Bronte Charlotte - Jane Eyre
Bronte Charlotte - Jane Eyre
Bronte Charlotte - Jane Eyre
Jane Eyre
II
Resistí por todos los medios. Ello era una cosa insólita y contribuyó a aumentar la
mala opinión que de mí tenían Bessie y Miss Abbot. Yo estaba excitadísima, fuera de mí.
Comprendía, además, las consecuencias que iba a aparejar mi rebeldía y, como un esclavo
insurrecto, estaba firmemente decidida, en mi desesperación, a llegar a todos los extremos.
-Cuidado con los brazos, Miss Abbot: la pequeña araña como una gata.
-¡Qué vergüenza! -decía la criada-. ¡Qué vergüenza, señorita Eyre! ¡Pegar al hijo de
su bienhechora, a su señorito!
-¿Mi señorito? ¿Acaso soy una criada?
-Menos que una criada, porque ni siquiera se gana el pan que come. Ea, siéntese
aquí y reflexione a solas sobre su mal comportamiento.
Me habían conducido al cuarto indicado por Mrs. Reed y me hicieron sentarme. Mi
primer impulso fue ponerme en pie, pero las manos de las dos mujeres me lo impidieron.
IV
De mi conversación con Mr. Lloyd y de la mencionada charla entre Miss Abbot y
Bessie deduje que se aproximaba un cambio en mi vida. Esperaba en silencio que ocurriese,
con un vivo deseo de que tanta felicidad se realizara. Pero pasaban los días y las semanas,
mi salud se iba restableciendo del todo y no se hacían nuevas alusiones al asunto. Mi tía me
miraba con ojos cada vez más severos, apenas me dirigía la palabra y, desde los incidentes
que he mencionado, procuraba ahondar cada vez más la separación entre sus hijos y yo. Me
había destinado un cuartito para dormir sola, me condenaba a comer sola también y me
hacía pasar todo el tiempo en el cuarto de niños, mientras ellos estaban casi siempre en el
salón. No hablaba nada de enviarme a la escuela, pero yo presentía que no había de
conservarme mucho tiempo bajo su techo. En sus ojos, entonces más que nunca, se leía la
extraordinaria aversión que yo le inspiraba.
Eliza y Georgiana -obraban sin duda en virtud de instrucciones que recibieran- me
hablaban lo menos posible. John me hacía burla con la lengua en cuanto me veía, y una vez
intentó pegarme, pero yo me revolví con el mismo arranque de cólera y rebeldía que
causara mi malaventura la otra vez y a él le pareció mejor desistir. Se separó abrumándome
a injurias y diciendo que le había roto la nariz. Yo le había asestado, en efecto, en esta
prominente parte de su rostro un golpe tan fuerte como mis puños me lo permitieron y
cuando noté que aquello le lastimaba, me preparé a repetir mis arremetidas sobre su lado
flaco. Pero él se apartó y fue a contárselo a su mamá. Le oí comenzar a exponer la habitual
acusación. -Esa asquerosa de Jane...
Y siguió diciendo que yo me había tirado a él como una gata. Pero su madre le
interrumpió:
-No me hables de ella, John. Ya te he dicho que no te acerques a ella. No quiero que
la tratéis tus hermanas ni tú. No es digna de tratar con vosotros.
Sin pensarlo casi, grité desde las regiones donde me hallaba desterrada:
-¡Ellos son los indignos de tratarme a mí!
Mrs. Reed era una mujer bastante voluminosa, pero al oírme subió las escaleras
velozmente, se precipitó como un torbellino en el cuarto de jugar, me zarandeó contra las
paredes de mi cuchitril y, con voz enfática e imperiosa, me conminó a no pronunciar ni una
palabra más en todo lo que quedaba de día.
-¿Qué diría el tío si viviese? -fue mi casi voluntaria contestación.
V
Aún no acababan de dar las cinco de la mañana del 19 de enero cuando Bessie entró
en mi cuarto con una vela en la mano y me encontró ya preparada y vestida. Estaba
Brontë, Charlotte: Jane Eyre
25
levantada desde media hora antes y me había lavado y vestido a la luz de la luna, que
entraba por las estrechas ventanas de mi alcoba. Me marchaba aquel día en un coche que
pasaría por la puerta a las seis de la mañana. En la casa no se había levantado nadie más
que Bessie. Había encendido el fuego en el cuarto de jugar y estaba preparando mi
desayuno. Hay pocos niños que tengan ganas de comer cuando están a punto de emprender
un viaje y a mí me sucedió lo que a todos. Bessie, después de instarme inútilmente a que
tomase algunas cucharadas de sopa de leche, envolvió algunos bizcochos en un papel y los
guardó en mi saquito de viaje. Luego me puso el sombrero y el abrigo, se envolvió ella en
un mantón y las dos salimos de la estancia. Al pasar junto al dormitorio de mi tía, me dijo:
-¿Quiere usted entrar para despedirse de la señora? -No, Bessie. La tía fue a mi
cuarto anoche y me dijo que cuando saliera no era necesario que la despertase, ni tampoco a
mis primos. Luego me aseguró que tuviera en cuenta siempre que ella era mi mejor amiga y
que debía decírselo a todo el mundo.
-¿Y qué contestó usted, señorita?
-Nada. Me tapé la cara con las sábanas y me volví hacia la pared.
-Eso no está bien, señorita.
-Sí está bien, Bessie. Mi tía no es mi amiga: es mi enemiga.
-¡No diga eso, Miss Jane! Cruzamos la puerta. Yo exclamé: -¡Adiós, Gateshead!
Aún brillaba la luna y reinaba la oscuridad. Bessie llevaba una linterna cuya luz
oscilaba sobre la arena del camino, húmeda por la nieve recién fundida. El amanecer
invernal era crudo; helaba. Mis dientes castañeteaban, aterida de frío.
En el pabellón de la portería brillaba una luz. La mujer del portero estaba
encendiendo la lumbre. Mi equipaje se hallaba a la puerta. Lo había sacado de casa la noche
anterior. A los cinco o seis minutos sentimos a lo lejos el ruido de un coche. Me asomé y vi
las luces de los faroles avanzando entre las tinieblas.
-¿Se va sola? -preguntó la mujer. -Sí.
¿Hay mucha distancia? -Cincuenta millas.
-¡Qué lejos! ¡No sé cómo la señora la deja hacer sola un viaje tan largo!
El coche, tirado por cuatro caballos, iba cargado de pasajeros. Se detuvo ante la
puerta. El encargado y el cochero nos metieron prisa. Mi equipaje fue izado sobre el techo.
Me separaron del cuello de Bessie, a quien estaba cubriendo de besos.
-¡Tenga mucho cuidado de la niña! -dijo Bessie al encargado del coche cuando éste
me acomodaba en el interior.
-¡Sí, sí! -contestó él.
La portezuela se cerró, una voz exclamó: «¡Listos!», y el carruaje empezó a rodar.
Así me separé de Bessie y de Gateshead rumbo a las que a mí me parecían entonces
regiones desconocidas y misteriosas.
Recuerdo muy poco de aquel viaje. El día me pareció de una duración sobrenatural
y tuve la impresión de haber rodado cientos de millas por la carretera. Atravesamos varias
1
La autora quiere significar sacerdote anglicano, en inglés, clergyman. Recuérdese que el señor
Brocklehurst, en su conversación con la señora Reed, habla de su esposa e hijas (cap. IV). Nota del
traductor.
VI
El día siguiente comenzó como el anterior, pero con la novedad de que tuvimos que
prescindir de lavarnos. El tiempo había cambiado durante la noche y un frío viento del
Nordeste que se filtraba por las rendijas de las ventanas de nuestro dormitorio había helado
el agua en los recipientes.
Durante la hora y media consagrada a oraciones y a lecturas de la Biblia me creí a
punto de morir de frío. El desayuno llegó al fin. Hoy no estaba quemado, pero en cambio
era muy poco. Yo hubiera comido doble cantidad.
Durante aquel día fui incorporada formalmente a la cuarta clase y me fueron
asignadas tareas y ocupaciones como a las demás. Dejaba, pues, de ser espectadora para
convertirme en actriz en la escena de Lowood. Como no estaba acostumbrada a aprender de
VII
El primer trimestre de mi vida en Lowood me pareció tan largo como una edad del
mundo, y no precisamente la Edad de Oro. Hube de esforzarme en vencer infinitas
dificultades, en adaptarme a nuevas reglas de vida y en aplicarme a tareas que no había
hecho nunca. El sentimiento de depresión moral que todo ello me causaba era mucho peor
que las torturas físicas que me producía, y no, en verdad, porque éstas fueran pocas.
Durante enero, febrero y parte de marzo, las nieves y los caminos impracticables
nos confinaron entre los muros del jardín, que no traspasábamos más que para ir a la
iglesia.
Cada día pasábamos una hora al aire libre. Nuestras ropas eran insuficientes para
defendernos del riguroso frío. No poseíamos botas y la nieve penetraba en nuestros zapatos
y se derretía dentro de ellos. No usábamos guantes y teníamos las manos y los pies llenos
de sabañones. Mis pies inflamados me hacían sufrir indeciblemente, en especial por las
noches, cuando entraban en calor, y por las mañanas al volver a calzarme.
La comida que nos daban era insuficiente a todas luces para nuestro apetito de niñas
en pleno crecimiento. Las raciones parecían a propósito para un desganado convaleciente.
De esto resultaba un abuso, y era que las mayores, en cuanto tenían oportunidad,
procuraban saciar su hambre arrancando con amenazas su ración a las pequeñas. Más de
una vez, después de haber tenido que distribuir el pan moreno que nos daban a las cinco,
entre dos mayores que me lo exigían, tuve que ceder a una tercera la mitad de mi taza de
café, y beberme el resto acompañado de las lágrimas silenciosas que el hambre y la
imposibilidad de oponerme arrancaban a mis ojos.
Durante el invierno, los días más terribles de todos eran los domingos. Teníamos
que recorrer dos millas hasta la iglesia de Broéklebridge, en la que oficiaba nuestro
director. Llegábamos heladas, entrábamos en el templo más helado aún y permanecíamos,
paralizadas de frío, mientras duraban los Oficios religiosos. Como el colegio estaba
demasiado lejos para ir a comer y regresar, se nos distribuía, en el intervalo entre los
Oficios de la mañana y la tarde, una ración de pan y carne fría en la misma mezquina
cantidad habitual de las comidas de los días laborables.
Después de los Oficios de la tarde, tornábamos al colegio por un empinado camino
barrido por los helados vientos que venían de las montañas del Norte, y tan fríos, que casi
nos arrancaban la piel de la cara.
Recuerdo a Miss Temple caminando con rapidez a lo largo de nuestras abatidas
filas, envuelta en su capa a rayas que el viento hacía ondear, animándonos, dándonos
ejemplo, excitándonos a seguir adelante «como esforzados soldados», según decía. Las
otras pobres profesoras tenían bastante con animarse a sí mismas y no les quedaban
energías para pensar en animar al prójimo.
VIII
El fin de la media hora coincidió con las cinco de la tarde. Todas se fueron al
refectorio. Yo me retiré a un rincón oscuro de la sala y me senté en el suelo. Los ánimos
que artificialmente recibiera empezaban a desaparecer y la reacción sobrevenía. Rompí en
lágrimas. Helen no estaba ya a mi lado y nada me confortaba. Abandonada a mí misma, mis
lágrimas fluían a torrentes.
Yo había procurado portarme bien en Lowood. Conseguí amigas, gané el afecto y el
aprecio de todos. Mis progresos habían sido muchos: aquella misma mañana Miss Miller
me otorgó el primer lugar en la clase. Miss Temple sonrió con aprobación y me ofreció
que, si continuaba así dos meses más, se me enseñaría francés y dibujo. Las condiscípulas
me estimaban: las de mi edad me trataban como una más y ninguna me ofendía. Y he aquí
que, en tal momento, se me hundía y se me humillaba. ¿Cómo podría levantarme de nuevo?
«De ningún modo», pensaba yo.
Y deseé ardientemente la muerte. Cuando estaba expresando este deseo con
desgarrador acento, apareció Helen Burns. Me traía pan y café.
-Anda, come -me dijo.
Pero todo era inútil. Yo no podía reprimir mis sollozos ni mi agitación. Helen me
miraba, seguramente con sorpresa.
Se sentó junto a mí en el suelo, rodeó con sus brazos sus rodillas y permaneció en
aquella actitud, silenciosa como una estatua india. Yo fui la primera en hablar.
IX
Por otro lado, las privaciones o, mejor, las asperezas de Lowood iban disminuyendo.
Se acercaba la primavera, las escarchas del invierno habían cesado, sus nieves se habían
derretido y sus helados vientos se templaban. Mis martirizados pies, acerados por el agudo
cierzo de febrero, mejoraban con el suave aliento de abril. Las mañanas y las noches ya no
eran de aquel frío polar que hacía helar la sangre en nuestras venas. Ya podíamos jugar en el
jardín, al aire libre, durante la hora de recreo. Empezaban a asomar los primeros brotes de
flor; azafraneros, trinitarias y campánulas blancas. Las tardes de los jueves se consideraban
festivas. Dábamos durante ella largos paseos y podíamos ver florecitas más bellas aún en el
borde de los caminos.
A abril sucedió mayo: un mayo luminoso, sereno. Los días eran de sol y de cielo azul
y soplaban suaves brisas del Sur y el Oeste. La vegetación crecía lujuriante. El jardín de
Lowood estaba verde, florecía por doquier. Olmos, fresnos y robles, antes secos, estaban ya
cubiertos de hojas. Brotaban, espléndidas, infinitas plantas silvestres. Mil variedades de
musgo cubrían el suelo.
Más allá de las tapias del jardín se elevaban, frondosas, las colinas a la sazón
deslumbrantes de verdor, dominando el recinto del colegio.
Pero si el lugar tenía ahora un encantador aspecto, sus condiciones sanitarias no eran
tan encantadoras.
El profundo bosque en que Lowood estaba situado era, con sus aguas estancadas y su
humedad, un foco de infecciones, cuando empezó la primavera, el tifus penetró en los
dormitorios y en los cuartos de estudio donde nos apiñábamos; y, en mayo, el colegio estaba
convertido en un hospital.
La casi extenuación física originada por la escasez de alimentos, los fríos sufridos, el
descuido, la escasa higiene, habían predispuesto a todas a la infección y cincuenta de las
ochenta alumnas tuvieron que guardar cama. Las clases se suspendieron, la disciplina se
relajó. Las pocas que no enfermamos gozábamos de libertad casi ilimitada. Los médicos
habían prescrito ejercicio al aire libre para conservar la salud, y aun sin tal prescripción
X
Hasta ahora he consagrado varios capítulos a detallar todos los pormenores de mi
insignificante existencia. Pero ésta no es una biografía propiamente dicha y, por tanto, puedo
pasar en silencio el transcurso de mi vida durante ocho años a partir de los diez, no
consagrándole más que algunas breves líneas.
Una vez que la fiebre tífica hubo cumplido su tarea de devastación en Lowood,
desapareció por sí misma, pero no antes de que su virulencia hubiese llamado la atención
pública. Hecha una investigación sobre el origen de la epidemia, la indignación general fue
muy grande. Lo malsano del emplazamiento del colegio, la cantidad y calidad de la comida
de las niñas, el agua infectada que se usaba en su preparación y la insuficiente limpieza,
vestuario e instalación de las recogidas, produjeron un resultado muy mortificante para Mr.
Brocklehurst, pero muy beneficioso para la institución.
Personas adineradas y bondadosas del condado suscribieron generosas aportaciones
para la mejora del colegio, se establecieron nuevas reglas, y los fondos de la escuela se
enviaron a una Comisión que debía administrarlos. Lo muy influyente que era Mr.
Brocklehurst impidió que fuese destituido, pero se le relegó al cargo de tesorero y otras
personas, más compasivas y mejores que él, asumieron parte de los deberes que antes
ejerciera. La escuela, muy mejorada, se convirtió entonces en una verdadera institución de
utilidad pública. Yo viví en ella ocho años desde su reorganización: seis como discípula y dos
como profesora, y puedo atestiguar, en ambos sentidos, el saludable cambio operado en la
casa.
Durante aquellos ocho años mi vida fue monótona, pero no infeliz, porque nunca
estuve ociosa. Tenía a mi alcance las posibilidades de adquirir una sólida instrucción, era
aplicada y deseaba sobresalir en todo y granjearme las simpatías de las profesoras. Cuando
llegué a ser la primera discípula de la primera clase, fui promovida a profesora y desempeñé
el cargo durante dos años, al cabo de los cuales mi vida se modificó.
Miss Temple, a través de todos los cambios, había conservado su cargo de inspectora.
A ella debía yo casi todos mis conocimientos. Su trato y amistad eran mi mayor solaz: era
para mí una madre, una maestra y una compañera. Al fin se casó con un sacerdote, un
hombre tan excelente, que casi se merecía una mujer como ella, y se trasladó a otra parte a
vivir. Perdí, pues, a aquella buena amiga.
XI
Cada nuevo capítulo de una novela es como un nuevo cuadro en una obra teatral.
Así, pues, lector, al subir el telón, imagínate una estancia en una posada de Mill cote,
con sus paredes empapeladas, como todas las posadas las tienen, con la acostumbrada
alfombra, los acostumbrados muebles y los acostumbrados adornos, incluyendo, desde
luego, entre ellos un retrato de Jorge III y otro del príncipe de Gales. La escena es
visible al lector gracias a la luz de una lámpara de aceite colgada del techo y a la
claridad de un excelente fuego junto al que estoy sentada envuelta en mi manto y tocada
con mi sombrero. Mi manguito y mi paraguas están sobre la mesa y yo procuro
devolver el calor y la elasticidad a mis miembros entumecidos y embotados por un viaje
de dieciséis horas, que son las que median entre las cuatro de la madrugada, en que salí
de Lowton, y las ocho de la noche, que en este momento están sonando en el reloj del
municipio de Millcote.
No imagines, lector, que mi aspecto tranquilo refleja la serenidad de mi ánimo. Al
pararse la diligencia, yo esperaba que alguien me aguardase. Miré, pues, afanosa, en torno
mío, mientras me apeaba utilizando los peldaños de la escalerita colocada al efecto para mi
comodidad, intentando descubrir algo que se pareciese al coche que, sin duda, debía
conducirme a Thornfield y oír alguna voz que pronunciase mi nombre. Pero nada semejante
se veía ni oía.
Interrogué a un mozo de la posada si alguien había preguntado por Miss Eyre y la
contestación fue negativa. No tuve más remedio que pedir una habitación, en la que me ha
encontrado el lector en espera de los que debían ir a buscarme, mientras toda clase de dudas
y temores poblaban mis pensamientos.
Para una joven inexperta es muy extraña la sensación que le produce el encontrarse
sola en el mundo, cortada toda conexión con su vida anterior, sin divisar puerto a qué
acogerse y no pudiendo, por múltiples razones, volver, caso de no hallarlo, al puesto de
partida. El encanto de la aventura embellece tal sensación, un impulso de suficiencia
personal la anima, pero el temor contribuye mucho a estropearlo todo. Y el temor era el que
XIII
Por prescripción del médico, Mr. Rochester se acostó temprano aquella noche y se
levantó tarde a la mañana siguiente. Cuando estuvo vestido, hubo de atender a su
administrador y a algunos de sus colonos, que le esperaban.
Adèle y yo evacuamos la biblioteca, que había de servir de sala de recepción de los
visitantes. Había un buen fuego encendido en un cuarto del primer piso y yo llevé allí los
libros y lo arreglé para servir de estancia de estudio.
Thornfield Hall había cambiado. Su habitual silencio, casi de iglesia, había
desaparecido. Constantemente llamaban a la puerta, sentíase sonar la campanilla, muchas
personas atravesaban el vestíbulo y oíase hablar a varias a la vez. Si aquella racha de vida
XIV
Durante los días siguientes vi pocas veces a Mr. Rochester. Por las mañanas estaba
muy ocupado en sus asuntos y por la tarde le visitaban personas de Millcote o de las
cercanías, las cuales, en ocasiones, comían con él. Cuando se repuso de la dislocación, solía
salir mucho a caballo, seguramente para devolver aquellas visitas, y no volvía hasta muy
entrada la noche.
En aquel período, aunque Adèle solía ir a verle con frecuencia, todas mis relaciones
con él se redujeron a encuentros casuales, en el vestíbulo, la escalera o la galería. En esas
ocasiones, él me saludaba con una fría mirada y una distraída inclinación de cabeza, o bien
con una sonrisa amable. Sus cambios de carácter no me molestaban, ya que era evidente
que dependían de causas que para nada se referían a mí.
Un día que estaba comiendo con varios invitados pidió mi álbum, sin duda para que
lo viesen. Aquellos caballeros se marcharon pronto, a fin de asistir a una reunión en
Millcote, pero él no les acompañó. A poco de haberse ido sus invitados, tocó la campanilla
y ordenó que bajásemos Adèle y yo. Arreglé un poco a la niña. Yo no tuve que arreglarme,
ya que mi vestimenta cuáquera, por lo lisa y rasa, no permitía casi desarreglo alguno. Adèle
pensó en seguida si habría llegado su petit coffre que, por no sé qué confusión, sufriera un
atraso de varios días. En cuanto entró en el comedor, vio una cajita de cartón sobre la mesa
y se alborozó, como si conociera por instinto de lo que se trataba.
-¡Mi caja, mi caja! -exclamó, precipitándose hacia ella.
-Sí: tu caja... Llévatela a un rincón y ábrela. ¡Se ve que eres una auténtica
parisiense! -dijo la grave y sarcástica voz de Mr. Rochester, surgiendo de las profundidades
de una inmensa butaca en que se hallaba hundido, al lado del fuego-. Pero no vayas
dándonos noticias de tu operación anatómica a medida que investigues en las entrañas de la
caja. Hazlo en silencio; tiens-toi tranquille, enfant, comprends-tu?
Adèle se había retirado a un sofá con su tesoro y se afanaba en soltar la cuerda que
lo sujetaba. Habiendo eliminado tal obstáculo y hallado ciertos objetos envueltos en papel
transparente, se limitó a exclamar:
-¡Oh, qué bonito!
XV
Mr. Rochester se explicó, en efecto. Una tarde nos mandó llamar a Adèle y a mí y,
mientras ella jugaba con Piloto, él me llevó a pasear y me explicó que aquella Céline
Varens había sido una bailarina francesa que fue su gran pasión. Céline le había asegurado
corresponderle con más ardor aún. Él creía ser el ídolo de aquella mujer, pensando que, feo
y todo, Céline prefería su taille d'athléte a la elegancia del Apolo de Belvedere.
-De modo, Miss Eyre, que, halagado por aquella preferencia de la sílfide gala hacia
el gnomo inglés, la instalé en un hotel, la proporcioné criados, un carruaje y, en resumen,
comencé a arruinarme por ella según la costumbre establecida... Ni siquiera tuve la
inteligencia de elegir un nuevo modo de arruinarme. Seguí el habitual, sin desviarme de él
ni una pulgada. Y también me ocurrió, como era justo, lo que ocurre a todos en esos casos.
Una noche que Céline no me esperaba, se me ocurrió visitarla, pero había salido. Me senté
a aguardarla en su gabinete, feliz al respirar el aire de su aposento, embalsamado por su
aliento... Pero no, exagero... Nunca se me ocurrió pensar que el aire estuviera embalsamado
por su aliento, sino por una pastilla aromática que ella solía colocar en la habitación y que
expandía perfumes de ámbar y almizcle... Aquel fuerte aroma llegó a sofocarme. Abrí el
balcón. La noche, iluminada por la luna y por los faroles de gas, era clara, serena... En el
balcón había una silla o dos. Me senté, encendí un cigarro... Por cierto que, con su permiso,
voy a encender uno ahora...
Se lo llevó a sus labios y el humo del fragante habano se elevó en el aire frío de
aquel día sin sol. -Entonces, señorita, me gustaban mucho los bombones. Y he aquí que,
mientras, alternándolos con chupadas al cigarro, estaba croquant -¡perdón por el
barbarismo!- unos bombones de chocolate y contemplando los elegantes carruajes que se
dirigían por la calle hacia la cercana ópera, vi llegar uno, tirado por dos caballos ingleses,
en el que reconocí el que regalara a Céline. Mi bella volvía. El corazón me latió con
impaciencia. La puerta del hotel se abrió y mi hermosa bajó del coche: la reconocí, a pesar
de ir cubierta por un abrigo, innecesario en aquella cálida noche de junio, por sus piececitos
que aparecían bajo el vestido. Me incliné sobre la barandilla y ya iba a exclamar: «¡Ángel
mío!», cuando me detuve al ver otra figura, también envuelta en un gabán, que descendía
del coche después de Céline y que pasaba, con ella, bajo la puerta cochera del hotel.
»¿Nunca ha sentido usted celos, Miss Eyre? Es superfluo preguntarlo. No los ha
sentido, puesto que no ha amado aún. Hay sentimientos que no ha experimentado usted
todavía... Usted imagina que toda la vida fluirá para usted mansamente como hasta ahora.
Flota usted en la corriente de la vida con los ojos cerrados y los oídos obstruidos, y no ve
las rocas que se encuentran al paso. Pero -no lo olvide- le aseguro que vendrá un día en que
llegue usted a un lugar del río en que los remolinos de la corriente la arrastren, la golpeen
contra los peñascos, en medio de tumultos y peligros, hasta que una gran ola la impulse
hacia una nueva corriente más calmada, como me pasa a mí ahora...
XVI
Al día siguiente yo temía, y a la vez deseaba, ver a Mr. Rochester. Ansiaba oír su
voz de nuevo y me asustaba, sin embargo, presentarme ante él. Rochester, algunas veces,
aunque pocas, solía entrar en el cuarto de estudio y permanecer en él, y yo estaba segura de
que aquella mañana se presentaría.
Pero la mañana transcurrió sin que nada interrumpiese los estudios de Adèle.
Únicamente oí, antes de desayunar, algunas voces cerca del cuarto de Rochester: las del
ama de llaves, de Leah, de la cocinera -que era la mujer de John- y el áspero acento del
propio John. Se percibían exclamaciones tales como: «¡Por poco se abrasa el señor en su
cama!» «Es peligroso dejar la luz encendida por la noche.» «¿No se habrá enfriado
durmiendo en el sofá?», etcétera.
A aquella conversación siguió algún movimiento en el cuarto y cuando pasé ante él
para ir a comer, vi a través de la puerta abierta que todo había sido puesto en orden.
Unicamente la cama carecía aún de cortinas. Leah estaba limpiando los cristales,
empañados por el humo. Iba a hablarla para saber qué explicación se había dado del caso,
cuando divisé, sentada en una silla y colocando las anillas de las nuevas cortinas del lecho,
a Grace Poole.
Permanecía taciturna como de costumbre, con su vestido oscuro, su delantal ceñido
y su cofia. Estaba absorta en su trabajo, al que parecía dedicar todas las energías de su
mente. En sus vulgares rasgos no se percibía la palidez ni la desesperación que debían
esperarse en una mujer que hacía poco intentara cometer un asesinato y cuya víctima debía,
según mis suposiciones, haberle reprochado el crimen que tratara de perpetrar.
Quedé perpleja. Ella me miró sin que su expresión se alterase y me dijo: «Buenos
días, señorita», con tanta calma y flema como de costumbre. Luego continuó su labor.
«Es preciso poner a prueba esa indiferencia», pensé. -Buenos días, Grace -repuse en
voz alta-. ¿Ha ocurrido algo? Me ha parecido oír hablar aquí hace un rato... -El señor estuvo
leyendo esta noche en la cama, se durmió con la luz encendida y las cortinas se
incendiaron. Afortunadamente despertó a tiempo de apagar el fuego con el agua del jarro.
-¡Qué raro! -dije, en voz baja, mirándola fijamente-. ¿No despertó Mr. Rochester a
nadie? ¿Ninguno le oyó moverse?
Me contempló de nuevo y ahora su expresión reflejaba un sentimiento distinto.
Después de haberme examinado con recelo, contestó:
-Ya sabe usted, señorita, que los criados duermen lejos. Las alcobas más próximas
son la de usted y la de Mrs. Fairfax. Ella no ha oído nada. Las personas de cierta edad
duermen muy pesadamente.
XVII
Pasó una semana, pasaron diez días y no llegaban noticias de Mr. Rochester. Mrs.
Fairfax aseguraba que no le sorprendería que a lo mejor se marchara con sus amigos a
Londres, e incluso al continente, y que no apareciera por Thornfield hasta dentro de un año.
Era muy frecuente en él desaparecer de aquel modo brusco e inesperado. Al oírla
experimenté un extraño desfallecimiento en el corazón, pero dominando mis sentimientos
logré enseguida superar mi momentáneo desvarío, recordando lo absurdo que era que
XVIII
Los días en Thornfield Hall transcurrían bulliciosos y alegres. ¡Qué diferentes eran
de los primeros tres meses de soledad y monotonía que yo pasara bajo aquel techo! Todas
las impresiones tristes parecían haber huido de la casa, todas las ideas sombrías parecían
haberse olvidado. Era imposible atravesar la galería, antes siempre desierta, sin encontrar la
elegante doncella de una de las señoras o el presumido criado de uno de los caballeros.
La cocina, la despensa, el cuarto de estar de los criados, el vestíbulo, se hallaban
siempre animados, y los aposentos no quedaban vacíos más que cuando el cielo azul y
el sol brillante invitaban a pasear a los huéspedes de la casa. Cuando el tiempo cambió y
se sucedieron días de continua lluvia, la jovialidad general no disminuyó por eso. Los
entretenimientos de puertas adentro se intensificaron al disiparse la posibilidad de
divertirse fuera.
Yo ignoraba el significado de la frase «jugar a las adivinanzas» que oí sugerir
una tarde a alguien que deseaba cambiar las distracciones habituales. Se llamó a los
criados, se separaron las mesas del comedor, las luces se colocaron de otra forma y las
sillas se situaron en semicírculo. Mientras Mr. Rochester y los demás caballeros
dirigían estos arreglos, las damas corrían de un lado a otro llamando a sus doncellas. Se
avisó a Mrs. Fairfax y se la interrogó sobre las existencias de chales, vestidos o telas de
cualquier clase que se hallasen en la casa. Se registró el tercer piso y las doncellas
bajaron con brazadas de viejos brocados, faldas, lazos y toda clase de antiguas telas. Se
hizo una selección de todo, y lo que pareció útil se llevó a la sala.
Entretanto, Mr. Rochester reunió a las señoras a su alrededor y eligió cierto
número de ellas y de caballeros. -Miss Ingram me pertenece, desde luego -dijo. Después
nombró a las señoritas Eshton y a Mrs. Dent. También me miró a mí. Yo estaba cerca
de él, ayudando a Mrs. Dent a sujetar un broche que se le había soltado.
-¿Quiere usted jugar? -me preguntó Rochester. Denegué con la cabeza y él no
insistió. Satisfecha de haber obrado con acierto, volví tranquilamente a mi rincón.
XIX
Reinaba profunda tranquilidad en la biblioteca. La sibila -si tal era- estaba
cómodamente sentada en un magnífico sillón junto a la chimenea. Llevaba un vestido rojo
y un gorro negro -más bien un deshilachado sombrero de gitana y un pañuelo anudado bajo
la barbilla. Había sobre la mesa una bujía apagada y la vieja parecía leer, a la luz de la
lumbre, un tomito negro, parecido a un devocionario. Leía en voz alta, como la mayoría de
las viejas. Cuando entré no suspendió su lectura. Al parecer, quería terminar un párrafo.
Me senté en la alfombra y me calenté las manos, que se me habían quedado ateridas.
Me sentía tranquila como nunca. En el aspecto de la gitana no había nada de inquietante.
Cerró el libro y me miró. Su pañuelo y las alas de su sombrero cubrían en gran parte su
extraño rostro. Era oscuro y moreno; los bucles de su cabello colgaban sobre sus mejillas.
Me examinó con escudriñadora mirada.
-¿Quiere que le diga la buenaventura? -preguntó con voz tan penetrante como sus
ojos y tan dura como sus facciones.
-No me interesa nada, abuela: si usted quiere... Pero le confieso que no creo en
ninguna de esas cosas. -Esperaba que tuviese usted ese descaro: lo he comprendido por el
ruido de sus pies al cruzar el umbral. -¿Sí? Tiene usted buen oído.
-Y buen ojo y buena cabeza. -Bastante falta le harán para su trato. -Especialmente
cuando encuentro clientes como usted. ¿Cómo no se estremece? -Porque no tengo frío. -
¿Cómo no palidece? -Porque no estoy mal.
-¿Cómo no quería consultar mi ciencia? -Porque no soy una necia.
La vieja emitió una carcajada cavernosa. Luego sacó una corta pipa y empezó a
fumar. Después de haberse entregado a este placer, irguió su encorvado cuerpo, se quitó la
pipa de los labios y, mirando fijamente el fuego, dijo subrayando las palabras:
-Usted tiene frío, usted está enferma y usted es una necia.
XX
Había olvidado correr las cortinillas y cerrar las contraventanas. La consecuencia
fue que cuando la luna, llena y brillante en la noche serena, alcanzó determinada altura
en el cielo, su espléndida luz, pasando a través de los cristales, me despertó. El disco
plateado y cristalino de la luna era muy bello, pero me producía un efecto en exceso
solemne. Me incorporé y alargué el brazo para correr las cortinillas.
¡Dios mío, qué grito oí en aquel instante! Un sonido agudo, salvaje,
estremecedor, que rompió la calma de la noche, recorriendo de extremo a extremo
Thornfiel Hall.
Mi pulso, mi corazón y mi brazo se paralizaron. El grito se apagó y no se repitió.
Procedía sin duda del tercer piso. Encima de mí se sentía ahora rumor de lucha.
Una voz medio sofocada gritó tres veces:
-¡Socorro!
Oí nuevos ruidos sobre el techo y una voz clamó: -¡Rochester: ven, por amor de
Dios!
Se abrió una puerta, alguien corrió por la galería. Sentí nuevas pisadas en el piso
alto y luego una caída. El silencio se restableció.
Acerté a ponerme alguna ropa, a pesar de que el horror paralizaba mis miembros.
Salí de mi dormitorio. Todos los invitados habían despertado. Se sentían exclamaciones y
murmullos de horror en todos los cuartos, las puertas se abrían una tras otra y la galería se
llenaba de gente. Se oía decir: «¿Qué es?», «¿Qué pasa?», «Enciendan luz», «¿Hay
fuego?», «¿Son ladrones?» Salvo la luz de la luna, que entraba por las ventanas, la
oscuridad era completa. Todos corrían de un lado para otro, tropezándose, pisándose.
Reinaba una confusión indescriptible.
-¿Dónde diablo está Rochester? -gritó el coronel Dent-. No le encuentro en su
alcoba.
-Aquí, aquí -se oyó contestar-. Tranquilícense; ya vuelvo.
XXII
Mr. Rochester me había concedido una semana de permiso, pero pasó un mes
antes de que yo abandonase Gateshead. Pretendí irme en seguida de los funerales, mas
Georgiana me obligó a estar con ella hasta su marcha a Londres, donde al fin había sido
invitada por su tía Gibson, que acudió para arreglar los asuntos familiares. Georgiana
afirmaba que temía quedar sola con Eliza porque no podía contar para nada con su
simpatía ni su ayuda. Soporté lo mejor que pude sus quejas egoístas y la auxilié con
todas mis fuerzas a hacer su equipaje. Mientras yo trabajaba, ella permanecía inactiva, y
yo pensaba para mí: «Si nosotras hubiéramos de vivir juntas, primita, las cosas se
organizarían sobre una base diferente. Ya me encargaría yo de marcarte tu tarea y te
obligaría a cumplirla. También te persuadiría de que guardases parte de tus
lamentaciones en el fondo de tu alma. Si tengo tanta paciencia y soy tan complaciente
contigo, se debe a la triste ocasión en que te hallas y a que se trata de una cosa
pasajera.»
Al fin Georgiana partió, pero entonces fue Eliza quien me pidió que me quedase
otra semana. Sus proyectos absorbían todo su tiempo y su atención y, antes de partir
para su desconocido destino, se pasaba el día cerrando baúles, vaciando cajones,
quemando papeles, todo ello dentro de su cuarto y con el cerrojo echado. Me
necesitaba, pues, para que yo atendiese la casa, recibiese pésames y contestase cartas.
Al fin, una mañana me dijo que me dejaba en libertad, y añadió:
-Le agradezco mucho su discreción y sus valiosos servicios. ¡Qué diferencia
entre vivir con una persona como usted o con una como Georgiana! Usted sabe llenar su
misión en la vida. Mañana -continuó- parto para el continente. Me instalaré en una
residencia de religiosas, cerca de Lisle, una especie de monasterio donde viviré
tranquila y aislada. Quiero dedicar mi tiempo al examen de los dogmas
catolicoromanos, y si, como casi supongo, encuentro que son los que mejor permiten
XXIII
Hacía un tiempo espléndido, como de mediados de verano, con un cielo tan puro y un
sol tan radiante, que se diría que una bandada de días italianos, a la manera de magníficos
pájaros, hubiese venido desde el Sur hasta Inglaterra. El heno había sido segado por
completo. Los campos circundantes estaban verdes, los árboles en flor, los bosques pomposos
y los setos magníficos de frutos y florecillas.
Una tarde de aquel verano, Adèle, que se había fatigado mucho cogiendo fresas
silvestres por la tarde en el camino de Hay, se acostó en cuanto se puso el sol, y yo, después
de asegurarme de que la niña dormía, bajé al jardín.
Era la hora más grata de las veinticuatro del día. Por Occidente, donde el sol acababa
de desaparecer, se extendía ahora una espléndida mancha de púrpura, ardiente como el rubí o
como la llama, surgiendo tras lo alto de una colina, y extendiéndose más tenue a medida que
se elevaba, hasta la mitad del cielo. Por Oriente, el cielo ostentaba un suave azul y brillaba en
él una estrella como una joya. En breve saldría la luna, pero ahora no asomaba todavía en el
horizonte.
Primero paseé ante la casa, mas un bien conocido olor de cigarro que salía por la
abierta ventana de la biblioteca me hizo comprender que podían verme, y entonces me interné
en el huerto. Imposible encontrar un sitio más paradisíaco. Estaba lleno de árboles y flores,
un alto muro lo separaba del patio y una avenida de hayas conducía al prado de frente al
edificio. Un seto aislaba el huerto de los solitarios campos, y un caminito bordeado de
laureles y que terminaba en un gigantesco castaño rodeado de un asiento circular conducía al
extremo del seto. El silencio era absoluto, la sombra grata. Mas apenas había caminado
algunos pasos me detuve al percibir cierta cálida fragancia en el ambiente. No procedía de los
rosales silvestres, ni de los abrótanos, jazmines, claveles y rosas que colmaban el jardín. No:
aquel nuevo aroma era el del cigarro de Mr. Rochester.
Miré a mi alrededor y escuché. Vi árboles cargados de fruta y oí trinar a un ruiseñor,
pero no distinguí ninguna forma humana ni sentí paso alguno. Sin embargo, el aroma se hacía
más intenso. Debía marcharme. Me dirigí a un portillo que daba al campo y en aquel
momento divisé a Mr. Rochester. Me detuve, procurando pasar disimulada bajo la hiedra que
cubría el muro. Mr. Rochester seguramente no estaría mucho tiempo allí y, si yo me quedaba
donde estaba, podía pasar inadvertida.
Pero aquel antiguo jardín era tan agradable para él como para mí. Lo recorría
lentamente, parándose de vez en cuando, ora para contemplar las parras cargadas de uvas
grandes como ciruelas, ora para coger una cereza o para contemplar una flor. Una enorme
libélula voló a mi lado, se detuvo en una planta a los pies de Rochester y éste se inclinó a fin
de examinarla.
«Ahora está de espaldas a mí -pensé-; acaso, si me deslizo en silencio, pueda irme sin
que me oiga.» Avancé sobre la hierba, queriendo evitar que mis pasos sobre la arena me
XXIV
Una vez levantada y vestida, pensé en lo sucedido y me pareció un sueño. No estaba
segura de su realidad hasta que viese a Rochester y le oyese renovar sus promesas y sus
frases de amor.
Mientras me peinaba, me miré al espejo y mi rostro no me pareció feo. Brillaban en
él una expresión de esperanza y un vivido color. Mis ojos parecían haberse bañado en la
fuente de la dicha y adquirido en ella un esplendor inusitado. Con frecuencia había temido
que Rochester se sintiera desagradado por mi aspecto, pero ahora me sentía segura de que
mi semblante, tal como estaba hoy, no enfriaría su afecto. Saqué del cajón un sencillo y
limpio vestido de verano y me lo puse. Me pareció que nunca me había sentado tan bien.
No me sorprendió al bajar al vestíbulo que una bella mañana de verano hubiera
sucedido a la tempestad. Aspiré la brisa, fresca y fragante. Una mendiga con un niño
avanzada por el camino y corrí a darles cuanto llevaba: tres o cuatro chelines. Quería que
todos y todo participaran de mi júbilo, de un modo u otro. Graznaban las cornejas y
cantaban los pájaros, pero nada me era tan grato como la alegría de mi corazón.
Mrs. Fairfax se asomó a la ventana y con grave acento me dijo:
-Miss Eyre, ¿viene a desayunar?
Mientras desayunábamos, se mantuvo fría y silenciosa. Pero yo no podía explicarme
con ella aún. Necesitaba que Rochester me repitiese lo que me dijera la noche antes.
Desayuné todo lo de prisa que pude, subí y encontré a Adèle que salía del cuarto de estudio.
XXV
Los últimos momentos del mes estipulado estaban a punto de expirar. Todos los
preparativos para el día de la boda se hallaban completos, al menos por mi parte. Mis
equipajes estaban listos, atados, dispuestos para ser enviados a Londres al siguiente día.
También entonces debía salir yo, o mejor dicho, Jane Rochester, una persona a quien no
conocía aún. El propio Edward había escrito las etiquetas de mis equipajes. «Mrs.
Rochester, Hotel... Londres.» No me resolvía a pegarlas aún. ¡Mrs. Rochester!
Semejante ser no comenzaría a existir hasta la mañana siguiente, poco después de las
ocho, y me parecía mejor esperar a que naciese para asignarle con entera propiedad
aquellos objetos. Entretanto, no podía concebir que me perteneciesen las prendas que
sustituirían mi negro vestido y mi sombrero lowoodianos: el traje de boda, el vestido
color perla, el vaporoso velo que se hallaban colocados en el guardarropa que había en
mi dormitorio.
«Os dejo solos», murmuré al cerrar el guardarropa para evitar la extraña
apariencia, casi fantasmal, que a aquella hora, nueve de la noche, ofrecían los ropajes
blancos entre las sombras de la habitación. Tenía fiebre; fuera soplaba el viento y quería
aspirar el aire puro.
No eran sólo el ajetreo de los preparativos ni la espera del gran cambio que iba a
producirse en mi vida lo que me hacía sentirme febril. Existía para ello una tercera
causa que nadie sino yo conocía, y que había sucedido la noche antes.
Brontë, Charlotte: Jane Eyre
176
Mr. Rochester se hallaba en unas propiedades situadas a una distancia de treinta
millas, donde fue a arreglar ciertos asuntos antes de su viaje. Y yo, al presente, esperaba
su regreso, confiando encontrar en él la solución del enigma que me inquietaba.
Bajé al huerto. Todo el día había soplado viento del Sur, trayendo, de vez en
cuando, algunos ramalazos de lluvia. Las nubes cubrían el cielo en masas compactas,
sin que un solo trocito de cielo azul hubiese brillado durante todo aquel día de julio.
Experimenté cierto violento placer sintiendo el azote del aire que refrescaba mi
turbada mente. Por el camino bordeado de laureles, llegué hasta el gran castaño medio
destrozado por el rayo. En aquel momento, una luna color de sangre apareció
momentáneamente entre las nubes para volver a ocultarse tras ellas después. Por un
segundo, el viento pareció quedar inmóvil en torno a Thornfield. Luego volvió a soplar con
fuerza.
Anduve de un lado a otro del huerto. La hierba, en torno a los manzanos, estaba
cubierta de manzanas caídas. Comencé a recogerlas, separando las verdes de las maduras.
Llevé éstas a la casa y las coloqué en la despensa, de donde fui a la biblioteca para
asegurarme de que el fuego estaba encendido. Aunque era verano, sabía que, dado lo
sombrío del tiempo, a Rochester le agradaría encontrar una buena lumbre. Acerqué su
sillón a la chimenea y la mesa al sillón y coloqué en ella las bujías. Una vez hechos
aquellos preparativos, no sabía si salir o quedarme en casa, porque me sentía muy inquieta.
Un pequeño reloj que había en el aposento y el viejo reloj del vestíbulo dieron
simultáneamente las diez.
«¡Qué tarde es! -pensé-. Voy a acercarme hasta las verjas. La luna sale a ratos y
puedo otear el camino. Si me reúno con Edward en cuanto lo vea, evitaré algunos minutos
de espera.»
El viento agitaba con violencia los altos árboles que sombreaban la entrada de la
propiedad. El camino, a izquierda y derecha, en cuanto alcanzaba la vista, estaba solitario.
Sólo se veían sobre él, a intervalos, las pálidas sombras de las nubes cuando, por unos
segundos, brillaba la luna.
Una lágrima pueril, lágrima de impaciencia y disgusto, acudió a mis ojos. La luna
parecía haberse encerrado herméticamente en su celeste estancia, porque no había vuelto a
aparecer. La noche se hacía cada vez más oscura y la lluvia iba en aumento.
«¡Quiero que venga, quiero que venga!», deseé con un ansia casi histérica. Le
esperaba antes del té y era ya noche cerrada. ¿Le había sucedido algún accidente? Recordé
el suceso de la noche anterior y lo interpreté como un presagio de desventura. Presentía que
mis esperanzas eran demasiado hermosas para que se realizasen y hasta pensé que había
sido tan dichosa últimamente que mi fortuna, después de llegar a su cenit, debía comenzar
indefectiblemente a declinar.
«No puedo volver a casa -reflexioné- y estar al lado del fuego, mientras él soporta
fuera la inclemencia de la noche. Prefiero tener los miembros fatigados antes que el
corazón oprimido. Avanzaré por el camino hasta que encuentre a Edward.»
Y avancé. No había recorrido aún un cuarto de milla cuando sentí ruido de cascos.
Un caballo, seguido por un perro, llegaba a todo galope. ¡Enhoramala todos los
presentimientos! Allí estaba él, montado en Mesrour y acompañado por Piloto. Me vio a la
Brontë, Charlotte: Jane Eyre
177
luz de la luna que había salido otra vez, se quitó el sombrero y lo agitó en torno a su cabeza.
Corrí a reunirme con él.
-¡Está visto que no puedes vivir sin mí! -exclamó-. Pon el pie sobre mi bota, dame
las manos y ¡arriba! Obedecí. La alegría me prestaba agilidad. Monté en la delantera del
arzón. Un ardiente beso fue el saludo que cambiamos. Él preguntó en seguida:
-¿Qué pasa, Jane, para que hayas venido a buscarme a estas horas?
-Creí que no llegaba usted nunca. Me era insoportable esperarle en casa con esta
lluvia y este huracán. -Estás mojada como una sirena. Cúbrete con mi abrigo. Pero creo que
tienes fiebre, Jane. Te arden las manos y las mejillas. Si ha pasado algo, dímelo. -Ahora no
me pasa nada. No tengo temor ni me siento infeliz.
-Entonces, ¿lo has sentido antes?
-Luego le explicaré. Seguramente se reirá de mí... -Mañana reiré todo lo que
quieras. Antes no: no tengo aún segura mi presa... Me refiero a ti, que durante este mes
último has sido para mí tan escurridiza como una anguila y más espinosa que una rosa
silvestre. No podía tocarte ni con un dedo sin que me pincharas. ¡Y ahora en cambio te
tengo en mis brazos como una mansa cordera! ¿Cómo es que has salido del redil para
venir a buscar a tu pastor, Jane?
-Deseaba verle. Pero no cante victoria... Ya estamos en Thornfield. Ayúdeme a
apearme.
Me puso en tierra. John se llevó el caballo y él me siguió a la casa. Me indicó que
fuese a cambiarme de ropa, lo que hice a toda prisa. Cinco minutos después, volvía y le
hallaba cenando.
-Siéntate y come conmigo, Jane. Es la última vez que comerás en Thornfield
durante mucho tiempo.
Me senté junto a él, pero no comí.
-¿Acaso el pensamiento del largo viaje que hemos de hacer a Londres te quita el
apetito?
-Hoy veo todas las cosas confusas y casi no sé ni lo que tengo en el cerebro. Todo
lo que me rodea me parece fantástico.
-Menos yo. Yo soy absolutamente real. Tócame y lo verás.
-Usted me parece lo más fantástico de todo, casi una cosa soñada...
Alargó su brazo musculoso, recio, lo puso ante mis ojos y dijo, riendo:
-¿Es esto un sueño acaso?
-Aunque sea tangible, es un sueño -dije-. ¿Ha terminado usted?
-Sí, Jane.
Toqué la campanilla y mandé quitar el servicio. Cuando quedamos solos, aticé el
fuego y luego me senté ante Rochester en un asiento bajo.
-Es casi medianoche -dije.
XXVI
Sophie vino a las siete a vestirme, en lo que tardó bastante, hasta el punto de que
Rochester, impaciente, sin duda, por mi tardanza, envió a preguntar el motivo de que yo no
Brontë, Charlotte: Jane Eyre
183
acudiera. En aquel momento ella estaba colocando sobre mi cabeza el velo -que al fin había
tenido que ser mi liso velo de blonda- y sujetándolo con un broche. Me escapé de entre sus
manos en cuanto pude.
-¡Espere! -exclamó ella, en francés-. ¡No se ha mirado aún al espejo!
Me volví desde la puerta y vi en el cristal una figura tan distinta, con su velo y sus
ropas, de la mía, que casi me pareció otra persona.
-¡Jane! -gritó una voz.
Bajé apresuradamente. Rochester me recibió al pie de la escaleras.
-Vamos -dijo-. Estoy ardiendo de impaciencia; ¡hay que ver lo que tardabas!
Me condujo al comedor, me examinó y dijo que yo era «tan bonita como un lirio, y
no sólo el orgullo de su vida, sino el encanto de sus ojos». Luego agregó que me concedía
diez minutos para desayunar y tocó la campanilla.
-¿Ha enganchado John el coche? -Sí, señor.
-¿Y el equipaje? -Están sacándolo.
-Vaya a la iglesia, vea si está el Padre Wood y el sacristán y vuelva a decírmelo.
Como no ignora el lector, la iglesia estaba muy cerca. El criado, pues, regresó
enseguida.
-El Padre Wood, señor, estaba poniéndose la sobrepelliz.
-¿Y el coche? -Ya está.
-No iremos en él a la iglesia, pero necesitamos que esté listo para cuando
regresemos, con el equipaje colocado y el cochero en el pescante.
-Bien, señor. -¿Estás ya, Jane?
Me levanté. Sólo Mrs. Fairfax estaba en el vestíbulo cuando pasamos. Hubiera
querido hablarla, pero una mano de hierro asió mi brazo y me vi obligada a caminar a un
paso que apenas me era posible mantener. Una mirada al rostro de Rochester me indicó que
él no quería perder ni un segundo.
No sé si el día era bueno o malo, porque, mientras nos dirigíamos a la iglesia, yo no
miraba ni la tierra ni el cielo. Mi corazón estaba todo en mis ojos, y éstos contemplaban,
estáticos, a Rochester, buscando en su apariencia la exteriorización de los sentimientos que
parecía reprimir con dificultad.
Se paró ante la puerta del cementerio al notar que yo no podía ya ni respirar, y me
dijo:
-Mi amor es un poco cruel... Descansa un momento, Jane.
Y entonces pude distinguir la parda y antigua casa de Dios alzándose ante mí. Una
corneja volaba en torno al campanario bajo el cielo carmesí de la mañana. Entre los verdes
montículos de las tumbas vi las figuras de dos forasteros que se detenían entre ellas para
leer los epitafios de sus lápidas. Noté que, al atisbarnos, desaparecieron detrás de la iglesia
y no dudé de que iban a asistir a la ceremonia. Pero Rochester no les observó, porque su
XXIX
El recuerdo de lo que sucedió durante los tres días y tres noches siguientes
permanece muy oscuro en mi memoria. Apenas me acuerdo de nada, porque nada hacía,
ni en casi nada pensaba. Sé que estaba en un cuarto pequeño y en una cama estrecha.
Permanecía en ella inmóvil como una piedra, sin poderme volver siquiera y sin apenas
reparar en el transcurso del tiempo. Notaba que entraban y salían personas en la alcoba,
podía decir quiénes eran y oía lo que me hablaban, pero no podía contestarles, porque
me era imposible abrir los labios ni mover los miembros. Hannah, la criada, era quien
me visitaba con más frecuencia. Su presencia me disgustaba comprendiendo que ella
habría preferido verme marchar y que sentía prevención contra mí. Diana y Mary
entraban en la alcoba una o dos veces al día. A veces les oía comentar:
-Hicimos bien en acogerla.
-Sí, porque de lo contrario hubiese aparecido muerta en el umbral al día
siguiente. ¿Qué le habrá sucedido? -Azares de la vida, supongo... ¡Pobrecita!
-No parece una persona ineducada. Habla con corrección y las ropas que se quitó
eran bastante finas. -Su cara es agradable, a pesar de lo demacrada que está. Imagino
que, sana y animada, debe tener un aspecto muy agradable.
Nunca les oí lamentar la hospitalidad que me concedían ni expresar hacia mí
sospecha alguna. Aquello me consolaba.
John apareció sólo una vez, me examinó y dijo que mi estado era la
consecuencia natural de una excesiva fatiga. Juzgó innecesario llamar al médico,
asegurando que la naturaleza obraría por sí misma; que había sufrido un fuerte trastorno
nervioso y que en cuanto reaccionase me repondría muy de prisa. Habló en términos
concisos, añadiendo, tras una pausa, con tono de hombre poco acostumbrado a
expansiones verbales:
-Su semblante es poco vulgar y por cierto no el de un ser degradado.
-Nada de eso -dijo Diana-. A decir verdad, John, quisiera que pudiésemos
favorecerla de un modo más eficiente.
-Eso quizá sea difícil -repuso él-. Probablemente averiguaremos que es una joven
que ha tenido alguna riña con sus parientes e irreflexivamente les ha abandonado. Tal
XXX
Cuanto más iba conociendo a los habitantes de Moor House, más les apreciaba.
A los pocos días había recobrado mi salud, podía hablar con Diana y Mary cuanto
querían y ayudarlas como y cuando les parecía bien. Había para mí un placer en aquella
especie de resurrección: el de convivir con gentes que congeniaban conmigo en gustos,
sentimientos y principios.
Me gustaban las lecturas que a ellas, disfrutaba con lo que ellas disfrutaban,
reverenciaba las cosas que aprobaban ellas. Ellas amaban su casa y yo, en aquel edificio
de antigua arquitectura-con su techo bajo, sus ventanas enrejadas, su avenida de pinos
añosos, su jardín, con sus plantas de tejo y acebo, donde sólo florecían las más
silvestres flores- encontraba un encanto constante y profundo. Compartía su afecto
hacia los rojizos páramos que rodeaban la residencia, hacia el profundo valle al que
conducía el sendero que arrancaba de la verja, y que, serpenteando entre los helechos,
alcanzaba los silvestres prados del fondo, donde pastaban rebaños de ovejas y
corderitos. Yo comprendía sus sentimientos, experimentaba el atractivo del solitario
lugar, amaba aquellas laderas y cañadas cubiertas de musgo, campánulas y otras
florecillas silvestres, y sembradas, aquí y allá, de rocas. Tales detalles eran para mí,
como para ellas, manantial de puros placeres. El viento huracanado y la dulce brisa, los
días desapacibles y los serenos, el alba y el crepúsculo, las noches sombrías y las
noches de luna, me producían a mí las mismas sensaciones que a ellas.
Dentro de la casa también nos entendíamos en todo. Ambas habían leído mucho
y sabían más que yo, pero yo las seguía con facilidad en el camino que ellas recorrieran
antes. Devoraba los libros que me dejaban y comentaba con entusiasmo por las noches
lo que había leído durante el día. En opiniones y pensamientos coincidíamos de un
modo absoluto.
Si en nuestro trío había alguna superior a las demás, era Diana. Físicamente,
valía más que yo: era hermosa y fuerte y poseía un dinamismo que excitaba mi
asombro. Yo podía hablar algo sobre un asunto, pero en cuanto agotaba mi primer
ímpetu de elocuencia, me sentía cansada y sin saber qué decir. Entonces me sentaba en
XXXI
Mi casa -al fin había encontrado una casa- era un pabelloncito con las paredes
encaladas y el suelo de arena apisonada. Contenía cuatro sillas y una mesa, un reloj, un
aparadorcito con dos o tres platos y tazas y un servicio de té. En el piso alto había una
alcoba de las mismas dimensiones que la cocina, con un lecho y una pequeña cómoda,
XXXII
Proseguí mis tareas en la escuela de la aldea tan activa y entusiasta como pude.
El trabajo fue duro al principio. Pasó tiempo, pese a mis esfuerzos, antes de que pudiera
comprender a mis alumnas y su modo de ser. Me parecía imposible desembotar sus
facultades y, además, al primer golpe de vista, todas se me figuraron iguales en su
rusticidad y en sus aptitudes. Pronto comprendí que estaba equivocada y que entre ellas
había tanta diferencia de una a otra como la que hay entre seres educados. Una vez que
comenzamos a comprendernos mutuamente, descubrí en muchas de ellas cierta
amabilidad natural, cierto. innato sentido del respeto propio y una capacidad innata que
granjearon mi admiración y mi buena voluntad. Las muchachas se interesaron en
seguida en cumplir bien sus tareas, en adquirir hábitos de limpieza, puntualidad y
urbanidad. La rapidez de los progresos de algunas era sorprendente. Y ello me imbuía
un modesto orgullo. Acabé estimando a algunas de las mejores de mis discípulas, y ellas
me correspondían. Tenía entre las alumnas varias hijas de granjeros, ya casi mujeres.
Como sabían leer, escribir y coser algo, pude enseñarles rudimentos de gramática,
geografía, historia y labores. A veces pasaba agradables horas en las casas de algunas
de las que se mostraban más ávidas de instruirse y progresar. En tales casos, los
granjeros, sus padres, me colmaban de atenciones. Experimentaba una alegría
aceptándolas y retribuyéndolas con consideración y respeto escrupuloso hacia sus
sentimientos, a lo que quizá no estuvieran acostumbrados. Ello les encantaba y
beneficiaba, porque, sintiéndose elevados ante sus propios ojos, procuraban merecer el
trato diferente que yo gustosamente les daba.
Me convertí en favorita de la aldea. Cuando salía, acogíanme por doquiera
cordiales saludos y amistosas sonrisas. Vivir entre el respeto general, aunque sea entre
humildes trabajadores, es como estar «sentados bajo un sol dulce y benigno». En aquel
período de mi vida mi corazón solía estar más animado que abatido. Y con todo, lector,
en medio de mi existencia tranquila y laboriosa, tras un día pasado en la escuela y una
velada transcurrida leyendo en apacible soledad, cuando me dormía soñaba extraños
sueños, coloridos, agitados, llenos de ideal, de aventura y de novelescas probabilidades.
Muchas veces imaginaba hallarme con Rochester, me sentía en sus brazos, oía su voz,
veía su mirada, tocaba su rostro y sus manos, y entonces la esperanza y el deseo de
Brontë, Charlotte: Jane Eyre
232
pasar la vida a su lado se renovaban en todo su prístino vigor. Al despertar recordaba
dónde estaba y cómo vivía, me estremecía de dolor y la noche oscura asistía a mis
convulsiones de desesperación y al crepitar de la llama de mis pasiones. A las nueve de
la mañana siguiente, abría con puntualidad la escuela y me preparaba para los
cotidianos deberes.
Rosamond Oliver cumplió su palabra de visitarme. Solía ir a la escuela durante
su paseo matinal a caballo, seguida por un servidor montado. Imposible imaginar nada
más exquisito que el aspecto que tenía con su vestido rojo y su sombrero de amazona
graciosamente colocado sobre sus largos rizos que besaban sus mejillas y flotaban sobre
sus hombros. Solía llegar a la hora en que Mr. Rivers daba la diaria lección de doctrina
cristiana. Yo comprendía que los ojos de la visitante desgarraban el corazón del joven
pastor. Dijérase que un instinto secreto anunciase a Rivers la llegada de la muchacha,
porque, aunque fingía no verla, antes de que cruzase el umbral, la sangre se agolpaba en
sus mejillas, sus marmóreas facciones se transformaban y su serenidad aparente
demostraba una impresión mayor que cuanto hubieran exteriorizado los más vivos
ademanes o miradas.
Ella sabía el efecto que le causaba. Pese a su cristiano estoicismo, Rivers, cuando
Rosamond le miraba y le sonreía, no podía contener el temblar de sus manos y el fulgor de
sus ojos. Parecía decirla, con su mirada, triste y resuelta a la vez: «La amo y sé que usted
me aprecia. No dejo de dirigirme a usted por temor al fracaso. Creo que si le ofreciera mi
corazón, usted lo aceptaría. Pero mi corazón está destinado a arder en un ara sagrada y en
breve el sacrificio se habrá consumado.»
En tales ocasiones ella se ponía pensativa como una niña disgustada. Una nube
velaba su radiante vivacidad; separaba con premura la mano de la de él y volvía la mirada.
Estoy segura de que Rivers hubiera dado un mundo por retenerla cuando se apartaba de él
así, pero no, en cambio, una probabilidad de alcanzar el cielo. No hubiera cambiado por el
amor de aquella mujer su esperanza de alcanzar el verdadero paraíso. Ni le era posible
concentrar en los límites de un solo amor sus ansias de ambicioso, de poeta, de sacerdote.
No quería, ni debía, sacrificar su tarea de misionero a una vida reposada en los salones de
Pale Hall. Aprendí mucho en el ejemplo de aquel hombre, una vez que, a pesar de su
reserva, logré penetrar algo en su confianza.
Miss Oliver honraba mi casita con visitas frecuentes. Yo conocía bien su carácter,
en el que no había ciertamente disfraz ni misterio. Era coqueta, pero no le faltaba corazón,
y absorbente, pero no egoísta. Era caprichosa, pero tenía buen carácter; frívola, mas no
afectada; generosa, nada orgullosa de su situación económica, ingenua, bastante inteligente,
despreocupada y alegre. Era encantadora, en resumen, aun para un observador imparcial y
de su propio sexo, como yo, pero no profundamente interesado. Un tipo muy diferente, en
fin, de las hermanas de Rivers. Yo experimentaba por ella un afecto muy semejante al que
sintiera por Adèle con la natural diferencia de ser ésta una niña y aquélla una adulta.
Ella sentía por mí un amable capricho. Decía que yo era como Rivers (aunque estoy
segura de que en el fondo pensaba que no tan bella y que, aunque limpia de alma, no podía
compararme con él, a quien debía considerar como un ángel). Agregaba que yo, como
maestra de escuela de aldea, era un lussus naturae y que estaba segura de que mi vida
anterior debía de constituir una sugestiva novela.
XXXIII
Cuando se fue Rivers comenzaba a nevar, y siguió nevando toda la noche. Al
oscurecer del día siguiente el valle estaba casi intransitable. Cerré, apliqué una esteri lla
a la puerta para que la nieve, al derretirse, no entrase por debajo, encendí una vela y
comencé a leer el libro de Marmion que me trajera Rivers:
Laderas del castillo de Norham, ancho y profundo río Tweed, solitarias
montañas de Cheviot... Macizos murallones, que flanquean las torres que protegen el
dintel reluciendo, amarillas, bajo el sol...
La bella melodía de los versos me hizo olvidar en breve la áspera tormenta.
Oí repentinamente un ruido en la puerta. Creí que fuera el batir del viento pero
era John Rivers, que surgiendo bajo el helado huracán de entre las profundas tinieblas,
aparecía ante mí, cubierta su alta figura de un abrigo todo blanco de nieve, como un
glaciar. Me alarmé, ya que no esperaba visita alguna en semejante noche. -¿Pasa algo? -
pregunté.
XXXVII
Ferndean era un edificio antiguo, de regular tamaño y sin pretensiones
arquitectónicas, situado en el fondo de un bosque. Rochester hablaba con frecuencia de
aquella casa y la visitaba a veces. Su padre la había dedicado a albergue de caza.
Hubiese querido alquilarla, pero la insalubridad de su situación lo impedía. Por tanto,
Ferndean permanecía deshabitada y desamueblada, con excepción de dos o tres
habitaciones, utilizadas por su dueño cuando iba a cazar.
Llegué allí al caer de una tarde de cielo plomizo, viento frío y lluvia penetrante y
continua. Recorrí a pie la última milla, después de despedir coche y cochero con la
doble remuneración ofrecida. Aunque muy próxima a la casa, no la distinguía aún, tan
espeso y sombrío era el bosque que la rodeaba. Atravesando una verja entre dos
columnas de granito, me encontré bajo la oscura bóveda que formaba el ramaje. Un
camino cubierto de hierba penetraba en el bosque entre intrincadas zarzas, bajo las
apretadas ramas de los árboles. Lo seguí, esperando alcanzar pronto mi objetivo, pero a
pesar de que avanzaba incesantemente, no veía por lado alguno señales de casa.
Temí haber tomado una dirección equivocada o haberme extraviado. La
oscuridad y la soledad del lugar me impresionaban. Miré en torno, en demanda de otro
camino; no había ninguno. Sólo se distinguían gruesos troncos, espesos follajes y
ningún claro.
Continué. Al fin el bosque se hizo menos denso y hallé una empalizada y tras
ella la casa, apenas visible entre los árboles, tan cubiertos de verdín y humedad estaban
sus ruinosos muros. Pasando un portillo me encontré en un espacio abierto, rodeado en
semicírculo por el bosque. No había flores ni césped; sólo un sendero enarenado
XXXVIII
Conclusión
Lector: me casé con Edward. Fue una boda sencilla. Sólo él, el párroco, el
sacristán y yo estuvimos presentes. Cuando volvimos de la iglesia, fui a la cocina de la
casa, donde Mary estaba preparando la comida y John sacando los cubiertos, y dije:
-Mary: me he casado esta mañana con Mr. Rochester.
El ama de casa y su marido pertenecían a esa clase de personas flemáticas y
correctas, a las que se puede participar una noticia sin temor a que nos abrumen con sus
exclamaciones y nos ahoguen bajo un torrente de palabras de asombro. Mary me miró:
el cucharón con que golpeaba un par de pollos que se asaban al fuego permaneció
suspendido en el aire unos tres minutos y durante el mismo tiempo quedó interrumpido
el proceso de arreglo de los cuchillos de John. Después, Mary, volviendo a inclinarse
sobre el asado, se limitó a decir:
-¿Sí, señorita? Muy bien.
Y al cabo de un breve rato continuó:
-La vi salir con el señor, pero no sabía que iban a la iglesia.
Y siguió golpeando los pollos. Me volví hacia John y vi que reía abriendo mucho
la boca.
-Ya le decía yo a Mary que acabaría sucediendo así -comentó-. Conozco bien a
Mr. Edward -John era un criado antiguo y trataba a su amo desde que éste era el menor
de la familia, por lo que se permitía a veces mencionarlo por su nombre propio- y me
constaba lo que se proponía. Estaba seguro de que no lo demoraría mucho, y ha hecho
bien. Le deseo muchas felicidades, señorita.
Y se quitó cortésmente la gorra.
-Gracias, John. Mr. Rochester me dijo que les diera esto.