Cuentos James Barrie

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Cuentos Reunidos

Índice

Vacaciones en la cama & otros bocetos


Vacaciones en la cama, 15
Una droga poderosa, 25
Mi autora favorita, 33
A la gripe, 39
Reglas para cortar en filete, 45
Acerca de correr detrás de un sombrero, 47

Dos de ellos
El mozo desconsiderado, 53
Nuestra nueva criada, 81
Recuerdos de un paraguas, 89
El fox terrier brioso, 97
El cigarrillo malvado, 103
¿Era un reloj?, 109
El dramaturgo y el ave, 117
El libro de mi marido, 123
El resultado de una excursión por Surrey, 131
Dos de ellos, 137
Vacaciones en la cama & otros bocetos
REGLAS PARA CORTAR EN FILETES

Regla nro. 1: Es de mala educación treparse a la mesa. Sin


duda es una gran tentación. Cuando estás luchando con
un pato y él se tamblaea justo cuando pensabas que ya lo
tenías, te olvidas de todo. Este es el procedimiento más
usual: el filetero empieza a filetear sentado. Pronto se pone
de pie y contrae la frente. Acerca su rostro al pato, como
si quisiera investigarlo por dentro, pero el pato se resiste
a ceder cualquiera de sus partes. El filetero apoya uno
de sus pies sobre la silla, luego el otro. Sus rodillas ahora
descansan contra la mesa y él, en su agitación, se arroja, por
así decirlo, sobre el ave. Esto nos lleva a la…
Regla nro. 2: Filetear no debería ser una cuestión de
fuerza bruta. Desde el principio debes tener presente que el
pato y tú no se enfrentan entre sí en un combate a muerte.
Nunca luches con un plato de comida. En otras palabras, no
pierdas la razón, y si notas que empiezas a agitarte, deténte y
cuenta hasta cien. Eso te calmará y podrás volver a empezar.
Regla nro. 3: Insultar al pato no será de ninguna ayuda.
Esta regla es transgredida mayormente por un caballero que
filetea para su propio círculo familiar. Si hay otras personas
presentes, en general se encarga de conservar una calma
relativa en su exterior, tal como el criminal ante el cadalso.

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Pero en su intimidad estalla en una tormenta de invectivas.
De ser sarcástico, dirá que en sus años ha visto muchos
patos, pero ninguno como éste: es extremadamente
flexible, y tan fuerte que debe haber venido a Inglaterra
con el Conquistador.
Regla nro. 4: No alardear cuando todo termine. No
debes fijar la atención de los invitados en el hecho de
que has logrado hacerlo. No exclames eufórico: «Yo sabía
que podía hacerlo», o «No he conocido pato que no
haya podido conquistar de algún modo». No exclames
en voz alta y satisfecha cómo lo hiciste, ni demuestres tu
manera de hacerlo apuntando a los restos con el cuchillo
para filetear. Tampoco seas falsamente modesto y digas
que filetear es lo más sencillo del mundo. No te seques
la cara constantemente con la servilleta como si estuvieras
transpirando, ni hables entusiasmado como si el éxito se te
hubiera subido a la cabeza. No preguntes a tus vecinos qué
piensan de tu fileteado. Tu gran objetivo es convencerlos
de que consideras el fileteado como una nimiedad, algo
que haces todos los días y más bien disfrutas.

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Dos de ellos
DOS DE ELLOS

Ella es una chica bastante bonita, aunque eso no le sirva


de nada con nosotros, y su vestido es amarillo y marrón,
con alfileres aquí y allí. Algunos de estos alfileres tienen
casi un pie de largo y, cuando no los usa, ella los guarda
en su sombrero y los hunde con profundidad sobre su
cabeza. Eso me da escalofríos, pero ella está hecha de tal
modo que no parece dolerle y, en ese almohadón humano
para alfileres, las dagas permanecen hasta que ella vuelve a
ponerse la campera. Su talle es seis y cuarto, pero también
le queda el seis.
Aquí viene ocasionalmente —siempre como si
acabara de renacer esta mañana— a sentarse en el sillón
grande y discutir qué clase de chica es y otros asuntos de
la actualidad. Cuando de pronto se inclina hacia delante,
apoyando las manos sobre las rodillas, y dice «¡Oh!», yo
sé que ha recordado algo que debe soltar de inmediato o
afectará su salud. Y ya se trate de «No creo en nada ni en
nadie, ¡eso!», o «¿Por qué morimos tan pronto?», o «Compro
gotas de chocolate de a media libra», se supone que debo
considerarlo, por el momento, como lo más importante
del día. Sólo a ella le permito atizar mi fuego; algunos de
sus más profundos pensamientos la han sorprendido con

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el atizador en la mano. Sin embargo, no está siempre seria
ya que, aunque su cara luzca tan pensativa que ubicarse a
casi una yarda de distancia no pareciera ser suficientemente
seguro, a veces ella bromea alegremente y aplaude. Pero yo
nunca me río, más bien sigo fumando y ella –con mucho
criterio– lo adjudica a mi falta de humor. La razón por la
que nos llevamos tan bien es que la trato como si fuera un
hombre, según lo convenido. La nuestra es una amistad
platónica, o al menos lo era, porque hace media hora la vi
partir con indecisión.

EL TRATO

Tras sólo un vistazo en el espejo, ella se había


desparramado en el sillón grande, que parecía estar
abrazándola. Luego surgió esto:
—¡Y yo que creía que eras de confianza!
(Ella siempre empieza por el medio.)
—¿Qué hice? —pregunté, aunque lo sabía.
—Ayer —dijo ella—, cuando me metiste en ese taxi.
Oh, no lo hiciste, pero lo intentaste.
—¿Hacer qué?
Ella apretó los labios, después de lo cual di una larga
pitada para no volver a hacerlo. Pero ella tenía una respuesta.
—Los hombres son todos iguales —dijo ella con
indignación.
—¡En verdad crees —exclamé amargamente— que si
medité semejante acto (por un breve momento), yo estaba
cediendo a los mismos miserables impulsos que otros

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hombres! Señorita Gunnings, ¿acaso no me conoce mejor
que eso?
—No sé a qué te refieres —contestó ella.
(A veces su franqueza es un poco molesta.)
Meneé mi cabeza tristemente y luego siguió una pausa,
porque yo tampoco tenía en claro a qué me refería.
—¿A qué te refieres? —preguntó ella, más gentilmente,
al ver mi rostro profundamente dolido; no enojado, dolido.
Dejé mi pipa sobre la repisa de la chimenea y, muy
tristemente, le demostré que yo no tenía nada en común
con otros hombres de mi edad, aunque ahora olvidé
cómo lo hice. Si bien parecía haber actuado como ellos,
mis motivos eran muy distintos, y por lo tanto debía ser
juzgado desde otro punto de vista. Le hablé como a una
niña, mientras yo me sentía muy viejo. (Hay seis años de
diferencia entre nosotros.)
—Y ahora —dije yo, emocionado— como todavía
piensas que intenté hacerlo... Hacerlo por motivos
miserables, ordinarios (es decir, porque quería hacerlo),
supongo que tú y yo debemos separarnos. Te he explicado
el asunto porque me resulta doloroso ser malinterpretado.
Adiós, siempre te recordaré con un afecto sincero.
Pese a un aparente esfuerzo por controlarla, mi voz se
quebró.
Entonces ella cedió. Apoyó su mano sobre la mía y,
con lágrimas en los ojos, me pidió que la perdonara. Y yo
lo hice.
Este pequeño incidente le enseñó cuán distinto soy a los
demás hombres, y llevó a la preparación de nuestro acuerdo

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platónico, el cual firmamos, por así decirlo, esa tarde con
el atizador. Me comprometí a ser tan amigo suyo como
del Sr. Thomson; incluso acepté, de ser necesario, regañarla
por su propio bien aunque llore (como ella insinuó que
probablemente haría), tal como regañaba a Thomson.

UNA CONSECUENCIA NECESARIA

—Tendré que llamarte «Mary».


—No lo creo.
—Sí, es la costumbre entre verdaderos amigos. Es lo
que espera uno del otro.
No estaba mirando su cara, así que no puedo decir
cómo se lo tomó. Sin embargo, después de comer una gota
de chocolate en silencio, ella dijo:
—¿Llamas al Sr. Thomson por su primer nombre?
—Ciertamente.
—¿Y él se sentiría ofendido si no lo hicieras?
—Se sentiría extremadamente afligido.
—¿Cuál es su primer nombre?
—¿El primer nombre de Thomson? Oh, su primer
nombre. Su primer nombre es... Eh... Harry.
—¿Pero sus iniciales no son J. T.? Esas son las iniciales
que están en el paraguas que nunca le devolviste.
—¿De veras? Entonces mis sospechas eran ciertas, el
paraguas no es suyo. ¡Típico de él!
—Creía que lo llamabas meramente Thomson.
—Sólo delante de otras personas. Los hombres se

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llaman de una manera cuando están en compañía, y de
otra muy distinta cuando están entre amigos.
—Oh, bueno, si es una costumbre.
—Si no lo fuera, no lo habría propuesto.
Saqué una gota de chocolate y dije:
—Mary, querida...
—¡Querida!
—Eso es lo que dije.
—No lo creo digno de ti. Has sacado dos gotas de
chocolate cuando sólo dije que podías sacar una.
—Bueno, cuando meto mi mano en la bolsa, confieso
que yo... Quiero decir, Thomson no hubiera sido tan tacaño.
—Estoy segura de que no le dices «Harry, querido».
—Quizá en general no, pero a veces, entre amigos,
los hombres son más demostrativos de lo que crees.
Por ejemplo, si Thom..., quiero decir, Harry, estuviera
enfermo...
—Pero yo estoy bien.
—Sí, pero con tanta gripe dando vueltas...

SU ESPALDA

Ella había dejado su campera sobre la mesa, sus gotas


de chocolate sobre la repisa de la chimenea, sus guantes en
el sillón. De hecho, el cuarto estaba colmado por ella, y yo
sostenía su pañuelo tal como sostengo el de Thomson.
—Ayer caminé por la calle Regent detrás de ti —dije
severamente—, y tu espalda me dijo que eres vanidosa.

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—No soy vanidosa de mi apariencia, de ningún modo.
—¿Cómo podrías?
Ella me miró bruscamente, pero en mi cara no había
expresión alguna, y suspiró. Recordó que carezco de humor.
—Sean cuales sean mis defectos, que son muchos, la
vanidad no es uno de ellos.
—Cuando dije que tenías mal carácter hiciste el mismo
comentario. También cuando...
—¡Eso fue la semana pasada, estúpido! Pero, por
supuesto, si crees que soy fea...
—Yo no dije eso.
—Sí, lo hiciste.
—Pero si no te importa tu apariencia, ¿por qué me
insultas si estoy de acuerdo contigo?
Ella se levantó rápidamente.
—Siéntate.
—No. Dame mi pañuelo.
Su mirada brillaba. Ella tiene todo tipo de miradas.
—Si realmente quieres saber lo que pienso de tu
apariencia...
—No quiero.
Volví a mi pipa.
—¿Y bueno? —dijo ella.
—¿Bueno?
—Oh, pensé que ibas a decir algo.
—Sólo que tu espalda me complació en ciertos
aspectos.

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Ella dejó que la silla cubriera su espalda por completo.
—¡Mary, querida!
Es un hecho que ella estaba llorando, y después de que
yo hiciera un comentario o dos:
—Me alegra tanto que pienses que soy linda —dijo
ella, francamente—. Como no creo serlo, me gusta que
otra gente lo piense, y por alguna razón creía que me
considerabas alguien común. Mi nariz está muy mal, ¿no?
—Déjame ver.
—¿Entonces reconoces que estabas completamente
equivocado al decirme vanidosa?
—Ya has demostrado que lo estaba.
Sin embargo, luego de que ella sacara los alfileres de
su cabeza y los pusiera en su pañuelo (o como se llame
la parte del vestido donde las damas clavan esos alfileres)
y una vez que se cerró la puerta, ella volvió a abrirla y,
apresuradamente, me disparó:
—Sí, soy horriblemente vanidosa. Me plancho el pelo
cada noche antes de acostarme. Estaba segura de que me
admiraste la primera vez que nos conocimos. Y ya sé que
tengo una linda nariz. Buenas tardes.

SU EGOÍSMO

Ella estaba haciendo virutas para encender el fuego


para mí, porque se me habían acabado las que había hecho
Thomson.
—Mary.

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—¿Sí?
—¡Mary, querida!
—Estoy escuchando.
—Eso es todo.
—Qué curioso, derrochador hábito tienes de decir mi
nombre como si fuera un comentario en sí mismo.
—Sí, Thomson ha notado lo mismo. Sin embargo,
creo que quería decir que es muy amable de tu parte que
hagas esas virutas. Me pregunto si podrías hacer algo más
por mí.
—¿Como amiga?
—Sí. Que llenes mi pipa y presiones el tabaco con tu
dedo meñique.
—¿Tú y el Sr. Thomson hacen eso por el otro?
—A menudo.
—Muy bien, dámela. ¿Así?
—Humea hermosamente. Eres una querida y buena
chica.
Ella dejó caer el atizador.
—Oh, no —se lamentó—. No soy realmente
bondadosa. No es más que egoísmo.
Esto salió de un golpe, pero estoy acostumbrado a ella
y sostuve mi pipa con firmeza.
—Incluso mis caridades son sólo una odiosa clase de
egoísmo —continuó ella, apretando las manos—. Hay un
pobre hombre que vende cajas de fósforos en la esquina de
esta calle, por ejemplo. A veces le doy dos peniques.
(Ella lleva una cartera enorme, pero nunca hay más de

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dos peniques en su interior.)
—Eso no es nada egoísta —dije.
—Lo es —dijo ella, agarrando el atizador como si
quisiera ese instante para sí misma—. Nunca le doy algo
porque veo que lo necesite, sino a veces, cuando me siento
más alegre que de costumbre. Sólo estoy pensando en mi
propia alegría cuando le doy algo. Esa es la personificación
del egoísmo.
—¡Mary!
—Bueno, si eso no lo es, esto sí: sólo le doy algo cuando
paso a su lado. Nunca se me ocurriría cruzar la calle con ese
propósito. Oh, debería sentirme terriblemente alegre antes
de molestarme en cruzar la calle para darle algo. ¡Ahí tienes!
¿Ahora qué piensas de mí?
—¿Le diste algo el lunes, cuando yo estaba contigo?
—Sí.
—¿Entonces estabas alegre ese día?
—¿Eso qué tiene que ver?
—Mucho.
Me levanté.
—Mary, querida...
—¡No! Ve y siéntate ahí.

GOLPES FUERTES

¡Los temas que discutimos junto al atizador! Por


ejemplo:
*La velocidad a la que envejecemos.

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*Qué diablos quiere decir el Sr. Meredith cuando dice
que las mujeres serán la última especie civilizada por el
hombre.
*Thomson.
*¿Qué importará todo dentro de cien años?
*¡Cuán distintos de otra gente somos los dos!
*El mejor nombre de mujer. (Mary.)
*El misterio de Ser y no Ser.
*¿Por qué existe Mary?
*¿Existe Mary?
Ella había venido con expresión apenada, y la razón
era que, mientras más lo pensaba, menos lograba entender
por qué existía. Esto fue por leer un libro titulado ¿Por qué
existimos?; un tipo de libro que no debería ser publicado,
ya que sólo hace infeliz a la gente. Mary contemplaba el
problema con la mirada fija, amplia, hasta que la obligué a
pestañear poniendo otro problema delante de ella, a saber:
«¿Existimos?». En su ignorancia, ella pensó que no había
duda de ello, pero le presté uno de mis «Obispo Berkeley»*
y, desde entonces, a menudo se pellizca a escondidas sólo
para asegurarse de que todavía existe.

SU PAÑUELO

Hasta ese momento, como podrá notarse, ninguna de


mis palabras, miradas o gestos había roto el acuerdo que
 *George Berkeley (1685-1753). Filósofo irlandés, conocido por desarrollar
la teoría del inmaterialismo que postulaba, en líneas generales, que sólo
existe lo que podemos percibir. (N. del T.)
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hacía posible nuestra amistad platónica. Ni siquiera había
vuelto a llamarla querida, y esto porque, luego de mucho
pensarlo, no logré persuadirme de que fuera una de mis
maneras de llamar a Thomson. Y habría seguido así de no
ser por su pañuelo, que ya fue demasiado. El pañuelo es
absolutamente responsable de lo que pasó hoy.
Es un hilo de terracota desteñida, y ella se lo ata
alrededor de la boca antes de salir a la niebla. Su cara es
entonces bastante molesta, pero podría soportarla mirando
hacia otro lado si ella no se despidiera tan exageradamente a
través de su pañuelo, que es muy fino, y entonces su boca...
En síntesis, no puedo aguantarlo.
Se lo había advertido repetidas veces. Pero ella parecía
muy enojada, o quizá no entendía lo que quería decirle.
—No te acerques con esa cosa alrededor de la boca
—le había dicho una docena de veces. Me había negado
firmemente a atárselo. Había colocado la mesa entre él y
yo, y ella (a través del pañuelo) había preguntado por qué.
Estaba bastante enojada.
¡Y hoy, cuando yo me sentía tan extraño! Todo sucedió
en un momento.
—No intentes hablarme con ese pañuelo alrededor
tuyo —le había dicho, dándole la espalda.
—¿Crees que no puedo porque está muy apretado? —
dijo ella.
—Vete —respondí.
Ella me dio vuelta.
—¿Por qué? —dijo, sorprendida—. Está bastante
suelto. Creo que podría silbar a través de él.

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Ella silbó, y eso acabó con nuestra amistad platónica.

CINCO MINUTOS DESPUÉS

Hablé salvaje, feroz, exultantemente. Y todo el tiempo


ella intentaba ponerse el saco y no lograba encontrar la
manga.
—Fue tu culpa. Pero me alegro. Te lo advertí. Ahora
llora. Me gustaría verte llorar.
—¡Te odio!
—No es cierto.
—Un amigo...
—¡Amigo! ¡Bu! ¡Bah! ¡Bla!
—El Sr. Thomson...
—¡Thomson! ¡Tehut! ¡Thomson! Harry no es su primer
nombre. No sé cuál es. ¡No me importa!
—Dijiste...
—Era mentira. No tuerzas así la boca.
—Lo haré, si quiero.
—¡Te lo advierto!
—No me importa. ¡Oh! ¡Oh!
—Te lo advertí.
—Ahora sé cómo eres en verdad.
—Sí, y me vanaglorio de ello. Amistad platónica,
¡tonterías! Discutí contigo esa vez para poder darte la mano
cuando nos reconciliáramos. Cuando pensaste que estaba
descifrando tu carácter yo... ¡No tuerzas la boca!

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—Devuélveme mi pañuelo.
—Te presté mi Berkeley para poder sostenerte los
hombros con la excusa de comprobar si existías.
—¡Hasta nunca!
—Todo el tiempo en que discutíamos el misterio
del Ser yo pensaba cuánto me gustaría apoyar mis manos
debajo de tu mentón y sacudirlo.
—Si alguna vez te atreves a hablarme de nuevo...
—¡No tuerzas la boca! Y preferiría apoyar mis dedos
sobre tu pelo que escribir el mejor poema de...
Ella se había ido, dejando su pañuelo detrás.
Mi corazón se hundió. Abrí de golpe mi ventana (seis
carruajes llegaron inmediatamente) y pude haber saltado
para seguirla. Pero no lo hice. Lo que vi tuvo un efecto
notable en mi espíritu. La vi cruzar la calle a propósito para
darle dos peniques al viejo que vende fósforos.
Está todo bien con el mundo. Tan pronto como pueda
dejar el pañuelo iré hacia el oeste, a la casa de Mary, querida
mía.

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