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Fantasmas rojos: El anticomunismo en la Argentina del siglo XX
Fantasmas rojos: El anticomunismo en la Argentina del siglo XX
Fantasmas rojos: El anticomunismo en la Argentina del siglo XX
Libro electrónico246 páginas3 horas

Fantasmas rojos: El anticomunismo en la Argentina del siglo XX

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Este libro parte de la certeza de que el anticomunismo tuvo –y parece tener todavía– un lugar mucho más significativo en la vida política argentina de lo que en general se asume. Impregnó prácticas, discursos y formas de entender el conflicto social en el país, marcó a fuego las políticas públicas, definió y persiguió enemigos, y llevó a formas extremas de la contienda política. Más aún, el imaginario anticomunista es responsable de buena parte de la violencia estatal y paramilitar vivida en la Argentina. 
Fantasmas rojos es el primer intento por elaborar una historia de largo aliento de las ideas y las prácticas contrarias al comunismo, que va desde la ley de residencia de 1902 hasta el triunfo de Javier Milei en 2023. A través de análisis de filmes, historietas, textos legales, organigramas del Estado, documentos de la Iglesia católica, informes secretos de los aparatos de inteligencia, boletines policiales y debates parlamentarios, Ernesto Bohoslavsky y Marina Franco logran mostrar que la ideología anticomunista ha estado presente sin interrupciones desde inicios del siglo XX.
IdiomaEspañol
EditorialUnsam Edita
Fecha de lanzamiento26 ago 2024
ISBN9789878938936
Fantasmas rojos: El anticomunismo en la Argentina del siglo XX

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    Fantasmas rojos - Ernesto Bohoslavsky

    Introducción

    El 19 de noviembre de 2023 la Argentina eligió un presidente, Javier Milei, que se declaró abiertamente anticomunista y que encontraba en el marxismo el origen de muchos de los problemas del país y del mundo contemporáneo. Durante la campaña, Milei indicó que en caso de acceder a la Presidencia iba a romper relaciones comerciales con China, porque era un país comunista, y con Brasil, porque su presidente Lula era corrupto y comunista. En la misma senda, definió su activismo político como parte de la lucha contra el marxismo cultural, entendido como el cambio climático y la ideología de género. El 22 de agosto de 2023, en el marco de la misma contienda electoral, el joven tiktoker Iñaki Gutiérrez, quien tenía a su cargo el armado de la campaña en las redes sociales, se definió como un hombre de derecha anticomunista. Ante la pregunta de por qué usaba ese adjetivo que sonaba un tanto perimido, respondió: creo que la derecha es totalmente anticomunista, y es para reforzarlo, es como si dijera derecha-derecha (Tenembaum, 2023).

    La invocación al marxismo cultural como gran conspiración tuvo su predecesor en el expresidente Jair Bolsonaro y sus ideólogos unos años antes (Robinson, 2019). De hecho, a escala global, el gran retorno paranoide del peligro comunista se produjo con las restricciones impuestas por muchos Estados a causa de la pandemia de COVID-19, como ilustra con claridad la imagen 1 (ver Apéndice documental). Las medidas sanitarias fueron vistas en diversos puntos del globo como acciones disciplinantes propias de un régimen totalitario, y esta posición vino de la mano de la negación de la enfermedad –y a veces de la redondez de la Tierra–. Así, a nivel mundial, la denuncia del comunismo como culpable universal reapareció con fuerza en 2020, en un contexto de grandes temores e incertidumbres, cuando todo el orden social parecía en peligro. En la Argentina, sin embargo, ya venía creciendo desde un tiempo antes.

    En junio de 2019 el senador Miguel Ángel Pichetto, candidato a la Vicepresidencia de la nación por Juntos por el Cambio, advirtió a los votantes peronistas que debían reflexionar sobre el hecho de que el kirchnerismo llevaba como candidato a gobernador de la provincia de Buenos Aires a un hombre del Partido Comunista, en referencia al economista Axel Kicillof (Clarín, 2019). En esa elección Kicillof estuvo acompañado por el peronista Fernando Espinoza como candidato a intendente de La Matanza. El propio Espinoza, cuatro años atrás, en un acto de campaña en Merlo, había preguntado: ¿Acá no hay ninguno que sea de la Federación Comunista, no?, evocando a su contrincante en la pelea interna, Martín Sabbatella, quien había militado en su juventud en el comunismo (Cuervo, 2015). Todas estas reacciones se produjeron más de un cuarto siglo después de la caída del bloque soviético y del aplastante triunfo del capitalismo sobre su contrincante, tras lo cual los partidos comunistas devinieron parte minoritaria de las fuerzas políticas en América Latina y Europa occidental y actualmente no representan una amenaza electoral al neoliberalismo. Con el fin de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas (URSS) se cerró gran parte de la historia del siglo XX: la desaparición del horizonte del socialismo, y de los recursos económicos, militares y diplomáticos aportados por la URSS y/o por Cuba, indicaba el final del peligro comunista. Sin embargo, la representación del comunismo como el mal absoluto no desapareció, sino que sobrevivió y se recicló entre fuerzas y líderes de derecha, y en menor escala dentro del peronismo para el caso argentino. Esta pervivencia, sin duda, muestra el poder movilizador de los actores anticomunistas y sus imaginarios, así como su capacidad de transformación en el tiempo.

    ¿Por qué invocar la vieja pertenencia comunista de un dirigente sirve como argumento político atemorizante o condenatorio? ¿Por qué un ultraliberal fanático del libre mercado como Milei colocaría pruritos ideológicos al comercio con una nación de 1500 millones de personas? En síntesis, ¿por qué está vivo el anticomunismo cuando ya no hay más comunismo? ¿Por qué los fantasmas rojos aún perturban las mentes y los corazones de quienes ven en ello grandes acechanzas? ¿Qué expresa ahora y qué ha expresado el anticomunismo en la Argentina en el siglo XX?

    El presente libro recorre estas preguntas siguiendo una certeza de la que espera convencer a sus lectoras y lectores: que el anticomunismo tuvo –y parece tener aún– un lugar mucho más significativo en la escena política nacional de lo que en general se asume. A lo largo de todo el siglo XX el anticomunismo impregnó prácticas, discursos y formas de entender el conflicto social en la Argentina; marcó el diseño y la aplicación de políticas públicas; condicionó fuertemente a distintos actores sociales y políticos; definió y persiguió enemigos y llevó a formas extremas del conflicto político. Más aún, el imaginario anticomunista es un fenómeno político central para entender buena parte de la violencia vivida en el país. Dada la vastedad de problemas que abre la indagación sobre este fenómeno, no aspiramos a ofrecer una versión definitiva del tema, sino a contribuir a un campo de discusiones políticas e históricas que recién comienza a configurarse.

    Un hecho notable es que el anticomunismo ha sido muy estudiado en otros países, dato que contrasta con la escasa atención que recibió en la Argentina.¹ El tema ha interesado a quien investiga períodos específicos –como la década de 1930– o temas particulares –como las doctrinas militares de los años setenta–. Pero su impacto e importancia han quedado relativamente ocultos por el peso de otras tensiones político-partidarias, como las derivadas de las pujas entre conservadores y radicales en el primer tercio del siglo o entre peronistas y antiperonistas en las décadas siguientes. Por eso, este libro aspira a mostrar y pensar varias dimensiones nodales del anticomunismo.

    La primera apuesta es mostrar la continuidad del anticomunismo como un fenómeno de largo plazo y de efectos relevantes en la historia argentina. Descubrir su omnipresencia e importancia permite entender, bajo otra luz, diversos procesos políticos del siglo. La gran virulencia de muchos de ellos –de la Semana Trágica a la Revolución Argentina– solo se explica por los viscerales temores a la ruptura del orden social acumulados en el tiempo. Además, esa continuidad de prácticas y representaciones permite entender mejor ciertos procesos y reponer las relaciones históricas entre la primera y la segunda parte del siglo XX. Ello contribuye a dejar de lado una idea muy habitual según la cual la caída del gobierno peronista, en 1955, constituyó un auténtico parteaguas que separó de manera diáfana las dos mitades de la última centuria en lo referido a las formas del conflicto y la violencia política.

    La segunda apuesta es señalar que se trató de un fenómeno a la vez local y global, dado que muchos de los agrios conflictos del país no fueron solo el resultado de tensiones internas, sino que fueron percibidos y reconfigurados a la luz de dinámicas de alcance mundial, como la Guerra Fría después de 1946. Los anticomunistas argentinos tuvieron la capacidad para articular y resignificar tensiones locales en una dimensión internacional, así como para identificar actores locales con preocupaciones, identidades y problemas de orden mundial. Es por ello que utilizaremos simultáneamente múltiples escalas –local, nacional, regional y transnacional– para abordar el estudio del anticomunismo argentino.

    Como consecuencia de este enfoque, nos servimos de una periodización atenta a esos dos escenarios principales. Por un lado, el orden internacional durante cerca de un siglo –el impacto de la Revolución rusa, el ascenso de los fascismos, la Primera y la Segunda Guerra Mundial, la Guerra Fría, la Revolución cubana, el fin del experimento soviético, etc.–. Por el otro, el análisis de procesos y coyunturas específicas de la Argentina que muestran distintos momentos, prácticas y discursos de sectores del Estado, la política y la sociedad civil.

    Vale la pena recordar que también existió un anticomunismo de izquierdas, aquel que fue alimentado, primero, por el anarquismo y el sindicalismo revolucionario y, después, por el socialismo reformista, el trotskismo, el maoísmo y un segmento del mundo católico, convencidos de que el estalinismo era un enemigo igual o peor que el capitalismo. No obstante, en este trabajo no nos ocuparemos de esa tradición de anticomunismo fuertemente enfocada en la crítica al Partido Comunista, a la Tercera Internacional y a la URSS. Esa variante tuvo algún impacto en el mundo de la cultura y fue crucial para la constitución de la llamada nueva izquierda en la década de 1960, pero su peso sobre los grandes derroteros y conflictos de la historia nacional del siglo XX ha sido muy menor. El anticomunismo que está en el corazón de nuestra historia contemporánea no surgió de ahí, sino de las derechas argentinas.

    Definiciones y puntos de partida

    ¿Qué entendemos por anticomunismo? Se trata de un conjunto variado, pero bastante estable, de representaciones sociales y de prácticas políticas centradas en la idea de que el país, sus elites y la población en general están bajo alguna forma de amenaza social y política. Esta amenaza provendría de un otro ideológico difusamente definido como rojo, comunista, marxista, subversivo, bolche o zurdo. Cualquiera de los sujetos, grupos o ideas así definidos es considerado como un peligro para la continuidad del orden social y nacional. Estos sujetos o grupos buscarían imponer una sociedad colectivista, autoritaria y/o totalitaria, ligada a los valores ideológicos y al marxismo, representados por la URSS durante buena parte del siglo XX, o por otras experiencias revolucionarias comparables. De hecho, el anarquismo, anterior al comunismo como fuerza política, también fue considerado una ideología amenazante sobre la que se libró una persistente persecución que puede considerarse parte del fenómeno del anticomunismo. A partir de 1959, la Revolución cubana también pasó a ser parte de ese modelo y de esos valores tan temidos en el espacio específico de América Latina.

    Los grupos e ideologías anticomunistas establecieron siempre una distancia moral infranqueable entre el orden social y político vigente y los rojos. Estos no eran considerados actores políticos ilegítimos o adversarios, sino, directamente, enemigos que ponían en riesgo la pervivencia del orden social. El anticomunismo es, así, una ideología negativa constituida en el antagonismo contra el comunismo –o lo que se considere como tal–. Esto es un aspecto clave para entender el fenómeno, porque en ningún país llegó a formar un corpus de ideas positivas específicas o a constituir un modelo de sociedad, más allá de algunos puntos comunes muy vagos. Como señala Mercedes López Cantera, una de las pocas especialistas argentinas en el tema, el anticomunismo expresa un conjunto de diagnósticos maniqueos sobre la conflictividad social de cada época, y en esas lecturas quedan impugnadas de una manera frontal y absoluta las tentativas revolucionarias –reales o potenciales– y también las posibilidades de cambio y cuestionamiento al orden político, social o moral (2023: XXIII-XXXI).

    Otro aspecto clave es la heterogeneidad constitutiva del anticomunismo (Berstein y Becker, 1987). Los anticomunistas no acuerdan sobre la sociedad por crear o restaurar ni sobre las metodologías para enfrentar el comunismo (Patto Sá Motta, 2019). Abrevan en fuentes ideológicas diversas e incluso contradictorias, como el liberalismo político o económico, el fascismo, el catolicismo ultramontano o el sindicalismo corporativista. Bajo ese imaginario pueden encontrarse grupos muy distintos, como empresarios, sacerdotes, campesinos, amas de casa, profesionales y trabajadores, mujeres y hombres por igual.

    Ahora bien, ¿esta descripción general se aplica a la Argentina? En principio, la respuesta es que sí y que en nuestro país tuvo intensidades particulares. La ideología anticomunista ha estado presente sin interrupciones en variados momentos de la historia nacional a lo largo del siglo XX y, por lo tanto, en ámbitos muy distintos, a veces de manera difusa y otras explícita; en algunos momentos a la luz del día, y en ocasiones a través de maniobras menos visibles. En gobiernos electos o dictatoriales; en sectores de la sociedad civil y del Estado; en las fuerzas policiales y de seguridad; en los más diversos y opuestos bloques políticos; en la Justicia y el Parlamento; en gobiernos nacionales y provinciales; entre el empresariado y los intelectuales; en la prensa; en la Iglesia católica; en varios sindicatos; y en organizaciones sociales y profesionales de la más diversa índole. Por la misma heterogeneidad y diversidad de origen, las representaciones sociales y las actividades del anticomunismo no siempre fueron coordinadas: fue usual que los anticomunistas compitieran para mostrar más celo en su tarea, para exhibir pureza ideológica y para captar adhesiones y recursos de los potenciales beneficiarios de la persecución a los comunistas.

    Tal vez el rasgo más sobresaliente del anticomunismo argentino haya sido el que da título a este libro: fantasmas rojos. Con ello queremos proponer que el comunismo, ese enemigo al que los anticomunistas temían, agigantaban y perseguían, era una amenaza más grave en el campo imaginario que en la realidad política. Se trataba de fantasmas y fantasías, cuasi caricaturas en muchos casos, construidos por los actores anticomunistas, que veían en sujetos, grupos o acciones concretas el peligro de la destrucción del orden capitalista. Ello fue independiente de que, en ciertos momentos, como los primeros años de la década de 1970, algunos grupos revolucionarios adquirieran verdadera presencia política o de que las cárceles estuvieran atiborradas de comunistas en 1943. La amenaza comunista fue percibida con sentidos y contenidos distintos en cada coyuntura a lo largo del siglo.

    La dimensión político-simbólica de la persecución del comunismo es fundamental para entender el fenómeno, porque, aunque fuera aplicada sobre los más diversos sujetos, grupos o fenómenos, su efectividad residía en nombrarlos como comunistas. El término generaba la sensación inmediata de peligrosidad y amenaza, y también de permanencia en el tiempo de esa conspiración. En contraste con esta construcción, lo que históricamente hubo fueron conflictos políticos y sociales, distintos y cambiantes: en algunos momentos estos conflictos fueron con sectores explícitamente comunistas –como en los años treinta y cuarenta– o con las izquierdas revolucionarias en la primera parte de 1970, pero en otros momentos, los actores involucrados –anarquistas, peronistas, hippies, sacerdotes tercermundistas, etc.– no eran ni querían ser comunistas.

    El comunismo de los anticomunistas parecería ser, así, un significante vacío (Laclau, 2005), disponible y maleable, una representación del mal rellena con los más diversos temores de cada época. Fue, y sigue siendo, una forma de designar lo amenazante: obreros e inmigrantes que reclamaban mejoras laborales, mujeres que disputaban nuevos espacios políticos y sociales, peronistas que reclamaban el derecho a votar a su partido, jóvenes que exigían nuevas libertades, monjas que decidían vivir en un barrio de emergencia u organizaciones políticas y sindicales de izquierda. El comunismo fue la designación automática del mal venido de afuera e instalado en el país para amenazar el orden político, social o moral.

    Por ello, en este libro usaremos el término anticomunismo en un sentido analítico, para designar las prácticas, identidades y representaciones descriptas. Sin embargo, no siempre fue utilizado por los propios contemporáneos, si bien, desde ya, hubo muchos actores que se dieron ese nombre en distintos momentos –por ejemplo, la Federación Argentina de Entidades Democráticas Anticomunistas o la Alianza Anticomunista Argentina–. Pero muchos otros grupos que no dudaríamos en llamar anticomunistas no adoptaron esa denominación. En su lugar, estos se identificaban a sí mismos como nacionalistas, demócratas, defensores del orden, católicos o peronistas, solo por mencionar algunos. Lo que significa que el anticomunismo podía ser, además, una característica o rasgo importante de su ideología o sus acciones, pero no necesariamente el centro de su identidad. Así, se podía ser nacionalista, peronista o radical y albergar preocupaciones y recelos anticomunistas, sin que ello fuera el nudo de la identificación política.

    Por otro lado, el anticomunismo fue una fuerza y una ideología transnacional con muchos orígenes. Estados Unidos fue una fuerza importante de irradiación e influencia anticomunista sobre la región desde los años cuarenta, pero de ninguna manera fue su único impulsor: también el Vaticano acompañó esa ideología, con su propia versión sobre el comunismo, sus principales males y cómo debía ser combatido. Además, hubo fuentes extranjeras y clandestinas que financiaron las redes locales del anticomunismo, como las embajadas de los Aliados en 1919 y las asociaciones internacionales anticomunistas, y suministraron insumos ideológicos y recursos organizativos a los anticomunistas de la Argentina.

    Aunque estos datos son indudables, más bien interesa prestar atención a los procesos locales de adaptación y resignificación de esas ideas, a los intereses de quienes importaban la ideología o montaban eventos alusivos, a quienes iban más allá de lo que prescribían las doctrinas militares estadounidense o francesa y se lanzaban a la tarea un poco más original de interpretar la realidad nacional con ojos propios. En todo caso, la invitación de este libro es a pensar la escala global del anticomunismo con las particulares tonalidades que tuvo en esta parte del planeta.

    Para aventurarnos en esa tarea haremos hincapié en dos dimensiones confluyentes. En primer lugar, en su dimensión represiva, veremos a los sectores anticomunistas desplegar sus acciones más conocidas y visibles, como fueron la persecución, la instigación a la violencia y la

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