La misión cristiana en el mundo moderno
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El libro clásico de John Stott presenta una perspectiva duradera e integral de la misión cristiana que se necesita aun hoy. Actualizada y ampliada por Christopher J. H. Wright, Misión cristiana en el mundo modern provee un enfoque bíblico a la misión que toca las necesidades espirituales y físicas.
Con su claridad y convicción especial e inigualable, Stott ilustra como la misma Gran Comisión no solo asume la proclamación que produce discípulos, sino que también enseña obediencia a la Gran Comisión de amor y servicio. Wright ha actualizado el libro original con gran destreza y así demuestra que continúa la relevancia del pensamiento presciente de Stott. Este enfoque balanceado de la misión ofrece una guía que trasciende el tiempo para que cristianos presentes y futuros adopten el modelo sin conflicto e integral del ministerio de Jesús.
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La misión cristiana en el mundo moderno - John R. W. Stott
Prefacio a la primera edición
Además de mi compromiso personal con la evangelización, tanto por medio de la iglesia local como en la universidad —a partir de una actividad misionera en la Universidad de Cambridge en 1952—, hay cuatro experiencias en particular que contribuyeron a que escribiera este libro.
En primer lugar, en 1968 asistí como consejero a la cuarta Asamblea del Concilio Mundial de Iglesias, realizada en Upsala. Fui asignado a la sección 2 (La renovación en la misión) y de inmediato me vi sumergido en el debate contemporáneo sobre el significado de la misión.
En segundo lugar, aunque en enero de 1973 no pude asistir al congreso en Bangkok sobre «La salvación hoy», naturalmente lo seguí con profundo interés y preocupación. Cuando al año siguiente me invitaron a presentar la ponencia Baker en Melbourne (en memoria del obispo Donald Baker, erudito en Nuevo Testamento y exrector del Ridley College, en Melbourne), elegí hablar sobre «La salvación ayer y hoy». Buena parte de esa conferencia se ha reproducido aquí, con permiso y ampliada, en el capítulo 4.
En tercer lugar, el comité organizador del Congreso Internacional sobre Evangelización Mundial, que se realizó en Lausana en julio de 1974, me pidió que diera una conferencia de apertura sobre la naturaleza de la evangelización bíblica, y que procurara brindar una definición bíblica de cinco palabras: misión, evangelización, diálogo, salvación y conversión.
En cuarto lugar, cuando el canónigo Jim Hickinbotham, rector de Wycliffe Hall, Oxford, me invitó a dar las Conferencias Chavasse de 1975 (en memoria del obispo F. J. Chavasse de Liverpool, exrector de Wycliffe Hall, y de su hijo, el obispo Christopher Chavasse, exprofesor de St. Peter’s College y presidente de la junta directiva de Wycliffe Hall), la oportunidad me pareció propicia para tomar esas cinco palabras y profundizar lo que había intentado bosquejar en Lausana. Estoy sumamente agradecido al rector y al personal, al igual que a los estudiantes de Wycliffe Hall por su amable bienvenida y su gran interés por el tema, así como por el estímulo que significó el tiempo de preguntas que siguió a cada conferencia.
Aunque no quiero en absoluto ocultar ni disimular el hecho de que soy un cristiano de convicción evangélica, este libro no es un ejercicio de propaganda partidaria. No tengo ningún fin subalterno, excepto el de perseverar en la búsqueda de lo que el Espíritu le está diciendo a las iglesias por medio de la Palabra. Lo que más me alentó en Wycliffe fue escuchar al director comentar, en su conclusión, que consideraba que yo había sido «escrupulosamente justo» hacia aquellos con quienes me había aventurado a disentir. Esa, sin duda, ha sido mi meta. Además, así como discrepo de otros, también deseo ser crítico conmigo mismo y con mis colegas evangélicos. La vida es un camino de aprendizaje, un viaje de descubrimiento, en el que nuestras perspectivas equivocadas se van corrigiendo, se ajustan nuestros conceptos distorsionados, profundizamos nuestras opiniones superficiales y se reducen algunas de nuestras numerosas ignorancias.
Quizás lo que más urge en el debate ecuménico actual es encontrar una hermenéutica bíblica coincidente, porque sin ella es poco probable que alguna vez se alcance un consenso más amplio sobre el significado de la misión y la obligación que esta nos impone.
John Stott
Abril, 1975
Prefacio a la edición revisada y ampliada
Recuerdo bien haber comprado Christian Mission in the Modern World (La misión cristiana hoy) en 1975, cuando era un estudiante de teología y estaba cursando estudios doctorales en Antiguo Testamento y capacitándome para ser ordenado en Ridley Hall, Cambridge. El libro llegó en el despertar del entusiasmo generado por los informes del Primer Congreso de Lausana sobre la Evangelización Mundial en 1974 y el documento del Pacto de Lausana, que hizo historia. Muchos de nosotros, como evangélicos británicos más jóvenes, nos sentimos alentados por el resurgimiento de la teología evangélica frente al liberalismo que todavía dominaba los departamentos de teología en las universidades. Al mismo tiempo, nos sentíamos animados por la recuperación de la conciencia social evangélica, históricamente comprometida con un entendimiento de la misión que abarcaba el involucramiento con las realidades sociales, económicas, políticas y culturales de nuestro tiempo. John Stott era nuestro héroe y nuestro mentor en esos dos campos. ¿Acaso no se había levantado para defender con valentía una comprensión bíblica y evangélica de la misión y la evangelización en los encuentros del Consejo Mundial de Iglesias? ¿No era él quien nos urgía a ser sal y luz en la sociedad, a penetrar nuestra cultura en lugar de aislarnos de ella? Ese libro, en sus cinco medulosos capítulos, parecía cubrir esas preocupaciones y encender nuestro celo.
Yo había leído muchos de los libros escritos por él en la década de 1960. Asimismo, había disfrutado las presentaciones bíblicas que daba como orador invitado en la Unión Cristiana Interuniversitaria en Cambridge y las conferencias con las que enriquecía los encuentros de la Fraternidad de Estudiantes de Teología. Igualmente, lo había escuchado predicar en la Iglesia All Souls, en Langham Place. Pero fue recién en 1978 cuando me encontré personalmente con él en el Congreso Evangélico Nacional sobre Ética Social, que dirigía, y a la cual fui invitado (como un ministro anglicano novato con un doctorado en ética del Antiguo Testamento) para dar una de las exposiciones bíblicas matinales. Nuestro contacto inicial condujo a una amistad duradera, que culminó en muchos años de trabajar juntos tras su invitación en 2001 a que me hiciera cargo de los ministerios fundados por él como parte de Langham Partnership (Sociedad Langham) —años que incluyeron a veces el placer de compartir la estadía en su cabaña, The Hookses (ubicada en Gales), su retiro para escribir, donde ahora me encuentro para redactar este prefacio.
Por esa razón, con gran sentido de deuda personal, así como de enorme privilegio y cierta conciencia de falta de mérito, acepté la invitación de InterVarsity Press y de los albaceas de los escritos de John Stott a trabajar en una edición revisada de Christian Mission in the Modern World (La misión cristiana hoy), que sería publicada a los cuarenta años de su primera edición, con el requerimiento de aliviar al libro de algunos datos desactualizados y sumarle a cada capítulo algunas de mis propias reflexiones. Quisiera, entonces, agregar algunas pocas palabras sobre cada uno de esos aspectos de la tarea.
Al revisar los capítulos originales de John Stott, evité escrupulosamente modificar el sentido de sus conceptos. Quité las referencias a los debates de la década de 1960 y comienzos de 1970 que han quedado lejos en el tiempo y han perdido importancia, además de algunos (pero no todos) de los nombres y de las citas de colegas con los que debatió Stott (y los detalles históricos de algunas controversias específicas). Aun con esa poda, es importante que el lector sepa que cada vez que Stott utiliza palabras como actual, reciente o contemporáneo, estaba escribiendo en el contexto de los años 60 y 70. Consciente de que Stott aprobaba el lenguaje inclusivo que llegó a ser más habitual a partir de los años 90, revisé el uso predominante del término hombre que todavía se entendía y aceptaba en sentido genérico en la década de 1970.
En la preparación de mis propias reflexiones, fui consciente, en primer lugar, de que este libro había sido elaborado a partir de una serie de cinco conferencias que Stott presentó en diversos lugares, y que en ninguna de ellas es posible expresar todo lo que hay para decir sobre un asunto. Por consiguiente, los lectores deben saber que, si quieren alcanzar una plena comprensión de lo que Stott pensaba, digamos, sobre salvación, necesitan completar la lectura del capítulo 4 de este libro y a continuación explorar la amplitud y profundidad de su libro La cruz de Cristo.
Además de eso, intenté hacer tres cosas, dentro de los límites de espacio y los límites aún mayores de mis conocimientos. Primero, cuando Stott mismo había continuado reflexionando y escribiendo sobre el tema de cada capítulo, siempre que pude lo indiqué con citas y referencias. Segundo, ya que cada tema ha seguido generando debate teológico y misionológico, procuré comunicar el rumbo de esos debates en las décadas posteriores a 1975. Uno de los rasgos del libro que me impresionó una y otra vez es la capacidad anticipatoria de Stott. En una sección tras otra menciona asuntos (a veces solo al pasar) que se volvieron importantes o controversiales años después. En varias ocasiones, agregué notas con la información bibliográfica que logré reunir, con la expectativa de que esta edición revisada del libro pudiera ser útil como material de consulta para estudiantes en algunas áreas de los estudios sobre la misión. Y, en tercer lugar, me tomé la libertad de compartir mis propias reflexiones, unas veces desarrollando la línea de pensamiento de Stott, otras discrepando, y a veces citando extensamente lo que yo mismo escribí en otro lugar. Donde me veo expresando el concepto de manera diferente (¡o atreviéndome a disentir!), me gusta pensar que, si tuviera la oportunidad de analizar el asunto con el autor, llegaríamos a una feliz coincidencia de pensamiento. Esa fue a menudo nuestra experiencia cuando tuvimos tal oportunidad.
Tengo el placer y el privilegio de conceder a este breve y excelente clásico de John Stott un renovado contrato de existencia, y es mi oración —como sé que hubiera sido la de él— que fortalezca la fe, alimente la reflexión y vigorice la misión bíblica.
Chris Wright
Marzo, 2015
Prólogo a la edición en español
Al igual que cientos y miles de cristianos latinoamericanos, mi comprensión del evangelio, mi sumisión al señorío de Cristo, mi actitud hacia las Escrituras y mi sentido de vocación fueron marcados por la vida de John Stott, su enseñanza y sus escritos. Si la vida de Stott marcó a cuantas personas tuvimos el privilegio de conocerlo personalmente, miles más han sido impactados por su exposición clara, convincente y relevante de las Escrituras. Ediciones Certeza Unida, la editorial de los movimientos estudiantiles de habla hispana de la IFES, ha ampliado el alcance de su enseñanza con títulos como Cristianismo básico, La cruz de Cristo, sus comentarios del Nuevo Testamento y su último libro, El discípulo radical.
El viento azotaba violentamente, amenazando con arrancar la carpa de sus estacas. En el interior, alrededor de una luz tenue, escuchábamos atentamente. «Los invito a ser tocados por la ternura de Dios. Dios anhela reunirnos, protegernos y cuidarnos como lo hace una mamá gallina». Era febrero de 1981, cuando el mundialmente famoso líder John Stott acampó con las familias Rooy y Padilla en la Patagonia Argentina. En ese viaje, Stott se convirtió en el tío especial que nos abrió los ojos a la maravillosa belleza tanto de la creación de Dios como de la Palabra de Dios. Yo había conocido al «Tío Juan» cuatro años antes cuando, después de haber visitado varios países latinoamericanos con mi padre, René Padilla, e intentar infructuosamente convertirlo en un ávido avistador de aves, Stott había dirigido una serie de seminarios pastorales en Buenos Aires bajo los auspicios de la Fraternidad Teológica Latinoamericana. Con su claridad y profundidad características, Stott abrió la Palabra, regó en mí las semillas de la sed teológica plantadas por mis padres y alimentó el entusiasmo por la relevancia de las Escrituras para la vida cotidiana. Años más tarde, me hizo sentir como la traductora más excelente del mundo cuando facilité su comunicación con los obreros de la Comunidad Internacional de Estudiantes Evangélicos (CIEE o IFES) en Quito en 1985. «Ruthie», me llamaba cariñosamente, como solo lo hacía mi familia más cercana. Y su abrazo se extendió por encima de los océanos mediante palabras de aliento amoroso tras la muerte de mi primer esposo.
Chris Wright heredó de John Stott la mayordomía de Langham Partnership International, una generosa organización que se dedica a promover la literatura bíblica, escuelas de expositores bíblicos, y académicos bíblicos. Por décadas ya, Wright ha estado nutriendo la visión misional y el compromiso ético de mujeres y hombres alrededor del mundo con su pasión por una vivencia integral del gran relato de Dios y su profundo conocimiento del Antiguo Testamento. Personalmente, debo mucho a este generoso maestro que me ha acompañado en decisiones cruciales de la vida e inspirado, como a tantas otras personas, mediante sus prolíficas publicaciones. Certeza Unida celebra haber publicado su generadora obra, La misión de Dios: descubriendo el gran mensaje de la Biblia. Como artesano del Compromiso de Ciudad del Cabo, producido en relación al encuentro global Lausana III, Wright articuló una Confesión de Fe y un Llamado a la Acción que sigue convocando a seguidoras y seguidores de Jesucristo alrededor del mundo.
Ciertamente, el texto original del libro que tienes entre manos fue escrito hace varias décadas, en medio de controversias entre grupos con énfasis diversos. Stott navega aguas agitadas con un timón firmemente bíblico y, a la vez, una disposición humilde y generosa hacia aquellas posturas con las cuales disiente. Esta firme gracia es un modelo a imitar hoy, cuando arrecian controversias y polarizaciones teológicas e ideológicas en el seno de la iglesia. Más allá aún, La misión cristiana en el mundo moderno nos ofrece el fructífero y desafiante aporte de Chris Wright, quien construye respetuosamente sobre el trabajo de su mentor y a la vez profundiza, expande y actualiza la enseñanza sobre las marcas misionales de la iglesia en el mundo. En este proceso Wright demuestra cómo podemos sostener fuertes convicciones sin perder la gracia que debe caracterizar las interacciones y apreciaciones de quienes nos reconocemos deudores de la gracia infinita de nuestro Buen Dios.
No dudo que, al recorrer las páginas de este libro, descubrirás que las sólidas enseñanzas de estos dos imitables maestros, sumadas al estilo único de este libro, te despertarán preguntas y te abrirán horizontes para una vivencia fiel de las Buenas Nuevas en medio de las realidades actuales en las cuales el Gran Maestro te llama a ser su testigo. ¡Que así sea!
Ruth Padilla DeBorst
Directora de Certeza Unida
Santo Domingo de Heredia,
Costa Rica,
Agosto, 2023
1
La misión
John Stott
Todos los cristianos, cualquiera que sea su trasfondo cultural o su convicción teológica, en un momento u otro deben pensar sobre la relación entre la iglesia y el mundo. ¿Cuál es la responsabilidad de un cristiano hacia sus parientes, sus amigos y vecinos no cristianos, así como, en realidad, hacia toda la comunidad no cristiana?
En respuesta a esta pregunta, la mayoría de los cristianos recurriría de algún modo al término misión. Es casi imposible analizar la relación entre la iglesia y el mundo y omitir el concepto de misión. Sin embargo, habría una amplia divergencia en el entendimiento de lo que es nuestra misión, o qué papel cumple la evangelización en la misión, y qué papel juega en ella el diálogo. Me temo que disentiríamos no solo en nuestra comprensión de la naturaleza de la misión, de la evangelización y del diálogo, sino también en nuestra comprensión de la meta de estos tres. Posiblemente, los términos conversión y salvación aparecerían en algún lugar en nuestra definición de la meta, aunque aquí también podría haber poco consenso en cuanto al significado de estas palabras. Mi tarea, entonces, es tomar este conjunto de cinco palabras: misión, evangelización, diálogo, salvación y conversión, e intentar definirlas bíblicamente, comenzando en este capítulo con misión, y dedicando luego un capítulo a cada una de las cuatro palabras restantes.
En los años recientes, la relación entre cristianos ecuménicos y evangélicos (si se me permite usar estos términos como una simplificación conveniente, porque reconozco que de ningún modo son mutuamente excluyentes) se ha vuelto más rígida, más confrontativa. No deseo empeorar esta situación. Sin embargo, sí creo que parte del pensamiento ecuménico actual es equivocado. Aun así, francamente creo que algunas de nuestras formulaciones evangélicas tradicionales también están equivocadas. Muchos cristianos ecuménicos parecen no haber comenzado siquiera el aprendizaje de vivir bajo la autoridad de las Escrituras. Los evangélicos pensamos que sí lo hemos hecho, y no hay duda de que sinceramente lo deseamos, pero a veces somos muy selectivos en nuestra sujeción, y en otras ocasiones las tradiciones de las generaciones evangélicas anteriores parecen deberle más a la cultura que a las Escrituras. Por lo tanto, mi preocupación principal es someter el pensamiento ecuménico y el evangélico a la misma comprobación independiente y objetiva, a saber, la de la revelación bíblica.
La primera palabra que vamos a considerar es misión. Antes de intentar una definición bíblica puede ser útil dar una mirada a la polarización contemporánea.
Dos perspectivas extremas
La perspectiva tradicional o más antigua ha sido la de igualar misión y evangelización, misioneros y evangelistas, misiones y programas de evangelización. En su forma extrema esta visión más antigua, de que la misión consiste exclusivamente en evangelización, también ponía el acento en la proclamación verbal. Al misionero a menudo se lo caricaturizaba de pie bajo una palmera, luciendo un sombrero de paja y recitando el evangelio ante un grupo de nativos pobremente vestidos, sentados en el piso alrededor de él con actitud respetuosa. La imagen tradicional del misionero, entonces, era la del predicador, y uno bastante paternalista. A veces, ese énfasis en la prioridad de la predicación evangelizadora dejaba poco espacio para que cualquier otro tipo de tarea pudiera calificarse como verdadera misión, ni siquiera escuelas y hospitales. Sin embargo, la mayoría de los adherentes a la visión tradicional de la misión consideraría el trabajo médico y educacional perfectamente apropiado, y, por cierto, como complementos muy útiles de la labor evangelizadora, nacidos de la compasión cristiana hacia enfermos y analfabetos, aunque a veces usados sin reparo como plataforma o trampolín para la evangelización, ya que los hospitales y las escuelas ofrecían en sus pacientes y alumnos una conveniente audiencia cautiva para la presentación del evangelio. En ambos casos, la misión en sí era entendida en términos de evangelización.
Este enfoque tradicional no está muerto y enterrado, ni mucho menos. A veces lo acompaña una visión muy negativa del mundo de la cultura y la sociedad. El mundo es como un edificio que se incendia, y la única obligación del cristiano es montar una operación de rescate antes de que sea demasiado tarde. Jesucristo puede regresar en cualquier momento; no hay por qué meterse con las estructuras de la sociedad, porque la sociedad está condenada y a punto de ser destruida. Además, cualquier intento de mejorarla no puede ser sino improductivo, porque las personas no renovadas son incapaces de construir un nuevo mundo. La única esperanza que tiene una persona es la de nacer de nuevo. Solo entonces podría pensarse en que la sociedad naciera de nuevo, pero es demasiado tarde aun para eso. Un pesimismo de esta naturaleza, que niega el mundo, es un fenómeno extraño en personas que dicen creer en Dios. Pero, claro, la imagen que estas personas tienen de Dios está solo parcialmente modelada por la revelación bíblica. No es la del Creador quien en el principio dio a la humanidad un mandato cultural de someter y gobernar la tierra —que instituyó a las autoridades de gobierno como sus ministros para que organizaran la sociedad y mantuvieran la justicia— y quien, como lo expresó el Pacto de Lausana, al ser «tanto el Creador como el Juez de toda la humanidad», está interesado en «la justicia y la reconciliación en toda la sociedad humana». ¹
En el extremo opuesto a este concepto antibíblico que entiende que la misión consiste solo en la evangelización, está la perspectiva fomentada en el movimiento ecuménico desde la década de 1960. Consiste en que Dios está obrando en el proceso histórico, y que el propósito de su misión, la missio Dei, es establecer el shalom (término hebreo que significa ‘paz’) en el sentido de armonía social. Este shalom (que sería idéntico al reino de Dios) se ejemplifica en áreas como la lucha contra el racismo, la humanización de las relaciones en el ámbito industrial, la superación de las divisiones clasistas y el desarrollo comunitario, así como la búsqueda de una ética de honestidad e integridad en los negocios y otras profesiones.
Más aún, al avanzar hacia esta meta, Dios usa tanto a las personas que pertenecen a la iglesia como a las que no la constituyen. El papel concreto de ella en la misión es señalar dónde está obrando Dios en la historia de este mundo y descubrir lo que está haciendo, para entonces comprometernos e involucrarnos en la tarea. Según este argumento, el principal vínculo del Señor es con el mundo, de modo que la verdadera secuencia ya no debe buscarse en la fórmula Diosiglesia-mundo, sino en esta otra: Dios-mundo-iglesia. Siendo así, es el mundo el que debe establecer la agenda de la iglesia. Las iglesias deben tomar el mundo con seriedad y esforzarse por servir conforme a las necesidades sociológicas contemporáneas de este.
¿Qué diremos respecto a esta identificación de la misión de Dios con la renovación social? Podemos hacer cuatro críticas.
En primer lugar, el Dios que es Señor de la historia también es Juez de la historia. Es ingenuo aclamar a todos los movimientos revolucionarios como señales de renovación divina, pues, después de la revolución, el nuevo statu quo encierra a veces más injusticia y opresión que las que tenía el régimen al que desplazó.
Segundo, las categorías bíblicas del shalom, de la nueva humanidad y del reino de Dios no deben ser identificadas con la renovación social. Es verdad que en el Antiguo Testamento el shalom (paz) a menudo indica bienestar político y material. ¿Puede sostenerse, como exégesis bíblica seria, que los autores del Nuevo Testamento presentan a Jesucristo como el conquistador de esta clase de paz, que luego confiere a toda la sociedad? Asumir que todas las profecías del Antiguo Testamento se completan en términos literales y materiales es cometer el mismo error que los contemporáneos de Jesús cuando intentaron llevarlo por la fuerza y consagrarlo rey (Juan 6.15). La comprensión que presenta el Nuevo Testamento de la profecía del Antiguo Testamento es que su cumplimiento trasciende las categorías en las que se dieron aquellas promesas. Según los apóstoles, la paz que proclama y otorga Jesús es algo más profundo y rico; a saber, la reconciliación y la comunión con Dios y unos con otros (por ejemplo, Efesios 2.13-22). Además, no la otorga a todas las personas, sino a quienes pertenecen a él, a su comunidad redimida. Es decir, shalom es la bendición que el Mesías trae a los suyos. La nueva creación y la nueva humanidad han de verse en aquellos que están en Cristo (2 Corintios 5.17), y el reino ha de recibirse con la actitud propia de un niño (Marcos 10.15). Por supuesto, nuestro deber cristiano es recomendar, mediante argumentos y con el ejemplo, a aquellos que aún no han recibido el reino ni han entrado en él, los estándares de justicia que lo rigen. De este modo, podríamos decir que la justicia del reino rebasa y se derrama en algunos sectores del mundo y, entonces, hasta cierto punto, borra la frontera entre ambos. Sin embargo, el reino se mantiene diferenciado de la sociedad incrédula, y el ingreso a él depende de un nuevo nacimiento espiritual.
En tercer lugar, la palabra misión no puede usarse con propiedad para abarcar todo lo que Dios está haciendo en el mundo. Por su providencia y gracia común, sin duda está activo en todas las personas y en todas las sociedades, sea que lo reconozcan o no. Pero esta no es misión de Dios; es responsabilidad de sus redimidos y consiste en lo que él les envía a ellos a hacer en el mundo.
En cuarto lugar, esta preocupación por el cambio social a veces deja poco o ningún lugar a la preocupación por la evangelización. Por supuesto, debemos dar atención especial al hambre, a la pobreza y a las injusticias en el mundo; pero debemos tener una preocupación o compasión comparable por el hambre espiritual de las personas, y no descuidar a los millones que perecen sin Cristo. El Señor Jesucristo envió a su iglesia a predicar las buenas nuevas y a formar discípulos, por lo que no debemos quedar tan absorbidos por actividades y metas sociales legítimas que nos impidan obedecer aquel mandamiento.
¿Una síntesis bíblica?
Habiendo considerado la idea tradicional que sostiene que la misión comprende exclusivamente a la evangelización, así como el punto de vista ecuménico actual según el cual ella consiste en el establecimiento del shalom, nos preguntamos si hay una mejor alternativa, más equilibrada y más bíblica