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Cuentos Espiritistas
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Libro electrónico434 páginas6 horas

Cuentos Espiritistas

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Amalia Domingo Soler, una destacada escritora y líder del movimiento espírita en España, nos presenta una colección fascinante con CUENTOS ESPIRITISTAS. Este libro invita a los lectores a explorar el mundo espiritual a través de relatos cautivadores que combinan la sabiduría espiritual con una narrativa atra

IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento20 jun 2024
ISBN9782384553860
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    Cuentos Espiritistas - Amalia Domingo Soler

    1

    ¿POR QUÉ?

    He aquí el gran problema, el misterioso problema de la vida; dos palabras que serían la desesperación de todos los que sufren, si en el fondo de todo sufrimiento no germinara alguna consoladora semilla de esperanza.

    Cierta noche, una amiga mía, Elena, entró en mi aposento envuelta con su largo manto de luto: dejóse caer en un sillón, cogió mi diestra entre sus pequeñas aristocráticas manos, y fijándose en mí su profunda y melancólica mirada, díjome con acento desfallecido:

    —Amalia, ¿por qué seré tan profundamente desgraciada? Respóndeme, por piedad, ¿por qué?...

    La miré y no supe qué contestar, pues hay preguntas de dificilísima contestación; me sonreí tristemente y le dije con amarga ironía:

    —Sin duda ignoras el valor de la pregunta que me haces; si tú no sabes el por qué de tu infortunio, ¿cómo quieres que yo esté más informada de tus propios asuntos? ¿Ignoras que más sabe el loco en su casa, que el cuerdo en la ajena?

    —Es que yo me vuelvo loca: hay momentos en que me falta la tierra bajo mis plantas y me asfixio: tan cargada de vapores mefíticos está la atmósfera que me rodea. Hoy me encuentro en una de esas crisis terribles, y vengo a ver si tú sabes dónde podré hallar consuelo.

    —¿Dónde?... ¿Dónde, me dices? En ti misma; no hay más refugio que uno propio, porque en nosotros llevamos el germen de todos los dolores y la fuente inagotable de todas las compensaciones.

    —Estás en un error, Amalia, y en un error gravísimo, te lo aseguro; yo llevo en mí el germen, como tú dices, de un verdadero infortunio, pero no la compensación a mi adversidad. Escúchame y juzga:

    Tú ya sabes que mi juventud fué dulce y poética. Mis padres me amaban, mejor dicho, me adoraban; rodeáronme de cuanto bello y armonioso encierra el mundo. Muchos hombres me brindaron con su nombre y su amor; uno más especialmente insistió en su amorosa porfía, y yo, por compasión, creyendo, en mi inocencia, que Augusto sin mi cariño no podía vivir, le di mi mano y a medias, mi corazón.

    A los seis meses de casados, comprendí, aunque tarde, que su pasión había sido un capricho, hombre de malísimas costumbres, perdió en el juego mi cuantiosa dote, y después de sufrir todos los azares de la miseria, como es el asedio de los acreedores, con las reconvenciones de los más prudentes y las amenazas seguidas de humillantes embargos e incautación de todo el mobiliario; después de vender todas mis joyas, aun las más queridas por ser memorias sagradas de mis mayores, estuve mucho tiempo sufriendo el hambre y el frío, hasta que faltándome el valor para sufrir más, llegué con mi pobre hijo a la casa de mis padres, pidiéndoles hospitalidad. Y mientras, mi esposo, entregado a los goces ilícitos amorosos, vive aún amancebado, y yo gimo en soledad espantosa. Porque mi padre ha muerto; mi madre se ha quedado, a fuerza de disgustos, que parece alelada, y mi hijo, desesperado, luchando con la adversidad, se ha visto precisado a ausentarse.

    —Madre mía —me dijo—, déjame ir a recorrer el mundo; déjame ir donde nadie me conozca; allí trabajaré, si es necesario, aunque sea en las entrañas de la tierra. Aquí no puedo vivir; me tengo miedo a mí mismo, pues cuando pienso en mi padre y veo nuestra desgracia, la sangre hierve en mis venas, y creo que si le encontrara en mi camino, sería yo un segundo Caín, es decir, mucho peor. ¡Déjame que me vaya, madre mía!

    Yo no le dije, vete; pero le estreché contra mi corazón, y se despidió diciéndome:

    —¡No me olvides nunca en tu memoria, madre mía! No creí que se marchara en seguida, pero no volví a verle; dos días después, ¡horas de mortal ansiedad!, un amigo suyo vino a hacerme saber que mi hijo iba ya cruzando el mar.

    ¡Qué golpe tan terrible para una madre, perder a un hijo sin saber a dónde le conducía su destino! ¡Un hijo! ¡Tú no sabes, Amalia, lo que se quiere a un hijo!... Se necesita haber oído su llanto antes de haberle visto, para comprender lo que se ama a ese ser que es carne de nuestra carne y hueso de nuestros huesos; es preciso escuchar los primeros balbuceos, recibir sus primeros besos, sentir la dulce presión de sus brazos en nuestro cuello; seguir anhelante sus débiles pasos, enseñarle a hablar, a andar, a rezar, a cantar; vivir de su misma vida; ¡sólo así, Amalia, sólo así se puede apreciar el dolor que produce la pérdida de un hijo!

    Tú ya sabes cómo yo vivo, sin poder salir de día, porque mis ropas están deterioradas y no me es posible presentarme en ninguna parte; siento muchas veces el horrible frío que produce el hambre, y no tengo a quien pedir auxilio; busco trabajo y no encuentro; mi madre es anciana; sus desgracias y las mías la han abatido tanto, que no parece ella: me mira, se sonríe tristemente y exclama con amargura: « ¡Si tu padre nos viviera, se volvería a morir de espanto!... »

    Tú dirás que te cuento lo que ya sabes de memoria; pero es el caso que esta noche he hecho comparación entre la felicidad de otra mujer y mi infortunio; y al comparar nuestros destinos, he dicho: « ¿Por qué ella es tan venturosa? ¿Por qué soy yo tan desgraciada?... »

    Para pedir un favor, he ido a ver a un abogado, y al entrar en su casa sentí un bienestar indefinible; subí una escalera alfombrada, y entré en un anchuroso recibidor, donde había siete niños jugando alegremente; una señora anciana, de rostro bondadoso, vestida con la mayor elegancia, se afanaba en quitar el sombrero a los unos y el abrigo a los otros, y todos a porfía la acariciaban reclamando cada cual el derecho de dormir en el cuarto de ella, por haber sido el más bueno durante el día.

    Cuando me vio la señora, me hizo pasar a un salón lujosamente amueblado, viniendo a hacerme compañía una joven hermosísima, que llevaba una bata de cachemir blanco con vueltas de raso celeste. Nada más dulce que su límpida mirada; nada más afectuoso que su franca conversación. Más de hora y media tuve que aguardar a su marido, y en ese tiempo supe que mi bella interlocutora se había casado a los diecisiete años, con un hombre que la adoraba y a quien ella correspondía con todo su corazón; llevaba diez años de matrimonio, y ni un solo día había visto nublado el horizonte de su vida; entre su madre, su esposo y sus siete hijos, no sabía a quién acariciar primero, porque todos esperaban anhelantes sus mimos. Poseía cuantiosos bienes, que su esposo aumentaba considerablemente con su grande clientela y buena administración.

    Sus hijos se criaban sanos y robustos; no sabía lo que era dolor, porque todo cuanto la rodeaba era risueño y apacible; su marido era un modelo de bondad; su madre le evitaba todas las molestias que ocasionan los niños, y éstos eran tan dóciles y tan buenos, que no le daban el menor disgusto.

    Entró su esposo, y besándola en la frente, díjole que le esperase en su gabinete y que no dejase de ponerse el chal de cachemir, porque hacía frío; la acompañó hasta la puerta del salón y volvió a sentarse enfrente de mí.

    —Le suplico —díjome— que me perdone si he saludado antes a mi esposa; pero es tal la costumbre que tengo de hacerlo así siempre que vuelvo de la Audiencia y de mis negocios, que si no la encuentro en casa, recibo una gran contrariedad; ahora me tiene usted a su disposición.

    Mientras hablaba, yo pensaba en mi marido, en todas mis desgracias, y sin sentir envidia, viendo en la tierra un trasunto del paraíso como era aquella familia, me pregunté a mí misma: ¿Por qué para esta mujer adorable todas las felicidades y para mí todos los infortunios? Yo no he sido mala; mi padre me llamaba su pequeño ángel y mi madre siempre dice que iguala mi desventura a mi bondad; entonces... ¿por qué tan enorme diferencia entre aquella mujer y yo? ¿Por qué... por qué?... ¿No me respondes, Amalia? Tú que tanto escribes; tú que tanto estudias en la humanidad, ¿no puedes decirme cuál es la causa de esta desigualdad horrible?...

    —La causa hay que buscarla lejos, muy lejos.

    —¿Dónde?

    —En el infinito de la vida; en esa vida cuyas vibraciones no se sabe cuándo comenzaron: en ese más allá que no tiene linderos, pues el ayer y el mañana son medidas trazadas por los hombres; así como en el espacio no hay arriba ni abajo, de igual manera el tiempo no tiene líneas divisorias; y en ese más allá desconocido de unos, presentido por otros, negado por rutina, desfigurado por los sofismas religiosos; en ese más allá, amiga mía, en ese oriente y occidente de la eterna existencia del espíritu, está el porqué de la dicha de algunos y de la desventura de los otros.

    —Lo que tú dices no me satisface.

    —Pues mira, lo único que yo puedo hacer en tu favor es publicar nuestro diálogo en un periódico espiritista, en cuyas columnas colaboran escritoras que pueden ilustrar mucho mejor que yo el asunto que es objeto de tus dudas. Tal vez alguna de ellas te diga con más convincentes razones por qué hay mujeres dichosas y desgraciadas, teniendo iguales virtudes las que sonríen y las que lloran.

    —¡Cuánto me alegraría!, porque te aseguro que necesito ver claro, muy claro, para no volverme loca. ¿Por qué yo vivo muriendo, cuando no he sido capaz de arrancar una flor y he llorado al ver caer las hojas secas? Si estoy limpia de pecado, ¿por qué he sufrido tanto?

    —Ten calma, amiga mía; espera algunos días más y haré lo que te he dicho; publicaré tu pregunta, y tal vez obtengas la deseada respuesta.

    2

    ¡SE FUERON!

    Entré una mañana en un aposento sencillamente amueblado, donde había una cuna con dos niños gemelos recién nacidos. Eran los primeros que yo veía de tan corta edad y los contemplaba con tristeza y con alegría a la vez. Con tristeza, porque siempre que llega un viajero del infinito a la tierra, me causa lástima, ¿y cómo no?, si es un condenado a trabajos forzados, un esclavo de sus propias pasiones, un mendigo, aunque tenga palacios; que rara vez el hombre llega a satisfacer la sed del cuerpo y la del alma, y suele muchas veces suceder el llevar cubierto el cuerpo con riquísimo manto de púrpura, en tanto que el espíritu tirita dominado por el intenso frío de la soledad íntima, frío para el cual no hay termómetro en la tierra; y si por el contrario el hombre halla en su hogar el calor de la vida, tiene en cambio a menudo que mendigar de puerta en puerta para alimentar a sus hijos.

    ¿Quién no compadece a los penados?

    Mas, a la vez que tristeza, experimenté, contemplando a los niños gemelos, alternativas de alegría, porque dos espíritus que se deciden a encarnar juntos, a dormir a la vez en el mismo claustro materno, deben amarse mucho, y la idea del amor me hace sonreír; es la nota más dulce de la escala universal.

    No me cansaba de mirarlos y de preguntarles con mi pensamiento: ¿De dónde venís? ¿Qué propósitos traéis? ¿Queréis ser los libertadores de nuestra patria blandiendo la espada y conquistando por ella derechos y libertades? ¿Pensáis ser severos magistrados que representen a Dios en la tierra, manejando la balanza de la Justicia?

    ¿Os proponéis ser grandes y verídicos historiadores que leguen a las generaciones futuras la historia de todos los siglos que se hundieron en el insondable abismo del pasado?

    ¿Queréis ser sucesores de Cristóbal Colón descubriendo nuevos mundos?

    ¿Escalaréis los cielos como Copérnico y Galileo y Newton?

    ¿A qué habéis venido?

    Por más que reiteraba las preguntas, los pequeñuelos nada respondían, y hube de contentarme con besar su frente y esperar a que abrieran los ojos. Al fin los abrieron, pero los dos estaban soñolientos, y nada me dijeron sus miradas.

    Durante un año seguí contemplándolos en su paulatino desarrollo, reiterándoles mis preguntas; y, como es lógico, no obtuve contestación: me miraban sin sonreír y sin llorar.

    Un día diéronme la noticia de que uno de los gemelos había muerto y el otro estaba gravemente enfermo. Corrí a la casa; nunca he visto ángel más risueño en los altares de la iglesia, que aquel muerto; su rostro, pálido como el marfil, estaba animado por una especie de sonrisa indefinible. Nada más dulce que su semblante. Su boquita estaba cerrada; sus ojos también; imaginaba yo que aquella carita manifestaba los luminosos fulgores que envolvían a un alma cuya breve permanencia en la tierra, no la había hecho contraer nuevas responsabilidades.

    ¡Era un ángel que no había manchado sus alas en el barro de la tierra!

    Dos o tres días después, murió el otro niño, atacado de la misma dolencia que el primero. En su enfermedad, cuando su madre lo llamaba, levantaba su diestra, y extendiendo el índice, señalaba al cielo, como si quisiera decir: ¡Allí me espera mi hermano!

    También fui a contemplar su cadáver, en cuyo semblante parecían reflejarse las amarguras de todos los mártires: jamás he visto una boca tan dolorosamente contraída.

    Dijérase que de sus ojos, medio cerrados, iban a brotar torrentes de lágrimas, y en su espaciosa frente algunas arrugas imperceptibles habían trazado el jeroglífico del dolor.

    ¡Qué diferencia del uno al otro! El primero risueño y dulce; el segundo, ceñudo y afligido, como dominado por el sufrimiento más acerbo.

    Los dos tenían la misma edad; los dos habían sido objeto de los amorosos cuidados de su madre y de la tierna previsión de su padre; nunca se nombraba al uno con preferencia al otro, y los desvelos de los padres se dirigían a asegurar el porvenir de ambos, y los dos sucumbieron víctimas de la misma enfermedad. ¿Por qué el uno sonreía en su lecho mortuorio, y el otro lloraba con la mayor amargura? ¿Por qué si los dos vinieron juntos, se fueron con tan distinta impresión?

    He aquí lo que yo preguntaba a los gemelos cubiertos con un velo blanco y rodeado de blandones.

    Nada me dijeron al nacer, al llegar a la tierra; y nada me dijeron cuando abandonaron su frágil y quebradiza envoltura; pero yo leí toda una historia en la dulcísima sonrisa del uno y en la expresión dolorosísima del otro.

    Ambos tenían un ayer; el uno de flores, el otro de espinas; el uno despertó en el espacio y encontró indudablemente brazos amantes que le recibieron amorosos; el otro... ¡ah! El otro se encontraría completamente solo, o tal vez rodeado de sombras amenazadoras. Se necesita temblar de espanto para dejar el cuerpo en la postrera sacudida, contraído por el dolor.

    ¿Por qué vinieron juntos? ¿Qué pacto hicieron un alma sencilla y risueña y un espíritu combatido por la contrariedad? ¿Se amaban? ¿Los unió la ley del progreso para que el más desdichado comenzara a sentir el suave calor de la vida? ¡Quién sabe! Lo cierto es que se fueron cuando apenas comenzaban a balbucear esas dos frases divinas que, por regla general, son las primeras y las últimas que se pronuncian en la tierra.

    El niño entra en la vida llamando a su madre y a su padre; el hombre, sucumbiendo en los campos de batalla, también suele invocar aquellos nombres al llevarse las manos al corazón, donde quizá encuentra el escapulario bendito que su madre, en su sencilla y piadosa ignorancia, le puso al partir. Profunda impresión ha dejado en mi ánimo la partida de los niños gemelos; pensando en ellos murmuro con melancolía: Se fueron antes de escribir una página en el libro de su historia. Su breve existencia, ¿fue el saldo de una pequeña cuenta que aún tenía pendiente? Para el uno, tal vez; para el otro, no, porque se fué de este mundo, triste y abatido.

    Para los fanáticos, los niños que se mueren aumentan las legiones de los ángeles; mas el que sabe leer en la frente de los niños que se van, comprende perfectamente que unos irán a gozar delicias inefables, mientras otros regresan al mundo de los espíritus para emprender de nuevo una lucha titánica y desesperada.

    Mucho he leído en este mundo; pero ningún libro he hallado tan interesante y tan instructivo como el rostro de aquellos dos niños gemelos que antes de dar sus primeros pasos en la tierra... ¡se fueron!

    3

    ¡LO MÁS HORRIBLE!

    Yo , que no escribo más que cuando me emociono, necesito estampar en el papel las dolorosas impresiones que he recibido al visitar a mi amiga Luisa , atacada de un cáncer en el estómago. Al verla, al contemplar aquel cadáver que parece hasta imposible que pueda moverse y hablar y relacionarse aun con las cosas de la vida, decía para mí:

    Si la historia de esta mujer no tuviera ni hubiera de tener otros capítulos que el de su existencia presente, ¡qué injusta sería la Providencia con ella!, ¡y qué cruel con su familia!

    Condenar a un ser a vivir entre hedores insoportables y hacer partícipes de aquel inmenso sufrimiento a sus deudos más cercanos; estar todos condenados por más o menos tiempo a habitar en un cementerio, pues no otro lugar parece la casa donde hay un enfermo atacado de mal tan horrible; si esos acerbísimos sufrimientos no fueran el medio de pagar terribles deudas, Dios no sería justo, y habría derecho para negar su existencia y para atentar cada cual a la suya.

    Al considerar que Luisa es una mujer completamente inofensiva, que ha dejado el hogar paterno para crearse honradamente una nueva familia; que no ha faltado a sus deberes; que ha procurado por el bien de los suyos y no se ha hecho sorda a los gemidos ajenos, ¿por qué, me pregunto, para terminar sus días, ha de sufrir una enfermedad espantosa que sea su desesperación y la de los que la rodean, en tanto que muchos miserables criminales gozan de una salud envidiable y mueren tranquilos y sin dolores? ¿Por qué para los buenos, tantos padecimientos, luchas horribles, y para los hombres sin corazón tantas satisfacciones y dulzuras? He aquí una injusticia aparente que echa por tierra todos los cálculos basados en la justicia de Dios; pues nada más injusto que hacer padecer a un inocente. Por eso mi amiga Luisa, que no cree absolutamente en la inmortalidad del alma ni en su progreso indefinido, ni tampoco en las farsas religiosas, me decía con desesperación:

    —Nunca creí que la mujer fuese tan cobarde. ¿No te parece en mí falta de valor el no tomar una pistola y apoyarla en mi sien, sufriendo lo que sufro y sabiendo que mi mal es incurable?

    —Antes al contrario; yo creo que es dar muestras de gran fortaleza el sobrellevar un sufrimiento como el tuyo: tú no duermes, ni comes, ni das un paso, que no te cueste un gemido. ¿Quieres más valor que esperar la muerte sin temerla ni buscarla, y mucho más tú que en nada crees?... Y a propósito, ¿no piensas alguna vez en el porvenir de tu alma? ¿No te preocupa la idea de si tu conciencia sobrevivirá a tu descompuesto organismo?

    —Sí, no pocas veces reflexiono sobre el problema de la muerte, y me pierdo en un mar de conjeturas; esta duda es un tormento más, añadido a mi enfermedad; porque si bien me parece estar persuadida de que todo acaba en la sepultura, cuando veo que grandes sabios se ocupan en estudiar este problema y considero que ellos no suelen perder el tiempo en investigaciones inútiles, me ocurren estas preguntas: ¿qué sucederá después? Los seres que yo he amado y amo en la actualidad, ¿volveré a verlos? ¿Se reproducirán en otra vida continuación de ésta mis cruelísimos dolores? ¿Habrá un juez que me juzgue? ¿Por qué sufro tanto hoy?

    ¿Sabes que si Dios existe es un tirano de la humanidad? En cuanto a mí, poco bueno puedo contar de su divina clemencia, porque no he hecho daño a nadie, y sin embargo, me martiriza de un modo espantoso, haciéndome vivir en un ¡ay! continuo, y siendo causa de malestar y pesadumbre para cuantos me rodean. ¿Qué hubo ayer? ¿Qué historia se desarrolla hoy? ¿Qué epílogo tendré mañana? ¿Por qué tanto sufrir sin haber pecado? ¡Oh!, esto es horrible; más vale pensar que todo es mentira; que somos hijos de la casualidad; que ésta amontona los átomos y forma cuerpos y produce inteligencias; que no hay orden ni concierto en la Naturaleza; y sólo así se concibe que las personas más inofensivas sean castigadas por los rigores de la suerte, y las más malvadas se vean encumbradas y dichosas, disfrutando de las innumerables satisfacciones que dan la opulencia y la realización de todos los sueños y ambiciones. Pero esto tampoco me satisface, pues en medio de todo descubro en la Naturaleza la armonía; todas las especies, excepto la humana, viven cumpliendo su destino, cada individuo dentro de su esfera de acción; sólo el hombre es el que vive fuera de su centro, gozando el criminal y el ambicioso, y sufriendo el que no ha sido capaz de hacer a nadie el menor daño, como me ha sucedido a mí.

    Tú conoces mi sencilla historia. Algunos me han atribuido grandes virtudes filiales, porque durante los muchos años que mi abuelo estuvo postrado en el lecho, nadie le cuidaba sino yo, prefiriendo pasar las noches a su lado leyéndole algunos libros, a ir a teatros, bailes y reuniones.

    Mi familia estaba muy contenta de mí; mi marido y mis hijas también me han supuesto relevantes cualidades; ¿por qué, pues, el castigo de vivir muriendo, habiendo merecido dejar tranquilamente la tierra? ¿Quién tiene derecho a martirizarme? ¿Qué Dios es ese que distribuye ciegamente su justicia? ¡Y si Dios no se ocupa en esas cosas! ¡Maldito el hado que preside mi destino!

    —¡Pobre Luisa! Comprendo tu inmenso sufrimiento, pues aun cuando no he tenido tu dolorosa enfermedad, he padecido de diversas dolencias; y, cuando vivía como tú vives, sin saber por qué había venido al mundo y era tan inmensamente desdichada, muchas veces, al contemplar a los demás, me creía la más desgraciada de todos, y exclamaba: ¿Será posible que yo sea el único ser desventurado entre tantos felices? ¿Y por qué? ¿Qué virtudes poseen esos potentados, superiores a mi sentimiento? ¿Qué misterio es éste que yo no me explico? Y derramaba lágrimas amarguísimas. Aquel completo desconocimiento de las causas que influían tan dolorosamente en mi existencia, era, como tú dices muy bien, lo más horrible, peor mil veces que la miseria del cuerpo y la soledad del alma.

    —¡Oh!, sí, sí; ya tú ves lo que en mi cuerpo sufro; pues bien, más que el mal físico, me atormentan esas ideas; me creo víctima de la fatalidad, y maldigo el fatalismo que pesa sobre mí.

    —¿Y por qué no tratas de estudiar algo las obras filosóficas que tanto te he recomendado y en las que yo encontré la clave del enigma de la vida y de la muerte? Si tú no quieres leerlas, no faltará quien te las lea.

    —¡Ah!... Es que yo no quiero tampoco entrar en el terreno en que tú te hallas y acariciar tus convicciones y esperanzas. Saber que he vivido ayer, ¿querrás creer que me horroriza? Si, como te he oído decir muchas veces, el presente responde al pasado, el fin tan doloroso que se me prepara, me indica que no habré sido muy buena anteriormente; y me humilla y me subleva a la vez el pensar que he cruzado malos senderos, ¡y quién sabe si he cometido crímenes!... Tú dirás lo que quieras, pero encuentro preferible mi desesperación, creyéndome impecable y víctima de una injusticia incomprensible, a resignarme con la certidumbre de haber delinquido.

    —Ahora sí que te compadezco más que nunca, mi querida Luisa; porque el orgullo te domina; porque el amor propio te ciega; porque pretendes ser superior a todos los seres creados. ¿Te acuerdas de lo que dijo Jesús a los que acusaron a la mujer adúltera? Que el que estuviese sin pecado arrojase la primera piedra; y nadie la apedreó. Jesús comprendía que la humanidad era frágil. ¿Por qué te empeñas en creerte superior a los demás, si esa creencia no te sirve de ningún modo como consuelo ni te explica el porqué de tu sufrimiento? Créeme, Luisa, es una insensatez privarse uno voluntariamente del preciosísimo don de la vista; y así obra el que prefiere el desconocimiento total del principio de la vida, a la explicación racional de las causas que originan sus padecimientos.

    Nada me contestó Luisa; pero cerró los ojos, significándome con esto que prefería su ceguedad. Salí de aquella tumba tristemente impresionada, convencida de que es peor que las dolencias del cuerpo la ceguera del espíritu.

    ¡Ay de aquellos que prefieren las tinieblas de su orgullo a la espíen dente luz de la verdad!

    4

    ENRIQUETA Y MERCEDES

    Si hay algo que sea verdad en este mundo, es la expresión del semblante del niño. Ellos me dicen lo que es real, lo que es positivo; en su mirada se lee la verdad sin velos ni eclipses.

    Hace algún tiempo conocí a Enriqueta, simpática niña de diez años; no había visto nunca yo una mirada más triste, ni una sonrisa más melancólica: aquella niña, sin hablar, parece que exclama de continuo ¡Quiero irme!...Suspiro por mi patria...Allá está mi familia... ¡Allá mi religión!

    ¡Qué lástima me inspira Enriqueta con sus rubios cabellos, con sus pálidas mejillas, con su blanca frente, con sus manos delgadas y transparentes, con su dulce voz y sobre todo con su dolorosa sonrisa! No tiene madre; hace cinco años que la perdió; y su padre, atendiendo únicamente a satisfacer sus ilusiones amorosas, puesto que tenía familia que cuidara de su hija, ha contraído segundas nupcias, arrebatándole a su tierna primogénita la mayor parte del cariño que legítimamente le pertenecía.

    ¡Pobre Enriqueta! Su espíritu pensador presiente la soledad que va a rodearla, soledad que debe aterrarla hasta el punto que no creo tenga valor suficiente pata resistirla. ¡Y es tan cariñosa!... Basta dirigirle una amable mirada para que ella inmediatamente recline su cabecita sobre el hombro de la persona que la acaricia y estreche sus manos con efusión.

    Es una sensitiva que entreabre sus ojos con el suave hálito del amor... ¡Pobre niña!.. ¡Y no tiene madre!... ¡Está sola en la tierra! Cuantas caricias recibe son hijas de la compasión que inspira su orfandad. Ella lo conoce; por eso está triste; por eso se quiere ir; sus ojos lo dicen; la expresión de su rostro lo manifiesta, y los niños no saben mentir.

    ¡Pobre Enriqueta! Sólo la he visto tres veces, mas está fotografiada en mi imaginación, y no me queda la menor duda de que es un espíritu que suspirará incesantemente por su patria todo el tiempo que permanezca en la tierra.

    En cambio, casi al mismo tiempo que conocí a Enriqueta, vi por primera vez a Mercedes, niña de nueve años, en cuyo semblante resplandece la felicidad, y en todas sus acciones se revela la íntima persuasión de que es amada. No conoce el temor; tiene una madre cariñosa que hace consistir su dicha en la felicidad de su hija.

    Contemplando un día la cabecita de Mercedes, deposité en ella un beso, persuadida de que besaba la página más bella de un poema de amor.

    Mercedes tiene los cabellos rubios, sumamente finos, y se conoce que su madre se extasía contemplando la blonda cabellera de su hija, y estudia el modo de que la niña pueda jugar libremente en el campo, donde pasa los veranos, sin que sufra menoscabo aquella madeja de hilillos de oro que descansa sobre sus hombros; es de admirar cómo se la recoge en dos trenzas, una en la parte superior de la cabeza, abriéndole la raya en forma circular, sin que un cabello se cruce de un lado a otro; aquel círculo tan perfecto ¡cuánto me hizo pensar! En él leí dos palabras divinas, dos frases que valen más, mucho más, que todo cuanto se ha escrito en los libros sagrados de las diversas religiones que han ido educando y civilizando a la humanidad; esas dos palabras eran: ¡amor maternal!... Sólo una madre amorosísima tiene esa delicada previsión, ese cálculo de colocar el cabello de manera que no moleste la cabeza de la niña, evitando que se le pueda enganchar en las zarzas y en las ramas de los árboles; otra trenza posterior, perfectamente anudada con una cinta de seda, termina aquel peinado, que pone el cabello de Mercedes a cubierto de todas las travesuras de su infancia, que corretea todo el día por los jardines de su casa y hace excursiones por la carretera y por los vergeles contiguos.

    No es muy pródiga de caricias, pero cuando las hace, embelesa la dulzura de su mirada y la satisfacción que se estereotipa en su semblante. ¡Es tan feliz!, reposa con tan profunda confianza en el amor de toda su familia, que ella sabe perfectamente que todos sus deseos son la delicia de sus deudos, y nada más gracioso, más risueño ni conmovedor que su modo de comer. Su frágil organismo rechaza casi siempre el nutritivo alimento, y para conseguir que lo tome, se le deja que coma en una pequeña mesita, en la cual le hacen compañía gatos y conejos, y a cada plato que le sirven, se levanta y corre presurosa al comedor, donde está la familia, y como si necesitara su estómago la ambrosía del cariño, se acerca a su padre, que la estrecha contra su pecho; después acaricia a su madre, que le ofrece manjares y besos, y la niña, reanimada con aquellas demostraciones de ternura, se sienta de nuevo ante su mesita, donde la esperan sus convidados, con los cuales reparte su ración, entre gritos de júbilo, palabras animosas y arrullos de sin igual encanto. Después se va al jardín, a columpiarse y a correr en todas direcciones, hasta que llega la hora de mudarse el traje; entonces llama a su madre con ese cariñoso imperio de los niños mimados, y ésta acude presurosa para vestirla con la mayor sencillez, porque como quiere a su hija entrañablemente, no la molesta con lujosas galas que la impidan jugar y desarrollarse libremente.

    A Mercedes no la acostumbran a ser esclava del lujo, por más que su fortuna le permite usar de lo superfluo: el buen sentido de sus padres la rodea únicamente de lo necesario para vivir con comodidad.

    Al contemplar a Mercedes, involuntariamente recuerdo a Enriqueta; ¡cuánta sombra y cuánta luz!: allá la pobre huerfanita, proscrita dentro de su hogar, contemplando con tristeza los pequeñuelos que la rodean y sonríen dulcemente en los brazos de su madre, mientras ella recibe una caricia por compasión, y para recibirla, tiene que convertirse en criada de sus hermanos, y dejar sus juegos y sus muñecas para mecer

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