La Ciencia de Lo Concreto - (CLS)

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El Pensamiento Salvaje

(Claude Lévi Strauss, París, 1962.)

I. LA CIENCIA DE LO CONCRETO

DURANTE largo tiempo, nos hemos complacido en citar esas lenguas en que faltan
los términos para expresar conceptos tales como los de árbol o de animal, aun-
que se encuentren en ellas todas las palabras necesarias para un inventario
detallado de las especies y de las variedades. Pero, al mencionar estos casos en
apoyo de una supuesta ineptitud de los "primitivos" para el pensamiento
abstracto, en primer lugar, omitíamos otros ejemplos, que comprueban que la
riqueza en palabras abstractas no es patrimonio exclusivo de las lenguas
civilizadas. Así, por ejemplo, la lengua chinook del noroeste de la América del
Norte, usa palabras abstractas para designar muchas propiedades o cualidades
de los seres y de las cosas: "este procedimiento —dice Boas—, es más frecuente
que en cualquier otro lenguaje conocido por mi". La proposición: el hombre
malvado ha matado al pobre niño, en chinook se expresa así: la maldad del
hombre ha matado a la pobreza del niño; y, para decir que una mujer utiliza un
cesto demasiado pequeño: mete raíces de potentila en la pequeñez de un cesto
para conchas. (Boas 2, pp. 657-658). En toda lengua, el discurso y la sintaxis
proporcionan los recursos indispensables para suplir las lagunas del vocabulario.
Y el carácter tendencioso del argumento mencionado en el parágrafo anterior
queda puesto de manifiesto cuando se observa que la situación inversa, es decir,
aquella en que los términos muy generales predominan sobre las designaciones
específicas, ha sido también aprovechada para afirmar la indigencia intelectual
de los salvajes:

De entre las plantas y los animales, el indio no nombra más que a las especies útiles
o nocivas; las demás se clasifican, indistintamente, como pájaros, malayerba, etc.
(Krause, p. 104.)

Un observador más reciente parece creer, de manera semejante, que el indígena


nombra y concibe solamente en función de sus necesidades:

Me acuerdo todavía de la hilaridad provocada entre mis amigos de las islas


Marquesas... por el interés (que a su juicio, era pura tontería) testimoniado por el
botánico de nuestra expedición de 1921, por los "hierbajos" sin nombre ("sin
utilidad") que recogía y cuyo nombre quería conocer. (Handy y Pukui, p. 119, n. 21.)

Sin embargo, Handy compara esta indiferencia con la que, en nuestra


civilización, el especialista manifiesta respecto de los fenómenos que no
pertenecen inmediatamente a su esfera de interés intelectual. Y cuando su
colaboradora indígena le subraya que en Hawaii, "cada forma botánica, zoológica
o inorgánica que se sabía que había recibido un nombre (que habla sido
personalizada) era... una cosa utilizada", se toma el trabajo de añadir: "de una o
de otra manera", y precisa que si "una variedad ilimitada de seres vivos del mar
y del bosque, de fenómenos meteorológicos o marinos, no tenían nombre", la
razón era la de que no se les juzgaba "útiles o... dignos de interés", términos que
no son equivalentes, puesto que uno se sitúa en el plano de lo práctico y otro en
el de lo teórico. Lo que sigue diciendo el texto lo confirma, al reforzar el segundo
aspecto a expensas del primero: "la vida, era la experiencia, cargada de
significación exacta y precisa" (id; p. 119).
En verdad, la división conceptual varía según cada lengua y como lo señaló
claramente, en el siglo XVIII, el redactor del artículo "nombre" en la Enciclopedia,
el uso de términos más o menos abstractos no es función de capacidades
intelectuales, sino de los intereses desigualmente señalados y detallados de cada
sociedad particular en el seno de la sociedad nacional:
"subid al observatorio; cada estrella no es una estrella pura y simplemente, es la
estrella x del Capricornio, es la y del centauro, es la x de la osa mayor, etc., en-

1
trad en un picadero de caballos, cada caballo tiene su nombre propio, el
Brillante, el Duende, el Fogoso, etcétera." Además, aun si la observación acerca
de las llamadas lenguas primitivas, mencionada al comienzo de este capítulo,
tuviese que entenderse al pie de la letra, no podríamos sacar en conclusión una
carencia de ideas generales. Las palabras encino, haya, abedul, etc., no son
menos palabras abstractas que el término árbol, y, de dos lenguas, una de las
cuales poseería solamente este último término y la otra lo ignoraría, en tanto que
poseyera varias decenas o centenas de palabras para designar las especies y las
variedades, sería la segunda, y no la primera, la que, desde este punto de vista,
seria más rica en conceptos.
Como en las lenguas de oficios, la proliferación conceptual corresponde a una
atención más sostenida sobre las propiedades de lo real, a un interés más des-
pierto a las distinciones que se pueden hacer. Este gusto por el conocimiento
objetivo constituye uno de los aspectos más olvidados del pensamiento de los
que llamamos "primitivos". Si rara vez se dirige hacia realidades del mismo nivel
en el que se mueve la ciencia moderna, supone acciones intelectuales y métodos
de observación comparables. En los dos casos, el universo es objeto de
pensamiento, por lo menos tanto como medio de satisfacer necesidades.
Cada civilización propende a sobrestimar la orientación objetiva de su
pensamiento, y es porque nunca está ausente. Cuando cometemos el error de
creer que el salvaje se rige exclusivamente por sus necesidades orgánicas o
económicas, no nos damos cuenta de que nos dirige el mismo reproche y de que,
a él, su propio deseo de conocer le parece estar mejor equilibrado que el nuestro;
La utilización de los recursos naturales de que disponían los indígenas de Hawai era,
sobre poco más o menos, completa; mucho más que la practicada en la era
comercial actual, que explota despiadadamente los escasos recursos que, por el
momento, procuran una ventaja comercial, desdeñando y destruyendo, a menudo,
todo lo demás. (Handy y Pukui, p. 213.)
Sin duda, la agricultura de mercado no se confunde con el saber de botánica.
Pero al ignorar al segundo y pensar exclusivamente en la primera, la vieja aris-
tocracia hawaiana no hace sino cometer, por cuenta de una cultura indígena,
invirtiéndolo en conveniencia propia, el error simétrico cometido por Malinowski,
cuando pretendió que el interés por las plantas y los animales totémicos no se lo
inspiraban a los primitivos más que las quejas de su estómago.
A la observación de Tessmann a propósito de los fang del Gabon, que señalaba
(p. 71) "la precisión con la cual reconocen las más pequeñas diferencias entre las
especies de un mismo género", corresponde, en lo tocante a Oceanía, la de los
dos autores ya citados.

Las facultades agudizadas de los indígenas les permitían notar exactamente los
caracteres genéricos de todas las especies vivas, terrestres y marinas, así como los
cambios más sutiles de fenómenos naturales como los vientos, la luz, y los colores
del tiempo, los rizos de las olas, las variaciones de la resaca, las corrientes acuáticas
y aéreas. (Handy y Pukui, p. 119.)
Un uso tan sencillo como la masticación del betel supone, entre los hanunóo de
las Filipinas, el conocimiento de cuatro variedades de nueces de areca y de ocho
productos que las pueden sustituir, de cinco variedades de betel y de cinco
productos sustitutos. (Con-klin 3):

Todas las actividades de los hanunóo, o casi todas, exigen estar íntimamente
familiarizados con la flora local y un conocimiento, preciso de las clasificaciones
botánicas. Contrariamente a la opinión de que las sociedades que viven en una eco-
nomía de subsistencia no utilizan más que una pequeña fracción de la flora local,
esta última se emplea en la proporción de un 93 %. (Conkiin, 1, p. 249.)
Y esto no es menos cierto por lo que toca a la fauna:

Los hanunóo clasifican las formas locales de la fauna aviar en 75 categorías...

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distinguen cerca de doce clases de serpientes... sesenta clases de peces... más de
una docena de crustáceos de mar y de agua dulce, y un número igual de clases de
arañas y de miriápodos... Los miles de formas de insectos se agrupan en ciento ocho
categorías que tienen nombre, trece de las cuales corresponden a las hormigas y las
termitas... Identifican más de sesenta clases de moluscos marinos, y más de
veinticinco de moluscos terrestres y de agua dulce... cuatro clases de sanguijuelas
chupadoras de sangre...": en total, llevan un censo de 461 clases zoológicas (id; pp.
67-70).

A propósito de una población de pigmeos de las Filipinas, un biólogo se expresa


de la manera siguiente:

Un rasgo característico de los negritos, que los distingue de sus vecinos cristianos
de las llanuras, estriba en su conocimiento inagotable de los reinos vegetal y animal.
Este saber no supone solamente la identificación especifica de un número
fenomenal de plantas, de aves, de mamíferos y de insectos, sino también el
conocimiento de los hábitos y de las costumbres de cada especie. ..
El negrito está completamente integrado a su medio, y, lo que es todavía más
importante, estudia sin cesar todo lo que le rodea. A menudo, he visto a un negrito,
que no estaba seguro de la identidad de una planta, gustar el fruto, oler las hojas,
quebrar y examinar el tallo, echar una mirada al habitat. Y, solamente cuando haya
tomado en cuenta todos estos datos, declarará conocer o ignorar la planta de que se
trata.

Después de haber mostrado que los indígenas se interesan también por las
plantas que no les son directamente útiles, por razón de las relaciones de signi-
ficación que los ligan a los animales y a los insectos, el mismo autor sigue
diciendo:

El agudo sentido de observación de los pigmeos, su plena conciencia de las


relaciones entre la vida vegetal y la vida animal... están ejemplificados de manera
impresionante por sus discusiones acerca de las costumbres de los murciélagos. El
tididin vive sobre la hojarasca reseca de las palmas, el dikidik debajo de las hojas del
plátano silvestre, el litlit en los macizos de bambú, el kolumboy en las cavidades de
los troncos de árbol, el konanaba en los bosques espesos, y así sucesivamente. De
esta manera los negritos pinatubo conocen y distinguen las costumbres de 15
especies de murciélagos. No es menos cierto que su clasificación de los murciélagos,
como la de los insectos, las aves, los mamíferos, los peces y las plantas, se apoya
principalmente en las semejanzas y las diferencias físicas.
Casi todos los hombres enumeran, con la mayor facilidad, los nombres específicos y
descriptivos de, por lo menos, 450 plantas, 75 aves, casi todas las serpientes, peces,
insectos -y mamíferos, y aun 20 especies de hormigas.. y la ciencia botánica de los
mananambal, brujos-curanderos de uno y otro sexos, que utilizan constantemente
las plantas para su arte, es absolutamente estupefactiva." (R. B. Fox, pp. 187-188.)
De una población atrasada de las islas Ryukyu, se ha escrito:
Aun un niño puede a menudo identificar la especie de un árbol a partir de un
minúsculo fragmento de madera y, lo que es más, el sexo de ese árbol, conforme a
las ideas que los indígenas tienen acerca de los vegetales; y hace esto, observando
la apariencia de la madera y de la corteza, el olor, la dureza y otros caracteres de la
misma clase. Docenas y docenas de peces y de conchas poseen nombres distintivos,
y se les conoce también por sus características propias, sus costumbres y las
diferencias sexuales en el seno de cada clase... (Smith, p. 150.)
Habitantes de una región desértica de la California del Sur, en la que hoy logran
subsistir solamente unas cuantas familias de blancos, varios miles de indios
coahuilla no llegaban a agotar los recursos naturales; vivían en la abundancia.
Pues, en este territorio aparentemente dejado de la mano de Dios, conocían no
menos de 60 plantas alimenticias y otras 28, de propiedades narcóticas,
estimulantes o medicinales (Barrows). Un solo informante seminóla identifica 250
especies y variedades vegetales (Sturtevant). Se han contado 350 plantas

3
conocidas por los indios hopi, y más de 500 por los navajos. El léxico botánico de
los subanun, que viven en el sur de las Filipinas, sobrepasa de mil términos
(Frake) y el de los hanunóo se acerca a los 2000. Trabajando con un solo
informante del Gabón, Sillans ha publicado recientemente un repertorio etno-
botánico de cerca de 8 000 términos, repartidos entre las lenguas o dialectos de
12 o 13 tribus adyacentes. (Waiker y Sillans.) Los resultados, inéditos en su
mayor parte, que han obtenido Marcel Griaule y sus colaboradores en el Sudán,
prometen ser igualmente impresionantes.
La extremada familiarización con el medio biológico, la apasionada atención que
le prestan, los conocimientos exactos a él vinculados, a menudo han im-
presionado a los investigadores, por cuanto denotan actitudes y preocupaciones
que distinguen a los indígenas de sus visitantes blancos. Entre los indios tewa de
Nuevo México:

Se observan las diferencias menudas... tienen nombres para designar a todas las
especies de coniferas de la región; ahora bien, en este caso, las diferencias son poco
visibles y, entre los blancos, un individuo que no hubiese recibido entrenamiento sería
incapaz de distinguirlas... En verdad, no habría ninguna dificultad en traducir un tratado
de botánica a la lengua tewa. (Robbins, Harrington y Freire-Marreco, pp. 9, 12.)

En un relato apenas novelado, E. Smith Bowen ha narrado amenamente su


confusión cuando, desde su llegada a una tribu africana, quiso comenzar por
aprender la lengua: a sus informantes les pareció lo más natural del mundo, en la
etapa elemental de su enseñanza, reunir un gran número de especimenes
botánicos que iban nombrando a medida que se los presentaban, pero que la
investigadora era incapaz de identificar, no tanto por razón de su naturaleza
exótica, como porque ella jamás se había interesado en las riquezas y la
diversidad del mundo vegetal, en tanto que los indígenas daban por supuesta tal
curiosidad.
Estas personas son cultivadoras: para ellas las plantas son tan importantes, tan
familiares como los seres humanos. Por mi parte, jamás he vivido en una granja y ni
siquiera estoy segura de distinguir a las begonias de las dalias o de las petunias. Las
plantas, como las ecuaciones, poseen el engañoso hábito de parecer semejantes y
ser diferentes, o de parecer diferentes y ser semejantes. Por consiguiente, me hago
un lío tanto en botánica como en matemáticas. Por primera vez en mi vida, me
encuentro en una comunidad en que los niños de diez años no son superiores a mí en
matemáticas, pero me encuentro también en un lugar en el que cada planta,
silvestre o cultivada, tiene un nombre y un uso bien definido, en el que cada hombre,
mujer y niño conoce centenares de especies. Ninguno de ellos creerá jamás que soy
incapaz, aunque queriéndolo, de saber tanto como ellos. (Smith Bowen, p. 22.)
Totalmente diferente es la reacción de un especialista, autor de una monografía
en la que describe cerca de 300 especies o variedades de plantas medicinales o
tóxicas, utilizadas por algunas poblaciones de la Rodesia del Norte:
Me ha sorprendido siempre la diligencia con que los habitantes de Balovale y de las
regiones vecinas aceptaban hablar de sus remedios y de sus venenos. ¿Les halagaba
el interés de que daba muestras yo por sus métodos? ¿Consideraban nuestras
conversaciones como un intercambio de informaciones entre colegas? ¿O querían
hacer gala de su saber? Cualquiera que haya podido ser la razón de su actitud,
nunca se hacían de rogar. Me acuerdo de un condenado viejo luchazi que me traía
brazadas de hojas secas, de raíces y de tallos para instruirme en todos sus empleos.
¿Qué era, herbolario o brujo? Nunca pude penetrar en este misterio, pero compruebo
con pesar que no poseeré nunca su ciencia de la psicología africana y su habilidad
para cuidar a sus semejantes: asociados, mis conocimientos médicos y sus talentos
habrían formado una útilísima combinación. (Gilges, p. 20.)

Al citar un extracto de sus cuadernos de viaje, Conkiin ha tratado de ilustrar este


contacto íntimo entre el hombre y el medio, que el indígena impone
perpetuamente al etnólogo:

4
A 0600 y bajo una lluvia ligera, Langba y yo partimos de Parina en dirección de
Binli... En Arasaas, Langba me pidió que cortara varias bandas de cortezas, de 10 por
50 cms. del árbol anapla kilala (Albinia procera (Roxb.) (Benth.) para preservarnos de
las sanguijuelas. Frotando con la cara interna de la corteza nuestros tobillos y piernas,
mojados ya por la vegetación chorreante de lluvia, se producía una especie de nata
de color rosa que era un magnífico repelente. En el camino, cerca de Aypud Langba se
detuvo de pronto, hundió rápidamente su bastón al borde del sendero y desarraigó
una pequeña yerba, tawag kugun bulabdiad (Buchnera wticifolia R.Br.) que, según me
dijo, le serviría de cebo... para atrapar a un jabalí. Algunos instantes más tarde, y
caminábamos rápidamente, se detuvo de igual manera para arrancar una pequeña
orquídea terrestre (difícil de descubrir bajo la vegetación que la cubría) llamada
liyamiiyam (Epipo-gum roseum (D. Don.) (Lindi.), planta empleada para combatir
mágicamente a los insectos parásitos de los cultivos. En Binli, Langba se tomó el
cuidado de no echar a perder lo que había recogido, urgando en su morral de palma
trenzada para sacar apug, cal apagada y tabaku (Nicotiana ta.ba.cum L.), que quería
ofrecer a la gente de Binli a cambio de otros ingredientes para mascar. Después de
una discusión acerca de los méritos respectivos de las variedades locales de Betel-
pimienta (Piper betle L.), Langba obtuvo permiso para cortar estacas de batata
(Impomoea batatas (L) Poir.) que pertenecían a dos formas vegetativas diferentes y
distinguidas con los nombres de kamuti inaswang y kamuti lupaw... Y en el sembrado
de camotes, cortamos 25 estacas (de cerca de 75 cms. de largo, de cada variedad,
que consistían en el extremo del tallo, y las envolvimos cuidadosamente en las
grandes hojas frescas del saging saba cultivado (Musa sapientum com-pressa (Bico.)
Teodoro) para que conservasen su humedad hasta nuestra llegada a Langba. En
camino, masticamos tallos de tubu minama, especie de caña de azúcar (Saccharum
officinarum L.), nos detuvimos una vez para recoger algunas bunga, nueces de areca
caídas (Areca catechu L.), y, otra vez, para recoger y comer los frutos, semejantes a
cerezas silvestres, de algunos matojos de bugnay (Antidesma brunius (L) Spreng). Lle-
gamos a Mararim a mediados de la tarde y, a lo largo de nuestro camino la mayor
parte del tiempo la habíamos pasado discutiendo acerca de los cambios en la
vegetación ocurridos en las últimas decenas de años. (Conkiin, /, pp. 15-17.)

Este saber, y los medios lingüísticos de que dispone, se extiende también a la


morfología. La lengua tewa utiliza términos distintos para cada parte, o casi, del
cuerpo de las aves y de los mamíferos (Henderson y Harrington, p. 9). La
descripción morfológica de las hojas de árboles o de plantas, cuenta con
cuarenta términos, y hay quince términos distintos que corresponden a las
diferentes partes de una planta de maíz.
Para describir las partes constitutivas y las propiedades de los vegetales, los
hanunóo tienen más de 150 términos, que connotan las categorías en función de
las cuales identifican las plantas "y discuten entre ellos acerca de centenares de
caracteres que las distinguen, y a menudo corresponden a propiedades
significativas, tanto medicinales como alimenticias". (Conkiin, 1, p. 97). Los
pinatubo, entre los cuales se han contado más de 600 plantas con nombre, "no
tienen solamente un conocimiento fabuloso de estas plantas y de sus modos de
utilización; emplean más de 100 términos para describir sus partes o aspectos
característicos." (R. B. Fox, p. 179.)
Es claro que un saber desarrollado tan sistemáticamente no puede ser función
tan sólo de la utilidad práctica. Después de haber subrayado la riqueza y la
precisión de los conocimientos zoológicos y botánicos de los indios del noreste de
los Estados Unidos y del Canadá: montagnais, naskapi, micmac, maléate, pe-
nobscot, el etnólogo que los ha estudiado mejor nos dice:

Era de esperarse, por lo que respecta a las costumbres de la caza mayor, de la que
provienen el alimento y las materias primas de la industria indígena. No es
sorprendente... que el cazador penobscot de Maine posea un mejor conocimiento
práctico de las costumbres y del carácter del alce, que el zoólogo más experto. Pero,
cuando apreciamos en su justo valor el cuidado que han puesto los indios en
observar y sistematizar los hechos científicos que hacen relación con las formas
interiores de la vida animal, ha de permitírsenos mostrar alguna sorpresa.

5
Toda la clase de reptiles,.. no ofrece ningún interés económico para estos indios; no
consumen la carne de las serpientes, ni de los batracios, y no utilizan ninguna parte
de sus restos salvo en casos muy raros, para la confección de amuletos contra la
enfermedad o la brujería. (Speck, 1, p. 273.)
Y sin embargo, como lo ha mostrado Speck, los indios del noreste han forjado
una verdadera herpetología, con términos distintos para cada género de reptiles
y otros más reservados para las especies o las variedades.
Los productos naturales utilizados por los pueblos siberianos con fines
medicinales ilustran, por su definición precisa y el valor especifico que se les
presta, el cuidado, el ingenio, la atención al detalle, la preocupación por las
distinciones que han debido poner en práctica los observadores y los teóricos en
las sociedades de esta clase: arañas y gusanos blancos que se tragan (itelmene y
yakutos, para la esterilidad); grasa de escarabajo negro (osetos, contra
hidrofobia); cucaracha aplastada, hiél de gallina (rusos de Surgut, contra abcesos
y hernias); gusanos rojos macerados (yakutos, contra el reumatismo); hiél de
ludo (buriatos, enfermedades de los ojos); locha, cangrejo de río, que se tragan
vivos (rusos de Siberia, contra la epilepsia y todas las enfermedades); toque con
un pico de pájaro carpintero, sangre de pájaro carpintero, insuflación nasal de
polvo de pájaro carpintero momificado, huevo tragado del pájaro kukcha
(yakutos, contra el dolor de dientes, contra las escrófulas, las enfermedades de
los caballos y la tuberculosis, respectivamente); sangre y las verrugas); caldo de
pichón (buriatos, contra la tos); polvo de patas trituradas del pájaro tilegus (ka-
zakos, contra la mordedura de perro rabioso); murciélago disecado colgado al
cuello (rusos del Altai, contra la fiebre); instilación de agua procedente de un
carámbano colgado del nido del pájaro remiz (oirotes, enfermedades de los ojos).
Para mencionar solamente a los buriatos, y limitándonos al oso, la carne de éste
posee siete variedades terapéuticas distintas, la sangre 5, la grasa 9, el cerebro
12, la bilis 17, el pelo 2. También del oso, los kalar recogen los excrementos
duros como piedra, al finalizar la hibernación, para curar el estreñimiento.
(Zelenin, pp. 47-59.) En un estudio de Loeb se encontrará un repertorio
igualmente rico correspondiente a una tribu africana.

De tales ejemplos, que podríamos encontrar en todas las regiones del mundo, se
podría inferir de buen grado que las especies animales y vegetales no son
conocidas más que porque son útiles, sino que se las declara útiles o
interesantes porque primero se las conoce.
Se objetará que tal ciencia no puede ser eficaz más que en el plano de lo
práctico. Pero, da la casualidad de que su objetivo primero no es de orden prác-
tico. Corresponde a exigencias intelectuales antes, o en vez, de satisfacer
necesidades.
El verdadero problema no estriba en saber si el contacto de un pico de pájaro
carpintero cura las enfermedades de los dientes, sino la de si es posible que,
desde un cierto punto de vista, el pico del pájaro carpintero y el diente del
hombre "vayan juntos" (congruencia cuya fórmula terapéutica no constituye más
que una aplicación hipotética, entre otras) y, por intermedio de estos
agrupamientos de cosas y de seres, introducir un comienzo de orden en el
universo; pues la clasificación, cualquiera que sea, posee una virtud propia por
relación a la inexistencia de la clasificación. Como ha escrito un teórico moderno
de la taxonomía:
Los sabios soportan la duda y el fracaso porque no les queda más remedio que
hacerlo. Pero el desorden es lo único que no pueden ni deben tolerar. Todo el objeto
de la ciencia pura es llevar a su punto más alto, y más consciente, la reducción de
ese modo caótico de percibir, que ha comenzado en un plano inferior y,
verosímilmente inconsciente, con los orígenes mismos de la vida. En algunos casos,
podremos preguntarnos si la clase de orden que ha sido forjada es un carácter
objetivo de los fenómenos o un artificio creado por el sabio. Este problema se
plantea sin cesar, en materia de taxonomía animal... Sin embargo, el postulado
fundamental de la ciencia es que la naturaleza misma está ordenada... En su parte

6
teórica, la ciencia se reduce a un poner en orden, y... si es verdad que la
sistemática consiste en tal poner en orden, los términos de sistemática y de ciencia
teórica podrán ser considerados sinónimos. (Simpson, p. 5.)
Ahora bien, esta exigencia de orden se encuentra en la base del pensamiento
que llamamos primitivo, pero sólo por cuanto se encuentra en la base de todo
pensamiento: pues enfocándolas desde las propiedades comunes es como
encontramos acceso más fácilmente a las formas de pensamiento que nos
parecen muy extrañas.
"Cada cosa sagrada debe estar en su lugar", observaba con profundidad un
pensador indígena (Fletcher 2, p. 34). Inclusive, podríamos decir que es esto lo
que la hace sagrada, puesto que al suprimirla, aunque sea en el pensamiento, el
orden entero del universo quedaría destruido; así pues, contribuye a mantenerlo
al ocupar el lugar que le corresponde. Los refinamientos del ritual, que pueden
parecer ociosos cuando se les examina superficialmente, o desde fuera, se
explican por la preocupación de lo que podríamos llamar una "micro-
perecuación": no dejar escapar a ningún ser, objeto o aspecto, a fin de asignarle
un lugar, en el seno de una clase. A este respecto, la ceremonia del hako, de los
indios pawnee, es particularmente reveladora tan sólo porque ha sido bien
analizado. La invocación que acompaña al cruce de una corriente de agua se
divide en varias partes, que corresponden respectivamente al momento en que
los viajeros meten los pies en el agua, en que los desplazan, en que el agua
recubre completamente sus pies; la invocación al viento separa los momentos en
que el frescor es percibido solamente sobre las partes mojadas del cuerpo, luego
aquí, después allá, y por último sobre toda la epidermis; "solamente entonces
podemos avanzar con seguridad" (id; pp. 77-78). Como lo explica exactamente el
informador, "debemos dirigir una 'incantación' especial a cada cosa que
encontramos, pues Tirawa, el espíritu supremo, reside en todas las cosas, y todo
lo que encontramos, mientras vamos de camino, puede socorrernos... Se nos ha
enseñado a prestar atención a todo lo que vemos" (id., pp. 73-81).
Esta preocupación por la observación total y de inventario sistemático de las
relaciones y de los vínculos puede culminar, a veces, en resultados de buen
aspecto científico: tal es el caso de los indios blackfoot, que diagnosticaban la
proximidad de la primavera según el estado de desarrollo del feto de bisonte
extraído del vientre de la hembra muerta en la caza. Sin embargo, no podemos
aislar estos aciertos de tantos otros paralelos de la misma clase que la ciencia
declara ilusorios. Pero ¿no será que el pensamiento mágico, esa "gigantesca
variación sobre el tema del principio de causalidad", decían Hubert y Mauss (2, p.
61), se distingue menos de la ciencia por la ignorancia o el desdén del
determinismo, que por una exigencia de determinismo más imperiosa y más
intransigente, y que la ciencia puede, a todo lo más, considerar irrazonable y
precipitada?
Considerada como sistema de filosofía natural, ella (witchcraft) supone una teoría de
las causas:
la desgracia es resultado de la brujería, que opera de concierto con las fuerzas
naturales. Si a un hombre lo acornea un búfalo, o si le cae encima un granero cuyos
soportes han sido minados por las termitas, o si contrae una meningitis cerebro-
espinal, los azande afirmarán que el búfalo, el granero o la enfermedad son causas
que se conjugaron con la brujería para matar al hombre. Del búfalo, del granero, de
la enfermedad, la brujería no tiene culpa, puesto que existen por sí mismos; pero sí la
tiene de esta circunstancia particular, que los pone en una relación destructora con
un determinado individuo. El granero se habría venido abajo de todas maneras, pero
fue a causa de la brujería por lo que se vino a tierra en un momento dado y cuando
algún individuo descansaba debajo. Entre todas estas causas, sólo la brujería admite
una intervención correctiva, puesto que sólo ella emana de una persona. Contra el
búfalo y el granero no se puede intervenir. Aunque también se les reconozca como
causas, éstas no tienen significación en el plano de las relaciones sociales. (Evans-
Pritchard, 1, pp. 418-419.)
Por tanto, entre magia y ciencia la primera diferencia sería, desde este punto de

7
vista, que una postula un determinismo global e integral, en tanto que la otra
opera distinguiendo niveles, algunos de los cuales, solamente, admiten formas
de determinismo que se consideran inaplicables a otros niveles. Pero, ¿no
podríamos ir un poco más lejos y considerar al rigor y a la precisión de que dan
testimonio el pensamiento mágico y las prácticas rituales, como si tradujeran una
aprehensión inconsciente de la verdad del determinismo, en cuanto modo de
existencia de los fenómenos científicos, de manera que el determinismo sería
globalmente sospechado y puesto en juego antes de ser conocido y respetado!
Los ritos y las creencias mágicas se nos manifestarían entonces como otras
tantas expresiones de un acto de fe en una ciencia que estaba todavía por nacer.
Y lo que es más: no solamente, por su naturaleza, estas anticipaciones pueden a
veces verse coronadas por el éxito, sino que también pueden anticipar
doblemente; anticiparse a la ciencia misma, y a métodos o resultados que la
ciencia no asimilará sino en una etapa avanzada de su desarrollo, si es verdad
que el hombre se enfrentó primero a lo más difícil: la sistematización al nivel de
los datos sensibles, a los que la ciencia durante largo tiempo volvió la espalda y a
los que comienza ahora, solamente, a reintegrar en su perspectiva. En la historia
del pensamiento científico, este efecto de anticipación se produjo por lo demás
en varias ocasiones; como lo ha mostrado Simpson (pp. 84-85), con ayuda de un
ejemplo tomado de la biología del siglo XIX, resulta que —como la explicación
científica corresponde siempre al descubrimiento de un "ordenamiento"— todo
intento de este tipo, aun cuando esté inspirado por principios que no sean
científicos, puede encontrar verdaderos ordenamientos. Inclusive esto es
previsible si se admite que, por definición, el número de las estructuras es finito:
la "puesta en estructura" poseería entonces una eficacia intrínseca, cualesquiera
que sean los principios y los métodos en que se inspira.
La química moderna reduce la variedad de los sabores y de los perfumes a
cinco elementos diversamente combinados: carbono, hidrógeno, oxigeno,
azufre y nitrógeno. Trazando cuadros de presencia y de ausencia, estimando
dosificaciones y umbrales, llega a damos cuenta y razón de diferencias y
desemejanzas entre cualidades que antaño habría expulsado fuera de su.
dominio por considerarlas "secundarias". Pero estos paralelos y estas
distinciones no sorprenden al sentimiento estético: más bien, lo enriquecen y lo
aclaran, fundando asociaciones que ya se sospechan, y de las cuales se
comprende mejor por qué, ya en qué condiciones, un ejercicio asiduo de la sola
intuición habría permitido descubrirlas ya; así, que el humo del tabaco pueda
ser, para una lógica de la sensación, la intersección de dos grupos: uno de los
cuales comprendería también la carne a la parrilla y la tostada corteza del pan
(que están, como él, compuestos de nitrógeno; y el otro, del que forman parte
el queso, la cerveza y la hiél en razón de la presencia del diacetilo). La cereza
silvestre, la canela, la vainilla y el vino de jerez forman un grupo, no sólo
sensible, sino inteligible, porque todos contienen aldehidos, en tanto que los
olores semejantes del té del Canadá ("wintergreen") de la lavanda y del plátano
se explican por la presencia de esteres. La intuición por sí sola incitará a
agrupar a la cebolla, el ajo, la col, el nabo, el rábano y la mostaza, aunque la
botánica separe a las liliáceas de las cruciferas. Comprobando el testimonio de
la sensibilidad, la química demuestra que estas familias, extrañas entre sí, se
emparientan en otro plano: todas ocultan azufre (K., W.). Un filósofo primitivo o
un poeta habría podido realizar estos reagrupamientos inspirándose en
consideraciones ajenas a la química, o a cualquier otra forma de ciencia: la
literatura etnográfica nos revela un cierto número de los mismos, cuyo valor
empírico y estético no es menor. Ahora bien, eso no es, solamente, el efecto de
un frenesí asociativo, que a veces habrá de tener éxito por un puro azar. Mejor
inspirado que en el pasaje antecitado en el que nos ofrece esta interpretación,
Simpson ha mostrado que la existencia de organización es una necesidad
común al arte y a la ciencia y que, por consecuencia, "la taxonomía, que es el
poner en orden por excelencia, posee un inminente valor estético" (loe. cit. p.
4). Entonces, se sorprende uno menos de que el sentido estético, abandonado
a sus solas fuerzas, pueda abrirle el camino a la taxonomía y aun anticiparse a
algunos de sus resultados.

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Sin embargo, no retornamos a la tesis vulgar (por lo demás, admisible, en la
perspectiva estrecha en la que se coloca), según la cual la magia sería una forma
tímida y balbuciente de la ciencia: porque nos privaríamos de todo medio de
comprender el pensamiento mágico, si pretendiésemos reducirlo a un momento,
o a una etapa, de la evolución técnica y científica. Sombra que más bien anticipa
a su cuerpo, la magia es, en un sentido, completa como él, tan acabada y
coherente, en su inmaterialidad, como el ser sólido al que solamente ha prece-
dido. El pensamiento mágico no es un comienzo, un esbozo, una iniciación, la
parte de un todo que todavía no se ha realizado; forma un sistema bien
articulado, independiente, en relación con esto, de ese otro sistema que
constituirá la ciencia, salvo la analogía formal que las emparienta y que hace del
primero una suerte de expresión metafórica de la segunda. Por tanto, en vez de
oponer magia y ciencia, serla mejor colocarlas paralelamente, como dos modos
de conocimiento, desiguales en cuanto a los resultados teóricos y prácticos
(pues, desde este punto de vista, es verdad que la ciencia tiene más éxito que la
magia, aunque la magia prefigure a la ciencia en el sentido de que también ella
acierta algunas veces), pero no por la clase de operadores mentales que ambas
suponen, y que difieren menos en cuanto a la naturaleza que en función de las
clases de fenómenos a las que se aplican.
Estas relaciones se derivan, en efecto, de las condiciones objetivas en que
aparecieron el conocimiento mágico y el conocimiento científico. La historia de
este último es demasiado breve como para que estemos bien informados a su
respecto; pero el que el origen de la ciencia moderna se remonte solamente a
algunos siglos, plantea un problema sobre el cual los etnólogos no han
reflexionado suficientemente; el nombre de paradoja neolítica le convendría
perfectamente.
Es en el neolítico cuando se confirma el dominio, por parte del hombre, de las
grandes artes de la civilización: cerámica, tejido, agricultura y domesticación de
animales. Nadie, hoy en día, se atrevería a explicar estas inmensas conquistas
mediante la acumulación fortuita de una serie de hallazgos realizados al azar, o
revelados por el espectáculo pasivamente registrado de algunos fenómenos
naturales.
Cada una de estas técnicas supone siglos de observación activa y metódica, de
hipótesis atrevidas y controladas, para rechazarlas o para comprobarlas por
intermedio de experiencias incansablemente repetidas. Observando la rapidez
con la que plantas originarias del Nuevo Mundo se aclimataron en las Filipinas, y
fueron adoptadas y nombradas por los indígenas que, en muchos casos, parecen
haber redescubierto inclusive sus usos medicinales, rigurosamente paralelos a
los que eran tradicionales en México, un biólogo interpreta el fenómeno de la
manera siguiente:

Se ha tratado de saber lo que pasaría si el mineral de cobre se hubiese mezclado


accidentalmente a un fogón:
experiencias múltiples y variadas han establecido que no pasaría nada. El
procedimiento más simple al que se haya llegado para obtener metal fundido
consiste en calentar intensamente malaquita finamente pulverizada en una copa
de arcilla cubierta con una vasija invertida. Este solo resultado aprisiona ya al
azar en el recinto del fogón de algún alfarero especialista en cerámica vidriada
(Coghlan.)

Las plantas cuyas hojas o tallos tienen un sabor amargo se emplean comúnmente
en las Filipinas contra los padecimientos del estómago. Toda planta introducida, que
ofrezca el mismo carácter, será rápidamente probada. Porque la mayoría de las
poblaciones de las Filipinas hacen constantemente experiencias con las plantas,
aprenden rápidamente a conocer, en función de las categorías de su propia cultura,
los empleos posibles de las plantas importadas. (R. B. Fox, pp. 212-213.)

Para transformar una yerba silvestre en planta cultivada, una bestia salvaje en
animal doméstico, hacer aparecer en la una o en la otra propiedades alimenticias
o tecnológicas que, originalmente, estaban por completo ausentes o apenas si se

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podían sospechar; para hacer de una arcilla inestable, de fácil desmoronamiento,
expuesta a pulverizarse o a rajarse, una vasija de barro sólida y que no deje
escapar el agua (pero, sólo a condición de haber determinado, entre una multitud
de materias orgánicas e inorgánicas la que mejor se prestara a servir de
desgrasante, así como el combustible conveniente, la temperatura y el tiempo de
cocción, el grado de oxidación eficaz); para elaborar las técnicas, a menudo
prolongadas y complejas, que permiten cultivar sin tierra, o bien sin agua,
cambiar granos o raíces tóxicas en alimentos, o todavía más, utilizar esta toxici-
dad para la caza, la guerra, el ritual, no nos quepa la menor duda de que se
requirió una actitud mental verdaderamente científica, una curiosidad asidua y
perpetuamente despierta, un gusto del conocimiento por el placer de conocer,
pues una pequeña fracción solamente de las observaciones y de las experiencias
(de las que es necesario suponer que estuvieron inspiradas, primero y sobre
todo, por la afición al saber) podían dar resultados prácticos e inmediatamente
utilizables. Y hagamos a un lado a la metalurgia del bronce y del hierro, la de los
metales preciosos, y aun el simple trabajo del cobre nativo por el simple
procedimiento del martilleo que precedieron a la metalurgia en varios milenios, y
todos los cuales exigen ya una competencia técnica muy considerable. El hombre
del neolítico o de la proto-historia es, pues, el heredero de una larga tradición
científica; sin embargo, si el espíritu que lo inspiró a él, lo mismo que a todos sus
antepasados, hubiese sido exactamente el mismo que el de los modernos, ¿cómo
podríamos comprender que se haya detenido, y que varios milenios de
estancamiento se intercalen, como un descansillo, entre la revolución neolítica y
la ciencia contemporánea? La paradoja no admite más que una solución; la de
que existen dos modos distintos de pensamiento científico, que tanto el uno
como el otro son función, no de etapas desiguales de desarrollo del espíritu
humano, sino de los dos niveles estratégicos en que la naturaleza se deja atacar
por el conocimiento científico: uno de ellos aproximativamente ajustado al de la
percepción y la imaginación y el otro desplazado; como si las relaciones
necesarias, que constituyen el objeto de toda ciencia —sea neolítica o moderna
—, pudiesen alcanzarse por dos vías diferentes: una de ellas muy cercana a la
intuición sensible y la otra más alejada.
Toda clasificación es superior al caos; y aun una clasificación al nivel de las
propiedades sensibles es una etapa hacia un orden racional. Si se pide clasificar
una colección de frutos variados en cuerpos relativamente más pesados y
relativamente más livianos, será legítimo comenzar por separar las peras de las
manzanas, aunque la forma, el color y el sabor carezcan de relación con el peso y
el volumen; pero porque las más gruesas, de entre las manzanas, son más fáciles
de distinguir de las menos gruesas, que cuando las manzanas permanecen
mezcladas con frutos de aspecto diferente. Este ejemplo nos permite ver ya que,
aun al nivel de la percepción estética, la clasificación tiene su virtud.
Por otra parte, y aunque no haya conexión necesaria entre las cualidades
sensibles y las propiedades, existe por lo menos una relación de hecho en gran
número de casos, y la generalización de esta relación, aunque no esté fundada
en la razón, puede ser durante largo tiempo una operación fructuosa, teórica y
prácticamente. Todos los jugos tóxicos no son ardientes o amargos, y la recíproca
no es más verdadera; sin embargo, la naturaleza está hecha de tal manera que
es más lucrativo, para el pensamiento y para la acción, proceder como si una
equivalencia que satisface al sentimiento estético corresponde también a una
realidad objetiva. Sin que nos corresponda aquí el averiguar por qué, es probable
que especies dotadas de algún carácter notable: forma, color, u olor, abran al
observador lo que podríamos llamar un "derecho de proseguir": el de postular
que estos caracteres visibles son el signo de propiedades igualmente singulares,
pero ocultas. Admitir que la relación entre los dos sea ella misma sensible (que
un grano en forma de diente preserve contra las mordeduras de serpiente, que
un jugo amarillo sea un específico para los trastornos biliares, etc.) tiene más
valor, provisionalmente, que la indiferencia a toda conexión; pues la clasificación,
aunque sea heteróclita y arbitraria, salvaguarda la riqueza y la diversidad del
inventario; al decidir que hay que tener en cuenta todo, facilita la constitución de
una "memoria".

10
Ahora bien, es un hecho que métodos de esta índole podían conducir a
determinados resultados que eran indispensables para que el hombre pudiese
atacar a la naturaleza desde otro flanco. Lejos de ser, como a menudo se ha
pretendido, la obra de una "función fabuladora" que le vuelve la espalda a la
realidad, los mitos y los ritos ofrecen como su valor principal el preservar hasta
nuestra época, en forma residual, modos de observación y de reflexión que
estuvieron (y siguen estándolo sin duda) exactamente adaptados a
descubrimientos de un cierto tipo: los que autorizaba la naturaleza, a partir de la
organización y de la explotación reflexiva del mundo sensible en cuanto sensible.
Esta ciencia de lo concreto tenía que estar, por esencia, limitada a otros
resultados que los prometidos a las ciencias exactas naturales, pero no fue
menos científica, y sus resultados no fueron menos reales. Obtenidos diez mil
anos antes que los otros, siguen siendo el sustrato de nuestra civilización.
Por lo demás, subsiste entre nosotros una forma de actividad que, en el plano
técnico, nos permite muy bien concebir lo que pudo ser, en el plano de la
especulación, una ciencia a la que preferimos llamar "primera" más que
primitiva: es la que comúnmente se designa con el término de bricolage. (Los
términos bricoler, bricolage y bricoleur, en la acepción que les da el autor, no tienen
traducción al castellano. El brícoleur es el que obra sin plan previo y con medios y
procedimientos apartados de los usos tecnológicos normales. No opera con materias
primas, sino ya elaboradas, con fragmentos de obras, con sobras y trozos, como el autor
explica. La lectura del texto aclarará suficientemente el sentido de estos términos).
En su sentido antiguo, el verbo bricoler se aplica al juego de pelota y de billar, a
la caza y a la equitación, pero siempre para evocar un movimiento incidente: el
de la pelota que rebota, el del perro que divaga, el del caballo que se aparta de
la línea recta para evitar un obstáculo. Y, en nuestros días, el brícoleur es el que
trabaja con sus manos, utilizando medios desviados por comparación con los del
hombre de arte. Ahora bien, lo propio del pensamiento mítico es expresarse con
ayuda de un repertorio cuya composición es heteróclita y que, aunque amplio, no
obstante es limitado: sin embargo, es preciso que se valga de él, cualquiera que
sea la tarea que se asigne, porque no tiene ningún otro del que echar mano. De
tal manera se nos muestra como una suerte de bricolage intelectual, lo que
explica las relaciones que se observan entre los dos.
Como el bricolage en el plano técnico, la reflexión mítica puede alcanzar, en el
plano intelectual, resultados brillantes e imprevistos. Recíprocamente, a menudo
se ha observado el carácter mitopoético del bricolage: ya sea en el plano del
arte, llamado "bruto" o "ingenuo"; en la arquitectura fantástica de la quinta del
cartero Cheval, en las decoraciones de Georges Méliés; o aun en la inmortalizada
por las Grandes ilusiones de Dickens, pero inspiradas sin duda primero por la ob-
servación del "castillo" suburbano del señor Wemmick, con su puente levadizo en
miniatura, su cañón que saludaba a las nueve, y su huertecillo de verduras y
pepinos gracias al cual los ocupantes podrían sostener un sitio, de ser
necesario...
Vale la pena ahondar en la comparación, porque nos permite acceder mejor a las
relaciones reales entre los dos tipos de conocimiento científico que hemos distin-
guido. El bricoleur es capaz de ejecutar un gran número de tareas diversificadas;
pero, a diferencia del ingeniero, no subordina ninguna de ellas a la obtención de
materias primas y de instrumentos concebidos y obtenidos a la medida de su
proyecto: su universo instrumental está cerrado y la regla de su juego es siempre
la de arreglárselas con "lo que uno tenga", es decir un conjunto, a cada instante
finito, de instrumentos y de materiales, heteróclitos además, porque la compo-
sición del conjunto no está en relación con el proyecto del momento, ni, por lo
demás, con ningún proyecto particular, sino que es el resultado contingente de
todas las ocasiones que se le han ofrecido de renovar o de enriquecer sus
existencias, o de conservarlas con los residuos de construcciones y de
destrucciones anteriores. El conjunto de los medios del bricoleur no se puede
definir, por lo tanto, por un proyecto (lo que supondría, por lo demás, como en el
caso del ingeniero, la existencia de tantos conjuntos instrumentales como
géneros de proyectos, por lo menos en teoría); se define solamente por su

11
instrumentalidad, o dicho de otra manera y para emplear el lenguaje del
bricoleur, porque los elementos se recogen o conservan en razón del principio de
que "de algo habrán de servir". Tales elementos, por tanto, están particularizados
a medias:
lo suficiente como para que el bricoleur no tenga necesidad del equipo y del
saber de todos los cuerpos administrativos; pero no tanto como para que cada
elemento sea constreñido a un empleo preciso y determinado. Cada elemento
representa un conjunto de relaciones, a la vez, concretas y virtuales; son
operadores, pero utilizables con vistas a operaciones cualesquiera en el seno de
un tipo.
De la misma manera, los elementos de la reflexión mítica se sitúan siempre a
mitad de camino entre preceptos y conceptos. Sería imposible extraer a los
primeros de la situación concreta en que aparecieron, en tanto que el recurso a
los segundos exigiría que el pensamiento pudiese, provisionalmente, poner sus
proyectos entre paréntesis. Ahora bien, existe un intermediario entre la imagen y
el concepto: es el signo, puesto que siempre se le puede definir, de la manera
iniciada por Saussure a propósito de esa categoría particular que forman los
signos lingüísticos, como un lazo entre una imagen y un concepto, que, en la
unión así realizada, desempeña respectivamente los papeles de significante y
significado.
Como la imagen, el signo es un ser concreto, pero se parece al concepto por su
poder referencial: el uno y el otro no se relacionan exclusivamente a ellos mis-
mos, sino que pueden sustituir a algo que no son ellos. Sin embargo, el concepto
posee a este respecto una capacidad ilimitada, en tanto que la del signo es
limitada. La diferencia y la semejanza se pueden observar bien en el ejemplo del
bricoleur. Contemplémoslo en acción: excitado por su proyecto, su primera ac-
ción práctica es, sin embargo, retrospectiva: debe volverse hacia un conjunto ya
constituido, compuesto de herramientas y de materiales; hacer, o rehacer, el in-
ventario; por último y sobre todo, establecer con él una suerte de diálogo, para
hacer un repertorio, antes de elegir entre ellas, de las respuestas posibles que el
conjunto puede ofrecer al problema que él le plantea. Todos estos objetos
heteróclitos que constituyen su tesoro, son interrogados por él para comprender
lo que cada uno de ellos podría "significar", contribuyendo de tal manera a definir
un conjunto por realizar, pero que, finalmente, no diferirá del conjunto
instrumental más que por la disposición interna de las partes. Este cubo de
encino puede ser cuña para remediar la insuficiencia de un tablón de abeto o
bien pedestal, lo que permitiría sacar a relucir el grano y el pulimento de la vieja
madera. En un caso será extensión, en el otro materia. Pero estas posibilidades
están siempre limitadas por la historia particular de cada pieza, o por lo que
subsiste en ella de predeterminado, debido al uso original para el que fue
concebida o por las adaptaciones que ha sufrido con vistas a otros empleos.
Como las unidades constitutivas del mito, cuyas combinaciones posibles son
limitadas por el hecho de que se han tomado en préstamo al lenguaje, en el que
poseen ya un sentido que restringe la libertad de maniobra, los elementos que
colecciona y utiliza el bricoleur están "pre-constreñidos" (Lévi-Strauss, 5, p. 35).
Por otra parte, la decisión depende de la posibilidad de permutar otro elemento
en la función vacante, hasta tal punto que cada elección acarreará una
reorganización completa de la estructura, que nunca será aquella que fue
vagamente soñada, ni aquella otra que se pudiera haber preferido en vez de ella.
Sin duda, el ingeniero interroga también, puesto que la existencia de un
"interlocutor" es resultado, para él, de que sus medios, su poder y sus
conocimientos, jamás son ilimitados, y porque, en esta forma negativa, tropieza
con una resistencia con la que tiene, indispensablemente, que transigir. Se
sentirla uno tentado a decir que interroga al universo, en tanto que el bricoleur
se dirige a una colección de residuos de obras humanas, es decir, a un sub-
conjunto de la cultura. Por lo demás, la teoría de la información nos muestra
cómo es posible, y a menudo útil, reducir las acciones del físico a una suerte de
diálogo con la naturaleza, lo cual atenuaría la distinción que tratamos de trazar.
Sin embargo, subsistirá siempre una diferencia, aun si se tiene en cuenta el
hecho de que el sabio nunca dialoga con la naturaleza pura, sino con un

12
determinado estado de la relación entre la naturaleza y la cultura, definible por el
periodo de la historia en el que vive, la civilización que es la suya y los medios
materiales de que dispone. Al igual que el bricoleur, en presencia de una tarea
dada, no puede hacer lo que le dé la gana; también él tendrá que comenzar por
inventariar un conjunto predeterminado de conocimientos teóricos y prácticos,
de medios técnicos, que restringen las soluciones posibles.
Así pues, la diferencia no es tan absoluta como nos veríamos tentados a
imaginárnosla; no obstante, sigue siendo real, en la medida en que, por relación
a esas constricciones que resumen un estado de civilización, el ingeniero trata
siempre de abrirse un pasaje y de situarse más allá, en tanto que el bricoleur, de
grado o por fuerza, permanece más acá, lo que es otra manera de decir que el
primero opera por medio de conceptos y el segundo por medio de signos. Sobre
el eje de la oposición entre naturaleza y cultura, los conjuntos de que se valen
están perceptiblemente dislocados. En efecto, por lo menos una de las maneras
en que el signo se opone al concepto consiste en que el segundo quiere ser
integralmente transparente a la realidad, en tanto que el primero acepta, y aun
exige, que un determinado rasgo de humanidad esté incorporado a esta realidad.
Según la expresión vigorosa y difícilmente traducible de Peirce: It addresses
somebody.
Así pues, podría decirse que tanto el sabio como el bricoleur están al acecho de
mensajes, pero, para el bricoleur, se trata de mensajes en cierta manera pretras-
mitidos y a los cuales colecciona: como esos códigos comerciales que,
condensando como condensan la experiencia pasada de la profesión permiten
hacer frente, económicamente, a todas las situaciones nuevas (a condición, sin
embargo, de que pertenezcan a la misma clase que las antiguas); mientras que
el hombre de ciencia, ya sea ingeniero, ya sea físico, cuenta siempre con el otro
mensaje, que podría serle arrancado a un interlocutor, a pesar de su resistencia a
declarar acerca de cuestiones cuyas respuestas no han sido repetidas de
antemano. De tal manera, el concepto se nos manifiesta como el que realiza la
apertura del conjunto con el que se trabaja, y la significación como la que realiza
su reorganización: no la extiende ni la renueva, y se limita a obtener el grupo de
sus transformaciones.
La imagen no puede ser idea, pero puede desempeñar el papel de signo, o, más
exactamente, cohabitar con la Idea en un signo; y, si la idea no se encuentra
todavía allí, respetar su lugar futuro y hacer aparecer, negativamente, sus
contornos. La imagen está fijada, ligada de manera unívoca al acto de conciencia
que la acompaña; pero el signo, y la imagen que se ha tornado significante, si
carecen todavía de comprehensión, es decir, de relaciones simultáneas y
teóricamente ilimitadas con otros seres del mismo tipo —lo que es el privilegio
del concepto— son ya permutables, es decir, pueden mantener relaciones
sucesivas con otros seres, aunque en número limitado, y, como se ha visto, a
condición de formar siempre un sistema en el que una modificación que afecte a
un elemento interesará automáticamente a todos los demás: en este plano, la
extensión y la comprehensión de los lógicos no existen como dos aspectos
distintos y complementarios, sino como una realidad solidaria. De tal manera, se
comprende que el pensamiento mítico, aunque esté enviscado en las imágenes,
pueda ser generalizador, y por tanto científico: también él opera a fuerza de
analogía y de paralelos, aun si, como en el caso del bricolage, sus creaciones se
reducen siempre a un ordenamiento nuevo de elementos cuya naturaleza no se
ve modificada según que figuren en el conjunto instrumental o en la disposición
final (que, salvo por lo que toca a la disposición interna, forman siempre el
mismo objeto): "se diría que los universos mitológicos están destinados a ser
desmantelados apenas formados, para que nuevos universos nazcan de sus
fragmentos". (Boas, 1, p. 18). Esta profunda observación se olvida de tener en
cuenta, sin embargo, que, en esta incesante reconstrucción con ayuda de los
mismos materiales, son siempre fines antiguos los que habrán de desempeñar el
papel de medios: los significados se truecan en significantes, y a la inversa.
Esta fórmula, que podría servir de definición para el bricolage nos explica que,
para la reflexión mítica, la totalidad de los medios disponibles debe ser también
implícitamente inventariada o concebida, para que pueda definirse un resultado

13
que será siempre una componenda entre la estructura del conjunto instrumental
y la del proyecto. Una vez realizado, este último estará, por tanto,
inevitablemente dislocado por relación a la intención inicial (por lo demás, simple
esquema), efecto que los surrealistas han nombrado felizmente "azar objetivo".
Pero hay más: la poesía del bricolage le viene también, y sobre todo, de que no
se limita a realizar o ejecutar; "habla", no solamente con las cosas, como lo
hemos mostrado ya, sino también por medio de las cosas: contando, por
intermedio de la elección que efectúa entre posibles limitados, el carácter y la
vida de su autor. Sin lograr totalmente su proyecto, el bricoleur pone siempre
algo de él mismo.
Desde este punto de vista también, la reflexión mítica se nos manifiesta como
una forma intelectual del bricolage. La ciencia, por entero, se ha construido apo-
yándose en la distinción de lo contingente y de lo necesario, que es también la
del acontecimiento y de la estructura. Las cualidades que, en el momento de su
nacimiento, hacía suyas eran precisamente aquellas que, como no formaron
parte en manera alguna de la experiencia vivida, eran exteriores y, por así
decirlo, extrañas a los acontecimientos: éste es el sentido de la noción de
cualidades primeras. Ahora bien, lo propio del pensamiento mítico, como del
bricolage en el plano práctico, consiste en elaborar conjuntos estructurados, no
directamente con otros conjuntos estructurados, (el pensamiento mítico edifica
conjuntos estructurados por medio de un conjunto estructurado, que es el lenguaje; pero
no se apodera al nivel de la estructura: construye sus palacios ideológicos con los
escombros de un antiguo discurso social); sino utilizado residuos y restos de
acontecimientos; odds and ends, diría un inglés, o, en español, sobras y trozos,
testimonios fósiles de la historia de un individuo o de una sociedad. En un
sentido, por lo tanto, la relación entre la diacronía y la sincronía ha sido invertida:
el pensamiento mítico, ese bricoleur, elabora estructuras disponiendo
acontecimientos, o más bien residuos de acontecimientos (el bricolage opera
también con cualidades "segunda";véase el término español "de segunda mano", de
ocasión), en tanto que la ciencia, "en marcha" por el simple hecho de que se
instaura, crea, en forma de acontecimientos, sus medios y sus resultados, gracias
a las estructuras que fabrica sin tregua y que son sus hipótesis y sus teorías. Pero
no nos engañemos: no se trata de dos etapas, o de dos fases, de la evolución del
saber, pues las dos acciones son igualmente válidas. La física y la química
aspiran ya a tornarse de nuevo cualitativas, es decir, a explicar también las
cualidades segundas que, una vez que sean explicadas, volverán a convertirse
en medios de explicación; y quizás la biología marca el paso mientras espera que
se realice esto, para poder, a su vez, explicar la vida. Por su parte, el
pensamiento mítico no es solamente prisionero de acontecimientos y de
experiencias que dispone y redispone incansablemente para descubrirles un sen-
tido; es también liberador, por la protesta que eleva contra el no-sentido, con el
cual la ciencia se había resignado, al principio, a transigir.
Las consideraciones anteriores, en varias ocasiones, han rozado el problema del
arte, y quizás podríamos indicar brevemente cómo, en esta perspectiva, el arte
se inserta, a mitad de camino, entre el conocimiento científico y el pensamiento
mítico o mágico; pues todo el mundo sabe que el artista, a la vez, tiene algo del
sabio y del bricoleur: con medios artesanales, confecciona un objeto material que
es al mismo tiempo objeto de conocimiento. Hemos distinguido al sabio del
bricoleur por las funciones inversas que, en el orden instrumental y final, asignan
al acontecimiento y a la estructura, uno de ellos haciendo acontecimientos (cam-
biar el mundo) por medio de estructuras y el otro estructuras por medio de
acontecimientos (fórmula inexacta en esta forma tajante, pero que nuestro aná-
lisis debe permitir matizar). Contemplemos ahora este retrato de mujer pintado
por Clouet, y preguntémonos por las razones de la profundísima emoción estética
que suscita inexplicablemente, al parecer, la reproducción hilo por hilo y en un
escrupuloso trompe-l'oeil de una gorguera de encaje (Idm. 1).
El ejemplo de Clouet no está escogido al azar; pues es sabido que le gustaba
pintar a tamaño menor que el natural: sus cuadros son, pues, como los jardines
japoneses, los autos en miniatura, y los barcos en las botellas, lo que en lenguaje

14
de bricoleur se llama "modelo reducido". Ahora bien, se plantea la cuestión de
saber si el modelo reducido, que es también la "obra maestra" del compañero, no
ofrece, siempre y por doquier, el tipo mismo de la obra de arte. Pues parece ser
que todo modelo reducido tiene una vocación estética —¿de dónde sacaría esta
virtud constante, si no de sus dimensiones mismas?— o a la inversa, que la in-
mensa mayoría de las obras de arte son también modelos reducidos. Podría
creerse que este carácter obedece, en primer lugar, a una preocupación por
economizar, materiales y medios, e invocar en apoyo de esta interpretación
obras indiscutiblemente artísticas, aunque monumentales. Es preciso entenderse
acerca de las definiciones: las pinturas de la Capilla Sixtina son un modelo
reducido, a despecho de sus dimensiones imponentes, puesto que el tema que
ilustran es el del fin de los tiempos. Lo mismo ocurre con el simbolismo cósmico
de los monumentos religiosos. Por otra parte, podríamos preguntarnos si el
efecto estético, digamos, de una estatua ecuestre de tamaño más grande que el
natural, proviene de que agranda a un hombre hasta alcanzar las dimensiones de
un peñón, y no de que reduce lo que es primero, de lejos, percibido como un
peñón, a las proporciones de un hombre. Por último, aun el "tamaño natural"
supone al modelo reducido, puesto que la transposición gráfica o plástica supone
siempre la renuncia a determinadas dimensiones del objeto; en pintura, el
volumen; los colores, los olores, las impresiones táctiles hasta en la escultura; y,
en los dos casos, la dimensión temporal, puesto que el todo de la obra figurada
es aprehendido en el instante.
Entonces, ¿qué virtud acompaña a la reducción, ya sea de escala o ya sea que
afecte a las propiedades? Al parecer, es resultado de una suerte de inversión del
proceso del conocimiento: para conocer al objeto real en su totalidad,
propendemos siempre a obrar a partir de sus partes. La resistencia que nos
opone se supera dividiéndola. La reducción de escala invierte esta situación:
siendo más pequeña, la totalidad del objeto nos parece menos formidable; por el
hecho de haber sido cuantitativamente disminuida, nos parece que se ha
simplificado cualitativamente. O para decirlo con más exactitud, esta
transposición cuantitativa acrecienta y diversifica nuestro poder sobre un
homólogo de la cosa; a través de él, esta última puede ser agarrada, sopesada
en la mano, aprehendida de una sola mirada. La muñeca de la niña no es un
adversario, un rival o siquiera un interlocutor; en ella y por ella, la persona se
trueca en sujeto. A la inversa de lo que ocurre cuando tratamos de conocer a una
cosa o a un ser de talla real, en el modelo reducido el conocimiento del todo
precede al de las partes. Y aun si esto es una ilusión, la razón del procedimiento
es la de crear o la de mantener esta ilusión, que satisface a la inteligencia y a la
sensibilidad con un placer que, fundándonos solamente en esto, puede llamarse
ya estético.
Hasta ahora no hemos considerado más que la escala, la cual, como acabamos
de ver, supone una relación dialéctica entre magnitud —es decir, cantidad— y
cualidad. Pero el modelo reducido posee un atributo suplementario; es algo
construido, man made y, lo que es más "hecho a mano". Por tanto, no es una
simple proyección, un homólogo pasivo del objeto. Constituye una verdadera
experiencia sobre el objeto. Ahora bien, en la medida en que el modelo es
artificial, se torna posible comprender cómo está hecho, y esta aprehensión del
modo de fabricación aporta una dimensión suplementaria a su ser; además —lo
hemos visto a propósito del bricolage, pero el ejemplo de las "maneras" de los
pintores, nos muestra que esto es verdad también del arte— el problema lleva
consigo siempre varias soluciones. Como la elección de una solución acarrea una
modificación del resultado a que nos habría conducido otra solución es, por lo
tanto, el cuadro general de estas permutaciones el que se encuentra virtualmen-
te dado, al mismo tiempo que la solución particular ofrecida a la mirada del
espectador, transformado por esto —aun sin que él se dé cuenta—, en agente. En
virtud de la sola contemplación, el espectador, si nos está permitido decirlo,
entra en posesión de otras modalidades posibles de la misma obra, y de las
cuales se siente confusamente el creador con mayor razón que el propio creador,
que las ha abandonado al excluirlas de su creación; y estas modalidades forman
otras tantas perspectivas suplementarias, abiertas sobre la obra actualizada, es

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decir, realizada. O dicho de otra manera, la virtud intrínseca del modelo reducido
es la de que compensa la renuncia a las dimensiones sensibles con la adquisición
de dimensiones inteligibles.
Retornemos ahora a la gorguera de encaje, en el cuadro de Clouet. Todo lo que
acabamos de decir se le aplica, pues, para representarla en forma de proyección
en un espacio de propiedades en el que las dimensiones sensibles son más
pequeñas, y menos numerosas que las del objeto, ha sido necesario obrar de
manera simétrica e inversa a como lo hubiese hecho la ciencia, si se hubiese
propuesto, pues tal es su función, producir —en vez de reproducir— no sólo un
nuevo punto de encaje en lugar de un punto ya conocido, sino también un
verdadero encaje en vez de un encaje figurado. En efecto, la ciencia hubiese
trabajado en escala real, pero por intermedio de la invención de un oficio, en
tanto que el arte trabaja a escala reducida, teniendo como fin una imagen
homologa del objeto. La primera actividad pertenece al orden de la metonimia,
sustituye a un ser por otro ser, a un efecto por su causa, en tanto que la segunda
pertenece al orden de la metáfora.
Y eso no es todo. Pues, si es verdad que la relación de prioridad entre estructura
y acontecimiento se manifiesta de manera simétrica e inversa en la ciencia y en
el bricolage, es claro que, desde este punto de vista también, el arte ocupa una
posición intermediaria. Aun si la figuración de una gorguera de encaje en modelo
reducido supone, como lo hemos mostrado, un conocimiento interno de su
morfología y de su técnica de fabricación (y, si se hubiese tratado de una repre-
sentación humana o animal, habríamos dicho: de la anatomía y de las posturas),
no se reduce a un diagrama o a una lámina de tecnología: realiza la síntesis de
estas propiedades intrínsecas y de las que provienen de un contexto espacial y
temporal. El resultado final es la gorguera de encaje, tal cual es absolutamente,
pero también tal como, en el mismo instante, su apariencia se ve afectada por la
perspectiva en que se presenta, que pone en evidencia algunas partes y oculta
otras, cuya existencia continúa, por tanto, influyendo en el resto: por el contraste
entre su blancura y los colores de las otras piezas del vestido, el reflejo del cuello
nacarado que rodea y el del cielo de un día y de un momento; tal, también,
porque significa como adorno banal o de aparato, llevado, nuevo o usado,
recientemente planchado o arrugado, por una mujer del pueblo o por una reina,
de la que la fisonomía confirma, invalida o califica su condición, en un medio, una
sociedad, una región del mundo, un periodo de la historia... A mitad de camino
siempre entre el esquema y la anécdota, el genio del pintor consiste en unir un
conocimiento interno y externo, un ser y un devenir; en producir, con su pincel,
un objeto que no existe, como objeto y que, sin embargo, sabe crearlo sobre su
tela: síntesis exactamente equilibrada de una o de varias estructuras artificiales
y naturales y de uno o de varios acontecimientos, naturales y sociales. La
emoción estética proviene de esta unión instituida en el seno de una cosa creada
por el hombre, y por tanto, también, virtualmente por el espectador, que
descubre su posibilidad a través de la obra de arte, entre el orden de la
estructura y el orden del acontecimiento.
Este análisis incita a hacer varias observaciones. En primer lugar, permite
comprender mejor por qué los mitos se nos presentan simultáneamente, como
sistemas de relaciones abstractas y como objetos de contemplación estética; en
efecto, el acto creador que engendra al mito es simétrico e inverso a aquel que
encontramos en el origen de la obra de arte. En este último caso, se parte de un
conjunto formado por uno o por varios objetos y por uno o por varios
acontecimientos, al cual la creación estética confiere un carácter de totalidad al
poner de manifiesto una estructura común. El mito recorre el mismo camino,
pero en el otro sentido: utiliza una estructura para producir un objeto absoluto
que ofrezca el aspecto de un conjunto de acontecimientos (puesto que todo mito
cuenta una historia). El arte procede, pues, a partir de un conjunto: (objeto +
acontecimiento) y se lanza al descubrimiento de su estructura; el mito parte de
una estructura, por medio de la cual emprende la construcción de un conjunto
(objeto + acontecimiento).
Si esta primera observación nos incita a generalizar nuestra interpretación, la
segunda nos conduciría, más bien, a restringirla. ¿Es verdad que toda obra de

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arte consiste en una integración de la estructura y del acontecimiento? Al
parecer, no se puede decir tal cosa de esa masa tlingit de madera de cedro, que
sirve para matar peces, y a la que contemplo colocada sobre un estante de mi
biblioteca, mientras escribo estas líneas:

El artista, que la esculpió en forma de monstruo marino, deseó que el cuerpo del
utensilio se confundiese con el cuerpo del animal, el mango con la cola, y que las
proporciones anatómicas, prestadas a una criatura fabulosa, fuesen tales que el
objeto pudiese ser el animal cruel, que mata impotentes víctimas, al mismo
tiempo que un arma para pescar, bien equilibrada, que un hombre maneja con
facilidad y de la que obtiene resultados eficaces. Por tanto, todo parece ser
estructural en este utensilio, que es también una maravillosa obra de arte: tanto
su simbolismo mítico como su función práctica. Más exactamente, el objeto, su
función y su símbolo parecen estar replegados el uno sobre el otro y formar un
sistema cerrado en el que el acontecimiento no tiene la menor oportunidad de
introducirse. La posición, el aspecto, la expresión del monstruo no deben nada a
las circunstancias históricas en que el artista pudo apercibirlo "en carne y hueso",
soñarlo, o concebir la idea de él. Diríamos, más bien, que su ser inmutable está
definitivamente fijado en una materia leñosa cuyo grano finísimo permite
traducir todos sus aspectos, y en un empleo al cual su forma empírica parece
predestinarlo. Ahora bien, todo lo que acabamos de decir de un objeto particular
es válido también para otros productos del arte primitivo: una estatua africana,
una máscara melanesia... Por tanto, ¿no habríamos definido sino una forma
histórica y local de la creación estética, creyendo alcanzar, no sólo sus
propiedades fundamentales, sino aquellas por las cuales su relación inteligible se
establece con otros modos de creación?
Para superar esta dificultad, creemos que basta con ampliar nuestra
interpretación. Lo que, a propósito de un cuadro de Clouet, habíamos definido
provisionalmente como un acontecimiento o un conjunto de acontecimientos, se

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nos aparece ahora en una perspectiva o punto de vista mucho más general: el
acontecimiento no es más que un modo de la contingencia cuya integración
(percibida como necesaria) a una estructura, engendra la emoción estética, sea
cual fuere la clase de arte considerada. Según el estilo, el lugar y la época, esta
contingencia se manifiesta con tres aspectos diferentes, o en tres momentos
distintos de la creación artística (y que, por lo demás, pueden acumularse) : se
sitúa al nivel de la ocasión, de la ejecución, o de la destinación. En el primer
caso, sólo la contingencia cobra forma de acontecimiento, es decir, una
contingencia exterior y anterior al acto creador. El artista la aprehende desde
fuera: una actitud, una expresión, una iluminación, una situación, cuya relación
sensible e inteligible con la estructura del objeto capta, que afectan a estas
modalidades y que él incorpora a su obra. Pero puede ser también que la con-
tingencia se manifieste de manera intrínseca, en el transcurso de la ejecución: en
la talla o la forma del trozo de madera de que dispone el escultor, en la
orientación de las fibras, la calidad del grano, la imperfección de los instrumentos
de que se vale, en las resistencias que opone la materia, o el proyecto, al trabajo
que se está realizando. En los incidentes imprevisibles que surgirán en el
transcurso de la operación. Por último, la contingencia puede ser extrínseca,
como en el primer caso, pero posterior (y ya no anterior) al acto de creación: esto
es lo que se produce cada vez que la obra está destinada a un uso determinado,
puesto que en función tanto de las modalidades como de las fases virtuales de su
empleo futuro (y, por tanto, colocándose, así sea consciente o
inconscientemente, en el lugar del utilizador) el artista procedería a elaborar su
obra.
Según los casos, por consiguiente, la creación artística consistirá, dentro del
marco inmutable de una confrontación de la estructura y del accidente, en
buscar el diálogo, ya sea con el modelo, ya sea con la materia, ya sea con el
utilizador, habida cuenta de aquél o de aquélla, de las que el artista que está
trabajando anticipa, sobre todo, el mensaje. Para decirlo de una vez, cada
eventualidad corresponde a una clase de arte fácil de descubrir: la primera, a las
artes plásticas del Occidente; la segunda, a las artes llamadas primitivas o de
época antigua; la tercera a las artes aplicadas. Pero, si interpretáramos
literalmente estas atribuciones, simplificaríamos en exceso. Toda forma de arte
lleva consigo los tres aspectos, y se distingue solamente de los otros por su
relativa dosificación. Es evidente, por ejemplo, que aun el pintor más académico
tropieza con problemas de ejecución, y que todas las artes llamadas primitivas
poseen, doblemente, el carácter de aplicadas: en primer lugar, porque muchas
de sus producciones son objetos técnicos; y después, porque aun aquellas
creaciones suyas que parecen estar más al abrigo de las preocupaciones
prácticas tienen un destino preciso. Por último, es sabido que aun entre nosotros,
los utensilios se prestan a una contemplación desinteresada.
Hechas estas reservas, podemos verificar fácilmente que los tres aspectos están
funcionalmente ligados, y que el predominio de uno restringe o suprime el lugar
dejado a los otros. La pintura llamada sabia está liberada, o cree estarlo,
respecto de la doble relación de la ejecución y de la destinación. Da pruebas, en
sus mejores ejemplos, de un completo dominio de las dificultades técnicas (de
las que podemos considerar, por lo demás, que fueron definitivamente superadas
desde Van der Weyden, después de que los problemas que se han planteado los
pintores no guardan relación casi más que con la física divertida). Todo ocurre
como si, con su tela, sus colores y sus pinceles, el pintor pudiese hacer
exactamente lo que le plazca. Por otra parte, el pintor tiende a hacer de su obra
un objeto que sea independiente de toda contingencia, y que valga en sí y para
sí; por lo demás, esto es lo que supone la fórmula del cuadro "de caballete".
Liberada de la contingencia, desde el doble punto de vista de la ejecución y de la
destinación, la pintura sabia puede, entonces, referirla totalmente a la ocasión; y,
si nuestra interpretación es exacta, no está siquiera en libertad de prescindir de
ella. Se define entonces como pintura "de género", a condición de ampliar
considerablemente el sentido de esta locución. Pues, en la perspectiva muy
general en que nos colocamos aquí, el esfuerzo del retratista —aunque sea
Rembrandt— para captar sobre su tela la expresión más reveladora y hasta los

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pensamientos secretos de su modelo, forma parte del mismo género que el de un
Detaille, cuyas composiciones respetan la hora y el orden de la batalla, el número
y la disposición de los botones con los que se reconocen los uniformes de cada
arma. Si se nos permite un poco de falta de respeto, tanto en uno como en otro
caso, "la ocasión hace al ladrón". Con las artes aplicadas, las proporciones
respectivas de los tres aspectos se invierten; estas artes otorgan el predominio a
la destinación y a la ejecución, cuyas contingencias están aproximativamente
equilibradas en los especimenes que consideramos más "puros", excluyendo, a la
vez a la ocasión, como se puede ver por el hecho de que una copa, un cubilete,
un pedazo de cestería o un tejido nos parecen perfectos cuando su valor práctico
se afirma como intemporal: correspondiendo plenamente a la función, para
hombres diferentes en cuanto a la época o a la civilización. Si las dificultades de
ejecución se han dominado totalmente (como ocurre cuando la ejecución se
confía a máquinas), la destinación puede tornarse cada vez más precisa y
particular, y el arte aplicado se transforma en arte industrial; lo llamamos
campesino o rústico en el caso contrario. Por último, el arte primitivo se sitúa en
el extremo opuesto del arte sabio o académico. Este último interioriza la
ejecución (de la que es o se cree maestro) y la destinación (puesto que "el arte
por el arte" es en sí mismo su propio fin). De rechazo, se ve impelido a
exteriorizar la ocasión (que le pide al modelo que se la ofrezca): esta última se
convierte, así, en una parte de lo significado. En cambio, el arte primitivo inte-
rioriza la ocasión (puesto que los seres sobrenaturales que se complace en
representar tienen una realidad independiente de las circunstancias, e
intemporal) y exterioriza la ejecución y la destinación, que se convierten, por
tanto, en una parte de lo significante.
Volvemos a encontrar, de tal manera, en otro plano, ese diálogo con la materia y
los medios de ejecución, mediante el cual definimos al brícolage. Para la filosofía
del arte, el problema esencial es saber si el artista le reconoce o no la calidad de
interlocutor. Sin duda, la reconoce siempre, pero al mínimo, en el caso del arte
demasiado sabio, y al máximo en el arte bruto o ingenuo que confina con el
brícolage, y en detrimento de la estructura en los dos casos. Sin embargo,
ninguna forma de arte merecería este nombre si se dejase captar en su totalidad
por las contingencias extrínsecas, ya sean la de la ocasión o la de la destinación;
pues la obra descendería entonces al rango de icono (suplementario del modelo)
o de instrumento (complementario de la materia trabajada). Aun el arte más
sabio, si nos conmueve, no alcanza este resultado más que a condición de
detener a tiempo esta disipación de la contingencia en provecho del pretexto, y
de incorporarla a la obra, confiriéndole a esta última la dignidad de un objeto
absoluto. Si los artes arcaicos, los artes primitivos, y los periodos "primitivos" de
los artes sabios, son los únicos que no envejecen, lo deben a esta consagración
del accidente al servicio de la ejecución, por tanto al empleo, que tratan de hacer
integral, del dato bruto como materia empírica de una significación.7
(7 Prosiguiendo este análisis, podríamos definir la pintura no figurativa por dos
caracteres. Uno, que tiene en común con la pintura de caballete, consiste en un rechazo
total de la contingencia de destinación: el cuadro no está hecho para un empleo
particular. El otro carácter, propio de la pintura no figurativa, consiste en una explotación
metódica de la contingencia de ejecución, que se pretende convertir en el pretexto o en
la ocasión externa del cuadro La pintura no figurativa adopta "maneras" a guisa de "te-
mas", pretende dar una representación concreta de las condiciones formales de toda
pintura. De esto resulta, paradójicamente, que la pintura no figurativa no crea, como lo
cree, obras tan reales —si no más— como los objetos del mundo físico, sino imitaciones
realistas de modelos inexistentes. Es una escuela de pintura académica, en la que cada
artista se afana en representar la manera como ejecutaría sus cuadros si, por casualidad,
los pintase.)

Por último, hay que añadir que el equilibrio entre estructura y acontecimiento,
necesidad y contingencia, interioridad y exterioridad, es un equilibrio precario,
constantemente amenazado por las tracciones que se ejercen en un sentido o en
el otro, según las fluctuaciones de la moda, del estilo y de las condiciones socia-

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les generales. Desde este punto de vista, el impresionismo y el cubismo se nos
aparecen menos como dos etapas sucesivas del desarrollo de la pintura que
como dos empresas cómplices, aunque no hayan nacido en el mismo instante,
obrando en connivencia para prolongar, mediante deformaciones
complementarias, un modo de expresión cuya existencia misma (hoy nos damos
cuenta de esto mejor) estaba gravemente amenazada. La boga intermitente de
los "collages", nacida en el momento en que el artesanado expiraba, podría no
ser, por su parte, más que una transposición del bricolage al terreno de los fines
contemplativos. Por último, el hincapié hecho en el aspecto acontecimental
puede también disociarse según los momentos, subrayando más, a expensas de
la estructura (entiéndase: la estructura de igual nivel, pues no está excluido que
el aspecto estructural se restablezca en otra parte y en un nuevo plano), unas
veces, la temporalidad social (como a fines del siglo XVIII con Greuze, o con el
realismo socialista), y otras veces la temporalidad natural, y aun meteorológica
(en el impresionismo).
Si, en el plano especulativo, el pensamiento mítico no carece de analogía con el
bricolage en el plano práctico, y si la creación artística se coloca a igual distancia
entre estas dos formas de actividad y la ciencia, el juego y el rito ofrecen entre sí
relaciones del mismo tipo.
Todo juego se define por el conjunto de sus reglas, que hacen posible un número
prácticamente ilimitado de partidas; pero el rito, que también se "juega", se
asemeja más bien a una partida privilegiada, escogida y conservada de entre
todas las posibles porque sólo ella se obtiene en un determinado tipo de
equilibrio entre los dos campos. La transposición es fácilmente verificable en el
caso de los gahuku-gama de Nueva Guinea, que han aprendido a jugar fútbol,
pero que juegan, varios días seguidos, tantos partidos como sean necesarios
para que se equilibren exactamente los partidos perdidos y ganados por cada
bando (Read, p. 429), lo cual es tratar a un juego como un rito.
Se puede decir otro tanto de los juegos a que se entregaban los indios fox, en
ocasión de las ceremonias de adopción cuyo fin era sustituir un pariente muerto
por otro vivo, y de permitir, así, la partida definitiva del alma del difunto. Los ritos
funerarios de los fox, en efecto, parecen estar inspirados por la gran preocu-
pación de deshacerse de los muertos, y de impedir que éstos no se venguen en
los vivos de la amargura y de los pesares que sienten por no encontrarse ya
entre ellos. La filosofía indígena toma, pues, decididamente, el partido de los
vivos: "la muerte es dura; más duro todavía es el pesar".
El origen de la muerte se remonta a la destrucción, por las potencias
sobrenaturales, del más joven de dos hermanos míticos que desempeñan el
papel de héroes culturales entre todas las tribus algonquinas. Pero no era todavía
definitiva: fue el mayor el que la convirtió en definitiva al rechazar, no obstante
su pesar, la petición del fantasma, que quería volver a ocupar su lugar entre los
vivos. Según este ejemplo, los hombres deben mostrarse firmes ante los
muertos: los vivos harán comprender a éstos que no han perdido nada al morir,
pues recibirán regularmente ofrendas de tabaco y de alimentos; en cambio, se
espera de ellos que, a título de compensación de esta muerte, cuya realidad
recuerdan a los vivos, y del pesar que les causan por su deceso, ellos les
garanticen una larga existencia, vestido y algo que comer: "en lo sucesivo, son
los muertos los que traen la abundancia", comenta el informador indígena, "ellos
[los indios] deben engatusarlos ('coax them') con este fin". (Michelson, 1, pp.
369-407).
Ahora bien, los ritos de adopción, que son indispensables para decidir al alma del
muerto a que se vaya definitivamente al más allá, donde habrá de desempeñar
su papel de espíritu protector, van acompañados normalmente de competencias
deportivas, de juegos de destreza o de azar, entre bandos constituidos conforme
a una división ad hoc en dos mitades: Tokan, de un lado y Kicko, del otro; y se
dice expresamente, en varias ocasiones, que el juego opone a los vivos y a los
muertos, como si, antes de desembarazarse definitivamente de él, los vivos
ofreciesen al difunto el consuelo de un último partido. Pero, de esta asimetría de
principio entre los dos campos, se desprende automáticamente que el desenlace

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está determinado de antemano:
He aquí lo que pasaba cuando jugaban a la pelota. Si el hombre (el difunto) por quien
se celebra el rito de adopción era un tokana, los tokanagi ganaban la partida. Los
kickoagi no podían ganar. Y si la fiesta tenía lugar por una mujer kicko, los kickoagi
ganaban, y eran los tokanagi los que no podían ganar. (Michelson, 1, p. 385.)
Y en efecto, ¿cuál es la realidad? En el gran juego biológico y social que se
desarrolla perpetuamente entre los vivos y los muertos, es claro que los únicos
que ganan son los primeros. Pero —y toda la mitología norteamericana lo
confirma— de una manera simbólica (que innumerables mitos pintan como real),
ganar en el juego es "matar" al adversario. Al prescribir siempre el triunfo del
bando de los muertos, se les da a éstos, por tanto, la ilusión de que son los
verdaderos vivientes, y que sus adversarios están muertos puesto que los han
"matado". So capa de jugar con los muertos, se los engaña y se los ata. La
estructura formal de lo que, a primera vista, podría parecer que era una
competencia deportiva, es en todos sus detalles semejante a la de un puro ritual,
tal como el mitawit o el midewiwim de las mismas poblaciones algonquinas, en el
que los neófitos se hacen matar simbólicamente por los muertos cuyo papel
desempeñan los iniciados, a fin de obtener un suplemento de vida real a costa de
una muerte simulada. En los dos casos, la muerte es usurpada, pero sólo para
ser engañada.
Entonces, el juego se nos manifiesta como disyuntivo: culmina en la creación de
una separación, diferencial entre jugadores individuales o entre bandos, que al
principio nada designaba como desiguales. Sin embargo, al fin de la partida, se
distinguirán en ganadores y perdedores. De manera simétrica e inversa, el ritual
es conjuntivo, pues instituye una unión (podríamos decir aquí que una comunión)
o, en todo caso una relación orgánica, entre dos grupos (que se confunden, en el
límite, uno con el personaje del oficiante, y el otro con la colectividad de los
fíeles), y que estaban disociados al comienzo. En el caso del juego la simetría
está, por lo tanto, preordenada; y es estructural, puesto que se deriva del
principio de que las reglas son las mismas para los dos campos. La asimetría, es
engendrada; se deriva inevitablemente de la contingencia de los
acontecimientos, dependan éstos de la intención, del azar, o del talento. En el
caso del ritual, es lo contrario: se establece una asimetría preconcebida y
postulada entre profano y sagrado, fieles y oficiante, muertos y vivos, iniciados y
no iniciados, etcétera, y el "juego" consiste en hacer pasar a todos los
participantes al lado del bando ganador, por medio de acontecimientos cuya
naturaleza y ordenamiento tienen un carácter verdaderamente estructural. Como
la ciencia (aunque aquí, todavía, ya sea en el plano reflexivo, ya sea en el plano
práctico), el juego produce acontecimientos a partir de una estructura: se com-
prende, entonces, que los juegos de competencia prosperen en nuestras
sociedades industriales; en tanto que los ritos y los mitos, a la manera del
bricolage (que estas mismas sociedades industriales ya no toleran, sino como
hobby o pasatiempo), descomponen y recomponen conjuntos acontecimentales
(en el plano psíquico, socio-histórico o técnico) y se valen como de otras tantas
piezas indestructibles, con vistas a ordenamientos estructurales que habrán de
hacer las veces, alternadamente, de fines y de medios.

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