Planeta Zombie
Por VV.AA
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13 autores chilenos comparten su visión del Apocalipsis Z.
Autores: Aldo Berríos, Maivo Suárez, J.L. Flores, Carolina Brown, Patricio Alfonso, J.Y. Zafira, Hugo Riquelme, Daniela Cortés del Castillo, Sergio Fritz Roa, Rodrigo Muñoz Cazaux, Sofía Ramos Wong, Roberto Fuentes, Jorge Pesce.
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Planeta Zombie - VV.AA
Sangre nueva - Aldo Berríos
Siempre creyó que la vida tenía un sentido piadoso y profundo, pero la transformaron en otra cosa. Ha envejecido con esa espina a cuestas, a sabiendas que el otro camino era peor. Mi madre es una mujer pudiente, noble, incluso tiene esclavos y varias casonas. Su pelo parece hecho de fuego.
Yo sé que me ama, aunque su boca solo se abre con la llave precisa: el miedo. Sus pensamientos se han vuelto una incógnita desde que llegamos acá, escapando de lenguas de víboras y de la envidia. Viajamos de noche, entre la penumbra que acechaba. Catalina, mi madre, es una mujer muy especial. Una vez vio el rostro de Cristo en un árbol y mandó a tallar su figura para que nos acompañara en nuestra procesión.
Hace dos veranos atrás, cuando ya era de noche, se remeció todo Chile. Fue un terremoto violento, un castigo divino que duró cuatro oraciones y que hizo caer Santiago. El silencio, todavía lo recuerdo, era profundo y amenazante, como una boca que se abre justo antes de tragar. Se dice que murió mucha gente, pero yo no vi nada de eso. Ni siquiera me permitieron saludar al ejército o las bolas de fuego que bajaron desde los cielos. Incluso, al Cristo de Mayo se le cayó la corona de espinas, que quedó justo en su cuello, descansando sobre sus hombros. Al menos siguió en pie.
Las calles se volvieron peligrosas, la gente se volvió violenta. Varios aseguraban que los muertos elevaban los brazos entre las ruinas y que venían a vengarse de los demás. A cobrar favores y deudas que habían adquirido en vida, como si no supieran olvidar. Mientras tanto, los ladrones y rebeldes eran ejecutados en las calles para mantener el orden.
Un olor putrefacto comenzó a invadir las calles, nadie estaba a salvo del apetito. Y eso que, como dice mi madre, el chileno es firme, tiene una historia de sangre y hasta se acostumbra al maltrato en su justa medida
.
Según mi bella cuidadora, la muerte tiene un sabor agridulce que pocos se atreven a explorar, pero cuando lo hacen, no hay vuelta atrás.
—¿Duele? —me pregunta ella, aunque yo no me atrevo a darle una respuesta sincera.
Entonces procede a abrir con sus propias manos mi tórax.
La siento adentro, moviéndose como si buscara una perla. Un tesoro. La vida en el campo le ha deparado una fuerza increíble, mientras que su mente encuentra belleza en los senderos más lúgubres del pensamiento. La quiero.
—Tu padre estaría orgulloso —me dice sin dejar de remover huesos y limpiar mi sangre coagulada—. Eres muy valiente, Gonzalo.
La observo, orgulloso y agradecido del esfuerzo que ha depositado en mí. El amor se posó sobre su hombro hace décadas, dejándola con un corazón destrozado, a merced de lo sobrenatural. Desde su cuello cuelga la prueba empírica de este hecho, un escapulario blanco que le regaló mi padre poco antes de partir. A pesar de ser una mujer escéptica, Catalina se siente protegida por ese objeto. Creo que le recuerda otros tiempos, cuando todavía formaba parte del círculo humano y sus costumbres. Cuando teníamos más esclavos y éramos una familia. Más o menos.
—Mi padre nos amaba demasiado… —respondo tímidamente, revolcándome de dolor cuando me pasa a llevar un órgano conectado con las encías—. Eso le costó la vida…
Me deja descansar unos minutos. Lo veo en sus ojos verdes, sus recuerdos se vuelven confusos y agitados. Su respiración se acelera. Entiendo que debió pagar el único diezmo que se les exige a los poderosos para cimentar su éxito, perder cada ápice de felicidad.
Y yo sé que mi madre es una mujer exitosa. Aristócrata y terrateniente.
Una mujer sola contra el mundo.
—Tienes razón —susurra mientras se limpia el sudor de la frente—. Pero no hay sacrificio que sea en vano, Cristo nos enseñó eso.
Mi cuerpo yace sobre su mesa de trabajo, mis ojos la traspasan como dos puñales que la saludan con amor, aunque ella a eso le llama inocencia.
—Tu mirada es distinta —le digo antes de hacerle un gesto para que siga—, hoy se parece a la mirada de la abuela…
—Es cierto. Ella se cansó de advertírmelo… todo lo que acarrea una vida abocada a estas artes. —Se queda pensativa por unos segundos—. También me dijo que cualquier tema pendiente con los muertos se convierte en una pesadilla que se revive hasta el cansancio. ¿Seguimos?
—Estoy listo, mamá. Confío en ti.
—No sabes cuánto me halagas, hijo mío. —Sus ojos brillan, casi rebosan de luz.
Si bien no es una mujer religiosa a la vieja usanza, su fe en el trabajo la ha llevado a ignorar maldiciones y malos consejos. Primero nos salvó de las garras de la enfermedad que arrasó con nuestro país. Esos cuerpos que dibujan hilos y que deambulan por ahí, atacando en los callejones como ratas.
El carácter de mi madre está teñido por un aura especial. A veces lo veo. Algunos matan con las manos, otros lo hacen con su silencio. Acumulando su fuerza.
Vuelve a ingresar en mí. Mis ojos se mueven hacia la ventana: un atardecer vestido de rojo se asoma entre las cortinas, alzándose sobre verdes campos y praderas.
—Este lugar es tan hermoso —le digo, conteniendo una puntada—. Gracias por traerme…
Pero su cabeza está en otro lado. Parece acogida en el seno de la demencia, su concentración es absoluta. Su alma se ha fundido con el amor en un solo impulso; nuestros días transcurren sin revisar el reloj, ni mucho menos el calendario. Por lo general, nos pasamos planeando cuidadosamente nuestras salidas, midiendo las comidas o contando historias para opacar los ruidos nocturnos. Como ella dice, nos encontramos en pleno infierno, un lugar que ofrece alegrías y luego las borra; una sombra que busca vengarse de la felicidad vacía, esa que no duele
.
En la comisura de sus labios aparece una sustancia blanca y reseca. Lleva horas haciendo lo mismo. Por las cornisas se asoman constelaciones de hongos, marcas de uñas y manchones amarillentos. Un cúmulo de cenizas adorna el comedor, porque ella fuma tabaco y yo prendo inciensos. La luz golpea las paredes y se vuelve más tenue, palideciendo.
—Al este tenemos el sol: el jardín del edén prometido —señala la alquimista, ubicando una vela junto a la mesa—. Al oeste tenemos el mar, reino de muerte y tinieblas, de lo desconocido. Al norte tenemos la habitación celestial, donde un falso rey intentó usurpar el reino. Y al sur tenemos el desierto, el mismo por el cual deambulamos como espíritus para encontrar el monte divino. Cuatro puntos cardinales, cuatro formas de ver la realidad más allá de lo terrenal.
La llama baila al compás de sus palabras. El fuego crepita y lanza unos chispazos sobre la mesa, aunque se apagan antes de tocarla. El aire sale despedido con dificultad de sus pulmones, para no perder precisión en el corte. Pero deja caer un hilo de saliva que se siente oleosa, con aroma a tierra.
Ella es mía y yo soy de ella.
—Un demonio está confinado en este joven cuerpo —dice mamá, alzando los brazos como si fuera un árbol sin hojas.
Pero no me habla a mí.
Guardo silencio. Se ve más oscura. Comienzo a pensar que se le ha apagado un poco el espíritu, porque para ella la naturaleza dejó de ser un principio sagrado y pasó a convertirse en la búsqueda de la inmortalidad.
Quién soy yo para cuestionar su sabiduría.
El cuerpo que yace sobre la mesa se sacude frente a la vela. Cada vez lo siento menos mío.
—¿Cuánto falta? —le digo inquieto, temblando de pies a cabeza.
No hay respuesta, pero en mi pecho se asoma otro nido de babosas que explotan mientras Catalina las traspasa hacia un jarrón. Definitivamente, estoy enfermo. Entonces, la alquimista percibe una ligera reacción en mis manos, que resulta ser el gesto que normalmente hago para que se detenga.
En este caso, no sirve. Los nudillos de mi madre se abren y dejan caer el puñal cubierto de sangre. Al recogerlo, lo vuelve a introducir y el instrumento se siente demasiado frío. Hasta la casa ha cambiado de temperatura, a pesar de que el arroyo se escucha a lo lejos, como de costumbre. Tras arrojar un suspiro, la boca de ella emite vapor y yo