sin suerte. Los golpes continuaban, seguía escuchando el timbre y aquellos extraños arañazos competían con el tremendo estruendo que llegaba de la calle. De pronto, los ruidos cesaron, terminaron en un segundo. ¿Había acabado ya por aquella noche?, se preguntó. Las lágrimas corrían por sus mejillas y el corazón le latía aceleradamente en el pecho. Probó de nuevo con su teléfono y esta vez sí que la pantalla se iluminó. Se disponía a introducir su pin en el momento en que todo quedo sumido en el silencio. Hasta la tormenta pareció alejarse dejando una sensación de frágil tranquilidad. Aún temblando se sentó en un taburete intentando calmarse. Llamaron otra vez aporreando con saña la puerta, parecían querer tirarla abajo. Saltó del asiento y no pudo reprimir un grito de terror: ¡Por favor!, chilló, ¡para ya!, ¿quién eres?, ¿qué quieres de mí? Se acercó sigilosa y sin hacer ruido escudriño de nuevo por la redonda abertura. Fuera solo observó tinieblas. De repente sintió una presión muy fuerte en la cabeza seguida de un dolor extremo. Se apoyó contra la fría madera sintiendo como su cuerpo se estremecía. La sangre empezó a brotar de su boca y su nariz. Un largo destornillador había atravesado la mirilla clavándose en su ojo y traspasando su cabeza saliendo por la parte posterior de su cráneo. Quedó allí suspendida por la barra de metal que la mantenía pegada a la puerta. Apenas unos segundos después, ya estaba muerta.
1
Víctor dejó las dos maletas encima de la cama con gran esfuerzo ya que pesaban demasiado. Sin duda, Sophie había aprovechado al máximo su espacio, como siempre hacía. Todavía quedaban unas cajas por subir del coche. El apartamento estaba helado y se preguntó cómo se pondrían en marcha los radiadores ya que contaban con calefacción central. El día era desapacible y no paraba de llover desde primera hora. Era enero y el invierno reinaba en todo su apogeo. Si bien su novia llevaba razón en que aquel barrio se encontraba algo apartado, también él la tenía al decir que los edificios eran nuevos y el precio les pareció bastante razonable. Una bonita vivienda suficientemente grande para los dos. Además, era una comunidad cerrada con plaza de garaje incluida. Llamaron al timbre, era Sophie.
—¡Hooooooolaaaaa! –dijo la chica jovialmente al entrar.
—Hola, cielo –respondió él besándola en los labios.
—¿Queda algo por subir?
—Alguna caja, ahora bajo yo. Seguimos en el cuarto piso, pero al menos tenemos ascensor –afirmó Víctor alegremente.
—Lo que es una gran diferencia, guapito.
—Entonces… ¿estás contenta?
—Me sigue pareciendo que este barrio está algo lejos, sin embargo, desde luego es tranquilo. Eso sí, no tenemos ni una tienda. No hay absolutamente nada.
—Tenemos el coche. Y seguro que conforme se vaya llenando esto, empezaran a abrir supermercados, farmacias, sex-shops…
—Seguro que las sex-shops son las primeras –soltó la muchacha con una carcajada —. Por cierto, ¿cuántos vecinos tenemos…?
—No tengo ni idea. Yo no he visto a ninguno. ¿Tú?
—Yo tampoco.