XI. La Amiga de Lilus

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XI.

La amiga de Lilus

Lilus tenía una amiga: Chiruelita. Consentida y chiqueada. Chiruelita hablaba a los once
años como en su más tierna infancia. Cuando Lilus volvía de Acapulco, su amiga la
saludaba: ¿Qué tal te jué? ¿No te comielon los tibulonchitos, esos felochíchimos
hololes?

Semejante pregunta era una sorpresa para Lilus, que casi se había olvidado del modo de
hablar de su amiga, pero pronto se volvía a acostumbrar. Todos sus instintos maternales
se vertían en Chiruela, con máxima adoración. Además, Lilus oyó decir por allí que las
tontas son las mujeres más encantadoras del mundo. Sí, las que no saben nada, las que
son infantiles y ausentes... Ondina, Melisenda...

Claro que Chiruelita se pasaba un poco de la raya, pero Lilus sabía siempre disculparla,
y no le faltaban razones y ejemplos. Goethe, tan inteligente, tuvo como esposa a una
niña fresca e ingenua, que nada sabía pero que siempre estaba contenta.

Nadie ha dicho jamás que la Santísima Virgen supiera algo de griego o latín. La Virgen
extiende los brazos, los abre como un niño chiquito y se da completamente.

Lilus sabe cuántos peligros aguardan a quien trata de hablar bien, y prefiere callarse. Es
mejor sentir que saber. Que lo bello y lo grande vengan a nosotros de incógnito, sin las
credenciales que sabemos de memoria...

Las mujeres que escuchan y reciben son como los arroyos crecidos como el agua de las
lluvias, que se entregan en una gran corriente de felicidad. Esto puede parecer una
apología de las burras. Pero ahora que hay tantas mujeres intelectuales, que enseñan,
dirigen y gobiernan, es de lo más sano y refrescante encontrarse de pronto como una
Chiruelita que habla de flores, de sustos, de perfumes y de tartaletitas de fresa.

Chiruelita se casó a los diecisiete años con un artista lánguido y maniático. Era pintor, y
en los primeros años se sintió feliz con todas las inconsecuencias y todos los
inconvenientes de una mujer sencilla y sonriente que le servía té salado y le contaba
todos los días el cuento del marido chiquito que se perdió en la cama, cuento que
siempre acaba en un llanto cada vez más difícil de consolar.

Pero un día que Chiruelita se acercó a su marido con una corona de flores en la cabeza,
con prendedores de mariposas y de cerezas en las orejas, para decirle con su voz
melodiosa: "Mi chivito, yo soy la Plimavela de Boticheli. ¡Hoy no hice comilita pala
ti!", con gesto lánguido el artista de las manías le retorció el pescuezo.

XII. El convento

"Lilus te vas a ir.

Te vas a ir en un tren.

Es bonito un tren. ¿verdad, Lilus?

Tu padre y yo pensamos en tu futuro.

Dentro de una semana estarás en el convento."

¡Un convento! Un convento de monjas. Lilus había visto horribles monjas en sus
sueños. Caras de insensibilidad perfecta. Caras que ningún problema humano puede
turbar. La inmovilidad de una cara es más terrorífica que las cicatrices y los ojos ciegos.

Lilus veía a las monas de negro y con bigotes. Mujeres de piel seca y lenguas pálidas,
que olían a quién sabe qué de muy rancio y viejito. Las imaginaba rezando triste y
mecánicamente, como una sierra en un trozo de madera, mientras Jesús en el cielo
sudaba de desesperación. Luego las oía en la escuela dictando máximas sentenciosas:
"Un tesoro no es siempre un amigo pero un amigo es siempre un tesoro" y "No hay
nunca rosas sin espinas ni espinas sin rosas..." ¡Qué asco! Y pensaba Lilus. "Mamá, yo
no puedo ir al convento... ¡Mamita! ¿Cómo comen las monjas?" Las veía masticando un
mismo pedacito de carne durante horas enteras, ella, ella que no puede soportar a las
gentes que comen despacio. (En cambio, le gustan mucho los rusos que se tragan
enteros los canapés de caviar).
Pensaba que las monjas no la dejarían ir al campo, que ya no podría sentir el pasto frío
bajo los pies, ni jugar con el agua verde y blanca y azul, ni aplastar zarzamoras en sus
manos para luego ir diciendo que se había cortado... Ya no podría hacerse grandes
heridas y cobrar por enseñarlas. Porque Lilus tenía la costumbre de caerse, y después
del inevitable vendaje, iba con sus amigos:

—Si supieras qué feo me caí...

—Enséñame, Lilus, no seas mala...

—Enseño, pero cobro.

—¿Cuánto? Te doy un beso o un diez (si era hombre).

—Mejor el diez...

Lilus despegaba lentamente la tela adhesiva, y después de falsificadas muestras de dolor


aparecía una llanurita de rojos, negros y blancos...

Y al recordar todo lo que no iba a tener ya, Lilus aulló: "¡Mamá, yo no me voy al
convento..."

Pero Lilus se fue.

Se fue en un tren, un tren muy triste de silbidos desgarradores... Un tren tan triste que se
lleva a la neblina niños que se pierden como Lilus... Tren de meseros negros con sonrisa
llena de dientes, que comen sabe Dios qué cosas... Tren de señoras pálidas que juegan
canasta y que piensan en el té de caridad que darán a su llegada... Tren de recién
casados, muy bañaditos y avergonzados, que recuerdan el cuento de los inditos: "¿Nos
dormimos u qué...?"

Tren de tristes y de felices, tren lleno de sonidos extraños... tren de Lilus, la niña
atormentada que se va al convento...

¡Campos de trigo! ¡Campos verdes y árboles en flor!

Severa mansión rodeada de cosas que se ríen.

—¡Casa con aspecto de viudita alegre!

Como esas mujeres que a veces se perciben en las calles, tiesas y enlutadas, pero con
mejillas como manzanas, y verdes ojos que danzan, así son las monjitas. Dentro del
negro tenebroso se adivinan interiores mucho menos horribles.

Así es el convento, una jaula llena de monjitas que andan como pájaros asustados,
distintas al resto del mundo. Dan pasitos que resbalan, pasos dulces y quietos, blancos
pasos de conejo que apenas rozan el suelo. Además, las monjas hacen siempre trabajos
pequeñísimos y conceden a las menores cosas una gran importancia, como si de ellas
dependiera el orden del mundo: "¡El mantel del altar no está bien extendido!" ¡Dios
mío, qué crispación interior! "Hay que jalarlo rápidamente, antes de que empiece la
misa!"

Con apariencia un poco fantasmal, las monjas del convento de Lilus eran todas
delgadas, de muslos alargados, de ademanes nerviosos y dulces sobresaltos. De tan
chiquitas y flaquitas parecen no tener sexo. Todas son Sebastianes, Luises o Tarcisios.
Sin embargo, hay en ellas algo de valiente y de enternecedor, una mezcla de decisión y
de titubeo.

La primera monja que vio Lilus fue la madre portera. Madre ágil, danzarina y cantadora,
a la que puso mentalmente pantalones de charro.

La madre portera se preocupaba mucho por un panal que tenía en el jardín. Iba
constantemente a verlo y siempre se quejaba de que la abeja reina le había picado en un
dedo. Por un agujero en el techo la lluvia entraba en el cuarto de la madre portera. A ella
le daba risa: "Anoche se metió una rana, le hice una camita al lado de la mía". Sus ojos
recordaban a los ojos de las estatuas, que nunca se posan en las cosas feas. Cantaba con
voz conmovida las lamentaciones de Semana Santa: Jerusalem, Jerusalem, convertete
ad dominum deum nostrum Jesum. Y su voz era como de niña, y sonaba con esas
entonaciones tristes e inocentes que tanto hacen pensar...

Y Lilus quiso a su convento...

Allí le enseñaron que en el mundo solamente los niños están cerca de la verdad y de la
pureza... Le hablaron de astros y planetas, de la Vía Láctea... Le dijeron que hay hongos
venenosos, saltimbanquis y viento austral y viento norte... ángeles de alas transparentes
que vuelan por el espacio en órdenes armoniosos...

Supo de la Virgen, se llenó de asombro y la coronó de flores.

Le anunciaron que un día iba a ser persona mayor, y que no podría ser un ropavejero,
porque eso era muy mal visto. Entonces le explicaron lo "Mal visto" y la honorabilidad.
Si quería tener niños, en todo caso tenía que buscarse primero un marido. Y le hablaron
de las profesiones. Ser millonario es muy provechoso; ser jardinero no es digno de
alabanza. La prepararon para su noche de bodas. Debía bañarse en agua de rosas, y
tomar una cucharada de miel. Esperar luego sobre el lecho a su marido, paciente y
sumisa. Y sobre todo, que fuera digna, digna. Que quisiera a los animales y que no
juzgara ... que no juzgara el adulterio, porque es lo que más se juzga y menos se
entiende...

Le contaron una historia de la Biblia, la del siervo Oza y el arca que Dios hizo construir
de madera de acacia chapada en oro a los más hábiles artesanos. El arca fue transportada
en un carro de bueyes desde Carithiarim hasta Jerusalén, y en un momento en que el
carro se inclinó peligrosamente a un lado del camino, Oza detuvo el arca con su mano.
Y cayó muerto porque tocó la casa de Dios. "David se irritó de que Jehová hubiera
castigado así a su siervo Oza y tuvo miedo de Dios en ese día."

Por este relato, Lilus comprendió que para ser de Dios, había que darse completamente.
Había que entenderlo y temerlo. Y creyó en los signos. Tal vez en esta vida, eso es lo
más importante: creer en los signos, como Lilus creyó desde ese día.

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