Tierra de Babel: Más allá del nacionalismo
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Manuel Reyes Mate Rupérez
Doctor por la Wilhelms-Universität de Münster y por la Universidad Autónoma de Madrid, es ahora Profesor de Investigación «ad honorem» del Consejo Superior de Investigaciones Científicas, en el Instituto de Filosofía. Nombrado primer presidente del Patronato del susodicho Instituto, con el mandato de ponerle en funcionamiento, fue director del mismo de 1990 a 1998. Es Premio Nacional de Ensayo 2009 por su libro «La herencia del olvido. Ensayos en torno a la razón compasiva». Su línea de investigación se ha desarrollado en torno a dos proyectos: por un lado, la filosofía después de Auschwitz, del que dan fe publicaciones como «La razón de los vencidos» (1991), «Memoria de Auschwitz. Actualidad moral y política» (Trotta, 2003), «Tratado de la injusticia» (2011), «Medianoche en la historia. Comentarios a las tesis de Walter Benjamin 'Sobre el concepto de historia'» (Trotta, 2.ª ed., 2009), «La piedra desechada» (Trotta, 2013) o «El tiempo, tribunal de la historia» (Trotta, 2018). Y, por otro, el alcance de pensar en español en un mundo globalizado, que ha inspirado la Enciclopedia Iberoamericana de Filosofía, una obra que consta de 34 volúmenes, publicados en esta misma Editorial, y de la que ha sido codirector. Si el proyecto de pensar en español ha impulsado la construcción de una comunidad iberoamericana de filosofía, la preocupación por lo que signifique la filosofía después del Holocausto ha animado un modo de pensar sensible a la memoria de las víctimas y a la importancia epistémica del sufrimiento. En 2024 Editorial Trotta publicó su obra «Tierra de Babel. Más allá del nacionalismo».
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Tierra de Babel - Manuel Reyes Mate Rupérez
Primera parte
LOS EQUÍVOCOS ORIGINARIOS
Esta mirada sobre el nacionalismo no va solo de vascos o catalanes, sino de una creencia a la que todos damos culto, a saber, que humanidad y pertenencia se solapan, de ahí la pregunta: ¿qué razones tenemos para creer que para ser humanos, tenemos que pertenecer a un trozo de tierra? (otros dirán que, además, habría que convivir con quienes comparten la misma sangre o hablan la misma lengua o rezan al mismo Dios).
Desde los griegos hasta Heidegger los filósofos han compartido la idea de que para ser humanos, necesitamos mundo, entre otras razones porque en él encontramos lo necesario para vivir. No nos bastamos a nosotros mismos como seguramente harán los espíritus. Pero ahora no hablamos del mundo en general, sino de un trozo de tierra, de esta tierra y no otra. La pregunta por la importancia de lo que Ortega y Gasset llamaba «las circunstancias», lo que nos rodea, parece tan fuera de lugar que ofende, pues ¿acaso no lo hemos necesitado siempre? Todos los héroes que conocemos son de algún lugar; lo que nos atrae de los lugares que visitamos es que son únicos; cada lugar moldea a su manera a los personajes que lo habitan...
Si está tan arraigada la idea de que somos de algún lugar, es porque no obedece a alguna moda pasajera, sino a exigencias muy arraigadas que convendría revisar. Si queremos hacernos cargo del inmenso sufrimiento que provocó el nacionalismo en el siglo XX no deberíamos detenernos en las querellas que plantean los nacionalistas vascos, catalanes o corsos, sino adentrarnos en esas ancestrales querencias a la pertenencia que están en la base de todo. Fiel al método de las «iluminaciones profanas», me voy a fijar en un par de destellos de ese arraigo antiguo: la primera es filosófica, viene de Grecia y afecta al conjunto del desarrollo político occidental; la otra es una singular versión de teología política, asentada en Hispania, que sigue vigente.
Iluminación primera
EL EQUÍVOCO ORIGINARIO QUE NOS LEGÓ ARISTÓTELES
Somos herederos de una respetada tradición que asocia el proceso civilizatorio que ha protagonizado Europa a figuras políticas de la pertenencia, llámense estas polis, christianitas, Europa, Estado, patria, nación o comunidad nacional. Esta convicción, que podemos calificar de nacionalista porque la Nación es la forma más elaborada de la pertenencia, viene de Aristóteles, el padre de la política, aunque no sea el primero en hablar de ella. Lo podemos constatar en dos de sus ideas que han marcado con fuego la historia política de Occidente. Dice que la política es el arte de convivir en una sociedad dividida por la mitad entre pobres y ricos, asunto nada fácil porque en esas circunstancias no hay manera de dar con normas comunes: los ricos, en efecto, se las arreglan para imponer las suyas, comprando incluso la complicidad de los pobres, mientras que los pobres, dispuestos a llegar a acuerdos con los ricos, carecen de fuerza para lograrlo. «Y esto es así», dice Aristóteles, «ya que los más débiles siempre buscan la igualdad y la justicia, pero los poderosos no se preocupan en absoluto de ello». La política es un arte sin final feliz. Lo decía el Estagirita veintitantos siglos antes de que Marx hablara de la lucha de clases. Hoy en día pocos son los que dudan de esa manera pesimista de ver las cosas. Completaba Aristóteles aquella idea con otra, previa, que también sigue vigente. Decía que «la polis es una de las cosas naturales y el hombre es por naturaleza, un animal de polis. Y el enemigo de la vida en polis es, por naturaleza, y no por casualidad, o menos que un hombre o más que él». Esta frase de tanto citarla ha perdido todo su mordiente. Se suele dar a entender con ella que el ser humano necesita de los demás, de la vida en comunidad, para salir adelante. Aristóteles diría en términos filosóficos lo mismo que, en términos míticos, ya contaba el Protágoras de Platón. El diálogo en cuestión cuenta la preocupación de los dioses por el destino del ser humano en el mundo. Nace tan frágil que su suerte peligra si no se le echa una mano. Es lo que hace Prometeo regalándole el fuego para que se caliente, cocine y se defienda. Pero a la vista de que utiliza el regalo técnico (el fuego) para hacer armas y declarar la guerra, Zeus decide un envío político, a saber, «el sentido moral y la justicia, para que hubiera orden en las ciudades y ligaduras acordes de amistad».
En el relato platónico, la política es el modo humano de sobrevivir en un mundo hostil; en el aristotélico, el modo de realizarse como ser humano. El mito platónico y la filosofía aristotélica asocian existencia humana (es decir, llevar una vida acorde con «sentido moral y justicia») a vida política, dando a entender que sin ella dominaría el espectáculo inhumano que no gustó a Zeus.
Pero no perdamos de vista lo que nos están queriendo decir estos maestros de la filosofía: que si por naturaleza el ser humano tiene que vivir en comunidad y no aislado, ser humano y ser político coinciden. No es que la vida en sociedad ofrezca más posibilidades que la vida aislada, sino que no hay ser humano que valga fuera de la comunidad de pertenencia. Política y humanidad se recubren de suerte que quien no viva en comunidad sería, como sigue diciendo Aristóteles, «alguien sin familia, sin leyes y sin hogar», un «amante de la guerra», «como una pieza aislada en el juego de damas», es decir, alguien alejado de lo que entendemos por ser humano. El a-polis carecería del santuario que constituye la familia, del paraguas protector que proporciona la unidad de todos, del calor sentimental que dan los próximos. El a-polis no solo estaría más expuesto en su vulnerabilidad, sino que supondría una pérdida de las conquistas humanitarias y un regreso a la animalidad. El a-polis estaría condenado a ser menos que un hombre (un animal) o a mutar en algo más que un hombre (un ser puramente espiritual).
Ahora bien, si tras el tema de la identidad colectiva se esconde el de la humanidad, George Steiner pide la palabra para proponer un tipo de humanismo (el judío) opuesto al griego. Serían modos distintos de ser humanos, situados, eso sí, en las antípodas el uno del otro. El humanismo de estirpe aristotélica, basado en la polis, tiene su sede en la sangre y en la tierra, mientras que el judío, de ascendencia semita, en el éxodo y en el otro. El humanismo aristotélico ha considerado al judío, centrado en la diáspora, un modo de existir «desarraigado», dando al término «desarraigo» una significación cercana a abandono de la condición humana. El humanismo judío es diferente porque prefiere el camino al arraigo en la tierra. No es una diferencia menor, pues, dice Maurice Blanchot, entre una y otra actitud media la posibilidad de la justicia. Quien se aferra a la tierra, en efecto, se apropia de un lugar que es de todos; el que se pone en camino, por el contrario, expresa existencialmente la necesidad del encuentro con el otro. La errancia lleva consigo una nueva relación con la verdad. El éxodo o el exilio expresan un modo de relacionarse con la exterioridad —que está también implícita en la palabra existencia— que desplaza el eje vital del yo o de lo propio a lo que nos puede advenir de fuera. La verdad será ya siempre algo más que el desvelamiento de lo que hay, pues implica también tomar en consideración lo desconocido. El prefijo «ex» expresa la distancia respecto a lo que somos, una distancia creativa ya que indica que los valores positivos no tienen por patrón la luz del ojo, que sale de cada uno e ilumina el campo, sino el oído, atento a lo que nos viene de fuera. El judío al irse manifiesta una relación singular con el origen, pues da a entender que la fidelidad para con él consiste en la separación. Lo que subraya no es la privación permanente de un hogar cuanto la afirmación de que la residencia no supone atarse a un lugar.
1. El humanismo griego
Aunque haya distintos tipos de humanismo, lo cierto es que nos ha marcado el griego. Ha calado muy hondo el dicho aristotélico de que «el hombre es por naturaleza un animal social», de suerte que abandonar el redil es volver al estado salvaje o, como sigue diciendo el de Estagira, «a ser un amante de la guerra». Viene de Grecia, pero se ha prolongado y desarrollado a lo largo del tiempo y del espacio.
Advertimos un hilo conductor que va desde el Aristóteles que relaciona la humanidad del ser humano al hecho de formar parte de la polis, con el Hegel que dice, veintitrés siglos después, «el Estado en sí y por sí es la totalidad ética, la realización de la libertad. Es un fin absoluto de la razón gracias al cual la libertad puede ser efectivamente real». O, también: «El Estado es el absoluto e inmóvil fin último en el que la libertad alcanza su derecho supremo, por lo que este fin último tiene un derecho superior al del individuo cuyo supremo deber es ser miembro del Estado». El Hegel maduro idolatraba al Estado, esa construcción humana insuperable, levantada gracias «al trabajo de la razón» y al coraje «del corazón y la amistad». Podría decir del Estado lo que dijo de la historia: que era «un delirio báquico en el que ningún miembro deja de estar ebrio», es decir, una borrachera en la que solo están a disgusto los que se mantienen sobrios.
Hegel concede a esa forma eminente de pertenencia que es el Estado una superioridad ética sobre cualquier otra porque es capaz de reconciliar los intereses del individuo con los de la comunidad y, en el caso de que los recursos generales no alcancen, distribuirlos equitativamente. El individuo necesita mundo para realizarse, pero ese mundo, es decir, los recursos externos disponibles, son a veces limitados. El Estado interviene a través de distintos mecanismos (la justicia distributiva, por ejemplo) para que no falte lo