Entre Rusia y Cuba: Contra la memoria y el olvido
Por Jorge Ferrer
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a los grandes debates de nuestro tiempo: la revolución, la libertad, el exilio y la guerra.
Jorge Ferrer pasó casi una década en Moscú, como tantos otros hijos de la élite cubana. Pero lo que iban a ser los años de formación y adoctrinamiento en la patria original del comunismo acabaron siendo los de la experiencia de la libertad, la perestroika y la glásnot de Gorbachov y la caída del Muro de Berlín. Con ese anhelo regresó a Cuba, donde participó en el colectivo Paideia para tratar de sacar la cultura fuera de los rígidos moldes oficiales. El resultado de esa empresa se saldó con su exilio en Barcelona. De esa triple experiencia nace este libro excepcional que, como las matrioskas, contiene varios libros sucesivos.
Entre Rusia y Cuba es la historia de una saga familiar de tres generaciones y de sus contrastantes relaciones con el poder y el desarraigo; es una reflexión sobre el mito de la revolución y su inestable carga de esperanza y destrucción; es un acercamiento profundo al alma rusa y una meditación irónica sobre la idiosincrasia cubana, sobre los fantasmas del pasado y las limitaciones de la historia; es una mirada fresca al debate irresuelto entre memoria y olvido; es un recuento de agravios y también un retablo rebosante de vida.
«De entre las muchas herramientas que necesita quien visite una dictadura con ánimo de escribir sobre ella o, simplemente, de pasar unos días observándola, hay sólo una que resulta imprescindible: el billete de vuelta». Jorge Ferrer
Jorge Ferrer
Jorge Ferrer (La Habana, 1967), escritor y traductor, cursó estudios de periodismo en Moscú, donde vivió entre 1982 y 1990. De vuelta a Cuba, formó parte de Paideia, colectivo cultural disidente. En 1994 marchó al exilio y se estableció en Barcelona, donde reside. Es autor de Minimal Bildung (Catalejo, 2001) y Días de coronavirus. Un itinerario (Hypermedia, 2021). Sus columnas, crónicas y entrevistas han aparecido en El Mundo, El Estornudo, World Literature Today, Letras libres, La maleta de Portbou o Letra Internacional. Ha traducido a Aleksandr Herzen, Svetlana Aleksiévich, Vasili Grossman, Iván Bunin, Vasili Rózanov o María Stepánova. Obtuvo el prestigioso galardón Read Russia (2020) por la traducción de Zuleijá abre los ojos, de Guzel Yájina.
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Entre Rusia y Cuba - Jorge Ferrer
Preámbulo
Cuando los tanques rusos tomaron el camino de Kiev el 24 de febrero de 2022 estábamos asistiendo al cierre de un ciclo histórico que puede estar definiendo el curso de la historia europea, y la del mundo occidental en general, de una manera que aún no alcanzamos a calcular.
Con la misma ligereza en la hipérbole, pero a la vez el firme y regular paso de compás con los que la mano y la lengua dan inicio y cierre a los siglos a despecho del calendario, porque algún acontecimiento histórico deslindó el tiempo en forma incontrovertible, lo que sí ya podemos sostener sin lugar a dudas es que el inicio de la guerra del Kremlin contra Ucrania cerró el ciclo de paz y esperanza de libertad inaugurado por la caída del Muro de Berlín la noche del 9 de noviembre de 1989. Un ciclo perturbado pocas veces más allá de la trágica explosión de Yugoslavia a principios de los años noventa.
Luego, hubo un período de treinta y dos años, un tercio de siglo, en el que, adjetivo arriba, adjetivo abajo, el paisaje del postcomunismo se parecía más a un calmo cuadro de Ilyá Repin que a una batalla naval de Iván (Hovhannes) Aivazovsky. La Guerra Fría había terminado, la habían, la habíamos ganado los buenos y las elites postcomunistas se habían integrado, con mayor o menor disimulo o aquiescencia, con mejor o peor tino, con alguna que otra lustratio y mucha vista gorda hecha desde la conveniencia o la necesidad, a los sistemas democráticos que, a su vez, se fueron sumando a las instituciones europeas y atlánticas, fueran la Unión Europea, el Tribunal de Derechos Humanos de Estrasburgo, el Fondo Monetario Internacional o la OTAN.
El final de la Guerra Fría nos dejó a sus veteranos un estrés postraumático que comenzamos a tratar con el turismo organizado y los lácteos de Danone, armando muebles de IKEA o haciendo colas, ufanos y profundos como quinceañeras, frente a los colegios electorales. Pero cuando volvimos de la resaca de la fiesta inicial comenzamos a cobrar consciencia de que el mundo del que habíamos salido, el de la grisura, la represión comunista y la escasez compartida, que, por una matemática muy soviética, siendo escasez y a la vez compartida tocaba a más, es decir, que tocaba a menos, distaba de ser el Shangri-La que nos auguraban todas esas promesas nuevas que barrieron a las antiguas.
Quienes asistimos desde Cuba a la caída del Muro y vimos que el régimen de los hermanos Fidel y Raúl Castro se mantenía firme en su vocación de repartir miseria y represión con la misma insolencia victimista que, amparada en el embargo norteamericano y un puñado de ilusiones conexas, le había funcionado durante décadas, comenzamos a mascar la decepción a falta de mejores cosas que llevarnos a la boca.
En el otoño de 2022, con la guerra en Ucrania dejando su rastro de sangre y barro desde hacía unos meses, le pregunté a Svetlana Aleksiévich, la periodista bielorrusa que mejor leyó el mundo soviético y lo puso por escrito para el lector postcomunista y universal, cómo habíamos llegado a ese punto. Una mañana de las semanas previas a nuestro encuentro ante el público de la Bienal del Pensamiento que se celebraba en el anfiteatro al aire libre del Centro de Cultura Contemporánea de Barcelona, nos habíamos despertado con ocho países exsoviéticos en guerra simultáneamente: Rusia, apoyada por Bielorrusia, contra Ucrania; Georgia intentando recuperar los territorios que le ocupó Moscú en 2008; Armenia y Azerbaiyán pegándose tiros a vueltas con el Nagorni Karabaj; y hasta Tayikistán y Kirguistán entretenidos en poco menos que inéditas escaramuzas en la frontera. «¿Cómo hemos llegado aquí?», le pregunté. Svetlana no dudó un instante: «Tienes a una persona encerrada toda la vida en el gulag. Un día le abres las puertas y la dejas salir afuera. ¿Acaso será capaz de comportarse como un ser libre? Bien, esas personas éramos nosotros y hemos necesitado treinta años para darnos la vuelta y volver a meternos en la cárcel. De hecho, nos hemos acabado metiendo en un lugar todavía peor. Nos hemos internado en un nuevo Medioevo, que nadie pudo imaginar».
Hay muchas maneras de haberse encontrado con las revoluciones rusa y cubana, y acabar lastimados por ellas. Muchísimas.
Federico Ferrer, un hombre nacido en Valencia y emigrado a la Cuba republicana, sirvió a la dictadura de Fulgencio Batista y, derrotado después por la Revolución cubana, acabó empujado al exilio. Fue un byvshi, que es como se llamó en la URSS a los que no cupieron en la utopía parida en octubre de 1917.
Su hijo, Jorge Ferrer, hizo carrera en la Revolución cubana y, tan dueño como reo de sus vaivenes, tomó algunas decisiones a lo largo de su vida. Fue un apparatchik, un burócrata, una pieza del aparato de poder en la Cuba revolucionaria.
Otro Jorge Ferrer, hijo del último y nieto de Federico, vivió en Moscú el colapso de los restos de la Revolución rusa, chocó con la Revolución cubana y acabó en el exilio, como su abuelo, haciendo memoria de ambas revoluciones. Fue un pioner, un «pionero», que es como llaman en los regímenes comunistas a los niños que transitarán por el camino trazado por los administradores del porvenir.
Todos ellos fueron clientes de al menos un par de dictaduras y uno de ellos llegó a conocer tres. De una manera u otra, los tres hombres vieron pasar por delante las historias rusa y cubana, y sufrieron por ellas. El paisaje que habitaron estuvo jalonado de pasiones y penas diversas, a veces indistinguibles unas de las otras: el entusiasmo y el exilio, la simulación y el compromiso, el deber y la convicción… Los caminos que siguieron los tres, como por cierto los que siguen todos los hombres, conducen a la muerte. Para ellos, también fue un viaje que llevaba a muchas decepciones. Pero nunca, en La Habana o Moscú, en Nueva York o Barcelona dejaron de amasar y contarse a sí mismos algún sueño.
Primera Parte
El byvshi
Cuando Federico murió en la ciudad de Miami estaba muriendo un hombre al que se lo podía llamar con toda una serie de voces en la que alguna era epíteto y alguna otra, acusación. De entre todas ellas, la única que él no habría aprobado era la de byvshi , porque es palabra que va dicha en la lengua de un país del que la política lo hizo abominar: Rusia. Federico era byvshi de muchas cosas, pero sobre todo lo era de una identidad, de un régimen político y de unas cuantas mujeres a las que amó e hizo felices a ratos.
De Federico Ferrer López, mi abuelo paterno, hay un certificado de nacimiento que lo da por nacido en Güines, La Habana, el 22 de abril de 1911. También hay una lápida sobre la tierra de un cementerio de Miami donde se lo acredita muerto en «Dec. 17, 1990», apenas cuatro meses antes de cumplir los ochenta años de edad.
Hay algo notable en la partida de nacimiento, que es la fecha del registro de ese acto. A saber, el 11 de agosto de 1928. Es decir, cuando el inscrito, que se ha criado en una familia instruida y que ha vivido siempre en zonas urbanas, tiene diecisiete años de nacido lo llevan a inscribir el nacimiento a cincuenta kilómetros de donde vive. Porque su madre vive, al momento del registro, en la calle San Lázaro, n.º 466, entre Perseverancia y Manrique, en el centro de La Habana. También hay un documento sellado que acredita que el 6 de septiembre de 1932 presentó su renuncia a la nacionalidad española para acogerse a la ciudadanía cubana que le correspondería por nacimiento. Son movimientos levemente extraños, aunque también se pudiera tratar de un mero acomodo administrativo, ante la reticencia de cubanos y españoles a amoldarse a la condición jurídicamente híbrida de la doble ciudadanía. Con todo, la extrañeza no se detiene ahí, ni mucho menos. Existía la sospecha de que Federico había llegado a la isla de Cuba ya nacido en España: un bebé. Otras voces dijeron que nació en Cuba, en efecto, pero que habría sido concebido antes de que zarpara el barco y venido en el vientre de su madre, la valenciana Consuelo López. Esas variantes de su origen avalarían las discrepancias, no rotundas, pero sí menesterosas de luz, entre un certificado de nacimiento en Cuba y la adquisición de esa nacionalidad veintiún años después. Un gesto, ese último, probablemente destinado a asegurar su opción a algún empleo público, e incluso un buen empleo en general, en un momento en que se proponían y adoptaban políticas proteccionistas y xenófobas que privilegiaban la concesión de los empleos públicos a los nacionales en detrimento de los inmigrantes llegados de la Europa de entreguerras. Federico conseguiría uno de esos empleos, efectivamente. Será policía.
Se desconoce cuántas cosas hizo Federico antes para ganarse la vida, pero fueron múltiples y algunas en el borde de la ley. Parece que muchas cabalgaron a lomos de la picardía y la travesura. Su primogénito recordará más tarde la vergüenza tremenda que lo embargaba cuando su padre lo mandaba a embutir piedrecitas en el buche de las gallinas que llevaban a vender a los mercados de los pueblos de la región donde vivían. Los bichos eran vendidos al peso, de manera que, si cargaban unas onzas más encima, aunque fuera de piedras, salían más caros. Unos centavos más caros, siquiera. Y, aun así, Federico no perdonaba la ocasión.
Pero vivir a salto de mata no convenía a un hombre que había contraído matrimonio con la joven maestra Celia, mi abuela, y al que le habían nacido dos hijos con ella. Menos aún cuando a los pocos años habría de romper ese enlace por el amor de otra mujer con la que tendrá otros dos hijos. El segundo de esos amores, con Ramona, no pareció eterno entonces, aunque acabara siéndolo años después. Federico se había divorciado de Celia para casarse con Ramona y ahora le tocó divorciarse de Ramona para casarse nuevamente con Celia. Volvió con ella, con sus dos primeros hijos. Y con ella vivió hasta que otra mujer se cruzara en su camino, se divorciara de Celia por segunda vez y tuviera con la tercera, Norma, otros dos hijos más. No acabarán ahí sus peripecias conyugales: muchos años después, exiliado, siendo otro él también, Federico morirá en brazos de Ramona. Las mujeres con las que tuvo amores aparte de esas tres, la dulce y mariposona trama de los amores fugaces, marginales o de una noche, nadie se atreve a contarlas. ¡A ver si era capaz de contarlas él!
Más allá o, tal vez precisamente por el enredo mayúsculo y con permanente efecto de ritornello que fue su vida sentimental e, incluso, el asiento que de ella fue dejando en el registro civil, Federico se tenía que ganar la vida. Y la policía no era un mal lugar para hacerlo. Daba salario y daba el dinero extra que siempre pueden llevarse al bolsillo quienes ostentan poder en un régimen inicuo.
Se desconoce la fecha en la que ingresó al cuerpo de policía, pero se sabe, sin ninguna duda, que sirvió a partir del golpe de Estado de Fulgencio Batista de 1952 y hasta su desmovilización en 1959, después de derrocada aquella dictadura y con la dictadura nueva, una niña bonita todavía, balbuceando sus primeros vivas a Fidel, mientras el pueblo pedía paredón a gritos y de tanto en tanto se aclaraba la garganta con ron para gritarle a Jruschov, en uno de los primeros diálogos sobre sexo entre cubanos y soviéticos, aquello de «Nikita, mariquita, lo que se da no se quita».
Federico estuvo en tiempos de Fulgencio Batista destinado a un cuartel en La Habana, en las calles Zanja y Dragones, cuando mi abuela Celia, su mujer en aquel entonces, recibió una casa escuela como parte del proyecto de escolarización de los niños de áreas rurales impulsado por el Gobierno del sargento golpista. Allí vivieron juntos hasta que la Revolución que le dio la vuelta a Cuba el primero de enero de 1959 y las múltiples revoluciones de la vida íntima les enseñaron la puerta.
En todo caso, hay que decir que el policía y la maestra tuvieron la vivienda y los sueldos pagados por la República.
***
En la tradición represiva soviética, y también en la letra de esa represión plasmada en la literatura y la jerga burocrática, se denominaba byvshie liudi a la gente que provenía del Ancien Régime prerrevolucionario: nobles, funcionarios de la administración zarista y, en definitiva, todas esas clases muertas, que lo estarían pronto de manera más rotunda: aniquiladas, más que muertas. Rematadas, después de vagar ya sólo medio vivas por el paisaje de la Revolución. Todas las revoluciones generan esa gente cargada de pasado a la que morderá el presente y abolirá el futuro. La desollará. La dejará en carne viva. Muchas veces será eso lo único que esa gente tendrá vivo. La carne, que al igual que la memoria, se convertirá, ajándose, arrugándose, exhibiendo su tono macilento, en el último reducto del pasado. Mi abuelo Federico, como cientos de miles de cubanos, fue reducido por la revolución a la condición de byvshi: por pretérito y por preterido.
La palabra byvshie con la que en el mundo soviético se llamó a la gente superada por el vértigo del presente permeó la lengua popular y también la burocrática hasta bien entrado el período revolucionario. Maksím Gorki fue el primero en utilizarla en la literatura. Lo hizo en la novela de 1897 que tituló precisamente Бывшие люди o Byvshie liudi, una expresión ambivalente que se trajo de una denominación que perteneció a otra revolución de aún mayor abolengo, la francesa, donde los «ci-devant» eran los miembros del Ancien Régime que habían sido desposeídos de sus bienes. Gorki retoma la noción en ruso para etiquetar a la gente de los bajos fondos. Los fondos bajísimos. Juega ahí con el sentido de la desposesión de todo, pero sus desposeídos son gente a la que se ha privado de su humanidad.
Aunque en la novela de Gorki los byvshie eran criaturas simpáticas que despertaban piedad, la denominación prendió y se colaría en la Revolución rusa, bordeándola por la izquierda de revolución en revolución, y mutando el sentido. Ahora, encaramados a la canción bolchevique, a los byvshie les cambiaron la melodía. Ahora eran sujetos a los que odiar, inadaptados, rémora, lastre. No se trata de una pirueta infrecuente: se la ha visto con etiquetas como fascistas o liberales, alejadas con el tiempo de su sentido original en un desplazamiento que ya vio George Orwell, mientras amasaba la noción de neolengua que de tanto éxito en la conversación y la política ha gozado después.
En definitiva, los byvshie liudi de Gorki renacieron en la Revolución rusa con un pathos cismático y excluyente. El nombre llamó la atención de Walter Benjamin enseguida. El filósofo alemán viaja a la URSS en el invierno de 1926-1927. Va por amor. Por amores. Aunque no por amor al arte, porque el arte que Benjamin amaba estaba más bien en otra parte. Uno de esos amores era Asja Lācis, la revolucionaria lituana a la que dedicará Calle de dirección única, uno de sus libros más distintos. Mientras redactaba artículos para la Gran Enciclopedia Soviética en Moscú, su oído finísimo para la música de la lengua y la revolución se topa con la denominación que lapida a los byvshie. Lo consigna con cierta estupefacción en la entrada de sus diarios fechada el 14 de enero de 1927: «…He conocido otro término extraño. Concretamente, la expresión los de antes
("byvshie liudi"), que se aplica a los ciudadanos que han sido expropiados de sus bienes por la Revolución e incapaces de adaptarse a la nueva situación». Un término extraño, dice, y uno puede sentir la repugnancia, el estremecimiento.
Si Benjamin hubiera alcanzado el puerto de La Habana de camino a Nueva York y antes de la noche fatal en Portbou, que era una de las alternativas que Theodor Adorno y Max Horkheimer estudiaban para sacarlo de la Europa en llamas y llevarlo a Nueva York («Una de [las vías] es la posibilidad de prestarle como profesor invitado a la Universidad de La Habana», le escribió el primero el 15 de julio de 1940), tal vez habría escuchado, andando por el Paseo del Prado entre bocinazos y mulatas, la voz que la Revolución cubana usaría cuarenta años después para nombrar a los byvshie, a los inadaptados al régimen socialista tropical: «siquitrillados». Otra voz que es puro chirrido revolucionario. Un crujido, más bien.
Autor de páginas rotundas sobre la traducción («La traducción del lenguaje de las cosas en el lenguaje del hombre no es solamente traducción de lo mudo en lo sonoro; es también traducción de lo innominado en el nombre»), a Benjamin lo habría divertido, pero también espantado acaso, el recorrido de la expresión «byvshie liudi» entre los traductores de la novela de Gorki. Porque además de pasar por las manos de los burócratas y los policías, por las del pueblo y por los micrófonos a los que escupían los revolucionarios, los byvshie liudi tenían que enfrentarse a los traductores. Y a todos les costó qué hacer con ellos. Si ya hay una violencia constitutiva en el gesto de anteponer ese verbo «byt’» («ser», «estar») en forma pretérita a la palabra «liudi» («gente», «hombres»), más violenta aún es la maroma por la que los traductores tirarán de los hombres de Gorki y, junto con ellos, de los hombres desordenados por la revolución, hasta dejar a estos últimos colgados del tiempo y mirando la soga.
Veamos lo que hicieron los que se ocuparon de verter la novela al francés y el español, y al inglés. En todos los casos tiraron por la calle del medio, también ella de dirección única. La traducción al inglés, prologada por G. K. Chesterton, se leyó como Creatures that once were men. En español titulan Los ex hombres. Así también en francés: Les ex-hommes. Son traducciones del título, y de lo que este nombra, que es la esencia misma de la novela, que muerden con una feroz literalidad que esquina toda polisemia: los byvshie fueron hombres, pero ya no lo son más. La traducción española se le debe a Cristóbal Litrán, pedagogo, quien, con toda probabilidad y no conociendo la lengua rusa, habrá traducido a Gorki del francés, el mismo idioma desde el que trasladó a autores como Ernest Renan o Prosper Merimée para el catálogo de la editorial de la Escuela Moderna, un proyecto libertario y anarquista de Francesc Ferrer i Guàrdia. Hay aún otra traducción del epíteto al inglés, la que utiliza el historiador Douglas Smith en su repaso del destino de la aristocracia rusa después de la revolución: Former people. The final days of the Russian aristocracy.
Former people. Exhombres. La vida en la cresta del siglo XX, el siglo de los totalitarismos en el poder y en guerra contra los hombres obliga a preguntarse por la naturaleza de los hombres, qué son, cuánto lo son, cuándo dejan de serlo. En cierto modo, los hombres comienzan a ser más hombres, aunque no más «humanos», en esos finales del siglo XIX, atropellados por el tizne y la idea del capital y privados de su unidad por el psicoanálisis, ordenados por la filosofía positivista que pronto los abandonará a su suerte y dotados de dulzonas pero beligerantes identidades por los nacionalismos que ya no los dejarán ir jamás. Nietzsche dará a luz esa revolución introduciendo el concepto de superhombre con la debida antelación que se le presupone a los visionarios. Pasarán unas décadas, dos guerras mundiales, la fábrica de la muerte nazi y la moledora de carne estalinista, antes de que Michel Foucault certifique la muerte del hombre en Las palabras y las cosas, en su bíblico párrafo final, donde el rostro del hombre, profetiza, se borrará como una huella en la arena de una playa. Primo Levi titulará años antes, pero no tantos, Si esto es un hombre, el primero de los libros que dedicó a su experiencia en los campos de la muerte.
En medio, un protegée de Gorki parirá un libro que impresionará tanto a Fidel Castro que lo moverá a encontrarse en Moscú con su autor. También Ernesto Guevara, muy serigrafiado como «Che», verá al escritor en La Habana y Moscú, entusiasmado por su libro. Se trata de Boris Polevói, un seudónimo. Y el libro se tituló Poviets o nastoiaschem cheloveke, uno de los más célebres de la epopeya soviética contra el nazismo. En este punto, Benjamin se frotaría las manos aún más, porque el libro fue traducido al español como Un hombre de verdad omitiendo así, y es justo decir que por fuerza, una de las dos acepciones del adjetivo «nastoiaschi», que es, en efecto, «verdadero» o «de verdad», pero también significa «del presente», «de ahora». Es decir, lo que se opone a un «byvshi».
A Boris Polevói lo veremos después al menos en dos ocasiones en situaciones relacionadas con la deshumanización. Y resulta tremendamente curioso que cometa un error él mismo con la traducción, que me gustaría pensar que es uno de esos «actos fallidos» con los que los psicoanalistas fabrican edificios de sentido. En este punto conviene atender a la condición de byvshi de Polevói, quien tendría que lavar de su cara el hollín de la byvshi-dad para comparecer limpio en el panteón de la literatura soviética. Polevói provenía de una familia anclada al estamento religioso del Antiguo Régimen zarista. Su verdadero apellido era, de hecho, Kampov. Descontento con esa marca, lo tradujo («campus», en latín, se corresponde con «polie» en ruso) por Polevói, que vendría a ser «de campaña», como cuando se habla de un regimiento o un hospital en términos castrenses. Y aunque en la leyenda del periodista Polevói figura que el cambio de apellido se hizo para borrar las huellas de una infiltración del intrépido reportero en el hampa de la ciudad de Tver, él mismo dirá que su apellido original olía «a iglesia».
No era asunto raro este del aggiornamento onomástico y es precisamente Maksím Gorki, su mentor y alguien, no lo pasemos por alto, que se había cambiado su propio apellido, Peshkov, de «peón», por el Gorki, de «amargo», quien lo ensalza en el discurso con el que inaugura el Primer Congreso de escritores soviéticos que se celebra en la Sala de las Columnas de la Casa de los Sindicatos, en Moscú, entre el 17 de agosto y el 1 de septiembre de 1934. Es el mismo edificio donde velarán a Iosif Stalin diecinueve años después y el pueblo derramará ríos de lágrimas y sangre en la despedida. De sangre, sí, porque en las aglomeraciones y estampidas provocadas por el funeral murieron largos centenares de dolientes convirtiendo así a Stalin en un asesino de masas también póstumo.
De los delegados al Congreso no llorarán todos entonces, porque descontando otras visitas de la muerte o desafecciones marcadas por el Gulag o la demencia, de los 597 delegados al Congreso, 180 fueron víctima del terror soviético. De ellos, treinta y tres de los 101 miembros del secretariado de la Unión de escritores elegido al término del cónclave. Es decir, uno de cada tres. Peshkov-Gorki parece hablarle desde la tribuna a Kampov-Polevói, cuando dice: «Hay a quien le da risa que algunas personas se estén cambiando los apellidos, los Sviniujin [cerdo], Sobakin [perro], Kuteinikov [perrete], Popov [pope], Sviashev [sacerdote], etcétera, por otros como Lenski [tejedor], Novi [nuevo], Partizanski [partisano], Stoliarov [pintor de brocha gorda]. Pero eso no debe dar risa, porque lo que nos indica es que asistimos a un crecimiento de la dignidad humana y a que la gente rechaza llevar apellidos o motes que los humillan porque les recuerdan el trabajo esclavo que hacían sus padres y abuelos en el pasado». El hombre nuevo ha de llevar nuevo también el nombre. Libre de mácula.
Boris Polevói fue uno de los primeros escritores soviéticos publicados masivamente en Cuba. En Siluetas, un libro de memorias que dio a la imprenta en 1974, él mismo se mostrará sorprendido del alcance de las tiradas, que eran grandes «incluso para nuestras costumbres». El episodio de la publicación de Un día en la vida de Iván Denísovich, de Aleksandr Solzhenitsin, uno de los testimonios más sobrecogedores del paso de los soviéticos por los campos del Gulag, no se iba a repetir en Cuba. Se publicaron algunos otros libros de escritores represaliados, como fue el caso de Caballería roja, de Isaak Bábel, pero la caballería bermeja que venía a galopar por los campos de la lectura cubana era la de los Polevói, los Shólojov o el Aleksandr Bek de La carretera de Volokolamsk.
Del encuentro de Fidel con Polevói en Moscú existe una fotografía. De los encuentros con Ernesto Guevara hay testimonio en Siluetas. Y hay ahí también un curioso momento de traducción, otro encuentro en el trasvase de palabras que acompañaron, en la relación entre Moscú y la Habana, a los cohetes nucleares, el azúcar, los tractores y la ideología. Conviene recordar que Polevói fue el primer periodista soviético que se asomó a Auschwitz. Hay al menos dos documentos en los que recogió sus impresiones de aquel infierno. Uno se hizo público enseguida: el artículo «Los humos de Auschwitz» que publicó en Pravda, el diario del que era corresponsal en aquellos años. Es un artículo tremendo, como no podía ser menos. No alcanza la terrible belleza del que Vasili Grossman escribió sobre el campo de Treblinka, pero no le pidamos a un Polevói «en campaña» que alcance a un Grossman, encaramado a toda su estatura, subido a todo su dolor. En su primer viaje a Cuba, país al que voló en marzo de 1962 con motivo de la concesión del Premio Lenin de la Paz a Fidel, Polevói refiere estar aburriéndose en una recepción, cuando se le acercó el poeta Nicolás Guillén, quien, por cierto, era el único cubano que había recibido el mismo galardón antes, en 1954, y le ofreció presentarle a Ernesto Guevara. Entonces cruzan unas palabras en las que no falta la ordinaria protesta del argentino por las tareas burocráticas al frente de la economía cubana, e invita al soviético a visitarlo en su despacho del Ministerio de Industrias