Este artículo discute cómo América Latina no ha experimentado períodos racionalistas como Europa y cómo la realidad ha arrastrado a la región de forma inmisericorde. También argumenta que se necesita un gobierno fuerte que aplique la autoridad para forzar a la realidad del trópico a servir a los intereses de la cultura.
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Este artículo discute cómo América Latina no ha experimentado períodos racionalistas como Europa y cómo la realidad ha arrastrado a la región de forma inmisericorde. También argumenta que se necesita un gobierno fuerte que aplique la autoridad para forzar a la realidad del trópico a servir a los intereses de la cultura.
Descripción original:
Este artículo, publicado en el "La Tradición" (1936), preocupado por la historia y el estado de la cultura colombiana en su dimensión política, el autor muestra cómo tanto la democracia moderna, como los gobiernos fuertes, son hijos del racionalismo, y cómo en Colombia, no habiendo padecido nunca períodos racionalistas, y sordos al ideal bolivariano de un gobierno fuerte, “tuvimos que rodar con nuestra democracia que por no ser racionalista (...) es demagogia”.
Este artículo discute cómo América Latina no ha experimentado períodos racionalistas como Europa y cómo la realidad ha arrastrado a la región de forma inmisericorde. También argumenta que se necesita un gobierno fuerte que aplique la autoridad para forzar a la realidad del trópico a servir a los intereses de la cultura.
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Este artículo discute cómo América Latina no ha experimentado períodos racionalistas como Europa y cómo la realidad ha arrastrado a la región de forma inmisericorde. También argumenta que se necesita un gobierno fuerte que aplique la autoridad para forzar a la realidad del trópico a servir a los intereses de la cultura.
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Más allá de la realidad
Por: Cayetano Betancur Campuzano
–publicado en La Tradición, febrero de 1936, pp. 6-9–
Mientras en otros países se marcha a empellones sobre la realidad,
en Colombia es ella la que nos arrastra inmisericordemente. Hemos vivido en zig-zag, con ese anhelante vaivén que Renan admiraba en el abierto e inescrupuloso horizonte de Breta. Cuanto de nosotros ha existido de normativo, de riguroso y ceñido fue siempre inoperante. De una parte, nuestro sitio planetario. De otra, nuestro temperamento, mezcla de razas diversas, que es también realidad humana, pero realidad inconsciente. De la proliferancia de estos elementos participa nuestra vida social.
Ni la raza ni la posición geográfica que nos cupo en suerte, han
padecido nunca períodos racionalistas. España vivió marginalmente el homenaje que más allá de los Pirineos se tributaba a la Razón. La masa peninsular y la americana no han pertenecido a un auténtico clima de ese nombre. Es cierto que figuras aisladas han sido pares – y hasta precursores, como en España– de los más caracterizados hombres del racionalismo europeo. Pero eran gentes cimeras, acropólicas, a las cuales no fue nunca fácil el acceso de la multitud. Porque este es un fenómeno que queremos hacer resaltar desde ahora: mientras en Europa el nivel de cultura popular asciende proporcionalmente al que alcanzan sus hombres superiores, en España y América, una distancia abismal separa a la minoría de la inteligencia común. El racionalismo nació con el humanismo, lo que vale afirmar que los dos eran expresión de un mismo sentimiento. Sujeción a la 2
norma en lo práctico, y validez de la ciencia en lo teórico, fueron los
pivotes del primero; fraternidad, espíritu conciliador, ausencia de pasiones violentas, existieron como metas del segundo. Sabemos muy bien cuál es la tragedia con que finalizan en la historia de Occidente estas actitudes humanas. Nosotros mismos la hemos sufrido, pero como mal reflejo, como tributarios que somos de las grandes naciones ultramarinas. Sin embargo, si el racionalismo y el humanismo nos han hecho partícipes de su dolorosa curva declinante, nos quedamos sin el provecho que de ellos pudimos haber extraído. No han existido en América las revoluciones que son flor del racionalismo, tal como las concibe el autor de “El tema de nuestro tiempo”. Pero tampoco se ven por parte alguna los gobiernos fuertes que son, asímismo, fruto maduro de una consideración también racionalista. No hablamos de gobiernos arbitrarios, que con ellos hemos llenado nuestra historia política. Aludimos a la autoridad concebida en normas inflexibles por el hombre que las vivifica y que es para él instrumento de bienestar colectivo. El gobierno fuerte es, decimos, una manifestación de épocas racionalistas. Pero este juicio aparecerá paradójico, pensamos que tal vez por la influyente teoría que hace siempre expresar lo contrario. No obstante, los gobiernos fuertes de esta época son fundamentalmente diversos de las autocracias que precedieron a la gran revolución del siglo XVIII. Basta a nuestro parecer, observar todo el esfuerzo dialéctico desplegado por los que actualmente intentan justificarlo. Se ensaya de mil distintas formas demostrar la quiebra de la democracia; se acumulan argumentos para convencer a las gentes de cómo es inadecuado ese régimen locuaz. Todas las armas de que actualmente dispone la razón se emplean para demoler ese sistema de gobierno, no viejo sino avejentado, porque en 3
historia, ciento cincuenta años es un término demasiado breve para
que pueda gastarse una idea que nació tan vigorosa. En contraste con esta actitud, obsérvense las viejas dinastías plenipotentes. Salvo un corto número de filósofos –y no es extraño que ellos sólo aparezcan al apuntar la nueva época– la mayoría, intelectual o iletrada, no se cuida en buscar el fundamento de ese poder que con tanta dureza los agobia. Todos creen ciegamente en el origen divino próximo del poderío de los reyes. Hoy, al revés, los sistemas autoritarios imperantes buscan su justificación sociológica o política con tanto afán como la racionalista democracia. El fascismo de nuestros días es así el último engendro del racionalismo. Y es que toda institución exige ser combatida con sus propias armas, aquellas sobre las cuales cree estar fundada. La democracia, que derribó con la guillotina l’ancien régime para implantar el imperio de la raison, se ve hoy demolida, merced a argumentos inexpugnables, extraídos de la estadística y de la sociología sus ciencias justificadoras. Quizás no estemos muy equivocados si consideramos el ideal bolivariano como comprobatorio de estos conceptos. Sólo los demócratas de su tiempo pudieron pensar sinceramente que Bolívar era un retoño de los viejos sistemas políticos. En nuestro tiempo, a la inversa, apenas comprendemos a cabalidad sus ideas cuando lo miramos como un vidente, como hombre no sólo de su época sino como precursor de la presente. La tragedia de su destino residió en haber sido el único que viera con claridad lo que necesitaban, lo que exigían estas nacientes nacionalidades. Quiso dar un salto hacia el gobierno fuerte, que la dialéctica del racionalismo, representada por los demócratas de su tiempo, no podía tolerar. Pero esta disputa sólo tuvo lugar entre un número escogido de hombres directores. El pueblo nunca comprendió la entraña íntima de esa controversia. 4
Y por haber sido sordos al clamoroso anhelo de Bolívar, hemos
rodado con nuestra democracia, que por no ser racionalista –el elemento popular nunca entendió que debía serlo– se ha tornado en demagogia. Ahora bien, la demagogia en el trópico no es un atentado a la realidad social, es la línea de menor resistencia, es la tónica del pensamiento que mayor ajuste puede tener con nuestra circunstancia. Por eso empezábamos afirmando que la realidad nos ha arrastrado. Sólo en esta forma se explica el que hayan sido estos países los más alejados del respeto a la ley. Aquí no comprendemos con exactitud cómo el Estado pueda descansar en la obediencia al derecho, tal como lo proclaman en Europa los pensadores de las más opuestas doctrinas. En nuestro ambiente, la ley no tiene vigencia social, porque para que la tuviese sería menester que antes fuera vivencia en el espíritu de cada hombre. Y nosotros no hemos sido racionalistas. No se ha concebido tampoco la ciencia como disciplina, ni la técnica como vigoroso saber de poderío según la expresión de Max Scheler. Dentro de esta misma explicación está el hecho de que el estatuto constitucional que más larga vida ha tenido entre nosotros fue aquel del centenario, en que el partido conservador hizo una larga y amplia concesión al enemigo secular. En nuestra historia, los conservadores liberalizantes han sido posibles; no así los liberales avecindados a las toldas de derecha. Lo que estrictamente evidencia cuánto hemos sacrificado a la realidad, cuántas veces nos ha arrastrado la torridez del ambiente. Pero nosotros no podemos suscribir con Spengler la proposición que pone fin a su famoso libro: “ducunt fata volentem, nolentem trahunt”. Ese dejarnos asediar por la realidad, que en este caso es la fatalidad, es insufrible. La historia sólo es humana, verdaderamente humana, en tanto la entendamos como un vigoroso actuar sobre lo 5
real y, en ocasiones, contra lo real. Tengamos presente, eso sí, que la
realidad nunca se deja vencer completamente. Pretenderlo es vivir en la utopía. Pero dejarse aniquilar por el contorno geográfico o por la vida subconsciente es convertir la historia humana en historia natural, que es lo que hace Spengler, no obstante sus vibrantes protestas en sentido contrario. Siempre hemos entendido la cultura como aquella situación del hombre, mitad vencido y mitad vencedor. Sujeto activo y pasivo a un tiempo mismo de la realidad. Así como en literatura el realismo ha sido sustituido por el verismo en que el mundo interior no es digno de menor advertencia que el circundante, de igual modo en política, la realidad que produjo constituciones como la del año 63 y que era realista en ese sentido que hemos adoptado, es decir, expresión viva de anhelos íntimos sin pretensión de contradecir el libertinaje de los estados y de los individuos, será reemplazada por un auténtico concepto de gobierno, en el cual la mayor preocupación consistirá en forzar la realidad del trópico para servir a los intereses de la cultura. De esta guisa entendemos nosotros una genuina política de derechas. Hombre de derechas es aquel que, en meta de una finalidad determinada sólo concibe una jerarquía de medios también determinados. En cambio, la izquierda es en política y en cualquiera otra actividad, la teoría de que para obtener un fin, cualquier medio es lícito si es eficaz. Y este no atender a la licitud de los medios, significa la ausencia de normas directoras. Mas la norma es razón práctica, pero razón al fin, que opera sobre la realidad para vencerla. Así, pues, pensamiento de derechas es pensamiento normativo. Y derechas en el trópico equivale a escribir acción sobre la realidad, la cual no es más que libertinaje. Pero la única forma de pugnacidad contra el libertinaje es la autoridad. _________________