Xie-toc: Hija del agua
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Xie-toc conoce los secretos de la naturaleza. Sabe curar las enfermedades con ayuda de las plantas. Puede solicitar la impresionante escolta de una manada de pumas si alguien quiere hacerle daño. Para caminar por
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Xie-toc - Adalberto Agudelo Duque
Xie-toc
Hija del agua
Adalberto Agudelo Duque
Ipponzote, LLC
A los que siempre
estarán conmigo
en el paraíso...
Solo leyendo con el corazón
se descubrirá pues
que en este principio está contado todo y a la vez nada
sobre esta versión fantástica
de una historia verdadera
o si se quiere,
sobre está versión verdadera de una historia fantástica.
Contenido
Página del título
Epígrafe
PRÓLOGO
EL PADRE DE LOS JAGUARES
LAVANDERA
HE AQUÍ A CHIM
EL TEMPLO DE LAS TRES CAMPANAS
ANTES DEL MAL LA CURA ESTABA
EL FUEGO DE CHIM
EL VUELO DE LA NUBE
EL ÚLTIMO VIAJE
DALE OJOS A TUS OÍDOS
PERSONALIZA TU LIBRO
Acerca del autor
CRÉDITOS
PRÓLOGO
Estas palabras no son más que la puerta transparente y siempre abierta a la mística interior, vista desde los ojos de una lavandera de nuestras tierras colombianas. Nos lleva a reconocer al mundo sagrado de los hombres que antaño caminaron, labraron, cantaron, bailaron y sufrieron el correr de los días por estos valles, ríos y montañas occidentales. Independientemente del contenido cosmoógico, Xie-toc, Hija del Agua
, es, en su narrativa poéica, un río que se alimenta de otros ríos y, en su fluir necesario e inevitable, recoge las historias de otros seres y otros pueblos en una mágica leyenda, tomando como principal navegante a esta mujer que se convierte, por el magistral estilo del autor, en personaje, paisaje, historia, protagonista, y otra vez río que vuelve sobre su cauce haia el origen, en este caso los palabras aquí ya escritas.
EL PADRE DE LOS JAGUARES
Mandala Xie-toc, Hija del aguaAún era temprano para levantarse. Además en esta época, Xue, el Padre Sol, salía con pereza y se alzaba sobre el cielo cuando ya los pájaros habían alimentado a los pichones. Quieta en la tarima que le servía de lecho, se propuso oír la selva, el río, la aldea cercana para encontrar alguna explicación al sentimiento de aprehensión y de angustia que ahora volvía a molestarla. ¿Sería la hora? Hay un tiempo para amar así como hay un tiempo para morir. Y uno lo sabe. Miró sus manos pequeñas y limpias. Sobre la piel morena se formaban las manchas de la vejez como en las hojas del sarmiento próximas a rendirse a la tierra. ¿Cuántas lunas? El abuelo y el padre habían viajado hacía tantas edades que, en realidad, no lograba configurar los rostros con las escasas líneas del recuerdo. No. No era la hora: al oído no le llegaron el clamor de los tambores guerreros, ni el eco dulce y triste de las flautas. En cambio escuchó afuera el último grito de Huitaca, la lechuza, en vuelo hacia las sombras interiores de la espesura.
Xue se filtraba por las junturas de cañabrava y recorría el suelo del bohío con largos hilos de oro. Era tiempo. Tiempo de bendecir al Padre y de llamar al Espíritu del Fuego para la sazón del maíz. Se levantó despacio. De pie sobre el piso de tierra abrió los brazos hasta la altura de los hombros con las manos abiertas y las palmas hacia abajo. Puesta de cara a Xue se inclinó tres veces, murmuró algunas palabras y levantó los brazos más allá de la cabeza juntando las yemas de los dedos. Luego recogió la falda de la túnica y de rodillas se inclinó al fogón de tres piedras. Acercó chamizos y pajas secas y sopló sobre el rescoldo. Una llama amarilla y festiva se levantó danzando a su rostro. Entonces se encendió el regocijo de la lumbre en los extremos de los leños.
Aunque se incorporó sin dificultad sintió alguna fatiga en las rodillas y la columna. A dos pasos nada más estaban las ollas para el agua, la chicha, el maíz, las yerbas del monte, la piedra plana para moler la yuca, la piedra redonda donde reclamaba la protección de sus dioses y el canasto de mimbre lleno de los calzoncillos largos del señor cura, las enaguas almidonadas de Las Díez, Las Fuenmayor, Las Vega, Las Díez Vega y Vega Fuenmayor y Diez de La Espada, a la espera de chumbimbes y lejías, aguas y lavados. Al fin se decidió por una olla pequeña. La rebosó de agua fresca con una cuyabra. Escogió ramas secas de salvia y colocó el tiesto sobre el fuego. Salió del bohío traspasando la puerta de pita donde colgaban chochos, congolos, piedras de colores v trozos de yarumo que protegían la habitación de los espíritus de la noche y los ladrones de la aldea.
Fue al río siguiendo el sendero que formó a fuerza de caminarlo con los pies descalzos. El agua bajaba fría de arriba, de los páramos. La gélida caricia no le impidió avanzar al centro de la corriente y sumergirse hasta el pecho. No se despojó de la túnica. Chapoteó en el charco sintiendo un cosquilleo suavecito. Suspiró. Entre nostalgias y recuerdos buscó apoyo en el fondo y se quedó inmóvil. El cielo, de un azul claro y quieto arriba y