El Estado y Su Papel Histórico Kropotkin
El Estado y Su Papel Histórico Kropotkin
El Estado y Su Papel Histórico Kropotkin
Capitulo II.............................................7
Capitulo III............................................11
Capitulo IV ...........................................16
Capitulo V.............................................20
Capitulo VI............................................23
Capitulo VII..........................................28
Capitulo VIII.........................................32.4
De una parte, los que esperan efectuar la revolución social dentro del Estado,
manteniendo la mayor parte de sus atribuciones, hasta ampliándolas y
utilizándolas a beneficio de la revolución. De otra hay los que, como nosotros
los anarquistas, ven en el Estado, no solamente en su forma actual, sino hasta
en su esencia y bajo todas las formas que podría revestir, un obstáculo para la
revolución social, un obstáculo por excelencia para el desarrollo de una
sociedad basada en la igualdad y en la libertad ; una forma histórica para
prevenir este florecimiento, y que trabajan, por consiguiente, para abolir y no
para reformar el Estado.
Como veis, la división es profunda. Corresponde a dos corrientes divergentes
que se hallan en toda la filosofía, la literatura y la acción de nuestra época. Y si
las nociones corrientes sobre el Estado permanecen en la obscuridad tanto
como sucede actualmente, no cabe duda que será sobre esta cuestión del
Estado por lo que se librarán las más obstinadas luchas, cuando, y esperemos
que sea pronto, las ideas comunistas busquen su realización práctica en la vida
de las sociedades.
Importa mucho, pues, después de haber hecho tan a menudo la crítica del
Estado actual, investigar el por qué de su aparición, profundizar el papel que ha
desempeñado en el pasado y compararlo con las instituciones que vino a
substituir.
Razonar de este modo significa ignorar por completo los progresos realizados
en el dominio de la historia durante estos últimos treinta años; es ignorar que el
hombre ha vivido en sociedades durante millones de años antes de conocer el
Estado; es olvidar que el Estado es de origen reciente dentro de las naciones
europeas, pues apenas si data del siglo XVI; es desconocer, en fin, que los
períodos más gloriosos de la humanidad fueron aquellos en que las libertades y
la vida local no estaban aún destruidas por el Estado y en que las masas
humanas vivían en municipalidades (comunas) y en federaciones libres.
Esta distinción, que tal vez nos escapa a primera vista, aparece sobre todo
cuando se estudian los orígenes del Estado.
Para comprender bien lo que es el Estado sólo hay un medio; estudiarlo en su
desenvolvimiento histórico. Y esto es lo que voy a intentar.
Sus órganos cubrían un vasto dominio de cerrada red. Todo afluía hacia Roma:
II
La mayor parte de los filósofos del siglo pasado se formaron una idea muy
elemental sobre el origen de las sociedades.
Concebida en una época en la cual no se sabía gran cosa de los orígenes del
hombre, esta idea dominó en el siglo pasado, y es necesario decir que en
manos de los enciclopedistas y de Rousseau, la idea del contrato social se
convirtió en una arma poderosa para combatir a la realeza de derecho divino.
Lejos de profesar el desprecio por la vida humana, sentían los primitivos horror
al suicidio y a la sangre. Derramarla era considerado como una cosa tan grave,
que cada gota de sangre vertida, no solamente de sangre humana, sino hasta
la de ciertos animales, exigía que el agresor perdiera de la suya una cantidad
igual.
Desde entonces estaba por encima de todas las demás una ley: Los vuestros
han herido o matado a uno de los nuestros; por consiguiente, nosotros
tenemos el derecho de matar a uno de los vuestros o infligirle una herida
absolutamente igual a la que ha recibido el nuestro, no importa cual, pues
siempre es la tribu la responsable de cada acto de uno de sus miembros. Los
tan conocidos versículos de la Biblia: sangre por sangre, ojo por ojo, diente por
diente, herida por herida, muerte por muerte -, pero no más, como ha hecho
observar muy bien Koenigswarter - tiene aquí su origen. Era su modo de
concebir la justicia, y nosotros no podemos enorgullecernos mucho, puesto que
el principio de vida por la vida que prevalece en nuestros códigos no es más
que una de estas supervivencias.
Como veis, toda una serie de instituciones y muchas más que paso en silencio,
todo un código de moral de tribu, fue elaborado durante esta fase primitiva.. y.9
para mantener este núcleo de costumbres sociales, bastaban el vigor, el
uso, la costumbre y la tradición. Ninguna necesidad tuvieron de la autoridad
para imponerlo.
Sin duda que los primitivos tenían directores temporales. El hechicero, los que
pretendían atraer la lluvia, - el sabio de aquella época - procuraban
aprovecharse de lo que conocían o creían conocer de la naturaleza para
dominar a sus semejantes. Hasta aquél que mejor sabía retener en la memoria
los proverbios y los cantos, en los cuales se incorporaba la tradición, gozaba de
ascendiente. En aquella época estos instruídos procuraban asegurar su
dominio transmitiendo sus conocimientos únicamente a unos cuantos elegidos.
Todas las religiones, y hasta las artes y oficios, han principiado, como sabréis,
por los misterios.
Esta fase duró, no obstante, millares y millares de años, y los bárbaros que
invadieron el Imperio Romano habían asimismo pasado por ella. Apenas si
acababan de salir de ella.
III
Lo que hoy observamos en los kábilas, los mongoles, los malayos, etc.,
constituía la esencia misma de la vida de los arriba nombrados bárbaros en
Europa desde el siglo V al VII. Con el nombre de guildas, amistades,
hermandades, universitas, etc., pululan las uniones para la defensa y apoyo
mutuo; para vengar las ofensas inferidas a un miembro de la unión y responder
de ellas solidariamente a fin de substituir la venganza del ojo por ojo, por la
compensación, seguida de la aceptación del agresor en la hermandad; para
impedir las pretensiones de la naciente autoridad; para el comercio; para la
práctica de la buena vecindad; para la propaganda, en fin, para todo lo que el
europeo educado por la Roma de los césares y de los Papas pide actualmente
al Estado. Es muy dudoso que en aquella época haya habido un solo hombre,
libre o siervo, salvo los que eran puestos fuera de la ley por sus mismas
hermandades, que no hubiese pertenecido a una hermandad o guilda
cualquiera fuera de su comuna.
Por otra parte, la tradición que hacía la ley, queda olvidada de la gran masa y
sólo subsiste alguno que otro viejo que ha podido retener en su memoria los.14
versos y los cantos en los cuales se narran los preceptos de que se compone
la ley rutinaria y los recita en los grandes días de fiesta de la comuna. Y poco a
poco algunas familias forman una especialidad, transmitida de padres a hijos,
en tener estos cantos y estos versos en la memoria, en conservar la ley en toda
su pureza. A ellos acuden los campesinos para dirimir las diferencias en casos
embrollados, especialmente cuando dos pueblos o dos confederaciones se
niegan a aceptar las decisiones arbitrales tomadas en su seno. La autoridad del
rey o del príncipe germina ya en estas familias, y cuando más estudio las
instituciones de aquella época, más claro veo que el conocimiento de la ley
rutinaria, de hábito, hizo mucho más para constituir esta autoridad que la fuerza
de la guerra. El hombre se ha dejado esclavizar mejor por su deseo de castigar
según la ley que por la conquista directa militar. Y así fue como surgió
gradualmente la primera concentración de los poderes, la primera mutua
seguridad para la dominación, la del juez y la del jefe militar, contra la comuna
del pueblo. Un hombre sueña con estas dos funciones y se rodea de hombres
armados para ejecutar las decisiones judiciales, se fortifica en su hogar,
acumula en su familia las riquezas de la época - pan, ganado, hierro - y poco a
poco impone su dominio a los campesinos de los alrededores.
Tendría necesidad de todo un curso, mejor que de una conferencia, para tratar
a fondo este tema, plagado de enseñanzas preciosas, y contar como los
hombres libres se convirtieron gradualmente en siervos forzados a trabajar
para el señor laico o religioso del castillo; para explicar de qué modo se
constituyó la autoridad, por tanteos, por sobre de los pueblos y de las
comarcas; de qué modo los campesinos se rebelaron, se coligaron, lucharon
para combatir esta creciente dominación y cómo sucumbieron en estas luchas
contra los fuertes muros de los castillos, contra los hombres cubiertos de hierro
que los defendían.
Esta revolución que la masa de los historiadores prefiere ignorar, vino a salvar
a Europa de la calamidad que la amenazaba, deteniendo la evolución de los
reinos teocráticos y despóticos en los que hubiera acabado por sucumbir
nuestra civilización después de algunos siglos de brillante desarrollo, como
sucumbieron las civilizaciones de Mesopotamia, Asiria y Babilonia.
Dicha revolución abrió una nueva fase de vida: la fase de los municipios
libres..16
IV
Roma, les sea difícil comprender el espíritu del movimiento comunalista del
siglo XII. Este movimiento, afirmación viril del individuo que logra constituir la
ciudad por la libre federación de los hombres, de los pueblos, de las ciudades,
fue una negación absoluta del espíritu unitario y centralizador romano mediante
El municipio de la Edad Media, la ciudad libre, tiene su origen, por una parte,
en la comuna del pueblo, y por otra, en estas mil hermandades y guildas que
se constituyeron aparte, fuera de la unión territorial. La federación de estas dos
especies de uniones perfeccionó la comuna de la Edad Media bajo la
protección de su recinto fortificado y de sus torres.
En alguna región fue un desarrollo natural. En las demás -y fue la regla general
para la Europa occidental - fue el resultado de una revolución. Cuando los
habitantes de un determinado burgo se sentían suficientemente protegidos por
sus murallas, formaban una conjuración. Prestábanse mutuamente juramento
de abandonar todos los asuntos pendientes concernientes a los insultos, las
luchas o las heridas, y juraban para desde allí en adelante no recurrir jamás, en
las querellas que pudieran ocurrir, a otro juez que no fuera los síndicos que
ellos mismos nombraban. En cada guilda de arte o de buena vecindad, en cada
hermandad jurada, esto era ya desde hacía mucho tiempo la práctica regular.
Tal había sido la costumbre antaño en cada comuna de pueblo, antes que el
obispo o el reyezuelo llegara a introducirse y más tarde imponer su juez.
Más tarde las aldeas y las parroquias que componían el burgo, así como las
guildas y hermandades que en su seno se habían desarrollado, se
consideraban como una sola amitas, nombraban sus jueces y juraban la unión
pertinente entre todos estos grupos..17
La unidad profesional, que a menudo se confunde, o poco le falta para ello, con
el barrio o el sector, es la guilda, la unión de oficio. Esta conserva aún sus
santos, su asamblea, su forum y sus jueces; tiene su arca, su propiedad
territorial, su milicia y su estandarte. Conserva asimismo su sello y del propio
modo continúa siendo soberana. En caso de guerra, su milicia marchará, si así
se juzga conveniente, añadiendo su contingente al de las demás guildas y
plantará su estandarte al lado del estandarte principal (carosse) de la ciudad.
Trata en calidad de soberano con las demás ciudades, se federa con las que
quiere, pacta alianzas nacionales o fuera de su nación. Los Cinco puertos
ingleses alrededor de Douvres estaban federados con puertos franceses y
norleandeses del otro lado del canal de la Mancha, la Novgorod rusa es la
aliada de la Hansa escandinavogermánica, y así otras muchas por el estilo. En
sus relaciones exteriores cada ciudad posee todos los atributos del Estado
moderno, y desde esta época se constituyó, por medio de libres contratos, lo
que más tarde debía conocerse con el nombre de derecho internacional,
colocado bajo la sanción de la opinión pública de todas las ciudades, y más
tarde muy a menudo violado, mejor que respetado, por los Estados.
Por último, o bien la ciudad se defiende ella misma contra los agresores, y
dirige por sí misma las guerras encarnizadas contra los señores feudales de los
alrededores, nombrando cada año uno o dos jefes militares de sus milicias, o
bien acepta un defensor militar, un príncipe, un duque, que escoge por sí
misma por todo un año y lo despide cuando bien le parece. Generalmente,
ponía a su disposición, para sostén de sus soldados, el producto de las multas
judiciales, pero le prohibía inmiscuirse en los asuntos de la ciudad. O bien, en
fin, demasiado débil para emanciparse por completo de sus vecinos los buitres
feudales, conservaba por defensor militar más o menos permanente a su
obispo, o a un príncipe de una determinada familia - golfo o gibelino en Italia;
familia de Rurich o de Olgerd en la Lituania, - pero velando constantemente
para que la autoridad del príncipe o del obispo no traspasase de los
hombres.19 del castillo. Y hasta le prohibía entrar sin permiso en la ciudad. Sin
duda no ignoraréis que aun en nuestros días el rey de lnglaterra no puede
entrar en la ciudad de Londres sin el permiso del lord alcalde de la ciudad.
Que se examinen, por último, los donativos a las iglesias y a las casas públicas
de la parroquia, de la guilda o de la ciudad, sean obras de arte como
esculturas, metales forjados o fundidos, objetos decorativos, o sean en dinero y
se comprenderá el grado de bienestar que realizaron estas ciudades; se
concebirá fácilmente el espíritu de investigación y de inventiva que en ellos
reinaba, el soplo de libertad que inspiraba sus obras, el sentimiento de
solidaridad fraternal que se establecía en aquellos gremios, donde los hombres
de un mismo oficio estaban unidos, no solamente por el lazo mercantil o
técnico del oficio, sino por los lazos de sociabilidad, de fraternidad. En efecto,
¿acaso no era ley de la guilda que dos hermanos debían velar a la cabecera de
un hermano enfermo - costumbre que ciertamente exigía un espíritu de
sacrificio en aquellas épocas de enfermedades contagiosas y de pestes, - y
acompañarle hasta la tumba y cuidar de la viuda y de sus hijos? La negra
miseria, el abatimiento y la incertidumbre del mañana que caracteriza a
nuestras ciudades modernas, eran absolutamente desconocidos en aquellos
oasis surgidos en el siglo XII en medio de la selva feudal.
Toda la industria moderna nos viene de aquellas ciudades. En tres siglos, las
industrias y las artes llegaron a tal grado de perfección que nuestro siglo no ha
podido sobrepujarlas sino en la rapidez de producción, muy raramente en
calidad y mucho más raramente en belleza del producto. Todas las artes que
en vano hoy tratamos de resucitar - la belleza en Rafael, el vigor y la audacia
en Miguel Angel, la ciencia y el arte en Leonardo de Vinci, la poesía y la lengua
en Dante, la arquitectura, en fin, a la cual debemos las catedrales de Lyón,
Reims y Colonia -, el pueblo fue su albañil, según expresión de Víctor Hugo.
¿Queréis medir los progresos de aquellas ciudades con un solo vistazo? Pues
comparad la catedral de San Marcos de Venecia con el arco rústico de los
normandos, las pinturas de Rafael con los bordados de los tapices de Bayeuse,
los instrumentos de precisión y físicos y los relojes de Nuremberg con los
relojes de arena de los siglos precedentes, la lengua señora del Dante con el
latín bárbaro del siglo XII... Todo un mundo mediaba y floreció entre una y otra
época.
Puede que se me diga que olvido los conflictos, las luchas intestinas que llenan
la historia de aquella época, el tumulto en sus calles, las encarnizadas batallas
sostenidas contra los señores, las insurrecciones de las artes jóvenes contra
las artes antiguas, la sangre derramada y las represalias de todas estas luchas.
Pues bien, no; no olvido nada de todo esto; pero como Leo y Botta - los dos
historiadores de la Italia medioeval -, como Sismondi, Ferrari, Pino, Capponi y
tantos otros, veo que estas luchas fueron la garantía de la vida libre en la
ciudad libre. Veo en ellas una renovación, un nuevo esfuerzo hacia el progreso
después de cada una de estas luchas. Después de haber relatado en detalle
estas luchas y estos conflictos, y después de haber medido así la inmensidad
de los progresos realizados mientras estas luchas ensangrentaban las calles
-.22 el bienestar asegurado a todos los habitantes, renovada la civilización -,
Leo y Botta sacaban en conclusión este justo pensamiento que frecuentemente
me viene a la memoria:
Sí, el conflicto, libremente debatido, sin que un poder exterior, como el Estado,
venga a arrojar su inmenso peso en la balanza a favor de una de las fuerzas
que están en lucha.
Como estos dos autores yo pienso asimismo que a menudo se han causado
mayores males imponiendo la paz, puesto que de este modo se han aliado
juntas cosas contrarias queriendo crear un orden político general, sacrificando
las individualidades y los pequeños organismos, para absorberlos en un vasto
cuerpo sin color y sin vida.
Aquí radica toda la diferencia. Hay las luchas y los conflictos que matan y hay
las luchas y los conflictos que empujan a la humanidad por la senda
progresiva..23
VI
Durante el curso del siglo XVI, los bárbaros modernos vinieron a destruir toda
la civilización de la Edad Media. Estos bárbaros no la anularon por completo,
pero paralizaron su marcha por dos o tres siglos al menos, lanzándola en una
nueva dirección.
Fue el Estado: la triple alianza, finalmente constituida, del jefe militar, del juez
romano y del sacerdote, los tres formando una asociación para obtener el
dominio, unidos los tres en un mismo poderío, poderío que iba a mandar en
nombre de los intereses de la sociedad para aplastar a esta misma sociedad.
Uno se pregunta, naturalmente, ¿cómo pudieron estos modernos bárbaros
triunfar sobre las comunas tan poderosas antes? ¿Dónde hallaron la fuerza
para esta conquista?
Lentamente, por tanteos, un barón más poderoso o más astuto que los demás,
lograba acá o acullá, elevarse por encima de los otros. La Iglesia no tardaba en
prestarle su apoyo. Y por la fuerza, la astucia, el dinero, y en caso de
necesidad por medio de la cuchilla o del veneno, uno de estos barones
feudales se iba engrandeciendo a costa de los demás. De todos modos, la
autoridad real jamás logró constituirse en ninguna de las ciudades libres que
tenían un forum ruidoso, su roca Tarpeya o su río para los tiranos: fue en el
campo donde consiguió constituirse.
Los campesinos de los alrededores les suministraban el trigo, los caballos y los
hombres, y el comercio - real, no comunal - aumentaba sus riquezas. La Iglesia
rodeó a estos poderosos con todos sus solícitos cuidados, les protegió, fue en
su ayuda con su dinero, inventó el santo de la localidad y sus milagros. Rodeó
de veneración a Nuestra Señora de París, o a la Virgen de Iberia de Moscú. Y
mientras la civilización de las ciudades libres, emancipadas de los obispos,
continuaba en su juvenil ardor, la Iglesia trabajó con tesón para reconstruir su
autoridad por intermediación de la naciente realeza, rodeando con sus
cuidados, su incienso y sus escudos la cuna de la familia del que había
escogido finalmente para poder reconstituir con él y por él su autoridad.25
eclesiástica. En París, en Moscú, en Madrid, en Praga, se le ve inclinada sobre
la cuna de la realeza con la antorcha encendida en la mano.
Este lento trabajo de los dos conjurados está ya en pleno vigor en el siglo XVI.
Hallamos y vemos ya en todas las ciudades una distinción entre las viejas
familias que habían hecho la revolución del siglo XII - o mejor dicho, las
familias - y las que más tarde fueron a establecerse en la ciudad. La vieja
guilda de los comerciantes no quiere recibir a los recién llegados, niégase a
que se le incorporen las artes jóvenes para el comercio. Y de simple
comisionista de la ciudad se convierte en la mediadora, en la intermediaria que
se enriquece con el comercio lejano y que importa el fausto oriental, y más
tarde se alía al señor coburgués y al sacerdote, o va a buscar apoyo en el
naciente rey para mantener su derecho al enriquecimiento y al monopolio.
Transformado en personal, el comercio mató la ciudad libre.
Pero si para la mayor parte esta revolución fue el punto de partida de una
renovación de la vida y de todas las artes (esto se ve muy bien estudiando
Florencia), en otras ciudades terminó con la victoria del popolo grasso sobre el
popolo basso, por un aplastamiento, por las deportaciones en masa, las
ejecuciones, sobre todo cuando los señores y los sacerdotes se mezclaron en
la lucha.
Y ya no hay que decirlo, lo que el rey tomó por pretexto a fin de aplastar al
pueblo alto, fue la defensa del pueblo bajo, y poder subyugar a ambos cuando
se hubo convertido en dueño de la ciudad..26
Además, las ciudades debían morir, puesto que las mismas ideas de los
hombres habían cambiado. La enseñanza del derecho canónico y del derecho
romano las había pervertido.
Y bajo esta doble enseñanza del legista romano y del sacerdote, el espíritu
federalista, el espíritu de libre iniciativa y de libre inteligencia se moría para
dejar paso al espíritu de disciplina, de organización autoritaria. El rico y la plebe
pedían a dúo un salvador.
VII
Sin embargo, la victoria del Estado sobre las comunas de la Edad Media y las
instituciones federalistas de aquella época, no fue inmediata. Hubo un
momento en que hasta pareció muy dudosa su victoria.
La Unión lombarda, por ejemplo, englobaba las ciudades de la alta Italia y tenía
su caja federal guardada en Génova o en Venecia. Otras federaciones, como la
Unión Toscana, la Unión Rhenana (que abarcaba sesenta ciudades), las
federaciones de Westfalia, de Bohemia, de Servia, de Polonia, de las ciudades
escandinavas, alemanas, polonesas y rusas en todo el Báltico. Allí había ya
todos los elementos, y aun el hecho mismo, de ampliar aglomeraciones
humanas libremente constituídas..30
Pero el Estado, por su propio principio vital, no puede tolerar la federación libre.
El siglo XVI, siglo de guerras encarnizadas, se resume por entero en esta lucha
del Estado naciente contra las ciudades libres y sus federaciones. Las ciudades
se ven cercadas, tomadas por asalto, saqueadas, y sus habitantes diezmados
o expulsados.
De todo esto, ¿qué es lo que quedó dos siglos más tarde? Ciudades que
habían albergado cincuenta y hasta cien mil habitantes, y que habían poseído,
como Florencia, más escuelas y los hospitales comunales más camas que no
poseen actualmente las ciudades mejor dotadas en este particular, estaban
convertidas en barriadas nauseabundas. El Estado y la Iglesia se habían
apoderado de sus riquezas y sus habitantes habían sido diezmados o
deportados. Muerta la industria bajo la minuciosa tutela de los empleados del
Estado. Muerto el comercio. Los mismos caminos vecinales que antes unían
las ciudades, estaban absolutamente impracticables en el siglo XVII.
VIII
Los historiadores y los economistas a sueldo del Estado nos han enseñado que
habiéndose convertido la comuna del pueblo en una forma anticuada de la
posesión del terreno que ponía obstáculos al progreso de la agricultura, tuvo
que desaparecer bajo la acción de fuerzas económicas naturales. Los políticos
y los economistas burgueses no han cesado de repetirlo hasta nuestros días, y
hasta hay revolucionarios y socialistas - los que pretenden ser científicos - que
aun recitan esta fórmula convenida, aprendida en la escuela.
Jamás se afirmó embuste alguno tan odioso como este en la ciencia. Embuste
querido, puesto que la historia está llena de documentos para probar al que
quiera conocerlos - por lo que concierne a Francia basta consultar a Dalloz -,
que la comuna del pueblo estuvo primeramente privada por el Estado de todos
sus atributos: de su independencia, de su poder jurídico y legislativo, y que
luego sus tierras fueron, o simplemente robadas por los ricos con la protección
del Estado, o bien directamente confiscadas por el Estado.
Este robo principió en Francia a partir del siglo XVI y aumentó de grado durante
el siglo XVII. Desde 1659, el Estado tomó bajo su tutela a las comunas, y basta
consultar el Edicto de 1667, de Luis XIV, para ver el robo de bienes comunales
que se efectuó en aquella época. Cada uno se ha arreglado a su capricho ... se
han repartido ... para despojar las comunas se han valido del vinculamiento de
deudas ..., decía en este Edicto el Rey Sol, y dos años más tarde dicho rey
confiscaba en provecho propio todas las rentas de las comunas. A esto es lo
que, en lenguaje soi disant científico, llaman muerte natural.
Esto duró hasta 1801 en que las comunas del pueblo volvieron a ser comunas,
pero entonces el gobierno se encargó de nombrar él mismo los alcaldes y los
concejales en cada uno de los 36 000 municipios (Francia). Y este absurdó
duró hasta la revolución de julio de 1830 en que se puso en vigor la ley de
1789. Durante este tiempo las tierras comunales fueron confiscadas otra vez
por el Estado (1813) y saqueadas de nuevo por espacio de tres años. Lo que
quedó de ellas no se devolvió a las comunas hasta el año 1816..34
¿Os imagináis que con esto concluyó todo? De ningún modo. Cada nuevo
régimen ha visto en las tierras comunales una fuente de recompensas para los
defensores de los sucesivos regímenes. Y así vemos, después de 1830, por
tres veces diferentes, la primera en 1837 y la última con Napoleón III, que se
sucedieron las promulgaciones de leyes para obligar a los campesinos a
repartir lo que les quedaba de los bosques y de pastos comunales, y por tres
veces asimismo el Estado vióse obligado a anular estas leyes en vista de la
resistencia de los campesinos. A pesar de ello, Napoleón III supo aprovecharse
quedándose algunas propiedades entre manos para poder luego regalarlas a
algunos de sus partidarios.
He aquí los hechos, y he aquí lo que algunos individuos han dado en llamar en
lenguaje científico la muerte natural de la posesión comunal bajo la influencia
de las leyes económicas. Lo mismo daría llamar muerte natural al destroce de
cien mil soldados en el campo de batalla.
Admitir que los ciudadanos constituyan entre sí una federación que se apropie
algunas de las funciones del Estado, hubiera sido, en principio, una
contradicción. El Estado pide a sus súbditos la sumisión directa, personal, sin
intermediarios; quiere la igualdad en la servidumbre, no puede admitir el
Estado dentro del Estado.
Así vemos que, desde que el Estado principió a constituirse en el siglo XVI,
trabajó para destruir todos los lazos de unión que existían entre los ciudadanos,
sea en el pueblo o en la ciudad. Si toleró, con el nombre de instituciones
municipales, algunos vestigios de autonomía - jamás de independencia -, fue
únicamente con una mira fiscal, para no gravar mucho el presupuesto central, o
bien, para permitir a los ricachones de provincias que se enriquecieran más
aun a costa del pueblo, como sucedió en Inglaterra hasta nuestros días y
sucede aún en las instituciones y en las costumbres.
He aquí por qué bajo el régimen francés en Argelia cuando una djemmah
kábila - comuna del pueblo - quiere pleitear por sus tierras, cada habitante de la
comuna debe presentar separadamente una instancia a los tribunales, los
cuales juzgarán cincuenta o doscientos asuntos aislados antes que aceptar la
queja colectiva de la djemnlah. El Código jacobino de la Convención, conocido
por Código de Nápoleón, no reconoce el derecho de costumbre, solamente
reconoce el derecho romano, o mejor, el derecho bizantino. He aquí por qué en
Francia, cuando el viento derriba un árbol de la carretera nacional, o cuando un
campesino no quiere efectuar por sí mismo la reparación de un camino
comunal y prefiere pagar dos o tres francos al picapedrero, se necesita poner
en movimiento a doce o quince empleados del Estado y emborronar más de
cincuenta hojas de papel, antes que el árbol pueda ser vendido o que el
campesino reciba el permiso de aportar dos o tres francos a la caja de la
comuna.
Una bagatela para los amantes del orden y de la regimentación. Pero hay algo
peor en el fondo. Hay el principio que lo ha matado todo. Los campesinos de un
pueblo tienen mil intereses comunes; intereses de hogar, de.36 vecindad, de
relaciones constantes. Forzosamente vense obligados a unirse para mil cosas
diarias. Pero el Estado no quiere, no puede consentir que se unan. Con darles
la escuela, el cura, el guardia civil y el juez, cree que debe bastarles. Y si
surgen otros intereses quiere que pasen por las manos del Estado y de la
Iglesia.