Cuentos James Barrie
Cuentos James Barrie
Cuentos James Barrie
Índice
Dos de ellos
El mozo desconsiderado, 53
Nuestra nueva criada, 81
Recuerdos de un paraguas, 89
El fox terrier brioso, 97
El cigarrillo malvado, 103
¿Era un reloj?, 109
El dramaturgo y el ave, 117
El libro de mi marido, 123
El resultado de una excursión por Surrey, 131
Dos de ellos, 137
Vacaciones en la cama & otros bocetos
REGLAS PARA CORTAR EN FILETES
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Pero en su intimidad estalla en una tormenta de invectivas.
De ser sarcástico, dirá que en sus años ha visto muchos
patos, pero ninguno como éste: es extremadamente
flexible, y tan fuerte que debe haber venido a Inglaterra
con el Conquistador.
Regla nro. 4: No alardear cuando todo termine. No
debes fijar la atención de los invitados en el hecho de
que has logrado hacerlo. No exclames eufórico: «Yo sabía
que podía hacerlo», o «No he conocido pato que no
haya podido conquistar de algún modo». No exclames
en voz alta y satisfecha cómo lo hiciste, ni demuestres tu
manera de hacerlo apuntando a los restos con el cuchillo
para filetear. Tampoco seas falsamente modesto y digas
que filetear es lo más sencillo del mundo. No te seques
la cara constantemente con la servilleta como si estuvieras
transpirando, ni hables entusiasmado como si el éxito se te
hubiera subido a la cabeza. No preguntes a tus vecinos qué
piensan de tu fileteado. Tu gran objetivo es convencerlos
de que consideras el fileteado como una nimiedad, algo
que haces todos los días y más bien disfrutas.
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Dos de ellos
DOS DE ELLOS
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el atizador en la mano. Sin embargo, no está siempre seria
ya que, aunque su cara luzca tan pensativa que ubicarse a
casi una yarda de distancia no pareciera ser suficientemente
seguro, a veces ella bromea alegremente y aplaude. Pero yo
nunca me río, más bien sigo fumando y ella –con mucho
criterio– lo adjudica a mi falta de humor. La razón por la
que nos llevamos tan bien es que la trato como si fuera un
hombre, según lo convenido. La nuestra es una amistad
platónica, o al menos lo era, porque hace media hora la vi
partir con indecisión.
EL TRATO
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hombres! Señorita Gunnings, ¿acaso no me conoce mejor
que eso?
—No sé a qué te refieres —contestó ella.
(A veces su franqueza es un poco molesta.)
Meneé mi cabeza tristemente y luego siguió una pausa,
porque yo tampoco tenía en claro a qué me refería.
—¿A qué te refieres? —preguntó ella, más gentilmente,
al ver mi rostro profundamente dolido; no enojado, dolido.
Dejé mi pipa sobre la repisa de la chimenea y, muy
tristemente, le demostré que yo no tenía nada en común
con otros hombres de mi edad, aunque ahora olvidé
cómo lo hice. Si bien parecía haber actuado como ellos,
mis motivos eran muy distintos, y por lo tanto debía ser
juzgado desde otro punto de vista. Le hablé como a una
niña, mientras yo me sentía muy viejo. (Hay seis años de
diferencia entre nosotros.)
—Y ahora —dije yo, emocionado— como todavía
piensas que intenté hacerlo... Hacerlo por motivos
miserables, ordinarios (es decir, porque quería hacerlo),
supongo que tú y yo debemos separarnos. Te he explicado
el asunto porque me resulta doloroso ser malinterpretado.
Adiós, siempre te recordaré con un afecto sincero.
Pese a un aparente esfuerzo por controlarla, mi voz se
quebró.
Entonces ella cedió. Apoyó su mano sobre la mía y,
con lágrimas en los ojos, me pidió que la perdonara. Y yo
lo hice.
Este pequeño incidente le enseñó cuán distinto soy a los
demás hombres, y llevó a la preparación de nuestro acuerdo
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platónico, el cual firmamos, por así decirlo, esa tarde con
el atizador. Me comprometí a ser tan amigo suyo como
del Sr. Thomson; incluso acepté, de ser necesario, regañarla
por su propio bien aunque llore (como ella insinuó que
probablemente haría), tal como regañaba a Thomson.
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llaman de una manera cuando están en compañía, y de
otra muy distinta cuando están entre amigos.
—Oh, bueno, si es una costumbre.
—Si no lo fuera, no lo habría propuesto.
Saqué una gota de chocolate y dije:
—Mary, querida...
—¡Querida!
—Eso es lo que dije.
—No lo creo digno de ti. Has sacado dos gotas de
chocolate cuando sólo dije que podías sacar una.
—Bueno, cuando meto mi mano en la bolsa, confieso
que yo... Quiero decir, Thomson no hubiera sido tan tacaño.
—Estoy segura de que no le dices «Harry, querido».
—Quizá en general no, pero a veces, entre amigos,
los hombres son más demostrativos de lo que crees.
Por ejemplo, si Thom..., quiero decir, Harry, estuviera
enfermo...
—Pero yo estoy bien.
—Sí, pero con tanta gripe dando vueltas...
SU ESPALDA
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—No soy vanidosa de mi apariencia, de ningún modo.
—¿Cómo podrías?
Ella me miró bruscamente, pero en mi cara no había
expresión alguna, y suspiró. Recordó que carezco de humor.
—Sean cuales sean mis defectos, que son muchos, la
vanidad no es uno de ellos.
—Cuando dije que tenías mal carácter hiciste el mismo
comentario. También cuando...
—¡Eso fue la semana pasada, estúpido! Pero, por
supuesto, si crees que soy fea...
—Yo no dije eso.
—Sí, lo hiciste.
—Pero si no te importa tu apariencia, ¿por qué me
insultas si estoy de acuerdo contigo?
Ella se levantó rápidamente.
—Siéntate.
—No. Dame mi pañuelo.
Su mirada brillaba. Ella tiene todo tipo de miradas.
—Si realmente quieres saber lo que pienso de tu
apariencia...
—No quiero.
Volví a mi pipa.
—¿Y bueno? —dijo ella.
—¿Bueno?
—Oh, pensé que ibas a decir algo.
—Sólo que tu espalda me complació en ciertos
aspectos.
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Ella dejó que la silla cubriera su espalda por completo.
—¡Mary, querida!
Es un hecho que ella estaba llorando, y después de que
yo hiciera un comentario o dos:
—Me alegra tanto que pienses que soy linda —dijo
ella, francamente—. Como no creo serlo, me gusta que
otra gente lo piense, y por alguna razón creía que me
considerabas alguien común. Mi nariz está muy mal, ¿no?
—Déjame ver.
—¿Entonces reconoces que estabas completamente
equivocado al decirme vanidosa?
—Ya has demostrado que lo estaba.
Sin embargo, luego de que ella sacara los alfileres de
su cabeza y los pusiera en su pañuelo (o como se llame
la parte del vestido donde las damas clavan esos alfileres)
y una vez que se cerró la puerta, ella volvió a abrirla y,
apresuradamente, me disparó:
—Sí, soy horriblemente vanidosa. Me plancho el pelo
cada noche antes de acostarme. Estaba segura de que me
admiraste la primera vez que nos conocimos. Y ya sé que
tengo una linda nariz. Buenas tardes.
SU EGOÍSMO
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—¿Sí?
—¡Mary, querida!
—Estoy escuchando.
—Eso es todo.
—Qué curioso, derrochador hábito tienes de decir mi
nombre como si fuera un comentario en sí mismo.
—Sí, Thomson ha notado lo mismo. Sin embargo,
creo que quería decir que es muy amable de tu parte que
hagas esas virutas. Me pregunto si podrías hacer algo más
por mí.
—¿Como amiga?
—Sí. Que llenes mi pipa y presiones el tabaco con tu
dedo meñique.
—¿Tú y el Sr. Thomson hacen eso por el otro?
—A menudo.
—Muy bien, dámela. ¿Así?
—Humea hermosamente. Eres una querida y buena
chica.
Ella dejó caer el atizador.
—Oh, no —se lamentó—. No soy realmente
bondadosa. No es más que egoísmo.
Esto salió de un golpe, pero estoy acostumbrado a ella
y sostuve mi pipa con firmeza.
—Incluso mis caridades son sólo una odiosa clase de
egoísmo —continuó ella, apretando las manos—. Hay un
pobre hombre que vende cajas de fósforos en la esquina de
esta calle, por ejemplo. A veces le doy dos peniques.
(Ella lleva una cartera enorme, pero nunca hay más de
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dos peniques en su interior.)
—Eso no es nada egoísta —dije.
—Lo es —dijo ella, agarrando el atizador como si
quisiera ese instante para sí misma—. Nunca le doy algo
porque veo que lo necesite, sino a veces, cuando me siento
más alegre que de costumbre. Sólo estoy pensando en mi
propia alegría cuando le doy algo. Esa es la personificación
del egoísmo.
—¡Mary!
—Bueno, si eso no lo es, esto sí: sólo le doy algo cuando
paso a su lado. Nunca se me ocurriría cruzar la calle con ese
propósito. Oh, debería sentirme terriblemente alegre antes
de molestarme en cruzar la calle para darle algo. ¡Ahí tienes!
¿Ahora qué piensas de mí?
—¿Le diste algo el lunes, cuando yo estaba contigo?
—Sí.
—¿Entonces estabas alegre ese día?
—¿Eso qué tiene que ver?
—Mucho.
Me levanté.
—Mary, querida...
—¡No! Ve y siéntate ahí.
GOLPES FUERTES
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*Qué diablos quiere decir el Sr. Meredith cuando dice
que las mujeres serán la última especie civilizada por el
hombre.
*Thomson.
*¿Qué importará todo dentro de cien años?
*¡Cuán distintos de otra gente somos los dos!
*El mejor nombre de mujer. (Mary.)
*El misterio de Ser y no Ser.
*¿Por qué existe Mary?
*¿Existe Mary?
Ella había venido con expresión apenada, y la razón
era que, mientras más lo pensaba, menos lograba entender
por qué existía. Esto fue por leer un libro titulado ¿Por qué
existimos?; un tipo de libro que no debería ser publicado,
ya que sólo hace infeliz a la gente. Mary contemplaba el
problema con la mirada fija, amplia, hasta que la obligué a
pestañear poniendo otro problema delante de ella, a saber:
«¿Existimos?». En su ignorancia, ella pensó que no había
duda de ello, pero le presté uno de mis «Obispo Berkeley»*
y, desde entonces, a menudo se pellizca a escondidas sólo
para asegurarse de que todavía existe.
SU PAÑUELO
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Ella silbó, y eso acabó con nuestra amistad platónica.
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—Devuélveme mi pañuelo.
—Te presté mi Berkeley para poder sostenerte los
hombros con la excusa de comprobar si existías.
—¡Hasta nunca!
—Todo el tiempo en que discutíamos el misterio
del Ser yo pensaba cuánto me gustaría apoyar mis manos
debajo de tu mentón y sacudirlo.
—Si alguna vez te atreves a hablarme de nuevo...
—¡No tuerzas la boca! Y preferiría apoyar mis dedos
sobre tu pelo que escribir el mejor poema de...
Ella se había ido, dejando su pañuelo detrás.
Mi corazón se hundió. Abrí de golpe mi ventana (seis
carruajes llegaron inmediatamente) y pude haber saltado
para seguirla. Pero no lo hice. Lo que vi tuvo un efecto
notable en mi espíritu. La vi cruzar la calle a propósito para
darle dos peniques al viejo que vende fósforos.
Está todo bien con el mundo. Tan pronto como pueda
dejar el pañuelo iré hacia el oeste, a la casa de Mary, querida
mía.
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