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LA PARTERA DE SEVILLA (DIARIO DE UNA REPRESALIADA)
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LA PARTERA DE SEVILLA (DIARIO DE UNA REPRESALIADA)
Libro electrónico420 páginas5 horas

LA PARTERA DE SEVILLA (DIARIO DE UNA REPRESALIADA)

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La partera de Sevilla (Diario de una represaliada) es una novela histórica en primera persona. Se desarrolla en Sevilla, en un tramo de tiempo que va desde octubre de 1927, momento en el que la protagonista, Consuelo Garrido (1906), una joven resuelta y reivindicativa, comienza sus estudios universitarios en la

IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento10 jul 2024
ISBN9788409624591
LA PARTERA DE SEVILLA (DIARIO DE UNA REPRESALIADA)

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    LA PARTERA DE SEVILLA (DIARIO DE UNA REPRESALIADA) - Ángel Francisco Sánchez Escobar

    ©Ángel F. Sánchez Escobar

    Sevilla, 2024

    ISBN: 978-84-09-62459-1

    Semíramis Publicaciones, 2024

    Segunda corrección, diseño de interior y maquetado: Beatrice - Servicios Editoriales

    Todos los derechos reservados. Bajo las sanciones establecidas en las leyes, queda rigurosamente prohibida, sin autorización escrita de los titulares del copyright, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía y el tratamiento informático, excepto citas en revistas, diarios, libros o redes sociales, siempre que se mencione la procedencia de las mismas.

    En memoria de todas las mujeres que fueron torturadas, violadas o asesinadas durante la Guerra Civil. Que aquella impiedad jamás quede en el olvido.

    Esta novela está dedicada a José Cenizo y a su esposa, Consuelo Salvago, por tantos años de amistad y cariñoso apoyo.

    ÍNDICE

    PARTE I - Inocencia, sonrisas, ilusiones

    PARTE II - Esperanzas y desesperanzas

    PARTE III - Pérdidas y horizontes nuevos

    PARTE IV - Ruido de sables

    PARTE V - Crueldad

    PARTE I

    Inocencia, sonrisas, ilusiones

    «…el mar recordó ¡de pronto! los nombres de todos sus ahogados…»

    (Federico García Lorca)

    Es cierto que siempre fui alegre y jovial, y que conservé mi propia esencia, pasional y reivindicativa, incluso ante una sociedad sangrantemente conservadora, que no reparaba en hacer uso de la violencia si se ponían en riesgos sus privilegios y su rancia ideología, y que menospreciaba a las mujeres. Con todo, viví momentos entrañables aun durante la dictadura de Primo de Rivera, que ya tuvo toques del reciente fascismo italiano de Mussolini, y el reinado de su cómplice, Alfonso XIII. No era consciente de que algunas cosas, que creí intrascendentes, darían pie, años más tarde, al ejercicio de la descarnada e implacable justicia al revés del bando sublevado¹.

    Recuerdo con agrado la tarde noche del domingo, 2 de octubre de 1927. Por fin, se ocultaba el caprichoso sol sevillano, que no había dejado que las nubes de otoño gravitaran sobre el corral de vecinos de la calle Carmen, donde vivíamos. Excepto mi hermano Juan, aún de pantalones cortos, que jugaba al trompo con unos amigos cerca del portalón, toda la familia estaba sentada alrededor de la mesa de camilla de la sala, como llamábamos a nuestras viviendas. Manuel Garrido, mi padre, leía con frecuencia El Liberal, que lanzaba una durísima descalificación sobre la política de «favoritismos» del dictador, que «le había entregado el monopolio del tabaco de Marruecos a Juan March». Se había cansado del sesgo derechista que había tomado El Noticiero de Sevilla. Era un ávido lector, que disfrutaba compartiendo las noticias con los demás, en especial con los que no sabían leer o no podían comprar la prensa. Muchos domingos, cuando el tiempo era agradable, reunía en el patio a los vecinos interesados, siempre bajo la insidiosa mirada de Clemencia, la casera, y les comentaba los titulares. Era un hombre grandote, de porte recto, que apenas sobrepasaba los cuarenta. Tenía un gran bigote al que le estaban saliendo algunas canas. Se peinaba para atrás, dejando ver su amplia frente. Irradiaba firmeza y generosidad. Era dulce y pacífico, de una vasta formación, pero forjado a sí mismo. Había empezado de repartidor de la fábrica de hilaturas del barrio y había ascendido a encargado, aunque aspiraba a un empleo mejor.

    Mi abuela paterna, Angelita Falcón, me hacía un jersey con lana de color amarillo y rosa, que quería terminar para mi veintiún cumpleaños en diciembre. Desde que enviudó, bastante joven, siempre vestía de negro y se recogía las canas en un moño bajo con dos o tres horquillas. Me encantaba verla peinarse por la mañana antes de prepararnos el desayuno con mi madre, Julia Montaño.

    El último en llegar fue mi hermano Alberto. Era ancho de espaldas y de pelo negro, ligeramente ondulado. Estaba de aprendiz en la fábrica de vidrio de la Trinidad, en la avenida de Miraflores. Acababa de dejar en casa de su tía a Justa, una afectuosa chica de Murcia, que había conocido en un guateque. Era muy blanca de piel, de rasgos armoniosamente huesudos y algo más alta que él. Lorenzo, mi hermano mayor, también se encontraba allí. Se le veía cansado. Había trabajado el día anterior en el taller de bicicletas y motos de Caputo hasta las once de la noche. A él no le hacía falta salir para ver a su enamorada, que vivía enfrente, en la planta baja, en la primera vivienda de la izquierda, nada más cruzar el portalón de aquella vetusta casa señorial. Se llamaba Gertrudis y, para nuestro disgusto, era la hija de la antipática casera y de Cipriano, auxiliar del Cuerpo de Vigilancia. Su sueldo era tan escaso que tenía que recurrir al de su esposa, lo que no evitaba su común altanería y doblez. Eran de mucha misa. Lorenzo no tardaría en casarse. Por sus ideas derechistas, no parecía pertenecer a nuestra familia; encajaba más con sus suegros. Hasta había empezado a acudir a la iglesia con ellos. Era tan nervudo de cuerpo como obstinado y no era raro que lo dejáramos por imposible cuando discutía.

    Es cierto que podríamos habernos mudado a una casa de vecinos, pero a mis padres les gustaba vivir en el corralón y socializar con la gente, aunque no era raro que se originaran roces por nimiedades, que no llegaban a nada. La última vez había sido por el gato de Felisa, que había robado el chorizo del cocido a Encarnita. Y aunque me despertasen a deshora, yo disfrutaba con el canto madrugador de los gallos, que solían corretear por el enorme patio perseguidos por los niños. Cada noche, era un reto para Joaquín, el zapatero, meterlos en las jaulas de caña. Había una docena de salas en cada planta, algunas de dos habitaciones, como la nuestra, y, otras, de una.

    Ese día, yo estaba inquieta, y encendía y apagaba la radio, que acabábamos de comprar a plazos. Era la única de válvulas del edificio. La habíamos colocado con mucha solemnidad sobre el viejo aparador, al lado de una giralda de cerámica. A mi padre le gustaba escuchar flamenco y a mi abuela le encantaba la copla. Él solía quitarla, enfadado, cuando se hablaba del dictador como si nunca hubiera roto un plato, o cuando el polémico cardenal Eustaquio Ilundain daba algún sermón para salvarnos del pecado.

    —No eres capaz de estar un momento quieta, Consuelo —se quejó mi madre—. Estás hecha un manojo de nervios.

    —Es tu vivo retrato, Julia —añadió mi abuela—. No paras cuando tienes algo en mente.

    —Si es por la blusa y la falda que Mariquita te ha hecho, no te sofoques, que en un rato estarán listas —indicó mi madre—. Se ha retrasado porque Rosaura, su hermana, lleva todo el día con fiebre y ha tenido que atenderla el practicante. No pueden costearse un médico de familia. Su hermano Sebastián, de las Juventudes Socialistas, las ha visitado.

    La costurera se había ofrecido a hacerme, a mano, la ropa para mi primer día de clase, copiando el diseño de una revista de patronaje. No pensaba cobrárnosla. «Bastante hacéis ya por nosotros», apuntó, cuando le llevamos la tela.

    Salvo alguna consabida excepción, en el corral de vecinos éramos como una gran familia. Al casarse, mis padres se habían mudado a una de las salas de la planta de arriba y allí nacimos y nos criamos mis hermanos y yo. Ambos habían apadrinado a más de un niño. No les importaba costear los festejos, que se celebraban en el patio. En esas ocasiones, este se adornaba con farolillos de colores como si estuviéramos en la Feria. De pequeña, más de una vez me había peleado con otros niños para coger las monedas y los caramelos que mi padre nos tiraba.

    —Es una pena que los pobres nos muramos sin asistencia médica —me lamenté—. Y no es por eso por lo que soy ese «manojo de nervios». Estoy intranquila por las clases de matrona, que comienzo mañana. No sé con qué me voy a encontrar.

    —Pero, hija, tú conoces bien la profesión. Has convivido con nosotras y hasta has presenciado algunos de los partos de las vecinas.

    Se le notaba agotada. Había pasado la noche en casa de una parturienta. Esa vez, la señora, de buena posición, había recibido los controles médicos pertinentes y disponía de su ajuar de partos. Pudo asistirla sin problema y cobrar las diez pesetas estipuladas por el Ayuntamiento. Pero no era siempre así. Había muchas mujeres en la indigencia, a las que atendía sin retribución alguna. Se hablaba de un seguro obligatorio de maternidad, aunque para las obreras nunca parecía estar listo. Cuando volvía a casa, aparte de una gran bolsa de loneta gris, traía otra más pequeña de tela con el delantal manchado de sangre. Esa misma noche lo lavaba en los lavaderos de la planta baja. No le gustaba que nadie la viese.

    De niña, solía estar atenta a lo que hacía. Cierta vez, al salir para la asistencia domiciliara, observé que metía un bote en aquel enorme bolso y le había preguntado qué era.

    —Es ergotina —me había respondido—. Es el único medicamento al que tenemos acceso las parteras. Los tocólogos nos prohíben adquirir otros productos en las farmacias.

    —¿Para qué sirve, madre?

    —No lo vas a entender bien, Consuelo. Es para la hemorragia que se produce al parir, aunque se utiliza con frecuencia para acelerar las contracciones y acortar el parto.

    Me fascinaban aquellas cosas y, por ello, había decidido ser partera. Así me gustaba que me llamaran y así lo preferían mi abuela y mi madre.

    —En dos años podré prescribir —pronostiqué.

    —Aunque te titules en la universidad, no te dejarán —aclaró mi abuela—. Llevo treinta y cinco años en el oficio y nada ha cambiado desde entonces. Solo podremos conseguir algo si nos unimos.

    A menudo, me sorprendían sus opiniones, tan acertadas.

    —No te preocupes de eso ahora —aconsejó mi padre—. Y lo harás bien. Has sacado una buena nota en el examen de acceso a la Universidad.

    —Hermana, eres la más lista de la casa —me aduló Lorenzo, que aún se sentía cercano a nosotros.

    Alberto y Juan, que acababa de subir, asintieron dándole la razón. Ninguno haría estudios universitarios.

    —Yo quiero estudiar Electricidad —apuntó mi hermano pequeño, que no sobrepasaba los diez años.

    Lo cierto es que tenía una inmejorable nota. De quince mujeres, solo diez habíamos pasado el examen de ingreso. Sin duda, eran más las aspirantes, pero no se presentaban porque no podían pagar la cuota exigida o por el analfabetismo que existía en Sevilla. Y menos mal que se había flexibilizado la legislación. Antes solo las casadas con permiso de su marido o las viudas podían acceder a alguna titulación.

    —Por fortuna estás vacunada de la viruela —recordó mi madre—. Te pidieron el certificado para matricularte.

    Le di la razón.

    —Padre, hay algo que no acabo de entender —observé—. El examen ha sido oral en la Escuela Normal Femenina y muy difícil, como si no quisieran que aprobáramos. Es extraño que en el tribunal solo haya tocólogos, cuando la especialidad de partera es oficio de mujeres.

    —Es una desfachatez —aseveró, alisándose la vieja camisa blanca que se ponía en casa—. Solo ellos quieren tener derecho a un trabajo que vosotras habéis realizado de siempre. No aceptan el avance femenino porque ven peligrar sus privilegios. Los defenderán con uñas y dientes.

    —Será por eso por lo que se oye de tantos hombres que pegan a las mujeres —comentó Juan.

    —Tú nunca hagas eso, hijo —interrumpió mi madre, mirándolo seriamente.

    —Hace poco tiempo leí —continuó mi padre— cómo un marido apuñalaba a su mujer por una supuesta infidelidad. Se le culpaba a ella por conducta impúdica.

    —La moral católica de la Iglesia está detrás —apunté—. Hay que erradicar esa idea del honor conyugal y de las costumbres para justificar tan terribles acciones.

    —No creo que eso sea cierto, Consuelo —señaló Lorenzo—. En los sermones se habla mucho del amor de Dios.

    —Hay mucha hipocresía, hijo. La jerarquía católica acogió a la Dictadura con agrado. He visto en la prensa a obispos abrazando a Primo de Rivera —recalcó mi padre—. Y se piden oraciones para él y para el rey.

    Así era. El dictador, que daba una imagen de apoliticismo para simpatizarse con el pueblo, no solo contaba con el apoyo del ejército, de una burguesía ávida del orden y la estabilidad y de los grandes terratenientes, sino también de una mayoría de católicos. A la Iglesia le venía bien el partido único que había formado, la Unión Patriótica para acallar el hostigamiento hacia ella y las ofensas a los sacerdotes.

    —Padre, ¿lo llegaron a condenar? —preguntó Alberto.

    —No, porque solo le infligió lesiones que el juez no consideró graves. Además, el abogado esgrimió que el hombre era un trabajador decente y de buena conducta, y que estaba arrepentido. Lo justificó diciendo que en aquel momento estaba poseído por los naturales estímulos de arrebato y obcecación, y la hirió inconsciente en un impulso irrefrenable de vengar su honra, tan mancillada. A ella la castigaron con el destierro.

    —¡Qué barbaridad! —exclamó mi abuela.

    —Hija, por desgracia —intervino mi madre—, te darás cuenta de la violencia a la que se somete incluso a las mujeres embarazadas por parte de sus novios o esposos con la simple excusa de celos o desobediencia. Pero, bueno, dejemos ese tema. No vamos a agriarle la noche a la niña. Y hay que tener cuidado con lo que se dice, que hasta las paredes oyen.

    Siempre quería protegernos. A pesar de no sobrepasar los cuarenta, vestía batas oscuras a lunares. Llevaba unas gafas de cristal grueso que casi no dejaban ver sus ojos de color castaño claro. Era muy emotiva. Le encantaba estar rodeada de los suyos y que la abrazáramos, aunque yo era la única que lo hacía. Mi padre y mis hermanos eran bastante ariscos.

    —Así está el mundo, nieta. Los hombres creen que peligra su virilidad, pero tú céntrate en tus estudios. Serás una buena partera. Eres hábil, paciente e inspiras confianza. Y posees buena memoria.

    —Vosotras me habéis enseñado mucho.

    —Y te quedará alguna pensión —continuó—, porque de mí se han olvidado. Después de haber traído tantos críos al mundo, no me veo en la miseria gracias a vosotros. Lo más grave es que coticé durante muchos años en el Retiro Obrero. Todavía tengo la cartilla. Por lo que yo conozco, desde siempre se nos ha marginado por ser mujeres.

    Mi abuela era bajita, pero ancha de constitución y de fuerte carácter, forjado en las dificultades extremas por las que había pasado. Por lo general, vestía de negro. Estaba muy arrugada, pero aún destacaban sus ojos azules, grandes y expresivos. Le rezaba a su marido casi cada noche. Cuando era más joven sobrevivió milagrosamente a una pandemia de cólera que asoló toda España. Mi abuelo José falleció y ella se vino a Sevilla con su hijo buscando nuevas oportunidades. Yo dormía con ella en la misma habitación de mis padres, que estaba dividida por una cortina. Había nacido en San Fernando. Era huérfana desde los diez años y había comido incluso de las basuras. Hasta los trece no sabía ni leer ni escribir. Aprendió su oficio de manos de la partera titulada que atendía a la señora a la que servía y luego en la Facultad de Cirugía de la Universidad, que sucedía al Protomedicato. Le habían convalidado las prácticas y otorgado el certificado de partera tras un examen. Era un maravilloso ejemplo de vida para mí.

    —Primo de Rivera —continuó él— desatendió el pago de las bonificaciones anuales del Estado. Se veía venir. En los primeros días de su mandato, el dictador declaró el estado de guerra, que mantuvo durante dos años, suspendió la Constitución de 1876 y disolvió las Cortes. Cesó a todos los gobernadores civiles y los cambió por militares de alto rango. España quedaba, así, regida por militares.

    —¿Cómo sabe tantas cosas, padre? —Se extrañó Lorenzo.

    —Para algo me reúno con mi partido y hablamos de los problemas que afectan a nuestro país. Y aún te quiero decir más. No solo ha encarcelado a opositores y organizado asesinatos extrajudiciales de anarcosindicalistas, sino que ordenó bombardear con armas químicas a la población civil en la Guerra de Marruecos. Pero caerá y entrará la II República. Azaña lo hará posible.

    Mi padre era secretario de la recién fundada Acción Republicana de Azaña y, en sus reuniones de los miércoles por la tarde, en un local de la calle Teodosio, se trataban muchos temas políticos y sociales de los que la radio, los rotativos, de cualquier orientación política, y la calle misma se hacían eco para proponer soluciones. El presidente de la asociación era Horacio Hermoso Araujo, que se convertiría en un gran amigo de mi padre. Procedía de Sanlúcar de Barrameda, pero se había mudado a Sevilla, al Tiro de Línea, , con su esposa e hijo, y trabajaba en una perfumería de la calle Cerrajería. Eran reuniones de más de treinta personas, entre los que estaban también otros compañeros, más jóvenes que él, como Hipólito Pavón, vecino de Horacio, y Pepe Álvarez, que vivía cerca de allí, en la calle Miguel Cid.

    —Tampoco quiso el Ayuntamiento abonarme los más de tres meses que trabajé de matrona interina para ellos en la casa de socorro de Triana —añadió mi madre—. Cuando les escribí, algo que pareció molestarles, me respondieron que no había antecedentes de los servicios que presté y que yo no tenía pruebas de la veracidad de lo declarado.

    Mi madre no tardaría mucho en dejar su oficio después de casi veinte años. Estaba perdiendo visión por el glaucoma. A los dieciocho años, cuando conoció a mi padre en un viaje que hizo a Sevilla para comprar unos tejidos, había trabajado como auxiliar de mi abuela en la asistencia domiciliaria. Se quedaba entonces con Lina, una tía por parte de padre, ya fallecida, que vivía por la zona del Arenal. Tras cuatro cursos intensivos de verano en el Ayuntamiento, se tituló como matrona y contrajo matrimonio.

    Atendía partos en domicilios y en casas de socorro. A veces, si el tranvía no llegaba, tenía que desplazarse andando hasta cinco kilómetros. En casos así, el Ayuntamiento, que decidía la conveniencia del parto, la indemnizaba con una dieta, aunque algo exigua. No era raro que tuviera que encargarse de dos o tres parturientas en distintas zonas de la ciudad.

    Había nacido en la Puebla del Río. Mi abuela Isidra Medina, viuda desde hacía dos años, vivía allí con mi tío Genaro, soltero, más joven que mi madre. Cuando yo era niña, pasaba algunos veranos en la Puebla para disfrutar de la brisa fresca del Guadalquivir y hasta me bañaba en una pequeña playita, siempre bajo la vigilante mirada de mi abuela, cuya sonrisa amable era capaz de iluminar a quien se acercara a ella. Mi abuelo, Gregorio Montaño, había sido jornalero del campo. Genaro trabajaba en los arrozales y ayudaba a mi abuela con la huerta. Vivían en una casa humilde de ladrillos que mi abuelo había edificado, a cierta distancia del núcleo de población, en la Puñanilla. Como estaba en su montículo, desde sus ventanas, si los matorrales no estaban muy altos, se podía divisar la otra orilla del Guadalquivir. Mi madre solía hablarme de los bellos amaneceres ribereños.

    —Mucho culto a la natalidad el de esta dictadura, pero no se refleja en cómo os tratan —agregó mi padre—. Y estáis muy mal pagadas.

    En aquel momento se me escapaba mucho de lo que él decía, pero, sin duda, era un idealista. Yo tenía más alma de revolucionaria.

    —Espero que todo vaya un poco mejor con los nuevos tiempos —suspiré.

    —Anda, baja por la ropa que Mariquita ya la habrá terminado. Hoy cenaremos tortilla de patatas —dijo, mirando a Juan con socarronería. Sabía cuánto le gustaban—. Luego, antes de acostarte, te caliento agua en el baño de zinc. Te lavaré esa hermosa melena. Sabes que debes recogértela con la cofia en el hospital.

    Y eso hice. Después, salí a la galería para secarme el pelo. Me apoyé en la barandilla y me asomé al patio. Estaba ilusionada. Algunos vecinos entraban y se metían en sus salas, sin percibir mi presencia. Corría algo de brisa. La noche era espléndida. La única bombilla daba una luminosidad verdeazulada a las plantas y más brillo a las exultantes dalias color malva de Tomasa, la panadera del bajo 2. Me llegaba su aroma fresco con toques ligeramente mentolados. No me molestaban los ladridos intermitentes del perro de Óscar, el taxista. Pronto lo mandarían a callar. Sí, había muchas cosas que cambiar en España. Y necesitábamos unirnos para salvar la profesión. Todo a su tiempo. Recordé las palabras que les dije a mi madre y a mi abuela, cuando aún no había cumplido los doce:

    —Quiero ser partera como vosotras.

    —Es una buena idea, Consuelo —respondió mi abuela—, y no te va a faltar el trabajo. Toda la vida las mujeres han requerido ayuda para parir. Tienes los dedos finos y te has acostumbrado a tener las uñas cortas.

    —No te vas a hacer rica con esta profesión, pero al menos serás independiente. No te hará falta casarte —ironizó mi madre.

    Había oído hablar de una tal Clara Campoamor y de su lucha por el sufragio femenino en un virulento mundo de hombres, que nos discriminaba en el hogar y fuera de él. «Algún día sería como ella», dije susurrando.

    Entonces desconocía lo difícil que era para una mujer luchar por la igualdad sin pagar un alto peaje.

    Al día siguiente, lunes, salí de casa a las siete de la mañana y caminé deprisa. Me había recogido el pelo bajo un sencillo tocado, aunque, de vez en cuando, algún mechón de cabello caía libre sobre mi frente y lo metía de nuevo en el redil. Me dirigía desde la calle Carmen a la parada del tranvía de la plaza Nueva. La línea 1 partía de allí y se dirigía a la puerta Osario, donde estaba la cochera principal. Recorría la alameda de Hércules hasta llegar a la Macarena, extramuros de la ciudad, y paraba justo enfrente del Hospital Provincial de las Cinco Llagas. Allí comenzaría mis estudios de partera. Dependíamos de la Universidad de Sevilla, pero jamás había pisado la calle Laraña. Éramos estudiantes de segunda clase. No era el caso de los practicantes, un colectivo que hasta no hacía muchos años había sido masculino, y que parecía empeñado en usurparnos nuestro trabajo.

    Pero no quería marearme con aquellas cosas. El día estaba agradable y, tirando por la calle Muñoz León y San Juan de Ribera, podía haber llegado en media hora al hospital, pero me gustaba montarme en aquel «peligro amarillo», como le llamaban por los accidentes ocurridos y el miedo al tendido eléctrico. Las chispeantes catenarias hacían castañear los dientes de los usuarios, aunque a mí me parecían diminutos fuegos artificiales. Me agradaba pensar que durante los dos próximos años podría disfrutar de aquella caja de fósforos amarilla y blanca y de sus coloridos anuncios. Se promocionaban desde sabrosos helados hasta aguardientes y neveras. El de Ceregumil, escrito en luminosas letras rojas, me llamaba particularmente la atención. Invitaba a tomar «un alimento vegetariano completo mejor que la leche y la carne». Me acordé de los tranvías de tracción «de sangre», de los que me había hablado mi padre. No los llegué a conocer porque a comienzos de siglo ya habían desaparecido. «Pobres animales», pensé. «Se alegrarían de que llegaran los de tracción eléctrica, en especial los mulos a los que se obligaba a subir la cuesta del Altozano».

    En un principio, a los sevillanos les desagradaron aquellos nuevos vehículos, porque perturbaban su hasta entonces parsimoniosa vida. Además, a los pocos días de su estreno, un borrico que cargaba papas en sus angarillas había muerto electrocutado al caerle encima un cable que se había desprendido de la red tranviaria. Más adelante, un revisor se había resbalado de la plataforma a causa de aquella supuesta «vertiginosa velocidad» y casi se mata. La gente puso el grito en el cielo y se realizaron campañas contra la monopolista empresa tranviaria y contra algunos de sus «temerarios» conductores. No obstante, tras un tiempo, el público estaba curado de espantos y hasta se habituaron a su traqueteo. Sí le molestaba, en cambio, que los burgueses llamaran a los tranvías «vehículos del indocto proletariado».

    Había muchas personas en la parada. Algunas se quejaban de la falta de servicio y de la suciedad. Siempre había algún motivo de conversación. Y, tras un buen rato, logré por fin subir. Al no encontrar asiento, me quedé de pie cerca de una ventanilla, en el centro del vagón. Detrás de mí se puso un hombre ya mayor que se acercaba cada vez más, pero lo despaché con una mirada furibunda. Yo era menuda y tenía un engañoso aspecto de fragilidad. También había jóvenes que, para no pagar el billete, se aupaban a los topes, algo habitual, aunque no menos peligroso.

    Al ir tan despacio —no sobrepasaría los quince kilómetros por hora—, me fijé en los viandantes. Algunos andaban con más o menos prisa por el abrupto acerado, que se llenaba de charcos cuando llovía. En las calles estrechas se podía oír lo que hablaban. Se veían arrieros con sus animales de carga y bicicletas sorteando los baches del adoquinado. En las puertas de las iglesias se apostaban mendigos que habían pasado la noche a la intemperie. Una nunca se acostumbraba a aquello. A veces, alguna ruidosa moto enturbiaba el apacible ambiente de aquel tardío otoño y su penetrante olor a gasolina parecía empapar la ropa. Yo, tonta de mí, me sacudía la blusa nueva en un acto instintivo por deshacerme de aquellos efluvios. Había pocos coches. La clase alta tenía sus propios horarios. Por fin se circulaba a la derecha por orden del Ayuntamiento.

    El tranvía era una especie de vivienda ambulante en la que los vecinos comentaban sucesos recientes, la subida del billetaje o los resultados de los partidos locales. Los roces eran continuos por la diversidad de opiniones. Yo tenía que morderme la lengua para no intervenir en algunas ocasiones. Ese día, una pasajera dijo enfadada:

    —No hay derecho. Me he llevado más de veinte minutos en la parada y voy tarde a casa de mi señora.

    Algunos se volvieron hacia ella para responderle.

    —Y yo a la fábrica —comentó un pasajero, de unos veinticinco años con el rostro curtido por el trabajo duro—. No sé cuándo van a poner más servicio. Pero, bueno, he leído que se están haciendo pruebas del autobús. Espero que la todopoderosa compañía no ponga impedimentos.

    —Gracias a Primo de Rivera y a sus generosas concesiones, tendremos pronto la Feria Iberoamericana y aumentarán las líneas —explicó otro hombre de mayor edad y buena presencia. Su chaqueta, casi blanca, parecía recién estrenada. Llevaba un sombrero gris de ala corta.

    —Yo ya no me fío de nadie —mencionó alguien más—. Las obras se han aplazado dos veces.

    —Se han retrasado por las inundaciones de los terrenos destinados a la Feria —intervino de nuevo aquel hombre.

    —Es cierto —apuntó otra señora que llevaba a un niño de la mano—. Aún recuerdo cuando se inundó el prado de San Sebastián hace dos años y los enfermos que hubo de calentura y reúma.

    —Hay poco que agradecerle al dictador y menos al corrupto de Alfonso XIII —replicó un pasajero de ojos saltones—. No se puede gobernar un país con un puñado de militares reprimiéndonos. Se nos presenta como una persona campechana y preocupada por el pueblo, pero no es verdad. Es de temer su «policía de las buenas costumbres».

    —Hace bien en ser contundente con los anarcosindicalistas y los comunistas, y mucho más con los que quieren partir nuestro país. España es una y grande —agregó el señor de aspecto distinguido—. También consiguió una gran victoria en el Protectorado de Marruecos contra los bereberes y reconoció el voto femenino.

    —Por motivos

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