El luchador
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El odio lo llevó a vivir de sus puños.
Pero necesitará vencerlo si quiere salvar su vida.
Dani no soporta cómo los trata su madre a su padre y a él. La situación empeora hasta que su padre se suicida. En ese momento, toma la decisión más difícil de su vida: se escapa de su casa buscando una vida mejor.
Lo que piensa que es la solución se convierte en una cruda realidad, pero ya no puede dar marcha atrás. Y, cuando encuentra su amor verdadero, ella se ve obligada a dejarlo y su mayor pesadilla comienza.
Convertido en luchador de peleas clandestinas, su odio lo alimenta, pero también lo corroe y no es suficiente cuando el odio del contrincante es aún mayor.
Tiene que convertirse en un verdadero luchador si no quiere morir. Solo Frankie, un peculiar maestro de kung-fu, puede ayudarlo.
Una enriquecedora historia de venganza, amor y redención.
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El luchador - Jorge Sáez Criado
Para Charli. Muchas gracias por todo.
CAPÍTULO I
El primer combate empezará dentro de muy poco tiempo. Por primera vez participo en un torneo legal. Mi entrenador, Frankie, se encuentra conmigo. Estamos en un pequeño cuarto con un lavabo, una camilla y un par de sillas. Él ha traído las vendas para las manos, linimentos para masajear los músculos entre combates, los guantes... Yo, mis brazos y piernas. Entre los dos, todo lo necesario para las peleas. Estamos en silencio. Yo estoy sentado en la camilla mientras él me observa desde una de las sillas. Parece que me está evaluando, aunque estoy seguro de que no es así. He llegado a conocerle bien.
Me mira fijamente. Sus ojos azules se me clavan en el cerebro, pero logran su objetivo: que me concentre. Ahora solo existimos él y yo, y estamos preparados para la lucha. Siento su confianza, su fe en mí, y eso me fortalece. El entrenamiento que hemos estado haciendo desde que nos conocimos tiene que dar su fruto ahora. En este momento y en este lugar. Es así de sencillo: luchas lo que entrenas. Das lo mejor de ti hasta que demuestres que eres mejor luchador que tu adversario o hasta que caes en el intento.
Acaricio mi colgante: un semicírculo con una espada dentro en diagonal, como indicando las dos en un imaginario reloj. Es mi más preciado bien. Me recuerda por qué peleo. Por quién peleo. Me lo quito, lo beso y lo dejo sobre la camilla. Luego, Frankie lo recogerá y lo llevará consigo a la pelea. Yo no lo puedo llevar, como es lógico. Cuando la pelea acabe, me lo devolverá.
Después de unos segundos sonríe. Se levanta, acerca la silla y yo extiendo las manos para que me ayude a ponerme las vendas. Tienen que estar perfectamente ajustadas para que los huesos de las manos queden bien protegidos y asentados, de forma que no se dañen con los golpes. Seguimos en silencio. Me da la sensación de estar viviendo un ritual que hace que conectemos con algo superior. Como una especie de oración para luchadores. Un instante de meditación para sumergirse en la profundidad del momento. Sé que él está rezando. No tengo ninguna duda. Yo no sé qué creer. Me gusta que lo haga. No entiendo el motivo, pero me da más seguridad. Quizá, en el fondo, envidie su fe.
Echando la mirada atrás, veo el transcurrir de mi vida como una pelea. No he dejado de luchar en ningún momento. No creo que lo haga nunca. Está en mi naturaleza. La expresión física del acto en sí de pelear no deja de ser una forma de manifestar mi interior, que ha ido cambiando a lo largo de los años. Igual que antes peleaba de una manera por completo diferente a como lo hago ahora. A como espero hacerlo en este torneo. Porque en este torneo me juego mucho y debo resultar vencedor.
CAPÍTULO II
Mi infancia no fue como para tirar cohetes. Mi padre, Enrique Andrade, era un buen hombre. Cariñoso, amable, alguien en quien se podía confiar. Un modelo para mí. Su único defecto, que era un tanto parado. Creo que incluso podría decirse que era cobarde. No le gustaba meterse en líos, ni siquiera cuando tenía razón. Siempre buscaba la solución más pacífica a los problemas, aunque eso implicara sufrir. Aun así, para mí era alguien maravilloso. Le quería.
Mi madre, Mónica Ruiz, era muy guapa. Rubia, pelo largo, ojos de un azul intenso... No me extraña que mi padre se fijara en ella. Lo que sí que me resulta raro es que ella se fijase en él. Y que llegaran a casarse, él con veintiún años y ella con dieciocho. Está claro que se querían de verdad. Mi padre no iba a ganar ningún concurso de Míster Universo. Estatura media, ojos marrones, ni musculoso ni gordo, cara bastante común, que él se empeñaba en ocultar tras una tupida barba. Inteligente, a la vez que apocado. En cambio, mi madre era inteligente, pero muy lanzada. En cierto modo eran complementarios, aunque choca que dos personas así se quisieran tanto como para casarse.
Yo nací poco más de un año después de la boda. Me pusieron por nombre Daniel. Vivíamos en una casa pequeña, ya que no teníamos mucho dinero. Por suerte, en nuestra ciudad los precios estaban bastante más baratos que aquí, en la capital. Eso ayudó. También ayudó que, poco después, mi padre lograra un trabajo en una sucursal bancaria. Un trabajo que, por lo que recuerdo, le gustaba y le permitía tener buenos ingresos todos los meses.
Mi madre no trabajaba. No sé si porque no quería o porque no encontraba nada. El caso es que no importaba. Ella venía de una familia que estaba bastante bien situada, con lo que, si le hacía falta, solo tenía que llamar a sus padres y ellos acudían al rescate. Eso le dolía a mi padre. No me lo decía directamente, pero oía sus comentarios cuando creían que no podía hacerlo.
Según iba pasando el tiempo consiguieron una posición mucho mejor. Nos mudamos a una casa más grande, compraron un coche nuevo y parecía que la racha iba a continuar. Y sí, es cierto, el trabajo de mi padre iba muy bien. Le ascendieron varias veces. Pero mi madre estaba demasiado acostumbrada a tener lo que quisiera cuando quisiera. Empezaron las discusiones. Al principio no eran muy graves. Sin embargo, el tono se fue haciendo cada vez más fuerte. Solo por el lado de mi madre, claro. Mi padre, como mucho, trataba de hacerle ver que, aunque tuvieran dinero, eso no quería decir que hubiera que gastar como si estuvieran seguros de que lo fueran a tener siempre. Después, agachaba las orejas y paraba. El pobre hombre creía que así conseguiría que su querida mujer se diera cuenta de que él tenía razón y de que le hacía daño.
Pienso que ella sí que sabía que se lo hacía. Y tomaba buena nota de qué era lo que más le dolía para sacarlo a colación en la siguiente discusión. Acababan la mayor parte de los días yendo a dormir sin hablarse siquiera. Y, al día siguiente, vuelta a empezar.
Como no podía ser de otra manera, eso afectó a mis estudios. Seguía aprobando los cursos, pero cada año más raspado. Pasaba el día nervioso, con miedo al momento en el que llegara mi padre del trabajo y mi madre le hiciera algún comentario despectivo. Después de matarse a trabajar, ni un mínimo agradecimiento. Tan solo, un creciente desprecio. Y eso me hacía despreciar cada vez más a mi madre.
Pero no solo era la relación entre mis padres la que estaba empeorando de forma drástica. Si eso era de por sí doloroso para un niño que se aproximaba a la adolescencia, más lo era darse cuenta de que mi madre se empezaba a comportar hacia mí como si no estuviera. Como si no importara lo más mínimo mi existencia. Eso hacía que me volviera más aún hacia mi padre. Lo tenía en un pedestal y cada vez que mi madre le atacaba era como si me atacara a mí. Le veía aguantar impasible los desplantes, los sarcasmos, las burlas y me hervía la sangre. De poco servía. La mayoría de las veces no decía nada por miedo a lo que me pudiera decir a mí mi madre, porque mi padre tampoco decía nada, porque solo era un niño y ¿qué podía hacer yo?
En algunas ocasiones sí que me atrevía a decir algo. Me asomaba por la puerta y le pedía a mi madre que parara ya, que dejara a mi padre en paz. Muchas veces lo hacía llorando. Entonces, mis padres me miraban. Mi padre con tristeza en los ojos, como diciéndome «Daniel, hijo mío, no te preocupes por mí; no te metas para que no te salpique».
Mi madre, en cambio, se enfadaba. Me mandaba a mi habitación y me decía que no debía escuchar las conversaciones de los adultos. Eso, al principio. Según fue avanzando el tiempo llegó a echar en cara a mi padre que hasta yo era más valiente que él, que por lo menos decía algo. «Hasta el niño», decía, como si no tuviera nombre.
Yo me iba a mi habitación. Aunque tantas veces se comportaran así, seguían siendo mis padres y yo seguía queriéndoles y obedeciéndoles. Incluso a mi madre, por mucho que odiara cómo se comportaba con mi padre.
Un rato después, mi padre llamaba a mi puerta. Siempre él. Me pedía permiso para entrar. Yo se lo daba. Él pasaba y me descubría hecho un mar de lágrimas. Sonreía con la mayor expresión de bondad que he visto nunca en nadie y se sentaba al borde de la cama, junto a mí, con las manos en su regazo, los hombros bajos, la cabeza gacha. Me pasaba su brazo derecho por los hombros y compartíamos el silencio y la pena.
Tras unos momentos así, solíamos hablar un poco. Recuerdo especialmente una conversación de las últimas.
—Daniel, hijo, gracias —me dijo—. Pero no quiero que te enfrentes a tu madre.
—¿Por qué, papá? Ella se mete mucho contigo. Eso no está bien. Es mala.
—No digas eso. Es una persona... complicada. Está pasando una mala época.
—¿Y por qué te dice esas cosas?
—No lo sé —el temblor de su voz me hizo entender mejor que ninguna otra cosa hasta qué punto le dolía lo que le decía ella—. No lo sé, mi pequeño. Supongo que necesita desahogarse y lo paga conmigo. Cuando crezcas te darás cuenta de que, a veces, a quien más queremos es a quien más daño hacemos. Un ser querido se ha abierto a ti y se muestra como es. Está contigo. Hacerle daño es mucho más fácil porque ves sus debilidades y las aprovechas para soltar tu ira.
—Pero tú no le has hecho nada. No debería tratarte así.
—En eso estamos de acuerdo —sonrió débilmente, como si las comisuras de sus labios tuvieran miedo a doblarse o no recordaran cómo hacerlo.
—¿Por qué no te defiendes? ¡Dile algo, lo que sea!
—¿Qué solucionaría eso? Crearía más conflicto, seguro. Es mejor darle su tiempo. Se acabará dando cuenta de lo que hace. Ya lo verás.
—¿De verdad lo piensas?
—De verdad de la buena. Ahora tranquilízate. Descansa. Lee algo entretenido. Vive, Daniel. Aprovecha tu vida. No te preocupes de nosotros. Te queremos. Eso no va a cambiar nunca.
—Vale, papá.
Me atrajo hacia él y me dio un beso en la coronilla. Me dio un par de suaves palmadas en el hombro derecho, suspiró sonoramente, se puso en pie y salió, cerrando la puerta tras él y dejándome allí, algo más tranquilo. Y convencido de que ese hombre era un auténtico santo.
Hoy todavía lo pienso.
Hubo una época posterior en la que parecía que todo iba a volver a su cauce. Mi madre dejó de atacar a mi padre y vivíamos en una cierta calma. Yo tenía esperanzas. Incluso mejoré en la escuela, ahora que no me preocupaba tanto escuchar sus discusiones o, más bien, los monólogos de mi madre. No era, desde luego, una relación perfecta, pero al menos no se respiraba una hostilidad continua. No pasó mucho tiempo hasta que descubrí que no se trataba de otra cosa más que de la calma antes de la tormenta.
Un día les oí desde mi cuarto. Mi madre le había dicho a mi padre que tenían que hablar. No le había gritado ni parecía haber usado un tono despectivo, pero algo me dio miedo. Volvieron a mi mente las veces en las que ella había atacado a mi padre y me convencí de que debía enterarme de lo que pasaba. No podía ser bueno. Aunque deseaba que lo fuera, estaba seguro de que esa conversación llevaría a algo malo. Salí con cautela de la habitación y avancé por el pasillo de puntillas, pegado a la pared. Se habían metido a hablar en la cocina y no habían cerrado la puerta. Pensarían que estaba haciendo mis deberes. Y los había estado haciendo hasta que oí a mi madre.
Al llegar cerca de la puerta de la cocina me detuve. Allí, apoyado en la pared, podía oírlos sin que me vieran. Me tentó la opción de sentarme en el suelo para estar más cómodo y, quizá, tranquilizarme un poco, pero la descarté cuando me fijé en que, si les oía moverse para salir, estando de pie tendría una oportunidad de volver rápido a mi habitación antes de que me vieran. Sentado me sería imposible por completo. Así que apoyé la espalda y me aproximé a la puerta todo lo posible para tratar de oír hasta el más mínimo movimiento, dispuesto a correr de la forma más silenciosa posible llegado el caso. Me sentía mal espiando a mis padres, pero quería saber lo que pasaba. En cierto modo, creo que lo que buscaba era confirmar que me equivocaba y que no pasaba nada malo, que se estaban reconciliando y que yo era un idiota por haber dudado.
El corazón me latía deprisa y muy fuerte. Lo notaba golpeándome el pecho, moviéndomelo. Solo esperaba que mis padres no pudieran oírlo. Recuerdo que, por un momento, me entretuvo la idea de si realmente un corazón latiendo se podía oír desde fuera del cuerpo sin usar estetoscopio o algún otro instrumento. Distracciones mentales fruto del nerviosismo. En cuanto oí las primeras palabras todos mis sentidos, todo mi cuerpo y toda mi mente se centraron en escuchar la conversación.
—¿Qué ocurre, Mónica? ¿De qué me quieres hablar? —En la voz cansada y un poco temblorosa de mi padre se adivinaba el mismo temor que yo tenía: nuevos reproches, nuevos golpes verbales, nuevos sufrimientos.
—Quiero el divorcio.
Creo que el corazón, en ese mismo instante, se me detuvo. Luego volvió a arrancar, con los mismos golpes que antes o más fuertes aún. Me sentía un poco mareado, con el estómago revuelto y un nudo en la garganta. Los ojos amenazaban con salírseme de las órbitas. No me esperaba eso. ¿Cómo podría esperármelo? Si todo parecía que volvería a ir bien.
—¿Y bien? ¿Tampoco vas a decir nada a eso, Quique?
Mi padre no respondía. Yo no podía saber la expresión de su cara, pero sí que sé que mi madre buscaba hacerle daño. Mi padre odiaba que le llamaran Quique. Nunca le gustaron los diminutivos. Mi madre, además del golpe del divorcio, le clavaba el dardo del diminutivo para dejarle bien claro que no le tenía ningún respeto. Y él seguía sin decir nada. Yo me estaba clavando las uñas en las manos de lo fuertes que tenía cerrados los puños.
—¡Di algo, maldita sea! ¡No te quedes ahí callado como un imbécil!
En ese momento, yo odiaba a mi madre más de lo que había odiado a nadie nunca.
—¿Por qué? —consiguió decir mi padre. Su voz me sorprendió, resultaba más firme de lo que esperaba.
—¿Por qué? —repitió mi madre, con sorna—. Porque esto es demasiado pequeño para mí. Porque siempre estás poniendo pegas a mis intentos por mejorar mi calidad de vida. Porque ya no te quiero. No hay amor entre nosotros.
—¿Es por dinero? —La voz sonaba sorprendida, pero con rabia.
—Es porque vigilas cada uno de mis gastos. No puedo darme ni un pequeño capricho sin que estés detrás, diciéndome que no podemos gastar demasiado en cosas «innecesarias» porque el día de mañana podríamos necesitar ese dinero.
—Tus pequeños caprichos, Mónica, no tienen nada de pequeños. ¿O te parece un pequeño capricho el último colgante que compraste?
—Podemos permitírnoslo. ¿De qué sirve tener dinero si luego no lo podemos usar?
—Lo podemos usar, pero no en diamantes, Mónica. No tenemos tanto dinero.
—Ese es el problema, Quique. Con este matrimonio, he bajado demasiado de nivel social. Cuando estaba enamorada no me daba cuenta. Y eso que mi familia me lo advirtió. Luego remontaste, conseguiste un buen sueldo y yo me alegré. Yo tenía razón y mi familia no. Eso creía, aunque después resultó que ese dinero lo guardabas y no querías usarlo. Ni siquiera lo compartes conmigo.
—Pero ¿te estás oyendo? ¿Que no comparto el dinero? —Mi padre estaba enfadado, quizá por primera vez que yo recordara—. Creo que hay algo más. ¿Qué es?
—No pensarías que me iba a quedar esperándote sin más, mientras me dejabas sola prácticamente todo el día, ¿verdad?
—¡Vamos, suéltalo de una vez!
—Estoy viendo a otro hombre. Alguien de mi clase social. Alguien que no va a poner pegas. Alguien que no me va a dejar aparcada en casa.
—¿Me estás echando en cara que vaya a trabajar para ganar el dinero que con tanta alegría te gusta gastar? Es decir, si no gano dinero, mal; y si lo gano, también mal. ¿Cómo puedo acertar? ¡Es imposible!
—Aquí el único imposible eres tú, Quique.
¿Otro hombre? ¿Mi madre había sido tan rastrera como para traicionar a mi padre de esa forma? No podía ser, no lo quería creer. Y, sin embargo, tenía tiempo de sobra para ello mientras mi padre trabajaba y yo estaba en la escuela.
Todo iba encajando. ¡Qué ingenuo había sido! Por eso ya no atacaba tanto a mi padre. Estaba contenta con su relación a escondidas, con su sucia traición. ¿Iría ella a casa de ese hombre al que no le importaba destrozar una familia? ¿Vendría él a nuestra casa? Solo de pensar que mi madre podría haber estado con otro hombre en la cama que compartía con mi padre, que podría haber pisado ese suelo en el que me encontraba, haber bebido del mismo vaso que yo, me daban ganas de vomitar. ¿Quién se creía que era para invadir la intimidad de mi familia? Una rabia desconocida me recorría. Me costó mantenerme oculto.
¿Y ella? ¿Cómo había podido engañar a un hombre como mi padre, atento, bondadoso, con un don nadie? ¿Cómo podía creer ni siquiera remotamente que ella pertenecía a un nivel superior a mi padre? Después de esto no merecía ni besarle los pies, porque de sus labios solo podría surgir estiércol.
Me sentía como si me hubieran clavado una lanza en pleno corazón y me hubieran atravesado con ella de parte a parte.
—Ya veo que no te importa nada este matrimonio. Que yo no te importo ya lo vi hace tiempo, pero no pensé que llegarías a esto. ¿Y Daniel? ¿Te importa? ¿Qué va a ser de él?
«¿Qué va a ser de mí?», repetí en mi mente cuando él terminó la frase.
—Daniel es mi hijo. Mío. De ti solo puede aprender a ser un perdedor, que es algo que se te da muy bien. Por supuesto, se quedará conmigo. Igual que se quedarán conmigo la casa y ese dinero que tanto me has intentado esconder.
«¡No! ¡Dios mío, no!».
—Eso no va a ocurrir. No te voy a decir lo que eres porque soy demasiado educado para decírtelo, pero pelearé hasta el final por él. Daniel no se merece que le hagas esto.
No sé qué más se dijeron porque me fui corriendo de regreso a mi habitación haciendo el menor ruido posible, antes de estallar en lágrimas de pena y rabia. Pero sé que mi padre perdió la primera batalla, ya que fue él el que dejó de dormir en su cama para pasar la noche en el sofá en lugar de ser ella, la culpable de la ruptura de la familia, quien durmiera fuera de la habitación. Aunque también podría ser que mi padre tampoco quisiera dormir en una cama mancillada por un cualquiera, claro. No lo sé.
Desde esa conversación el ambiente en casa fue, sencillamente, irrespirable. Mis padres casi no se hablaban, salvo lo justo para las cosas necesarias. No volvieron a compartir habitación. Eso sí, a mi madre se la veía muchas veces como con un cierto aire de suficiencia. Estaba claro que seguía viéndose con su amiguito sin ningún remordimiento por ello.
No tardó en llevarle a mi padre los papeles del divorcio. Quería comenzar los trámites cuanto antes. Pretendía que fuera de mutuo acuerdo, algo a lo que mi padre se negó en redondo desde el primer momento. Encima de haber sido ninguneado, engañado y traicionado no esperaría que se lo pusiera fácil.
A ella no le importó demasiado, aunque volvió a hostigarle con sus ideas sobre que siempre lo complicaba todo y no la dejaba espacio para su libertad. Bonitas y lastimosas palabras de alguien que no dudó en acostarse con otro en lugar de pensar en el bien de nuestra familia.
Mi madre contaba con el dinero y el apoyo de sus padres, con lo que no la importó lanzarse a pedir el divorcio por la vía contenciosa. Si hasta ese momento tanto mi padre como yo estábamos viviendo un infierno, a partir de entonces nos dimos cuenta de que eso solo había sido la antesala. El infierno llegaba ahora. Abogados, las exigencias de mi madre, las declaraciones ante el juez... Incluso yo, como era mayor de doce años, tuve que ir ante el juez. Muerto de miedo, pues nunca había estado en una situación como esa, en la que me jugaba la vida tal como la conocía ante alguien extraño, traté de explicar las cosas como eran: que mi madre era el problema, que ella hacía daño a mi padre, que él nunca le causó ningún problema, que él siempre se había esforzado por ella y por mí. Mis palabras sonaban balbucientes por los nervios y la responsabilidad. Casi me echo a llorar porque me daba cuenta de que no estaba resultando convincente, de que parecía justo lo que era, un niño asustado que estaba a punto de perder todo su mundo por el egoísmo de quien más se tenía que haber preocupado por él y que intentaba defender ante un extraño a su padre, que era el único que le quería de verdad en esa casa. ¡Maldita sea, yo solo quería que mis padres se reconciliaran! ¿Por qué no podía ser? ¿Por qué ella no pensó en mí?
En cualquier caso, daba igual. Mi padre peleó como nunca había peleado. Buscó y contrató los servicios del mejor abogado que pudo pagar. Todo en balde. Finalmente, tras quince años casados, se rubricó el fracaso del matrimonio. Y, para rematarlo, el juez concedió a mi madre todo lo que pedía: la casa, la mitad del dinero, una pensión vitalicia que mi padre tenía que pagar y que mi madre no necesitaba para nada... y a mí. ¿Cómo creer en la justicia cuando esta te pone en manos de quien solo te quiere para hacer daño a otra persona? Porque ella solo buscaba dejar claro quién era la que se quedaba con todo. Ese todo me incluía, como si fuera un objeto más. Un cuadro de la casa.
Mi padre se quedaba en la calle, tuvo que buscarse una pensión. Me dejarían verle una vez por semana. Yo me tenía que quedar a vivir con una mujer que decía ser mi madre, pero no se comportaba como tal. Tenía catorce años.
CAPÍTULO III
Los primeros días sin mi padre fueron de tristeza absoluta. Sin paliativos. Incluso me negaba a comer. Mi madre tampoco hacía gran cosa por animarme ni por ayudarme a aceptar el nuevo escenario. En lugar de mostrar un poco de cariño —qué digo cariño, al menos algo de empatía—, me decía que me olvidara del perdedor de mi padre, que me iría mucho mejor sin su influencia, que, si por ella fuera, tampoco le vería una vez por semana. Me sentía vacío por dentro. Como si entre el juez y mi madre me hubieran abierto, sacado todas las vísceras, vuelto a cerrar y me hubieran dado el corazón para que intentara que siguiera latiendo de forma normal.
¿Normal? Ya no había nada normal en esa casa. Ya no era un hogar. Solo era el lugar en el que una vez fui feliz, o pretendí serlo, hasta que la fuerza del egoísmo lo absorbió todo.
Esperé el primer día de visita de mi padre con emoción. Mi madre, en cierto modo, también. Yo por fin me había enterado de quién era el desgraciado que había estado beneficiándosela: un nuevo amiguito suyo, que a saber de debajo de qué piedra había salido. Lo había conocido hacía poco en una fiesta o algo parecido a la que fue con unas amigas suyas y de esa nueva amistad había pasado al adulterio sin mayor problema.
Me enteré de rebote. Escuchándola mientras hablaba por teléfono, uniendo fragmentos de conversaciones.
En fin, ella tenía ganas de que me fuera con mi padre para librarse un buen rato de mí y estar con el otro. Yo tenía ganas de irme para librarme de ella. En cierto modo, todos ganábamos.
Al sonar el timbre de casa me dio un vuelco el corazón. Sentí que se me ponía una sonrisa de oreja a oreja. Mi madre debió de verlo, porque frunció los labios y me miró con dureza. Fui corriendo a abrir, con las lágrimas despuntando ya por los ojos. Ella se situó detrás de mí con los brazos cruzados y sin cambiar de expresión.
—¡Daniel! —exclamó mi padre extendiendo los brazos hacia mí en cuanto vio que era yo quien le abría la puerta.
—¡Papá!
Me lancé a sus brazos. Por fin un abrazo sincero, una muestra del amor que los padres le deben a sus hijos. No pude contener las lágrimas. Tampoco quise. Él también lloraba. Y reía.
Por supuesto, mi madre no iba a permitir un reencuentro tan feliz.
—Acuérdate de traerlo de vuelta sin pasar ni un segundo de la hora. No querrás perder estas visitas.
Mi padre la miró y no dijo nada. Yo querría haber dicho algo, pero se me apagaba la ira con la alegría del reencuentro. No quería que me estropeara ese momento. No se lo iba a permitir. Los pocos momentos de alegría que me quedaban iban a ser para mí como agarraderos a los que sujetarme mientras escalaba por la montaña de la vida. Una montaña que, de repente, había pasado a tener unas paredes muy verticales y lisas.
—¿Qué tal, hijo? ¿Llevas bien los estudios?
—Papá, necesito que vuelvas.
Nos detuvimos en un pequeño parque y tomamos asiento en un banco. Aunque hacía algo de frío, el día era luminoso. Se oía a los patos a lo lejos.
—Daniel, tienes que ser fuerte. Necesito que lo seas.
Hizo una pausa. Sus ojos estaban tristes a la vez que resueltos. Veía en ellos el germen de un cambio.
—Todavía no puedo volver. Ese juez decidió que tu madre tenía razón. —Hizo una pausa—. Daniel, voy a hablar con los abogados para que intenten recuperarte. ¡Que se quede la casa si tanto la quiere! Pero tú... Daniel, tú no deberías tener que pagar las consecuencias de nuestros problemas. Quiero que sepas que eres lo mejor que me ha pasado nunca y que lucharé por tu custodia.
—¿Y si no volvemos? ¿Y si, sencillamente, nos vamos a otro sitio sin decir nada a nadie? Podríamos empezar una nueva vida. Podríamos ir a la capital. Allí seguro que tenemos una oportunidad para salir adelante.
Mi padre pareció, por un momento, evaluar la posibilidad. Por fin, habló.
—No, Daniel. Entonces nos buscaría la policía. Mónica me denunciaría por retención ilegal, secuestro, o Dios sabe qué. Acabaría en la cárcel y sin poder volverte a ver. No es una solución viable.
—Pues huyamos a otro país.
—No vamos a pasarnos la vida huyendo, Daniel. No. Es hora de luchar, hijo mío, y es lo que voy a hacer. Lo haré por ti. Porque te lo mereces. —Me pasó el brazo izquierdo por la espalda y me atrajo hacia él—. Mereces que luche por ti.
Nos quedamos allí, sin movernos, un buen rato. Teníamos lágrimas en los ojos y esperanza en el corazón. Más tarde, mi padre me dio un par de palmadas en el hombro izquierdo, se incorporó y me dijo:
—Oye, ¿qué tal si vamos a comer algo? Tenemos que hacer que estos día sean especiales. Especiales de verdad.
Sí que fue un día especial. Había recuperado por un tiempo a mi padre y, por fin, no se iba a quedar parado mientras le avasallaban. Estaba feliz, y esa felicidad duró hasta que no quedó más remedio que volver con mi madre. Sin embargo, en ese momento mi espíritu se alimentaba de la esperanza de mi padre.
El amante de mi madre no solía venir mucho a casa. O, por lo menos, yo no lo veía mucho. Mientras estaba en clase supongo que mi madre aprovechaba