Origen, Esencia y Fin de La Sociedad de Clases

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Origen, esencia y fin de la Sociedad de Clases de J.

Garca Pradas

ORIGEN, ESENCIA Y FIN DE LA SOCIEDAD DE CLASES*


J. Garca Pradas

SOLAPA RICOS Y POBRES siempre los ha habido y siempre los habr -suelen decir muchos-. Pero, saben, acaso, lo que dicen? Se han tomado la molestia de estudiar las sociedades primitivas, el desarrollo de las ms civilizadas, el origen de las clases que en estas ltimas ven, las causas y los efectos de las desigualdades sociales? He aqu una obra salida de ese estudio: breve, pero densa; de lectura agradable y provechosa; con la amplitud de una vasta visin histrica y la penetracin de un buen ensayo filosfico; escrita con todo esmero por una pluma sencilla, joven, batalladora, que hace jugosos los ms ridos temas y plantea francamente las cuestiones capitales de esta hora, sin limitarse a exponerlas ni rendirse al pensamiento, sino brindndonos la esperanza derivada de la accin. Cuando el Estado es o est a punto de ser totalitario en todas partes, y se erige en clase esclavizadora de las dems, obras como sta son del mayor inters para todos, POBRES Y RICOS

DEDICATORIA

A los jvenes espaoles, especialmente a los de esta generacin inmediata posterior a nuestra Guerra Civil, que han crecido en el terror o en el destierro, desprovistos del ambiente sindical en que crecimos o maduramos nosotros. J. G. P.

CAPTULO 1 CONSIDERACIONES PREVIAS

Nuestra tica, nuestro sentido comn y nuestra nocin de la naturaleza humana nos dicen que el objetivo moral, el fin lgico, el propsito natural de la sociedad es la liberacin de cuantos la integran, mediante su ayuda mutua. La sociedad en que vivimos, incapaz de cumplir tal misin, nos ha liberado de una infinidad de temores y riesgos, en los cuales sucumbieron, a menudo, los hombres primitivos; pero ha creado otros, innumerables, de que el salvaje no tuvo idea. Esta sociedad ha puesto a nuestro alcance muchos medios de vida que nuestros antepasados no pudieron adquirir; pero, como es obvio, no proporciona tales ventajas de un modo general e igualitario, y a cambio de ellas suele exigirnos, cada vez en mayor medida, el sacrificio de valores vitales de primer orden, de aspiraciones a las que nunca debemos renunciar, de
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Editorial Libertad C. N. T. Francia, Rennes 1948. Digitalizacin: KCL.


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libertades consubstanciales con nuestra propia naturaleza. Si queremos remediar estos defectos, tendremos que parar mientes en la sociedad misma, ya que sin conocerla anatmica y fisiolgicamente, sin tener nocin exacta de su estructura y de su funcionamiento, ser punto menos que imposible descubrir la raz de su incapacidad, y no hallaremos manera de saber por qu ni cmo hay que corregirla. Lo primero que esta sociedad presenta a nuestra vista es una superposicin de clases desiguales en todo: poder poltico, bienestar econmico, educacin cultural, tendencias evolutivas, interese y opiniones. Si nos la imaginamos como una cosa concreta y tangible, podemos advertir que, cortndola verticalmente, de arriba abajo, presenta ante nuestros ojos, una sobre otra, dos, tres, cuatro capas distintas, separadas entre s. Cada una de ellas, horizontal, ocupa un rango diferente en la verticalidad del todo social, y se dira que cualquiera es una sociedad aparte en el conjunto que las rene. Estos estratos sociales, semejantes a los geolgicos, no siempre estn perfectamente definidos y separados; como las conmociones terrqueas mezclan los unos, tras quebrantarlos, las conmociones polticas rompen y barajan los otros. Mas la mezcla no es perfecta, ni desaparecen mediante ella las caractersticas diferenciales de los diversos estratos. stos siguen existiendo, ms o menos deslindados y enteros, mejor o peor organizados, con o sin una estructura institucional. En gran medida, las diferentes capas sociales son antagnicas entre s, y ms que cooperar en la consecucin de un fin comn a todas, luchan permanentemente por la satisfaccin de sus privadas apetencias, casi siempre opuestas. Este antagonismo es, claramente, el primer handicap de la sociedad, su defecto ms visible y peligroso; y, advertido por todos, surge en cada uno de nosotros el irreprimible deseo de eliminarlo radicalmente o de paliar sus efectos; ya tenemos una aspiracin socialista, que nos hace reclamar la desaparicin absoluta de las clases, ya abrigamos el anhelo cristiano de la caridad, que nos lleva a pedir que las gentes de una socorran a las de otra. Esta diferencia en la manera de buscar solucin para el problema no supone, como es claro, duda alguna respecto a la existencia o al carcter esencial del problema mismo. Nuestra posicin en la sociedad, nuestra educacin intelectual, nuestra formacin moral, nuestra ms ntima y misteriosa psicologa intervienen, conjuntamente, en la determinacin que frente al problema adoptamos. Pero si varias personas nos ponemos a discutir las distintas opiniones que sobre este asunto tengamos, no pasar mucho tiempo sin que la discusin, yendo en busca de la raz de la divergencia, gire en torno a la igualdad y la desigualdad entre los hombres. Estos trminos darn muy poca luz a la disputa, pues ocurre con ellos como con Dios, alma, religin y otros vocablos semejantes, que, usados por todos, para cada uno tienen distinto significado. Si no fijamos de antemano y hacemos comn a todos el valor de las palabras igualdad y desigualdad, si no nos ponemos de acuerdo acerca de lo que por ellas entendemos, huelga toda discusin, pues que de ella no saldr otra cosa que el enfado mutuo de aquellos que la mantengan. A qu igualdad o desigualdad nos referimos? La natural o la artificial, la de nacimiento o la de ambiente, la de ser o la de estado, la intrnseca y personal o la de rango y social? Decidamos referirnos a la primera, y, si la pasin no nos ciega, coincidiremos en la admisin de que, por naturaleza, todos somos semejantes, pero no iguales. Hay una desigualdad de facultades en potencia, de capacidad y psicologa, tan acusada, por lo menos, como la fisonmica. Admitido esto, los propugnadores de la caridad, o quienes hasta de sta reniegan, exultarn con satisfaccin, viendo en la desigualdad natural de los hombres un argumento contra quienes proponen la solucin socialista igualadora. Pero stos dirn que tal argumento no prueba nada, pues no se discute la existencia del hombre en la naturaleza, sino en la sociedad. Ser necesario, entonces, reanudar la discusin desde otro punto de vista. Decdase hablar de la igualdad -o la desigualdad- artificial y de ambiente. En este caso, la discusin agrupar en dos polos opuestos a quienes la mantiene: de un lado los que dicen que siempre ha habido
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desigualdad, y, por consiguiente, subsistir per scula sculorum; de otro, los que afirman que en algunas pocas ha habido igualdad, y, dado ese precedente, ya no cabe suponer que es imposible. La nica manera de anular esta disparidad de opiniones es acudir desapasionadamente, sin prejuicios, al estudio de la evolucin humana. La discusin ha terminado, tras mostrarse estril. Callamos todos, sabindonos ms sobrados de argumentativos ergos que de conocimientos firmes acerca de la cuestin, y acudimos a la cuantiosa bibliografa que nos pone ante los ojos la realidad descubierta por una infinidad de observadores de pueblos, analizadores de sistemas sociales, investigadores de culturas presentes o pretritas, estudiantes de sociedades an vivas, o muertas hace tiempo. Y una cosa que nos ha de sorprender es sta: la Prehistoria es ms cientfica que la Historia; el anlisis de la vida humana en tiempos remotos es ms difcil, pero da conclusiones ms seguras y fidedignas que el de las sociedades ms cercanas o nosotros: en la abundancia de datos histricos podemos descarriarnos, pues la mentira se viste de verdad muy a menudo, y en la escasez de los prehistricos, que en primer lugar ni nos conciernen directamente ni nos influencian de inmediato, nuestro espritu crtico cala mejor la realidad de las cosas. La Antropologa, la Etnografa y la Sociologa han hecho estudios copiossimos, han reunido infinidad de datos, y los materiales recogidos por ellas son ms que bastantes para establecer, sin el menor riesgo de error, afirmaciones rotundas respecto a la relacin entre el hombre y la sociedad. Cierto es que etnlogos, antroplogos y socilogos de importancia tienden a encerrar su sabidura en el rea de la objetividad cientfica, y, por lo comn, se pasan la vida estudiando instituciones, fenmenos sociales, hechos, sin proclamar las leyes que los determinan y -sobre todo- sin atreverse a decirnos lo que esas leyes nos aconsejan hacer. En nuestra opinin, esto es lamentable; pero, despus de todo, lo interesante es el bagaje documental que las investigaciones reportan. Si a cada una de sus observaciones o a cada uno de sus datos dedicsemos una ficha, y archivsemos miles y miles de stas de determinado modo, clasificndolas con arreglo a su significacin, de las mismas fichas surgira, irrefutable como la misma realidad en ellas registrada, toda una teora de organizacin social. Pues bien, las fichas han sido hechas y ordenadas ya. Quienquiera que se tome la molestia o el placer- de estudiar el problema de las desigualdades entre los hombres, se encontrar con innumerables libros que, en verdad, no son sino archivos fcilmente manejables, colecciones de datos, a veces debidamente clasificados, de donde surgen inconfundibles afirmaciones. Nosotros no pretendemos alardear de etnlogos o socilogos. Nos encontramos en la misma situacin de cualquier lector que haya acudido a las fuentes de informacin que hemos consultado, de las cuales volvemos con una fe debidamente nutrida de realidades, con un criterio adecuadamente asentado en hechos y con un comentario que, de intento, se ajusta absolutamente a los conocimientos de nuestra poca acerca de las pasadas. Hablamos, pues, no a capricho, sino al dictado, y slo tenemos un placer al hacerlo, consistente en advertir que la documentacin objetiva no desmiente, sino confirma, nuestras ms subjetivas convicciones.

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CAPTULO 2 DESIGUALDAD NATURAL E IGUALDAD SOCIAL

Los hombres siempre han nacido y nacern desiguales, con diferentes aptitudes; pero a todos les es comn y es para todos igual un cierto nmero de necesidades, de cuya satisfaccin depende, en primer lugar, su existencia, y en segundo, la fecundidad de la vida misma en casi todos sus aspectos. Todos nacemos con una necesidad de nutricin y de refugio, de actividad y de descanso, de seguridad personal y de ayuda mutua, de independencia y de convivencia. Estas necesidades comunes, por las que hasta naturalmente somos iguales en cierto grado, pueden ser consideradas como el complejo social ingnito en cada hombre. Por naturaleza, necesitamos la sociedad tanto como el aire, y, sin contrato previo, inconscientemente, por determinacin instintiva de nuestro propio ser, formamos la sociedad. Mejor dicho: nacemos en ella, como nacemos sobre la Tierra. La sociedad es un fenmeno natural, como nuestra propia existencia; su organizacin, en cambio, es artificial. La sociedad primigenia, orgnica, se llama natural, y civil la organizada, por este motivo. Ahora bien; la sociedad natural tiene, de por s, una organizacin, una estructura. Cul es? Esta pregunta nos impone, como primera labor, buscar la sociedad natural pura: una sociedad que no es posible encontrar, pues todas las sociedades que nos es dable estudiar han dejado muy atrs los tiempos en que fueron producto exclusivo, ciego, inconsciente de la naturaleza misma; y han adquirido un determinado grado de artificialidad histrica. Pero, ya que no es posible encontrar un ejemplo de sociedad netamente natural, tendremos que acudir a las que ms se aproximan a ella, y stas no sern las altamente industrializadas, sino las ms incultas y primitivas, las ms apegadas a la costra de la tierra y ms exentas de las adulteraciones producidas por la civilizacin -o la artificialidad-. El estudio de cada sociedad de este tipo es, ciertamente, tarea penosa, y muy raramente nos encontramos con un investigador que haya calado hasta el tutano de alguna. Mas, si no intenso, es muy extenso el conocimiento que de ellas tenemos. Suman muchos de centenares las que han sido estudiadas ms o menos profundamente, y las tierras que ocupan o han ocupado son todas las que conocemos en los cinco Continentes; de modo que, comparndolas, nos es posible, y aun relativamente fcil, llegar a una con colusin respecto a las caractersticas de la sociedad civil primitiva ms cercana a la natural, sobre toda la redondez del Planeta. Y qu nos dicen las investigaciones hechas? Todas coinciden en afirmar que, como lgicamente podamos presumir, no son los rasgos diferenciales entre los hombres los que establecen la sociedad natural, ni los que le dan sus caractersticas, sino aquellos otros comunes a todos y que a cada uno le dan un semejante complejo de sociabilidad. Son las necesidades ms elementales, aquellas que ningn hombre puede satisfacer completamente a solas, las que establecen la sociedad natural; y -esto es importante- como esas necesidades son iguales para todos los hombres, la sociedad natural, toda entretejida de ayuda mutua, de asistencia interhumana hasta un grado que nuestra mentalidad civilizada no puede ya comprender, pues existi para ser sentida por el instinto, fue estrictamente igualitaria, y en ella nadie mandaba, nadie posea en exclusividad, ningn miembro era ms ni menos que otro. Estos conceptos de diferenciacin les eran absolutamente ajenos a todos, que quiz no tenan ni aun nocin individual de s mismos, pues su vida era la de su grupo social. Las sociedades civiles menos desarrolladas, ms naturales, han presentado y presentan caractersticas igualitarias; y en mayor grado de extensin, pureza y espontaneidad cuanto menos civilizadas son, cuanto ms se ajustan a su precedente estado natural. Esto no quiere decir, como cabra creer, que toda civilizacin o cultura creadora destruye, al desarrollarse, la
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primitiva igualdad, de lo que se podra inferir que civilizacin e igualdad son incompatibles y que la desigualdad creada por la civilizacin en las altas sociedades estn natural en stas cuanto la igualdad salvaje lo es en las primeras y ms bajas. Hay pueblos que, aun habiendo adquirido una civilizacin bastante elevada, siguen reteniendo la primitiva igualdad. Esta no es destruida por toda civilizacin, sino por la nuestra, por la de los pueblos cultos de nuestra poca, a la que consideramos -pese a su relatividad y a sus singularidades alterables- la civilizacin en absoluto. Ante la igualdad de las sociedades primitivas, nos encontramos con un fenmeno que, a diferencia de lo que ocurre con la desigualdad de las civilizadas, no ha sido producido por la influencia de un pueblo sobre otro, por transmisin de culturas, por determinacin doctrinal ni por medio de la ley y de la fuerza. Los esquimales, los maores, los hotentotes, los aborgenes de la Tierra del Fuego, nada saben unos de otros, y el hecho de que sus tendencias sociales, como las de todos los pueblos primitivos, sean igualitarias en general, furzanos a suponer que el estado natural de todos los hombres, como miembros de la sociedad, no es otro que el de igualdad, del que la artificialidad de una civilizacin determinada nos ha apartado. Al primer golpe de vista, parece, desde luego, que, si queremos vivir de acuerdo con nuestra propia naturaleza, tendremos que renunciar a la igualdad para seguir adelante con la civilizacin, aunque nos lleve al desastre, o renunciar a la civilizacin para volver a la igualdad. Pero no hay tal cosa, y una mayor atencin nos descubre que no existe el dilema de civilizacin, o igualdad, sino que, por el contrario, ambas son compatibles; y, puesto que la primera tiene origen artificial y variable, mientras que es natural a raz de la segunda, cabe modificar las instituciones sociales producidas por la civilizacin, con vistas a servir del mejor modo las necesidades que la igualdad natural hace comunes a todos los hombres. El hombre civilizado no tiene por qu renunciar a su ambiente extra-humano, ni al dominio de la naturaleza, sino al de sus semejantes; y el salvaje o incivilizado, si an es miembro de una de esas sociedades primitivas en que no existe la explotacin del hombre por el hombre, necesita evolucionar, siempre fiel a una norma de justicia, hacia la conquista de su ambiente terrenal, en que el civilizado ha ido tan lejos. La igualdad que todas las sociedades de ms bajo nivel cultural nos presentan como rasgo caracterstico, no es una igualdad humana, sino interhumana; no individual, sino social; no personal, sino institucional. Esto es obvio, pero conviene tenerlo en cuenta. La diferencia de inclinaciones, temperamento, aptitudes y cualidades en general, que distingue a un hombre de otro desde la cuna, perdura hasta el sepulcro, y a lo largo de la vida produce, dentro de todo tipo de sociedad, diversos modos de vivir, o varias maneras de vivir el mismo modo; diversidad que produce una desigualdad natural, limitable en sus exageraciones, pero extinguible en su propia esfera, entre los hombres. Si consideramos, por ejemplo, la cultura como un producto o un bien social, al que todos tenemos igual derecho de acceso, nunca podremos evitar que le hombre de sobresaliente capacidad se enriquezca ms de ella que el idiota, ni jams deberemos tolerar que el primero, por ese mero hecho, viva a costa del segundo, o mejor que l. Tal es lo que no ha olvidado la prudencia -o el instinto- del salvaje puro, superior a nosotros en esto, que no es poco. En la sociedad primitiva, como en la esfera natural neta, hay hombres ms afortunados que otros, de mayores mritos y ms rodeados del respeto, a simpata o la admiracin de sus semejantes. Pero, entre ellos, hasta las supersticiones ms absurdas -desde el punto de vista de la pura lgica- tienden a impedir que las diferencias naturales e ingnitas se conviertan en diferencias sociales impuestas y permanentes. Todo lo contrario de lo que ocurre entre nosotros, acostumbrados a ver cmo toda suerte de dogmas inadmisibles por la razn tiende a convertir las desigualdades naturales en sociales, y aun las sociales en naturales. La igualdad de la sociedad primitiva, o de sus miembros en ella, es una igualdad de derecho natural, evidente, axiomtico, que no necesita proclamacin; pero de derecho traducido o
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expresado en hechos. Es una igualdad que desconoce o rechaza, no las diferencias individuales, ni las profesionales, sino los rangos sociales; cada hombre, en ellas ser ms alto o ms alto que otro, pero no est ms arriba o ms abajo, ni debajo ni encima de los dems. Lo que es, es de por s; lo que est, crea un estado, o por un Estado es establecido. Lo esencial del ser corresponde a la sociedad; lo accidental del estar se liga siempre al Estado. La diferencia entre lo estatal y lo social es la que existe entre nuestros verbos estar y ser. Las clases sociales no existen de por s, no son por naturaleza; solamente se establecen, y por eso, antiguamente, se llamaban estados. En todas las lenguas romances se les dio igual denominacin. Bastara observar eso, tan del pueblo, tan de la lengua verncula que estamos olvidando, para aprendernos la leccin ms anarquista que cabe dar a nadie; la cual es sta: la sociedad de clases, accidental, histrica, desprovista de su esencialidad natural, es estatal, ya que clase y estado significan lo mismo; y la sociedad sin clases, aqulla en que la artificialidad del estar es desechada por la viva esencialidad del ser es a-estatal, anrquica. Y la revolucin social no es otra cosa que el proceso mediante el cual se consigue que quien est ms arriba y quien est ms abajo deje de decir que son ms alto y ms bajo, respectivamente; es la medida por virtud de la cual todos somos puestos de pie sobre el mismo plano, sobre la igualdad social, que es la nica que hay que restablecer, para que luego cada cual d la talla que le permita su natural desigualdad; es la substitucin de la elevacin del rango por la estatura de la persona. En las sociedades primitivas no hay una verticalidad de valores convencionales y permanentes, no existe una jerarqua de grados de riqueza o de poder poltico, no aparece una escala de medidas de autoridad y de propiedad, como en las nuestras, sino que tienen una horizontalidad de interdependencia en la ayuda mutua, un solo nivel institucional de cooperacin, de propiedad comn, de ausencia de rganos de mando regular y fijo. Son, en fin, sociedades sin clases; y es curioso advertir que todas ellas, mientras lo son, tienen una organizacin poltica anrquica: administrativa, mas no gubernamental. Lo cual nos permite dar por cierto y bien seguro que la sociedad natural, en resumen, rene las condiciones siguientes: es una sociedad sin clases, cooperadora, comunista y anrquica; tiene un sistema institucional igualitario, por virtud del cual impide que la desigualdad de rasgos individuales produzca una desigualdad de rangos sociales; constituye, esencialmente, pese a la accidentalidad de las formas de organizacin y de los modos de funcionamiento que presenta a nuestra vista, una comunidad de trabajadores, una comunidad de bienes y una comunidad de hombres libres -libres de dominacin interhumana en mayor grado que nosotros, pero ms sujetos que lo estamos a los rigores de la naturaleza, de la que tambin hay que liberarse-. Desde el principio, desigualdad, propiedad de presa y autoridad van juntos y son inseparables, como lo son igualdad propiedad de obra -individual o colectiva- y libertad.

CAPTULO 3 DIFERENCIAS SOCIALES DE ORIGEN HUMANO

Las sociedades primitivas accesibles a nuestro estudio nos ofrecen la doble oportunidad de darnos una visin de la natural, en lo que de ella han heredado y conservan, y una explicacin de las caractersticas de la civilizacin, en su evolucin hacia nuevas formas de organizacin y vida. Su estudio nos permite saber de dnde y cmo hemos venido, cul es el origen de las presentes desigualdades sociales. La primera causa de stas es limitable en sus efectos, pero no extinguible por completo, puesto que radica en nuestra propia naturaleza. Las primeras
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diferencias sociales han sido producidas por las humanas de carcter natural. Entre stas, las ms ostensibles y generales son las de sexo y edad. Hombre y mujer, adulto y menor de edad, tienen, desde los tiempos ms remotos, posiciones distintas en la sociedad, cualquiera que sta sea; y la igualdad social de que hemos hablado antes parece afectar solamente, o de modo especialsimo, a los varones adultos, como si, a efectos polticos, se considerase que slo ellos integran la sociedad. La diferencia social entre hombre y mujer es muy considerable en todas las sociedades primitivas, hasta tal extremo, que se ha credo que la posicin que la mujer ocupa en cada una de ellas es el mejor ndice del grado de civilizacin de la sociedad; a ms deplorable situacin femenina, ms salvajismo. Esta opinin, sin embargo, ha sido desechada tras probar que no es certera; pero los datos aportados en su contra, aun con ser muchos, no permiten invertir la proporcionalidad de su enunciado: no cabe asegurar que a menos salvajismo social corresponde una mejor posicin de la mujer en la sociedad. Lo incuestionable es que sta -la mujer- no ha estado al nivel del varn y que, salvo en casos excepcionales y muy raros, siempre se ha visto en situacin inferior. Las distinciones sexuales, orgnicas, misteriosas y alucinantes para el salvaje, han bastado para establecer las diferencias sociales entre macho y hembra; el sometimiento de ella a l, o por lo menos su inferioridad de rango, dbese a muy numerosas caractersticas de origen sexual, que van desde las psicolgicas a las profesionales. La agresividad sexual masculina, a la que corresponde una actitud femenina de rendicin, no es un rasgo momentneo, un gesto instantneo y pasajero del carcter del varn, sino algo esencial en su personalidad, fijo y permanente en ella aunque slo a veces se manifieste. Lo mismo ocurre con la actitud femenina. Toda nuestra psicologa est impregnada de caractersticas e influencias sexuales, de sexualidad. Nuestra psicologa, consciente o inconscientemente, determina casi todas nuestras acciones espontneas y libres. As, pues, es posible extender las diferencias de origen sexual a un gran nmero de actividades. Las caractersticas femeninas de menstruacin, embarazo y cra han determinado siempre ciertas normas de vida, y el varn, exento de ellas, fsicamente ms fuerte que la hembra, ha sido conformado para otras, hacia las cuales siempre tendi. Estas diferencias han producido una distincin de labores: el hombre caza y protege, trabaja fuera del hogar, logra la presa y defiende la guarida; la mujer cuida la prole, guisa, teje, amasa el pan, es curandera, agricultora, alfarera, etc. En general, el hombre salvaje ha sido un animal de presa, y la mujer, una bestia de carga. Es atinada la estampa que nos lo pinta en plena naturaleza: l, erguido, maza o flecha y arco en mano, haciendo frente a un peligro, y ella, cargada y humilde, oprimida por el peso de provisiones y vstagos, buscando amparo a la sombra del varn y andando sobre sus huellas. La diferencia de fuerza fsica entre ambos, quedando a favor del varn, reclamara que ste llevase la carga. Pero la primera necesidad fue la de defenderse y hacer presa, y ella reclam el servicio entero y desembarazado del fuerte. Perdurando este servicio, produjo hbitos mentales, y el hombre primitivo no cree ser injusto al cargar la espalda de su mujer; de tener que echarla sobre la suya, se sentira vejado y ofendido en su orgullo varonil, como en nuestros das, principalmente en algunos pueblos civilizados, muchos hombres se avergenzan de guisar y de coser, suponen afeminados al peluquero y al sastre, y cuando sacan a su esposa de paseo, ser sta siempre, nunca el marido, quien lleve a su hijo en brazos. Es hoy generalmente admitido que la mayor parte de las profesiones antiguas, y desde luego casi todas las de verdadero carcter prctico y creador, han surgido del trabajo femenino en el hogar o a su vera, mientras que las instituciones polticas autoritarias, como la misma guerra, han sido originadas por actividades masculinas. En casi todos los pueblos incivilizados, la mujer carece de derechos polticos. En las asambleas de la tribu, donde los varones adultos discuten los problemas colectivos, deciden cmo han de vivir en paz o cmo han de hacer la guerra a una tribu vecina, slo en raras ocasiones tiene
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voz, en muy pocas se tolera su presencia; en algunas, bastante frecuentes, tan ajena se la considera a la deliberacin poltica, que informarla de los acuerdos que establecen los varones aparte y en secreto, rodeados de centinelas y de misterios rituales, es el mayor crimen que un hombre puede cometer contra la comunidad, salvo el de traicionarla al enemigo. Esta falta de derechos polticos va acompaada, frecuentemente, por una limitacin de derechos econmico-sociales, que le niega, por ejemplo, la posesin de un pedazo de tierra, de una choza o de unas herramientas de trabajo. Pero esto sucede donde, en la misma medida en que la mujer es privada de propiedad, su padre, su marido, sus hermanos u otros parientes varones estn obligados a mantenerla. De ordinario, y principalmente si es viuda o carece de amparo varonil directo, su inferioridad econmico-social no es tan baja como la poltica, y muchos son los pueblos primitivos en que la mujer, por lo que concierne a su provisin de medios de vida, tiene la misma posicin que el hombre, y sus bienes personales no pueden ser tocados ni aun por su esposo, mientras ella no otorgue su permiso. La situacin de la poblacin juvenil es de sometimiento a la poblacin adulta, principalmente a sus padres y allegados de ms edad. El respeto del joven al anciano, mientras ste se halla en el uso pleno de sus facultades mentales, es general entre los pueblos atrasados. Los viejos cabezas de familia llevan la historia de la tribu en la boca, estn cargados de experiencia, han vivido una larga existencia de trabajo por la comunidad, tienen descendientes que le honren y defiendan, conocen los ritos tribales, son misterios ante los cuales vacila la gente joven. Esta ha de ser iniciada en la vida comunal; en las costumbres, leyes, creencias, tradiciones y planes de su pueblo. Tal iniciacin, probablemente ms ardua, penosa y luenga que el proceso educativo que muchos jvenes atraviesan hoy, no hace otra cosa que poner nfasis en los valores culturales ms importantes para el salvaje: experiencia y credo, y las cualidades personales ms necesarias en la lucha por la vida: entereza de carcter y plenitud fsica, valor y fuerza. A travs del largo perodo de entrenamiento y de prueba, cada nueva generacin no hace sino rendir tributo a las anteriores, de las que recibe, como segunda naturaleza, cuanto cada joven necesita para ser un hombre, todo un hombre capaz y cumplido; y as, de generacin en generacin va afirmndose y creciendo la tendencia a confiar la direccin poltica, econmica, moral de la tribu a los ancianos, en quienes el prestigio se acumula y cuya veneracin se extiende pueblo abajo. Fundadas en supersticiones o creencias absurdas, algunas sociedades incivilizadas conceden a los padres derechos de vida y muerte sobre su prole, mientras que, por no mejor motivo, el exterminio de la descendencia es un crimen en otras no ms civilizadas. En todas, de otra parte, es general el sometimiento, en mayor o menor grado, de los hijos a los padres por un perodo ms o menos largo, al que suele poner fin o reducir considerablemente la contraccin de matrimonio, con que coincide la mayora de edad. Pero interesa advertir que el sometimiento de la prole a la patria potestad, as como el de las generaciones jvenes a las viejas, adquiere su mayor rigidez, tenacidad y extensin entre aquellos pueblos que, sin haber llegado al nivel de las altas civilizaciones, ya han avanzado mucho hacia ellas desde el salvajismo crudo ms apegado a la naturaleza. De cualquier modo, la inferioridad juvenil que nos presentan estas sociedades es una situacin por la que todos los hombres pasan en iguales condiciones, y de la que todos salen al alcanzar cierta edad. As es que no es posible ver en tal inferioridad, por muy profunda que sea, una diferencia entre rangos tpicamente sociales. Desde nuestro punto de vista, no es, de por s, un exponente de desigualdad social. Pero puede pasar a serlo cuando, traducida a trminos poltico-econmicos, se convierte en un patriarcalismo gubernativo y posesivo, por virtud del cual la tribu sirve en todo y con todo, como el rebao al pastor, a su cabeza, su leader y su amo.

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CAPTULO 4 DIFERENCIAS DE ORIGEN PREDATORIO

Las diferencias de edad y sexo, aunque naturales, no son caractersticas de la personalidad, no son tpicamente individualizadoras, y, por consiguiente, no ejercen una gran influencia en la creacin de lo que entendemos por diferencias poltico-sociales. En este aspecto, ms importancia tienen otras que, aunque tambin de origen natural, no son tan generales, y, privativas del individuo, pueden ser correctamente llamadas individuales o personales. Encontramos entre stas algunas de raz psicolgica, que slo adquieren valor social cuando la comunidad ha adquirido cierto grado de desarrollo poltico o religioso, y con determinadas costumbres o creencias. Hay otras de esencia profesional, que tambin requieren una esfera cultural en que manifestarse y tener trascendencia. Las ms elementales y poderosas, primeras en aparecer y acaso ltimas en quedar sin influencia, son las que pertenecen al periodo en que se coge y no se hace; al de presa, y no de obra. La actividad predatoria ms importante en los tiempos primitivos es la caza, cuyo origen probable fue la defensa humana, la lucha de los hombres con las fieras. Para el salvaje, la bestia es un peligro cuando viva, y alimento y vestido cuando muerta. Basta considerar esto para darse cuenta de la extraordinaria importancia que entre los pueblos primitivos tiene la caza. De esa importancia se deriva, inevitablemente, la admiracin que el buen cazador inspira, y asimismo el desprecio que rodea a quien carece de habilidad o valor para procurarse carne o eliminar peligros. El joven que mata una gacela o un tigre, por ejemplo, prueba que est capacitado para mantener una familia y defender a su tribu, y el incapaz de hacer tanto es considerado punto menos que intil para su pueblo. Quien es diestro en el manejo del arco y del arpn, y a menudo logra presas codiciadas por su comunidad, pronto queda convertido en uno de sus hroes y, adems de la pblica admiracin, que ya le da un poder de cierto grado, adquiere honores e influencia, los cuales tienden a convertirse en riqueza y autoridad. Las costumbres del pueblo predatorio no hacen sino dar relieve social a las actividades cinegticas. Basta un ejemplo para probarlo. No es suficiente que un hombre diga que ha matado un len; ha de probarlo. La mejor prueba es el cadver de la fiera, y no cabe duda que en los primeros tiempos, tal prueba hubo de ser presentada a la comunidad, que necesitaba devorar la presa y usar la piel. Posteriormente, slo la piel fue requerida, y el cazador, arrancndosela a la bestia, la llev a su poblado, donde, al presentarla, recibi el aplauso de sus vecinos. Despus la tendi al aire a la puerta de su choza, y la admiracin general dur por largo tiempo. Seca ya, la hizo su vestido, o, si tuvo varias, decor con ella su tienda, en la que qued realmente convertida en un trofeo, en un ttulo honorfico. Si las presas fueron muchas, el cazador luci ornamentos de plumas y dientes, garras y zarpas, cabezas y colas, y estas insignias conmemorativas de sus actos de valor fueron los distintivos del rango social por l ganado. De tal modo, si lleg un da en que cazar no era necesario para defenderse o para comer y vestirse, porque la comunidad se hallaba segura y tena abundantes provisiones y cumplida indumentaria, el mero anhelo de adquirir trofeos, de ascender en rango social, fue sobrado aliciente para lanzarse a la empresa cinegtica, y el cazador de entonces, como el de nuestros das, encontr ms placer en matar la pieza que en cobrarla, y la caza por la caza, el matar por matar, pas a ser un indicio de refinamiento, holganza y holgura, cultura y civilizacin. Hemos dicho antes que la sociedad natural, a juzgar por las costumbres que de ella hered la salvaje primitiva, fue comunista. En ella, nadie posey nada exclusivamente; la propiedad privada fue desconocida. Este aserto tiene mil pruebas, de entre las cuales queremos destacar una, universal entre los pueblos de ms baja cultura, cuya significacin da un ments rotundo a
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la creencia de que slo el beneficio privado y material puede impulsar a una persona, civilizada o salvaje, a emprender duros trabajos o a afrontar riesgos de magnitud. Quienes tal dicen cierran los ojos ante revoluciones y guerras, en que millones de hombres, sin necesidad de que una fuerza les obligue, mueren o matan y dan cara al mayor peligro precisamente porque no tienen apetencias de provecho estrictamente personal. En la comunidad predatoria, cuando toda la poblacin varonil adulta caza, sus presas pertenecen al pueblo entero, que slo da a quien las logra por su propia mano algn signo conmemorativo de su hazaa. Cuando un cazador, por s solo, mata y cobra una pieza, no se la reserva, sino que la entrega a la comunidad, donde adquiere, con la gratitud y la admiracin de todos, rango de hroe. Nadie duda que la presa es suya, pero el darla a los suyos le honra ms que el haberla cobrado, y si se la reservase, se cubrira de infamia. Pueblos hay entre los que, no por cortesa, sino por deber social, nadie come sin invitar a comer a los presentes, y aun cazadores y caminantes, si se ponen a comer en despoblado, gritan a los cuatro vientos su invitacin al hambriento, donde quiera que ste se halle. Supersticiones de todo gnero refuerzan este hbito heredado de la sociedad natural, y, bajo su influencia, la riqueza es para el salvaje primitivo cosa bien distinta de lo que supone para el hombre civilizado. Porque ste se considera rico en la medida en que priva de riqueza a los dems, en el grado en que excluye a sus vecinos y semejantes de la participacin en unos medios de vida, y el otro, por el contrario, no se cree rico por el mero hecho de tener una cosa, sino por el de proporcionrsela a su comunidad. Uno es poderoso porque quita algo, porque se lo lleva, y el otro porque lo da, porque lo trae. La conducta del hombre civilizado sera tan incompresible para el salvaje cuanto la de ste es inimaginable para casi todos los civilizados, y es incuestionable, creemos, que, desde un punto de vista netamente humano, la del salvaje es mejor. Nada satisface, engre u honra tanto a un hombre primitivo como el poder ofrecer a sus vecinos un banquete pantagrulico o regalarles las vistosas plumas, los dientes fieros, las corvas garras de sus presas. Si ansa ser rico, no es precisamente para procurarse especial confort, ni para hacer ostentacin privada de sus bienes, sino para darlos a manos llenas en banquetes y fiestas, para repartirlos entre su gente, que, a cambio de ellos, le hace un hombre distinguido y honrado, un hroe popular. Quien de tal modo gana la pblica admiracin, puede convertir, y casi siempre convierte, tal simpata en poder personal. Su voz resonar como pocas o ninguna en las asambleas tribales, y al llegar la ocasin de acometer una empresa predatoria colectiva, el cazador que ms presas ha dado a su comunidad ser, probablemente, quien la dirija en aquella empresa, decidiendo de por s lo que ha de hacer cada cual. De esta manera, la riqueza adquirida por quien est bien dotado de aptitudes predatorias, aunque no tenga el carcter de verdadera propiedad privada, se convierte en causa de distincin social y se hace origen de un poder poltico, no menos efectivo cuando se basa en hbitos y costumbres que cuando se apoya en dogmas y leyes. Entre los salvajes de cultura superior, la riqueza adquiere carcter de propiedad privada. Como los medios de vida son ms abundantes, no es tan vitalmente necesario disfrutarlos en comn, y las actividades predatorias, persistiendo por siglos y milenios, se han adulterado hasta la aberracin. De poseer el trofeo arrancado de una pieza, se pasa a poseer su utilidad completa, y la institucin de la herencia multiplica, de un lado, los honores, y de otro, los beneficios derivados de la posesin. Muchos son, por ejemplo, los tentados a apoderarse de un cazadero, de un ro abundante en pesca, de determinados aparejos o utensilios colectivos, de un rebao o unas tierras comunales, etc., y la destreza, la fuerza y la astucia, tan alabadas en el cazador, vienen a ser la razn suprema, en virtud de la cual engaa, roba o mata a sus semejantes. De la caza se deriva el pastoreo. La presa muerta, que en un principio es entregada a la colectividad, despus queda en posesin de quien la mata. Con la presa viva pasa lo mismo, y
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la preponderancia que poseerla ocasiona se convierte en una fuente de privilegios. Los rebaos, acrecidos por la reproduccin, no slo suplen de provisiones a su permanente poseedor o propietario, sino que tambin le proporcionan medios de labor. De aqu que la complementacin de la caza con el pastoreo, adems de ser el acontecimiento que empieza a fijar las primeras instituciones de la propiedad privada, marque a menudo la aparicin de las clases sociales y, por lo tanto, de las normas polticas que las mantienen y desarrollan.

CAPTULO 5 EL PASO DE LA CAZA A LA GUERRA

La derivacin ms importante de las primeras actividades predatorias, o de caza, es la guerra. Ya sabemos que el hombre primitivo vive en, por y para la colectividad. Antes que su propia individualidad, siente, comprende, defiende y exalta la de su grupo social, y de la misma manera que tiende a librarla del asalto de las fieras, tiende a librarla de la agresin de otros rebaos humanos. Punto por punto, todos los detalles de la caza pasan a la guerra. La segunda, lo mismo que la primera, tras ser un acto de autodefensa vitalmente necesario, viene a ser una aberracin placentera, un deporte sangriento y antivital. Las cualidades que la guerra requiere son las mismas que la caza exige, agudiza y desarrolla, y sus consecuencias son las mismas que las de las actividades cinegticas, slo que elevadas a una gran potencia. Detalle sin importancia, al parecer, es que, en la guerra, las presas son hombres y medios de vida Hay pueblos primitivos en los cuales un joven no puede adquirir mujer ni fundar una familia si antes no ha matado un cierto nmero de fieras. De igual modo, son innumerables aquellos en que el varn no puede casarse, ni tener voz y voto en el Concejo, ni participar en determinadas fiestas o ceremonias reservadas a la hombra, a menos que haya matado determinado nmero de enemigos. La prueba de la caza era la pieza cobrada, o su piel, o algn rasgo caracterstico y tangible de la misma. De igual modo, la prueba de haber matado a otro hombre en el combate es volver de l con su cabeza o su cuero cabelludo, con su brazo derecho o sus orejas, con su barba o sus testculos; y estas pruebas del acto de valor, estas muestras de herosmo, vienen a ser trofeos militares de quien las logra, el cual las luce ante sus vecinos con orgullo semejante al de quien, en nuestros tiempos, es condecorado por sus hazaas en el combate. La aberracin inmediata era de esperar: de la misma manera que se caza y se pelea aun cuando no hay estricta necesidad de hacerlo, y as como el cazador va a cazar con el intento de obtener el trofeo, no la pieza, el guerrero combate, no para librarse de un enemigo, sino tan solo por cortarle la cabeza, y si las costumbres de su pueblo exigen que cada joven varn corte cuatro antes de casarse, se las procurar donde y como pueda, con lo que de la guerra propiamente dicha pasar al asesinato neto y sin disfraz, con el que quedar muy honrado. Tal es lo que ha ocurrido en muchos pueblos primitivos, y de la misma manera, con similares caractersticas, han aparecido entre ellos el engao y el robo. Un detalle muy importante, a nuestro modo de ver, es que entre casi todos los salvajes llegados a cierto grado cultural, el engao, el robo y el asesinato son honrosos y dignos de todo aplauso cuando sus vctimas son gentes forasteras, pero crmenes imperdonables cuando, dentro de la tribu, un vecino los comete contra otro. Es ste un ejemplo caracterstico de la aberracin moral -persistente en los pueblos ms civilizados- producida por los hbitos de guerra.
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Respecto al asesinato o a la matanza de enemigos en combate, es muy elocuente cierta actitud psicolgica observada en salvajes de todas las latitudes, por virtud de la cual el guerrero o el asesino, a la vez que son aclamados como hroes por haber matado a un semejante -solo que forastero-, son considerados impuros por un perodo ms o menos largo, en el que son intocables, tab, y quedan privados de la compaa de sus vecinos, recluidos en su casa o confinados en la selva; se les prohbe cohabitar con sus mujeres y son sometidos a un ritual de purificacin, tan duro a veces como la ms cruel penitencia. Esto parece indicar que en la sociedad natural el matar fue un crimen o un pecado, algo opuesto a sus leyes fundamentales, y que si, posteriormente, al entrar en contacto unas sociedades con otras, el imperio de las circunstancias lo hizo tolerable y aun digno de encomio bajo determinados puntos de vista, la opinin tradicional reclam que el hecho se expiara con seales de arrepentimiento y aceptacin de un castigo. La guerra es una actividad ms baja que la caza en decencia humana y puridad moral, pero ms alta en otros aspectos, y requiere ms complicada organizacin, ms inteligencia, mayor entrenamiento, ms alto grado de destreza profesional. Sus consecuencias poltico-sociales son tambin ms importantes. De la misma manera que el cazador distinguido dirige la caza colectiva, el guerrero de fama acaudilla a su pueblo en la empresa militar, y en su funcin de caudillo, mientras la guerra dura, adquiere poderes y atribuciones a que difcilmente renuncia en tiempos de paz, principalmente si vuelve victorioso del combate, donde su fama se reafirma, sus honores crecen y el botn incrementa su riqueza. No son slo trofeos lo que l gana en la batalla; as como la caza es un venero de riqueza privada, la guerra proporciona -principalmente cuando ha creado ciertos hbitos sociales, si es que no los hered del perodo cinegtico- propiedad del mismo tipo. Pero aunque la riqueza personal no surgiera directamente de la guerra, surgira de ella indirectamente. Si el prestigio blico se trueca en mando militar en la ocasin propicia, aquel prestigio supone ascendencia civil, y este mando se trueca en autoridad poltica. Con tal poder a su servicio, el campeador ennoblecido por sus hazaas pronto logra, a menudo como premios colectivos a su herosmo, mas a veces por propia decisin rapaz, ventajas materiales que le elevan sobre sus vecinos, a los que somete en todos los rdenes. Y as como de la casa se ha pasado al pastoreo, y de matar animales a explotarlos, la guerra ha sido una de las primeras y ms importantes causas de la esclavitud. Una tribu netamente predatoria y trashumante no necesita esclavos; por el contrario, su existencia, que supone su manutencin, sera un inconveniente para ella. No tendra trabajos propiamente dichos en qu emplearlos, y apenas podra usarlos en tarea alguna, excepto como bestias de carga o medios de transporte en la trashumancia. Pero la tribu sedentaria, ms o menos intensamente profesional, tienen una serie de labores en que los esclavos pueden serle muy tiles. Son estas tribus las que hacen uso de la poligamia, indudablemente por la razn de que la pluralidad de mujeres proporciona al cabeza de familia medios abundantes de cuidar su hacienda y acrecentarla. Por idntico motivo, los pueblos sedentarios y de cierta cultura profesional, en vez de matar a sus prisioneros en el combate, los convierten en esclavos, conservando permanentemente sobre ellos el derecho de vida o muerte que ganaron en la hora de la victoria. Veces hay en que el vencedor ofrece al vencido la oportunidad de eludir la esclavitud. Ciertos pueblos de instintos blicos muy cultivados solan someter a los prisioneros a una prueba de valor moral y de resistencia fsica; si no la pasaban, o desfallecan en ella, eran masacrados o quedaban en la esclavitud, y si, por el contrario, la resistan, quedaban incorporados como hombres libres a la comunidad conquistadora. Los mismos jefes vencidos, pasando por tales pruebas, no slo se incorporaban al pueblo vencedor, sino que en l reciban honores, bienes y privilegios idneos a su rango. La regla general, sin embargo, ha sido la conversin del prisionero en esclavo; al principio, esclavo de toda la sociedad vencedora; ms adelante, de
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quien lo prendi en batalla, o de los jefes militares de la tropa que atrap los combatientes contrarios. Pas lo mismo con el botn, propiamente dicho, de bienes semovientes, muebles y fungibles, y otro tanto con los inmuebles y las tierras conquistadas. Cuando la tribu vencedora era netamente igualitaria y comunista, todo lo ganado en la caza o en la guerra fue propiedad comn; cuando en ellas hubo incipientes tendencias o instituciones favorecedoras de la propiedad privada y del principio autoritario, los frutos del expolio blico se repartieron entre sus miembros, con equidad o sin ella, cada vez menos. El acto de rapia, personal o comunal, y cualquiera que fuera la distribucin de sus presas, qued marcado para siempre como una de las ms importantes causas de las diferencias sociales, por dar origen, simultneamente, a la autoridad personal y a la propiedad privada -de presa- y por establecer entre los hombres la clasificacin de amos y esclavos. Otra de las aberraciones derivadas de la caza a travs de la guerra es el canibalismo. De comerse la presa vino el comerse el prisionero, y algunos autores creen que la esclavitud fue una consecuencia del canibalismo: cuando una tribu antropfaga apres muchos miembros de otra vecina, no se los comi todos de una vez, y los que quedaron en espera de ser devorados vinieron a ser esclavos y a adquirir una situacin social determinada cuando sus vencedores se dieron cuenta de que su trabajo forzado de por vida les era ms provechoso que devorarlos sin ms ni ms, de una sentada.

CAPTULO 6 DIFERENCIAS DE ORIGEN PSICOLGICO

Adems de las distinciones sociales producidas por peculiaridades de tipo personal como las que hemos sealado, hubo y hay otras que han surgido de caractersticas ms ntimas y misteriosas que las que en la caza y la guerra hacen su aparicin, caractersticas a las que, en sentido lato y general, podemos calificar de psicolgicas, no porque slo ellas lo sean, sino porque lo son en mayor grado que otras. Quien tuvo una capacidad mental sobresaliente, una memoria privilegiada, unas dotes oratorias de primer orden, se distingui entre sus vecinos, y su talento le permiti ejercer funciones para las cuales muy pocos eran aptos, de donde le vino el poder alzarse sobre los dems o, cuando menos, ejercer cierta influencia sobre ellos. Como la voz se multiplica de ecos en un ambiente de resonancia, ciertas peculiaridades psicolgicas individuales crecieron en importancia al resonar en la psicologa de la colectividad y al hallar eco en las creencias, supersticiones, terrores pnicos, anhelos y deficiencias mentales del pueblo circundante. La religin es una de las manifestaciones humanas de raz psicolgica, quiz la ms importante. Su origen, que nosotros sepamos, no ha sido establecido nunca de modo satisfactorio, y acerca de l hay no pocas teoras tan absurdas e irracionales como la misma creencia que la atribuye a la revelacin divina. El criterio ms interesante, y al parecer ms certero, es el que atribuye la religin al desconocimiento que el salvaje tiene de las leyes naturales por cuya virtud se producen los fenmenos que ve y siente, pero no entiende. El hombre de todas las edades, dotado de una racionalidad ms o menos desarrollada, necesita la explicacin de lo que pasa a su alrededor y lo que ocurre en su propio ser, siempre busca la causa y el porqu de lo que acontece en la esfera abierta a sus facultades de percepcin.
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Limitadsimo de conocimientos, pauprrimo de cultura, el hombre primitivo no puede encontrar ms causa ni ms porqu que las creaciones de su propia imaginacin. Aunque no somos psiclogos, o quiz por esto mismo, nos aventuramos a decir que la razn y la imaginacin son, esencialmente, la misma facultad: la razn es la imaginacin en posesin de conocimiento, habituada a hechos y pruebas, construyendo con realidades; la imaginacin es la razn sin elementos de juicio ni hbito de juzgar. Una y otra, como si fueran la misma cosa, tienen la misma misin de contestar a nuestras ntimas preguntas, y ambas se adaptan a una lgica inductiva y deductiva; mientras sus respuestas se ajustan a esta lgica, son subjetivamente satisfactorias, aunque no concuerden con la realidad. El nio y el salvaje tienen las mismas necesidades lgicas que el adulto y el civilizado; sin conocimientos, los primeros ejercitan la imaginacin; con ellos, los segundos usan la razn. El hombre primitivo no sabe, pero cree saber, y la creencia y la suposicin, tanto ms cegadoras cuanto ms brillantes sean, se convierten en alucinaciones o autosugestiones, a las cuales se rinde por completo, con renuncia casi absoluta a nuevos y ms intensos esfuerzos mentales. Nosotros creemos que esta teora es ms amplia y slida que la que atribuye la religin a la creencia en la inmortalidad o en la deificacin de los antepasados. Estas creencias implican nociones religiosas preexistentes. Sea de ello lo que fuere, lo cierto es que ante el trueno o el rayo, el sol o la luna, el viento y la corriente, la lluvia y la nieve, etc., el hombre primitivo se hall de cara al misterio, y en su afn de descifrarlo, cay en la creencia en la medida de su ignorancia. Trocada aqulla en supersticin, y una de stas ligada con otra, surgieron los credos religiosos, que demandaron de l una actitud determinada con respecto a las criaturas e su fe. Esa actitud, cuyos detalles externos llamamos ritos y ceremonias, constituy la religin positiva, cuya existencia produjo la aparicin del sacerdocio. Conviene observar que en las sociedades primitivas no slo encontramos la comunidad de bienes y la ausencia de autoridad, no slo advertimos que los menores de edad y las mujeres estn sujetos a menor sometimiento que en otras un poco ms civilizadas, sino que tambin notamos que la religin, pese a ser un rasgo de todos los miembros de la comunidad, para cada uno es un asunto individual y privado. Entre los salvajes ms cercanos a la sociedad natural, la creencia religiosa es ms suave, ms imaginativamente lgica, menos absorbente y menos abundante en aberraciones mentales y sociales que entre los de cultura superior, y, adems, cada persona es el sacerdote de su propia fe, sin que existan elementales instituciones eclesisticas. Ya adoren la Naturaleza, ya deifiquen a sus antepasados, ya hayan avanzado metafsicamente hasta poblar de espritus cielo, tierra y aire, nadie necesita de intermediarios para relacionarse con la divinidad. En otros pueblos de evolucin superior, cuyos dioses son sus propios antepasados, credos inmortales, la religin tiene un carcter familiar bien definido, y el cabeza de familia dirige a toda sta en la oracin y el ritual. De modo parejo, cuando los manes1 adorados son tribales, las manifestaciones religiosas de la tribu son dirigidas por su caudillo o por un sacerdote que, a estos efectos, vienen a ser su jefe y su cabeza. Frecuentemente, ambas disciplinas religiosas, y aun las tres, aparecen juntas, y entonces encontramos las ceremonias en que toda la tribu participa bajo la direccin de un gua espiritual, las familiares en que oficia el patriarca -o la matrona- y los ritos con que, aisladamente, el individuo aspira a hacerse or por la divinidad. Al decir divinidad pecamos, probablemente, de inexactos, al menos en cuanto atae a los pueblos de ms baja cultura, cuya religin positiva es, ms que tal, magia. Aunque ambas tengan idntico origen imaginativo y supersticioso, la magia y la religin son bastante distintas. En la magia, el supremo agente es el ser humano; en la religin, la divinidad. La diferencia entre el mago y el sacerdote es que aqul es el supuesto autor del hechizo, y este
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Obsrvese que en ingls, man significa hombre y que lo ms caracterstico del hombre, entre los dems animales, es la mano.
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otro es quien pide a la divinidad, con la que al parecer tiene influencia, que haga el milagro. Como se ve, la magia tiene ms esencialidad humana que la religin, est ms vinculada al hombre y a su ambiente terrenal y tangible. Respecto a ella, la religin supone un pervertido desarrollo mental capaz de hacer transformaciones de tipo metafsico, por virtud de las cuales se ha idealizado o espiritualizado -hasta hacerse divina- la realidad objetiva material, para quedar sometida a su propia representacin, a su copia o a su trasunto. Curanderos, adivinos, intrpretes de sueos, zahores, brujos, hechiceros, magos: todos los administradores del brebaje y del ungento, del abracadabra y el ensalmo, del sortilegio y el aquelarre, de la buenaventura y la maldicin, a los que difcilmente podemos dar el nombre de sacerdotes, han precedido a stos en la direccin, el cultivo y la explotacin de las supersticiones humanas. Si, en los primeros tiempos, todo hombre se crey capaz de obras de encantamiento, las frmulas de hechicera se complicaron hasta tal punto luego despus, que slo unos pocos magos pudieron recordarlas, entenderlas y atribuirse la aptitud de hacerlas rendir fruto, con lo que la psicologa en que la magia surgi y por ella, de rechazo, fue afectada, dio lugar a la aparicin de diferencias sociales, de influencia y bienestar, entre los hombres en general y los administradores de sus supersticiones. Con la religin propiamente dicha, en la que hasta en la Europa de nuestros das tienen relieve extraordinario las manifestaciones mgicas de ms remoto origen, ocurri otro tanto, slo que en mayor escala; lo cual se explica con slo tener en cuenta la superioridad de capacidades que la divinidad tiene respecto al hombre ms avisado, cuco y apto; a tal superioridad del sujeto agente, en la que estriba la de la religin sobre la magia, se debe la del sacerdote sobre el hechicero, y dbense asimismo las extraordinarias posibilidades con que el ministro religioso cuenta para elevarse sobre otros hombres. El sacerdote y el mago -por igual- no deben su posicin exclusivamente a las supersticiones del ambiente social en que viven, sino tambin, y a veces de modo muy especial, a sus propias dotes intelectuales. De ordinario, son los sabios, artistas y artesanos de su comunidad; vivos archivos histricos, en cuya memoria fue registrado el pasado de su pueblo; recitadores de leyes, cantores de leyendas, celadores de secretos concernientes a todo; gentes iniciadas en las propiedades de animales y plantas, astros y vientos, aguas y tierras; sagaces penetradores de los secretos de nuestra humana naturaleza, de las funciones del sexo, de los misterios de las enfermedades, de las maravillas de la estructura carnal; cultivadores del canto y de la danza, de los esbozos artsticos, de los rudimentos de industrias determinadas, etc., etc. Estas aptitudes refuerzan su poder religioso, y la religin da carcter peculiar y notable relieve a tales aptitudes. Finalmente, como la base comn de la hechicera y la religin es la ignorancia -del creyente, desde luego-, la mudez de la razn ante el fenmeno misterioso e incomprendido, hay peculiaridades humanas en las que se ceba le supersticin de los pueblos primitivos. Los ataques de epilepsia, de catalepsia, apopleja, etc.; los fenmenos de amnesia, sueo, delirio, idiotez, locura, xtasis, espasmo, desmayo, ataraxia y muchos ms; enfermedades poco comunes, monstruosidades anatmicas raras, rasgos fisiolgicos muy distinguidos, anormalidades de toda suerte y aberraciones de cualquier tipo, han sido otros tantos alicientes de la credulidad humana, y tales acicates de la supersticin han dado auxilio a la religin y a la magia, principalmente a aqulla, cuyos sacerdotes frecuentemente han sido, por requerimiento de la fe que cultivaban y el ritual con que la servan, tarados de todas clases, desde neurticos a homosexuales, desde idiotas a locos -reales o fingidos-. El origen de muchas ceremonias religiosas, empezando por la danza y el cntico y acabando en el uso de narcticos, as como la vida a rgimen a que los sacerdotes estn sometidos, no es otro que el intento de lograr para ellos un cierto estado de anormalidad psicofisiolgica, y a veces hasta anatmica, sin la cual no se cree posible su acercamiento a la divinidad.

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Hablando de esto, tal vez sea conveniente hacer mencin del halo luminoso que rodea la cabeza de divinidades y santos, as como de las llagas que aparecen en la piel de los devotos a imitacin de las de Cristo. Ambos fenmenos han sido explicados satisfactoriamente por la ciencia moderna, que les ha quitado toda apariencia de milagro y ha negado que sean necesariamente trucos. As como hay animales fotognicos -lucirnagas, cucuyos, varios peces- hay personas cuyo aliento, cuyo sudor o cuyas emanaciones corporales tienen a veces cierto grado de fosforescencia, y registrado est el caso de ser posible hacer fotografas a la luz de un individuo desnudo, en la obscuridad. Por otra parte, as como hay quien puede acelerar a voluntad sus pulsaciones cardacas, y as como por hipnosis es posible hacer sudar a una persona y hasta abrir llagas en su piel, un proceso de autosugestin mstica puede abrir una herida en el costado de quien lo sufre, en sus manos y sus pies, en cualquier parte de su cuerpo. Pero no todos tenemos esas inslitas facultades, y si a esto se aade una ignorancia absoluta de las causas de tales fenmenos, se comprender el papel que han desempeado en la aparicin y el sostenimiento de las supersticiones religiosas. En el siglo pasado, Mara Quiroga, Sor Patrocinio o la Monja de las Llagas fue uno de los mejores instrumentos con que la Iglesia cont para dominar la alta poltica espaola.

CAPTULO 7 DIFERENCIAS DE ORIGEN PROFESIONAL

Otra de las causas personales de diferencia social es la derivada de las especializaciones profesionales. La sociedad natural, siendo una sociedad de bienes y de trabajadores -por escasas que fueran sus obras-, desconoci toda suerte de profesiones propiamente dichas. Su trabajo primero fue comunal, como fuero la caza y la pesca, la guerra y la ms elemental agricultura, la construccin de viviendas y de puentes, la apertura de caminos y la custodia del fuego, el pastoreo y la adquisicin de combustibles. Pero, en la medida en que del coger se pas al hacer, cada miembro de la comunidad primitiva empez a individualizarse dentro de ella, y entre los trabajos comunales, realizados por todos a la vez o en turno ineludible, surgieron los privativos y personales, cuya ejecucin fue en mayor grado voluntaria. El desarrollo del trabajo colectivo sirvi para poner en juego las inclinaciones del individuo, sus aptitudes especiales, y es curioso notar que el trabajo comunal, reducindose a la ejecucin de las tareas necesarias a toda la comunidad, fue obligatorio para todos sus miembros, quienes, una vez cumplido el deber social, pudieron dedicarse, como de recreo, al placer de otros trabajos, en los que sus tendencias hallaron satisfaccin y con los cuales obtuvieron ventajas materiales o morales sobre sus vecinos. El trabajo colectivo de las primeras colectividades, compulsivo por imposicin natural o por ley social, puede ser considerado como la actividad dedicada a satisfacer necesidades vitales y comunes, mientras que el privado y libre atendi -al principio- a la creacin de lujos individuales. Los primeros trabajos colectivos reclamaron la agrupacin de fuerzas, y a medida que stas se ejercitaron hacindolos, aparecieron las normas de la accin, surgi la tcnica, base de la profesin. Quien tiene fuerza muscular o cualquier otra facultad humana, siente el prurito de ejercitarla, y en usarla halla un placer. Lo mismo le ocurre a quien tiene una tcnica, en cuyo ejercicio es diestro por naturaleza o prctica. El elemento de placer que hay en el ejercicio de una tcnica libre o instintivamente adoptada fue, sin duda, una de las primeras causas de la especializacin profesional y del trabajo privado, personal, del que se deriv una propiedad del mismo tipo.
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Esto aparte, las primeras especializaciones profesionales, aun dentro del trabajo colectivo, fueron determinadas por diferencias naturales de gran amplitud, como la edad y el sexo. Ha habido un largusimo perodo de diferenciacin sexual, a travs del cual el hombre ha ido acentuando incesantemente su virilidad, perdiendo caractersticas femeninas, eliminando a favor de una tendencia varonil su primigenia bisexualidad. Esa diferenciacin haba progresado ya tanto en la poca en que el antropoide se puso de pie, que bien podemos considerar que entre el hombre y la mujer de la sociedad primitiva natural existan tantos rasgos distintivos como entre los de la civilizada. La diferenciacin sexual, que establece tantos contrastes de aptitud entre el varn y la hembra, fue quiz la primera y ms importante causa de la divisin de actividades. La reciedumbre del macho, su disposicin para la lucha, su carencia de gravidez sexual, su independencia respecto a la prole, le lanzaron hacia las actividades predatorias, de esfuerzo violento e intensivo, pero no de atencin permanente. Las peculiaridades de la mujer recluyeron a sta en el hogar, donde su gravidez sexual encontr reposo y los lazos que la ligaban a la descendencia eludan el riesgo de romperse; y al hogar y la prole vinculada, la mujer, en quien el salvaje vio la encarnacin del principio de fertilidad, inici la verdadera agricultura, el cultivo -no slo el expolio- de la tierra, y empez a crear artes tan importantes y benefactores como el de alfarero, el de tejedor, el de canastero, y a moler el grano y a hacer el pan, y a guisar y a coser, a curtir y adobar, y a producir vino o cerveza, pulque o hidromiel, queso y tasajo, conservas y salazones. Las actividades de la mujer, como si ciertamente hubieran sido regidas por el principio o gen de fertilidad de que se la crey encarnacin, fueron creadoras, mientras que las del hombre primitivo, predatorias, fueron consumidoras. Si stas tendan a agotar los bienes naturales, y slo podan bastar en la abundancia ambiental, las otras producan bienes artificiales, sobre sujetar los naturales a una norma de previsin econmica y de transformacin industrial. La superioridad de las femeninas sobre las masculinas es obvia, y as es tambin el carcter liberador de las unas y las tendencias esclavizadoras inherentes a las otras. En verdad, slo a las de la mujer cabe dar el nombre honroso de trabajo. Pero en opinin del salvaje, como en la de muchos hombres civilizados, las actividades predatorias, con requerir una superioridad de fuerza, intrepidez y destreza animal, o quiz porque reportan beneficios personales ms abundante y rpidamente que el trabajo, eran superiores a las actividades de la mujer, condenada al trabajo primitivo por su propia idiosincrasia. Se debe a esto, sin duda, la aparente esclavitud femenina de las sociedades salvajes, semisalvajes y aun civilizadas; y tal ha sido la causa de que, mientras las actividades de presa, negativas y antisociales, cuya expresin ms alta y horrorosa es la guerra, han sido rodeadas de toda suerte de honores, los trabajos ms tiles y necesarios han sido despreciados hasta tildarlos de viles y cubrirlos de tabs, que prohiban realizarlos a ciertas clases sociales. Por aadidura, nosotros creemos que como la actividad predatoria fue anterior a la productora en que enraizarse, unas apetencias a que servir, una nocin de valores humanos en que escudarse y acaso una gradacin social frente a la cual el trabajo era una fuerza revolucionaria, subversiva, contra la que la primera actividad emple sus tcticas de la caza y de la guerra, del pastoreo y la esclavitud. En las primeras sociedades no hubo servidumbre, sino ayuda mutua, tanto entre los miembros de la tribu cuanto entre los de la familia. La comunidad sexual de los tiempos ms remotos, sealada por las teoras con que muchos etnlogos quieren explicar la existencia posterior de la prostitucin sagrada comn muchos pueblos, no permiti al varn procurarse los servicios profesionales de la hembra. Cuando las primeras instituciones matrimoniales se unen a los primeros trabajos domsticos, agrcolas y pecuarios, vemos surgir la tendencia de la poliginia, indudablemente porque, al aumentar el nmero de esposas y descendientes, el cabeza de familia acrece sus posibilidades de enriquecimiento mediante el trabajo de todos aquellos a quienes rige su autoridad patriarcal, y entonces, el menor de edad y la mujer, en general,
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adquieren una situacin que sirve de antecedente a la del esclavo. Crece el trabajo, aumentan las apetencias despertadas por su capacidad creadora, y las costumbres, creencias, leyes e instituciones establecidas por las actividades rapaces dedican a las tareas de produccin, desprecindolos y explotndolos en ellas, a cuantos no tienen las cualidades que la rapia requiere y, despus a los descendientes -sean lo que sean- de quienes han sido empleados en las denigrantes labores de creacin. El trabajo, que, a requerimiento de las necesidades humanas, surgi cuando la escasez de bienes naturales hubo de ser complementado por la produccin de bienes artificiales, adquiri el carcter de maldicin y castigo en la mente del salvaje predatorio; pero su ejercicio desarroll muchas aptitudes humanas, convirti en actividades las potencias del hombre y le dio a ste, no ya la paranaturaleza de un nuevo ambiente vital, sino nuevos modos de ser, de sentir y de pensar: otra humanidad, menos animal y terrestre que la anterior, ms de la mano y de la razn y de sus complementos: la herramienta del lenguaje. As que el hombre adquiri esta humanidad productora, el trabajo vino a ser para l una necesidad de por s, a lo cual se debe que el hombre civilizado, aunque la abundancia le rodee, no pueda vivir sin hacer nada, sin trabajar de algn modo. En la misma medida en que el trabajo fue indispensable y produjo bienes por todos codiciados, su posicin social empez a elevarse peldao a peldao en la escala de valores previamente establecida por las actividades predatorias. Encaj, pues, en un sistema que no haba sido creado por l y que no le era idneo, sino opuesto a su naturaleza liberadora, y, ajustado a ese sistema por hbito o por fuerza, contribuy al establecimiento de rangos sociales entre los hombres. La primitiva diferencia entre actividades de destruccin y actividades de produccin, con la superioridad atribuida a las primeras, fue trasladada a las profesiones y determin cules haban de ser honrosas, cules denigrantes y en qu grado haban de serlo las unas y las otras. Dio esto lugar a que el orgullo del cazador y el guerrero, su desprecio para quien no participaba en los actos de rapia y de matanza, pasara a quienes ejercan determinadas profesiones, que pronto prescindieron de ejercer intercurso sexual, de tener mezcla sangunea y trato social con las familias que tenan otras actividades interiores. De otra parte, a medida que el trabajo se desarroll, sus especializaciones aumentaron, y con ellas, hacindose ms y ms recnditos, los secretos profesionales, que entre los salvajes -como los inventos entre los civilizadosfueron de tipo parejo al de los misterios religiosos y mgicos. Tales secretos, de padres a hijos transmitidos, recluyeron muchas profesiones en el seno familiar, y el proceso, repetido en ms amplios grupos humanos, determin la existencia de tcnicas limitadas a una tribu, guardadas por ella tan celosamente como sus planes militares en tiempo de guerra (lo que hoy ocurre con las naciones). Otra de las causas del aislamiento profesional observable en las comunidades primitivas fue el concepto que de la herencia tuvo el salvaje. Teniendo ste ante su vista, por ejemplo, las consecuencias de la procreacin pecuaria, forzosamente hubo de considerar que la procreacin humana tiene parejos resultados. Si tena alguna duda, tambin tuvo la ocasin de someterla a una prueba experimental, y entonces supo a qu atenerse. Pero, en su opinin, los hijos heredaban de sus padres todas las peculiaridades de stos, desde el semblante exterior de la estructura corporal a las facultades ntimas, y principalmente stas, cuya transmisin era menos dudable por ser ellas invisibles. De aqu que surgiera una tenaz oposicin a las uniones sexuales entre las gentes de profesiones elevadas y las de rangos ms bajos, y aun a veces entre las profesiones que se hallaban al mismo nivel en la sociedad. Por muy diversas razones, pues, durante un largo perodo iniciado con la sujecin del hacer al coger y del trabajo a la rapia, las actividades profesionales incrementaron vigorosamente las diferencias sociales entre los hombres; ms como nunca pudieron perder por completo su propia y radical naturaleza, los mismos requerimientos tcnicos forzaron su combinacin, esa
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que proporciona, por ejemplo, al pescador o al comerciante el arte de navegar y las habilidades del leador, del carpintero, del calafate, del tejedor, del herrero, etc., que de una manera o de otra intervienen en la construccin de la nave: combinacin de tcnicas que, en constante crecimiento, da conocimiento mutuo y mutua ayuda a quienes las ejercen, proporciona a todos nuevos medios de liberacin, enriquece el ambiente y ensancha el horizonte de la vida ante los ojos del hombre.

CAPTULO 8 LAS INFLUENCIAS INSTITUCIONALES

Estas diferencias que hemos sealado tienen -todas ellas- un origen personal. Cabe decir que las desigualdades naturales entre los hombres producen un cierto grado de igualdad social; pero conviene advertir que su influencia en la perturbacin de la igualdad primitiva no es tan grande como un errado criterio nos llevara a creer. Mientras las nicas fuerzas que entran en juego son las diferencias estrictamente personales, la desigualdad social producida es muy peculiar y limitada. La admiracin que rodea al guerrero distinguido y el desprecio que persigue a quien huye del combate; el respeto de que goza quien por edad y experiencia puede dar el consejo necesario, como la escasa consideracin en que se hunde quien nada interesante tiene que decir; el auge del hechicero en cuyas virtudes mgicas creen sus vecinos, como cada cual de los que acuden a l en demanda de auxilio y de consuelo; el aplaudido artesano capaz de hacer herramientas y armas, casas y ornamentos, como el annimo y vulgar trabajador dedicado a tareas de poca monta Todos ellos, al principio, adquieren diversos rangos en la sociedad, pero esos rangos, que son diferencias de estima y de simpata, de aprecio y ponderacin, continan siendo individuales y, aunque aparecen en la sociedad, no pueden ser calificados de sociales. La distincin establecida por esos rangos, como la plantilla de rasgos individuales que la determinan, no supone necesariamente una desigualdad de derechos polticos ni de medios de vida; y aprobar este aserto viene la observacin de que en las sociedades menos cultivadas, en que perdura la comunidad de bienes y no existen instituciones gubernamentales ni eclesisticas permanentes, los grados de honra individual no destruyen la igualdad social, y, de aadidura, el valor de los mritos personales aumenta en la medida en que entran en juego y se manifiestan, no a beneficio del individuo que naturalmente los posee, sino en provecho de la comunidad, que naturalmente los necesita. De modo y manera que, en tales casos, la desigualdad personal no tiende a destruir la igualdad social, sino a robustecerla y aun a crearla. Ms diremos: la comunidad es una combinacin de esfuerzos humanos mediante la cual quedan socialmente neutralizadas las diferencias individuales de origen natural. Ahora bien; los diferentes grados de estima y consideracin establecen una escala de influencias personales sobre el conjunto social. El mejor guerrero, quien ms victorias gan y extermin ms enemigos, tiene tras s el apoyo de la admiracin ganada por sus hazaas, cuando un consejo tribal discute planes de guerra, y su voz en la asamblea ser escuchada con ms respeto que las dems, entre las cuales no se alzar la de quien tiene fama de cobarde. Cuando la comunidad, a peticin de sus necesidades y supersticiones, quiera hacer una rogativa a la divinidad para conseguir lluvia o abundantes frutos, la ceremonia ritual ser dirigida por aquel o aquellos a quienes se considere mejor dotados para hacer de mediadores entre los hombres y los espritus. Cuando surja un pleito entre varios vecinos, y toque a todos establecer
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la justicia entre los intereses en conflicto, probablemente sern los cabezas de familia, los ancianos ricos en experiencia y avalados de respeto, los renombrados conocedores de tradiciones y normas consuetudinarias, quienes lleven la voz cantante en la asamblea popular. Y, sobre esta base natural, mediante la colaboracin del tiempo, en el que se arraigan los hbitos, se desarrollan las distinciones hereditarias y se fijan las normas de la vida colectiva, las influencias circunstanciales pasan a ser permanentes y de las caractersticas individuales surgen las instituciones sociales. La aparicin de estos organismos superiores a cada hombre en particular y actuantes en nombre de todos marca el principio de una etapa decisiva en la evolucin humana. Es entonces el momento en que la sociedad natural, verdaderamente, empieza a ser sustituida por la sociedad civil; la hora en que se inicia un proceso social semejante al de fosilizacin, en que elementos minerales, recios, slidos, inflexibles, toman el lugar de los de la planta o el animal en descomposicin. La creencia y la costumbre dejan su sitio a la ley, los rganos de gobierno producidos por la sociedad producen en sta alteraciones fundamentales. Las instituciones sociales permanentes o inalterables tienen funciones propias, ajenas a la misma sociedad; y son esas funciones las que, creciendo en importancia, ganando poder, crean nuevas instituciones, rganos nuevos, tendentes a convertir, primero, las diferencias individuales. De modo que el proceso influencial queda invertido; como la institucin domina al individuo, la desigualdad social administrada y acrecida por ella determina y produce la desigualdad individual. Pero, por qu? Hemos de dar en creer, a la vista de este fenmeno histrico, que las instituciones sociales, todas, dan fatalmente esos resultados? Cabe contestar que no. Nos parece posible crear instituciones en que perduren y se desarrollen, en vez de ser destruidas, las caractersticas comunistas y libertarias de la sociedad natural, y hay ejemplos abundantes de pueblos que as lo han hecho por muy largos perodos. Un anlisis a fondo de las instituciones civiles fomentadoras de la desigualdad, la dominacin y la explotacin interhumanas nos descubre que todas ellas han tenido, en esencia, el mismo origen: el instinto de presa, tan agudo en el salvaje por necesidad vital. Durante miles y miles de aos, la Humanidad fue predatoria, no productora, y la psicologa, las tendencias, los conceptos morales y los hbitos polticos de aquel perodo han impuesto su sello a las sociedades de etapas evolutivas siguientes. La esencialidad natural de la caza y de la guerra -defensa y manutencinfue limitada, reducida ms y ms por el trabajo creador de viviendas y provisiones. Pero la caza y la guerra en vez de desaparecer en igual medida, persistieron mediante la sustitucin de su remota esencialidad natural por su modalidad funcional -ataque y destruccin-. La moral del robo, el engao y la matanza qued establecida, y en las instituciones sociales se hizo permanencia exclusiva, y de aplicarse hacia fuera de la comunidad, por un pueblo contra otro, pas a aplicarse hacia dentro, por unos rangos sociales contra otros, por cada hombre contra el vecino. Algunos autores dudan de que las instituciones de origen predatorio hayan sido las primeras en aparecer en la sociedad civil. En nuestra opinin, hay razn ms que sobrada para dudar. Lo que, por el contrario, nos parece indudable, pues cabe probarlo con los conocimientos etnolgicos de que se dispone, es que no fueron las primeras. De modo ms menos organizado, con mayor o menor relieve, hubo otras normas constitucionales, con rganos propios e influencia permanente. La asamblea tribal es, en esencia, una institucin social anterior al Gobierno de la tribu; si no se le da el nombre de institucin, es porque el hombre civilizado casi no tiene otras instituciones que las representativas, de tipo gubernamental y autoritario. Otras instituciones que precedieron a las predatorias, probablemente, son las de carcter religioso, y en las sociedades ms elementales y primitivas nos encontramos a menudo con el caso de que la existencia de la institucin sacerdotal, aun en los casos en que se rige por
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el principio hereditario y hasta cierto punto determina la existencia de una casta aparte, no destruye la igualdad social, no crea privilegios polticos ni econmicos. La caza y la guerra requieren una disciplina colectiva capaz de vencer el temor que en cada uno inspira la nocin del peligro. Tal disciplina supone, de por s, una renuncia al impulso personal, una supeditacin de la conveniencia personal en un momento dado, o inmediato, al beneficio colectivo ulterior. Esa sumisin implica el aniquilamiento circunstancial de la voluntad de cada uno en la del grupo, que viene a ser un organismo superior en el que todos son rganos interdependientes, que han de actuar de manera concordante. Ya estn aqu las principales caractersticas: organizacin del cuerpo de combate y, como ste es ciego de por s, constitucin de un aparato rector y dirigente. Vale la pena observar que en aquellas sociedades en que el ejrcito es la poblacin varonil adulta en armas, sus jefes supremos son los miembros de los conceptos civiles -cabezas de familia, hombres de influencia-, y el inmediato y directo, que dirige a la gente en el combate con poderes a veces absolutos, es un guerrero, ya elegido por el concejo civil, ya por todo el pueblo en armas; y, de ordinario, ese jefe militar, que puede ser destituido por la suprema autoridad civil, pierde su mando y su eminencia de caudillo cuando la guerra acaba, por muy honrado que de ella salga por las hazaas y la victoria. Pero no siempre pasa as. Ms desarrollada la sociedad, nos encontramos con guerreros profesionales, jefes militares permanentes, transmisin del caudillaje por herencia, eleccin de capitn por la misma tropa, etc.; y as como en el primer perodo el botn logrado en la guerra pertenece a toda la comunidad victoriosa, que lo incorpora a su propiedad comn, luego vemos cmo una parte de l, a manera de premio material al mrito, es conferida en posesin privada al jefe militar y a sus lugartenientes, a quienes se han distinguido por sus actos de valor en el combate, etc. Ms o menos rpidamente, segn el grado de belicismo que la comunidad adquiera, los poderes polticos -casi en potencia- de la sociedad civil pasan a manos de los adalides blicos, que los emplean en el desarrollo de su profesin, de la autoridad que ella requiere, de la sumisin personal que reclama, de la rapacidad que la caracteriza, de los honores que la acompaan, de la brutalidad que la distingue y de los ilcitos, pero legtimos, beneficios que a sus adictos promete y a menudo reporta. Esta autoridad, que se distingue, desde su origen, de la influencia personal sobre la opinin pblica por su carcter compulsivo, por su capacidad de destruir o de crear derechos y de imponer o de eludir deberes, es la causa ms importante de la desigualdad social permanente, y ninguna de las otras que antes hemos apuntado llega a producir tal desigualdad, ni a fomentarla, si no es con el auxilio de tal autoridad institucional, cuya consecuencia ms visible, y en la que despus encuentra mayor apoyo, es la propiedad privada. La exclusividad de atribuciones polticas siempre va unida a la exclusividad de atribuciones econmicas, y el acaparamiento de derechos civiles, al de medios de vida.

CAPTULO 9 EL CARCTER INICIAL DE LA PROPIEDAD PRIVADA

El paso de la posesin comunal primitiva a la propiedad privada posterior no siempre ha sido ocasionado por un acto de rapacidad. Tras dedicar mucha atencin al origen de la propiedad
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privada, nosotros creemos que, como institucin, no surgi del robo, sino del reparto. Rousseau no estuvo acertado al afirmar que el primero que, cercando un pedazo de tierra, se atrevi a decir: Esto es mo, y encontr gentes tan tontas que lo creyeron, fue el verdadero fundador de la sociedad civil. Nunca hubo gentes idiotas hasta el extremo de renunciar sin ms ni ms a todo medio de vida. La propiedad privada slo pudo surgir con un Esto es mo, y a quien proteste le parto la cabeza, o, con un equitativo En esto, que es de todos, sta es mi parte, sa la tuya y aqulla la del vecino. Nosotros nos inclinamos a creer que esta ltima frmula fue la primer norma de creacin de la propiedad privada. Ya hemos dicho que en las sociedades ms primitivas la posesin es de tipo comunal. Entre los pueblos de cultura un tanto ms alta advertimos dos tipos de propiedad comunal: uno, tribal, y otro, familiar; hay cosas posedas colectivamente por toda la tribu, y otras sobre las cuales cada familia tiene su ttulo privativo. Ms adelante, y sin que hayan desaparecido esos dos tipos de propiedad colectiva, la individual aparece a su lado, y las tres, en vez de manifestarse en pugna, se complementan. Posteriormente an, cuando la propiedad comunal de la tribu ha quedado reducida a servicios y bienes indivisibles por su propia naturaleza, y la familia ha empezado a quebrantar la suya, todava es posible advertir, como caractersticas hereditarias de la individual y estrictamente privada, ciertas tendencias de sta a cumplir una misin social, altruista, de apoyo generoso y ostentosa hospitalidad. El carcter que la propiedad privada adquiere en ms recientes tiempos y la funcin social que desde entonces ejerce no deben cegarnos hasta el extremo de que no veamos su origen ni el carcter que en l tiene. Si nos equivocamos, la propiedad privada surgi como instrumento de liberacin. A medida que la familia se distingui de la tribu, y el individuo de la familia, en el mismo grado en que la familia, primero, y sus miembros, despus, adquirieron nocin de su propia individualidad, surgi en ellos el afn de independencia, un ansia de liberacin y ensimismamiento, una fuerza centrfuga tendente a independizarlos del complejo social en que vivan. Como descubren muchas informaciones, el salvaje, tan extraordinariamente imaginativo, tiene un concepto de la personalidad muy diferente del nuestro. Se advierte en l una tendencia a considerar que las propiedades intrnsecas de una persona son transmitidas a su habitacin, sus vestidos, sus armas y herramientas, sus hijos y ganados, etc. Las exageraciones de tal creencia dieron lugar, segn suponen muchos autores, a que el cultivo de la tierra se confiara a la mujer, que le transmitira su propia fertilidad; a que, considerado impuro el cerdo, o el buey, o el hierro, se creyera que su impureza pasaba a quienes por su profesin estaban en contacto con aquellos animales o aquel mineral, y a que se rehusara el trato con ellos, para evitar el contaminarse de su impureza. Tales creencias, inherentes al concepto de la personalidad, seguramente contribuyeron en gran medida a pasar de las propiedades intrnsecas -reales o imaginarias- de una persona, exclusivamente suyas, a sus propiedades extrnsecas, privadas. Pero, aparte esta causa de origen o tipo psicolgico, que entre personas civilizadas difcilmente obtendr la merecida atencin, hubo otras ms importantes, entre las cuales descuellan las actividades de adquisicin de medios de vida, tanto predatorias como productoras. Cuando los bienes a disposicin de una colectividad primitiva fueron relativamente escasos, su posesin fue comn. Cuando la produccin y el trabajo los aumentaron en medida suficiente, empezaron a surgir, sobre la horizontalidad de la posesin comn igualitaria, las verticalidades individuales de la propiedad privada. En el primer perodo, el bien comn fue repartido equitativamente, en cierta periodicidad, entre los miembros de la colectividad, y el precedente de este reparto distributivo sirvi luego de base al establecimiento de la propiedad privada con carcter permanente. Como, en la primera fase, adems de los bienes divididos, haba otros indivisibles, en la segunda, junto a la propiedad privada de algunas cosas, perdur la posesin comn de otras ms vitales. De otro lado, la primera divisin del trabajo empez a sustituir las labores colectivas por las individuales, en que cada cual puso las caractersticas de su personalidad, imprimi su estilo,
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sigui su capricho y su plan, se mostr diestro o torpe, rpido o lento. Slo entonces empez cada uno a hacer lo que quiso, lo que personalmente necesit, y tales condiciones de produccin determinaron un cambio en la propiedad de los productos. Ms an: en la humana psicologa. Nacida la nocin de la individualidad familiar o personal, fue posible ver cmo los frutos del trabajo colectivo pasaron a ser propiedades privadas. Los vecinos se ayudaron mutuamente en la construccin de chozas, botes, hachas, trampas, redes, arpones, etc., pero cada cual posey privadamente estos menesteres. Y, por muy largo tiempo, la propiedad privada, coexistente con la comn, y aun sustituyndola por completo en algunos casos raros, no destruy fundamentalmente la igualdad social primitiva, y si en algo la alter, fue a consecuencia de las desigualdades personales ingnitas, y slo a cambio de satisfacer e ansia de independencia y de libertad que alentaba en la individualidad recin descubierta, recin sentida. La propiedad privada trajo consigo la herencia, generalmente existente en todos los pueblos que han pasado del comunismo sexual a las diversas formas matrimoniales, por cuya virtud el progenitor tiene deberes que cumplir respecto a la manutencin de su prole. Cuando el ciudadano de sta pasa de la comunidad en pleno a los fundadores de la familia, ya se establece el precedente sobre el cual se determina que, muertos los padres, sus bienes, como cuando ellos vivan, sean sostn de los hijos, quienes, heredando las propiedades intrnsecas, son credos con derecho a heredar tambin las propiedades extrnsecas de quienes los engendraron. Esta herencia de padres a hijos, que adems de bienes naturales suele llevar consigo fama, honores pblicos, profesin, rango social, etc., es muy difcil de estimar en sus consecuencias. Considerada sin restricciones de ndole alguna, la herencia, aun exclusivamente la de padres a hijos, la de una generacin, es una institucin incubadora de grmenes anti-sociales y contribuye la escala por la que, de generacin en generacin, ascienden, crecen las diferencias sociales. Pero, si no afectara a ms bienes que a los producidos por el trabajo personal y directo, creemos que la sociedad, adems de tolerarla, podra procurar mantenerla inclume, pues de ella se derivaran no pocos beneficios, tanto personales como sociales. En otro lugar explicaremos tal opinin, que no cabe eliminar de un solo papirotazo. Pero la herencia que conocemos casi exclusivamente es la que, aun yendo de padres a hijos, abarca toda suerte de bienes, y aun de distingos sociales. Si en los bienes quedan incluidos los adquiridos mediante la guerra, la usura, el robo neto, la explotacin de esclavos, los privilegios de rango social, etc., podemos ver en la herencia no la herencia a solas, sino la suma de varias tendencias antisociales, cuyos frutos nocivos transmite de edad en edad, acrecentndoles de continuo, dndoles prestigio y solidez tradicionales e influenciado con ellos los modos de pensar y de vivir de sucesivas generaciones. Para que la herencia adquiera tal peligrosidad, es necesaria la coexistencia de hbitos e instituciones sociales que, indudablemente, no han sido producidos por ella; con la cual pasa ni ms ni menos que con la propiedad privada, de que se deriva: conveniente, liberadora, muy natural en su primera fase, despus es corrompida por instituciones coetneas perniciosas, y se convierte en un instrumento de esclavitud humana y en un vehculo de enfermedades sociales. El denominador comn a que pueden ser reducidas todas las instituciones y licencias malsanas que actan en la sociedad semisalvaje, es la organizacin poltica autoritaria derivada casi exclusivamente de las milenarias actividades de presa. Una vez que los miembros de la primitiva sociedad civil se dejan arrebatar en gran parte o por completo sus derechos polticos, estn perdidos. El grupos social que los toma en su mano los ejerce en su propio beneficio, antes que en provecho de la comunidad cuya representacin ostenta o detenta; mediante ellos, tras armarlos de fuerza bruta, establece las leyes con que extingue la posesin comn, saca de quicio a la propiedad privada, explota el trabajo ajeno, crea la esclavitud, consagra la rapia y hace aparecer las clases sociales. En reciprocidad, todas las instituciones de tipo antisocial que de ella han salido, revierten a la autoridad, apelando a ella para defenderse, mantenerse y
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desarrollarse; con lo cual no hacen otra cosa que aumentar el volumen y el poder de los rganos autoritarios. Desvirtuada la propiedad privada por su maridaje con el poder poltico no menos privado y exclusivo, aqulla y ste reciben la bendicin y el apoyo de las instituciones sacerdotales, que tambin representan un principio de exclusividad, ya que el sacerdote, tras aparecer como un intermediario entre Dios y los hombres, tiende a privar a stos de entenderse con Dios por cuenta propia; y, si al principio acta como representante de ellos, sirvindolos, luego se declara representante de Dios, y en nombre de l los domina. La trinidad del poder estatal, el econmico y el eclesistico, en los ms de los casos encabezada por el primero y casi seguramente creada por l, o en todo caso a su amparo, es como la proclamada por la fe catlica: Padre, Hijo y Espritu Santo; y en ella cada poder participa de los atributos de los dems, cada cual es distinto y todos acaban por ser el mismo.

CAPTULO 10 LA CLASE ES UN ESTADO SOCIAL

Sin la preexistencia del poder poltico, la aparicin de las clases sociales propiamente dichas es inconcebible, y no hay pruebas que permitan asegurar lo contrario, mientras que son muchas las que sostienen la opinin de que las clases son un producto de la autoridad. Lo que, desde luego, no admite duda de ningn gnero es que, como la divisin de la sociedad en clases supone la supeditacin de unos hombres a otros, y no por razn natural ni en virtud de diferencias de aptitud personal, las clases son imposiciones interhumanas, que slo pueden ser mantenidas por la fuerza, recurriendo a la cual se busca inseparables de los instrumentos de violencia autoritaria. Toda sociedad dividida en clases est regida por la fuerza, y slo por la fuerza. Las distinciones sociales producidas por las diferencias individuales, sin agencia alguna de compulsin, jams han llegado a producir clases, y en ningn caso es posible confundirlas con ellas. La distincin de origen individual, de ordinario acaba en quien la produce, y cada cual tiene libre juego para producir la suya. Por el contrario, las clases sociales tienen por distintivo su carcter institucional, son circuitos cerrados de oportunidad, estratos solidificados en el terreno de la sociedad. Si se nos permite apelar a un recurso plstico, diremos que, en la sociedad sin clases, todos los hombres pisan el mismo terreno, tienen los pies sobre el mismo plano, y depende de su capacidad personal la altura a que levantan su cabeza -caput-; en la sociedad clasista, se quiera o no, los hombres ponen los pies a diferente nivel, en varios estratos superpuestos, en diferentes pisos del edificio social; es muy difcil pasar de un piso a otro, hasta intentarlo es un crimen a menudo, y aunque quien vive en el stano sea gigante y en el piso principal viva un enano, como ste esta a ms altura que el otro, proclama que es ms alto, y hay que creerlo. Esto es insistir en lo que hemos dicho en el segundo captulo, ciertamente; pero no ser ociosa esta insistencia, porque el tema es capital. Estar a ms altura y ser ms alto. Lo primero es lo que cuenta en la sociedad clasita, y lo segundo es lo que importa en la sociedad sin clases. La diferencia entre ser y estar -tan obvia en nuestro lenguaje- es equivalente a la que hay entre lo natural y lo artificial, lo espontneo y los sistemtico, lo orgnico y lo organizado, la razn y el dogma, la libertad y la autoridad, lo social y lo estatal, lo dinmico y lo esttico. Las diferencias sociales enrazadas en el individuo
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no son fijas, privadas y estticas; las de carcter autoritario, fosilizadas en las clases, s. El rasgo tpico de la clase social es el de su limitacin, ele de su deslinde, el de su exclusivismo, el de su contextura institucional, el de su cerrazn. Dentro de la sociedad, cada clase es una sociedad aparte, una posicin distinta, una situacin inconfundible. Tiene un status peculiar y es, en resumen, un estado social. Las clases tienden a convertir su accidentalidad inicial en esencialidad, y su aparicin transitoria, en existencia permanente; logrado lo cual, trastornan la sociedad de tal modo, que, dentro de ella, lo artificial domina primero y substituye despus a la natural, y lo sistemtico a lo espontneo, lo organizado a la orgnico, lo estatal a lo social y lo esttico a lo dinmico. Lo que equivale a decir que la sociedad misma es dominada y substituida por el Estado; frenada por l en su evolucin, estancada en el curso de su progreso, tal vez compelida a la regresin. La conversin del ser social en Estado poltico; tal es el resultado de ese proceso. Y quienquiera que estudie atentamente el desarrollo del mismo podr decir, sin miedo a error, que el Estado poltico es, en esencia, un estado social. O sea: que el Estado es una clase, y de tal poder, que determina la posicin, los derechos y los deberes -la existencia misma- de las dems en la sociedad. Las clases elevadas sobre el nivel nico primitivo, satisfechas con su situacin, procuran hacerla ostensible mediante signos externos. No es la riqueza la nica razn de las diferencias de atuendo que entre las clases notamos. Entre salvajes de zonas ecuatoriales, que viven desnudos o semidesnudos, no hay trajes correspondientes a los diversos rangos sociales, pero si plumas, etc., que hacen inconfundibles a los miembros de clases diferentes. Los de unas van trasquilados, mientras los de otras llevan intacta la cabellera; o unos se peinan de un modo, y otros de otro; tales se hacen cicatrices en la cara, cules en los brazos o en los muslos, quines se horadan los labios, quines la nariz, quines las orejas; algunos tienen derecho -efectivo, puesto que no trabajan- o dejar de crecer sin tasa ciertas uas, mientras que otros lo tienen prohibido, principalmente por su propia profesin. Y una infinidad de leyes, tabs, supersticiones y castigos se oponen a que las gentes de una clase usen los distintivos de otra o prescindan de seales de una vez. Muy frecuentemente, las clases cultivan la endogamia. Hay una repugnancia a tolerar matrimonios entre miembros de clases diferentes; el esclavo no puede tener unin sexual legalizada con miembro alguno de la clase libre y llana, ni ste con el de la rica, ni aun ste ltimo entroncar con la nobleza. La oposicin llega a tal extremo, que a menudo hallamos el caso del exterminio legal y obligatorio de los infantes nacidos de la unin sexual entre miembros de clases diferentes. Adems, donde el matrimonio no es vlido a menos que sea sacramental y legtimo, nos encontramos con que las autoridades civiles y religiosas no lo administran entre gentes de rango distinto, y si stas, pese a todos y a todo, tienen hijos, la condicin de bastardos que sobre stos recae basta para justificar su infanticidio o, en otros casos, su hundimiento en la esclavitud. A veces, la familia del miembro de una clase superior tiene el derecho de matar a su cnyuge de rango inferior; o el de la inferior tiene que pagar una indemnizacin considerable a la familia del de la superior; o la unin marital entre gentes de grado social distinto no puede efectuarse sin el pago de un tributo al jefe o al sumo sacerdote, quienes entonces, mediante ceremonias civiles y religiosas de mayor o menor pompa, nivelan socialmente a los novios. Si hay algn relajamiento en la tendencia endogmica general, es aquel que permite al varn de una clase superior unirse a una mujer de la inferior, o aquel otro por virtud del cual la riqueza del miembro de la inferior compra el derecho a entroncar con la ms alta, ni ms ni menos que en nuestros das la plutocracia mezcla su sangre plebeya con la noble de la aristocracia decadente y pobre. Y el dicho de que la de ste es azul, en vez de rojo, no es sino un indicio de los extremos a que lleg la diferenciacin humana a travs de las clases.

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Lo dicho acerca del matrimonio puede ser repetido respecto a otras instituciones y a una infinidad de actividades humanas. Hubo y hay profesiones de clase; casa rango social tuvo las suyas, y fue un crimen el que una persona del inferior adoptara las del superior, o una deshonra hacer lo contrario. Las atribuciones de cada clase, todas las caractersticas de un estado social determinado, pasaron netamente de padres a hijos en aquellas comunidades donde la institucin de la herencia fue tan firme, que ningn acto social pudo elevar o degradar socialmente al individuo que lo cometi, y cada cual naci destinado a ser esto o lo otro, por no otra razn que la de haber nacido en tal o cual clase. Toda la descendencia de un noble fue noble tambin, disfrutando, en consecuencia, los privilegios que en la sociedad se ha tomado la nobleza, y toda la del esclavo qued sumida en la esclavitud, que es la reproduccin social del infierno mientras no es posible librarse de ella, y la del purgatorio cuando ya cabe pasar de esclavo a liberto. Todo lo cual, persistiendo por siglos, lleg a conformar a cada cual con su suerte, produjo la creencia de que las desigualdades sociales son de origen natural, o al menos inevitables, y cre los hbitos mentales de orgullo y humildad, mando y obediencia, altanera y sumisin. Unos hombres pasaron a ser lobos, y otros, corderos. Y bienaventurados los mansos, porque de ellos ser el reino de los cielos!... Cuando, pese a todo, surgi una protesta o una rebelin, las leyes clasistas o estatales -tanto monta, pues que son las de la esttica impuesta a la sociedad- entraron en juego con todo su vigor. Las clases privilegiadas, sobre acaparar la riqueza econmica, el poder poltico y las atribuciones eclesisticas, acapararon tambin, y aun antes, la fuerza armada de la sociedad, usndola a su favor; con ella hicieron frente a toda amenaza erguida contra la existencia de las clases, y mediante ella mantuvieron y desarrollaron la preponderancia de las ms poderosas, las diferencias entre todas. Si la fuerza aplast al rebelde de cuando en cuando, la ley, que es un anuncio de la fuerza, reafirm da tras da los privilegios y las degradaciones; y as podemos ver que, bajo su determinacin, la injusticia se hizo Justicia en los tribunales. En tiempos primitivos, de igualdad y libertad, las querellas entre vecinos, cuando de algn modo podan afectar a todo el grupo social, ste las dirimi en concejo abierto; posteriormente, el poder de emitir sentencia fue conferido al consejo, al de ancianos o -en algunos casos- al sacerdotal; ms adelante, lo asumi el jefe supremo de la tribu, o en su nombre cierto cuerpo judicial al que slo los miembros de determinadas clases tuvieron acceso; y es curioso notar que, a crmenes iguales, si en los primeros tiempos el castigo fue ms severo cuando aplicado a las gentes de cualidades personales ms elevadas, despus, a la inversa, la ley fue ms dura contra el desvalido que contra el poderoso. Asimismo, la ofensa contra el pobre no se considera tan grave como la cometida contra el rico, y aun el asesinato de uno pudo quedar impune, mientras que el mero hecho de tocar las ropas de otro fue pagado con la vida. De modo parejo, robar lo de todos fue un acto honroso, y recobrar lo robado fue simplemente robar.

CAPTULO 11 LA APARICIN DE LA ESCLAVITUD

Al pasar revista a las clases, conviene no olvidar la primitiva igualdad social, pues en tiempos posteriores siempre hallamos una clase a la que podemos considerar como esttica en el nivel que antes fue comn a toda la sociedad, de modo que las que reclaman especialmente nuestra atencin son las que quedan encima o debajo de ese nivel en que perdura la vieja horizontalidad. Y nos parece conveniente empezar por fijar nuestra vista, no en la clase ms alta, sino en la ms baja, porque, si bien es cierto que la permanencia de la ltima est
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determinada por la existencia y las funciones autoritarias de la primera, llammosla nobleza, sta, a su vez, debe su propia existencia como clase permanente a la ltima, llammosla de esclavos. Esta sugestin, indudablemente audaz y un tanto arriesgado, ser mejor entendida tras observar que la aparicin de la esclavitud no requiere la pre-existencia de clases sociales. Cuando una tribu internamente igualitaria, en la que todos sus miembros tuvieron los mismos derechos polticos e idntica situacin econmica, se trab en guerra con otra y volvi del combate con prisioneros que no pudo o no quiso devorar de una sentada, o cuyas vidas no le plugo tomar por cualquier motivo, se produjo una situacin muy peculiar. Los prisioneros, si liberados, podan volver a luchar contra la tribu vencedora; si incorporados a sta, tendran que ganarse su sustento, y nadie querra mezclarse con ellos, ni darles derechos parejos a los del pueblo vencedor. La solucin del problema planteado vino de los hbitos de caza y pastoreo. Los animales cimarrones apresados, no matados, formaron los rebaos de la comunidad. Los enemigos prisioneros fueron un rebao ms, de esclavos, y si de hecho eran hombres, de derecho fueron seres. Como el rebao animal fue, al principio, comunal, y nadie tuvo ganados en propiedad privada, el rebao humano fue tambin comunal, sin que ningn hombre libre tuviera derechos exclusivos sobre un esclavo. Pero este rebao, por ser humano, se incorpor de algn modo a la sociedad que lo explotaba, y en ella vino a ser el estrato inferior, el estado social ms bajo, la clase primera en aparecer y ltima en ser considerada. Nosotros creemos que fue esta clase de esclavos prisioneros de guerra, con la situacin a que qued sujeta de jure y de facto, su vida aparte de los dems miembros de la sociedad, la que sirvi de plantilla y patrn para organizar las dems clases; y en esta creencia, abonada por abundantes y accesibles datos, apoyamos tambin el aserto de que la divisin de la sociedad en clases, o -lo que es lo mismo- la desigualdad social, se debe principalmente a actividades predatorias y a leyes de fuerza de autoridad. Adems, la existencia de esclavos sirvi para desarrollar las clases sociales, porque una vez que de su posesin comn se pas a su reparto familiar o individual, y de ste a otros tipos de distribucin, la mano de obra de los esclavos multiplic rpidamente las diferencias econmicas en la sociedad de hombres libres. Quien tuvo muchos vivi en la opulencia; quien tuvo pocos vivi anhelando adquirirla, y quien no tuvo ninguno se qued al borde de la miseria. Cuando, despus, fue posible comprarlos y venderlos, o algunas clases monopolizaron su posesin mediante la ley, las diferencias sociales influenciadas por su existencia tuvieron ocasin de adquirir un grado anteriormente desconocido. Una vez que la guerra estableci la esclavitud, no hubo manera de limitarla exclusivamente a las presas del combate, sino que, creada la institucin, en la que siempre hay que ver un dispositivo determinante, empez a ejercer funciones propias y a producir consecuencias bien distintas a sus causas. De la esclavitud inter-tribal se pas a la intra-tribal, y los miembros de una comunidad corrieron el riesgo de caer en la situacin que, dentro de ella, ocupaban los prisioneros de guerra o los descendientes de estos. As, por ejemplo, quien cometi un asesinato pudo perder la vida bajo la ley del Talin -ojo por ojo y diente por diente-; pero, tambin, de la misma manera que no se le arranc al vencido en la batalla, pudo conservarla, aunque sin derechos sobre ella, y pas a ser un esclavo de los familiares de la vctima. Donde los individuos fueron considerados propiedad del jefe o rey, el asesino se convirti en esclavo de ste, y as tambin quien mat a un esclavo pas, a su vez, a ser esclavo del propietario del muerto. Si, de aadidura, se consider que un cabeza de familia tena derechos de vida o muerte sobre sus hijos, cuando l qued en situacin de convertirse en esclavo pudo lograr que, en su lugar, fuera alguno de sus vstagos quien, en pago de la deuda, quedara en esclavitud.

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Por otra parte, una vez que fue posible comprar y vender esclavos, stos tuvieron un precio determinado, y de aqu surgi el que, a menudo, las deudas se convirtieran en causas de esclavitud. Un vecino pidi a otro determinadas provisiones, con el compromiso de devolverlas dentro de un plazo cualquiera; si, al expirar ste, el deudor no pudo cumplir lo prometido, el acreedor tendi a cobrarse en trabajo, siempre que la deuda fue de poca monta. Pero la usura hizo estragos entre los pueblos brbaros de cierta altura cultural. Multiplicadas por ella, las deudas ms insignificantes adquirieron pronto volumen aterrador, y, ante la imposibilidad de pagarlas, familias enteras fueron hundidas en la esclavitud, pues a cada persona se le fij un precio, y a veces la suma de los de toda una familia no bast a cubrir la deuda de cualquiera de sus miembros. De la misma manera, hasta el juego dio una infinidad de miembros a la clase de esclavos. Los pueblos primitivos aman los caprichos de la fortuna. Varios salvajes, alrededor de unas tabas, se juegan cuando poseen, incluyendo esposas e hijos, y si todo lo pierden, se juegan la cabeza; de modo que, si entre ellos existe la esclavitud, quien pierde pasa a ser un esclavo de quien gana. Estoy empeado, decimos los espaoles cuando no podemos pagar nuestras deudas, y la expresin es bien significativa. Si la ofensa cometida o la deuda contrada por un salvaje reclaman una indemnizacin X, que l no puede pagar, y su valor como esclavo es considerado X:2 cada ao, le bastar serlo durante un par de ellos, pues sindolo de por vida pagara excesivamente. As apareci un tipo de esclavitud personal por redencin de deudas y ofensas, mediante el que, verdaderamente, un hombre pudo estar empeado, o empear sus familiares y dependientes. Si a todo esto aadimos el mercado de esclavos en la plaza, no ha de resultar chocante el derecho de los padres a vender sus hijos como si fueran ganado, ni tampoco la extensin del robo al hbito de capturar gentes desvalidas, como hurfanos, doncellas pobres, etc., y sujetarlas a esclavitud y sacarlas a vender. Conocida es la historia de los negreros de tiempos recientes, y, aunque no es conocido en igual grado, cierto es que durante la primera mitad del siglo XIX, en plena revolucin industrial, fueron muchas las esposas vendidas por sus esposos en pblica subasta en las aldeas inglesas. Es un hecho probado que los pueblos ms netamente cazadores son los que menos esclavos tienen, y a menudo ignoran la esclavitud. Hecho tal ha llevado a algunos autores a suponer que la esclavitud no ha sido originada por las actividades predatorias. Sin embargo, prevalece la teora contraria, no obstante la circunstancia de que es entre los pueblos agricultores, sedentarios y bastante altos en la escala de la civilizacin, donde la esclavitud adquiere mayor volumen. La notable diferencia supone, en efecto, que el pueblo con cierto grado de cultura y laboreo saca ms fruto de los esclavos y puede emplearlos mejor que el nmada y predatorio, mas en ningn caso que la esclavitud no ha sido heredada de un pueblo por otro, o pasada por uno del primero al segundo grado de su evolucin cultural. Cuando del perodo de presa se pasa al de trabajo, los prisioneros se convierten en trabajadores, y la esclavitud encuentra condiciones propicias a su desarrollo. De otra parte, una vez establecida, slo se mantiene mediante el uso constante de medios autoritarios cuyo parentesco con las actividades de rapia es innegable. La supersticiones religiosas han jugado tambin su papel en la aparicin de la esclavitud o, cuando menos, en su mantenimiento. Entre muchas tribus rabes, slo los infieles son esclavos. Los aztecas, por otra parte, crean necesario ofrecer a sus dioses el sacrificio de vidas humanas; tal vez empezaron por ofrendar las suyas propias, pero pronto descubrieron que ms vala sacrificar las ajenas. Iniciado el sacrificio religioso de sus prisioneros, surgi el problema que llev al canbal, segn la teora de Spencer, a establecer la esclavitud, pues siendo algunas veces muchos los enemigos capturados, se pens que la divinidad antropfaga no quera acabar con todos ellos a un tiempo, sino poco a poco. Tal aberracin religiosa dio lugar a que, frecuentemente, la causa de la guerra no fuera otra que la adquisicin de vctimas para el sacrificio. Por su parte, la aberracin que la esclavitud entraa produjo el mismo resultado, y si al principio la existencia de esclavos fue un producto de la guerra, luego se hizo la guerra
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nicamente para adquirir esclavos, con lo que apareci este crculo vicioso: de la guerra a la esclavitud, de la esclavitud a la guerra. Como el pastor marca su rebao, el amo -colectivo o individual- marc sus esclavos, ya cortndoles las orejas o la nariz, ya hacindoles cicatrices indelebles, ya ponindoles anillos, etc., y, por si estos distintivos no bastaran, se les sujet, mediante toda suerte de leyes y costumbres, a un estado del que difcilmente pudieron salir, o del que toda salida fue imposible. Tuvieron sus ocupaciones propias, su situacin legal caracterstica, dieta y traje especiales, prohibiciones peculiares, todas las diferencias humillantes que cabe concebir, y la persistencia de su estado fue tal, tan reciamente mantenida fue su clase, que ha sido posible encontrar esclavos sin amo, libres del dominio personal de otro hombre cualquiera, pero no de las condiciones sociales que la ley asign a la esclavitud. No menos significativo es el caso de esclavos de noble condicin, antes jefes de tribus enemigas de la que los apres, que suelen quedar al servicio personal y directo del jefe de sta, junto al cual, bien ellos, bien sus descendientes, pueden adquirir no pocos honores, tener a su vez esclavos y hasta elevarse en autoridad sobre muchos hombres libres, todo ello sin perder la condicin de esclavos respecto a su seor.

CAPTULO 12 ORIGEN Y RASGOS DE LA NOBLEZA

Conveniente ser que de la clase ms baja llevemos la vista a la ms alta, porque una y otras son las mejor definidas y deslindadas, basta el extremo de que alguna de las intermedias, ya que no todas, tienen por lmites las que las otras le dan, y slo existe como un sector socia que, por hallarse entre clases bien perfiladas, recibe tambin el nombre de clase. La ms elevada es la nobleza, a la cual llamamos aristocracia por la razn que veremos ms adelante. Casi todos los autores coinciden en afirmar que su origen ha sido la guerra, y, en efecto, todo cuanto sabemos acerca de esta clase contribuye a dar fuerza al aserto. Donde no hay o no ha habido actividades blicas en relativa abundancia, la nobleza propiamente dicha no existe, aunque aparezca una clase suprema de tipo sacerdotal y otra poderosa en virtud de su riqueza. Asimismo, en aquellas sociedades donde es el pueblo en armas el que hace la guerra, hay guerreros distinguidos y comandantes ocasionales, pero no descubrimos la nobleza como clase. Mas podemos observar que, aun en tal caso, la empresa blica proporciona a los mejor dotados para ella ciertas distinciones: logran trofeos en el campo de batalla, su pueblo les honra por su herosmo, su influencia crece entre sus vecinos, adquieren el sabor del mando en el caudillaje circunstancial. Por aadidura, Venus espera a Marte cuando ste vuelve de combatir La refriega parece ser un excitante sexual de primer orden, y uno de los apetitos que la guerra enciende es el de lujuria. De aqu que el hroe militar haya contado entre sus primeras prerrogativas el derecho a escoger y reservar para s una o varias mujeres del pueblo a que la ha vencido. Posteriormente, los campeones tuvieron prerrogativas semejantes respecto al botn conquistado, a las tierras invadidas y tomadas, a los prisioneros esclavizados, y se les dieron insignias y emblemas que pregonaran sus hazaas y, por herencia, honraran a sus descendientes. El caudillo militar, a consecuencia de su prestigio, vino a ser un miembro del rgano superior de la administracin civil patriarcal o democrtica, y si su eminencia personal lo permiti, adquiri rango especial, por lo menos de hecho, en el consejo poltico de la tribu. A
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medida que las guerras fueron ms frecuentes y crecieron en importancia, los primeros rudimentos de lucha a mano armada, tctica y estrategia empezaron a formar una tcnica militar, superior a la generalidad de las gentes, y bajo el caudillaje de guerreros distinguidos y experimentados aparecieron las bandas de hombres de armas, precursores del ejrcito en s. Estas milicias profesionales, que en su etapa inicial fueron instrumentos de defensa y ataque de las comunidades en que surgieron, llevaron consigo el mando militar permanente, las jerarquas castrenses, la disciplina autoritaria y ciega, el espritu de cuerpo o sentido de clase. Sus jefes, conductores o duques, adquirieron por ttulo el nombre de su misin, vinculado despus al del lugar en que la ejercieron sealadamente, o en que nacieron; aquellos que guardaron las fronteras, o la marca de deslinde entre dos pueblos, pasaron de igual modo a ser marqueses, y todas las categoras de la nobleza, unidas en la institucin jerrquica del ejrcito, tras quedar establecidas en la esfera militar pasaron a la civil, afectando entonces a esposas, hijos y parientes de los adalides que ostentaban sus ttulos. En efecto, cabe decir que la nobleza, como clase social, parece un cuerpo civil cuya estructura es la ordenada jerarqua militar, y todas las caractersticas de sta -subordinacin, respeto al rango, lealtad al inters comn, pompa ceremonial, emblemas distintivos, etc.- han pasado a aqulla siempre y en todo lugar. En la medida en que el Ejrcito prepondera en la sociedad, todas las instituciones civiles, democrticas y libertarias, quedan subordinadas a las militares, jerrquicas y autoritarias. El jefe militar se hace superior al consejo civil, y, elevado aqul a rey, ste otro desaparece totalmente, queda a su servicio o es tan slo un medio de relacin entre Su Majestad y el pueblo. El pice de la jerarqua castrense pasa a ser cabeza de la sociedad civil: la jerarqua castrense misma empieza a ser clase nobiliaria propiamente dicha, y sus hbitos militares, al asumir funciones polticas, establecen el Gobierno de tipo aristocrtico. De aqu que la nobleza, recibiendo el nombre propio de su funcin, sea llamada aristocracia. La institucin de la realeza tiene consecuencias importantes. Una de ellas es la aparicin de seoros de tipo feudal. Las tierras conquistadas en nombre de una comunidad social, se incorporan a sta a travs del aparato poltico-militar, o nobiliario, y por delegacin del rey las poseen sus lugartenientes aristocrticos. De igual manera, y puesto que el monarca se considera seor de sus sbditos y amo de la tierra nacional, confiere partes de sta y grupos de vasallos a quienes, a cambio de explotar personalmente a unos y otra, se comprometen a tenerlos sumisos y seguros en la integridad del reino. Los administradores del dominio real, los ministros del monarca, sus allegados y cortesanos, sus capitanes y jueces, quedan amalgamados en un solo aparato aristocrtico, que ampla la base poltico-social de la nobleza como clase. Y as que la monarqua acrecienta su poder y su fausto, su prestigio y su fuerza, la relacin con el rey multiplica su importancia ante la sociedad. Si se considera que muchos reyes, a fin de justificar sus derechos sobrehumanos, se han proclamado de origen divino, comprenderemos el orgullo de los mismos bastardos reales -tan numerosos entre los incas, por ejemplo-, ya que nadie pudo tener mayor honor que el del regio parentesco. La ascendencia divina de que los reyes han presumido ha sido proclamada tambin, aunque no muy a menudo, por la nobleza, y, aun sin ella, la clase nobiliaria, tan alta en su posicin social, originada por famosos hechos o mercedes reales sealadsimas, siempre ha tenido razones abundantes para fomentar el culto de la sangre y las instituciones de la transmisin hereditaria. Ninguna otra clase ha sido tan fiel a la endogamia, y ella ha creado la genealoga. Su sentido clasista ha sido tan agudo, que en algunas ocasiones ha dado lugar a que, al estallar la guerra entre dos comunidades aristocrticas, el plebeyo no haya podido atacar al enemigo de rango nobiliario, ni el noble al plebeyo del campo opuesto. As tambin, frecuente es el caso en que la nobleza no se mezcla ni tiene trato alguno con las clases inferiores, aun libres, de su mismo pueblo, y, por el contrario, cuando aprisiona a otros nobles en la guerra, no los degrada, sino que los incorpora a la sociedad vencedora con el rango que tenan en la vencida. Lo cual tiene indudable relacin con el viejo expediente imperialista por virtud del cual un Estado
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conquistador administra y mantiene sus conquistas a travs de los prncipes del pueblo conquistado, que siguen siendo tales, aunque tributarios del conquistador. Por grande que sea su contraposicin, los esclavos y los nobles se equiparan en distinciones. Huelga decir que a los primeros les son impuestas, mientras que los segundos se las imponen, y que si aqullos las tienen por marcas de infamia, stos las lucen como seales de honor. De aqu que, por hbito, cuando hablamos de distinciones pensemos en privilegios. La distincin exaltadora, que eleva a un individuo sobre el nivel general, es consustancial con la nobleza, y as, a travs de todas las edades, vemos a los nobles hacer ostentacin de los timbres y atributos de su exclusividad. Diferencias de atuendo y de tocado, de armas y de albergue, de costumbres y de leyes, slidamente establecidas y preservadas, no han hecho sino apartar a esta clase de la comunidad social y acrecentar, con el auxilio del misterio, del temor, de la admiracin y aun del odio, la preponderancia de que ha gozado. Adems de la distincin que de por s suponen su rango y su riqueza, la atribuida a su sangre y las creadas por su especial educacin, frecuentemente ha tenido otras dos importantsimas: la de lenguaje y la de religin. Donde la nobleza ha usado y enriquecido un lenguaje propio y exclusivo, ignorado por las clases bajas, esa lengua culta ha sido el vehculo del saber, y, mediante ella, los nobles han incrementado su podero con el monopolio de la riqueza espiritual, o han reducido sta a trivialidades dogmticas, en que la letra ha tenido ms valor que el espritu. Desastre parejo ha sido producido por la religin de clase, mediante la cual la nobleza ha tenido el credo conveniente a su evolucin mental y a sus intereses materiales, al paso que imponiendo otro a las clases inferiores, ech sobre ellas los grillos de la supersticin y el anatema. A travs de todas estas diferenciaciones, entre las que fueron de primordial importancia las concernientes a alimentacin, vestido, vivienda, combustibles y gnero de vida, la nobleza lleg a tener no slo una mentalidad determinada, sino tambin una peculiar capacidad mental y, en consecuencia, proporciones craneanas tpicas, superiores a las de las clases bajas durante el perodo en que las actividades nobiliarias de la guerra y del gobierno requirieron ms inteligencia que los trabajos rudimentarios escassimos de tcnica y de horros de ciencia en absoluto. A sus proporciones craneanas correspondieron todas las corporales -todava hablamos de tipos aristocrticos- y, en conformidad con ellas, la vitalidad de los nobles fue de ordinario mayor que la de las gentes menesterosas. Las diferencias sociales, pues, produjeron diferencias naturales, y bien fcil fue creer en la ascendencia divina de la nobleza o, por lo menos, que unos nacemos para mandar y otros para obedecer, y en que se es rico o pobre, poderoso o desvalido, por capricho o ley de la Naturaleza, tal como se es alto o bajo, rubio o moreno. Se ha dado el caso, asombroso para muchos explotadores, de encontrar tribus negras, sin contacto previo conocido con pueblos blancos, y cuya clase aristocrtica, principalmente sus mujeres ms o menos recluidas y refinadas en la molicie, tenan un color distinto, casi trigueo, a veces plido en extremo. Al primer golpe de vista, el explorador se crey ante dos razas diferentes o dos pueblos distintos unidos por la guerra u otra causa cualquiera, dominador uno de otro; pero la verdad es que all no haba sino dos clases, desemejantes hasta tal extremo por influjo de un largo proceso de diferenciacin social. En esencia, las diferencias entre las diversas razas humanas quiz no tengan otra razn que sta derivada de los diversos modos de vivir y de los distintos medios de vida; del ambiente natural y del sistema social, que no es menos importante. Como hemos podido advertir al revisar su origen, desarrollo, instituciones y actividades, la nobleza es una clase predatoria y gobernante, militar y estatal. Si, como todas las dems, es un estado, por aadidura es la primera entre ellas, y ninguna puede estar ms interesada en mantener los estados sociales, pues, de no existir stos, ella misma dejara de existir. En este sentido, es estatal por naturaleza, como clase; estatal por inters o conveniencia, como clase superior; estatal por estructura, como clase jerarquizada de tipo militar, y estatal por funcin, como clase gobernante. Adems de esto, la nobleza se eleva sobre el pueblo en que nace, se sobrepone a l, constituye una especie de sociedad aparte, con derechos de soberana sobre la
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popular, cuya representacin poltica detenta. Al hacer esto, su estado privativo se convierte en Estado nacional, y entonces vemos algo a lo que luego daremos ms atencin, pero ya podemos anunciar, que es esto; as como la clase es un estado, el Estado es una clase.

CAPTULO 13 FORMACIN DE LA CLASE SACERDOTAL

Es incuestionable que la causa de la preponderancia social de la nobleza es doble, pues su poder es poltico y econmico a la vez; pero, aun as, nosotros creemos que su rasgo distintivo no es la propiedad, sino la autoridad. En esta ltima encuentra su origen, mediante ella logra la otra y a travs de ella desarrolla y se mantiene. El hecho de que, una vez que la sociedad ha sido dividida en clases, la riqueza baste, en algunos casos, para adquirir ttulo nobiliario, no altera en lo ms mnimo las caractersticas institucionales de la nobleza, ni modifica sus causas de formacin como clase. Adems, la timocracia o plutocracia -es decir, el gobierno de los ricosno es sino una copia ramplona de la aristocracia de la nobleza. Y, de otra parte, los ricos no constituyen una clase verdadera, con todas las peculiaridades de un estado social determinado, sino despus de que las otras clases han alcanzado un buen grado de individualizacin y han dejado hondas huellas en la sociedad. No hay clase rica surgida estrictamente del trabajo personal y directo de sus miembros. Para ser rico, siempre ha sido necesario acaparar de algn modo los medios de produccin a los productos, y de alguna manera los poderes polticos. As es que la clase rica slo ha aparecido como tal, distinta de la nobleza, mediante el auxilio autoritario y estatal de sta y el progreso tcnico alcanzado por los trabajadores, y apenas ha habido perodo histrico en que haya tenido distintivos clasistas de ms monta que su misma riqueza y el modo parasitario de adquirirla. Creemos, por tanto, que huelga tratar aqu de los orgenes de esta clase condicionada, pese a la influencia que en el mundo ha ejercido como burguesa. Ms inters tiene, no obstante el decaimiento eclesistico que nuestros das presencian, una revisin de la sacerdotal. La religin, sin duda alguna, ha sido un excelente recurso humano. Desde que el hombre es hombre, su mentalidad siempre ha estado haciendo preguntas, y ha quedado insatisfecha si no ha encontrado respuestas adecuadas a su propio desarrollo. Las respuestas del salvaje, como las del nio, han sido ms imaginativas que netamente racionales, porque la imaginacin, como si fuera un substratum de la sensitividad, un reflejo ampliado de los sentidos, ha aparecido en nosotros antes que la razn, de la que es madre. La razn, si es que la admitimos como cosa diferente de la imaginacin, es ms ntima que sta, ms independiente de realidades inmediatas, ms caracterstica de nuestro ensimismamiento y del desarrollo de nuestra personalidad. Mas, aun siendo imaginativas, las respuestas con que el salvaje contest a sus preguntas fueron, para l, tan satisfactorias cuando puedan serlo las racionales para el hombre civilizado. Y mientras su razn no estuvo suficientemente desarrollada, su fe le bast, y hall tanto consuelo en creer como nosotros en saber. Lo absurdo slo es tal, y por consiguiente insatisfactorio, para quien sabe que lo es, y las alucinaciones son verdades objetivas para aquel que las sufre subjetivamente. De aqu que digamos que la religin, como creencia, fue un consuelo espiritual de primer orden para el salvaje que lo necesit, ni ms ni menos que todava lo es para el civilizado que lo necesita. Como ya hemos indicado anteriormente, en un principio cada cual se entendi con sus divinidades sin necesidad de intermediario alguno, practic sus ceremonias elementales a solas
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e ignor la necesidad de sacerdotes. Complicado el rito, desarrolladas las mismas divinidades en atributos, y nmero, servidora la fe de sus propias creaciones, fue necesario apelar a los servicios religiosos de personas determinadas, distinguidas por su sabidura, de especiales condiciones psicolgicas, de cierto rango social, y empezaron a aparecer brujos y brujas, magos y hechiceras, sacerdotes y sacerdotisas. En muchos pueblos de los ms atrasados es posible advertir un rasgo de prudencia que los dems han perdido, consistente en sujetar sus sacerdotes a eleccin personal o familiar, a dimisin forzosa tras cierto tiempo de servicio o, as que llegan a determinada edad, a destitucin como castigo por la comisin de diversos actos reprobables, y aun a tortura y ejecucin capital en el caso de que alguno de sus fraudes sea descubierto, o cuando usen sus poderes misteriosos en detrimento de la comunidad o de alguno de sus miembros. No cabe duda que estos pueblos primitivos, tras admitir su necesidad de creencias religiosas, se han dado cuenta del peligro de dejarlas a merced de sacerdotes, y han tomado sus medidas para gozar de los beneficios que la religin las da, o creen que les da, y para evitar los riesgos que a su sombra les acechan. Como la esclavitud, el sacerdocio es tal vez anterior a la nobleza, y as como la sociedad comunista de hombres libres pudo tener una alfombra de esclavos, tambin fue posible la existencia de un cuerpo sacerdotal antes de que la sociedad se escindiera en clases. En tal perodo, los sacerdotes estuvieron sujetos a los rganos polticos, y su gnero de vida, tanto si implic prerrogativas como si impuso sacrificios, fue determinado por la fe religiosa, y en virtud de ella admitido de buen grado y aun impuesto por toda la comunidad. Pero as como la nobleza, nacida de la guerra, revierte a ella para acrecentar su gloria, poder poltico y riqueza, los sacerdotes, producidos por la supersticin, recurrieron a la misma para erigirse en clase social privilegiada y, despus, mantener o mejorar su pasin. Sin duda alguna, y como es notorio, las nociones religiosas que podramos llamar naturales, nacidas espontneamente en la sociedad, fueron substituidas por las artificiales de los sistemas teolgicos, creados por los sacerdotes con vistas, no a dar consuelo al espritu ansioso de l, sino a cubrirlo de supersticiones de tal naturaleza que permitieran dominarlo por completo. A travs de la agencia psicolgica de estas supersticiones, en muchas de las cuales tal vez creyeron inicialmente los mismos sacerdotes, stos lograron levantar los templos de su poder con el auxilio entusiasta y confiado de los hombres de buena voluntad. As, de la misma manera que hubo ceremonias por medio de las cuales los adolescentes fueron iniciados en los misterios de la plenitud de edad, el sacerdocio tuvo sus ritos preparatorios de la ordenacin, requeridos por la misma fe religiosa pre-sacerdotal, hasta cierto punto y luego, a travs del perodo de iniciacin, con sus secretos entrevelados y sus ejercicios espirituales, sus abstinencias y excesos, narcticos y vigilias, paroxismos y delirios, lecciones y ejemplos, torturas y mutilaciones, cada generacin de sacerdotes prepar a las sucesivas para funciones ms netamente sacerdotales y alejadas del inters de la sociedad en general. Al parecer como clase aparte, los sacerdotes tienen peculiaridades inconfundibles, que van de sus insignias a sus modos de vivir. A los distintivos externos, aparentes en su peinado y sus hbitos, sus amuletos y arreos, aaden frecuentemente su celibato en reclusin, y su pompa en el templo, su derecho exclusivo a dirigir ceremonias religiosas, su control de los misterios sacramentales creados por ellos, su carcter sagrado, su separacin radical de los seglares, toda su vida aparte, extra-social en buen grado. Tales peculiaridades de tipo institucional, que de por si slo vienen a establecer los linderos de una clase, permiten crear, al correr del tiempo, las bases en que los sacerdotes fundan su iglesia y asientan su ulterior preponderancia. El sacerdocio no emplea exclusivamente la fe religiosa para ascender en la escala social. Detalle muy digno de ser tenido en cuenta es el citado anteriormente, de que en las comunidades primitivas los primeros ncleos de magos y sacerdotes agrupan ya a las gentes ms listas, ya a las que mejor conocen los secretos de la naturaleza, la emprica de vientos y tormentas, lluvias y sequas, crecidas y mareas, heladas y nieves, etc., y asimismo las raras
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propiedades de plantas, animales y minerales, la geografa de amplias zonas circundantes, las caractersticas de tribus limtrofes y aun remotas, ciertos rudimentos de astronoma y de medicina, no pocas tradiciones y viejas leyes Por lo comn, los sacerdotes primitivos fueron las gentes ms cultivadas de la comunidad salvaje, tal vez las menos propensas a satisfacerse con supersticiones, y por tal razn, que es doble, pudieron convertir la religin en una fuente de privilegios antisociales. Otro medio de ganar prestigio e influencia fue la colaboracin o solidaridad profesional. Magos y sacerdotes, aun de tribus distintas y enemigas, mantuvieron a menudo muy buenas relaciones, y a travs de sus espas, escuchas, correveidiles y confidentes, se informaron mutuamente de toda suerte de acontecimientos, lo que tan frecuentemente les permiti alardear de adivinos, profetas y zahores. Una resea de las trapaceras y martingalas del sacerdocio de todos los colores superara mil veces en trucos y engaos a los donosos engendros de la picaresca clsica, de la Celestina a Rinconete y Cortadillo, del Lazarillo al Buscn: porque, teniendo por base la fe, la sembr de supersticiones, y el que stas se degradaran hasta ser supercheras no merm su prestigio, pues si hubo quien las crey fueron tan buenas como verdades, y lo aumentaron. Esta colaboracin entre sacerdotes, que a veces lleg a aliar a los de fe muy dispar, indica que casi todos tuvieron un inters comn ajeno al pueblo y un sentido de clase parejo al que, en determinadas circunstancias, lleg a unir a dos noblezas que la guerra puso en contacto. La misma significacin tuvo, all donde el sacerdocio observ formalmente el celibato, la propiedad eclesistica de tipo comunista, y su herencia institucional, y -entre otras muchas peculiaridadesel llamar padres o madres, hermanos o hermanas a las personas del sacerdocio. Pero el acontecimiento que verdaderamente marca la aparicin de la clase sacerdotal, y del que esta clase deriva su preeminencia ulterior, es la alianza de los sacerdotes con los nobles detentadores del poder civil. La clase sacerdotal santific a la nobleza, principalmente al monarca, en que hall su cspide, y la nobleza, consciente de la conveniencia del apoyo mutuo entre los poderosos, puso su fuerza al servicio de los sacerdotes. La alianza entre ambas clases fue tan estrecha, que a menudo, y principalmente all donde el rey se declar descendiente directo de los dioses, el poder civil y el eclesistico, en su grado supremo, quedaron en una sola mano, como riendas de la sociedad domada. Y -dicho sea de paso- esa creencia del carcter divino de los reyes es bien fcil de entender cuando se tiene en cuenta la tendencia del hombre primitivo a convertir en espritus a los muertos: fenecido un hroe, que en vida deja su descendencia sangunea, cuando es elevado al rango de dios parece lgico que sus descendientes directos alardeen de tener origen divino; y si por tal razn lo tiene un rey, es bastante razonable que lo asuman otros, o que, cuando menos, todos reinen por la gracia de Dios. Visto lo cual, la Iglesia consider muy conveniente conseguir para s misma patrocinio semejante al que confirm al Estado, con el que frecuentemente ha estado identificada, fundida en un solo cuerpo. Despus de todo, sus negocios espirituales eran ms dignos del divino amparo que los terrenales a que el Estado se dedicaba. Y, como era de esperar, los sacerdotes, tras actuar como representantes de los hombres ante Dios, vinieron a proclamarse, en muchos casos, de origen divino, y en todos alardearon de vicarios de Dios entre los hombres. El carcter divino atribuido a sus personas pas tambin a sus tradiciones reales o apcrifas, a sus libros cannicos, a sus normas ticas, y sus mandamientos fueron elevados al rango de ley de Dios, inviolable e indiscutible. Por aadidura, los sacerdotes tuvieron invenciones tan felices como las del cielo y el infierno, las de los santos y los condenados, del pecado y el perdn, de la confesin pblica y la auricular, etc., etc.; y con tales medios elevaron su rango hasta la cumbre de la sociedad, en la que, a veces, fueron el poder poltico dirigente y establecieron -sobre normas jerrquicas y autoritarias calcadas de la aristocracia- sus Gobiernos teocrticos.
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CAPTULO 14 EL ESTADO ES UNA CLASE SOCIAL

Estas clases supremas, alzadas sobre el nivel medio de la sociedad, en el que hasta cierto punto perdura el primitivo, concurren y se unen en el Estado, cuyo origen predatorio y nobiliario hemos indicado ya. La formacin de esa institucin social insuperada en poder y atribuciones es tan interesante, y arroja tan viva luz sobre problemas de nuestros das, que no estar de ms el insistir sobre ella, aun a trueque de repetirnos y pecar de machacones. Hemos visto que las sociedades primitivas de cuyos rasgos inferimos los de la natural son igualitarias, comunistas y anrquicas; no hay en ellas clases ni gran propiedad privada, instituciones gubernamentales o religiosas de tipo autoritario. El pueblo en masa ataca o se defiende en perodos de guerra, y su asamblea general decide sobre problemas de paz. Posteriormente, esta asamblea queda integrada por varones adultos, despus por cabezas de familia, luego por ancianos, finalmente por hombres de influencia, entre los que hay que incluir a sacerdotes y hroes militares. El pueblo tiene entonces una asamblea representativa, cuyos miembros no son elegidos por sufragio, sino que sencillamente lo son por derecho propio, con arreglo a los dictados de la misma opinin pblica. Entre estos representantes hay quienes no tienen inclinaciones polticas, y, en consecuencia, renuncian a sus derechos de direccin, con lo cual la representacin popular queda ms concentrada y es asumida por un grupo de polticos. Aqu acaba la primera fase de la organizacin. Al empezar la segunda, determinada por el crecimiento de la comunidad, o simplemente por la evolucin de sus costumbres polticas, aparece la eleccin de representantes, y stos son mandatarios de su pueblo, con las atribuciones derivadas de la eleccin formal, por un perodo determinado, a cuyo trmino una nueva eleccin tiene lugar. Aun en los casos en que el Consejo de representantes elige un presidente, o ste es elegido por el pueblo, el rgimen establecido, claramente democrtico, no altera, por regla general, la igualdad social, ni poltica ni econmicamente. Cuando la democracia entra en contacto con la guerra, y hasta creemos que slo entonces, la perturbacin del orden social empieza Frente al enemigo, la comunidad tiene un pueblo en armas, un poder civil permanente e impuesto por la necesidad de mando y de unin en el combate -un jefe militar circunstancial-, ya elegido por el pueblo, ya por su poder civil. Ese jefe militar est subordinado, al principio, a la autoridad del Consejo de representantes, y, poco despus, se incorpora a l. Su accidentalidad como cuadillo militar y consejero civil se convierte poco despus en permanencia, probablemente por decisin militar o derivada del pueblo. Nuevas guerras acrecientan su poder de hecho, si no el de derecho, y cuando el Ejrcito propiamente dicho reemplaza al pueblo en armas, el jefe militar, apoyado en sus lugartenientes y sus tropas, sujetas a su mando a travs del mecanismo deshumanizador de la autoridad jerrquica, da su golpe de Estado y, mediante un pronunciamiento, conquista el poder civil. Y suprima el Consejo de representantes y lo sustituya por los capitanes de su cuartel general, ya lo dejo sujeto a su autoridad y amenazado de continuo por su guardia pretoriana, surge el poder absoluto, y con l surgen las normas del absolutismo. Es posible que, por un procedimiento semejante al de sometimiento personal a las creaciones de la fe religiosa, en algunas sociedades se haya llegado al absolutismo poltico mediante una creciente y espontnea renunciacin de los individuos o de las mayoras sociales a sus derechos; pero se conocen bien pocos ejemplos de tal cosa, y, de cualquier modo, aun en los casos muy problemticos en que el absolutismo no haya sido establecido por un acto de fuerza, mediante actos de fuerza se ha desarrollado y ha mantenido su ominosa frula. Tal sistema de gobierno, por aadidura, funciona a la manera militar, mediante una transmisin del ordeno y mando de la cspide a la base, del centro a la periferia, y, por consiguiente, una vez
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instaurado en la cumbre de la sociedad, perturba a toda sta, trastorna sus espontneos movimientos y la altera por completo. Nos encontramos entonces ante un proceso de suplantacin de lo natural por lo artificial, del derecho por la fuerza, de lo social por lo estatal; y aunque esta suplantacin se adapte parcialmente la forma previa de la sociedad, no vale engaarme respecto al contenido de que la llena. Un hecho fosilizado es copia exacta del vivo y vegetal, pero, aun as, es una piedra. El Consejo de representantes, cuando es nombrado por el rey, se parece al nombrado por el pueblo, mas originalmente es todo lo contrario, y puede ser su puesto en razn de sus funciones. Generalizando la observacin, el aparato estatal, por mucho que se ajuste a los trazos naturales de la sociedad, es la anttesis de sta. Adems, la sociedad, cuando libre, determinaba sus propias funciones, creaba sus rganos propios e iba modificando sus normas y su estructura segn evolucionaba. Al quedar sujeta a una voluntad ajena, que acta en nombre y suplantacin de la suya, no es duea de su destino, ni de sus fuerzas, ni de sus actos, y toda su naturaleza, toda su vida en potencia y en accin, viene a sufrir la influencia del poder que la domina, de modo que el Estado la va modificando a su favor, y en vivo, a la vez que avanza en la tarea de fosilizarla. Si causas distintas producen efectos diferentes, leyes antagnicas han de producir resultados opuestos, y la sociedad, no sujeta a las suyas, sino a las del Estado, terminar en anti-sociedad; y aunque todo el mundo crea que el Estado es un producto de la sociedad, lo cierto ser que la llamada sociedad, opuesta a la misin social de liberacin humana mediante la ayuda mutua, ser un triste producto del Estado. Las clases no surgen como hongos, sino que se forman lentamente. Vueltos a la nobiliaria, vemos su ncleo predatorio inicial y la construccin de su aparato autoritario. La hemos seguido en el paso audaz de su anulacin o de su conquista de los derechos polticos representados por el poder civil popular. No haba Estado propiamente dicho. El Estado fue la estructura clasista de la nobleza, la nobleza elevada a clase permanente y ejerciendo sus funciones especficas de gobierno a travs del mando, de la autoridad. En virtud de estas funciones, el estado o clase noble se alz como Estado Mayor, como Estado nacional, pues no olvid que su origen fue la empresa tribal no familiar, y menos individual, de la guerra. Cuando, segn ya hemos explicado, aparecen otras clases -Estados Generales se llamaron en Francia: Estados de Reino, en Castilla-, la nobleza no se resigna a ser su igual, y a fin de ser su superior se ve obligado a escindir en cierto modo, de manera que una parte de ella queda aglutinada en torno al monarca que la misma nobleza ha dado a la sociedad, constituyendo propiamente el Estado oficial de la nacin, y la otra parte subsiste con su viejo carcter nobiliario, como clase social, si bien reservndose el primer rango. El Estado salido de la nobleza, con alardear de representante de toda la nacin, es todava una clase, aunque en disfraz, y queda superpuesto a todas las dems, reservndose funciones especiales: las de gobierno a travs del mando, que la nobleza tena. Identificarlo con el territorio en que domina, la sociedad a que rige o el rgimen poltico que adopta nos parece tan supina estupidez como sera la de confundirlo con el lenguaje que emplea, y slo puede caer en tan craso error quien, sobre no atender a su origen y desarrollo, da por buenas las razones en que el Estado se apoya para justificar su existencia y ocultar su esencia de clase dominante. Se atribuye una misin de defensa nacional; mas, quin defiende de l a la nacin, que es su presa principal y permanente? Los conflictos militares en que interviene ostentando la representacin nacional, slo afectan a ella directamente, y slo en beneficio propio obliga l a la nacin a arriesgar su vida en ellos. Ahora que, si as lo proclamara, quin le seguira, dnde hallara su fuerza? Se atribuye una misin de mantenimiento del orden pblico, pero no hace sino mantener el estatal, el clasista, que entraa una completa subversin del social. Mas, si se atreviera a decirlo, qu base tendra su autoridad, cmo podra ser un delito la rebelin contra l, en qu otra cosa que la fuerza bruta o el bastardo inters antisocial hallaran apoyo sus poderes usurpados? Se atribuye tambin una misin de justicia, y no hace otra justicia que la
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consistente en substituir el derecho por el privilegio y en mantener y desarrollar las injusticias sociales hasta un extremo de horror. Misiones suyas son, tambin, la defensa de la propiedad privada y de la religin, lo que, traducido en trminos reales y verdaderos, es apoyo a los ricos y a la clase eclesistica. Y cmo no? Una peculiaridad del Estado en su rle nacional, superpuesto a todas las otras clases, es tomar miembros de las ms altas de stas e incorporarlos a su propio ser. Otra consiste en enraizarse en ellas, necesitado de apoyo social para dominar a la sociedad. Una ms es la tendencia a sublimizar sus jerarquas ms elevadas con los santos leos religiosos. Hay, pues, una comunidad de intereses, una solidaridad de conveniencias entre el Estado, como clase oficial jerrquica, y las otras, jerrquicas tambin, de la nobleza y el clero; y cuando las tres reducen sus privilegios a un denominador comn, hallan que coinciden en y con la riqueza monda y lironda, sin jerarquas ni ttulos honorficos; y, por plebeya que sea, natural es que la sumen a su cofrada. Las tendencias del Estado, como derivadas de su naturaleza, son antisociales. Indudable es que, a menudo, y desde cierta posicin social, parece, no slo tolerable, sino imprescindible y benefactor. Es lgico. La sociedad creada por l, lo necesita, y la muerte del uno supondra el quebrantamiento de la otra, de la sociedad clasista o estatal, sobre cuyas ruinas cabra edificar la a-estatal y sin clases. Adems, de cuando en cuando se adapta a imperiosas circunstancias propias del tiempo en que vive, ni ms ni menos que han hecho todas las clases sociales, cuya supervivencia se debe a la renovacin de sus caractersticas con arreglo al espritu de la poca, pues de empearse en mantener a rajatabla en un perodo las modalidades slo admisibles en otro, sucumbiran aun a pesar de su poder temporal. El Estado, como la Historia nos prueba, se ha adaptado a todas las situaciones, y cuando una rebelin le ha derrotado o una teora audaz le ha tildado de usurpador, l, en vez de rendirse y desaparecer, ha cambiado de ttulos, de rgimen, de personas, a lo sumo; como institucin poltica y como clase social no ha perdido su poder, sino que siempre lo ha aumentado. A dnde va? La respuesta es otra pregunta: De dnde viene? Porque, as como la clase sacerdotal ha recurrido siempre a la fe y siempre ha engendrado nuevas supersticiones, ya que de ellas provena; as como la nobleza revirti a la guerra, que la origin, para mantener y aumentar su preponderancia social, el Estado, a travs de todas sus crisis, y por mucho que mientan sus apariencias, ni puede hacer ni ha hecho otra cosa que volver por su fuero, que es la autoridad, de donde ha salido y por la cual existe. Si, en las pocas de su mayor podero, el Estado fue una monarqua absoluta, en que el rey se atribuy origen divino, se declar inviolable, estableci el principio de irresponsabilidad absoluta, fue jefe de todas las fuerzas armadas, sumo pontfice, juez supremo, dueo de todo y seor de todos, en su propia naturaleza lleva el Estado la tendencia permanente a ser otro tanto, y lo ser en acrecidas proporciones. No lo es ya en algunas partes del mundo civilizado?

CAPTULO 15 EL DILEMA ORGANIZACIN, O LIBERTAD

Un estudio de la evolucin social, que implica el del origen y desarrollo de las instituciones sociales, basta, por elemental que sea, para dar el ms rotundo ments a quienes afirman que siempre ha habido ricos y pobres, que unos nacemos para mandar y otros para obedecer,
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que la igualdad y la libertad han sido, son y sern imposibles. Lo cierto es que, durante siglos y siglos, los grupos humanos no conocieron la autoridad ni la propiedad privada -ni aun la de obra o derivada del trabajo personal-, y hasta parece probable que en las pocas ms difciles y trabajosas de nuestra especie, la existencia de sta se debi a la ausencia de ambas. Gentes hay que, forzadas por sus propios conocimientos a admitir estas verdades, todava encuentran otra razn para defender la desigualdad social derivada de la autoridad y la propiedad, y consiste en decir que la situacin opuesta, de posesin comn y de libertad, netamente igualitaria, slo fue adecuada para los salvajes de ms bajo nivel mental y de ms simple sociedad; a medida que los hombres -aaden- ascendieron por la escala de la cultura, y tan pronto como las agrupaciones humanas adquirieron determinada amplitud, los primeros crearon la propiedad privada, reclamada por el sentido de la individualidad personal, y las segundas se organizaron con arreglo a normas autoritarias; desde entonces -terminan-, entre todos los pueblos y en todas las edades, propiedad y autoridad no han hecho sino afirmarse, y el Estado ha sido consubstancial con la sociedad, que as que adquiere un cierto grado de desarrollo necesita tal sistema de organizacin. Estos argumentos, a nuestro entender, son de muy poco valor. Es una pena que quienes a ellos recurren no digan tambin que las supersticiones religiosas, tan satisfactorias para el salvaje, deben quedar relegadas al perodo humano de salvajismo y ser consideradas incompatibles con la civilizacin; es lo que, sin duda, estaran acertados. Si las supersticiones ms absurdas, innecesarias y socialmente perniciosas han persistido por siglos y milenios, esto no basta para tildarlas de imprescindibles, y otro tanto cabe decir de autoridad y propiedad privada en general; con mayor razn, si acaso, acerca de stas, que al concretarse en instituciones sociales poderossimas re-crean la sociedad a su imagen y semejanza, determinando as el tipo de las apetencias individuales y el carcter de las relaciones entre los hombres en la sociedad. Si, errneamente, consideramos estas apetencias de origen ambiental e histrico como caracteres intrnsecos e invariables de nuestra propia naturaleza, ser lgico que, bajo la influencia del error inicial, demos en creer que sus causas son sus consecuencias, y la autoridad y la propiedad privada, creaciones de origen natural. En nuestra opinin, que obstinadamente procuramos ajustar a la verdad conocida, la sociedad primitiva, salvaje o semisalvaje, cre las citadas instituciones -quiz fuera mejor decir que le fueron impuestas-, y stas, despus, han reajustado la sociedad, han producido otra nueva y muy distinta de la natural, con lo que la contextura tica, los hbitos mentales y las inclinaciones de los hombres han sufrido tambin una gran alteracin. Si hemos de seguir siendo lo que, en general, somos hoy, no cabe duda que necesitaremos la existencia de la propiedad privada y de las normas autoritarias estatales capaces de mantenerlas; pero, asimismo, si deseamos volver a lo que intrnsecamente fuimos, y si se quiere acabar con la lucha fermente entre hombres y naciones, que est amenazando con destruirnos, es indudable que tendremos que prescindir de aquellas instituciones. Prescindir de ellas supone reemplazarlas por otras, pues las sociedades modernas, tan desarrolladas, son inconcebibles sin organizacin, y ya advirti Malatesta que slo es destruido aquello que es substituido. Ese es el problema -nos dirn los defensores de la sociedad presente-; ese es el problema de nuestra poca y de todas: organizacin de la sociedad. Las soluciones de tipo autoritario que hasta ahora se le han dado parecen ser las nicas. Esas han sido aceptadas, en su conjunto, como un mal menor, siendo el mayor la anarqua. Por anarqua se entiende, aun entre gentes de gran cultura, esmeradas de vocablos y muy honestas de juicio, el caos que produciran, de tener absoluta libertad, los apetitos y tendencias que nos ha dado la sociedad presente, antianrquica. Estamos organizados para el robo mutuo y la mutua esclavizacin, y es incuestionable que si no tuviramos ciertos frenos autoritarios en el ejercicio de tales actividades consubstanciales con el presente sistema social, las llevaramos al asesinato y acabaramos con la sociedad. La guerra debe quedar sujeta a ciertas reglas, y hay que robar o matar dentro de la ley, como personas civilizadas. Pero la ANARQUA
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autntica de las sociedades anteriores a la aparicin de las normas autoritarias no fue un caos de desatados apetitos antisociales y antihumanos, sino una ordenada cooperacin del grupo humano en la adquisicin de medios liberadores. No tienen leyes los animales, pero tampoco se matan; su tica instintiva es superior al amoralismo de razn de Estado. Y hoy, cuando se habla de la anarqua internacional, a qu se alude, sino a conflictos de todo gnero, y especialmente blicos, que provocan los Estados, las capitales instituciones autoritarias? No es la ANARQUA, sino la abundancia de superarquas lo que ahora est haciendo imposible para los pueblos vivir en paz, o simplemente vivir. Por otra parte, hay quienes, con mejor criterio acerca de la anarqua, la consideran una situacin social excelente, pero creen que en nuestro tiempo no hay modo de establecerla, ni de encontrar hombres buenos que sean capaces de ajustarse a ella; lo que supone tener la sospecha de que el hombre civilizado es incapaz de conseguir lo que ya logr el salvaje, poner aqul a ms bajo nivel moral y social que el que ste tuvo, dar a entender que la cultura es una regresin permanente, en vez de ser un progreso. Pero la evolucin que ha convertido al salvaje de ayer en el hombre civilizado de hoy ha sido regia por todas las normas rquicas, autoritarias, y si stas nos han dado una civilizacin peor an que el salvajismo, parece que tendremos que prescindir de ellas, para volver a la selva No hay razn alguna para suponer que la libertad implica desorden, ni que el orden implica el sacrificio de la libertad. Estos trminos no son incompatibles, sino todo lo contrario, ni ms ni menos que el hombre y la sociedad. La organizacin social que se requiere es una que, en vez de destruir la libertad humana, la haga posible, y que, una vez creada, le d medios de constante desarrollo. Cmo lograr tan satisfactoria organizacin? Hay manera alguna de trocar en realidad tal utopa? Nosotros -no slo quien esto escribe, sino millones de trabajadores- entendemos que s, y a quien nos pregunta cmo, empezamos por invitarle a que haga alguna consideracin respecto a la naturaleza de la sociedad. Acompenos. La sociedad no ha sido creada por un decreto ni en virtud de un contrato. Como la especie humana, existe por s misma, es un fenmeno natural, una segunda naturaleza en la que todos los hombres encuentran o deben encontrar un medio de vivir, de desarrollar sus facultades y de satisfacer sus necesidades. As como el hombre existe en la medida en que vive, y hay vidas humanas ms frtiles que otras, la sociedad existe tambin en la medida en que cumple su designio vital y liberador, y entre ellas hay muchos grados de fecundidad. El mero hecho de su existencia indica que, en mayor o menor medida, cumple su misin, y si la cumple hasta cierto punto, ser porque, hasta cierto punto tambin, sigue leyes orgnicas o se ajusta a normas de organizacin compatibles con la libertad humana; leyes y normas que forzosamente han de ser consubstanciales con la sociedad misma, como lo son en el hombre la circulacin de la sangre, la interdependencia de sus miembros corporales y el ejercicio de actividades tendentes a la conservacin de la vida. As como el hombre tiene vicios y aberraciones con que disminuye su propia vitalidad a cambio de satisfacer placeres no reclamados por su propia naturaleza -antes bien, condenados por sta con repugnancia y trastornos de salud-, sino por sus malos hbitos, la sociedad puede tener, y sin duda alguna tiene, aberraciones y vicios con que, a cambio de satisfacer las malsanas apetencias de origen ambiental que sus miembros -y no todos- tienen, reduce su capacidad para cumplir la misin que esperamos de ella. Y tanto el hombre como la sociedad, si existen, no es en virtud de sus aberraciones y vicios, sino a pesar de ellos; y slo existen en la medida en que viven fieles a su propia naturaleza, en que siguen las leyes orgnicas de sta y se ajustan a las normas de actividad y organizacin compatibles con ella o por ella reclamadas. Es, pues, incuestionable que toda sociedad, en cualquier perodo de su existencia, ha de tener un cierto nmero de instituciones de hecho, no necesariamente de derecho, en virtud de
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las cuales exista y, en mayor o menor grado, cumpla su misin de mantener la vida humana y de dar libre juego a las facultades del hombre. Qu instituciones son stas? No pueden ser otras que las de la cooperacin, las de ayuda mutua, porque la sociedad existe slo en la medida en que nos ayudamos unos a otros y en que cada cual depende de los dems. Han de ser normas sociales de ese tipo, de tal significacin, las que en todo tiempo sostengan la sociedad; y tales normas pueden coexistir con otras de carcter opuesto, de competencia y de dao mutuo, mientras las ltimas disminuyen y mermen ms o menos, pero no lleguen a aniquilar por completo la capacidad de manumisin y manutencin que a la sociedad estn dando las primeras. Normas de uno y otra clase pueden coexistir en equilibrio o desequilibrio; a la preponderancia de unas, naturales y benefactoras, corresponder como resultado una mayor eficiencia de la sociedad en la liberacin del hombre, y el predominio de las otras producir una mayor incapacidad social para la consecucin de aquel fin liberador. Cuando este predominio llegue a ser muy acusado, o aun sin serlo persista por largo tiempo, la sociedad, bajo su influencia, llegar a olvidarse de su origen y su fin propios; sus instituciones antisociales tendrn funciones de igual carcter, sus hbitos antihumanos formarn rganos de igual tipo, y el objetivo social, como el del hombre en la sociedad, ser uno de esclavizacin, al que quedarn sacrificados, quiz en nmero espantoso, hombres y pueblos enteros, ya en la guerra, ya en la paz. Esto es no una suposicin, sino realidad tan vieja y de cada da que, pese a ver millones y millones de sus vctimas y a contarnos entre ellas, no la analizamos, ni tan siquiera la percibimos. Es algo considerado tan natural como el terremoto, tan inevitable como la muerte. Y si esa realidad, a la que se da estado oficial y de jure, pasa desapercibida, la de carcter contrario, que por regla general slo existe de facto, no es ni sospechada. Sin embargo, es ella la nica que ha sostenido, sostiene y sostendr a la sociedad, pesa al imperio legal de la otra; sin sus funciones, el colapso social sera ineludible e inmediato, y hasta las otras seran en poco tiempo imposibles. La rapacidad nada crea, y sus presas son los productos del trabajo. Este, como hemos dicho otras veces, ha quedado sujeto a instituciones de conquista, y lo que necesitamos, en primer lugar, es liberarlo de ellas. Hasta cierto punto, y por necesidad social, el trabajo ha creado sus normas e instituciones sociales, distintas en cada poca y cada pueblo, segn su nivel cultural y su grado de desarrollo tcnico. En las naciones altamente industrializadas de nuestro siglo, las instituciones originadas por el trabajo son muchas, y algunas de ellas tienen proporciones gigantescas. Es, por ahora, claro e indudable que esas instituciones pueden funcionar, como funcionan muchas de gran vigor y amplitud, complicadsimas, sin norma alguna de carcter autoritario; pero no es menos cierto que tales instituciones pueden copiar, y a menudo copian, los mtodos de la organizacin estatal. Lo que hay que hacer es crear ms instituciones de ese tipo, evitar su adulteracin, impedir que el Estado las absorba o contagie, federarlas y substituir con ellas las precedentes, de modo que lo poltico-autoritario ceda su lugar a lo tcnico-libertario, con lo que la propiedad privada de la competencia ceder el suyo a la posesin comn de la cooperacin.

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CAPTULO 16 PARALELISMO POLTICO-RELIGIOSO

Algo semejante, pero no lo mismo, es lo que pretenden conseguir quienes de buena fe propugnan la planificacin econmica. Del lema Libertad, Igualdad, Fraternidad de la Revolucin francesa, los burgueses que la ganaron corrompindola tomaron nicamente el primer enunciado, y no honestamente, sino mixtificndolo. El liberalismo olvid la libertad humana, tras substituirla por la libertad de empresa. Con el progreso industrial de los dos ltimos siglos, principalmente del ltimo, la libertad de empresa ha podido manejar tales poderes, y con tal avaricia los ha usado, que ha venido a negarse a s misma la llegar a la monopolizacin, y en presencia de sta, que es la consecuencia inevitable de ejercer aqulla sin restricciones, no hay manera de oponerse a la amenaza social de una sin negar los principios de la otra. Las leyes antimonopolistas, con que las sociedades se defienden, son una condena del rgimen burgus, y suponen tan slo uno de los primeros pasos dados para acabar con el liberalismo econmico, la libertad de empresa y la libertad. Decimos esto porque, de ordinario, quienes quieren poner coto a los estragos de la libertad de empresa no hallan manera de hacerlo sino apelando al Estado, y todos sus esquemas de planificacin en defensa de la sociedad implican, de una parte, la reduccin de la propiedad privada de tipo capitalista, y de otra, la de los derechos individuales. Cuando son de izquierda y alardean de revolucionarios, hablan de nacionalizacin y aun de socializacin, sin duda porque confunden la nacin y la sociedad con el Estado que las gobierna; pues, pese a toda su demagogia, lo que proponen no es otra cosa que la estatizacin de servicios e industrias, y su manera de eliminar la amenaza de los monopolios de la burguesa es la muy original, pero poco agradable y eficiente, de substituirlos por los estatales. Dicen, con razn, que no se puede tolerar que unos cuantos plutcratas posean, por ejemplo, todos los ferrocarriles del pas, o todas sus empresas cinematogrficas, o todos sus peridicos, y para evitar los males que indudablemente ha de acarrear esa situacin, no se les ocurre proponer sino que el Estado sea el dueo exclusivo y nico de todos esos servicios. Como si el Estado, pese a todos sus absolutos sociales y nacionales, no fuera una clase social en la nacin, y como si, en consecuencia, el capitalismo estatal no fuera -por lo menos- tan nocivo como el burgus. Es interesante notar la situacin social en que se encuentran, por lo comn, los defensores de la planificacin oficial, desde arriba. Donde ms abundan es en los partidos polticos antiburgueses ms cercanos a la cima del Estado burgus, en las filas burocrticas, en las listas del profesorado oficial, en las altas esferas de la tcnica de produccin y administracin industriales y entre los lderes de las asociaciones obreras daadas por el morbo autoritarioreformista. Son, por regla general, gentes en cuya opinin, aun en los muchos casos en que es honesta y bienintencionada, se hace sentir la influencia de pertenecer a la clase estatal o de tener la tendencia de incorporarse a ella, ni ms ni menos que entre los propugnadores del capitalismo burgus se advierte el dictado de sus propios intereses, y as como en la nuestra de trabajadores sin patria y sin propiedad aparece el intento de vivir socialmente mejor. Pero, aun con tal influencia, para proponer la estatizacin de industrias y servicios es necesario compartir, o al menos propagar, lo que llamaremos supersticin del Estado. Mientras la burguesa se ha visto salvaguardada por las instituciones estatales, toda ella se ha dedicado al apostolado de tal supersticin, y el Gobierno fuerte, el respeto a la ley, el prestigio de la autoridad y otras mil zarandajas por el estilo han aparecido en todas sus cantinelas poltico-patrioteras. Ahora que la burguesa se ve atacada por el Estado, dice salir por los fueros del individuo y canta endechas a la libertad. Pero cuando ella reniega de la
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supersticin del Estado, los socialistas de pacotilla y los nacionalistas al uso, tendentes al imperialismo, recurren a esa supersticin, dndole una importancia inusitada y aceptndola con una irracionalidad aterradora. Irracionalidad tanto ms temible cuanto mayor es el nmero de intelectuales que la comparten. Porque -no se olvide- una de las mayores desgracias de nuestra poca es la cobarda moral y la escasez de inteligencia y juicio propio con que los hombres ms cultos y mejor preparados se someten a toda suerte de supersticiones en boga y tpicos en plaza. Nuestros valores morales estn en crisis, y la prostitucin forzosa a que nos sujeta el presente sistema social ha dado lugar a que el talento y la virtud de Palas Atenea no tengan precio ms alto que las gracias de Venus Afrodita. Muchas rameras de esquina viven mejor que no pocas damas ennoblecidas de doctorados, y hasta gozan de ms respeto social. La tcnica del beso es una de las mejor pagadas en nuestros das, y la tcnica del gangster es le dernier cri en el moderno entrenamiento militar. Mas volvamos al camino. La supersticin del Estado viene de la creencia en la autoridad, como la supersticin de la Iglesia tiene su origen en la creencia en la divinidad. Hay un paralelismo notable entre la divinidad y la autoridad, la religin y la poltica, la Iglesia y el Estado, la clase eclesistica y la estatal, la estructura de una y la de otra, y las influencias sociales y personales ejercidas por ambas. La supersticin religiosa implica el sometimiento voluntario del hombre a un poder inexistente en cuya existencia cree. Tal sometimiento, al principio directo e inmediato es decir: de la personalidad a la divinidad-, se hace despus mediato e indirecto, puesto que entre el hombre y Dios aparece un intermediario administrador de la creencia del uno y del poder atribuido al otro. Ese agente intercesor es la Iglesia, que, a peticin del creyente y en nombre de las criaturas de su creencia, se hace cargo del voluntario sometimiento del hombre y da a ste las rdenes a que ha de ajustar su conducta. El poder atribuido a Dios era una ilusin de la fe, una ficcin del espritu, un sueo deslumbrador; el poder de la Iglesia es una realidad social que, a poco de ser establecida, no slo rige la conducta del creyente, sino que tambin impone su fuerza a quien no cree en la divinidad, o si en sta, no en ele derecho de la Iglesia a ser su representante. Por su parte, la supersticin poltica implica el voluntariado sometimiento del ciudadano al poder de la autoridad, en la que cree ver el principio y la esencia de la organizacin social, algo sin lo cual la sociedad no podra existir, ni ms ni menos que de no haber Dios, no habra Universo. Como se dice que algo tiene que regir los movimientos de los astros, y ese algo fue llamado Dios, algo tiene que regular las actividades y relaciones de los ciudadanos, y este algo es un poder superior al individuo y a la misma sociedad: la autoridad. Si en un caso se olvidan las leyes naturales de gravitacin, de atraccin universal, en otro se ignoran las de cooperacin natural y espontnea entre los hombres, que bastaran a aclararnos el misterio, como Kropotkin prob en su tiempo. El principio de autoridad, ms an que el de divinidad, requiere una institucin social que lo represente y que gobierne en su nombre, y tal institucin es el Estado, que establece leyes, no slo para quienes aceptan de buen grado sus poderes, sino tambin para aquellos que los detestan. Si se cree que Dios es principio y fin de todas las cosas, y la autoridad el sine qua non de la sociedad, mientras la Iglesia represente a Dios y el Estado a la autoridad ser forzoso admitir que la Iglesia y el Estado son imprescindibles, indispensables para la sociedad para el hombre en ella, y al permanente sometimiento de la razn al dogma eclesistico acompaar la subordinacin del derecho personal a la ley estatal. Esta ltima -apresurmonos a decirlo- no tiene ms de expresin de la voluntad social que el dogma puede tener de manifestacin de la opinin pblica. Porque o se cree o no se cree, o se obedece o no se obedece: de ser que s, no hay ms remedio que hacer como Scrates: en acatamiento a Dios o a la autoridad, y con olvido de lo que nuestra razn nos presente como cierto o como justo, uno bebe la cicuta, y se acab. Se podr procurar tener una Iglesia y un Estado buenos -lo cual ya implica dudar de la bondad absoluta de Dios y la autoridad, o de la de sus representantes, que a efectos prcticos
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tanto montan-, y, sin entrar a discutir lo que se entiende por bueno en tales casos, mientras existan, sean lo que sean, habr que aceptarlos con sumisin. Es lo que siempre ha ocurrido. Aceptada la divinidad o la autoridad en principio, se acepta cualquier Iglesia o cualquier Estado, pues no es posible vivir en el Estado o la Iglesia. Todo es cuestin de creer, de mantener viva la supersticin. Imaginen la situacin de la persona que cree en Dios, en la vida de ultratumba, en el pecado y la gracia, en el cielo y el infierno, en la confesin auricular y en el ego te absolvo del sacerdote. Este es reclamado por una serie de supersticiones entrelazadas, segn las cuales, como hasta el justo peca siete veces al da, no hay manera de evitar el fuego eterno sin el auxilio del cura. Tal fue la situacin espiritual de Europa entera cuando la Iglesia catlica lleg al cenit de su poder imperial. Quin, entonces, entre los creyentes fanatizados, habra considerado posible vivir sin la Iglesia, salvarse fuera de ella? No fue el anhelo de salvacin lo que dio a los mrtires valenta, humildad a los penitentes, paciencia a los esquilmados, pasin a los misioneros, arrojo a muchos cruzados? Y cuntos millones de hombres no se perdieron en afn de salvarse? El hombre no concibi su existencia sino dimanando de la divinidad y volviendo a ella. Para l, la sociedad, no menos que el hombre, fue creada por Dios, tena por misin la de servirle, y slo poda cumplirla a travs de la Iglesia encabezada por un Papa infalible, representante directo de la divinidad. El castigo mayor que caba imponer a un creyente -o a un incrdulo- era el de excomunin, con que quedaba excluido del cielo y de la misma sociedad. No es, pues, chocante que la Iglesia fuera entonces el primer poder poltico de Europa, o del Mundo, y que el Papa, por delegacin divina, fuera rey de reyes y seor de los seores. Exactamente igual que su celeste representado. Aun despus de la Reforma y de la Revolucin francesa, un hombre tan posedo de s mismo y seguro de su espada como Bonaparte crey muy conveniente reforzar su autoridad con el auxilio eclesistico, e hizo que el Papa le coronara de emperador (salvo el detalle de que l mismo se encasquet la corona). Como se sabe, la Iglesia, bien por s misma, bien aliada al Estado, cont con una fuerza armada para sostener su preponderancia, y elimin millones de herejes rebeldes a sus mentiras, sus latrocinios y sus incontables crmenes. Pero su poder no vino de la hoguera, ni del patbulo, ni de la crcel, ni de la excomunin, ni de sus riquezas, ni de su contextura institucional. Vino de sus dogmas y de la fe ciega con que stos fueron aceptados. Existi nicamente en la medida en que se crey en l y en su necesidad; solamente mientras no le fue negado su derecho a existir. Ha desaparecido el fervor religioso de la Edad Media, se ha quebrantado la fe en la divinidad, y la razn de ser de la Iglesia ha dejado de existir en igual grado, de donde se deriva que la Iglesia misma deje parcialmente de existir. Lo mismo ha de ocurrir con el Estado. A medida que se deje de creer en la autoridad -y la fe en sta decaer a consecuencia de los excesos estatales, como la fe en Dios decay a causa de los grandes abusos eclesisticos-, el Estado mismo dejar de tener razn de ser, y se avanzar hacia su destruccin. Pero, aun en los siglos en que la supersticin religiosa decay y fueron muy pocos los verdaderos creyentes, las instituciones eclesisticas previamente creadas por ella subsistieron, y subsistiran hoy todas ellas de no haber sido reemplazadas en mayor o menor medida, con ms o menos acierto, por otras que no se apoyan en la fe religiosa. Lo lamentable es que casi todas las nuevas surgen de otra supersticin. El cristianismo, por ejemplo, tan pronto como se contagi de los males del Imperio Romano y se organiz eclesisticamente, tom por estructura y forma orgnicas las del Estado imperial en decadencia. La Iglesia Catlica Romana es un calco bochornoso del mismo Imperio Romano, y, administrado por ella, el primitivo cristianismo universalista se convirti en imperialismo neto y desenfrenado. La Iglesia preserv todas las tendencias cesreas contra las que Cristo predic al pueblo judo, y fue el puente a travs del cual el cesarismo de los viejos imperios pas indemne y renovado de presagio a las modernas monarquas. Los hbitos sociales y mentales creados o mantenidos por la supersticin religiosa
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nos han incapacitado para una plena racionalidad, y nuestra predisposicin a darnos por satisfechos con el absurdo nos ha hecho cambiar la fe religiosa por la poltica, la divinidad por la autoridad, la Iglesia por el Estado y aun la estructura jerrquica de la primera por la muy semejante del segundo. La consecuencia era de esperar: el proceso de autoridad a sociedad a travs del Estado -hemos dicho recientemente en el prlogo de Guerra civil- no hace sino repetir el de divinidad a humanidad, fase por fase y punto por punto; y la clase social privilegiada en que aqulla se convirti en los tiempos del Papado omnipotente es el espejo en que la clase estatal se mira ahora, cuando el Estado es todopoderoso.

CAPTULO 17 OTRO DILEMA: LA SOCIEDAD, O EL ESTADO

Desde su nacimiento, como antes hemos tratado de sealar, la Iglesia y el Estado son clases sociales perfectamente delimitar, con ms peculiaridades clasistas que otra ninguna. Lo que en siglos pasados vino a ser alarmante en grado sumo fue la elevacin de la Iglesia a clase suprema en la sociedad y su tendencia a convertirse en la nica clase soberana y privilegiada. De aqu que los reyes, tras colaborar con los papas, se alzaran contra ellos; de aqu que la nobleza se enfrentara con el clero y que, en ltima instancia, el Estado, tras asumir todo el poder temporal y tolerarle a la Iglesia solamente el espiritual, y aun ste con restricciones, se incautara de las propiedades eclesisticas, bien para reservrselas l mismo, bien para repartirlas o venderlas con arreglo a las tendencias burguesas de la poca. Y lo que ahora empieza a ser alarmante, aunque no bien entendido todava, es que el Estado, clase social desde su aparicin, se eleve a ser la primera entre las dems y en el ejercicio de sus poderes extraordinarios muestre una tendencia clara a la expropiacin poltico-econmica de las otras clases privilegiadas, a la proletarizacin de toda la sociedad mediante lo que pillos e ingenuos, conjuntamente, llaman nacionalizacin o socializacin. De aqu que el farsante del Soberano Pontfice, si por un lado bendijo al Estado fascista de Franco, que est en estrecha colaboracin con la Iglesia en la tarea de despellejar a Espaa, por otra, insinuara ciertas protestas contra el Estado totalitario de Hitler, que redujo el poder que en Alemania y Austria tenan los catlicos. As como, ante la amenaza de la Iglesia todopoderosa, otras clases se alzaron con la Reforma, al peligro del Estado omnipotente otras clases opondrn, tarde o temprano, la Revolucin. Posiblemente, una revolucin reformista, indigna de ser llamada Revolucin. No olvidemos que las instituciones polticas que reemplazaron a las religiosas en la Europa de los cuatro o cinco ltimos siglos hicieron todo lo posible por copiarlas, por recoger su espritu, por asimilrselas y por ser iguales que ellas, con lo que la Reforma no fue sino un cambio de fe, una transmisin de poderes, o tan slo una renovacin de la nomenclatura de los rganos del Poder. Quiz no hubo manera de evitarlo, pues, por naturaleza, las instituciones estatales, de tipo autoritario, ya eran trasunto de aquellas originadas en la divinidad. En nuestro tiempo, y aqu, en Europa, la oposicin al Estado slo puede ser eclesistica, capitalista u obrera -sta ltima, de todos los que trabajan-. La eclesistica supondra, de ser victoriosa y llegar a sus ltimos extremos, la substitucin del Estado por la Iglesia en el rango de primera clase social, la supeditacin de uno a otra, pero no su desaparicin: lo que sera volver a las andadas. La capitalista conseguira, quiz, la supeditacin de la clase estatal a la burguesa, que es lo que hemos estado viendo desde la Revolucin Francesa hasta ahora, y el
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uso del Estado por la burguesa terminara de nuevo en la ms completa supeditacin de los burgueses al Estado. Ni el clero ni los burgueses tienen instituciones cooperadoras, de creacin, de obra, y la rapacidad de sus funciones no puede dar otra cosa que rganos predatorios e instrumentos de fuerza, como los del Estado, los cuales no cambiarn de naturaleza con cambiar de nombre o de amo. Ni tampoco cambiarn de consecuencias. La oposicin obrera -es decir: de la cultura profesional, la tcnica y la mano de obra- es la nica digna de consideracin, pues slo ella puede ser autnticamente revolucionaria. En efecto, las instituciones profesionales -entendiendo por profesiones las labores de produccin, los actos de ayuda mutua, no las actividades de rapia ni las actividades parasitarias- surgen de la cooperacin, no de la competencia, y por su propia naturaleza, desde luego susceptible de adulteracin, son radicalmente opuestas a las de tipo estatal. Mientras se mantienen fieles a s mismas, limitadas al trabajo en toda su amplitud -reunin de materias primas, combinacin de esfuerzos, generalizacin de la tcnica, distribucin de productos, etc.-, son antiestatales en su desarrollo, y a medida que se extienden por la sociedad la organizan de modo libertario y, por lo mismo que hacen innecesario el Estado, le substituyen, le excluyen y le eliminan. Son antiestatales precisamente por ser, a la vez, profesionales y sociales. Decimos esto considerndolas potencialmente. No compartimos la creencia, comn a tantos sindicalistas neutros, de que las asociaciones profesionales, por s mismas, fatal y ciegamente, van hacia la destruccin del Estado y son siempre libertarias e igualadoras. Estas asociaciones tienen en una sociedad de clases, y sus mismos afiliados no estn exentos de las influencias del presente sistema social; mucho menos han de estarlo, de por s, sus asociaciones. Lo que sealamos es la posibilidad nica que ellas tienen de ser la anttesis del Estado y de todas las normas autoritarias. Estamos lejos del fatalismo marxista, ante el que inclin su cabeza, a veces, ms de un anarquista. As como entendemos que la ANARQUA es posible, pero no creemos que est escrito que ha de ser establecida, ni podemos sentarnos a esperar su santo advenimiento, sabemos que es posible hacer la revolucin, pero nunca la damos por fatal, y, de la misma manera, decimos que las asociaciones profesionales pueden ser los rganos de la revolucin anticlasista o antiestatal, y aun que lo son por su origen y naturaleza, pero no eliminamos toda posibilidad de adulteracin ni esperamos que, a solas y ciegamente, como mquinas, hagan la revolucin, pues tenemos de sta un concepto voluntarista, muy semejante al que cientos de veces nos expuso genialmente Malatesta, y entendemos que sin consciencia no hay obra vlida: se quiere lo que se conoce, se hace lo que se quiere. Sin querer ser libre, no hay modo de serlo. Volviendo a las asociaciones profesionales, digamos que es posible contagiarlas de estatismo, darles estructura estatal, regirlas jerrquica y autoritariamente, incorporarlas al Estado o dar lugar a que se lo asimilen; pero, a diferencia de lo que ocurre con instituciones de otra naturaleza, en las profesionales no es necesario tender hacia la estatizacin: para trabajar, individualmente o en colectividad, no es necesario mandar, ni imponerse a nadie por la fuerza. All donde las tendencias falsamente apodadas nacional-socialistas han determinado ya un gran traspaso de propiedad burguesa a manos del Estado, ste, tras suprimir los partidos polticos de la democracia capitalista, ha aumentado el volumen de las instituciones profesionales, les ha dado rango oficial, ha elevado su importancia pblica, pero, a la vez, las ha convertido en ejrcitos de la produccin, en regimientos de oficio y hasta en brigadas de choque a travs de las cuales, y despus de dominarlas, puede conquistar el vasto campo de la economa y tener en sus manos los medios de vida de cada productor. As es que han venido a ser instrumentos del Estado, dciles a las rdenes ejecutivas de sus dirigentes, quienes, cada cual en su rango, no son representantes de los trabajadores, sino de la autoridad, y al fin miembros de la clase estatal, que es jerrquica por naturaleza y funcin. Mediante este procedimiento es posible volver a la esclavitud ms antigua, que fue aquella en que los esclavos pertenecan, en comn, a la sociedad que los apres. Solo que ahora es la sociedad misma la que puede ser esclavizada y poseda en comn, al modo nacional-socialista, o
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bolchevique, por la clase estatal. Las instituciones profesionales adquieren en este caso un carcter regimental, y entre sus miembros y las jerarquas estatales que les dan rdenes hay la misma relacin que entre la tropa y sus oficiales. El hecho de que los leaders de las asociaciones obreras reformistas, muchos de los tcnicos de empresa encargados de controlar la produccin, no pocos profesores de la plantilla oficial y un gran nmero de periodistas y escritores vinculados a los grandes servicios de propaganda tiendan a la planificacin econmica, hacia la nacionalizacin estatal de la tierra, de la Banca, de las principales industrias, no hace sino poner de relieve el peligro de que, hasta en los pases democrticos en que ms se habla contra las dictaduras totalitarias, se incorporen al Estado y propugnen sus normas antisociales quienes en las instituciones obreras antiestatales podran dar ms y mejor rendimiento social. Si estos elementos son perdidos por las asociaciones profesionales y en ellas queda tan slo el proletariado manual de la ciudad y del campo, la causa de la revolucin sufrir muy gran perjuicio. Mas si, por el contrario la supersticin estatal desaparece en gran medida y las asociaciones profesionales, sin adulteracin, se extienden hasta agrupar a toda la sociedad trabajadora, la amalgama de elementos intelectuales, tcnicos, obreros y campesinos ser capaz, no de conquistar el Estado, ni slo de destruirlo, sino tambin -y esto es lo que importa- de substituirlo con gran ventaja; y entonces empezarn la verdadera nacionalizacin de bienes y la socializacin autntica. Hemos dicho que la revolucin sufrira un gran perjuicio si perdiera el apoyo de elementos profesionales no proletarios, y esto requiere una explicacin. Vaya por delante una advertencia: no somos partidarios de hacer concesin alguna a la demagogia, pues creemos que el pueblo lo necesita todo, excepto lisonjas. Estamos al servicio de un designio revolucionario, pero no afirmamos sino lo que tenemos por cierto y no proponemos sino lo que creemos realizable; y cuando la verdad o la realidad, tal como nosotros las entendemos honestamente, se oponen a los tpicos con que se halaga a unas clases o a otras -sin excluir a la proletaria-, no echamos sobre ellas un velo de cobarda o de falsedad, sino que, ponindolas al descubierto, buscamos la solucin de los problemas que nos plantean, bien seguros de que es posible hallarla, de que tiene que haber una, y animados por la idea de que, si damos con ella, nuestras teoras quedarn robustecidas tanto ms cuanto mayor sea el nmero de difciles cuestiones a que puedan responder. Hecha esta advertencia, digamos que admitimos, con todas sus consecuencias, la lucha de clases, pues mientras stas existan no habr manera de evitar la guerra social. Manifestemos a continuacin que la clase proletaria -entendiendo por tal la mano de obra de la ciudad y del campo, los jornaleros agrcolas e industriales- es la nica capaz de permanente impulso revolucionario, y que slo sus asociaciones profesionales pueden ser las fuerzas de choque con que se abra paso la revolucin. Afirmemos tambin que, dada la organizacin tcnica de la moderna industria, que es inseparable de la sociedad, slo esas asociaciones proletarias pueden ser la base y la primera trama -o estructura- de la sociedad sin clases, a menos que se conciba la revolucin como un regreso a normas tcnicas dejadas atrs hace ya siglos. Pero, dicho todo esto, que a solas podra ser demaggico y tan engaoso como una verdad a medias, tenemos que aadir que, por s solo, el proletariado industrial y campesino es incapaz de hacer hoy, en cualquier pas industrialmente desarrollado, la revolucin social de que venimos hablando. Por qu? He aqu una razn: la sociedad, a la vez que una vasta empresa econmica, es un complejo cultural, y, a la larga, tan imperiosas son las necesidades intelectuales como las materiales ms perentorias; si el proletariado lanzado a la empresa de transformacin social tiene en su contra, y no a su lado, a la mayor parte de los elementos sociales ms cultivados, la escasa cultura que l tiene, no menos lamentable porque l no sea culpable de su propia deficiencia, har que la revolucin sea socialmente insatisfactoria en el orden intelectual, y
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nadie nos tolerar una especie de regresin al analfabetismo. Otra razn: como empresa econmica que es, la sociedad, aun en pases industrialmente atrasados, como Espaa, no puede ser atomizada por la revolucin hasta sumirla en aldeanismos, sino que forzosamente ha de ser considerada como un todo indivisible, cuyas partes, aunque autnomas, se quiera o no se quiera son y sern interdependientes, inseparables, hasta el extremo de que el regionalismo territorial ser tajado y cosido por el federalismo econmico de radio nacional; y una empresa econmica tan vasta como la social, slo puede funcionar mediante el auxilio de administradores de gran capacidad y tcnicos muy especializados. Sin dotes tcnicas y administrativas de primer orden, por lo menos iguales a las que sostienen el sistema burgus, la mano de obra trabajar cuanto se quiera, pero su escasez de capacidad superior tendr que producir un colectivismo comunalista, en regresin hacia la Edad Media, o el colapso econmico ser inmediato e inevitable, y en ambos casos la revolucin habr fracasado como empresa social de nuestro tiempo. Nadie se haga ilusiones respecto a estas crudas realidades, porque, se mienten o no, cuando el proletariado se ponga en marcha le saldrn al paso. Nadie las relegue al tiempo del combate decisivo, porque entonces no habr modo de resolver los problemas que plantean. Es ahora cuando hay que afrontarlas. Es hoy cuando el proletariado tiene que poner todo su empeo en ganar para su causa el apoyo decidido de los elementos que ha de necesitar en la revolucin hasta el extremo de que, sin ellos, no la har satisfactoriamente. El frente revolucionario debe extenderse, sin adulterarse, y el trmino proletario, que es muy estrecho, debe dejar su puesto al de trabajador, mucho ms amplio. La intelectualidad profesional, los tcnicos de la produccin, los administradores de la complicada economa moderna, son trabajadores, y el proletariado de la mano de obra tiene que hacer todo lo posible por llevarlos a su lado y por enfrentarlos -en su misma barricada- con el Estado y la burguesa. Como sentimos las influencias de la lucha de clases, en la cual participamos, tendemos inconscientemente a suponer que la revolucin es tambin de clase. Tal es la nocin que de ella tienen los marxistas, y por eso, como en Rusia la han hecho, les ha dado una clase por producto: la estatal. Pero la revolucin que nosotros propugnamos, y que en la sociedad presente slo puede ser emprendida por la clase proletaria, no es de clase, sino social, y aspira a lograr una sociedad sin clases. Es toda la sociedad trabajadora, si es posible, la que ha de incorporarse a la revolucin, y sta, en s, no puede ser otra cosa que la substitucin de la sociedad civil por la econmica -luego aclararemos esto-, la reduccin de todas las clases sociales al nivel que adquiera la productora, y a sus deberes, y a sus derechos. Como el obstculo en que se acumulan todos los que el presente sistema social opone al futuro es el Estado, bien podemos decir que el problema de nuestro tiempo no es organizacin, o libertad, sino Estado, o sociedad. Si sta no destruye a aqul, aqul hundir a sta en la esclavitud, y tal vez en la miseria. Bien nos lo anuncia la pavorosa capacidad de aniquilamiento que ha mostrado la guerra

CAPTULO 18 EL MITO DE LA NACIN COMO SOCIEDAD CIVIL

Hemos dicho en el captulo anterior que, como empresa econmica que es, la sociedad, aun en pases industrialmente atrasados, no puede ser atomizada por la revolucin hasta sumirla en aldeanismos, sino que forzosamente ha de ser considerada como un todo indivisible, cuyas
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partes no pueden tener absoluta autonoma, aun siendo sta tan conveniente, sino aqulla compatible con la eficiencia que el todo espera de ellas; y luego hemos aadido que la revolucin no puede ser otra cosa que la substitucin de la sociedad civil por la econmica. El primer aserto, que es tan franco cuando exige nuestro intento de afrontar realidades, acaso sea considerado o como una abjuracin de los principios del anarquismo o -peor an- como un indicio de que tenemos por imposible la reorganizacin social sobre bases autonmicas, y el segundo es tan vago elemental, que no habr modo de entenderlo con alguna concrecin. Es preciso aclaras ambos. Por lo que hace al primero, obsrvese que hablamos de la sociedad como econmica, no en ningn otro sentido, y tngase en cuenta que las frases transcritas, como todo este ensayo, son posteriores a unos apuntes inditos, en que, bajo el ttulo Con el sudor de tu frente, intentamos exponer una interpretacin profesional, sindicalista o tcnica de la evolucin social. Nuestra teora del trabajo, que nace de un grato estudio de la influencia del mismo en el desenvolvimiento humano, y que no pasa de ser una generalizacin ideolgica de mltiples y diversas realidades observadas, nos permite ver en l la ms cabal expresin del factor de sociabilidad que, con el de racionalidad, concurre en la famosa definicin aristotlica del hombre. Consideramos que el trabajo ha sido siempre, y es, y ser, el vnculo social por excelencia de los hombres autnticos, fabriles, y que lo que ha prolongado de continuo el radio de todas las sociedades, lo que ha venido abatiendo toda suerte de fronteras, ha sido el progreso tcnico, resultante, a su vez, de la ayuda mutua cooperadora. Pero tambin advierte que, a medida que los grupos humanos colaboran y se ligan entre s econmicamente, tanto mayor es, o, al menos, puede ser, para todos ellos su caudal de libertades, ya que tambin es mayor el potencial de recursos que les cabe conseguir. Y de esto, a poco que se profundice, salta a la vista que hay ms de una sociedad: la econmica es muy amplia, y cuanto ms lo sea, ms beneficios podrn obtener de ella quienes la integran; pero su ampliacin continua no hace necesaria la expansin de la civil, sino que, por el contrario, le proporciona la posibilidad de vivir sin autarqua, de abrir las ventanas al mundo sin necesidad de echar la casa por ellas, de ser libre y verdadera en su recinto, que es su propio trmino municipal, aqul en que se mantiene la relacin vecinal directa cuando -con arreglo al buen consejo de Aristteles- la sociedad civil queda reducida al Consejo abierto de las gentes que, adems de conocerse, pueden verse y orse en su total reunin. La amplia unin cooperadora no es un fin en s misma, sino un medio tendente a lograr la autonoma absoluta de las pequeas sociedades civiles y la completa libertad del hombre en stas para vivir en su modo y pensar por su cuenta. La tcnica, entendida sta como un conjunto de normas de produccin en comn, como un sumario de mtodos de trabajo social, tiende a proporcionarnos los medios de vida que nos permitan individualizar los modos de vivir y desligarnos de la dogmtica, que es un prontuario de normas de pensamiento para todos los cerebros. La vieja Confederacin Hansetica fue el esquema de una sociedad econmica a la que pertenecieron ciudades libres de diferentes pases, cada una de las cuales administr con absoluta autonoma sus asuntos civiles o privativos. Por ejemplo, la Justicia. Una ciudad flamenca, o suiza, no habra tolerado que otra tudesca, o la Confederacin en pleno, hubiera intervenido en sus decisiones sobre cualquier crimen acaecido en su propia demarcacin jurisdiccional; pero en las cuestiones econmicas sujetas al pacto confederal, qu ciudad habra osado oponerse a las decisiones mayoritarias de la Confederacin? Traemos este caso a cuento para hacer ver que ha habido -como, en efecto, hay ahora, aunque no se advierte tan a las claras- sociedades simultneas de diferente amplitud, unas dentro de otra, y tanto ms libres, independientes, autnomas y seguras de s mismas las menores, o civiles, cuanto ms amplia y firme fue la mayor -es decir: la economa-. Por lo mismo que el trabajo es la mejor expresin de la sociabilidad humana, las asociaciones o sociedades derivadas de l, y de l tan slo, pueden extenderse ms que las dems, es imposible evitar su continuo crecimiento, y el Estado que no lo admite de grado ha de admitirlo por fuerza, o si no lo tolera por la va natural
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de la cooperacin pacfica, tiene que abrirle las de la guerra y la conquista. Pero el trabajo, de por s, ensancha la sociedad y sacrifica la autonoma econmica de sus ncleos integrantes tan slo para asegurarles, como clulas civiles, ms y ms independencia, mayor ejercicio de la racionalidad y la volicin humanas. Mas, por desgracia, nuestras instituciones sociales no vienen del fiero de la carta puebla, sino de las condiciones de la enfiteusis y la encomienda castrense; no del burgo concejil, sino del feudo de seoro; no del Municipio representado por la asamblea en reunin de los vecinos en Consejo abierto, sino del real, de la tienda de campaa plantada en el status, estadio o estado trazado por la regla recta, rectora y reglamentadora del conquistador al cuadricular la tierra para el reparto. Vienen del hall en que resonara la voz ruda de un caudillo, que empez por dar rdenes marciales, y despus proclam leyes civiles y dict fallos de juez. Real y verdaderamente, el trabajo fue haciendo sociedad, mantenindola, ensanchndola sin tregua, derribando toda suerte de mojones y haciendo a los pueblos colaboradores, interdependientes, con lo que les dio ms y mayores posibilidades de vivir en libertad; pero, a la vez, y no por razn natural, sino por mera circunstancialidad histrica, la autoridad fue alzando nuevas fronteras y negando libertades dentro de ellas: le puso puertas al campo de la cooperacin, y en cada una un fielato, para cobrar toda suerte de tributos; dividi la muy amplia sociedad econmica en sociedades o suciedades polticas en guerra, cada una de las cuales slo podra ampliarse dominando a las contiguas; y, adems, esa autoridad, que es la del Estado, dio a su sociedad privada, a su propiedad, a su predio o a su presa, que es la nacin, atribuciones que no le correspondan, pues siguen siendo, por naturaleza, o facultades privadas del individuo como en el caso de creencias y opiniones- o derechos colectivos, vecinales, de ejercicio directo -como en el caso de la justicia contra el robo, la calumnia, la agresin personal, etc.Se las dio slo de mentirijillas, y l, el Estado, que no la nacin, las ha venido ejerciendo, aunque en nombre de ella. Y ocurre que la nacin, viendo que el Estado ejerce determinados poderes, tiende a creer que son suyos y que el Estado se los usurpa, cuando, en verdad, no son de l, ni de ella. Si las Comunas de la Edad Media se hubieran federado siendo libres, ninguna de ellas habra perdido la autonoma de su administracin local, porque sta, en la medida en que es estrictamente local, no es federable -pase el sentido vulgar de esta palabra-, no puede ser nacionalizada; y aun la ms amplia federacin de Municipios haba podido dejar intactas las peculiaridades internas de cada uno, a la vez que los Gremios de todas, agrupados en Federaciones de ramo industrial al legar a obtener cierto grado tcnico, habran establecido una asociacin profesional o sociedad econmica, extra-municipal, amplsima, de unidades interdependientes hasta el extremo de desenvolverse con arreglo a un plan comn, beneficioso para todas, de todas ellas liberador. Pero el proceso oficial del desenvolvimiento europeo no ha sido se, el del trabajo y la libertad, es de la cooperacin y a la convivencia, el del Gremio y el Concejo, sino el del dominio y la autoridad, el de la guerra y la rapia, el del feudo y la mesnada. La unidad municipal fue convertida en seoro, y el seor usurp los derechos civiles del Concejo, que, por el mero hecho de la usurpacin, del tort o entuerto, dejaron de ser derechos, pasaron a estar torcidos, o tuertos -como se dice en mi tierra burgalesa-. De manera que se trocaron en indicios o expresiones del poder militar que los rob, en odiosos poderes de bandolero. A medida que el seor ensanch su seoro, fue repitiendo en todas partes la primera usurpacin, acumulando derechos tuertos, aumentando sus poderes personales, y pronto lleg un momento en que, para justificar de algn modo tales atributos de la fuerza bruta, recurri a un mito poltico, a la mentira de decir que la suma de sus poderes -obtenida a fuerza de substraerle derechos al pueblo- era el Poder pblico, ejercido por l, en nombre de sus sbditos, en defensa y servicio de ellos Y el pueblo crey que, en efecto, los poderes que ejerca el seor eran, como tales, como atributos autoritarios, verdaderos derechos populares. Tom, pues, el rbano por las hojas. Y cuando ese proceso de integracin social por va poltica, autoritaria, estatal, lleg a constituir
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las naciones modernas, los poderes concentrados en el Poder siguieron siendo un camelo algebraico: la contrapartida de los derechos usurpados por el Estado a la nacin entera, que, en casi todos los casos, qued sujeta a la legalidad centralizadora, unitaria, absolutista, del rey y sus cortesanos del Real Consejo o del Consejo de ministros, de la regia camarilla o de la Cmara parlamentaria, de un entuerto y un embuste. La autonoma municipal, los derechos de la autntica sociedad civil, que es el vecindario de cualquier localidad, haban muerto, como tales, al quedar convertidos, mediante el tort de la usurpacin, en poderes mticos de otra sociedad civil, ms amplia, pero artificial, y aun ficticia en cierto grado: la nacin, que -repitocuando se encrespa no pasa de suponer que lo que el Estado le usurp fueron los poderes que integran el Poder, cuando fueron, en verdad, los derechos civiles de cada vecindario, las libertades de cada hombre, que slo se recobrarn al desintegrarse y desvanecerse, con el Estado, el Poder. La revolucin rousseauniana, que ha hecho ya excesivos daos en siglo y medio de duracin, ha intentado dar la nacin o al pueblo, como voluntad general, los poderes que el rey deca tener por la gracia de Dios. Pero lo que el pueblo tiene que recobrar no son poderes, sino derechos, y entre stos no se cuenta, ciertamente, el contra-derecho, el entuerto o tort de determinar por autoridad de mayoras de votos lo que antes fue determinado por autoridad de predominios armados. Si la integracin oficial de la sociedad ha sido una acumulacin de poderes, una permanente usurpacin de derechos, menester ser ahora, para toda revolucin de carcter libertario, desintegrar polticamente la sociedad, cortar los lazos autoridades de la nacin, destruir la nacin que conocemos desde el fin de la Edad Media, a fin de acabar con todo indicio de espuria soberana nacional, que es tirana estatal fementida hasta de nombre. La nacin, como sociedad civil, es un mito funestsimo, es un engendro autoritario capaz de esterilizar toda norma libertaria de organizacin social. No habr -entindase bien esto, que es de suprema importancia- sistema alguno satisfactorio mientras se tolere que los poderes de la nacin sean superiores a los derechos del Municipio, y slo las libertades individuales y concejiles pueden formar una nacin libre, sin poder alguno, pero llena de derechos efectivos.2 Considerndose heredera del Estado, la nacin tiende a vivir de lo que el otro rob, y a sacar partido de sus inicuas usurpaciones. No es posible admitir eso, y el anarquista ha de prever desde ahora lo que habr de suceder en el proceso revolucionario: primeramente, se enfrentar la nacin con el Estado, porque ste cada vez se perfila ms netamente como clase aparte, superpuesta a las dems, explotadora de todas ellas, y, a la corta o a la larga, el Estado ser vencido por la nacin; pero esa victoria tendr ms de formal que de efectiva, porque la nacin querr para s los poderes que al Estado se le caigan de la mano, y para ejercerlos se proporcionar nuevos rganos ad hoc, tan estatales como los hoy existentes, aunque varen de forma. Lo cual quiere decir que, desde el punto de vista libertario, anarquista, humano a carta cabal, la revolucin no puede limitarse a destruir el Estado, sino que tambin ha de hacer aicos la nacin misma como sociedad civil elefantisica, superior a la capacidad de relacin directa, efectiva y constante de los hombres, e incontrolable por stos, en consecuencia. Esto alarmar, seguramente, a todos los demcratas habidos y por haber, porque hasta a muchos anarquistas les har rascarse la cabeza y abrir los ojos, como si se hallaran ante un abismo con el que nunca contaron. No estar, pues, de ms que unos y otros tomen nota de estos magnficos pensamientos de Pi y Margall: La democracia, cosa rara, empieza a admitir la soberana absoluta del hombre, su nica base posible; mas rechaza an esa anarqua, que es una consecuencia indeclinable. Sacrifica la lgica ante los intereses del momento, o, cuando no, considera ilegtima la consecuencia, por no comprender la conservacin de la sociedad sin un poder que la gobierne. Este hecho es
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La nacionalidad -escriba Lord Acton en 1862- no tiende ni a la libertad ni a la prosperidad, que ella sacrifica a la necesidad imperiosa de hacer de la nacin el molde y la medida del Estado. La va ser marcada por la ruina, as moral como material.
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sumamente doloroso. Se reconocer, pues, siempre mi soberana slo para declararla irrealizable? No ser nunca soberano sino de nombre?... Yo, que no retrocedo ante ninguna consecuencia, digo: El hombre es soberano, he aqu mi principio; el poder es la negacin de su soberana, he aqu mi justificacin revolucionaria; debo destruir ese poder, he aqu mi objetivo. S de este modo de dnde parto y a dnde voy, y no vacilo La constitucin de una sociedad de seres inteligentes, y por lo mismo soberanos, prosigo, ha de estar forzosamente basada en el consentimiento expreso, determinado y permanente de cada uno de sus individuos. Este consentimiento debe ser personal, porque slo as es consentimiento; recaer de un modo exclusivo sobre las relaciones sociales, hijas de la conservacin de nuestra personalidad y del cambio de productos; estar constantemente abierto a modificaciones y reformas, porque nuestra ley es el progreso. Busco si es verdad esta asercin, y encuentro que sin este consentimiento la sociedad es, toda, fuerza, porque el derecho est en m, y nadie sino yo puedo traducir en ley mi derecho. La sociedad, concluyo, por lo tanto, o no es sociedad o, si lo es, lo es en virtud de mi consentimiento. Mas examino atentamente las condiciones de esta nueva sociedad, y observo que para fundarlas no slo es necesario acabar con la actual organizacin poltica, sino tambin con la econmica; que es indispensable no ya reformar la nacin, sino cambiar la base; que a esto se oponen infinitos intereses creados, una preocupacin de siglos, que nadie combate an; una ignorancia casi completa de la forma y el fondo de ese mismo contrato individual y social que ha de subsistir a la fuerza; que esta oposicin; digo: La constitucin de una sociedad sin poder es la ltima de mis aspiraciones revolucionarias; en vista de este objetivo final, he de determinar toda clase de reformas. Se habr advertido, supongo, lo que implica eso de que no slo es necesario acabar con la actual organizacin poltica, sino tambin con la economa, y lo de que es indispensable, no ya reformar la nacin, sino cambiar la base. En efecto, la nacin formada por la autoridad para su propio robustecimiento no puede servir de ambiente a la libertad, ni ahora ni nunca. Cualesquiera que sean nuestros recursos tcnicos, por formidables que sean los medios de comunicacin con que podamos contar, la facultad humana a cuyo servicio estn es y ser sumamente limitada, nuestra capacidad intrnseca para la vida de relacin carece de universalidad, y slo resulta directa, efectiva, consciente y racional en ambientes muy reducidos, de vecindad. Hoy conocemos a los polticos principales de medio mundo, mas no sabemos ni el nombre de quienes viven en nuestra calle, y aun en nuestra misma casa, porque la vida poltica estatal nos est dejando sin vida de relacin, sin verdadera sociedad. Cuando se cuenta con la radio, el avin y las dems maravillas mecnicas de este siglo, ser posible dar rdenes a todos los habitantes poder para anularle a cada cual su albedro; pero si ste es respetado, si cada hombre dispone de libertad para ejercer sus derechos, no habr manera de que se avengan a respetar una sola ley, ni modo alguno de evitar que el intento de unirles en una sola sociedad civil acabe en otra Babel de universal confusin. La autntica sociedad es un crculo cuyo radio es la capacidad de relacin del hombre al vivo, al natural, y cuyo plano es determinado por la rotacin libertaria de aquel radio. Una nocin de millones de hombres es una crcel para casi todos ellos; es una entidad poltica tan superior a las facultades humanas de relacin, que los hombres que creen integrarla estn plenamente sometidos a ella, cualquiera que sea el sistema de gobierno que la rija. Las masas de nuestro tiempo, formadas por hombres deshumanizados, no son solamente productos del Estado, sino tambin de la vida nacional. En una ciudad de ocho millones de habitantes, como Londres, el ciudadano es un punto geomtrico, abstracto, polticamente irreal, del radio que por rotacin autoritaria forma el crculo urbano, y es imposible evitar, aun dentro de la mejor democracia, que ese punto geomtrico, consciente de su propia insignificancia, renuncie hasta el intento de
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comprender lo que ocurre en el crculo a que pertenece. Es una mera nonada, sin anhelo alguno de iniciativa, sin un afn de determinacin, que slo aspira a gozar la paz del anonimato, de la omisin, de la nada. El sentido de frustracin, de impotencia y de renuncia se multiplica cuando el individuo advierte su propia insignificancia en el conjunto de la Unin Sovitica, qu puede hacer, sino pasmarse ante la idea que no le cabe en la cabeza? De qu viene el adorar a Dios, sino de la imposibilidad de abarcar el infinito universo, de la necesidad mental de reducir la inabarcable diversidad de los mundos a la unidad de un concepto o de una imagen? Pues, de igual modo, mientras nos empeemos en tener sociedades de millones de seres, la imposibilidad de conocer a todos, de relacionar nuestra viva realidad con la de ellos, nos forzar a idealizar la realidad de todos, a crear dioses polticos y a comulgar con las ruedas de molino que nos ofrezcan sus sacerdotes. Si los anarquistas espaoles experimentamos, frecuentemente, ciertas sensaciones de libertad, es porque nuestras ideas nos han sacado de la sociedad espaola nacional, nos han trasladado a la sociedad menor -y, por eso mismo, ms verdadera- del Sindicato, de los compaeros conocidos, de nuestra vida de relacin y de accin directas. Lo mismo le pas al monje de la Edad Media en la comunidad conventual, isla de paz y cooperacin en el encrespado mar de la blica rapia. Y otro tanto le pasa al labrantn en su pueblo, al villano en su rincn, mientras la Guardia civil y el recaudador de contribuciones no le recuerdan que pertenece a una nacin determinar. La nacin es la sociedad humana a la medida del Estado, no del hombre. Como el Estado crece, la nacin ha de crecer, y hemos llegado a un momento histrico en que el Estado yanqui y el ruso, viendo el potencial de fuerzas que la tcnica moderna pone a su disposicin, quieren arrasar todas las funciones para instaurar el dominio de uno de ellos en toda la redondez de nuestro planeta. El primer bandido que llegue a lograr tal cosa, recitar el bello cuento de que mi patria es el mundo, y mi familia, la Humanidad; pero no tardar en proclamarse dios, para todos, bajo l, nos sintamos hermanados. Mientras haya Estado, habr naciones, y mientras haya naciones, tendr que haber Estados. Es menester acabar con unos y otras al mismo tiempo. Ambos son encarnaciones de mitos funestsimos, que deshumanizan por completo al hombre, hasta hacerle o bestia o dios. La ligazn y la urdimbre de la nacin es su aparato poltico, u ortopdico: ese Estado centralizador, que, desde que existe, al legislar liga y ata -como nos advierte la etimologa de legislar-. Hay que quebrantarlo, e inmediatamente ser preciso impedir que los hbitos polticos, los sentimientos nacionales, el mito de la gigantesca sociedad civil, substituyendo a los quebrantados vnculos legales del Estado destruido, mantengan la vieja unidad nacional, porque si sta subsiste pedir Estado que la gobierne y la exprese, que haga comprensible su inabarcable entidad, que d visos de verosimilitud al soberano camelo que ella es. La amplitud de la sociedad verdadera, natural y eficiente, que ha de substituir a la presente sociedad nacional, terrible engendro del Estado, ha de estar determinada por la necesidad y la capacidad de relacin del hombre libre, y esto desdobla el actual concepto de sociedad en dos: el netamente poltico y el econmico. La sociedad poltica futura ser la misma del remoto pasado: el Municipio, en cuyo Concejo abierto se conocen los vecinos. No podr ser mayor, en modo alguno, porque el hombre, pese a que vuela y difunde voces e imgenes por la anchura de la Tierra, sigue vinculado a localidades, jams ser ubicuo y nunca podr convivir por medio de conceptos de universalidad, sino por medio de contactos sensoriales, sumamente limitados. Hay que volver de lo abstracto a lo concreto, de los mitos polticos a las realidades humanas. La sociedad econmica, por el contrario, puede extenderse hasta donde permitan nuestros medios tcnicos, y hoy, de una manera o de otra, todos los pueblos pertenecen a ella, solo que algunos como amos, y los dems como criados o siervos. Que por qu extender una, y no la otra? Por la sencilla razn de que es posible cambiar caf por hierro, con beneficio mutuo para quienes hacen ese intercambio, pero es una mentecatez empearse en que la gente del Brasil hable ingls, o
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portugus de So Paulo los ingleses, y es conveniente que el arroz que pueda sobrar en China vaya a los Estados Unidos, pongo por caso, a cambio de que los yanquis enven all su excedente maquinaria, pero sera una monstruosidad desear que los mecnicos de Detroit y los campesinos de la cuenca del Yang-S, tan diversamente civilizados, con tan distintas nociones de valores, vivieran del mismo modo, por disposicin de una sola ley.

CAPTULO 19 LIQUIDACIN MEGA-URBANA POR DERRIBO

Obvio resulta que cuando hablamos de destruir la presente sociedad capitalista no tenemos el deseo de fusilar a quienes la integran, ni aun siquiera a quienes tienen ms privilegios en ella. Nuestro anhelo es hacer el sistema social que hoy padecemos, la estructura estatal de que provienen la divisin del conjunto social en clases, la competencia en la adquisicin de los medios de vida que proporciona el trabajo cooperativo, y el sometimiento de unos hombres a otros. Una vez destruido ese sistema oficial, que el Estado produjo, representa cabalmente y mantiene en vigor a toda costa, inevitable ser que se desintegre la sociedad contenida en l: la nacin quedar despedazada, sueltas y libres de pronto las unidades municipales que a la fuerza la integraron, extinto el largo proceso de agrupacin centralista y dominadora, pero iniciada -por fin!- la audaz recuperacin de los derechos perdidos durante el pasado perodo de estatizacin, de fosilizacin poltica de la sociedad. Conviene o no conviene llegar a eso? Indudable es que conviene. La desaparicin del Estado supone el quebrantamiento de la nacin que le serva de predio y de arma, supone la desintegracin del conjunto poltico nacional, pero en modo alguno implica la extincin de las unidades municipales, ni la de las asociaciones vivas de carcter voluntario, ni la de la familia. Estas entidades son, como humanas y sociales a carta cabal, ms perdurables que el Estado y que su hechura moderna: la nacin. Y el hecho de que la muerte de la nacin y del Estado deje inclumes las otras entidades, debe bastar para prescindir de tener en cuenta los inconvenientes de que aparezca, porque son de todo punto imaginarios. La extincin del Estado -dirn algunos- dar lugar a la prdida de sus ricas posesiones coloniales. Ciertamente. Pero hay ttulo moral alguno para seguir ordeando tan mansas vacas de leche? Y por qu no tener en cuenta la opinin de los pueblos coloniales, en vez de la otra, tan vil, de los colonizadores? No faltar quien alegue que el quebrantamiento de la nacin reducir la capacidad vital de las unidades locales que la integraban. Y hay que contestar que no, porque el quebrantamiento nacional de que aqu hablamos es poltico, y apenas acontezca podr ser sucedido por una reintegracin econmica libre, cuyo radio federal podr ser mucho ms largo que el nacional de la poca anterior. Tampoco faltar quien, olvidando que propugnamos la destruccin de todos los Estados, nos indique que si es destruido el suyo, y si, a consecuencia de eso, su nacin queda hecha aicos, tales aicos estarn a merced de los Estados que subsistan. Y a eso tendremos que responder no slo indicando que todo Estado, sin excepcin, debe ser abolido por completo, sino tambin advirtiendo que, actualmente, lo peligroso para toda nacin, lo que amenaza a todos los pueblos, es precisamente la existencia de los Estados, ya que stos, mientras perduren, sern rivales entre si, no tendrn otro objetivo que el de prevalecer predominando, y
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siempre, siempre, carecern todos ellos de moralidad, de las virtudes caractersticas del calor humano, de la vida natural. En todo el mundo existe, y ha existido siempre desde el comienzo de las crnicas histricas, ese peligro de las rivalidades estatales, que ahora adquiere, entre las nubes tormentosas del Este y del Oeste, de Rusia y los Estados Unidos, el carcter de un rayo jupiterino, como antao lo adquiri entre la Roma legionaria y la Cartago mercader. Pero se pasa por alto el hecho de que el principal problema poltico del mundo -en en ancho ruedo internacional- es consecuencia directa de la amenaza que implican los Estados. Nos referimos al destino impuesto -y por eso mismo, falso- a la India, a China y a la Unin Sovitica. He ah tres vastas zonas geogrficas, bien abundantes las tres en recursos econmicos primarios, y habitadas por formidables masas humanas, que desgraciadamente tienen un bajo nivel cultural. Este nivel cultural, que implica una gran deficiencia tcnica, reclama para la mayor parte de esos tres pases un rgimen social primitivo, de comunalismo agrario, cuya unidad sea la aldea cooperadora, ms o menos patriarcal en su estructura poltica. El nico modo de que las gentes de esos tres territorios sean libres, se rijan por s mismas, se sientan a gusto en el ejercicio de sus viejos hbitos, es el que proporciona -o podra proporcionar- la reduccin de su ambiente social al trmino de su aldea. Pero si ocurriera eso: si la India, China y la Unin Sovitica quedaran sin vnculos estatales, sin las polticas ligaduras que las hacen o tienden a hacerlas naciones, unificadas y monolticas, sus territorios, sus gentes, sus riquezas estaran a merced de los ladrones de encrucijada a que llamamos Estados, o Potencias. Por lo tanto, los pueblos primitivos de la Unin Sovitica slo pueden conservar su independencia sacrificando su libertad, slo pueden librarse de las garras del imperialismo capitalista dejndose estrujar por las del zarismo de ayer o de hoy, y, en vez de un comunalismo aldeano y libertario, que les hara felices y les permitira evolucionar hacia ms alta cultura, hacia ms compleja tcnica, hacia normas econmicas de comunismo federativo, se ven sujetos a la esclavitud en el conjunto nacional establecido por la feroz dictadura bolchevique. Ocurrir igual en China si, tras el largo perodo de invasiones disfrazadas de guerra civil, un partido poltico-militar logra afirmar su predominio y establecer un conjunto nacional, independiente en mayor o menor grado. Un pueblo tan inculto y numeroso como el chino, ocupante de tan vasto territorio como el suyo, slo puede ser una nacin a la moderna sacrificando su antiguo modo de vida, dejando la libertad del viejo comunalismo entre las uas de una rapaz tirana, que quiz se califique comunista. Y otro tanto ocurrir en la India, tras la racha de aparentes guerras civiles que seguir a la extincin del coloniaje britnico, el cual, muy hbil y desalmado, muy cuco, se dedic a explotar con tiento, en vez de a emprender misiones descabelladas con fanatismo parejo al espaol en Amrica, y por eso toler, mantuvo, las village communities indgenas, cuya existencia rezagada, analfabeta, basta para explicar el milagro de que haya sido posible dominar a centenares de millones de indios con guarniciones exiguas hasta la insignificancia. Pero Nehru y sus colegas, como Jinnah y los suyos, son naturales del pas, y, cualquiera que sean sus sentimientos de casta, o de faccin religiosa, tienen tambin patriotismo, un fervor nacionalista, que les llevar a defender la independencia de la India robustecindola interiormente, modernizndola, barriendo a tiros las milenarias supersticiones del pueblo -como en Turqua hizo Ataturk-, las milenarias village communities, los milenarios principados siempre un tanto fabulosos y remotos, hasta en el mismo pas que ha costeado sus insultantes fastuosidades-, en cuyo lugar se instaurar, omnipresente, ubicua, gris de langosta legionaria y curialesca, la dictadura estatal, que, tambin, quiz presuma de democrtica, de comunista o de ambas cosas a la vez.3

Esto fue escrito antes de la divisin de la India.


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Pero, si no hubiera Estados en el mundo circundante, China, la India y la Unin Sovitica podran revertir, de inmediato y por completo, a las normas sociales ms adecuadas a su cultura, y el despedazamiento de cada conjunto nacional, la disgregacin de cada una de esas tres aglomeraciones de pueblos, supondra para stos una cosecha de libertades en cada ambiente local. Y luego, qu? Luego habra de venir, por conveniencia mutua de aquellos pueblos y de los ms avanzados en la evolucin tcnico-industrial, la formidable empresa mundial de todo un siglo, o de dos, consistente en poner los tres pases, ms toda el frica y tres cuartos de Amrica, a la altura cultural de los ms progresivos, y en elevar en el mundo entero el nivel de vida de todo ser humano, gracias al uso del potencial econmico que atesoran los Continentes menos labrados. ---------Lo que bien podra ser epopeya de epopeyas creadoras, obra humana de grandeza sin rival, pacfica aparicin de mil emporios de riquezas sin imperio, es, por el contrario, la pesadilla del mundo entero, una de las causas del hambre y la esclavitud que estn sufriendo y han de sufrir ms de mil millones de seres humanos, la presa que se disputan los Estados ms potentes de la Tierra. Y lo es por culpa de stos. Todo Estado, pues, estorba, y toda nacin poltica -todo body politic superior al Municipio-, toda presa estatal, debe desaparecer, desintegrndose en sociedades civiles libres, capaces de federarse para fines econmicos. No hay razn para tildar de inconveniente la extincin de las naciones. Mas no faltar realista al suyo que pregunte si es posible. Ahora que, teniendo en cuenta las principales y autnticas realidades polticas de esta poca, mejor ser preguntar si hay manera de evitarla. En efecto, la bomba atmica, aun en el supuesto demasiado optimista de que no pase de ser ms devastadora que la que redujo Hiroshima a polvo y millares de nipones a cenizas y vapor, da al traste con el concepto de nacin que se ha venido teniendo desde los tiempos de Carlos V o de Maquiavelo, porque puede aniquilar la realidad fsica nacional. Muchos son los inventores que se cogen la nariz con el invento. Eso es lo que han hecho los capitalistas con muchas de sus rateras: la libre competencia les ha llevado a los monopolios, que acaban con ella, y los monopolios al capitalismo de Estado, que se los traga; el uso del aparato estatal como arma de primer orden en la lucha de clases y en el robo imperialista dio lugar a un incesante incremento de los poderes del mismo, y esos poderes han permitido al Estado independizarse de la clase social a que serva, erigirse l mismo en primera clase privilegiada, desbancar por completo a los burgueses, que hoy estn en todo el mundo a su merced. Y los nacionalistas de toda suerte, como cuantos siguen hinchando el perro del Estado todava, han hecho y hacen tres cuartos de lo mismo, porque unos y otros acaban por armar tan desatinada y pavorosamente a sus ejrcitos de agresin, que para ningn Estado ni nacin alguna se vislumbra en el futuro la esperanza de hallar medios de defensa. Quienes tericamente defendan el sistema burgus, se dieron prisa a aniquilarlo con sus prcticas, y otro tanto estn haciendo con el Estado y con la nacin quienes nos reprochan, a los anarquistas, el ser enemigos de una y otro, a la vez que se suponen fieles servidores de ambos. Los nuevos recursos blicos dan, por una parte, al poder poltico alcance extra-nacional, dimetro propio del ecuador y los meridianos, pero, por otra, reducen la realidad fsica de la sociedad a dimensiones casi aldeanas. Cabe establecer un Estado mundial, pero no es posible mantener las naciones, ni aun las grandes ciudades que sirven a cada una de plexos nerviosos y vsceras principales; y maana, cuando adquiera vida propia -aunque de tipo parasitario, naturalmente- el Estado mundial que existe ahora en embrin, cada uno de sus polvorines le amenazar de muerte; y cuando sus generales y polticos se disputen el Poder con los recursos de que cada cual dispongo, toda guerra pretrita, entre las grandes Potencias del pasado, parecer escaramuza de paladines o cortesano juego de caas.
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Pero tal vez no haya lea ms que para una fogata. El profesor Urey, que intervino en la fabricacin de las primeras bombas atmicas; ha dicho custicamente que la prxima guerra ser librada con tal clase de artefactos, y la siguiente, con azagayas No se despache el asunto creyendo que esto es un chiste. La verdad es que la capacidad destructiva de que se arma la apetencia de dominio caracterstica del Estado es superior a la capacidad de defensa de todo Estado nacional, y aun a la capacidad de resistencia y control del Estado mundial, nico. Sin apetito de imperio, no hay Estado; con apetito de mando, el postrer Estado reventar de un empacho de energa fsica, o volar al estallar sus polvorines. Pero el hombre, tanto individual como socialmente, ya un poco mejor, ya un poco peor, y rico o pobre, culto o inculto, seguir amando la libertad Nos hallamos al fin de la edad histrica que Petrarca presinti, que inaugur Galileo, que atemoriz un tantico a Leonardo de Vinci, que corrompi a Len X, que emponzo a los siniestros Borgia, que prometi a los alquimistas la conversin del metal en metal noble as como el Medievo prevaleci la mana caballeresca de obtener algo por nada, que todava sigue vigente entre las clases privilegiadas-; y aqu fenece la poca de la fbula faustiana: la de quienes vendieron el alma al diablo, o la conciencia al mejor postor, y en lugar de abrir sendero con el pie de labrador, lo abrieron con el canto de los corceles de guerra, y ms caminos trazaron con el canto estrecho de la moneda que con la llanta del carro; la poca del descuento y el inters, la de las ciencias exactas y el latrocinio por partida doble, la de las masas fsicas y humanas, la de las cantidades y las abstracciones, la de la mina a la guerra, la de la fbrica al ejrcito, la del hospicio a la crcel o al hospital, la de lo diverso a lo uniformado, y despus a la uniforme; la de lo sencillo a lo ms complejo, la de lo suelto a lo atado, la de lo libre por naturaleza a lo legal por imposicin, la de integracin poltica a costa de la creciente desintegracin humana La acumulacin de poderes polticos y econmicos ha dado lugar durante varios siglos, y especialmente durante los dos postreros, a formidables concentraciones urbanas, en las que se mezclan la inanicin explotada, el parasitismo derrochador, la autoridad engreda, la libertad en desuso, la servidumbre bajo mil normas encanalladas. La formacin de las grandes ciudades han sido siempre obra estatal, esencialmente autoritaria, inconcebible sin las instituciones de poder y sin las actividades de explotacin y rapia que le son propias. No hay factores tcnicos, ni financieros, ni culturales, ni de ninguna otra clase, que basten para explicar la existencia de las monstruosas metrpolis de hogao o de la antigedad, si se prescinde de tener en cuenta, por encima de todos ellos, los de carcter estatal. Pero si los estadistas, cuya razn de ser, a lo que se dice, no es otra que la de oponer la ley a la fuerza y autoridad del poder pblico al terrorismo de cualquier Ravachol o cualquier Orsini, siguen imponiendo el orden e instaurando la justicia con la bomba atmica, no habr grandes ciudades por mucho tiempo, a no ser que ellos, valientes como los topos, las conviertan en toperas a cien estadios bajo la costra terrquea. La desintegracin urbana ser, en efecto, iniciada por los polticos, que determinaron el proceso opuesto; ellos sern los primeros en procurar ponerse a salvo de las tormentas de fuego que fatalmente provocarn si no acabamos a tiempo con tal moralla; y, tras ellos, partirn las ratas de su entourage, diseminndose por los campos, y los ricos temerosos de que el calor de las explosiones les funda el oro y la plata, les reduzca a pavesas las acciones y les incinere el cuerpo como a cualquier quidam de los nacidos para morir por la patria. Hemos llegado a una situacin en que la existencia del Estado nacional hace imposible la subsistencia de la nacin y permanentemente implica el riesgo de que las grandes ciudades sean fsicamente aniquiladas. Calculan hoy los peritos militares que, en una prxima guerra, slo se salvaran de la bomba atmica las ciudades de menos de cincuenta mil almas, y stas nicamente porque los gastos de produccin del artefacto capaz de destruirlas son superiores a lo que, en circunstancias normales, supondran las ventajas de arrasarlas. Para todos es obvio, puesto que hasta los
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polticos lo declaran, que nuestra nica garanta de supervivencia, o, en todo caso, la de las grandes ciudades en el futuro, es la moralidad humana, la tica de cada hombre en particular. Pero esta tica tiene mucho de hiptesis. La desintegracin moral ha precedido a la del tomo, y no slo ser seguida por la desintegracin fsica, sino tambin por la poltica. Por otra parte, si se dan por seguras la existencia y la firmeza de la moral en el individuo, menester ser tener en cuenta que ste, con moral y sin moral, es un ciudadano, es un sbdito totalmente sometido al Estado, que en absoluto carece de moralidad. As es que la supervivencia del gnero humano, dados los medos de destruccin que la tcnica proporciona a los Estados en este siglo, depende primordialmente de la destruccin de tales instituciones, de la radical abolicin del Estado, de la rapidez con que en todas partes se avance hacia la ANARQUA. Mientras haya Estado, ser imposible librar a las ciudades de estragos ms horrorosos que los que Roma infligi a Cartago. Nos hallamos, pues, ante la inminencia de la liquidacin mega-urbana, o urbana simplemente, por derribo, por explosin atmica, por desintegracin y aniquilamiento. Quienes consideren esto, se guardarn de menospreciar la proposicin, que antes hemos hecho, de desintegrar polticamente las naciones mediante la destruccin de todos y cada uno de los Estados, cuya soberana resulta ya incompatible con la existencia de cualquier tipo de sociedad. No es slo la bomba atmica lo que est desintegrando las ciudades. Es tambin la tcnica, porque los medios de comunicacin que sta proporciona hacen, no slo posible, sino tambin deseable, y aun acaso imprescindible, reducir de continuo las grandes concentraciones de poblacin e ir poblando los espacios que el centralismo poltico y econmico ha ido dejando semi-desiertos. Toda razonable planificacin moderna tiene que ir ajustndose, como Lewis Mumford ha admitido ya, a las normas tpicamente anarquistas que dej expuestas Pedro Kropotkin en Campos, Fbricas y Talleres; normas que implican la reversin de la sociedad civil a la pequea comunidad municipal, autnoma y federable. Y asimismo, con las ciudades acaban, da tras da, los crecientes impuestos municipales y estatales. Los propietarios de fincas urbanas no se oponen a pagar tales impuestos si se les deja subir la renta ilimitadamente, a fin de quedarse siempre, a costa del inquilino, con el beneficio que supone la diferencia entre el impuesto y la renta. Pero si la renta sube ilimitadamente, ni rey ni Roque es capaz de evitar motines, y el Estado se ve en la necesidad de limitarla; esta limitacin pone en un brete al casero, que apenas saca bastante de su finca para pagar los gravmenes y costear las reparaciones que, ms pronto o ms tarde, necesita su casa. Como no le es posible eludir el pago de los impuestos, se resiste a hacer las reparaciones, y a causa de eso podemos ver que, en ciudades como Londres, hay miriadas de edificios carcomidos, desconchados, ruinosos, poco menos que sin posible reparacin, no a causa de los bombardeos alemanes durante la segunda Guerra Mundial, sino a causa del rgimen de propiedad y tributacin existente en el pas. El gran proceso de desintegracin urbana a que estamos asistiendo, y la liquidacin por derribo con que la bomba atmica amenaza a las ciudades, son dos aspectos de la descomposicin material, fsica, de la sociedad estatal, o de clases. Si cualquier estadista tiene un adarme de dignidad y un par de dedos de frente, forzoso le es proclamar -como ya ha hecho Mr. Eden- la necesidad de renunciar inmediatamente hasta el concepto de soberana nacional. Renunciar a eso es renunciar al Estado en absoluto. Y mientras tal renuncia no sea efectiva, se ver el mundo en la situacin de no encontrar garantas para la vida de nadie -de ningn pas ni de ningn hombre- en la sociedad de clases, y de hallar imposible la reconstruccin anrquica de la sociedad, sin clases y sin Estado. Es para todos los hombres y para todos los pueblos cuestin, pues, de vida o muerte, capital como ninguna, la elegir trmino en el dilema de la atvica sumisin a los mitos autoritarios del salvajismo ancestral, o la decisin audaz de avanzar, como hombres civilizados, por caminos anarquistas, hacia una plena y prometedora regeneracin humana, que es imposible sin la ms vasta revolucin. O destruimos el Estado,
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que en todas partes es tan lobuno y romnico como lo fue el de los Csares, y al destruirlo salvamos la sociedad natural y los mejores valores de la civilizacin, o, de lo contrario, volver a repetirse -en todo el mundo- el desastre que acompa al derrumbamiento del Imperio Romano. Los anarquistas damos hoy la voz de alarma: Roma, los brbaros a la puerta!

CAPTULO 20 PRIMER PROBLEMA DE NUESTRO TIEMPO

En el ltimo prrafo del captulo anterior queda insinuado el problema capital de nuestro tiempo, que es el del control social, racional y justo de nuestro propio y autntico poder. Y empleo adrede esta palabra porque deseo hacer notar que en nuestra vida social operan dos distintos y antagnicos poderes; el verdadero y el falso; el de creacin y el de explotacin; el de conveniencia general y el de provecho privado y exclusivo; el de colaboracin y el de guerra; el liberador y el dominador, o, en otras palabras, el libertario y el autoritario. El primero, social, es la capacidad colectiva de los hombres para aprovechar mediante su colaboracin los recursos naturales, y hacer de ellos ms y ms medios de humana liberacin, ms y ms posibilidades de que todos y cada uno de los hombres vivan sin trabas, limitaciones, necesidades insatisfechas, riesgos fatales ni temores permanentes. El segundo, poltico, no es una capacidad de obra, sino de mando; no surge, a diferencia del otro, de la misma naturaleza de la sociedad, sino de tal o cual circunstancia histrica en que la sociedad se ha encontrado, del tipo de organizacin social derivado de aquella circunstancia y mantenido por el mismo poder enraizado en l. As como, en un ribazo, las races de los rboles sujetan la tierra, y sta, en cambio, les da savia, los sistemas polticos de la sociedad de clases son mantenidos por la trabazn del poder estatal, o clasita, que gracias a ellos se desarrolla. Y los fines de este poder circunstancial y adventicio, autoritario, son opuestos a los fines del poder natural y permanente, libertario. Se entender mejor esto si se advierte que toda sociedad, sea cual sea su rgimen, slo existe en la medida en que la mantiene la cooperacin, ya que no es otra cosa, de por s, ms que la unin de los hombres en la tarea de crear medios de vida para todos; y cabe aadir que existe a pesar de las actividades e instituciones opuestas a la cooperacin. Entre estas instituciones, ninguna es tan importante como el Estado -compendio de las dems y rgano supremo del poder poltico o clasista-; no obstante tenerse por encargado de establecer y mantener el orden y la justicia sociales, no hay actividades tan predatorias como las suyas, la primera de las cuales es la guerra, de la que el mismo Estado viene y a la que peridicamente le es forzoso recurrir. Tal es la causa de que nosotros, entendiendo as las cosas, no podamos comprender en qu razn o en qu verdades se fundan quienes tachan de utpico al sistema social que propugnamos. La idea de utopa entraa estas dos: bondad e imposibilidad. Un sistema social utpico sera bueno, pero resulta imposible establecerlo. La bondad del comunismo libertario es generalmente admitida; si es o no posible en el siglo XX, eso est por ver. Pero est ms que visto que las presentes normas sociales son malas, y eso las exime del calificativo de utpicas. Tal exencin revela un defecto de ellas, pero se cree que descubre un mrito, y es porque al hablar se llama utpico a lo absurdo, al sistema social disparatado. Pero, siendo as, cmo hallar algo ms utpico que las presentes normas sociales, estas que se hallan en constante oposicin con la misma sociedad, que le impiden conseguir sus objetivos liberadores, que realmente la destrozan en guerras como la ltima, cuya violencia ha segado unos veinticinco millones de vidas humanas?
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Qu ttulo tienen las vigentes instituciones polticas para justificar su existencia? Pueden satisfacer a un sano sentido moral, a un criterio racional, a un claro concepto de la tcnica moderna, a una elevada nocin del valor del individuo, a una noble idea de la convivencia humana o a cualquiera de las ms elementales aspiraciones del hombre autnticamente civilizado? Cuanto ms atentamente se les examina, tantos ms defectos se les halla, y uno es forzado a explicarse su existencia mediante estas dos hiptesis, que yo tengo por certeras: en primer lugar, bajo esas instituciones de actividades antisociales, tiene que haber otras, reparadoras constantes de sus daos, pues, si no, perecera la misma sociedad; y, en segundo trmino, si se toleran sus daos, y aun se aplauden cual si fueran beneficios, slo puede ser porque esas instituciones, a travs de los siglos de su existencia, han producido en los hombres muy peligrosas aberraciones mentales, con las que han llegado a subvertir los valores ticos, de manera que el vicio puede pasar por virtud, y el desorden social, por orden civil. Pues bien; una vez que advertimos la diferencia existente entre la sociedad en s, al natural, al vivo, y los sistemas polticos, estatales, que se le imponen y la divisin en clases, fcil es notar la diferencia que hay entre el poder social, que es la capacidad creadora de nuestra cooperacin, la aptitud de toda la sociedad para producir lo que necesita cada uno de sus miembros, y el poder poltico, que es meramente la capacidad de mando, de dominio, de explotacin, de que dispone una sola clase social contra las otras, gracias al sistema o rgimen que ella impone a toda la sociedad. El primer poder es el de las herramientas, y el segundo, el de las armas. Uno es el de la tcnica de siempre, y otro, el de la poltica al uso desde que las armas establecieron la sociedad clasista, o estatal. El primero es el hijo del trabajo, que siempre fue colectivo, que siempre ser social, ya que es la expresin suprema de la sociabilidad con que nacemos y por cuya virtud nos es posible vivir; el segundo es el hijo de Can, viene del crimen cainita, del fratricidio precursor del robo, y es un constante amago de muerte. Este poder predatorio vino a nosotros de las bestias de presa, entre las cuales se cont el hombre antes de adquirir facultades fabriles, creadoras, de verdadero trabajador; y la fatalidad de que, en nuestra evolucin, el coger precediera al hacer ha dado lugar a que los instintos del sub-hombre predatorio se hayan hecho instituciones sociales dominadoras del hombre autntico, productor. El poder libertario de la tcnica, del trabajo, de la sociedad cooperadora, se ha encontrado y se encuentra sometido al poder autoritario de la poltica, del robo, de la bestial rapacidad ancestral, o sub-humana, que enfrenta pueblos, clases sociales e individuos en la lucha por la vida, la cual, en vez de ser una colectiva conquista de la naturaleza, es guerra franca en el seno de la misma humanidad. Pero, por fuerte que sea el poder poltico, el poder de la misma sociedad se le resiste siempre y le quebranta de cuando en cuando: l es motor de la evolucin social en todos los rdenes, l slo hace cosas y alumbra ideas, l slo es la vida de la sociedad, taladra las montaas, cruza los mares, salta en un vuelo de Continente a Continente, estalla en revoluciones, fuerza al otro a los riesgos de la guerra. Y ese poder es el que, en definitiva, tenemos que controlar social y racionalmente, con criterio de justicia y universal propsito de liberacin. Pero para controlar tal poder as es indispensable destruir de una vez y para siempre el que actualmente le controla de manera bien distinta: ese poder poltico, que usa la capacidad social para fines francamente antisociales. Es, de por s, malo el primero? No, desde luego. Y el segundo? Si, por cierto. Pero advirtase que el poder poltico da en la tecla de hacer ruido con la peligrosidad que puede tener el otro, a fin de que no se oigan las estridencias de su propia maldad, peligrosa siempre. Llega la capacidad social a desintegrar el tomo, a liberar la energa nuclear, y el poder poltico, responsable exclusivo de que tal logro cientfico slo sirviera para poner en sus manos la bomba atmica, nos habla hipcritamente de la peligrosidad de la ciencia, de la tcnica o de la sociedad, a fin de que no advirtamos el partido que su propia maldad est sacando de las tres, sujetas a su dominio. Nuestra capacidad creadora no es un mal, ni entidad neutra en el orden tico, sino un bien a todas luces, como nos descubre la meditacin de que a ella debemos nuestro progreso, que, en general y a la larga, ha sido ascendente, mejorador de nuestra naturaleza. Pero esa capacidad pone en nuestras manos fuerzas cuya calidad moral
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depende del fin a que se apliquen como medios, y la aplicacin de las mismas, su uso prctico, depende de nosotros, que no somos ngeles precisamente. Habitual y subconscientemente al menos, todos estamos viciados por los sistemas de amoralidad poltica que han venido rigiendo la sociedad en que vivimos; en el alma nos germina la semilla de tal amoralidad, acaso con ms vigor que la de la tica libertaria, que de la noble moral del cooperador, ms enterrada que sembrada en cada uno. Y cuando la felicidad tica del hombre a solas contrasta con el formidable poder de la capacidad social, resulta claro el peligro de que, aun extinto el poder poltico, usemos errneamente los recursos que puede proporcionarnos aquella capacidad. La ciencia moderna, hija de tcnicas milenariamente desarrolladas en todo el mundo, nos ha dado un poder de semidioses. Hoy tenemos una fuerza superior a la capacidad imaginativa de cada hombre. Hemos forjado decenas de rayos jupiterinos, capaces de aniquilar millones de seres en unas horas. Uno solo de nuestros mnimos descubrimientos -el de la fecundacin artificial- basta para destruir nuestra actual psicologa, nuestras nociones morales sobre cosas de primordial importancia, nuestra estructural social, nuestros sistemas econmico-polticos. La aparicin de nuevas fuerzas nos plantea el problema de dominarlas. No cabe perseguir al sabio, como se hizo en otros siglos; no cabe prohibir descubrimientos e invenciones, tal como al fraile Roger Bacon se los prohibieron los temerosos campesinos de su poca. No es posible destruir las fuerzas recin creadas, que eso sera empearse en encadenar los mares. Como no hay manera de anular el pasado o de parar el reloj del tiempo, tampoco la hay de volver a las lejanas eras en que el hombre no tuvo otra fuerza que la muscular. Es ms fcil el suicidio colectivo en nuestro avance que la marcha atrs, y por eso mismo, sin ilusiones de retroceso, hay que obstinarse en evitar aqul, que ya es posible Nuestras vidas son los ros que van a dar en el mar, que es el morir escribi Jorge Manrique. Y retornar a la vida primitiva es ms difcil que hacer remontar al ro su propio curso, hasta volver a su manantial. Fsicamente, nuestra fuerza es superior a todos nosotros juntos, y bien puede destruirnos; mas nuestro deber es utilizarla. Cmo? No en dao de unos y provecho de otros, sino en bien de todos; no por pueblos contra pueblos y por clases contra clases, sino por toda la humanidad en beneficio y provecho de cada hombre. No es, esa fuerza, natural y en bruto. Prcticamente, nos la ha dado el trabajo, y es un producto y un medio de nuestra capacidad de obra o creacin, del poder social que nos permite y aun nos fuerza a avanzar de cambio en cambio, de mutacin en mutacin, de crisis en crisis, de gnesis en apocalipsis, de apocalipsis en gnesis El trabajo, el poder social, es el supremo hacedor de nuestra historia, y todos los historiadores son sus copistas, todos los sabios sus intrpretes, todos los genios sus profetas, todos los hombres su mano de obra. Como del choque entre el acero y el pedernal sale la chispa, del contacto del hombre con la naturaleza sali su miedo a lo ignoto, pero tambin, y medida que descubri sus misterios, sali el rayo destructor de creencias y de leyes, de dogmas y de regmenes, de estados de conciencia y Estados polticos. Mas nuestra poca se distingue por la rapidez con que acumulamos -en proporciones aterradoras- fuerzas nuevas, las cuales entran en funcin sin habernos dado tiempo a acomodarnos a ellas, ya mental, ya polticamente. Llegan con tal mpetu, celeridad y abundancia, que nos arrastran como un desbordamiento, nos arrebatan como una tromba y nos desarraigan tan brusca y radicalmente de nuestras filosofas -y aun quiz de nuestros rdenes sociales-, que nos sentimos deshumanizados. La fuerza adquirida se va haciendo ms y ms difcil de regir, ms rebelde al control de la prudencia, y, por lo tanto, ms peligrosa. Mas conveniente ser evitar que la energa nuclear, que me est acaparando la imaginacin mientras escribo, me confunda y, por ende, me haga confuso para el lector No pensemos en tal o cual fuerza fsica, sino en lo que estas mismas son para nosotros -meros recursos humanos-, y sabremos todos a qu atenernos, con slo observar si cada recurso es un medio de vida para la sociedad en pleno, o meramente un instrumento de dominio en manos de unos bandidos. La energa nuclear es una fuerza fsica; socialmente, puede ser un excelente medio de vida para los hombres; pero hoy, polticamente, no es ms que un arma estatal. Lo mismo
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pudo decirse de la fuerza humana en todos los rdenes, de nuestra fsica y natural capacidad de combate y produccin. Cuando el primer y principal medio de vida del hombre era su propia naturaleza, de sta misma se hizo un arma a la vez que una herramienta, y as, en las sociedades con base de esclavitud, el esclavo fue una mquina de trabajo y de lucha, deshumanizada hasta el extremo de que hombres como Aristteles y Platn, en la Atenas luminosa de su tiempo, le niegan alma, albedro, hombra. Ni aun los filsofos nombrados fueron capaces de librarse de la aberracin mental derivada del rgimen poltico mantenedor de la esclavitud, y quienes de eso se asombran no se percatan de que ellos mismos sufren ahora parejas aberraciones. Pero el rgimen basado en la esclavitud acrecent de continuo el nmero de parsitos que lo crearon, provoc guerras de unos parsitos contra otros, sujet a normas econmicas la produccin para hacerla rendir ms, dio cultura tcnica y orgullo profesional a las mquinas humanas, corrompi hasta el tutano a la nobleza de primer rango, populariz el ejrcito al llegar a establecer el servicio militar obligatorio para ms y ms clases sociales, lleg a dar armas a los esclavos, incub en sus condiciones econmicas doctrinas como la estoica y la cristiana, y todos los poderes polticos inherentes a l perecieron en las nuevas circunstancias que estableci poco a poco otro poder: el social, el del trabajo cooperador. Se repiti luego esa historia en el perodo feudal. De la esclavitud se pasa a la servidumbre, en que la fuerza humana es vinculada a la gleba, quedando ambas sujetas a seoro. La tierra es un medio de vida, el principal; pero, a la vez, y en mayor grado, es un recurso de dominio, gracias a la jurisdiccin de la espada, la lanza, el corcel y el caballero sobre ella. Se hace Europa una mar de guerras, pues cada seor traba la suya con su vecino; no le basta a ste o aqul la mesnada de allegados, los que comen de mi pan, y ha de ceder la libertad a algunos de sus vasallos, para llevarlos a la batalla tras su pendn y caldera; cada seoro se hace autrquico, y tiene que atender a sus necesidades complementando la agricultura con una industria rudimentaria, de la que van surgiendo hombres nuevos, desvinculados de la gleba, creadores del burgo, precursores de otro sistema social; aprovechando tal o cual guerra, o los estragos de una epidemia, o cualquier otra circunstancia, los siervos huyen del seoro, blanden las hoces como hachas, se sublevan en nombre de Dios o del macho cabro de la misa negra; rada de uso excesivo, se desfleca la manta del abuso, y tal o cual siervo de ayer, sintindose cabo suelto, se hace buhonero por caminos y plazuelas; les va bien a muchos de stos, que resultan necesarios para remediar un poco el aislamiento en que se hallan los seoros, y sus hijos, o sus nietos, llegan a ser poderosos mercaderes, prestamistas y usureros de magnates, estrategas de Banca capaces de terminar con toda suerte de mojones y de lindes desde el momento en que con una transferencia, con una letra de cambio, con un cargo a cuenta, pasan sus doblas de Venecia a Amberes, o de Medina del Campo a Nuremberg, mediante la varita mgica de la pluma del contable, sin pagar portazgo en ninguna parte, pone esta gente en pie de guerra sus fuerzas econmicas; saca el mximo partido de los asalariados descendientes de los siervos fugitivos; copia de las organizaciones campamentales, castrenses, lo que stas han copiado de las comunidades frailunas, y empieza a surgir la fbrica, la factora, con que el capitn de industria vence al capitn de guerra; cambia el trabajo, cada vez de mayor radio colectivo, la faz de Europa, y se transforma bajo su magia renovadora la mentalidad de todas las gentes, de la cual surge el impulso de rebeliones como la anabaptista, que, Biblia en mano, demanda la comunidad de bienes y el exterminio de toda autoridad secular, y la chispa que enciende el papeln con que el liberalismo burgus abrasa la que queda de la noche medieval Y otra vez vuelve la misma historia. La tierra, exenta de jurisdiccin feudal, se convierte en mercanca, y sujeto, como tal, al dinero, sigue siendo un recurso de dominio en mayor grado que un medio de vida. Pero el burgus tiene otros muchos, todos ellos cubiertos por el mismo patrn monetario, por medio del cual domina al asalariado tan frreamente como fueron dominados los esclavos y los siervos de otras pocas, sin asumir obligacin alguna para con l. El parasitismo crece; la codicia explotadora, que ve en el mundo un mercado, multiplica sus fbricas con los recursos de que dispone en su propio pas, provoca guerras por lograr los de
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otros, emprende vastos descubrimientos y conquistas, divide y racionaliza el trabajo para sacarle mayor provecho, y al hacerlo crea una tcnica de produccin, con la cual une a los trabajadores; el progreso social por infinitos caminos se va saliendo del rgimen en que se ha iniciado, el mismo burgus se hace capitalista financiero, el capital en medios de produccin se reduce a monedas, a billetes, a acciones, a signos; bajo su influencia, todo se hace ficticio y engaoso, todo acaba en nmeros que igual valen con el Haber que con el Deber, todo es cifra viva sobre muertas realidades, todo es timo y deuda, gritero de Bolsa y lotera, alzas bajas a merced de un rumorcillo, inflacin y deflacin, crisis, mentira, desastre final del rgimen. Pero la libertad de empresa casi ha acabado con todas las libertades, a la vez que consigo misma, mediante los monopolios que, a fuer de avara, cre. Y al agonizar ahora el capitalismo de raz burguesa, va a dejar tras s el Estado cuyas fuerzas aument sin tasa porque las supuso defensoras fieles y sempiternas del palo de oros Pero, en las postrimeras del rgimen burgus propiamente dicho, desde el momento que la regimentacin industrial con que los burgueses tendieron a convertirse en capitalistas de marchamo financiero dio lugar a la aparicin de una tcnica progresivamente transformadora del capital de produccin en imprescindibles servicios pblicos, de ella surgieron los Sindicatos obreros, y ella ceb la lumbrera del socialismo sindicalista, del socialismo profesional, del socialismo libertario, de nuestro anarcosindicalismo, que opone terica y prcticamente el poder social -sin autoridad alguna- de cooperacin para la convivencia al poder poltico -sin otra cosa que autoridad- del Estado totalitario, en el que se advierte ya la amenaza de implantar una servidumbre neofeudal, y aun el amago de volvernos a la antigua esclavitud. La pujanza del trabajo, la influencia de las transformaciones determinadas por l en la sociedad y en la mente de los hombres, la constante evolucin de que es motor en todos los campos de nuestra vida, est destruyendo, una vez ms, la estructura clasista dada a la sociedad por el poder poltico. Lo que tenemos delante de los ojos es la crisis terminal de una sociedad de clases, mas no la de la sociedad de clases en absoluto. De las ruinas de la capitalista puede surgir la netamente estatal, cuyos cimientos ya estn echados. Es menester destruirlos, y como tales cimientos son fuerzas, a fuerzas hay que recurrir en esa empresa. No podemos confiar nuestro destino a la evolucin social, que en gran parte es dirigida por fuerzas antisociales. Esa evolucin se desarrolla con pasmosa rapidez, con velocidad incomparable a la de antao, y eso, unido a la mala direccin que se le da, puede llevarnos en breve tiempo a situaciones desastrosas, a siglos de frustracin y sufrimientos sin par. No existe el comps de espera de cuarenta o cincuenta aos en que podamos dedicarnos a destruir prejuicios y aberraciones mediante la propaganda, a limar por la persuasin las feroces uas de la autoridad, a convencer a la gente de los peligros que entraa el nuevo Estado y de las ventajas que puede proporcionarnos su abolicin; da que pasa sin ataque contra l, da en que ataca a la sociedad; da de esperanza exclusiva en la evolucin, da perdido para la revolucin, que, por desgracia, nos es indispensable. Mediante esta ltima, y slo mediante ella, podremos destruir el poder poltico, que aplica a fines peligrosos los recursos del poder social; slo mediante su violencia podremos proporcionarnos una pacfica era de progreso, en que la evolucin no halle obstculos que la detengan ni cauces que la desven. Mas no hay que ser un fantico de la revolucin; antes, al contrario, conviene advertir que en sta nos acechan los peligros de la violencia que la acompaa. Luego, en el ltimo captulo, trataremos de ellos, y del valor de los medios evolutivos, a los cuales no es preciso renunciar al darnos cuenta de que, actualmente, en las circunstancias poltico-sociales de nuestro tiempo, la violenta revolucin es necesaria y de suma urgencia. Las fuerzas que proporciona nuestra ingente capacidad de trabajo son tan formidables, que como medios de vida pueden salvarnos o liberarnos a todos, pero como instrumentos de dominio acabarn aniquilndonos. El problema de su uso no es nuevo, es decir verdad; pero se nos presenta con apremio inaudito, con riesgos incomparables. O se usan con un intento liberador o se manejan con afn de imperio; o las poseen quienes las crean, y en beneficio comn, o les son usurpadas por quienes tienden a esclavizarlos con ellas; o se aplica su enorme potencial a eliminar las diferencias sociales y a
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armonizar las naturales entre los hombres, o stas y aqullas se hacen ms hondas por medio de tales fuerzas; o se procura que todos las rijamos, que todos las disfrutemos, que la sociedad en pleno las descargue de peligros y las haga bienes, medios de vida, o, por el contrario, suicidamente se admite que un solo grupo social las use en constante y creciente detrimento de todos los dems. O se monopoliza, como hasta ahora, o se socializa el poder social. Esos es todo. Pero es cuestin de vida o muerte, y ha de quedar decidida en poco tiempo: cuando no por accin, por inhibicin social. As es que la revolucin no se nos plantea como un afn de idelogos, ni de ambiciosos escalatorres, ni de fanticos energmenos; tampoco se nos presenta como lid de una clase contra otra solamente, como intento de conquistar el poder poltico por parte de una fraccin social; hoy aparece como el problema capital de nuestro tiempo, como la dems imperiosa y apremiante necesidad de toda la sociedad trabajadora, como la urgente insurreccin de todos los hombres ansiosos de libertad contra la autoridad que amenaza privarles de ella en absoluto, como lucha a muerte del poder social contra el poder poltico, como choque decisivo entre la sociedad y el Estado, como el nico medio de que aqulla se desligue de las trabas que le impiden cumplir su fin de liberar a sus miembros mediante la natural cooperacin de todos. Veamos, pues, qu normas puede tener esa indispensable revolucin.

CAPTULO 21 UN PRODUCTO ESTATAL: EL PARTIDO POLTICO

Las diferencias entre el Estado y la sociedad son bien fciles de ver cuando uno se fija en los productos de aqul y de sta: del Estado, el Partido Poltico, y de la sociedad, la Organizacin obrera. Ambos difieren en todo -origen, naturaleza, funcin-, y nosotros creemos que una de las causas de los fracasos proletarios del siglo XX, tan maduro para la revolucin socialista, es la obstinacin marxista en confundirlos; peor an: en exaltar el rle del Partido, menospreciando el de la Organizacin. En esto, como en otras muchas cosas, el marxismo ha sido la influencia doctrinal ms reaccionaria y la tctica de combate ms catastrfica que la clase trabajadora ha tenido durante los ltimos cincuenta aos; y bastara su error sobre este punto para negar al marxismo su pretendido carcter revolucionario, as como para acusarle de haber hecho imposible por largo tiempo la revolucin social. El problema de medios y de fines, de rganos y funciones, fue absolutamente menospreciado por Marx, y pervertido por sus secuaces. En la medida en que el marxismo -socialdemocracia o bolchevismo- apela al Partido poltico para hacer la revolucin, se opone a ella, y su accin, en vez de redundar en beneficio de la sociedad, redunda en el del Estado. El Partido poltico, segn hemos dicho en otra parte -Antifascismo proletario; Madrid, 1938es un producto estatal tan semejante al Estado mismo, que es su trasunto fiel y acabado. En apariencia, o al decir de sus propugnadores marxistas, es la organizacin poltica de una clase para la conquista del Poder, entendido ste, no como una clase de por s, sino como una mquina de opresin al servicio de quien la conquiste. La verdad es que el Partido, aunque vinculado especialmente a un grupo de intereses sociales, es una organizacin de polticos profesionales, aliados a ciertos sectores de la sociedad mediante un contrato implcito, en virtud del cual el Partido recibe el apoyo electoral -o de otra clase- para elevarse al Poder, a cambio de cumplir luego un programa beneficioso para quienes le apoyaron; contrato implcito o tcito de que los polticos de toda apelacin se olvidan en el Poder, parcial o totalmente, con lo
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que dan a entender que su programa no es ms que un truco electoral, una plataforma de propaganda, y que el nico propsito del Partido poltico es la elevacin de unos profesionales de la poltica a la cumbre del Estado, su incorporacin a la clase estatal. El Partido poltico es un instrumento para la conquista del Poder, no importa por qu procedimientos, y tanto da que su tctica sea electoral como insurreccional, parlamentaria o dictatorial. Su objeto, en todo caso, es gobernar todo un pas mediante el Estado. La entidad que no tenga tal propsito ser lo que se quiera, pero -en nuestra opinin- jams un Partido poltico, porque, desde el Renacimiento -por lo menos- hasta hoy, aquel propsito ha sido la esencial caracterstica comn a todos los Partidos. Cmo se forma ese instrumento? No nace de ninguna necesidad social. La sociedad no reclama su existencia, y en ella lo mismo puede haber veinte, que diez, que ninguno. Tampoco surge, en verdad, de alguna necesidad de las clases sociales, como lo prueba la existencia de varios Partidos burgueses, o proletarios, y asimismo la de miembros de todas las clases sociales en cualquiera de ellos. Cuando se habla de Partidos de derecha, de izquierda o de centro se alude inconscientemente a la posicin que ocupan o desean ocupar en las instituciones estatales de la democracia parlamentaria; si aspiran a suprimir o, en efecto, suprimen tales instituciones, como la Falange Espaola ha hecho en nuestro pas, se sentirn inclinados, igual que ella, a llamarse Movimientos totalitarios, ya de clases, ya nacionales. En cualquier caso, el Partido es independiente de la nacin y de la clase, y debe su existencia a un dirigente poltico o a un grupo de polticos profesionales. Varios seores quieren gobernar -no importa ahora cmo, ni por qu ni para qu-, y a fin de lograr su intento forman un Partido, ni ms ni menos que podran organizar un ejrcito, una maffia o una partida de bandoleros de todo se han dado casos-. Aunque su intento sea gobernar por gobernar, que es lo que a todos se les tolera, pero nadie se atreve a proclamar, tienen que decir que les anima el deseo de servir a un fin pblico, pues slo as encontrarn apoyo para su Partido. Es ste, el medio, lo que determina el fin, y no al revs, desde el principio. Lo que interesa es obtener una masa en que apoyarse, una opinin pblica aun ficticia- que le d importancia. A fin de lograr xito, el Partido poltico -es decir: su fundador, que a lo ms es un grupo de seis u ocho personas- publica una declaracin de propsitos, un programa gubernamental, y es incuestionable que cuanto ms demaggico sea tal programa, cuanto ms halague a determinados intereses sociales y ms prometa a los afanes -a menudo perniciosos- de tales o cuales sectores o clases, tantos ms seguidores lograr el Partido. De aqu que, cuando el poltico fundador es un sinvergenza, como hay muchos, l sea el primero en no creer en su programa, del que hace slo un anzuelo para la pesca de idiotas, cuyo nmero es legin. Hitler, por ejemplo, con su programa nacional-socialista, le ech el anzuelo a todos los alemanes -ms an: a casi todos los europeos-, y cont por decenas de millones los que picaron en l. Pero aun puestos en el mejor de los casos, que no es el ms frecuente, poco importa que los fundadores de un Partido poltico sean honestos Catones, probos hasta lo increble. Lo fundamental es que prometen gobernar con arreglo a su programa. Este, monrquico o republicano, dictatorial o democrtico, sea lo que sea, siempre implicar el intento claro de imponer al pas una doctrina y la ambicin de regirle segn el plan de unos cuantos, muy pocos, ciudadanos. Si ellos tienen derecho a hacer un programa, que es un esquema de Constitucin nacional, tambin lo tienen los dems ciudadanos, cada uno de los cuales cuenta con tantos ttulos como ellos para regir el pas con arreglo a su opinin, que es un reflejo de su inters en casi todos los casos. Pero, como bien sabemos, y por razones que no es preciso enunciar, el derecho a formar Partidos polticos queda, en realidad, circunscrito a unos pocos ciudadanos de condiciones privilegiadas, ya individuales, ya sociales. Y siempre resulta que una nacin de, por ejemplo, 50 millones de seres en plenitud aparente de derechos civiles, tiene 10 Partidos polticos, o 5, o 2, o uno tan slo.
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Esto supone que, aun en el pas en que todos los ciudadanos mayores de edad son electores y elegibles de jure, slo unos cuantos son elegibles de facto. Los Partidos, como rganos sociales de la democracia, son las nicas plataformas electorales existentes, las nicas agencias de adquisicin de votos, y, gracias a su intervencin en la lucha poltica, el ciudadano, sobre dejar de ser autnticamente elegible, deja tambin de ser elector con plenitud de derechos, porque lo nico que puede hacer es escoger a ciegas a un amo en las listas de aspirantes a serlo, que los Partidos presentan a la masa electora. Slo puede elegir entre cien personas, o cincuenta, o dos, a veces sin conocerlas ni tan siquiera de nombre. Las dems no existen sino para dar su voto. La proporcin entre electores y elegibles es ms desequilibrada que la que hay entre pastores y rebaos; lo que prueba que las gentes son ms rebaegas y mansas que los ganados, pese a hacer tanto alarde de sus derechos civiles. El ciudadano, sobre quedar limitado en la eleccin de gobernantes, queda casi anulado en su hipottica facultad de elegir programas de gobierno, pues por cada uno de estos suele haber varios polticos, las diferencias entre los programas son a menudo insignificantes, tales diferencias desaparecen frecuentemente cuando los Partidos llegan al Poder y, de aadidura, todos ellos son iguales en lo fundamental, que es el uso del Estado. As que, en definitiva, lo nico que el ciudadano puede hacer a travs de los Partidos, aun en la mejor de las democracias, si alguna es buena, es pedir que se siga gobernndole, ni importa por quin, ni an cmo. Quien quiera decir todo lo contrario no hallar modo de hacerlo, y si lo hallara no le servira para nada; siempre ser gobernado por el Gobierno que l no ha elegido. En gran medida, tal es la situacin en que se halla la minora electora derrotada en la eleccin, que ha de ser gobernada por aquellos polticos contra los cuales vot, y acaso con arreglo a un programa contrario a sus opiniones y a su inters. Esto no quiere decir que nosotros rechazamos la ley de mayora. Lo que queremos hacer es sealar que hay cosas que no pueden ser sometidas a su determinacin. Se da hoy el caso de que millones y millones de personas, ninguna de las cuales piensa exactamente igual que otra cualquiera, tienen que encasillar su opinin en unas cuantas clasificaciones dogmticas, como monrquico, republicano, conservador, liberal, demcrata, socialista, radical, radicalsocialista, popular, catlico, comunista, patriota, tecncrata, federal, revolucionario, etc., amn de una serie de antis negativos. Ninguna de estas etiquetas significa nada, pero polticamente no cabe ser otra cosa que lo que ellas establecen -es decir: nada-. Puede haber algo ms antirracional y antisocial, ms degradante y absurdo? Pues as nos gobiernan donde se dice que hay libertad. Qu pasar donde reine la tirana! Mas sigamos. Pasaron las elecciones, y varios Partidos han subido al Poder -mejor dicho: al Parlamento-. Si nos encontramos con una Repblica como la espaola del 31, los diputados harn la Constitucin del pas como mejor les parezca, o como permitan sus opiniones e intereses en pugna, y ellos nombrarn Presidente. A tal cargo, con toda probabilidad, ser elevado el cabecilla del Partido ms fuerte en el Parlamento, y l, despus, escoger a quien le plazca y le encargar de formar Gobierno. Si en el Gobierno, como es de esperar en una democracia en que el Poder ejecutivo est sujeto a la aprobacin o a la desaprobacin del Parlamento, entran representantes de Partidos tan aparentemente opuestos como el conservador, el liberal, el socialista, el catlico, el protestante y el comunista -se dan tales casos-, con arreglo a qu programa gobernar? Con arreglo a ninguno, pues cada Partido supedita el suyo a sus compromisos con los dems, a las circunstancias del momento y, en resumen, al afn de mantenerse en el Poder; lo cual no es sino mandar por mandar y gobernar porque s, con olvido completo de sus efectos sociales. El sistema poltico en que los Partidos son rganos sociales de la democracia est, por naturaleza, condenado a acabar en componenda, tertulia, farsa y corrupcin. Ya supone el reparto del Poder entre varios Partidos, ya el turno de estos en el disfrute del mismo; y el hecho de que todos, sin posibilidad de aplicar su programa, pongan tal empeo en subir al Poder o en
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mantenerse en l, slo se entiende considerando que el Poder es el Estado, y el Estado una clase social privilegiada, a la que pertenecen todos los polticos, pero en mayor medida quienes adquieren ms autoridad. Cuando los Partidos no llegan a un arreglo, aparece la tendencia dictatorial inherente a todos ellos, y alguno trata de tomar el Poder ntegra y exclusivamente, de imponer su programa a todo el pas y de acaparar el Estado, lo que equivale a identificarse con l. Y ah est el rgimen totalitario, de cuyos defectos no necesitamos hablar ahora; bien obvios son. Pero, aun dentro del rgimen democrtico, y sin que un Partido elimine a los dems, es posible ver -se ha visto a menudo en los pases suramericanos- que el Partido que llega al Poder cambia hasta los porteros de los Ministerios y los serenos de las aldeas, cae como una plaga de langosta sobre todos los puestos en que, a costa de la Hacienda pblica, se vive sin trabajar. Con o sin honestidad, la poltica es una carrera en todas partes, y nada tiene de extrao que, as las cosas, los polticos den en carreristas. Tal es la regla general, slo confirmada por sus excepciones. All donde el poltico tiene intereses y medios de vida ajenos a la poltica, interviene en sta para defenderlos; donde no, la poltica es su medio de vida; y, como todos sabemos, hay que darles un buen sueldo, pues si no se les hace econmicamente independientes, se corrompen, ponen en venta su autoridad. Tenemos aqu un parasitismo de la peor clase, el cual no puede quedar disculpado con decir que las tareas gubernamentales no dejan tiempo al poltico para dedicarse a otras y que, como esas tareas son demandadas de un modo o de otro por la sociedad, sta debe pagarlas. Si las pagara tan malamente como se pagan las de casi toda la mano de obra, no habra tanto aspirante a la plaza de mandn. No hay manera de eludir el dilema que implica el rgimen de Partidos: arreglo o dictadura, componenda o tirana. Ante el cual podemos recordar el aviso de Lord Acton: El Poder corrompe; el Poder absoluto corrompe absolutamente. Para acabar, ocupmonos de una contingencia muy digna de atencin. Aun admitiendo todos los defectos inherentes al sistema de Partidos, producto y reflejo del estatal, todava hay quienes insisten en la conveniencia de que el proletariado tome el Poder a travs de su Partido de clase en un perodo democrtico, para hacer la revolucin desde el Gobierno. Esta revolucin desde arriba es ilusoria, porque el Poder poltico -es decir: el Gobierno y el Parlamento, con todas sus funciones ejecutivas y legislativas- no es sino la manifestacin de un estado social determinado y, sobre todo, la de un poder efectivo cuya suprema expresin es la fuerza armada. El Poder poltico es tal mientras tiene tras s la fuerza armada del Estado. La toma del Poder, tan a menudo confundida con la conquista del Estado, jams implica que, por ejemplo, el Ejrcito va a aceptar lo que decida el Parlamento, pues si lo que ste decide es hacer la revolucin social, una de cuyas primeras premisas es la destruccin del Ejrcito, no cabe duda que ste se sublevar contra ella. Es lo que siempre ha ocurrido y en todas partes ocurrir. De por s, el llamado Poder poltico es una ficcin, un disimulo de la fuerza estatal, y sta slo puede respaldarlo o consentirlo, mantenerlo en activo, cuando l es su servidor.

CAPTULO 22 UN PRODUCTO SOCIAL: LA ORGANIZACIN OBRERA.

En nombre de ese sistema propio de todas las naciones civilizadas, comn a todos los Estados modernos; con olvido de sus defectos innumerables y sus excesos sin cuento, y aceptando sus mentiras como verdades dogmticas y sus consecuencias ms desastrosas como males
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menores e inevitables, se afirma que otro cualquiera es utpico, imposible, y cuando uno es propuesto se le pide que resuelva hasta los rompecabezas de los peridicos, que adivine todas suerte de adivinanzas, que les d a los cros la misma luna, que evite los accidentes del trfico urbano, que haga pensar a los tontos, que provea a cada quisque de automvil y a los perros de urinarios en la calle. La legin de mentecatos que, en los cafs, si estamos en paz, son gobernantes geniales, y, si en guerra, estrategas pistonudos; todos los millones de botarales hinchados de tpicos e hidrpicos de dogmas, seguidores de cabestros y agrupados a toque de campana o de cencerro, que hasta a pensar por su cuenta han renunciado, si es que alguna vez han podido hacerlo; los zascandiles que se crean ocultos porque leen dos peridicos al da, o personajes porque se tratan de t con un ministro, o dirigentes geniales slo con ser secretarios de un Comit de barriada, o estadista en embrin porque saben decir correctamente el Foreign Office o el Quai dOrsay; esos que siempre han tragado la hostia que se les dio, aunque fuera como rueda de molino, y a no tener quien les acudille se sentirn como chiquillo sin padres o chucho sin amo, cuando uno les expone la idea de una sociedad basada en las Organizaciones obreras suelen salir con agudezas como stas: Pero, amigo mo, eso es una ingenuidad inaceptable por el sentido realista ms elemental. Es que acaso cree usted que los obreros estn capacitados para gobernar? Qu un barrendero puede ser presidente del Consejo de Ministros? Qu un analfabeto puede ser ministro de Instruccin Pblica? Son preguntas que hace la gente culta, y a veces surgen de intelectuales de campanillas. En una situacin monrquica, quiz nos pregunte alguien que a quin vamos a hacer rey cuando extingamos la monarqua. Unos no conciben la nacin sin el trono, y a otros -estos son mucho ms- no les cabe en la cabeza la idea de la sociedad sin gobernantes, del pas sin polticos. Adems, cuando oponen los Partidos a las Organizaciones obreras, diciendo que aquellos existen para gobernar, y stas para trabajar, manifiestan algo objetivamente cierto y subjetivamente falso, porque aunque, en verdad, Organizaciones y Partidos, distintos por naturaleza, tienen funciones incompatibles, lo que estos idiotas dan a entender es que los miembros de un Partido poltico estn capacitados para gobernar, y no as los afiliados a las Organizaciones profesionales. O sea: que uno de tales tontos de capirote, o pillos de tomo y lomo, analfabeto adems, afiliado al Partido Comunista, por ejemplo, est mejor preparado para administrar el pas que un talento de primera magnitud afiliado a un Sindicato como ingeniero o doctor en cualquier sabia disciplina. O, en otro caso, que si el mismo individuo pertenece al Sindicato profesional y al Partido poltico a la vez, como miembro del uno ha de ser un asno, y como miembro del otro, un Moiss legislador y un Mesas redentor. El mito marxista que trueca un Partido en vanguardia dirigente del proletariado surge de mentecateces como las aqu apuntadas. Marx cerr los ojos -no sabemos por qu- ante las Organizaciones obreras de su tiempo, que en Inglaterra el Manifiesto del Partido Comunista. Este nombre de Partido Comunista fue el que l y Engels impusieron a la agrupacin de sociedades secretas -ncleos polticos de conspiradores, no asociaciones profesionales de trabajadores- en que acababan de ingresar. Una de las condiciones de su ingreso fue tal imposicin. Y aunque Marx tena ante sus narices las agrupaciones de oficio propias del proletariado, no las vio o no quiso verlas, y nos meti la potra poltico-social con decir que el Partido era la organizacin de lucha del proletariado revolucionario; craso trampantojo con que, a partir de l, han estado de acuerdo todos los dirigentes de la masa obrera, y una parte de sta demasiado grande. Los resultados estn a la vista por todo el mapa del mundo Mas cimonos al tema. La Organizacin obrera es un producto directo de la sociedad, en este poca como en todas las dems, y, precisamente por serlo, en cada poca tiene caractersticas derivadas de la sociedad en que nace. Las de hoy no pueden ser semejantes a los gremios y guildas de pasados siglos. Espartaco no fue seguido por trabajadores de un oficio o de otro, sino por gentes que se hallaban en una especial situacin social: la esclavitud ms o menos
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ilustrada. Las grandes revueltas de la Edad Media son rebeliones de siervos de la gleba. Los agermanados valencianos y mallorquines del siglo XVI no estaban organizados por industrias ni aun siquiera por oficios, sino mejor por grados de artesana, y aunque en poltica manifestaban que no queran ni Rey ni Roque, la idea de la igualdad social les era casi completamente ajena. En nuestro tiempo hay tambin -principalmente, en Gran Bretaa- Organizaciones profesionales de tipo gremial, de oficio contra oficio dentro de la misma industria y de un grado de destreza contra otro dentro del mismo oficio. Mas, como a nadie se le oculta, estas Organizaciones son anacrnicas, se hallan en pugna permanente con la misma naturaleza tcnica de la industria moderna; su estructura atrabiliaria nicamente favorece a los intereses inmediatos de unos grupos obreros en perodo de bonanza, y, as que llega una crisis poltica o econmica, en la que todo el proletariado tiene que luchar unido, tal estructura es incompatible con los requerimientos de la lucha, y queda rota. Siendo un producto directo de la sociedad, la Organizacin obrera est condenada a tener algunos de los defectos de la sociedad misma; defectos que, por otra parte, no son inherentes a la Organizacin, como tampoco intrnsecas caractersticas de la sociedad, sino condiciones circunstanciales de sta, debidas al sistema poltico econmico que hoy la rige. Si la sociedad est dividida en clases, nada tiene de extrao que la Organizacin obrera, integrada por trabajadores que viven en la sociedad, est dividida en categoras profesionales y mantenga una escala de salarios. Si la economa de la sociedad no es una economa de satisfaccin de necesidades sociales, sino de adquisicin de beneficios individuales, es inevitable que los trabajadores de la Organizacin obrera pongan ms atencin en el salario que cobran que en los bienes que producen. Si la poltica internacional es predatoria, y en la guerra o en la paz es permanente el bandidaje de Estado contra Estado, constante la rapia de sociedad contra sociedad, no es asombroso que una Organizacin obrera patrocine medidas imperialistas, participe en el expolio de cualquier pueblo vencido y aun caiga en el chauvinismo ms repugnante. Mas, sin negar todas estas cosas, lo que nosotros afirmamos es que estos males no son inherentes a la Organizacin obrera, que en vez de hacerla prosperar la destruyen, que estn tan en pugna con la tcnica moderna como el mismo sistema capitalista, y que la Organizacin obrera, a diferencia del Estado y de su reflejo -el Partido poltico-, es incompatible con ellos por naturaleza y tiene en s misma la posibilidad de eliminacin absolutamente. Nuestra Organizacin obrera es una consecuencia de la revolucin industrial extendida por Europa y Amrica durante los dos ltimos siglos. Esa revolucin ha ido creando el proletariado moderno; a una estructura y a unos productos industriales, corresponden -so pena de violenciasus semejantes sociales; a una tcnica industrial en masa, la moderna organizacin de los trabajadores, en masa tambin; a la produccin standard, los productores standard, que trabajan juntos durante las mismas horas, cobran parejos jornales, viven lo mismo, tienen comunes necesidades y, en consecuencia, piensan semejantemente. Esta ltima expresin es tanto ms cierta cuando ms limitado es su cultivo espiritual, cuanto ms uniforme sea la propaganda con que se les intoxique mediante los peridicos, la radiodifusin, la cinematografa y las consignas polticas. La uniformidad de pensamiento no es otra cosa, en cualquier grado cultural, que atrofia intelectual, carencia de actividades mentales independientes y libres. La catstrofe que de ella ha de derivarse slo puede ser evitada mediante la previa liberacin social del hombre. El Sindicato obrero no ha surgido de ninguna teora previa, ni ha sido creado -en general- por ningn dirigente; ha surgido de una situacin social determinada y ha sido fundado por los trabajadores que, hallndose en ella, lo necesitaban para defenderse. Los pedantes que atribuyen a Sorel la creacin del sindicalismo, y de esta doctrina derivan los Sindicatos, no saben lo que dicen. El Sindicato es muy anterior al sindicalismo; la teora viene del hecho, de la realidad social viva, y Sorel ni siquiera puede ser incluido entre los sindicalistas, pues jams lleg a entender los Sindicatos obreros, como prueban los mticos desatinos que escribi acerca de ellos y de su funcin en sus Reflexiones sobre la violencia. Los mejores
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sindicalistas son quienes ignoran a Sorel en absoluto o le rechazan en igual medida. En Sorel, como en Gustavo Le Bon, los nicos que han podido entrar a saco han sido los fascistas. Si ha habido algn terico excepcional del sindicalismo, capaz de hacer avanzar a las Organizaciones obreras hacia sus ms altos fines y de sealarles las asechanzas que han de salirles al paso en su evolucin, ha sido el anarquista Pelloutier, y su mrito consisti, no en dar programas a los Sindicatos, no en decirles lo que deben ser, sino en observarlos hasta saber lo que son, cmo funcionan, para qu han nacido y qu posibilidad de redencin humana hay en ellos. Pelloutier ley en el Sindicato, como en un libro abierto; la profeca de una sociedad igualitaria, comunista y libre; profeca que, al dictado del Sindicato, l escribi, y, a partir de entonces, si el Sindicato renuncia a hacer su propia introspeccin, puede estudiarse a s mismo en las obras de Fernando Pelloutier. Esto es todo, y lo mismo cabe decir respecto al sindicalismo de Cornelissen o de Ivett, de Labriola o de Leone, de Besnard o de Rocker, de Anselmo Lorenzo o de Juan Peir, de tantos y tantos otros tratadistas de este tema capital. En el terreno sindical son convenientes el terico y el organizador; pero, una vez que el organizador conoce las posibilidades sindicalistas y est dispuesto a mantenerse fiel al propsito de utilizarlas revolucionariamente, vale cien veces ms que el terico. Es objetivamente cierto, como antes hemos dicho, que los Partidos polticos sirven para gobernar, y los Sindicatos, para trabajar. No se puede gobernar con Sindicatos ni trabajar con Partidos. Para ingresar en un Sindicato hace falta ser un trabajador; para ingresar en un Partido slo se requiere ser de una opinin, que es una manera de no opinar. En el Sindicato hay trabajadores agrupados por oficios o industrias, segn las profesiones que ejercen, con que se ganan su pan y crean bienes sociales; en el Partido hay polticos unidos por la uniformidad de ideas que dicen tener, o por la sumisin a un jefe, o por un inters de cualquier orden, ajeno a la sociedad en su conjunto. Los polticos del Partido, a juzgar por lo que dicen, aspiran a redimir la sociedad sujetndola a una frmula programtica y a un aparato autoritario; los trabajadores del Sindicato, que nada dicen ni prometen, la mantienen con sus obras y a nadie imponen deber alguno. Estos aspiran a liberarse mediante la unin, y luchan colectivamente por mejorar su situacin econmica, su capacitacin cultural, sus conocimientos tcnicos, su vida entera. Cada trabajador, en su Sindicato, es absolutamente libre, y slo discute o decide sobre lo que le concierne, sin pretender gobernar a nadie, ya desde su Sindicato, ya desde la Confederacin regional o nacional. Lo nico que le importa, individual o colectivamente, es todo el proceso tcnico de la produccin, los productos y la remuneracin justa del trabajo. Cualesquiera que sean sus ideas, no admite a nadie decidir sobre las suyas, ni l decidir sobre las ajenas. All cada cual con las que le agraden. Su lucha es un gesto de auto-defensa cuando en ella se opone al patrono que le explota, o al Estado que legaliza y defiende la explotacin, o al parasitismo de los dirigentes que aspiran a gobernarle, o a la guerra imperialista en beneficio ajeno, o a la propiedad privada con que se le excluye de la participacin en los bienes que l crea, o a la divisin de la sociedad en clases privilegiadas y desvalidas. Su aspiracin revolucionaria no es sino un intento de igualar a todos en derechos y deberes, en la creacin de medios de vida y en su disfrute; no es sino el deseo de hacer justicia, de establecer una cooperacin que -substituyendo a la competencia- elimine las actividades intiles, o nocivas, y permita a las dems dar su rendimiento mximo para provecho de todos; es el afn de hacer ms fcil su existencia y la ajena, ms posible la concordia entre los hombres, menos penoso el trabajo, ms seguro el pan, ms libre el individuo y ms feliz la vida. El trabajador, en su Sindicato, no ve todas esas cosas como bienaventuranzas de catecismo ni promesas de profeta, sino como posibilidades de fcil realizacin. El funcionamiento de la Organizacin obrera, su ausencia de autoridad, su federalismo integrador, su esencia cooperativa, su tendencia igualitaria, su carcter comunista y libertario, le permiten entrever una sociedad mejor y le hacen concebir el modo de mantenerla y administrarla: todo se reduce a extender la Organizacin obrera hasta convertirla en organizacin social, en la misma sociedad. El Sindicato es el espejo de la sociedad futura, su ncleo germinal, su esquema inicial, como el Partido es trasunto del Estado, su mimtica copia, su agente y su rodrign. El Sindicato obrero y
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el Partido poltico son incompatibles. Lo nico que el Sindicato puede hacer con el Partido, como la sociedad con el Estado, es destruirlo, triturarlo; si quiere usarlo, siempre ser usado por l; si quiere servirse de l, no har sino servirle. Lo demuestra la historia del movimiento obrero europeo, desvirtuado por los Partidos revolucionarios durante casi cien aos, y por ellos empujado hacia todas las renuncias, todas las aberraciones ideolgicas y tcticas, todos los fracasos y todas las guerras nacionalistas, de que no ha salido nunca sino ms brutalidad, ms autoridad, ms reaccin y ms injusticia.

CAPTULO 23 DEL MIEDO DEPENDE EL FIN

Como la herramienta deja su sello en el trabajo hecho con ella y determina su modo de hacerlo, del instrumento que el proletariado use dependern la tctica que emplee y los resultados que logre adquirir. A diferencia de medios, disparidad de fines. No es lo mismo usar el Partido que usar la Organizacin; cada cual impone tctica distinta, y cada tctica da resultados diferentes. Pero esto no se comprender a menos que el Partido y la Organizacin sean inconfundibles. El Partido es una agrupacin poltica cuyo objeto es la conquista total o parcial del Poder pblico. La Organizacin es una agrupacin econmica de trabajadores, que tiene por objeto la recuperacin social de los medios de produccin. La Federacin Anarquista Ibrica no es una Organizacin obrera sindical, en este sentido, pues queda tan ajena al proceso de la produccin como un Partido poltico, y a lo que aspira es a lograr una situacin de libertad social absoluta; pero tampoco es un Partido, porque todos los Partidos, con arreglo a nuestra definicin, tienden a la conquista del Estado, y la F. A. I., a destruirlo. Asimismo, los Sindicatos que participan en el juego poltico y tienen representantes directos en el Estado, por Partidos y dejan de ser Organizaciones obreras netas en la medida en que hacen aquello. Los Partidos de clases dicen tener las mismas aspiraciones supremas que las clases cuya representacin detentan, y as los Partidos proletarios declaran que sus fines son los mismos que los de la Organizaciones obreras. En aparicin, pues, su aspiracin comn es la posesin social colectiva de los medios de produccin y de consumo, la sociedad sin clases y la ausencia de opresin autoritaria. Por lo menos, tal es lo que declaran todos los Partidos proletarios y todas las Organizaciones obreras de tipo revolucionario, no conformista, en oposicin radical al sistema burgus. Para lograr tales fines, el Partido tiene su tctica propia, social-demcrata o bolchevique, marxista; ya quiere adquirir una mayora parlamentaria en el Estado actual, tomar el Poder con el derecho que ella le da y aniquilar la sociedad burguesa con el aparato polticoautoritario burgus, o ya pretende asaltar el Estado capitalista, destruirlo, crear el Estado proletario y, con l, desmoronar la sociedad burguesa y alzar la socialista por decreto. En ambos casos, el Partido tiene esencialmente la misma tctica, pues que ha de recurrir al Estado, cualquiera que sea el calificativo que a ste se le d, para hacer la revolucin. Ahora bien: el Estado de ayer, de hoy o maana, y el llamado proletario mucho ms que el tildado de burgus, no es esencialmente el representante y el servidor de toda la sociedad, ni el Comit Ejecutivo de una clase social, sino una clase de por s. Y si esto es cierto, como hemos tratado y seguiremos tratando de probar, el Partido proletario, ya social-demcrata, ya bolchevique, lo nico que puede hacer desde el Estado es destruir la estructura de una sociedad de clases para crear la de otra a continuacin o al mismo tiempo; tras aniquilar a la burguesa por medio del Estado, ve que ste se alza, jerrquico, autoritario armado hasta los
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dientes, como una nueva clase privilegiada, que en nombre de la sociedad tiene el monopolio del Poder poltico y de los medios econmicos. As es que, de la misma manera que el instrumento determin la tctica, sta determina los resultados, que son opuestos a los que el Partido deca querer lograr. La revolucin social deseada ha sido imposible, y en su lugar, quiz usurpando su nombre, slo aparece una reforma de la sociedad, con las que sta vendr a quedar acaso pero que estaba. Este proceso no tiene nada que ver con la honestidad poltica del Partido, ni con el afn revolucionario de sus militantes; mientras el Partido sea Partido y el Estado sea Estado, siempre que el primero apele al segundo para hacer la revolucin lograr nicamente una reforma de mayor o menor grado, una sociedad de clases. De aqu que afirmemos que ningn Partido poltico absolutamente ninguno, puede ser revolucionario, pues se lo impide su propia naturaleza, que le lleva a adoptar lcticas incompatibles con la revolucin, y que digamos que todos tienen que ser reformistas. Por el contrario, la Organizacin obrera, aplicada al proceso de la produccin, constituye ya de por s, an dentro de la sociedad burguesa, una sociedad nueva y distinta, en la que, mientras ninguno de sus miembros renuncie a sus derechos y todos los ejerzan, ser siempre patente y siempre visible la tendencia firme y vigorosa hacia normas realmente socialistas. Y esto, la tendencia, es lo importante. La Organizacin obrera es ya un sistema en el que existen todas las posibilidades de creacin de una sociedad sin clases, carente de opresin poltica o econmica. Si ese sistema se desarrolla sin corromperse -y no es inevitable que se corrompa-, si al desarrollarse hasta abarcar la sociedad entera conserva sus tendencias comunistas, niveladoras y libertarias -como es posible-, y les da un vigor creciente; si ese sistema a-estatal de nacimiento y anti-estatal por funcin propia no se contagia de vicios tpicamente estatales, como el burocratismo, el caudillaje, la centralizacin, etc., y se mantiene opuesto a cambiar sus tcticas y sus fines por los del Partido poltico, l ser el instrumento de la revolucin social, pues slo l, tras la destruccin violenta del Estado, puede reemplazar a ste, con ventaja, en la vertebracin de la sociedad y ser la misma sociedad sin clases. Nosotros no decimos que la Organizacin obrera har la revolucin social, y menos cmo, cundo o en cunto tiempo, ni tampoco hasta qu punto establecer el comunismo, la igualdad y la libertad. Lo que afirmamos, sin el menor riesgo de error, y con los ojos abiertos a la ms elocuente realidad, es que la Organizacin obrera profesional, y slo ella, puede hacer la revolucin sin recurrir al Estado, que la niega; puede hacerla tan pronto como sea capaz de vencerlo y destruirlo, en el breve perodo que necesite para reemplazarlo como estructura social, y hasta un grado potencialmente absoluto, pero actualmente dependiente de hbitos humanos previos, condiciones econmicas predeterminadas, vicios sociales heredados, etc. Tal obra no ser fcil, ni estar exenta de riesgos; pero es posible y cabe eludir, con certera previsin, todos los riesgos que salgan a impedirla. No hay que inventar nada. Slo hay que estudiar la Organizacin obrera y, despus querer y saber hacer con ella la revolucin social creadora de la sociedad sin clases. De aqu que, as como hemos dicho que todos los Partidos polticos tienen que ser reformistas, digamos ahora que todas las Organizaciones obreras pueden ser revolucionarias. Estas han de querer serlo; aquellos otros no lo sern, aunque quieran. La Organizacin obrera puede tambin, desde luego, ser reformista, y a veces es contrarrevolucionaria; pero para serlo tiene que estar corrompida, sometida o pervertida. Est corrompida cuando cambia el federalismo por el centralismo, la horizontalidad de la clase obrera y del trabajo en general por la verticalidad gremial de los oficios y de los rangos profesionales de una sola industria, la igualdad de derechos de todos los afiliados por la jerarqua de Comits o de dirigentes, la remuneracin de sus delegados responsables y destituibles con arreglo a standards de salario entre los afiliados, por el pago de grandes sueldos a unos burcratas permanentes, irresponsables e inamovibles; la libre determinacin de los trabajadores en el Sindicato, de ste en la Federacin Local de Sindicatos, o en la Industria, y as sucesivamente, por la ordenacin autoritaria que un rgano supremo imponga a todos los
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inferiores; etctera. Todas estas corrupciones, repugnantes a la naturaleza de la Organizacin, son evitables e innecesarias. Si se cae en ellas, ser, en general, por culpa de los afiliados, no de la Organizacin en s. Con esclavos o con tontos no cabe hacer la revolucin, ni una autntica Organizacin sindical. Esta, adems de interiormente corrompida, est sometida cuando es instrumento dcil de intereses polticos, religiosos, filosficos o econmicos distintos de los de los trabajadores profesional y socialmente considerados, y principalmente cuando, en alianza tcita o expresa con uno o varios Partidos polticos, renuncia total o parcialmente a sus tcticas propias, econmicas y de accin directa, para adoptar las de aqullos, polticas y de intervencin oficial. Partido y Organizacin, en estos casos, dicen ser mutuamente independientes. Nunca lo son. Lo que ocurre siempre es que, en mayor o menor grado, la Organizacin, renunciando a su papel por el del Partido, renuncia a s misma en favor del otro, sin que jams se d el caso de que el Partido, mientras es tal, se supedite a la Organizacin. Todos los vicios y defectos de la poltica, todas las corrupciones del Poder, de que antes hemos hablado, pasan a la Organizacin a travs del Partido, y lo anquilosan o lo corroen. Esta es una realidad que no queda alterada si el Partido ha creado la Organizacin, ni si la Organizacin ha fundado el Partido, ni tampoco si algunos miembros del uno pertenecen a la otra, o viceversa. Mientras haya duplicidad de tcticas, las del Partido prevalecern, la Organizacin estar sometida a l, y tanto ms cuanto ms estrechamente ligados estn los dos. El caso de perversin no es tan frecuente como el de corrupcin y el de sometimiento, pero s es posible, y sin duda desastroso. Nuestra Confederacin Nacional del Trabajo, de Espaa, cay en l durante la Guerra Civil, y las circunstancias en que esa cada se produjo fueron ms que bastantes para explicarla, tal vez suficientes para disculparla, pero no pueden ser en argumentos para defenderla ni en razones para insistir en el error que supuso. Por perversin de la Organizacin obrera entendemos su actuacin como Partido poltico. Permtasenos aqu una nota de carcter personal. Yo he de confesar que, en Madrid, y al cabo de dos aos de participacin de la C. N. T. en tareas polticas de mayor o menor rango; cuando los Partidos, tendiendo a excluir del Poder a las Organizaciones obreras, con vistas a arrebatarles ulteriormente su control de la economa y su fuerza en el Ejrcito, gritaban a coro que los Partidos, a gobernar, y los Sindicatos, a trabajar, defend en la C. N. T. la decisin confederal de que las Organizaciones obreras participaran entonces en el Poder. Y recuerdo que, remedando a Eulogio Florentino Sanz, que una vez dijo que los poetas valen para tanto cuanto los dems hombres, y adems, para hacer versos, escrib que las Organizaciones valen para tanto cuanto los Partidos polticos, y adems, para trabajar. Pero este truco retrico, que entonces me pareci necesario, conveniente a la C. N. T. y hasta bastante ajustado a la verdad, despus me ha parecido slo eso; un truco, y bien poco afortunado. Creo que mi deber es rectificarlo, diciendo que, si tomamos las palabras con el valor que se les da de ordinario, ni el Partido vale para trabajar ni la Organizacin para gobernar. Si sta lo intenta, jams quedar impune, como a nosotros nos prueba la experiencia. La adopcin de funciones gubernamentales por parte de una Organizacin sindical supone su destruccin como tal, su transformacin en Partido poltico, y cuanto ms perfecta y poderosa sea en su primera capacidad, ms imperfecta y dbil ser en la segunda. El paso de un estado a otro no puede efectuarse sino a travs de una crisis peligrossima, en la que todo puede perderse. Para empezar, hay una oposicin de opiniones: la de quienes quieren contra la de quines no quieren gobernar. Ganando aqullos, hay una oposicin de funciones: las de los Sindicatos en el terreno econmico, y las de los concejales, diputados, ministros, etc., en el poltico. Esta duplicidad de funciones, persistiendo, produce una duplicidad de rganos no menos opuestos que ellas mismas, o da lugar a que los rganos existentes tengan funciones antagnicas, con unas contradigan a los representantes polticos, con otras a los netamente sindicales y con todas a s mismos. La duplicidad de funciones producir en quienes ejerzan, y
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aun en otros sujetos a su influencia, opiniones contrarias, hbitos mentales contrapuestos, teoras en pugna, intereses dispares, afanes desemejantes, posiciones sociales bien distintas y aun diferencias de clase. Al llegar a tal punto, la Organizacin, a la que la actividad poltica le ha trado elementos nuevos, sin vida sindical previa, tiene el batiburrillo de gentes de los Partidos polticos, pero no su unidad ideolgica ni su cohesin orgnica. Y entonces, cuanto ms vitalidad haya tenido la Organizacin y ms libres hayan sido sus afiliados en ella, tanto ms inevitable es su escisin, tanto ms violenta su desintegracin, tanto ms intransigentes y numerosos sus aspirantes a learders de las fracciones en pugna, a todas las cuales, por la comn, se las lleva la trampa. Estando corrompida, sometida o pervertida, y solamente en la medida en que lo est, la Organizacin obrera ser reformista y contrarrevolucionaria, porque tambin, y en el mismo grado, dejar de ser una Organizacin para ser un Partido, o una secta. Muchos de nosotros, miembros de la Confederacin Nacional del Trabajo, lo somos tambin de la Federacin Anarquista Ibrica, y es indudable que sembramos en la primera la ideologa libertaria que recogemos en la segunda. Pero esta ideologa anti-estatal, anti-autoritaria, no se opone a la naturaleza orgnica de la C. N. T., ni a su misin sindical, sino que es inherente a la Organizacin, es su expresin, su mensaje social mismo. Filosficamente, las teoras anarquistas podran decir, a priori, lo que la Organizacin obrera debe ser si ha de servir de instrumento a la revolucin que establezca la sociedad socialista. Pero la Organizacin, a posteriori, orgnica, funcional y experimental, est dando una versin irrefutable de la teora anarquista. De aqu que, a diferencia de lo que antao ocurra, todos los anarquistas seamos sindicalistas y todos los sindicatos, si no se desvirtan bajo influencias contrarias a la vida sindical, vengan a ser anarquistas; afirmacin que, por ser un tanto atrevida, requiere ser explicada. El anarquismo individualista, que se desentiende de la revolucin social, para nosotros no cuenta, ni apenas existe; adems, raramente es otra cosa que una alambicada filosofa del egosmo, esencialmente opuesta a la ANARQUA -que es un orden social- y reacia a las normas socialistas. Eso aparte, hay anarquistas que, aun sin caer en el ensimismamiento del individualismo, rechazan la Organizacin sindical, basndose en el hecho de que muchas de stas son contrarrevolucionarias. Pero estos compaeros enemigos de los Sindicatos existentes, o, por lo menos, sin gran confianza en ellos, cmo organizarn la sociedad socialista? Quieran que no, no hallan otro medio que la federacin voluntaria de los trabajadores; por determinacin tcnica, esa federacin ha de agrupar a los trabajadores por oficios, y en nuestros tiempos no puede consistir en la unin accidental y caprichosa de varios compartimientos estancos, de varios ncleos auto-suficientes, sino que ha de unir a toda la sociedad productora, permanentemente, en un solo cuerpo de trabajo, en una Organizacin sindical. Las realidades ms ineludibles imponen al anarquista que no se obstina en ser soador ni olvida su propsito revolucionario, adoptar la organizacin del trabajo y de los trabajadores, viendo en ella la base de la nueva sociedad, de la vastsima cooperacin del maana, de la unin econmica futura, y por eso se declara sindicalista de un modo o de otro. Por su parte, el sindicalista neto, alejado de los Partidos polticos, del Estado y de toda suerte de congregaciones religiosas o filosficas absorbentes; el trabajador que aspira a su liberacin y a la de sus camaradas, proponindose lograrla por medio de la Organizacin a que en primer lugar se afilia para mejorar un poco su situacin; el que analiza su Sindicato, las relaciones de ste con otro, las funciones propias de todos y la manera de desempearlas, si por suerte llega a entrever el tipo de sociedad que es posible crear por medio de la Organizacin obrera, encontrar en esa sociedad caractersticas anarquistas, y en la medida en que se declare sindicalista tendr que manifestarse defensor del anarquismo. Los nicos sindicalistas antianarquistas son aquellos que no ven todas las posibilidades de liberacin de los Sindicatos; quienes, creyendo que la Organizacin obrera es incapaz de convertirse en estructura de la
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sociedad -de la econmica, que no de la civil- reniegan de ella para apelar al Estado; al hacer lo cual dejan de ser sindicalistas, en mayor o menor grado, casi siempre por completo. De aqu que haya surgido en nuestro tiempo el anarco-sindicalismo. Volviendo a cosas de Espaa, podremos decir que la F. A. I. expresa lo que es y hace la C. N. T., explica su lucha y anuncia su misin. La C. N. T. lleva a la prctica, por propia determinacin, las doctrinas de la F. A. I. No hay oposicin entre ellas, ni imposicin de una sobre otra, sino coincidencia mutua en la misma empresa liberadora. Los ms interesados es no imponer a la C. N. T. la tutela orgnica de la F. A. I. somos los anarquistas de sta. Los ms interesados en mantener la existencia de la F. A. I. somos los trabajadores de la C. N. T. Y si la F. A. I., no obstante el hecho de no ser un Partido poltico, y con todos los pretextos imaginables, pretendiera un da conquistar el poder confederal como los Partidos conquistan el del Estado, a fin de dirigir desde los Comits las Federaciones y de dar rdenes a los Sindicatos, se negara a s misma como agrupacin anarquista al hacer tal, ni ms ni menos que la C. N. T. se negara a s misma al tolerarlo o al actuar en pugna con el anarquismo, que es la nica filosofa coincidente con la vida sindical.

CAPTULO 24 SINDICATOS Y PARTIDOS EN LA REVOLUCIN

La oposicin entre Partido y Sindicato, existente siempre, se hace ms ostensible que nunca en un perodo revolucionario o pretendidamente tal, como el que atravesamos nosotros durante la Guerra Civil. As que el Estado republicano -Ejrcito, Armada, Polica, etc.- se sublev en 1936 contra la Repblica como rgimen y contra el pueblo, aqulla, de hecho, dej de existir, y el pueblo opuesto a la rebelin se encontr encauzado en Partidos polticos y Organizaciones sindicales. Los Partidos agrupaban gentes de todo rango social, muchas de ellas adversas a la revolucin, e iban de los ms tibios programas republicanos al comunista. En las Organizaciones -C. N. T. y U. G. T.- se agrupaba la clase proletaria de tendencias socialistas, con o sin inclinaciones polticas, estatales. Organizaciones y Partidos obreros rivalizaron en herosmo al iniciarse la lucha, y no empezaron a diferenciarse verdaderamente hasta que los frentes de combate quedaron establecidos, ms o menos estticos. Tan pronto como se pudo respirar y se vio que lo que tenamos delante eran aos de lucha, los Partidos tendieron a dirigir la guerra, y las Organizaciones, a ganarla. Es decir: los primeros se lanzaron a la ocupacin de los cargos estatales de la Repblica, que haban quedado vacos en la medida en que el Estado propiamente dicho -distinto del rgimen- se declar anti-republicano al sublevarse, mientras que las segundas, por la sencilla razn de que necesitbamos vveres, armas, municiones, etc., se lanzaron a la ocupacin de tierras, fbricas, almacenes y medios de transporte abandonados por sus dueos legales, o en todo caso indispensables para mantener las tropas y la poblacin civil, para hacer la guerra. La reconquista colectiva de los medios de produccin, y su manejo sindical, determinaron su colectivizacin, su sindicacin, y, tanto a travs de la C. N. T. como mediante la U. G. T., empez la federacin de las fuerzas econmicas y se avanz rpidamente hacia el socialismo, todo ello sin un decreto y sin una autoridad, a menos que -como Engels quera- llamemos autoridades a los fusiles con que el proletariado destruye la estructura poltico-social capitalista y se libera de una opresin, lo cual no implica el imponer otra. Por el contrario, los Partidos polticos, quiz con menos fusiles a su servicio, mas con la ayuda de todas las supersticiones
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polticas enraizadas en la autoridad, se apresuraron a constituir otro Estado republicano, con el que desde el primer momento quisieron dirigirlo todo, desde la fbrica al batalln, y empezaron a salirse son su empeo desde que el acercamiento de los fascistas a Madrid hizo necesaria la unin de esfuerzos, voluntades, planes y disposiciones. Tal unin pudo haber sido estrictamente sindical, pero habra supuesto la eliminacin de los Partidos polticos, su disolucin en las Organizaciones obreras. Como la U. G. T. estaba sujeta a la influencia de los Partidos Socialista y Comunista, y estos ligados a los dems en el mismo afn de supervivencia, la unin del antifascismo fue mixta, de Organizaciones y Partidos, y desde el primer momento supuso la adopcin, por parte de las primeras, de la tctica estatal de los segundos. La revolucin empez entonces a ser perdida, sacrificada a la guerra. Primero, ganar la guerra; despus, hacer la revolucin. Tal fue la consigna de todos los Partidos polticos, acaudillados entonces por el Comunista, a pesar del hecho de que ninguno tuvo en el frente tantos afiliados como una Organizacin, ni todos juntos tantos como ambas. Por aadidura, los Sindicatos, con su trabajo en la retaguardia colectivizada o socializada, eran los que hacan posible la continuacin de la guerra, y las necesidades blicas, ms an que las frmulas ideolgicas, eran las que pedan a las Organizaciones avanzar sin descanso, con celeridad, en la obra revolucionaria sobre el campo econmico-social. Venga a apoyar nuestro aserto la noble tendencia de los mismos Gobiernos capitalistas a socializar una infinidad de industrias, servicios y medios de vida en tiempo de guerra. No era otra cosa lo que nosotros hacamos. Los Partidos antifascistas lo habran hecho tambin, pero a travs del Estado. Comprendan que la socializacin era una medida blica, que resultaba preciso hacer la revolucin para ponerse en condiciones de hacer la guerra, mas, como la socializacin era obra de las Organizaciones sindicales, consideraron indispensable oponerse a ella. Por otra parte, a medida que la revolucin avanzaba por la va sindical, el Estado se haca innecesario, se senta ms dbil y corra el riesgo de desaparecer, extinguindose con l los Partidos polticos. Y, por el contrario, a medida que la guerra se desarrollaba por vas estatales, el Estado converta en su Ejrcito las antiguas milicias populares, se reservaba el control de todas las fuerzas armadas y de tal modo multiplicaba el control en todos los rdenes, que un da podra mandar a placer a las Organizaciones obreras, anular su obra revolucionaria y disolverlas por decreto. La guerra no era tal, sino el Estado y los Partidos. La revolucin, adems de ser tal, era la economa, la Organizacin obrera, la sociedad en marcha hacia el socialismo. Por eso pudimos decir entonces que la consigna de primero, ganar la guerra; despus, hacer la revolucin, inventada por el Partido Comunista, era un disfraz de esta otra, comn inconscientemente a todos los Partidos: Antes perder la guerra que tolerar la revolucin. Pues la revolucin supona la destruccin del Estado y, en consecuencia, de los Partidos polticos, sin lo cual slo sera una reforma de la sociedad de clases, hasta en el caso de que siguiera la pauta leninista y bolchevique del P. O. U. M. Desde los primeros meses de 1937, cuando menos, hasta el final del conflicto, hubo en nuestro campo dos guerras a muerte: la que todos los antifascistas hacamos contra Franco y la de todos los Partidos polticos contra las Organizaciones obreras, siendo, a veces, esta ltima tan importante como la primera, y habiendo en ella hechos de armas tan considerables como los acontecimientos de mayo de 1937 en Barcelona y la destruccin de las colectividades campesinas en Aragn por las tropas del comunista Enrique Lister. Creemos nosotros que esta guerra de retaguardia, tan agotadora de confianzas y de entusiasmos, que tales estragos hizo en nuestra capacidad combativa y revolucionaria, fue nada menos que la causa principal de que perdiramos la otra, de los frentes militares. De aquella experiencia, empero, surge una buena leccin: ms que en ningn otro, Partidos y Sindicatos son incompatibles en un perodo revolucionario, y los Sindicatos slo pueden hacer la revolucin social si, unidos todos ellos en un solo frente, vuelven la espalda a los Partidos, destruyen el Estado y lo reemplazan dando a la sociedad -como conjunto econmico- por estructura y funciones las sindicalistas, sin admitir la imposicin de otras distintas.
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La experiencia espaola habl as, no slo para la Confederacin Nacional del Trabajo, sino tambin la Unin General de Trabajadores, marxista de antiguo. Tanto una como otra, por razn de su propia naturaleza profesional, por su especial contextura, se vieron incitadas a confiar en s mismas, no en el Estado; a tomar la economa social, no el Poder poltico; a regirse federal y libremente, no a travs de un centralismo jerrquico; a socializar los medios de produccin directamente, sin agencias oficiales; a desligarse de los Partidos, que oponan una a otra y todos juntos se enfrentaban con las dos, para unirse contra ellos. Cierto es que esta leccin se aprendi tardamente, pero ya habr ocasin de utilizarla En 1938 fue ya tan importante, que hasta marxistas empedernidos, como Largo Caballero, Luis Araquistin, Carlos de Baribar, Enrique Zabaza, Pascual Toms, etc., y aun republicanos como Alvaro de Albornoz, Fernando Valera y Osorio y Gallardo sintieron vacilar su fe en el mito estatal y entrevieron claramente el camino de la revolucin. Que ahora lo olviden casi todos ellos, como que algunos anarquistas hayan renegado del anarquismo y algunos sindicalistas estn soando en acaudillar nuevos Partidos polticos, es cosa que importa poco, siempre que el proletariado recuerde aquella leccin. Todas las revoluciones fracasadas del siglo XX -incluida la rusa, claro est- no han hecho sino repetirla, precisamente porque, en todas ellas, el sedicente Partido obrero fue la vanguardia dirigente del proletariado. Las Organizaciones sindicales, a pesar de ser los nicos instrumentos con que se cuenta para hacer una obra revolucionaria autntica, fueron menospreciadas por los dirigentes de masas y quedaron supeditadas a los partidos al quebrantarse el rgimen burgus. El fracaso de la revolucin rusa empieza en su primer grito: Todo el Poder a los Soviets!. Desde su comienzo, se nota la ausencia de la Organizacin. Se nos dir que el Soviet no es un Partido, y hemos de admitirlo de muy buen grado, ya que el rle del Soviet nos da otra buena leccin. El Soviet es una especie de heredero del club de la Revolucin Francesa y de la Comuna del 71, entroncando con el mir ruso tradicional. Es un rgano poltico local en el que interviene toda la poblacin revolucionaria de la localidad, ya en masa, ya a travs de delegados, y, por tanto, es semejante al Municipio espaol, que puede ser regido por todos los vecinos en la asamblea del Concejo abierto, o slo por los concejales que forman su Ayuntamiento, y aun nicamente por el alcalde que lo encabeza; el cual es tan alcalde cuando lo nombra el pueblo como cuando lo eligen los concejales o cuando es designado por el Poder estatal. El Cantn cartagenero de 1873 fue un predecesor del Soviet ruso, del que los bolcheviques se apoderaron a la vez que, en su nombre, pidieron el Poder. Todo el Poder a los Soviets! fue la consigna por medio de la cual, y a travs de los cantones revolucionarios rusos de 1917, los comunistas lograron todo el Poder. Tal es la leccin que, aplicada a Espaa, nos previene a tiempo contra la estratagema de quien, en vez de repetir Los Partidos, a gobernar, lance el grito de Todo el Poder a los Municipios!. Contamos con que en Espaa, junto a la organizacin sindical y profesional de la sociedad, de que hemos venido ocupndonos, la revolucin quiz tenga que establecer una federacin nacional de unidades polticas territoriales, cuya base sean los Municipios, y a travs de la cual quepa atender a cuanto concierne al hombre como ciudadano, no ya como trabajador, y se haga ms fcil satisfacer las necesidades del consumidor, tanto en el disfrute de servicios pblicos como en la adquisicin de alimentos, vestidos, combustibles, etc. Pero entendemos que slo el triunfo de los Sindicatos, slo su plena federacin econmica en el rea nacional, puede dar autonoma a todos los Municipios, liberar a sus vecinos, salvar al pas entero. Lo fundamental e importante es la Organizacin obrera, su extensin por toda la sociedad; si ella est firme y es vigorosa, la sociedad crear lo que le falte, probablemente sin peligro alguno. Si empezramos por darle a los Municipios todo el Poder poltico, la federacin de representantes que a travs de ellos gobernara el pas no sera otra cosa que un Estado, federal en su integracin, mas no en su funcionamiento, que es el que importa. Todo el Poder a los Municipios! puede ser una consigna mediante la cual los Partidos tiendan a conquistar el Estado, y el Estado a perpetuarse como clase social privilegiada y
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aparato de opresin. El Poder no debe ir a nadie, sino que tiene que ser destruido, aniquilado, mediante el aplastamiento y la disolucin de todos sus rganos. Y lo que los Sindicatos tienen que hacer no es pedir todo el Poder para s mismos, sino tomar por asalto toda la economa, federarla en una empresa nacional y ponerla al servicio de la sociedad trabajadora entera, de la que slo estn excluidos quienes se niegan a trabajar y aspiran a vivir del sudor ajeno. Socializada la economa, los Municipios de la sociedad socialista, autnomos y federables todos ellos, funcionando de modo parejo a los Sindicatos, que sern los productores administrando su produccin, vendrn a ser los consumidores administrando el consumo, los ciudadanos organizando su vida de relacin, los hombres libres en ejercicio y custodia de su propia libertad. Que nosotros sepamos, no hay otra manera de hacer la revolucin ni de llegar a la sociedad sin clases. La sociedad capitalista, como dijo Marx, al producir el proletariado no hace otra cosa que producir sus propios enterradores. Pero tras la sociedad capitalista puede haber otra sociedad de clases. La misin de la clase trabajadora es impedir que tal posibilidad se convierta en hechos histricos, como la del Estado es convertirla. El proletariado slo podr cumplir su misin en la medida en que quiera y sepa usar con destreza y bro el arma sindical. Los Sindicatos nacen en pugna con la autoridad y la propiedad de explotacin: tienen en su seno la posibilidad y la tendencia de destruccin de la estructura capitalista -tanto en su parte econmica cuanto en su parte poltica-, y en s mismos llevan el esquema y el embrin de la sociedad sin clases, que, as por humana necesidad como por requerimiento tcnico, no menos que por demanda de nobles principios ticos, ha de ser comunista y ha de ser libertaria.

CAPTULO 25 QUEDAN CABOS POR ATAR

Llegando al fin de este trabajo, creemos poder decir que para quien conozca a fondo la Organizacin obrera derivada de la tcnica moderna, la revolucin social no es un mito, sino posibilidad bien cierta, realizable hoy mismo en cualquier pas europeo, con los hombres de que se dispone, si bien no como los ms de ellos piensan. Esa revolucin tendr problemas difciles -muchos, sin duda-, pero la solucin de los mismos est ya en la misma Organizacin obrera y en el genio creador, evolutivo, de la humana sociedad. Slo hay uno que, a primera vista, parece sin solucin. Ese problema a que aludo ha resultado inevitable en toda intentona revolucionaria de estos ltimos siglos, y mientras no sea resuelto satisfactoriamente, ninguna revolucin podr triunfar, o establecer la sociedad sin clases. Tan decisivo problema es el militar, del que no hemos querido ocuparnos antes, en atencin a su importancia. El lector recordar que, segn nuestra propia exposicin, las diferencias entre los hombres no adquieren naturaleza institucional, de clase, mientras no aparecen los primeros organismos estatales, cuyo origen general hemos atribuido a la guerra. As es que, con arreglo a esto, cabe esperar que, reapareciendo la guerra en la sociedad socialista, o en la empresa de crearla, de ella resurja el Estado, y a su sombra aparezcan nuevas clases, con lo que la revolucin quedara frustrada, lejos del magno objetivo merecedor de los sacrificios que la lucha implica. Por aadidura, y no para satisfacer a quien no comparta nuestros afanes revolucionarios, sino para adelantarnos a la realidad que ha de presentrsenos a quienes los compartimos, la cual sucede complacerse en presentar de una sola vez todos sus inconvenientes, y en especial si no se tienen previstos, complicaremos ms el problema con las siguientes afirmaciones: primera, que toda revolucin moderna, en un pas altamente industrializado, supone una guerra civil ms
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o menos larga, en que el proletariado revolucionario tiene que vencer y destruir las fuerzas armadas del Estado y las milicias con que otras clases privilegiadas se sumen a la estatal, si es que sta ha dejado alguna en su compaa; segunda, que si de esta fase se sale con xito y luego se emprende la construccin socialista, el pueblo que la emprenda se ver asaltado -ms pronto o ms tarde, y segn las circunstancias internacionales que le afecten- por una o varias Potencias, en cuanto su propia debilidad les proporcione la coyuntura de hacerlo; tercera, que, digan lo que les plazca quienes imitan al avestruz, es incuestionable que no hay guerra sin ejrcitos, ni ejrcitos sin ordeno y mando, ni transmisin de rdenes sin jerarqua o escala de autoridad. Desde la Revolucin Francesa -por lo menos- hasta la nuestra de 1936-1939, esas tres contingencias han aparecido siempre en todo intento revolucionario, y como las causas que les dieron origen no han desaparecido ni se han atenuado, sino que se han hecho mayores y continan creciendo a toda prisa, hay que pensar que en los intentos futuros seguirn apareciendo. Contemos, pues, con ellas, y, adems digamos que, all donde el pueblo revolucionario no ha sucumbido en la lucha contra los enemigos internos o externos de la revolucin, siempre ha quedado a merced del aparato poltico-militar que construy para alcanzar la victoria en la guerra civil o en la internacional. De donde ha venido a resultar frecuente, y hasta norma general con rarsima excepcin, que muchas revoluciones de ficticio triunfo, de victoria militar nicamente, hayan pasado de la defensa al ataque y se hayan hecho meros impulsos imperialistas. De Napolen a Stalin, tal ha sido el caso; y eso a pesar de que muchos revolucionarios contaron a tiempo con la posibilidad de que as ocurriera. Preocupado yo mismo por la peligrosidad del ejrcito para la revolucin necesitaba de l, he procurado estudiar sus relaciones con algn detenimiento, y al acudir al ejemplo que nos ofrece la Revolucin Francesa, o la rusa de 1917, o la de los puritanos en Inglaterra, o varias acaecidas en Grecia y Roma hace unos milenios, siempre he podido advertir el avisado temor de que las armas dieran al traste con lo que recurriendo a ellas se intentaba conseguir. Pero el problema de aquellas revoluciones, que tuvieron poco de verdaderas o integrales, ya que ninguna tendi a establecer la sociedad sin clases, fue ms sencillo que el de la nuestra: se reduca a lograr que las fuerzas militares de la revolucin no restauraran, despus de derribarlo, el rgimen contra el cual se lanz a aqullas para crear otro nuevo; slo se trataba de conseguir la fidelidad del ejrcito vencedor a la nueva clase privilegiada, recin subida al Poder; y el problema de nuestra revolucin consiste en evitar que las fuerzas militares destructoras de un sistema de clases construyan otro cualquiera -aquel en que ellas mismas puedan ser una clase privilegiada- sobre las ruinas del anterior. Difcil ser evitarlo. Pero no vale decir Renunciamiento a la guerra, porque eso, en las presentes circunstancias, es renunciar a la revolucin. Ni es posible escapar por la tangente de que Haremos la guerra con el pueblo en armas, sin aadir una palabra ms, porque las guerras solamente se ganan con ejrcitos, y el napolenico se llam por largo tiempo el pueblo en armas. No se nos venga tampoco con el recurso de la llamada autodisciplina, que sta, a fuer de individual, no cuenta en empresas tan colectivas como la guerra, ni existe cuando se trata de avanzar contra el fuego de can. Luchemos con autodisciplina, cada cual por su cuenta, o con fuerzas militares, con gente en armas, pero no nos hagamos la ilusin de combinar ambas cosas en el campo de combate, que eso resulta imposible; y no creamos que las cosas desaparecen negndolas o cambian de naturaleza si les cambiamos el nombre. Se quiere la revolucin, o no se quiere. Si ella se ha de ir, spase de antemano que implica la guerra, y sta el ejrcito, y ste la disciplina ms dura y autoritaria, y sta la jerarqua o escala de mandos, y todo ello el gran peligro de que en la lucha contra la sociedad de clases vaya surgiendo una nueva clase, capaz de restablecer el sistema que se destruya o de crear otro nuevo, de parecida naturaleza. As es que la realidad, que no nuestro pesimismo, nos plantea esta cuestin: cabe pasar por todo eso sin recurrir al Estado, sin que ste exista bajo disfraces de apariencias o nombres novedosos, sin supeditar a las fuerzas militares la misma revolucin?
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Creo que s, pero tambin digo que la primera condicin para resolver el problema es reconocer que existe. Y eso, reconocerlo, es cosa que raramente se hace. Los marxistas cierran los ojos ante la peligrosidad del Estado; no desconocen los riesgos que supone el recurrir a l para hacer la revolucin, pero como se consideran incapaces de hacerla sin l, se obstinan en negar intilmente las consecuencias que ha de tener el usarlo. Y, vindoles proceder as, los anarquistas creemos que son tontos o son pillos, o mentecatos o charlatanes. Pero pareja opinin tienen ellos de nosotros, precisamente porque en nuestras filas abundan los compaeros entregados a la magia de los discursos de relumbrn. Tales anarquistas suelen creer que para abolir el Estado, o el dinero, o la exploracin, basta subir a una tribuna y declararlos abolidos. Quienes tienen tal fe son esclavos de ella, y yo, que conozco a muchos, no dir que son tontos, ni demagogos desaprensivos, pero s que son msticos peligrosos, tan capaces de rerse de rogativas campestres y conjuros de vieja saludadora cuanto de confiar ellos mismos en ensalmos sindicales, de esos que empiezan con la ritual letana de considerandos. Los anarquistas que pelearon en las filas de Zapata, en las de Majno, en las de Durruti, eran enemigos jurados de la disciplina y del ordeno y mando; pero, no obstante, todos ellos aceptaron ambas cosas y, adems, la jerarqua permanente, la graduacin militar, toda la escala de mandos. Ocurrir mil veces lo mismo si otras tantas se meten los anarquistas en cualquier guerra civil, en una intentona revolucionaria verdaderamente grande. Y es ahora que contemos con esa realidad, para que no nos sorprenda cuando llegue. Falta a sus deberes -creo yo- y comete la ms peligrosa pifia el Movimiento revolucionario que, concediendo ms importancia a las actas que a los actos, y a las palabras que a las realidades, en vez de afrontar los riesgos de la inevitable disciplina militar, se limita a negar sta mencionando una hipottica auto-disciplina, que a la hora de la verdad no ha de existir, y, perezoso o cobarde para afrontar de antemano la peligrosidad que ha de ofrecer en su da el inevitable ejrcito de la revolucin, prefiere omitirlo, desplazar tal realidad y sustituirla por el tpico vaco de la nacin o el pueblo en armas. Y, precisamente porque creo indispensable, de todo punto obligado, que cada Movimiento revolucionario afronte y resuelva a su debido tiempo esta cuestin del ejrcito, yo, perteneciendo al Movimiento Libertario Espaol, no quiero meterme en la camisa de once varas de ofrecer la solucin en una frmula. No es asunto de frmulas personales, ni de pldoras, sino tema que merece discusin intensiva y extensiva, siempre franca, valiente a carta cabal, a fin de que de ella salga, ms que una serie de acuerdos, un general estado de conciencia, un claro y amplio sentido de precaucin, un acerado realismo revolucionario. Nosotros, los anarquistas espaoles, podemos enorgullecernos de las heroicas gestas que nuestro Movimiento ha emprendido hasta ahora, pero slo a condicin de admitir que ninguna logr sus objetivos, y sabiendo que la nica manera de lograr que no resulten estriles consiste en sacar provecho de sus lecciones, en evolucionar a impulsos de las mismas; en preservar la pureza de los principios y la dignidad de los afanes que las promovieron, precisar con mayor exactitud los fines a que tendan y mejorar de continuo las tcticas a que hay que recurrir para alcanzarlos. No hay hoy manera de guerrear como el Cid, ni tampoco basta, para ir a la revolucin, el misticismo sentimental y redentorista que inspir a los compaeros de la insurreccin de Figols o la heroica familia de Seisdedos. Las agitaciones revolucionarias empiezan con eso, pero slo se completan cuando la accin tiene motores menos poticos y ms prcticos, de mayor eficiencia transformadora. Ahora bien; aun sin osar ofrecer una frmula que tienda a resolver ese problema del ejrcito en la revolucin, me he devanado los sesos meditndolo, y quiero dar a mis lectores especialmente a mis compaeros- algunos hints o indicios de que cabe resolverlo si se pone empeo en ello. Considermoslo en su primera fase: guerra civil. Para ir a una revolucin hay que tener la probabilidad, cuando menos, de ganar la primera lucha a muerte que plantea la misma. Tal probabilidad surge de una comparacin entre las fuerzas revolucionarias, las opuestas y las posibilidades neutrales. Si el balance permite que las primeras, atacando por sorpresa y usando tcticas peculiares, puedan vencer, cabe empezar el combate; de lo
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contrario, no. Y eso supone la existencia de Organizaciones revolucionarias, obreras, tan amplias, de tales fuerzas latentes, de tales posibilidades de paralizacin de las contrarias, que aprovechando, por ejemplo, la coyuntura de una crisis estatal, puedan asestar un primer golpe mortal a las del Estado. Para empezar, lo indispensable no es, pues, un cuerpo militar debidamente armado, de gran capacidad tcnica, sino un cuerpo civil de asalto, una milicia obrera clandestina y bien entrenada en sus peculiares tcticas de combate: la militancia aguerrida del Movimiento revolucionario, que se apodere de los centros de control militar, industrial, ferroviario, etc., a la vez que la Organizacin sindical en pleno paraliza, mediante la huelga que se precise -no necesariamente general-, la vida social en torno al enemigo. El asalto inicial proporciona armamentos, quebranta el Estado en mayor o menor medida y ofrece la ocasin de arrebatarle el Ejrcito estatal jefes, oficiales, tropas. En situacin poltica propicia, una campaa de propaganda pueda preparar inmejorablemente el terreno. Cuando Casares Quiroga deca, en Espaa, que la cosecha era sagrada, que no haba que perder una espiga, fue lstima no contestarle -o decirle de antemano- que, si la cosecha era sagrada para alguien ms que para los grandes terratenientes y acaparadores de trigo, tambin era indispensable licenciar por un par de meses a todos los soldados de origen campesino, ya que en el campo, y no en los cuarteles, podran ayudar a recogerla. Y si tal respuesta hubiera llegado a ser un clamor de amplitud nacional, reforzado por medidas proletarias capaces de poner al Gobierno en un aprieto, una de dos: o el Estado habra admitido que la seguridad de los burgueses y la suya propia eran ms sagradas que la cosecha, lo cual habra ayudado moralmente a los braceros andaluces y extremeos, o habra tenido que disgustar a los generales, producir una peligrosa crisis en su plexo principal y licenciar el sesenta por ciento de las tropas. Acaecido lo cual, el asalto revolucionario habra sido posible, como de xito seguro. Tal vez se presente ocasin pareja, y no faltarn, en el porvenir, otras que se presten a ser utilizadas. De cualquier modo, quien me hizo a m periodista me dijo una vez, tras preguntarme por qu no enviaba al peridico interesantes crnicas desde Valencia, y contestar yo que porque all no pasaba nada de inters para Madrid o Espaa entera: Qu periodista eres t, si es que no sabes que ests ah, no para contar lo que pasa, sino para hacer que pase algo de inters? Lo mismo cabe decirles a los revolucionarios: no han de esperar la ocasin propicia, sino que han de crearla. Pero sigamos. Tras el primer perodo de asalto y guerrillero, iniciado por la militancia ms combativa y seguido por los Sindicatos en pleno, a quienes el inicial despojo del Ejrcito permite ser Sindicatos en armas, empieza la guerra propiamente dicha, y el pas en que acontece queda dividido en dos o ms zonas por los frentes de combate: a un lado, las fuerzas estatales; a otro, las antiestatales. La primera misin de stas es asegurar la zona a su retaguardia, en la que no puede quedar vestigio del viejo Estado, ni aparecer la posibilidad de que surja otro nuevo. El proletariado en armas, se divide necesariamente en dos grupos: productor y especficamente combatiente. El primero toma y socializa a rajatabla todo el capital de explotacin -tierra, industria, comercio, vivienda o renta, dinero parasitario-, mantiene en funcionamiento los recursos econmicos -sin admitirle incautaciones privadas ni a Dios del cielo-, y saca de ellos, con arreglo a su propia capacidad tcnica y de mano de obra, el mximo rendimiento. El segundo tiene que unir todas sus milicias francas -me refiero a las homogneas, a las de un Movimiento revolucionario, y no a las de todas las entidades poltico-sociales que intervengan en la revolucin-; ha de formarlas en un solo ejrcito, al que ha de preparar tcnicamente para el nuevo tipo de lucha tan bien y tan pronto como pueda, y podr en grado difcil de suponer, segn prueba la existencia de nuestra Guerra Civil. Si ese ejrcito es, por ejemplo, el del Movimiento Libertario Espaol en plena guerra revolucionaria, tendr completa jerarqua militar, habr en l todos los mandos blica y militarmente precisos, y de uno a otro bajarn las rdenes fulminantes como rayos. As ser, mas no porque yo lo diga, y a pesar de que otros digan lo contrario.

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Ahora que ese ejrcito, no obstante su jerarqua, carecer de independencia y, a la vez, se hallar libre del dominio estatal, contra cuya amenaza habr de batirse hasta eliminarla o perecer en el empeo. Ser el instrumento militar de la revolucin, ser un rgano del Movimiento que la ha emprendido, y no quedar debidamente formado sino despus de que los productores, los Sindicatos en armas, hayan constituido su guardia de garanta, netamente civil, regida tal y conforme se han venido rigiendo los Sindicatos, pues conviene no olvidar que toda guerra civil de carcter revolucionario est perdida para la revolucin desde el momento en que quedan desarmados los trabajadores de la retaguardia. Esto es inadmisible en las dems guerras, mas ya sabemos por qu Tales guerras, desde la Revolucin francesa ac, han sido libradas por la nacin en armas, si hemos de creer a sus propagandistas; mas lo cierto es que, en ellas, en vez de convertirse la nacin en el Ejrcito, el Ejrcito se ha hecho pasar por la nacin, a la que ha desprovisto de todas las garantas constitucionales de la democracia, de todo medio de defensa y hasta del propio sustento. Los servicios de Intendencia, de Transporte, de Comunicacin fuera de zonas de combate; los parques de artillera, los grandes depsitos de municiones, la produccin de material de guerra, y otras muchas cosas de parecido carcter y de importancia poco menor, por qu regla de tres han de estar en manos de los jefes militares, de los mandos de tropas en el frente, y no de la vasta organizacin civil de retaguardia? Necesitamos nosotros admitir resignada e ingenuamente el mito de que, en situacin de guerra, tan slo los militares son gente de confianza, slo ellos saben dirigir todas las fuerzas hacia el fin de la victoria y nicamente en sus manos deben quedar los recursos totales de un pas, la voluntad y la vida de todo un pueblo? Demos al traste con ese trampantojo, al que en todas partes se ha sometido la gente, y eso ha de bastarnos para dar capote a una buena parte de los peligros que entraa la prolongada existencia de cualquier tipo de ejrcito. Se ha hablado, a veces, de la importancia que tiene el modo de designar comandantes. Yo no la niego. Hay gran diferencia entre nombrarlos de abajo arriba y hacerlo de arriba abajo. Pero, a la hora de hacer los nombramientos, la teora y la prctica tendrn que andar a la grea, porque bien est que los soldados elijan su cabo, su sargento, su teniente, su capitn, pero resulta peligroso que eligen su general, ya que en la eleccin o en el nombramiento de ste hay que tener en cuenta facultades personales, conocimientos tcnicos, talentos militares ignorados o pasados por alto, de ordinario, por la milicia rasa. Mas, aun, as, no hay razn alguna para ajustar el nombramiento de jefes y oficiales a las normas del Estado, y hay mil modos de lograr que todos ellos dependan del Movimiento revolucionario en pleno -del frente y de retaguardia-. Ahora que, sea cual sea el mtodo que se siga para hacer nombramientos y destituciones, ms atencin merecer aqul a que se recurra para decidir operaciones y transmitir rdenes, ya que los jefes militares, hayan sido nombrados por la tropa, por el pueblo en general, por un Comit nacional o por un Gobierno, siempre tiran al monte, como las cabras, y tienden a proceder por su cuenta o hacer de las suyas. Un sistema bilateral, de mando militar y control civil del mando, de jefe de tropa y delegado sindical, puede evitar los peligros de la tendencia militarista, pero siempre y cuando que el delegado sindical en cada puesto de mando no sea un apndice o secretario del jefe, un jefecillo de va estrecha y diferente uniforme, como fueron los Comisarios antifascistas en nuestra Guerra Civil. Todo jefe militar puede y debe ser mandado, como mandar cuando deba, por mediacin de delegados sindicales, sin necesidad de que esto complique las cosas. Y no slo es posible, sino tambin conveniente, y aun necesario, que los soldados cubran por eleccin directa los mandos de las unidades inferiores -incluido el batalln-, adems de conservar en todo tiempo sus derechos civiles de ciudadanos, siempre compatibles con los deberes militares que han asumido. La ley marcial es meramente un privilegio del Ejrcito estatal, y bajo ningn concepto cabe admitirla, sin perjuicio de admitir en el lugar y el momento del combate procedimientos expeditivos, que no en el frente, ni en las Comandancias, sino mucho ms atrs, y civilmente, debern ser juzgados. A poco que se medite -y este asunto no pide poca, sino abundante meditacin-, se advertir que la peligrosidad del ejrcito no estriba sola ni aun principalmente en la estructura jerrquica indispensable en tal mquina de guerra, sino en otras muchas cosas fcilmente eliminables,
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innecesarias desde el punto de vista netamente militar, pero a las cuales se aferran los intereses militaristas, intolerables en todo caso. No es lo malo que, en una operacin, haya un general y mande a rajatabla, sino que ese general, y cien como l, tenga una paga veinte, cincuenta o cien veces superior a la del soldado; no es lo malo que, en el frente, se vean las insignias de mando de cualquier jefe, sino que el soldado tenga que cuadrarse ante l en el caf, o vista peor, como peor, sea alojado en peores condiciones, empiece a pertenecer a una clase social inferior a la que forman quienes le mandan. En general, cabe decir que lo malo no es lo necesario, lo militarmente preciso, sino lo superfluo, la balumba de privilegios militaristas que asumen los jefes si se les deja. En su aspecto social, el ejrcito de la revolucin debe ser el fiel reflejo del Movimiento revolucionario, de la Organizacin obrera, que la est haciendo; y si sta, en la retaguardia, tiene la mala ventura de admitir al principio diferencias de salario, o de paga, o de retribucin de cualquier clase -que el nombre no hace a la cosa, ni yo creo en la toma del montn, pues me parece una insoportable tomadura de pelo-, entre oficios neciamente catalogados por rangos, o entre diversas categoras de destreza profesional dentro de cada uno, habr que admitir diferencias similares en el seno del ejrcito, dentro del cual sern, indudablemente, ms peligrosas que fuera de l. Donde los revolucionarios establezcan por s mismos una escala de rangos y salarios, cabr decir que no estn maduros todava para hacer la revolucin anticlasista, a-estatal, porque tales distingos son resabios de la sociedad de clases, remanentes querencias de la misma. Lo indispensable en la revolucin es eliminar el viejo espritu de clase dentro de las antiguas circunstancias e impedir que, mientras algo de l exista, cree otras nuevas para arraigar y crecer en ellas. Bueno; y, ganada la guerra civil, mientras se implanta un sistema colectivista, socialista o comunista libertario, o implantado cualquiera de stos ya, habr que tener ejrcito? Tanto cabe responder que s como que no. Veamos. La defensa del pas ser una necesidad, pues no estar libre de agresiones militares, o de la amenaza de ellas, y para hacerles frente si el caso llega habr que tener tropas, ni ms ni menos que para calzar hay que tener zapatos, y sastres para vestir; habr que tener tcnicos militares, como ingenieros de minas o doctores en Ciencias; habr que tener ejrcito, pero no como se tiene una red ferroviaria, permanentemente tendida. El ejrcito profesional y permanente sera -como es ahora- una carga agobiadora y una amenaza creciente para el pueblo. Los militares de carrera sern considerados tcnicos, y en calidad de tales, se dedicarn a la enseanza militar, a la investigacin tcnico-cientfica propia de su especialidad o a funciones netamente civiles. No hay, por ejemplo, inconveniente en que altos tcnicos militares de Ingenieros den algunas clases de ingeniera civil. Todos pueden tener funciones docentes, pero ninguno puede ser capitn general de una regin: tal mando no existe ya, pues fue nicamente propio de fuerzas de ocupacin en pas colonizado. Como hay escuelas rurales, Institutos de segunda enseanza y Universidades hoy, podr haber maana, adems de tales centros, campos rurales de instruccin militar y milicias concejiles -o de Federacin Local de Sindicatos, si esto suena mejor-, ms Academias militares de todas las Armas -si el proceso de federacin de municipios cubre amplias zonas territoriales o se mantiene la nacin mediante una estructura civil de cualquier tipo-. Pero la carrera militar habr de ser gratuita, como cualquier otra; la instruccin militar, no un deber, sino un derecho, en cualquier grado que se le considere; los campos rurales en que se reciba la primaria, como las Academias en que se d la superior, no pueden ser cuarteles ni fortalezas, centros de guarnicin, sino centros de enseanza, y nada ms; los depsitos de armas, como todas las dems cosas, han de estar en manos civiles, y civiles sern, en tiempo de paz, los militares, que, adems de carecer de mandos efectivos, no tendrn tropas a su disposicin, ni necesitarn para nada el uniforme, como tampoco lo necesitan los profesores de Historia o de Matemticas; en efecto, estarn civilizados, nico modo de que no militaricen a todo bicho viviente. No tengo el menor deseo de entrar en detalle sobre este aspecto de la cuestin, ya que lo dicho sobre el aspecto de la misma en el perodo precedente, de guerra civil, vale tambin para este otro, y porque supongo que se comprende a la perfeccin la diferencia que hay entre un ejrcito
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regular y permanente, de guarnicin, y un ejrcito en potencia; militar, en el ms lato sentido de la palabra, el primero, y civil el segundo, cuyas nicas fuerzas visibles podrn ser las patrullas de la milicia concejil o sindical -sujetas a rota diaria, no permanentes en ningn casoencargadas de la custodia de depsitos de armamento, plantas elctricas y centros ferroviarios, puertos y minas, etc., cuando se estime necesario. Esas funciones de vigilancia quedarn pronto incorporadas a la rutina administrativa de municipios y centros de trabajo, de modo que la milicia, como el ejrcito en general, ms que un cuerpo armado y activo, ser la capacidad militar del pueblo trabajador, su potencial defensivo. De la rapidez con que se llegue a esta situacin de capacidad defensiva general, sin ningn cuerpo armado permanente y activo, depender la revolucin, pues, pese a todos los ciudadanos que se tomen, si las funciones y los rganos de violencia continan dando fe de vida por largo tiempo, no habr modo de evitar que ejerzan sus influencias antisociales, ni de que produzcan, tras someter la libertad a la autoridad -que es igual que asesinarla-, nuevas clases sociales y hagan resurgir la propiedad privada -o, mejor dicho, de presa-. Siendo, pues, este problema de las fuerzas militares tan inevitable cuanto capital para la revolucin, no vale negarlo ni dejarlo a salga lo que salga, sino que es indispensable afrontarlo francamente y resolverlo tan bien como se pueda. Yo no ofrezco solucin, pero ya creo hacer algo con sealar el problema y dar indicios de que cabe resolverlo. Lo hago con mucha esperanza, porque escribo especialmente para los jvenes del Movimiento Libertario Espaol, que no parecen dispuestos a adocenarse, a quedarse donde toman la bandera de manos de los viejos, sino a seguir avanzando por el camino que generaciones de precursores han seguido hasta ahora. Creo muy de veras que la revolucin no ser para ellos mera promesa de fe, mera esperanza mesinica, un afn mstico o un interesante tema de discusiones y peroratas; debe ser y es algo ms grande, ms verdadero y ms real que todo eso: tan lleno de riesgos cuanto de modos de evitarlos. Para ir a ella hay que empezar por ser francos, razonables y valientes dentro del mismo Movimiento Libertario; quien tenga dudas sobre cualquier cosa, que las aclare, pues tan slo a los fanticos no les asaltan de cuando en cuando, y esos estorban en todas partes; quien las tiene y se las calla, es un hipcrita, de quien nada bueno cabe esperar; quien las manifiesta no hace ms que opinar por cuenta propia, cosa que todos alabamos, pero muy pocos practican, y resulta fiel a lo esencial del anarquismo y de la hombra de bien; si tanto hace, prueba que tiene la valenta moral necesaria para emprender una obra de redencin, valenta superior a la precisa para andar a coscorrones o a balazos. No hay que aceptar nada a ojos ciegos. Movimiento en que eso se haga, habr que darlo por perdido, cualesquiera que sean sus alharacas, sus aspavientos y sus voces. Hay que pensar y medir muy por lo fino todo cuanto entra en el proceso de una revolucin aniquiladora de la sociedad de clases, y esa revolucin slo la harn quienes se capaciten moral y tcnicamente en la medida que ella exige; no ser labor de una ao, ni empezar a fecha fija, sino que ser el resultado de una gran multitud de avances, de superaciones, de capacidades, de afanes de altura, de aprovechamientos de la libertad en desuso que Aliz suele mencionar, de progresos culturales, de afirmaciones de libre hombra, de ejercicios y pruebas de responsabilidad colectiva, de iniciativas socialistas en una infinidad de terrenos abiertos a la accin, de tendencias altruistas y civilizadoras, de ideas y hechos ennoblecedores de la vida social. Hace unos meses, me preguntaron en Pars varios compaeros de las Juventudes Libertarias que a qu deban dar mayor importancia: si a las pistolas o a los libros. La pregunta ser juzgada en bruto por quienes ignoren que es la simplificacin de esta otra: evolucin, o revolucin? Teniendo esto en cuenta, contest que los libros -es decir: la preparacin culturalhacen obra revolucionaria todos los das, ya que reducen la ignorancia, primer baluarte de la injusticia social, y las pistolas -o sea: la violencia del combate-, tan slo la hacen un da si es que tras las manos que las empuan hay una tica superior a la violencia misma. No hay que amar la violencia, carcoma de nuestro espritu, ni aspirar a encontrar gloria en ella, porque no hay ms que crmenes; es la matriz en que se gesta la autoridad. La violencia sistemtica todo lo apaga, todo lo rinde, todo lo estropea, todo lo mata; es una fuerza de retroceso, que vuelve al
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hombre a su primitiva bestialidad. No hay ms progresos sociales que aquellos determinados por la atraccin del vaco de violencia. Quiero decir que donde sta falta, donde hay paz, tolerancia, libertad; donde no hay fuerzas de opresin, amagos, autoridad, se progresa, se desarrolla cuanto vive. No es la violencia lo que hace revoluciones, sino la renovacin mental, moral, de los hombres mediante largos y laboriosos procesos evolutivos, ya que la renovada mentalidad y las nociones ticas que tales procesos proporcionan se hallan en contradiccin con el sistema social mantenido por viejas leyes, por fuerzas que les resultan anacrnicas, brutales, despreciables, contra las cuales acaban por lanzar al hombre, a sectores sociales ms amplios ao tras ao. Slo es lcito apelar a la violencia en defensa propia: para salvar la vida, la libertad, el pan, el derecho al progreso, cuando estas cosas y otras cien ms son, como ahora, amenazadas por la violencia estatal. Hay derecho moral a emprender la intentona revolucionaria, a emprender la guerra a muerte con que se inicia la revolucin; pero ese derecho existe solamente cuando la revolucin es una empresa liberadora, y no liberticida; solamente cuando tiende a destruir normas y fuerzas opresoras, y jams cuando es careta de un propsito opresor. Mas, como antes tengo dicho, hasta en el primer caso es peligroso, ya que no ilcito o inmoral, el uso sistemtico de la violencia por largo tiempo. Tal instrumento suele acabar por convertir a los hombres en juguetes suyos. Cuanto menos haya que recurrir a l, tanto mejor, y la manera de reducir la necesidad de apelar a la violencia cuando tengamos que llegar al estallido revolucionario consiste en evolucionar mental y moralmente nosotros de tal modo, tan intensamente, que los ejemplos de nuestra vida privada, de nuestra cultura, de nuestra vida colectiva sin normas autoritarias, sin explotacin, con efectivo y creciente apoyo mutuo, puedan abrir los ojos de otras gentes a la buena verdad de nuestra causa, y darles prueba de que es posible una vida social ms libre y noble que la presente. Quien mejor hace la revolucin es quien no la espera, sino la lleva delante, da tras da, dentro de s, y en su hogar, y entre sus compaeros de trabajo; quien pugna por cultivarse, quien se perfecciona profesionalmente, quien se va haciendo ms generoso, quien descubre y goza a diario el placer de hacer algo por los dems; quien vive ahora, dentro de esta sociedad de clases, que empieza a descomponerse, como si ya se hubiera hecho la revolucin y viviramos en una sociedad comunista libertaria. Tales revolucionarios son los nicos con que cuenta la revolucin, porque sta ir solamente, por el terreno social, hasta donde haya llegado en la mente, el corazn y la capacidad de produccin y convivencia de quienes la emprendan; o ni siquiera hasta ese lmite, porque tirarn de ella hacia atrs las gentes no evolucionadas, cuyo nmero, pues, hay que reducir mediante la propaganda y el ejemplo, as como hay que disminuir la diferencia existente entre su contextura espiritual y la nuestra, para evitarnos despus que el barco de la revolucin se nos hunda por exceso de lastre o que slo pueda navegar echando gente por la borda A esos revolucionarios de la nueva generacin, que han de ir ms lejos que nosotros hemos ido hasta el presente, no puedo recomendarles cosa mejor -si son espaoles- que tomar el derrotero sealado por Aliz en su obra Hacia una Federacin de Autonomas Ibricas, libro sano si los hay, horro de tpicos, desbordante de iniciativas, renovador de mentalidades y esclarecedor de lo que supone una revolucin libertaria integral, iniciable ahora mismo y continuable maana, y al da siguiente, y siempre
Londres, septiembre, 1947.

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