Coral Romput (Castellano)

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CORAL ROTO I

Así como el niño que sabe por su calle bastante bien ir...

Ausiàs March

Una amable, una triste, una pequeña patria,

entre dos claridades, de comercios antiguos,

de parejas lentísimas, de niños en la plazoleta,

de nobles campanadas y grandes camas de canónigo,

de una ciert tono amarillento de pianos usados,

mientras que la humedad empapa los adoquines

-hay hojas de lechuga esparcidas por tierra-,

el cuenco entre las piernas, el rosario en familia,

la cuerda de la escalera -la calle de la Mar,

la calle del Milagro- y la hija mayor

bordando iniciales conyugales en la almohada,

el abuelo de cuerpo presente entre cuatro ciriales,

las carcomas de la mesa. Una lenta tristeza,

un amor, unas lágrimas, una pobre nostalgia.

He regresado. Hacía tiempo que no lo hacía.

Los baldosines blancos, un olor de pinaza.

Entre dos claridades recorro las calles.

Sé que te he de encontrar hoy, mañana -no sé.

Tampoco lo quiero saber. No quisiera saberlo.

Sentiría entonces una tristeza horrible.

Te he despojado de todo lo que me gustaba.

De todo aquello sólo te queda la alegría.

Yo sólo busco en ti la alegría de vivir.

Sólo aquella alegría. Sólo, sólo, sólo!

Ahora que estoy a punto de estar más triste que nunca.


Ahora que me resisto débilmente a estar triste.

Ahora que sólo tengo ganas de estar alegre,

ahora que este deseo es el único que me sostiene

mientras voy y vengo y vuelvo y callo y no digo nada.

Recorro unas calles, entre dos claridades,

y siento la vecindad oculta de la alegría

y al doblar una esquina creo que me voy a morir.

Señales, sólo, de tí. Las parejas lentísimas,

esperanzas aún. Yo sé que te he de ver.

Me resisto a creer que todo lo he perdido ya,

que he perdido mi derecho, quiero decir, a la alegría,

que he perdido mi derecho, quiero decir, a tí, a tu

compañía, a tu alegría de vivir.

Lo he perdido todo, pero no te he perdido aún.

Todavía vives, oh tú. Todavía vives -y te siento.

Por la mañana hubo mercado. Sólo queda el olor de pescado,

una humedad, por tierra, sucia y pegajosa.

Era alegre quererte. Afirmativamente

íbamos por las calles, entre seres y cosas.

La vida era una calle con camiones y novios

y niños y sábanas tendidas en los balcones,

y por encima de todo un ajetreo de hierros

y de silbidos de trenes que iban y venían.

Estaba el hombre aquel que vendía periódicos,

y la chica, de blanco, deseada por todos.

Estaba el Monasterio de Santa Clara en el aire

del crepúsculo tranquilo, como el tragaluz de las casas

y un cansancio dulcísimo y una secreta pena.


Hay poetas que cuando deciden ponerse a escribir

dejan sobre la mesa el cenicero, las tijeras,

el tintero, el secante y muchas cosas más.

Calculan la distancia de la cabeza al papel.

Discretamente ensayan el ademán.

Por último escriben, y escriben cosas pulcras,

quizás renacentistas, perfectamente inútiles,

sin las cuales los hombres trabajan, aman, mueren.

Hay poetas que, cuando escriben, en un sitio

dejan corazón y reloj -molesta su tic-tac

de carcoma que mordisquea la pobre madera humana-;

se aseguran antes de que duermen sus hijos

y duerme su mujer, y entonces se sacan

los versos como si fueran fotos de una "vedette"

-cada verso tiene una imbécil vanidad de "vedette"-

y consideran, graves, cada uno de sus bienes.

Ahora pasa un tranvía por la calle de la Paz.

Me gusta, por la noche, escuchar los tranvías

(los tranvías, de noche, deben pasar repletos

de grandes peces y mujeres ahogadas e hinchadas).

Un día escribiré un libro, un libro con tu nombre:

ha de llegar un día que diré tu nombre secreto,

un nombre como una piedra de río, suavizada,

un nombre como una flor impensada en una orilla,

un nombre festivo de viñas y el crepúsculo en la mar,

un nombre como una barraca con las vocales abiertas

y la brisa del mar como caligrafía.

Dans la ombre, dans les yeux, dans l’incendie du boix.


Recuerdo Dominique. Y recuerdo el musgo

que crece entre las losas del patio de Santo Roque.

Son unas losas azules, casi azules más bien.

Por un lado se ve la mar sobre los pinos.

El tic-tac del reloj, los papeles del periódico,

las inundaciones en el delta de Po,

unas ganas amargas de volver tenazmente

a mi Coral roto, y este dolor de cabeza

que no puedo quitarme nunca. Llevo no sé cuántos días,

llevo no sé cuántos meses sin escribir ni un verso.

Me han pasado demasiadas cosas. Quizás todo sea eso.

Pero ahora es necesario que escriba ciertas cosas,

ciertas cosas que nunca ha de leer nadie,

que nadie ha de entender hasta que yo haya muerto

y sea tarde y sea perfectamente inútil:

yo sé, y me lo callo, quien se arañará la carne

con sus uñas, llorando todo un espeso verano.

Quizás nunca he sentido una necesidad

tan salvaje de escribir. Pero me duele la cabeza.

No sé cuántas veces he desistido de escribir

por esto, por este dolor de cabeza que no me deja.

Ahora duerme mi hijo. Pienso que ahora mi hijo

duerme allí, en mi pueblo, al lado de su madre.

A veces quisiera ser como otros poetas

y haber escrito unos versos honestamente rimados

donde contar la alegría que casi siempre tienen

los ojos azules de mi hijo, oh y su cabello rubio,

sus mejillas finas como un verso nunca escrito,


como el verso que no he escrito pero quiero escribir

-como de una monarquía europea del Norte.

Me gustaría decir: ahora ha pasado un coche,

hacía un ruidito sobre el asfalto húmedo

como si fuera desprendiendo pétalos del asfalto.

No es esto exactamente. Dans l’ombre, dans les yeux.

Una rodilla. Ahora veo, ahora imagino una rodilla.

La rodilla de una chica como una primavera

como una rodilla de chica. Posiblemente pensaba

entonces en una rodilla bastante concreta.

Pero la rodilla que decía es la rodilla que imagino,

vagamente insensato... Por qué habré dicho antes

surge la primavera cono una rodilla de chica,

si es ahora cuando lo veo, si es ahora cuando lo imagino,

si es ahora cuando lo sé y no cuando lo escribía?

Un vecino escribe a máquina. Escribe muy lentamente:

quizás escribe buscando las letras una a una.

Yo también escribo muy lento, haciendo la letra pequeña,

masticando las palabras, como briznas, de una en una,

en un pequeño cuaderno. Mi anhelo seria

estar toda la vida escribiendo, con letra pequeña,

un canto larguísimo y penosamente lento,

lento y gris, en voz queda, en la casa silenciosa,

labrar en silencio complicados capiteles

-ahora recuerdo unos: los vi en León-,

dulces curvas de amor, una callada ofrenda

diaria, una ofrenda callada a quien más quiero

y nunca debe saberlo. Eres, quizás, quien más quiero.


Lo he escrito y me he detenido. Amo, en tí, la alegría

doméstica de vivir, el inicio de un orden

que yo sé y no quiero decir; y ya no lo es tampoco.

Ah, todo es ya imposible, imposible del todo.

Lo sé y no puedo llorar, ni casi arrepentirme.

Miro sencillamente, miro y callo. Te recuerdo.

Quiero en ti todo aquello que significas, clara,

con una vida esbelta, como una fuente erguida

donde el aire se pueda lavar tal como yo me limpio el alma.

Tenme lástima, tenme una pobre, una triste,

una amorosa lástima! He llegado a lo más alto

de la vida; quisiera que tu recuerdo fuera

mi paz, ahora ya sí. Dios mío, que su recuerdo

ahora me dé la paz, me signifique paz

y me deje tiernamente en este lugar donde estoy.

Ángeles que me queréis tanto que he llegado a notaros

cogiéndome de pronto la muñeca cuando yo

iba a escribir cosas que no debía escribir!

No me dejéis. No me dejéis! Y Tú, Dios mío, y Tú,

Tú que me querías fuerte y vencedor y claro,

no quiero que me mires ahora, que estoy quizás caído:

me he de levantar, lo sé, y he de ser como querías

que fuera, como quieres, aún!, día a día, que sea.

He de ser como Tú me quieres. He de ser como Tú quieres.

Me he detenido un poco. Me sudaba la mano.

La mano se me pegaba, escribiendo, al papel.

No escribe ahora el vecino. Ahora se oye el ruido

del agua en una pila. No lo he dicho: estoy solo;


estoy solo en mi casa. Miro un momento los muebles;

he pasado una mano suavemente por la mesa;

he recordado que tengo, dentro de un cajón, en un sobre,

un puñado de papeles, las facturas de los muebles.

Las sillas, la mesa, la cama, el aparador,

una mesa pequeña para la cocina... Íbamos

poco a poco comprando, vacilando, calculando,

renunciando... Recuerdas? Empezamos entonces

a ir renunciando, hoy a esto, mañana a aquello...

Debía entristecerme mientras lo voy recordando,

pero no lo estoy en absoluto. Puntualmente, recuerdo,

lo considero, lo imagino. Fue, sólo, al principio.

Hemos renunciado, después, tantas veces

a tantas, tantas cosas que eran nuestras, muy nuestras!

Era una lechería de San Vicente de fuera.

La lechera jugaba al parchís con el hijo;

nosotros nos besábamos brevemente en un rincón.

Dibujabas niños en un trozo de papel.

Yo quería un amor como el de Beatriz

bajando al Infierno para ver a Dante,

e imaginaba columnas florentinas, delgadísimas,

terriblemente esbeltas, como las de Fra Angélico.

Me resistía a ver la suciedad de las paredes,

el solar y las latas y los amantes y los gatos muertos.

A veces las cosas no pasan porque sí.

Hay cláusulas ocultas que van determinando,

que van tejiendo y destejiendo lo nuestro, y en cambio

no cuentan con nosotros, no nos exponen el asunto:


nos ignoran del todo. Es terrible, si se considera.

No sé qué he querido decir. Me he tenido que ir

a la cocina, a beber, y lo he olvidado todo.

Pero quizás es válido lo que he escrito tal como lo he escrito.

No, no: se ha equivocado. Es el diez-ocho-cincuenta.

No, no. Diez-ocho-cincuenta. Eso mismo. De nada.

A tí, que te ríes, te digo, y te pido que rías,

que no dejas de reír si no quieres que muera.

Recuerdo como ríes, y porque ríes te quiero

y te recuerdo y no dejo ya de pensar en tí.

A tí que ríes, a ti, te quisiera tener

para siempre jamás a mi lado, riéndote, porque ríes,

y ríes con toda el alma y ríes con todo el cuerpo,

y ríes, amor!, con toda tu juventud

y con la salud dorada de la naranja abierta

con los dedos, con las uñas, bárbaramente alegre!

Podría decir cómo eres de la cabeza a los pies,

pero no quiero saber más que esto: que ríes,

y evocarte riendo, y quererte riendo,

y desear que rías -sólo, sólo, sólo!

Tú no sabes, tú no sabes... Los pasillos largos,

estrechos y sinuosos, los copos que se forman

a veces bajo las camas... Tú no sabes, tú no sabes!

Veo el cielo violeta, la muralla, las torres,

los almendros, las lomas rosadas, en carne viva

-el homenaje rendido, mental y fugazmente,

a Muñoz Degrain, sin convicción,

por cierto cuadro que hay, según se entra, a la izquierda...-,


pero, antes, el gran fuego, la soledad y el fuego,

viendo por la ventana, y entre la alameda, el río,

la ilustre extensión de los edificios, el orden,

y más allá las viñas, algún pueblo, algún humo

suave y amorosísimo, y ahora esto, y este frío,

un frío inverosímil, y en medio de todo, no sé,

una ternura oculta, una cierta tristeza,

como si ya no pudiera regresar de nuevo,

como si esta vez fuera la última ya,

como si ya tuviera que decir adiós y fuera ya tarde,

como si tuviese vergüenza, también, de despedirse,

o de parecer retórico. Y el adiós, como un hueso,

un huesecillo, cruzado brutalmente en la garganta.

Ya sabes que ha llegado la hora de ir diciendo adiós,

de ir ya recortando, perfilando, concretando

la esperanza. Un asunto muy triste y necesario.

Hay que despedirse, con afecto, con tristeza,

de aquello, de aquellas cosas que se han amado más,

ilusiones que ya no se pueden realizar,

porque es tarde, es ya tarde, absolutamente tarde...

Andar, ya, reduciendo, limitando los afanes,

ya las ilusiones en una sola cosa...

Adiós, adiós, adiós. No es que mueran las cosas;

tampoco es que se vayan. Es un, es un. Es un...

El ocaso pequeño, y triste, y entrañable,

de estas calles antiguas que me gusta recorrer,

donde yo quisiera vivir y escribir versos grises,

absolutamente grises, mientras quemamos lavanda


sobre las cuatro brasas; una mesa pequeña,

sobre ella una manta, paredes empapeladas,

un tablón algo suelto, y creer dulcemente

que Campoamor fue un poeta formidable,

que El Ama es un poema como pocos,

y leer en voz alta ciertas rimas de Bécquer

y acostarse, y no dormir, pensando sólo, pensando

que he de escribir un poema en octavas reales

y no como los poetas de hoy en día, que no suelen

rimar porque es difícil. Yo quisiera, yo quiero

creer que es necesario escribir todos los versos

bien aconsonantados y obedeciendo ciertas leyes

y en un valenciano muy nuestro, muy nostrado,

como dicen, con un índice yerto de repente,

hombres que tienen título de Maestro en Gay Saber,

y decir que no, que eso de que el valenciano

es catalán no es cierto, que eso es traicionar a la Patria,

a la tierra donde se nació y que no, hombre, que no,

y no meterme en líos, y bueno, ir pasando,

hacer un año el llibret de versos de una falla

y conseguir cómo sea que el Rat Penat me dé

al menos un plato de gloria, y pasarme la vida

consiguiendo Violas y Englantinas y accésits.

Un mundo pequeño y tierno, positivamente tierno,

el gato sobre los pies, la carcoma en la silla,

después el crucigrama, y mañana si Dios quiere.

Como el caso de la viuda que acabo de conocer.

Es joven; tiene una hija. Y parece que no es viuda.


Parece que tuvo una hija de un hombre,

que no se casaron. Todavía está bastante bien.

"No es nada del otro jueves", comentan al despacho

donde ella suele subir cafés, cafés con leche.

"Yo lo he vista en el Coli". "Qué quieres decir con eso?"

"Yo? Yo no quiero decir nada. Lo digo; ya lo he dicho".

"Si no callas te rompo la cara..." "Usted?" "Yo!"

Isabelle ennuyeux, quand les pins, quand le soir.

Una chica de verde y una chica de rojo

y una chica de blanco y, vibrantes, las trompetas,

las trompetas lascivas que no perdonan nada

y suenan -y fulguran- durante toda la noche,

y el sudor en los rostros, como de madera, de los negros;

el ajetreo de un tranvía que gira por la esquina,

la pareja que cruza el solar hacia la tapia;

entre el humo, los silbidos de los trenes, los faroles rojos;

el agua cayendo, caliente, de las locomotoras;

las plantas de los geranios todas llenas de humo;

las hijas de la viuda que bajan a la calle

y la madre las mira detrás de los cristales

del comedor a oscuras; las trompetas del baile,

las trompetas lascivas, e invictas, y crueles,

la acometida brutal del agua de los wáteres,

el fulgor de las ruedas detenidas de los trenes,

el fulgor del acero. El niño salta la tapia;

detrás de los cristales, rostros de gente que duerme,

miran sin interés, esperan en todo caso:

un sudor, unos aceites, unas gotas espesas...


Oh adorada! Ahora me salvo. Ahora te imagino, oh terrible.

Alegría es la palabra que me resisto a escribir.

Ha llegado el momento de decir -no de cantar –

la alegría, quizás. He aquí mi oficio.

Una ocupación tengo, en adelante, por tu causa.

Insistir, brutalmente, desde ahora, en la alegría.

De ti me viene, de ti me viene, o me viene del fondo de los tiempos.

Y tampoco es así. No se puede formular.

Porque no es una alegría. Es -yo lo sé!- la alegría.

La alegría en minúscula, viva, cotidiana,

cosa de cada día y de ir y volver:

al cabo de estar vivo, de haber nacido, de ser,

de estos pies, de estos ojos, de las manos, de los dientes,

de todo esto que tengo y, teniéndolo, lo tengo todo

o lo puedo, en un momento, tener todo, o creérmelo.

Ahora es cuando veo Italia. No la vi antes.

Las trompetas lascivas, el sudor en los lugares

donde las manos insisten. El cielo como una sábana.

Con letra muy pequeña, en un pequeño cuaderno,

un canto de amor como nunca lo haya escrito nadie.

Llamaría a la puerta de tu casa; la puerta

se entreabriría; tú estarías, de pie,

con una mano en la puerta, la otra a lo largo de tu cuerpo.

Entraría a tu casa. Luego me imagino, contento,

Hablando de cosas alegres y enormemente estúpidas,

y tú en una silla, más allá, en un rincón,

con una mano en la puerta, la otra a lo largo de tu cuerpo.

Con letra muy pequeña, en un pequeño cuaderno,


dramas que no se saben, tragedias latentes,

todo lo que no pasa, pero que es, no obstante.


CORAL ROTO II

Con muchos testigos y grandes inventarios y con actos recibidos...

Bernat Fenollar

Mira, amiga -diría-: las cosas, ciertas cosas,

no ocurren porque sí. Hay cláusulas secretas,

hay procesos ocultos, hay juntas generales

alrededor de una mesa de pino, muy basta y pobre,

sobre la que a veces cuelga una luz miserable.

Sabemos los resultados, los brutales resultados

que nos detienen de repente, como un relámpago, en el camino.

Podría iluminarte el pasaje evocando

el camino de Damasco; pero no es necesario.

Ahora, mira, la tarde, las alamedas, el río.

El rey hablando con Curzio: mira a ver si lo entiendes.

No es tiempo todavía, amiga, que los árboles -los árboles

verdes y esbeltos del jardín- se conviertan en doncellas.

Ahora van entre los árboles, relinchando, los caballos.

Habrá un momento que los árboles se transformen en doncellas,

verdes doncellas desnudas, terriblemente esbeltas,

y entre ellas los caballos, relinchando como los hombres

cuando llega el momento que ya no pueden más.

Entonces veremos porcelanas amables,

porcelanas que tienen unos lentos dibujos ópticos

hechos de raíces torpísimas: hormigueros anagramas

como los que todos tenemos en las bolas de los ojos,

unos pequeños mapas ópticos de los países a que estamos


destinados -por qué no?- desde el instante de nacer:

el país que se nos debe, no te quepa ninguna duda,

el país del que somos amargos exiliados.

En cada ojo traemos, quizás, un hemisferio,

tristemente dibujado, en líneas de sangre,

-o quizás, bien mirado, en líneas de espanto-

y el lugar donde no pudimos llegar cuando nacimos

por eso, porque nacimos posiblemente.

Cosas absurdas, cosas dichas por no callar.

Bien, conforme; de acuerdo. Pero y qué me dices de esto?

Las porcelanas traían desde "chez Proust" en China.

La de Mao Tse Tung... Es como si se escribiera

un poema en un grano de arroz pintado de verde.

Que no? Que sí, que sí. Cuando Suetonio habla

de Tiberio... Es preciso recordar Suetonio.

Ahora estoy viendo Capri como no lo había visto.

He recordado la cal empapando las paredes.

Y olivos, y viñas, y barcas, y pecados.

Bien. Sigamos, recordamos aquel verano horrible

con la muerte a la espalda o entre pecho y espalda,

a la manera de un pichón caliente de barro y cal,

y la habitación, muy blanca, de la clínica,

la persiana verde, el capellán junto

a su cama, a su cabecera. Sabemos -creo que lo he dicho!-

el resultado. Es suficiente? Ahora creo que sí;

mañana, pasado mañana, querré seguramente

saberlo todo de todo. Oh amiga, oh tierna amiga.

No tengo nada que decir. Sucede simplemente.


Para qué quieres que hable? No es suficiente? Es que no es suficiente?

Es como si tomáramos, un día cualquiera,

un periódico, y fuéramos hablando de todo lo

que decía el periódico, y siguiéramos, y ya está.

Ahora el castillo naufraga tristemente en la niebla.

Ahora el rey flotará sobre una cama de niebla.

Ahora las porcelanas flotaran en la niebla.

El relincho de los caballos ahogándose en la niebla.

Las chicas volverán a ser amargos árboles de niebla.

Jacques Prévert escribirá tristes canciones de niebla.

Caminará Simone Signoret por la niebla.

Ahora estarán mojándose de niebla los adoquines

de París y las losas del Patio de Santo Roque,

y las torres de Hamlet, los versos de Rimbaud...

Estarán enmoheciéndose las obras de Carné.

Descenderá la niebla por los espejos del castillo,

por los escalones gastados, por las viejas cadenas,

por el escudo del condado, por la noble sintaxis,

por los dignos episodios, por los crímenes inolvidables,

por todas las ofensas que aún están en carne viva.

Amiga, amiga, amiga! Oh amiga más que nunca!

Dónde estás? Dónde estás? Yo te llamo. Te necesito, amiga!

Te quiero a mi lado para toda la muerte!

Dónde estás? Dónde estás? Yo te llamo. Sin ti no puedo vivir.

Dónde estás? Contesta, amiga! Regresa. No te vayas.

No me dejes aquí solo, espantosamente solo,

sintiendo cómo va resbalándome la humedad desde los huesos

en gotas que me pudren toda la calavera!


La condesa se ha muerto de tristeza esperando

el regreso de su hijo. Oh vieja, oh triste Europa!

Qué haremos de las guerras griegas que hay en el claustro?

Qué, de los sarcófagos; qué, de los capiteles, de los mármoles?

Je suis un citoyen pâle au milieu des mortes.

Ahora han conmemorado a Ovidio en ltalia.

No he encontrado en ningún lugar una traducción

honesta de Horacio. Los tapices antiguos

por el pasillo en sombra, allá el ventanal gótico.

A la plaza, bajo los porches, está la fuente,

la fuente antigua y sucia, y después los comercios,

los comercios antiguos y sucios, un callejón,

unas piedras hebreas con breves inscripciones,

una ventana llena de oscuridad. Entonces

buscábamos un camino rumoroso de cipreses;

lo encontramos muy tarde y no lo recorrimos;

volvimos al hotel. Fue la primera noche.

(Transcribiría la Epístola tarraconense. O bien

la Égloga a Catalunya y muy pocos versos más.)

Por primera vez yacimos juntos y desnudos.

Recuerdo las sábanas, blancas. Fuimos muy felices.

A la mañana siguiente regresamos al camino de cipreses;

habíamos visto la Catedral. Y vimos la mar.

El mar estaba allí y no lo habíamos visto

y nos reímos los dos. Y callamos de pronto.

Nos recordamos, desnudos, en la habitación

oscura, tan desnudos entre las sábanas tan blancas.

El otro hotel fue distinto; todo fue distinto también.


He regresado otra vez. Oh vieja, oh triste Europa!

Et je vis devant moi au fond d’un carrefour.

Mientras escribo, mientras trato de no morir del todo,

mientras la noche sigue, mientras la carcoma no cesa,

mientras los camareros barren, mientras cae la llovizna.

Qué quedará al final? Gironella escribía

sobre Papini. Recuerdo la crónica bastante bien.

Papini a Sancta Croce? Lo habrán trasladado ya?

Imagino la cabeza de Papini como una cabeza de Beethoven.

Imagino la cabeza de Papini como la de un ahogado,

hecha con adherencias sucesivas de arcilla,

hecha con pétalos de arcilla, a golpes, furiosamente,

como por un violento escultor con el dedo

gordo tocando, insistiendo, oprimiendo, retocando,

con un dedo gordo horrible, sucio de nicotina.

Después se quita el barro y entonces surge,

noble, la cabeza de Beethoven. Emil Ludwig. Y la cabeza

de Emil Ludwig, de Goya, de Quevedo? En Sagunto

había unas cabezas ibéricas: tú no las quisiste ver.

Tampoco quisiste ver un barro bastante erótico.

Y no obstante... Las columnas, los templos, las estatuas... ?

Bien. Sí, naturalmente. Pero, no obstante... Bien. Callo.

Te diría: Entonces... Y qué? No me comprenderías.

No me querrías oír. Me quedaría solo.

Te vería con un fondo de olivos y viñas.

El aire me contaría el verde vecindario de la mar.

Me pondría triste. No sabría qué hacer.

Quisiera ser más pobre, estas noches de invierno.


Quisiera conducir un camión, de noche,

por Francia, por León: quisiera ir a Arévalo.

Tout est mort en Europe -oui, tout- même l’amour.

Cruzar de noche Arévalo, de noche y en camión.

Tordesillas, Arévalo, Astorga, Rodrigatos

de la Obispalia, y más adelante Villalibre

de la Jurisdicción. Un recuerdo delicado

a Margaret O'Higgins, sin sostén

por los caminos de Corea entre soldados y polvo,

los pezones divertidos y más tarde escocidos.

Comer y beber donde comen y beben los mecánicos.

Oh Ana de la rosa tatuada en el pecho!

El salto definitivo. Recomiendo tinieblas.

Escuchando Carossone, como llueve en el patio,

como van por el piso de encima, como pasan por la calle.

Veo guerras, todo el horror de las guerras, las aguas

del Tíber rojas de sangre. Ved la Eneida:

consultad los oráculos; consultad, consultad...!

Es como si las palabras me llevasen a mí,

no ya al canto, sino a ciertos lugares, a claridades, respuestas

a preguntas que nunca me había formulado,

que no sabía que pudiesen formularse,

que... Buenas noches, buenos días. Un viento, un viento de arena,

un viento repleto de arroz que llena toda la tarde

de agujeros pequeñísimos. Las maderas del coñac.

Oh vieja, oh triste Europa! En casa del herbolario.

No pasa nada; no pasa nada de particular.

Así, quizás, el astrónomo, acechando, de noche,


alusiones clarísimas a todo lo que se perdió

cuando lo de Adán y Eva; obstinándose, quizás,

en que, sobre la noche, está el día incaducable.

No está mal. Un astrónomo acechando, espiando,

comiéndose, a bocados, su pan con aceite y sal.

Sucede simplemente. Se ha muerto Norma Talmadge.

Amablemente escéptico, considerando apenas

los cúmulos de llovizna, queriendo hacer versos sáficos,

dejándome la existencia a trozos por las esquinas,

deseando una piedra donde sentarme y esperar.

Cartas de gratitud. Este amor a Italia,

este amor a Italia que me mata de tristeza,

que me llueve desde el cerebro, desde los ojos, desde el corazón,

este amor a Italia, o bien el agua en la cesta.

Sólo diría esto a veces: Italia.

Y una triste retórica: Me estoy muriendo por ti,

me moriré por tí un día cualquiera.

Me imagino el corazón, oh Italia, como un barco, como un

barco que lleva tu nombre escrito en letras blancas

junto a la proa. Mi cuerpo el barco

llamado Italia, perdido por el mar, a solas,

queriendo, y no pudiendo, volver a ti, volver.

Es muy triste: es un corazón mi corazón que no puede

volver, y nunca avanza: sólo hace que insistir,

querer volver sólo, intentarlo otra vez,

en círculos sucesivos, tristemente insistentes.

La sal me quema los ojos, me roe las bolas de los ojos

toda la sal del mediodía, de un nombre.


Me encuentro aquí. Me dijeron que este era mi lugar.

Quizás no me lo dijeron. Pero esto ya no importa.

O sí: me lo dijeron. Me dijeron: Tú, aquí.

O no me lo dijeron. O sí. No me acuerdo.

Es como si sí y si no. Cómo? Que no lo entendéis?

Yo tampoco. Pero no puedo decir: No lo entiendo.

A mí no me han parido para entender o no entender.

Me han parido: simplemente. No sé nada. Pero yo

no puedo decir: No sé nada. Si no lo habéis comprendido

ni lamentarlo puedo. Todo es así. Buenos días,

buenas noches. Como si sí, como si no. Como si sí?

Como el ascensor que sube y baja gentes alegres

y tristes y se detiene, por la noche, sea el canto,

con gente arriba y abajo, lleno de gente, de cestas,

extrayendo un agua humana a veces cristalina,

casi a punto de romperse, otras veces turbia.

Así el canto, así el canto, lleno de gente y de cosas,

o ascensor o cabina de teléfono con maderas

grasientas en ciertos lugares, con un olor de gente,

con la madera grasienta de sudor en ciertos lugares.

Detenido, a veces, con todas las luces encendidas,

cuando es de noche. Así, desde ahora, el canto. Buenos días,

buenas noches, caballeros, Qué hay? Cómo van las cosas?

Bien, bastante bien, ya sabe. Oh vieja, oh triste Europa.


CORAL ROTO III

Y cuando la persona está al fin para morir, los ángeles están allí a
su alrededor, pero uno no los puede ver; aunque muchas personas
santas los han visto, y el alma ya los siente, y cuando sale del
cuerpo a todos los conoce: "San Miguel, Gabriel, Rafael! Oh, mi hijo
Peret, mi hija Catarineta, y bienvenidos seáis!"

San Vicente Ferrer

Hasta donde estoy llega la música del baile.

También, de vez en cuando, se oye el silbido del tren,

se oye el claxon de un coche. Y nada más. O poco más.

Se oye, por encima de todo, la trompeta del baile.

Todo esto es al atardecer: la víspera del domingo.

Los otros días se oyen canciones de las criadas,

el ruido de las pilas, del agua entre las cosas,

la acometida brutal que tiene el agua de los wáteres.

Ahora mi mujer repasa una camisa.

Yo me he puesto a escribir sin saber qué decir.

Me he propuesto no escribir en un par de meses.

Y ahora estoy escribiendo. No quiero pensar, no quiero

sentir: dejo que la pluma escriba lo que quiera.

Yo ya sé que la pluma no escribe nada, que soy yo.

Si quisiera aclarar esto, probablemente

me haría falta pensar, habría de sentir,

y no me da la gana. Lo dejo tal y como sale.

Ahora sólo tengo ganas, quizás, de nombrar.

Me pasa lo que nunca creí que me pasaría:

sólo hago que leer reportajes, relatos,


crónicas de viajes por Francia, por Italia,

Inglaterra, Alemania. Pero relatos atentos

inexcusablemente a los datos exactos,

a los detalles puntuales: kilómetros, hoteles,

cocina, museos, calles, los horarios de los trenes.

Me han dado, estos días, unos folletos: son rutas

que se pueden hacer en Italia. Sigo itinerarios,

los vivo, enlazando pueblos, ciudades, aprovechando

los horarios de los trenes, de los museos. No iré,

posiblemente nunca podré estar en Italia

una semana, unos días, pero esto lo pienso ahora:

al tener en las manos los mapas, los folletos,

estoy, de alguna manera que no sé decir, en Italia.

No sé muy bien por qué cuento aquí todo esto.

Ahora me duele el pie. Porque no he dicho antes

que tengo un pie enfermo sobre una silla.

Ahora no se oyen cláxones. Triunfan las trompetas

miserables del baile: bailarán las parejas

y apretarán sus cuerpos pegajosamente.

Ahora se oye el silbido de un tren. No sé cuál es.

Llevará gentes y pecados y esperanzas y luto

y, sobre las piernas, unas migajas de pan.

También llevará miserias, cosas inconfesables

y hombres con aparatos ortopédicos, y lámparas.

Recuerdo un reportaje de "Point de vue": hablaba

de Clermont-Ferrant: era un texto, un reportaje

puntual: ahora pienso en la última parte

de una novela de François Mauriac: el niño


se moría, ahogado, y yo imagino el paisaje

grabado por un rural y lento Albert Durero.

Oh mein papa... Sube una música esbelta,

como sube por los tubos el agua a la casa solitaria,

y dan un ganas enormes de abrir todas las fuentes

y hacer que el agua se rompa de alegría en las pilas.

"Oh mein papa..." (Las piernas, las adorables piernas,

las piernas increíbles -oh oh- de Lilli Palmer).

El campo de Burjassot y el campo de Borbotó,

el secano de Paterna y el secano de Godella,

y los cementerios blancos y los ladrillares rojos,

y el tren que va a Paterna y el que viene de Paterna,

y después el de Llíria y más tarde el de Bétera,

y aquellos tranvías amarillos y casa la Coneja,

y Beniferri con álamos y cañizares y senderos,

y los grandes pinos del castillo inclinados sobre la acequia,

y el tren de Burjassot, y el tren que sube a Llíria,

y el que baja de Llíria, y el que acaba en Montcada,

y la cal de las cuevas que hay por Benimàmet,

y el que acaba en Paterna, y orinar en el patio,

y el aroma de los huertos, la cal de las paredes

casi azul con la luna, y el silencio, y el tren,

el tren nocturno, que cruza solitario la noche,

y el campo de Burjassot, y el campo de Borbotó,

y el secano de Paterna, y el secano de Godella,

y el Pla del Pou, y las masías, las barracas de Luna,

la Alqueria del Pino, y el Pixador, y la masía

del Rosario, y la casa del Saboner y el pino,


y el molino de la sal y el libro que he de escribir,

y el tren que viene de Llíria y el que sube a Paterna.

Se oye el ascensor que sube con el ruido de los hierros

y los cuatro de familia -padre, madre y dos hijos-

que vuelven de pasar el domingo con los abuelos

y están mirando la chica del tercero, que lleva pinta

de dolerle la cabeza; ha pasado el domingo

en el cine, con el novio, y sin merendar.

No sé. Creo que debería pedirle a Isabel

que me diga qué hora es. Quisiera que fuese tarde

y que Isabel, en lugar de decirme que la cena

está a punto, me dijera que vamos a llegar tarde

al Juicio Final y no tendremos sitio:

"Hace casi tres cuartos de hora que veo pasar la gente."

Como digo, me gustaría ir un día a Italia.

Ver plazas, museos, monumentos, paisajes.

(Por qué esta insistencia, que no me deja, de Italia?

Un motivo que ofrezco al amable ensayista

o al biógrafo que un día quieran estudiarme.

De nada. A mandar. Ya sabéis: Misser Mascó, 17.)

"Oh doncella que me fuiste, de pie, como una patria!

A ti te digo, a ti te pienso, tal como eres, de pies a cabeza,

y querría tener poder suficiente

para así convertirte, de pronto, en una estatua

para que no conozcas la vejez, las furias,

las penas y la rabia destructora de vivir."

Si algún día os dijeran que han matado a la Muerte,

no preguntéis, amigos, quien es el que lo ha hecho.


Será un padre. Será un padre o una madre.

Hablo de Beniferri. No tengo otro remedio.

Recuerdo las moreras al atardecer, la alfalfa.

Las islas de las cañas allí, junto a la acequia.

Las alquerías pobres. El entierro. Las sendas.

El sol dando de lleno en la cruz. El ataúd.

El latín del cura y el rumor del agua

y el rumor de la brisa en los cañaverales.

Y las parras que hacía el agua al entrar a los campos,

unas parras de troncos de cristal que se derramaban,

que crecían, por tierra, palpitando en vislumbres.

Y el rocín, relinchando. Y aquel olor del estiércol,

el noble olor del estiércol de los establos, el estiércol,

el estiércol en un montón. Y aquel olor del estiércol:

un olor que me apetece llamar ilustre.

Tengo ganas, unas ganas horribles, de oler

esto: el estiércol de los establos amontonado en un

campo de los que recuerdo de repente en Beniferri.

Un olor que me señala aquellos caminos, finísimos,

que hacían, en las cajas de zapatos, los gusanos

de seda encima del tomillo tan seco.

La caja de zapatos con un agujero encima.

Y mi padre venía con un saquito de hierba

que cogía a puñados de las orillas para los conejos

y a veces traía, sin saberlo, grillos,

los grillos entre la hierba, y a medianoche, cuando estábamos

todos en la cama, empezaban a gritar y gritar,

a lamentarse, quizás, a sentirse pequeños,


mucho más pequeños todavía, y abandonados, y solos,

lejos de los campos, lejos de las orillas, como yo lejos de mi pueblo.

Mi padre no quería que matáramos los grillos.

Nunca mató ninguno. Nunca he matado ninguno.

Quizás ahora comprendo por qué fue todo así.

Los grillos que no he matado, pero que ya se han muerto,

quizás ahora se me vuelven palabras, a veces,

igual que los gusanos de seda, muriendo, se volvían

mariposas pequeñas, con un tacto doméstico,

vagamente cereal, algo cotidiano.

Hay en los versos que escribo, entre todos mis versos,

ciertas palabras que todavía tienen un no sé qué de grillos:

yo sé muy bien cuales son, y estoy contento, y callo...

No sé si tengo la cabeza llena de grillos, como dicen.

Pero sé que tengo el corazón lleno de grillos,

y también los bolsillos, y si escribo es por ellos,

por esta nostalgia que tengo de un mundo verdísimo

de niños cogiendo las zarzamoras

y de niños que se sentaban en el bordillo las noches

de verano y le tiraban cuatro piedras a un perro,

de niños que robaban melones, melocotones, higos

y luego iban a comérselas dentro

de un maizal, y comían, y dormían después,

y luego se lanzaban a nadar en la acequia

y se secaban al sol y bailaban grotescos

sobre la hierba de al orilla, y eran obscenos, e ingenuos.

La vida cada día nos ofrece problemas.

No es posible resolverlos. Siempre quedan algunos


que no se pueden resolver. Y se van acumulando.

Residuos de problemas. Unos tristísimos residuos.

No es posible coger el corazón tal como se coge

el ombligo y con un dedo sacar esos residuos.

Y cada día aumentan y se van descomponiendo.

Y no es que estemos tristes. Ni es que estemos amargos.

Es esto. Son residuos que llevamos entre pecho

y espalda. No pesan. Se notan a veces.

Se notan en todo caso en el acento de la voz,

en el modo de hablar de un cuadro, de una

música, de un poema o de un hecho cualquiera.

Como se va acumulando, lento, el polvo doméstico

en ciertos pliegues, en ciertos lugares, y dando a la casa

indiscutiblemente un tono vago y tristísimo,

y a las sábanas, y a los cristales, a los muebles, las sillas...

Hemos olvidado qué son, de dónde vienen y como eran,

cuales eran, los problemas: son, sólo, unos residuos

de problemas, de cosas. Es lo que debe ocurrir

al abrir una fosa donde hay enterrados unos cuántos,

unos encima de otros, ya confundidas las cenizas,

los despojos, el trozo de calcetín y el trozo

de tela del ataúd, ya bien deshechos, disueltos,

de forma que apenas se sabe que allí había

enterrados un niño y un hombre de setenta

y dos años y una doncella: sólo hay esto, residuos,

residuos que se deshacen como la ceniza entre los dedos

o bien entre las palabras que se dicen cada día.

No tengo más remedio que seguir. No quería.


Quería que Isabel me dijera que ya estaba

la cena con tal de no escribir. No me apetece

escribir. No quisiera escribir en mucho tiempo.

"Arrivederci, Roma". Canta la vocalista

en el baile del solar. Mi madre me dice que antes

yo escribía mejor. Escribía otras cosas:

"siempre caían en verso". Ahora todo es distinto:

hablo de muerte y muertos. A ella le duele que escriba

así, de esta manera. Dice que al fin y al cabo

tenemos salud y ganas de trabajar y no

debemos ofender a Dios. "Tenemos salud, trabajo.

Qué más queremos? Dios hace las cosas siempre bien.

Sólo hace falta pedir esto, salud y trabajo".

Y mi padre dice: "Claro". Y yo no sé qué decir.

Y me entran unas ganas pequeñas de llorar.

"Arrivederci, Roma". Los pinos de mi calle,

y el patio de San Roque, y los jardines de detrás,

y el monumento a Blasco, y la fiesta del Corpus

entre los pinos de las monjas, y la escalera del patio,

y el Encuentro, y las trenzas de Elvira, y la peste

de goma de borrar, el entierro del Obispo,

y aquellos latines tan gordos que decían los canónigos,

y aquellas palomas por el cielo increíble del patio,

y los palomares, las tejas, los canales, y los atisbos

de los tiestos entre las tejas, y Marina leyendo

mis versos, y Carmen, y mi padre, y mi madre,

y mi niña, y otra vez los pinos

de mi calle, y yo, vestido de azul oscuro,


presidiendo aquel día su entierro

bajo los pinos aquellos, y después el trinquete

y allí apretar las manos, y después todo aquello.

"Arrivederci, Roma." Una chica de rojo

y una chica de blanco y una chica de verde,

y la chica de blanco con unas piernas firmes

y unas rodillas nobilísimas y unos pechos derechos y pequeños

y unas telas ceñidas, y la chica de verde

y la chica de rojo. "Arrivederci, Roma..."

Me he propuesto no escribir nada que no sea cierto.

Se oye el silbido del Taf que viene de Barcelona.

Pienso en la luz tan amarilla que tienen todos los trenes

que hacen su viaje el domingo por la tarde.

Una luz amarillenta de gentes que han recibido por la mañana

el telegrama: "Ven. Papá se ha puesto enfermo."

Llegan en silencio a la ciudad los trenes

tristísimos del domingo, de las gentes que no tienen

más remedio que coger el tren y viajar

cruzando toda la tarde dorada del domingo,

cuando está el tren más sucio y pegajoso y amarillo.

Escucho. Ya no suenan las trompetas del baile.

Ahora hay un gran silencio. Isabel se ha ido

a la cocina. Estoy solo. Estoy solo en el despacho.

No hay cosa que me dé más tristeza que estar

en mi despacho por la noche. Entonces recuerdo

a mi hija, aquellas noches pasadas en vela,

aquellas noches primeras, repletas de nervios,

de agradecimiento a Dios, de estupor y de pánico


al ver el cuerpo gracioso que acababa de nacer,

y yo sólo tenía miedo, alegría y miedo,

y ganas de llorar, de reír y llorar,

y estaba aquí con los brazos sobre la mesa,

y no podía escribir, y no sabía escribir,

y no recordaba haber escrito antes,

y no pensaba nunca que volvería a escribir.

Si la hija me viviera, habría hecho más versos?

El ascensor, el ascensor, como un dolor de estómago,

ahora sube, terrible, con un ruido de hierros,

con un ruido lentísimo, quizás fisiológico.

Una chica de blanco, silenciosa y triste,

con las telas ceñidas, un jazmín en la mano.

Y las tardes aquellas de paseo y silencio.

Mi madre nunca quiere que deje de hacer versos.

A veces, si escribo, más que nada es por ella.

Y quisiera hacer versos alegres y serenos,

Tal como ella desea, vagamente melancólicos,

con arboledas y cal blanca por las paredes

como si fuese a pasar la procesión de San

Roque o la de la Virgen de Agosto, al atardecer,

con el olor de la murta esparcida por tierra

y la calle barrida y luego rociada

y sacar las sillas a la puerta de casa

y ver como la brisa mueve la cortina.

Los pecados que he cometido no me dejan vivir en paz.

Creo que me voy a morir de vergüenza cuando pienso

en mis primeros pecados. El recuerdo de los pecados


que he cometido, que cometo, parece que me va a matar:

aterrado me deja, amargo y aterrado.

Las horas que he perdido y los días que he perdido

y los que ahora estoy perdiendo; las posibilidades

innumerables que Dios me dio y me da

para que sea como Él me quiere, de pies a cabeza,

y las horas y los días y los años que estoy perdiendo...

Las promesas que he hecho, las promesas que hago

y aquellos arrepentimientos, y estos arrepentimientos...

A veces me queman por la cara las lágrimas

que yo le he hecho llorar a mi madre, y me queman,

y recuerdo a mi madre y no querría hacerla

llorar otra vez, haberla hecho llorar,

y me la veo llorando por la calle en silencio.

Madre. Padre. Hermana. Cómo han llorado por mí,

y como lloran por mí, y como rezan por mí!

Señor, no te lo pido por mis oraciones ni mis lágrimas:

te lo pido por lo que rezan por mí,

por lo que lloran por mí. Oh, Señor, hazles caso,

haz que sea como quieren, que es como Tú me quieres, Señor.

Me queman por la cara, por las manos, por todo yo,

todas, todas las lágrimas, Señor, que he hecho llorar,

y me siento de pies a cabeza en carne viva, Señor,

con el cuerpo escaldado y con el corazón escaldado.

Ya soy padre y me siento ahora más hijo que nunca.

Yo no sé si es porque se me murió la hija.

Yo sólo sé que me siento más amargamente hijo.

Te ruego por mi padre y te ruego por mi madre


y por mi hermana. Hija mía que estás

en el cielo: mira tus abuelos, párate encima de ellos

como un día muy azul, y transparente, y puro.

Eres, quizás, mucho más de ellos que mía, hija mía.

Antes de que hacer llorar a mi madre, yo querría

caerme en tierra muerto. Estoy triste. No puedo más.

Madre, creo que ya sé exactamente qué me pasa.

Todo esto que yo tengo es, de alguna manera,

una brutal nostalgia de tu vientre. Es como si

tuviera, de alguna forma, la cálida memoria

de tu vientre, de haber estado en él muy bien.

Es, de alguna manera, un deseo animal

de volver a tu vientre, y de permanecer allí, caliente,

y crecer en tu vientre y en tu sueño, otra vez,

de tener la estatura del anhelo y tu vientre,

de ir haciéndome en el alegre trabajar de tus dedos,

de ser pañales y días y semanas y meses,

percibiendo, desde el vientre, toda tu alegría

-la voz, las manos, las lanas, el tacto, las pupilas-:

la alegría, la esperanza, la duda, el temor,

dentro del mundo claro e inédito y novel de tu vientre.

Tengo tanta y tanta pena y tengo tanta amargura,

que me doy la vuelta y no veo dónde pueda dejarme caer,

como no sea metiéndome en tu vientre, madre.

Yo sé que tú querrías, cuando me ves tan amargo,

tomarme, tragarme y defenderme de todo

en tus entrañas, muy tuyo, más tuyo que nunca.

Por ti vengo de una raza muy amarga de amargos.


fui el primer nieto y el abuelo se me llevaba

en brazos a la Sociedad de los Colombaires

y me ponía sobre la mesa: "Mi nieto".

Yo tenía entonces unos meses. Por la mañana

me venía a ver cuando volvía del horno.

Una mañana lo mataron a la puerta del horno;

estaba trabajando. Toda la casa estaba

llena de gritos y gente, de calor -era el mes

de julio-, de llantos, de arañazos con las uñas.

A veces quisiera saber qué hice yo

aquella mañana: tenía once meses sólo

-veo un niño a gatas entre los pies de la gente.

Quizás todavía tengo, no sé, no sé cómo decirlo,

el estupor del niño abandonado, en tierra,

mientras en casa había tanto llanto, tanto grito

y no venía el yayo como los otros días.

El nicho de mis abuelos, a la entrada, a la izquierda,

es un nicho antiguo y verdoso, con asomos

de hiedra y con una lápida de mármol negro y terso.

Hay allí una jarra pequeña con unas pocas flores.

Es el trozo más húmedo del cementerio, a la sombra.

Enfrente, a la otra parte, el nicho de mis tíos,

sus hijos. En medio, está mi hija.

Cuando yo tenía dos o tres días sólo

murió mi tío Josep María: todavía

me llevaron a él para que me conociera.

Manuel había muerto un par de años antes.

Isabel se ha acostado. La casa está en silencio;


un silencio absoluto. Mañana, lunes, la gente

tendrá que trabajar y ahora hay que dormir.

Los sábados, de noche, es muy distinto: la gente

se va al cine, escucha la radio, conversa,

el hombre habla con la mujer en la cocina mientras ella

friega los platos, las cucharas, y le gusta mirarla,

y la toma y la besa, de pronto, contra un muro.

Son cosas ya sabidas aunque no se vean.

Y la mujer agradece como un don aquel furor

masculino con una luz, una húmeda ternura

en los ojos, como una lágrima, después de estar seis años

casados, de haber parido, de haber luchado, sufrido

cotidiana y domésticamente,

cuando quizás no esperaba revivir aquella furia

de los días de novios -abrazándose, besándose,

ya se sabe, en el cine, en cualquier parte,

sintiéndose un tierno objeto de afanosos zarpazos.

No quiero traicionar a quién lucha, a quien pasa sueño o hambre.

Yo no sé si es correcto o no es correcto esto,

Citarse uno a sí mismo, sacar un verso de entre mis versos

y ponerlo delante de esto que voy a escribir;

en cualquier caso no me importa nada la corrección.

Otras cosas me importan ahora y me duelen y me...

No quiero traicionar a quién lucha, a quien pasa sueño o hambre.

Lo he dicho. Lo vuelvo a repetir. No rectifico nada,

porque estoy donde estaba y estaré donde estuve,

con los míos, con los pobres que trabajan y esperan,

que no saben leer, que caen y que blasfeman


y piden perdón a la Virgen.

La Muerte me ha despertado un vasto amor por ellos.

Y aquí estoy, donde estaba, entre los cubos del estiércol

y los cubos de las clínicas, entre la pobre mujer

y el contable y el chico que ha robado donde trabaja

y el viudo que gimotea por el pasillo y el guardia

y la mujer que contempla los carteles del cine

y la chica que está leyendo novelas "rosa"

y el agua entre la hierba y los cañaverales y el amor

y la ira también y todos los funerarios

vestidos de gris y con metros en los hombros y los brazos.

He pasado unas hojas de un folleto ilustrado.

Trata de los mares de Italia. Aquel círculo de arboledas

de hojas pequeñísimas, alegres, innumerables,

bordeando Portofino -las casas, las ventanas,

las montañas, las velas- y la Isola del Giglio,

y Ponza y más adelante el castillo, el agua, los pinos,

las viejas piedras de Ischia, y una ermita de Capri

llena de cal o sal, toda de cal

o de sal, hecha una estructura cándida de cal o sal,

levantando el hervor, crujiendo bajo el sol enorme,

y he recordado Stromboli, y he visto el mundo amable

y hermoso y he sentido una admiración

sin palabras, trémula, como un agradecimiento

a Dios. Ahora me duele no haberme arrodillado

cómo quería -y querían mi cuerpo, mi alma-

en mi despacho, aquí, entre cuatro paredes

desnudas, en el silencio de una noche de domingo,


entre colillas, libros, revistas y papeles,

en el lugar más pequeño de mi casa, a darle

a Dios, sin palabras, las gracias por todo,

por Portofino e Ischia y Ponza y Capri y Giglio

y por Ingrid Bergman e Italia y Burjassot y el cuerpo

de aquella chica que comía unas ostras

sentada en la roca de un grabado de los folletos.

Y Taormina y Rímini y Pésaro y las velas

adriáticas, Bari y Ravello y Amalfi...

Es posible que nunca pueda ir a Italia

y siento un gran deseo de callar, de que

haya silencio cuando acabe, sólo, de decir unos nombres

-Siena, Arezzo, Pisa, Cremona, Forli, Ràvenna,

Peruggia, Ferrara...-: a veces me basta

pasear por la boca, como piedrecitas de grava,

unos nombres, unos nombres tan solo. Y veo hombres y mujeres

y penas y trabajos y pecados y esperanzas

y niños y barcas y árboles y comedores y nichos.

Y me nace como una fina, una benigna música,

y me viene como una luz, y no me menearía,

no me movería de donde estoy y estaría cómo estoy:

es como un miedo, cándido, de que, si me muevo, se rompa

un gasa, una gasa delgadísima, en mi cuerpo, en mi vida:

de que se rompa esta clase de tiernísimas babas

secas de caracol, de hilos de gusanos de seda,

este ingrávido mundo -si hablo, si me muevo.

Desde mi sucia y triste pequeñez,

quiero darte las gracias, Señor, por estos nombres,


por la vida, por los hombres, por los lutos y las desgracias,

por la esperanza, por las cosas que no se pueden

nombrar, por el grillo que está bajo la piedra,

por todo aquello que hay bajo una palabra

-padres, calle, Italia, muerte, domingo, luz, Dios...

Lo escribo. Te dejo escrito mi agradecimiento

en un papel pautado, ahora que es noche cerrada,

ahora que duermen todos. Lo dejo aquí, en silencio.

Si pudiera pondría una piedra encima.

Gracias por la vida. La he descubierto ahora,

tal como es, esta noche: como si me hubiera puesto

la mano en la muñeca y hubiera encontrado, de pronto,

entre todas las venas, el tic-tac de mi pulso.

Es un descubrimiento pueril y extraordinario.

A veces quisiera hacer versos nobilísimos

y contar antiguas cosas con total dignidad,

nombrar ilustres personajes y lugares

y trabajar esbeltas metáforas de sal

intercalando algunos "Oh la luna! Oh, las verdes

islas soleadas!": todo eso que me gusta

leer en ciertos poetas, y siempre bajo el signo

mozartiano de Goethe. Pero no puedo. No sé.

A veces quisiera ser filósofo, tener

un sistema. O escribir cosas rigurosísimas.

Pero quizás me gusta demasiado mirar a la mujer

del médico mientras toma baños de sol en la terraza.

Quizás tiene ella la culpa de que yo nunca pueda

ver estos deseos cumplidos y satisfechos.


Me pone nervioso y sólo escribiría

S. O. S. por todas las paredes, las ventanas.

Mañana o pasado mañana o el catorce de junio

de mil novecientos noventa, oh Muerte, vendrás por mí

y yo no podré defenderme: harás de mí lo que quieras.

Una cosa te pido y quiero que no olvides:

sólo quiero que me derribes a una hora que permita

enterrarme a mediodía, sin que tenga que estar

un tiempo en el Depósito: me da miedo pensar

que tal vez, cuando muera, me pasaré unas horas,

el plazo legal, allí, solo, al Depósito.

Yo quiero, Muerte, que me entierren enseguida: ya lo sabes.

Todo el día cazando con mi padre, aquel día

terrible de poniente. Y los pinos de Porta-Coeli.

Y el barranco. Todo el día yendo arriba y abajo

padre e hijo. Todo el día terrible de poniente.

Y allá los hornos de la cal. Y el pan que, por culpa del poniente,

pinchaba en las encías, hacía daño en la lengua.

El aire, como unas llamas, se te metía por la nariz

y te hervía el cerebro golpeando contra los huesos

del cráneo, todo el día, y los ojos te dolían,

parecía que querían salírsete los huesos

de la cara. Y tenías unas ganas enormes

de orinar y orinabas cuatro gotas a penas.

Una gota de orina persistía en un junco

haciéndolo vibrar primero y más tarde inclinándolo.

Y la gota era un lugar de relumbres donde el sol

insistía, insistía, se hacía casi grávido.


El hijo tras su padre, todo el día, cazando.

La ilusión del padre, el silencio de ambos

acercándose a una mata, y la piedra lanzada

a la mata, y la espera, y otra vez arriba

y abajo. Las alpargatas reventadas, deshechas.

Y aquel dolor de cabeza. Y la sed. Y el poniente.

Todas las piernas llenas de arañazos y de polvo.

Y el tren. Y el hijo durmiendo contra el hombro de su padre.

Y la mano grande del padre, áspera y suave y temblorosa,

destrenzando los cabellos desordenados del hijo.

El silencio del padre que no había cazado

nada, los dos en silencio, el hijo durmiendo, el padre

callado, volviendo a casa, y el hijo mirando a su padre:

"El alcaraván, creo que lo ha tocado de una ala..."

Y el silencio del padre que había fracasado

ante el hijo, y el hijo con una oscura pena.

Hoy, domingo, un padre habrá ido a un asilo

a llevarle unos caramelos a su hijo; una madre

enlutada irá por la calle con un hijo

alto y delgado, vergonzoso -esa madre, ese

hijo que te causan, al verlos, un dolor, una oculta

ternura-; una doncella habrá dejado de serlo;

algún funcionario habrá pasado el día

vestido sobre la cama de cualquier pensión,

recordando su pueblo, quizás una novia

que tuvo, quizás su cama de canónigo;

un marido tendrá ganas de llorar contemplando

a su mujer porque no le cabrá ninguna duda


de nada de todo aquello, y llorará mirando

a sus hijos; la comadrona estará nerviosa,

se acercará al teléfono, gritará a su amante,

abandonando a la partera llena de gritos;

el cura tratará que su madre

comprenda que no debe pensar lo que piensa

del médico de la esquina y aquella chica rubia;

la portera habrá visto salir a la del tercero

y habrá pensado que no entiende como el marido está

tan loco por ella, delgada y con una cabeza demasiada gorda;

una madre habrá ido a casa de su hijo

con unas longanizas, con un trozo de bizcocho,

y habrá lavado la ropa para que su nuera

esté más tranquila; un novio habrá contado

con la mano en los bolsillos todo el dinero que llevaba;

una chica de blanco habrá dejado que su novio

la besara en la boca por primera vez;

habrá músicas pobres y el vino de las tabernas;

una mujer habrá salido gritando a la calle

y su marido tras ella empuñando un cuchillo

y los tres hijos asomándose al balcón llorando a gritos;

el adolescente que escucha las canciones de Gerswhin

con su radio galena; y la madre

que reza a San Pancracio apoyando una estampa

del Santo contra un jarrón; y habrá quien escribe versos

y los pasa a limpio con una caligrafía noble,

demorándose en las curvas, sintiéndose satisfecho,

y se repite ciertos versos, y después se siente triste,


y quisiera tener cerca a su prima

y sentir contra el suyo el cuerpo moreno de la chica,

sentirlo como un cántaro, suave, fresco, exultante;

y el viento en las cortinas. Este mes no podré

ir al cementerio; irá mi hermana

con cualquier amiga; por primera vez

no iré al cementerio a llevar unas flores,

a poner unas flores en el nicho de mi hija.

Ante el nicho hay un ciprés esbeltísimo.

Yo quiero que al morirme me entierren allí,

no a los pies del ciprés: quiero decir a los pies del nicho

donde está el cuerpecito de mi hijita,

y tenerla de cabecera, y tener de cabecera

un ángel, mi ángel, como si ella me tuviera

que despertar el día del Juicio Final,

igual que me despertaba tantos días entonces.

Tiene dos alas, como todos los ángeles:

a veces las imagino como apellidos ya asumidos.

Pero quiero que me entierren no en un nicho, sino en tierra,

no por humildad: sólo por lo que me queda de padre,

de padre que quería ir a gatas

con la hija encima por todo el pasillo:

de padre que quería revolcarse por tierra

y jugar con la hija revolcándose por tierra.

Quiero que me dejen en tierra cuando muera. Quisiera

que este deseo que tengo fuese por humildad.

Pero no es por eso; es por lo que tengo de padre.

De padre de un hijo muerto. De un hijo ya sepulto.


Dicho de una forma bárbara: sé que Dios se hace cargo.

Dormirán los vecinos del quinto piso: ella debe

dormir animalmente, con la sábana encima,

bocarriba, con los brazos cruzados en la nuca.

El marido dormirá de lado: del lado

derecho, con el codo derecho metido bajo la almohada.

Los vecinos del primero -"Oh, qué tal, cómo está"-

quizás volverán ahora del cine, del café;

ella irá por casa en camisa, con zapatos

de tacón, mientras se rasca una nalga o la espalda.

Él, quizás, ya se habrá acostado. No tienen hijos.

Ella tiene un gran deseo de tener hijos. Él calla.

Ella besa, con unos besos enormes, a los niños.

No paran nunca en casa. Tienen amigos. Se van.

Siempre vuelven de noche. Sobre todo los sábados

vuelven tarde. En el cuarto vive un viejo. Hace casi un año

se le murió la mujer. Vive solo. No habla

casi nunca con nadie. Vienen, de cuando en cuando,

dos monjitas. Una, la más joven y más blanca,

es su hija. La recibe nervioso, como un niño.

Mira a su hija. No sabe qué decir: sólo

mira a su hija. A veces quisiera

cogerle las manos; se contiene a duras penas.

A veces quisiera cogerle las manos

y arrodillarse en tierra. Se contiene a duras penas.

Después, discretamente, la otra monjita da

a entender que ya es tarde. Él se queda más solo.

Va por la casa, solo, y llorando, como un gato,


como el gato olvidado en casa cuando llega

el verano y la familia cierra y marcha al pueblo.

La casa, con olor de colillas por el suelo

y en ciertos lugares el perfume que dejan las monjitas.

Y la mujer encinta que nota crecer su hijo

en sus entrañas, y la mujer, despierta,

que siente deshacerse el hijo todas las madrugadas

desde hace dieciocho meses; y el grifo, en la cocina,

que cierra mal y gotea de cuando en cuando,

y el hijo que llora en sueños, y el hijo que se muere y los padres

que no saben que se muere, a su lado, allí,

y la chica que quiere a Eusebio, y la criada

a la que le duelen los huesos, y el chico de la tienda

que duerme como una piedra. Y el silencio absoluto:

un silencio de nicho desocupado todavía,

pero ya comprado, todavía vacío, allí,

entre los nichos ya con muertos. Veo los nichos, los nichos

todavía vacíos, todavía sin muertos, y ya viejos,

cuando voy al cementerio. Y de pronto, en el despacho,

esta noche me veo dentro de un nicho de aquellos,

y me entran unas ganas horribles de llorar, y todos duermen,

y es justo que todos duerman, lo sé,

y esto no es ningún nicho, esto es mi despacho.

Y me siento, sin ataúd, tumbado en un nicho,

todavía vivo, lo sé, y no puedo evitarlo.

Y ahora me iría gritando por la casa,

y a pesar de esto no sabría si todavía sigo vivo,

ni aunque Isabel me dijera que estoy vivo,


ni aunque los vecinos dejaran sus camas

y subiesen a casa y me dijeran que estoy

vivo y que estoy en casa. Y no me atrevo a tocarme,

y no me atrevo a mirarme, y tengo miedo, y tengo ganas

de rezar, y no puedo, tengo miedo de mí mismo,

cierro los ojos para no ver. E imagino las paredes

blancas del cementerio de Burjassot, por donde

entraban los cadáveres, y recuerdo el miedo

que tenía de tocarlas, y como cerraba los ojos

para no ver el Depósito, allí, entrando a la derecha.

La autopsia del abuelo, allá, bajo el sol

feroz de julio, y la sangre, y las moscas,

y el polvo del camino, y la sangre otra vez,

y materias amarillas, y materias grises,

y todas grasientas, y el polvo, y las moscas,

y la paz del secano quieto a mediodía, y el golpe,

el golpe pequeño de la hoja de un único

azadón que, lejos, solitario, golpea alguna piedra.

La cal de las paredes y la sangre de la autopsia.

El estrépito fugitivo, como de seda rasgada,

como de un gasa desgarrada, de unos pájaros, de unas alas.

Y silencio otra vez. El ascensor, el ascensor

ahora sube, lentísimo y nocturno, fúnebre:

quizás hay algún enfermo, viene algún médico quizás,

quizás viene el funerario con un metro colgado

sobre el hombro, con un lápiz en la oreja,

o con un cigarrillo apagado entre los labios,

y quizás lleva un ataúd, y unas maderas, y unos trapos


negros y amarillos. Y sube el ascensor. Y lo escucho.

Y todavía no se detiene. Y sube. Y sube todavía.

Y no puedo moverme y salir y abrir la puerta

y asomarme a la escalera. Y sube el ascensor:

no deja de subir. Ya no deben quedar más pisos,

pero todavía lo oigo subir, lentísimo.

Ahora lo oigo encima de mi cabeza, y gravita

sobre mi cerebro todo el ruido de los hierros.

Y quisiera regresar y vivir en Burjassot,

ver desde el balcón de la casa donde nací

un palomar, las tejas y más allá los pinos de las monjas.

Y estoy aquí. Y no puedo. No puedo hacer nada de nada.

Este es mi lugar. Debo permanecer aquí,

entre miseria y pánico, entre fracaso y espera.

Voy palpando las paredes del pasillo, a oscuras.

Me entra pánico de repente. Me sube desde los dedos.

Tengo miedo de las paredes. Madre, padre... ! No puedo.

De repente un silencio, seco, total, absoluto.

No se oye nada. Nada de nada. Todos están, ahora, en sus nichos.

El pasillo es largo. Es más ancho que nunca.

También es más largo que nunca. Evito las paredes.

Camino en la oscuridad del pasillo nocturno.

De repente pienso que el ascensor no ha bajado

y no se ha oído abrir ni cerrar una puerta,

y debe permanecer, quieto, en algún lugar de la escalera,

en un piso cualquiera, evidentemente siniestro,

con su luz amarillenta entre la obscuridad:

a punto, como si esperara, quieto y fúnebre.


Con su luz amarillenta en medio de la oscuridad.

Atento de alguna forma. O simplemente a punto.

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