Aparicion Guy de Maupassant
Aparicion Guy de Maupassant
Aparicion Guy de Maupassant
Aparicin
desnudos.
Fue en 1827, en el mes de julio. Yo estaba de guarnicin en Run.
Un da, mientras paseaba por el muelle, encontr a un hombre que cre reconocer
sin recordar exactamente quin era. Hice instintivamente un movimiento para
detenerme. El desconocido capt el gesto, me mir y se me ech a los brazos
Era un amigo de juventud al que haba querido mucho. Haca cinco aos que no lo
vea, y desde entonces pareca haber envejecido medio siglo. Tena el pelo
completamente blanco; y caminaba encorvado, como agotado. Comprendi mi
sorpresa y me cont su vida. Una terrible desgracia lo haba destrozado.
Se haba enamorado locamente de una joven, y se haba casado con ella en una
especie de xtasis de felicidad. Tras un ao de una felicidad sobrehumana y de
una pasin inagotada, ella haba muerto repentinamente de una enfermedad
cardaca, muerta por su propio amor, sin duda.
l haba abandonado su quinta el mismo da del entierro, y haba acudido a vivir
a su casa en Run. Ahora viva all, solitario y desesperado, carcomido por el
dolor, tan miserable que slo pensaba en el suicidio.
-Puesto que te he encontrado de este modo -me dijo-, me atrevo a pedirte que me
hagas un gran servicio: ir a buscar a mi quinta, al secreter de mi habitacin,
de nuestra habitacin, unos papeles que necesito urgentemente. No puedo
encargarle esta misin a un subalterno o a un empleado porque es precisa una
impenetrable discrecin y un silencio absoluto. En cuanto a m, por nada del
mundo volvera a entrar en aquella casa.
Te dar la llave de esa habitacin, que yo mismo cerr al irme, y la llave de
mi secreter. Adems le entregars una nota ma a mi jardinero que te abrir la
quinta.
Pero ven a desayunar conmigo maana, y hablaremos de todo eso.
Le promet hacerle aquel sencillo servicio. No era ms que un paseo para m, su
quinta se hallaba a unas cinco leguas de Run. No era ms que una hora a
caballo.
A las diez de la maana siguiente estaba en su casa. Desayunamos juntos, pero no
pronunci ni veinte palabras. Me pidi que le disculpara; el pensamiento de la
visita que iba a efectuar yo en aquella habitacin, donde yaca su felicidad, le
trastornaba, me dijo. Me pareci en efecto singularmente agitado, preocupado,
como si en su alma se hubiera librado un misterioso combate.
Finalmente me explic con exactitud lo que tena que hacer. Era muy sencillo.
Deba tomar dos paquetes de cartas y un fajo de papeles cerrados en el primer
cajn de la derecha del mueble del que tena la llave. Aadi:
-No necesito suplicarte que no los mires.
Me sent casi herido por aquellas palabras, y se lo dije un tanto vivamente.
Balbuce:
-Perdname, sufro demasiado.
Y se ech a llorar.
Me march una hora ms tarde para cumplir mi misin.
Haca un tiempo radiante, y avanc al trote largo por los prados, escuchando el
canto de las alondras y el rtmico sonido de mi sable contra mi bota.
Luego entr en el bosque y puse mi caballo al paso. Las ramas de los rboles me
acariciaban el rostro; y a veces atrapaba una hoja con los dientes y la
masticaba vidamente, en una de estas alegras de vivir que nos llenan, no se
sabe por qu, de una felicidad tumultuosa y como inalcanzable, una especie de
embriaguez de fuerza.
Al acercarme a la quinta busqu en el bolsillo la carta que llevaba para el
jardinero, y me di cuenta con sorpresa de que estaba lacrada. Aquello me irrit
de tal modo que estuve a punto de volver sobre mis pasos sin cumplir mi encargo.
Luego pens que con aquello mostrara una sensibilidad de mal gusto. Mi amigo
haba podido cerrar la carta sin darse cuenta de ello, turbado como estaba.
La casa pareca llevar veinte aos abandonada. La barrera, abierta y podrida, se
mantena en pie nadie saba cmo. La hierba llenaba los caminos; no se
distinguan los arriates del csped.
Al ruido que hice golpeando con el pie un postigo, un viejo sali por una puerta
lateral y pareci estupefacto de verme. Salt al suelo y le entregu la carta.
La ley, volvi a leerla, le dio la vuelta, me estudi de arriba abajo se meti
el papel en el bolsillo y dijo:
-Y bien! Qu es lo que desea?
Respond bruscamente:
-Usted debera de saberlo, ya que ha recibido dentro de ese sobre las rdenes de
su amo; quiero entrar en la casa.
Pareci aterrado. Declar:
-Entonces, piensa entrar en... en su habitacin?
Empec a impacientarme.
-Por Dios! Acaso tiene usted intencin de interrogarme?
Balbuce:
-No..., seor..., pero es que... es que no se ha abierto desde... desde... la
muerte. Si quiere esperarme cinco minutos, ir... ir a ver si...
Le interrump colrico.
-Ah! Vamos, se est burlando de m? Usted no puede entrar, porque aqu est la
llave.
No supo qu decir.
-Entonces, seor, le indicar el camino.
-Seleme la escalera y djeme slo. Sabr encontrarla sin usted.
-Pero.... seor... sin embargo...
Esta vez me irrit realmente.
-Est bien, cllese, quiere? 0 se las ver conmigo.
Lo apart violentamente y entr en la casa.
Atraves primero la cocina, luego dos pequeas habitaciones que ocupaba aquel
hombre con su mujer. Franque un gran vestbulo, sub la escalera, y reconoc la
puerta indicada por mi amigo.
La abr sin problemas y entr.
El apartamento estaba tan a oscuras que al principio no distingu nada. Me
detuve, impresionado por aquel olor mohoso y hmedo de las habitaciones vacas y
cerradas, las habitaciones muertas. Luego, poco a poco, mis ojos se
acostumbraron a la oscuridad, y vi claramente una gran pieza en desorden, con
una cama sin sbanas, pero con sus colchones y sus almohadas, de las que una
mostraba la profunda huella de un codo o de una cabeza, como si alguien acabara
de apoyarse en ella.
Las sillas aparecan en desorden. Observ que una puerta, sin duda la de un
armario, estaba entreabierta.
Me dirig primero a la ventana para dar entrada a la luz del da y la abr; pero
los hierros de las contraventanas estaban tan oxidados que no pude hacerlos
ceder.
Intent incluso forzarlos con mi sable, sin conseguirlo. Irritado ante aquellos
esfuerzos intiles, y puesto que mis ojos se haban acostumbrado al final
perfectamente a las sombras, renunci a la esperanza de conseguir ms luz y me
dirig al secreter.
Me sent en un silln, corr la tapa, abr el cajn indicado. Estaba lleno a
rebosar. No necesitaba ms que tres paquetes, que saba cmo reconocer, y me
puse a buscarlos.
Intentaba descifrar con los ojos muy abiertos lo escrito en los distintos fajos,
cuando cre escuchar, o ms bien sentir, un roce a mis espaldas. No le prest
atencin, pensando que una corriente de aire haba agitado alguna tela. Pero, al
cabo de un minuto, otro movimiento, casi indistinto, hizo que un pequeo
estremecimiento desagradable recorriera mi piel. Todo aquello era tan estpido
que ni siquiera quise volverme, por pudor hacia m mismo. Acababa de descubrir
el segundo de los fajos que necesitaba y tena ya entre mis manos el tercero
cuando un profundo y penoso suspiro, lanzado contra mi espalda, me hizo dar un
salto alocado a dos metros de all. Me volv en mi movimiento, con la mano en la
empuadura de mi sable, y ciertamente, si no lo hubiera sentido a mi lado,
hubiera huido de all como un cobarde.
Una mujer alta vestida de blanco me contemplaba, de pie detrs del silln donde
yo haba estado sentado un segundo antes.
Mis miembros sufrieron una sacudida tal que estuve a punto de caer de espaldas!
Oh! Nadie puede comprender, a menos que los haya experimentado, estos
espantosos y estpidos terrores. El alma se hunde; no se siente el corazn; todo
el cuerpo se vuelve blando como una esponja, cabra decir que todo el interior
de uno se desmorona.
No creo en los fantasmas; sin embargo, desfallec bajo el horrible temor a los
muertos, y sufr, oh!, sufr en unos instantes ms que en todo el resto de mi
vida, bajo la irresistible angustia de los terrores sobrenaturales.
Si ella no hubiera hablado, probablemente ahora estara muerto! Pero habl;
habl con una voz dulce y dolorosa que haca vibrar los nervios. No me atrever
a decir que recuper el dominio de m mismo y que la razn volvi a m. No.
Estaba tan extraviado que no saba lo que haca; pero aquella especie de fiereza
ntima que hay en m, un poco del orgullo de mi oficio tambin, me hacan
mantener, casi pese a m mismo, una actitud honorable. Fing ante m, y ante
ella sin duda, ante ella, fuera quien fuese, mujer o espectro. Me di cuenta de
todo aquello ms tarde, porque les aseguro que, en el instante de la aparicin,
no pens en nada. Tena miedo.
-Oh, seor! -me dijo-. Podis hacerme un gran servicio!
Quise responderle, pero me fue imposible pronunciar una palabra. Un ruido vago
brot de mi garganta.
-Querris? -insisti-. Podis salvarme, curarme. Sufro atrozmente. Sufro, oh,
s, sufro!
Y se sent suavemente en mi silln. Me miraba.
-Querris?
Afirm con la cabeza incapaz de hallar todava mi voz.
Entonces ella me tendi un peine de carey y murmur
-Peinadme, oh!, peinadme; eso me curar; es preciso que me peinen. Mirad mi
cabeza... Cmo sufro; cuanto me duelen los cabellos!
Sus cabellos sueltos, muy largos, muy negros, me parecieron, colgaban por encima
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