El Gato Cocido (Arlt)

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El gato cocido (Roberto Arlt) Me acuerdo. La vieja Pepa Mondelli viva en el pueblo Las Perdices.

Era ta de mis cuados, los hijos de Alfonso Mondelli, el terrible don Alfonso, que azotaba a su mujer, Mara Palombi, en el saln de su negocio de ramos generales. Revent, no puede decirse otra cosa, cierta noche, en un altillo del casern atestado de mercaderas, mientras en Italia la Palombi gastaba entre los saca muelas de Terra Bossa, el dinero que don Alfonso enviaba para costear los estudios de los hijos. Los siete Mondelli era ahora oscuros, egostas y crueles, a semejanza del muerto. Se contaba de ste que una vez, frente a la estacin del ferrocarril, con el mango del ltigo le salt, a golpes, los ojos a un caballo que no poda arrancar de los baches el carro demasiado cargado. De Mara Palombi llevaban en la sangre su sensualidad precipitada, y en los nervios el repentino encogimiento, que hace ms calculadora a la ferocidad en el momento del peligro. Lo demostraron ms tarde. Ya la Mara Palombi haba hecho morir de miedo, y a fuerza de penurias, a su padre en un granero. Y los hijos de la ta Pepa fueron una noche al cementerio, violaron el rstico panten, y le robaron al muerto su chaleco. En el chaleco haba un reloj de oro. Yo viv un tiempo entre esta gente. Todos sus gestos transparentaban brutalidad, a pesar de ser suaves. Jams vi pupilas grises tan inmviles y muertas. Tenan el labio inferior ligeramente colgante, y cuando sonrean, sus rostros adquiran una expresin de sufrimiento que se dira exasperada por cierta convulsin interior, circulaban como fantasmas entre ellos. Me acuerdo. Entonces yo haba perdido mucho dinero. Merodeaba por las calles de tierra del pueblo rojo, sin saber qu destino darle a mi vida. Una lluvia de polvo amarillo me envolva en sus torbellinos, el sol centelleaba terriblemente en lo alto, y en la huella del camino torcido oa rechinar las enormes ruedas de un carro cargado de muchas grandes bolsas de maz. Me refugiaba en la farmacia de Egidio Palombi. En el laboratorio, encalado, Egidio trituraba sales en un mortero o, con una esptula en un mrmol, frotaba un compuesto. En tanto que yo me preparaba un refresco con cido ctrico y jarabe, Egidio deca, sonriendo tristemente: - Esta receta me cuesta ocho centavos, y se la cobrar dos pesos y sesenta y cinco. Y sonrea, tristemente. O, anochecido, abra la caja de hierro que en otros tiempos perteneci a don Alfonso, sacaba el dinero, producto de la venta del da, y lo alineaba encima del tapete verde del escritorio. Primero los amarillentos billetes de cien pesos, despus los de cincuenta, a continuacin los de diez, cinco y uno. Sumaba y deca: - Hoy gan ciento treinta y cuatro pesos. Ayer gan ciento ochenta y nueve pesos.

Y sus grandes ojos grises se detenan en mi rostro con fijeza intolerable. Con un anonadamiento invencible me inmovilizaba su crueldad, Y l repeta, porque comprenda mi angustia, repeta, con una expresin de sufrimiento dibujado en el semblante por una sonrisa: - Ciento treinta y cuatro pesos, ciento ochenta y nueve pesos. Y lo deca porque saba que ya haba perdido mi fortuna. Y ese conocimiento le haca ms enorme y dulce su dinero, y necesitaba verme plido de odio frente a su dinero para gozarse ms sabrosamente en l. Y yo me preguntaba: - De quin le viene esta ferocidad? En un automvil de seis cilindros me llevaban a casa de su ta Pepa, la hermana de su padre. All coma, para no gastar en el hotel, y la vieja, recordando el egosmo de su difunto hermano, se regocijaba en esta virtud del sobrino. Cuando yo llegaba, la ta Pepa me haca recorrer su casern, abra los armarios y me mostraba rollos de telas, bultos de frazadas y joyas que ella regalara a sus futuras nueras y conducame a la huerta, donde recoga ensalada para el almuerzo o me mostraba las habitaciones desocupadas y la slida reja de las ventanas. Si no hablaba, interrumpindose, tomndome de un brazo, y clavando en m sus implacables ojos grises, ms grises an en el arco de los prpados, Y a espaldas del sobrino, me contaba de su hermano muerto, de su hermano que yo comprenda haba robado en todas las horas de su vida, para dejar un milln de pesos a los hijos de Mara Palombi. La vieja vociferaba: - Y esa perra tir todo a la calle. Cuando nombraba a su cuada, la ta Pepa masticaba su odio como una carne pulposa, y exaltndose, contbame tantas cosas horribles, que yo terminaba por sentir cmo su odio entraba a tonificar mi rencor, y ambos nos detenamos, estremecidos de un coraje que se haca insoportable en el latido de las venas. Y yo me preguntaba: - De dnde les viene a esa gente un alma tan sucia? Y a veces crea en la herencia trasegada de la Mara Palombi y otras en la continuidad del terrible don Alfonso Mondelli. Despus comprend que ambos se completaban. Esta historia explicar el alma de los Mondelli, el egosmo y la crueldad de los Mondelli, y su sonrisa, que les daba expresin de sufrimiento, y su belfo colgante como el de los idiotas. Y esta historia me la cont, rindose, el hijo de la ta Pepa, aquel que fue una noche al cementerio a robarle el chaleco al padre de Mara Palombi. La ta Pepa tena gallinas en el fondo de la casa, y junto al brasero, siempre acurrucado a su lado, un hermoso gato negro. Cuando una de las gallinas se "enculec", lata Pepa consiguise una docena de "verdaderos" huevos catalanes. Ms tarde nacieron once pollitos, que iban de un lado a otro por el patio de tierra, bajo la implacable mirada de la vieja. Vigilndolos, el gato negro se regodeaba, enarcando el lomo y convirtiendo sus pupilas redondas en oblicuas rayas de oro macizo. Una maana devor un pollo y estrope a otro de un zarpazo.

Cuando la ta Pepa recogi del suelo la gallinita muerta, el gato, solendose en la cresta del muro, malhumorado, la espiaba con el vrtice de sus ojos. Doa Pepa no grit. Sbitamente amonton en ella tanta ira, que, desesperada, fue a sentarse junto al brasero. Al medioda el gato entr al comedor. Se desliz prudentemente, atisbando el ojo gris de la patrona, y detenindose a los pies de la mesa, maull dolorosamente. La ta Pepa le arroj un pedazo de carne asada. Despus que los muchachos salieron, la vieja tom una lata vaca, en cuya tapa circular hizo varios agujeros, y la llen hasta la mitad de agua. Prepar tambin cierto alambre, de esos que se utilizan para atar los fardos de pasto, y llam al gato con voz meliflua. ste se desliz como a medioda, prudente, desconfiado. La ta Pepa insista, llamndole despacio, golpendose un muslo con la palma de la mano. El gato maull, quejndose de un desvo, luego, acercse, y frot su pelaje en la saya de la vieja. Bruscamente, lo meti en el tacho, con los alambres at la tapa, ech ms carbn en el brasero, coloc la lata encima, y tomando la pantalla, suavemente, movi el aire para avivar el fuego. Y sentada all, la ta Pepa pas la tarde escuchando los gritos del gato que se coca vivo.

Extrado de Cuentos Completos.

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