Jack Kerouac: The Subterraneans, 1958
Jack Kerouac: The Subterraneans, 1958
Jack Kerouac: The Subterraneans, 1958
Los subterráneos
EDITORIAL ANAGRAMA
BARCELONA
Título de la edición original: The Subterraneans Grove Press Nueva York
Diseño de la colección:
Julio Vivas
Portada de Ángel Jové
Primera edición en «Contraseñas»: 1986 Primera edición en «Compactos»: enero 1993 Segunda
edición en «Compactos»: noviembre 1994 Tercera edición en «Compactos»: mayo 1996 Cuarta
edición en «Compactos»: septiembre 1997 Quinta edición en «Compactos»: julio 1998 Sexta edición
en «Compactos»: noviembre 1999
Printed in Spain
1
The Evergreen Review, Nueva York, Vol. 2 n." 5.
sabido escribir. («¿Lo pillas tú, Nazz?»)
Cuando alguien pregunta: «¿De dónde saca todo eso?», la respuesta es: «De
ti.» No hay que olvidar que Kerouac se ha pasado toda la noche despierto,
escuchando con los ojos y las orejas. Toda una noche de mil años. Lo oyó en el
útero, lo oyó en la cuna, lo oyó en la escuela, lo oyó pegando la oreja a la pared de
la bolsa de la vida, allí donde un sueño vale oro. Y, además, ya está casi harto de
oírlo. Quiere dar un nuevo paso adelante. Quiere reventar. ¿Vais a dejar que lo
haga?
Esta es una época de milagros. Los días del asesino loco han quedado atrás;
los maníacos sexuales están ahora en el limbo; los atrevidos artistas del trapecio se
han roto el cuello. Estamos en una época de prodigios, en la que los científicos,
con la ayuda de los sumos sacerdotes del Pentágono, enseñan gratuitamente las
técnicas de la destrucción mutua pero total. ¡Progreso! El que sea capaz, que lo
convierta en una novela legible. Pero si eres un comedor de muerte no me vengas
con literaturas. No nos vengas con literatura «limpia» y «sana» (¡sin lluvia
radioactiva!). Deja que hablen los poetas. Puede que sean «beat», pero, como
mínimo, no montan a caballo de un monstruo cargado de energía atómica.
Creedme; no hay nada limpio, nada saludable, nada prometedor en esta época de
prodigios; nada, excepto seguir contando lo que pasa. Kerouac y otros como él
serán probablemente los que tengan la última palabra.
Hace algún tiempo apareció en América un libro muy divertido titulado The In
and Oul Book, una especie de prontuario para la gente á la page: estar in significa
hacer las cosas adecuadas y estar oul significa hacer las cosas equivocadas. A
propósito de la beal generation dice el libro: «Es Out decir que la beal generation
es Out; pero la beal generation es Out».
No cabe duda de que la enorme campaña publicitaria llevada a cabo en
América en torno al fenómeno de los beal ha perjudicado su movimiento del
mismo modo que, en su momento, los fotógrafos desfloraron el mito de Marilyn
Monroe a fuerza de inundar las revistas ilustradas con su imagen. Pero lo más
curioso de esta saturación es que todos lo saben todo sobre ellos y que ya nadie
tiene ganas de oír hablar de ellos, a pesar de que son poquísimos los que se han
tomado la molestia de leer sus libros y sus poemas: por lo general el público se ha
conformado con repetir los lugares comunes de la propaganda o los prejuicios y
descuidos históricos de cierta crítica conservadora.
Los lugares comunes de la propaganda afectan sobre lodo a los beal en los
aspectos más exteriores de su vida; y dado que estos aspectos están en continua
transformación desde hace ya quince años, desde que el movimiento
naciera, más que hacer una reconstrucción histórica de sus orígenes quisiera
dirigir la atención hacia el escritor Jack Kerouac, autor de este Los subterráneos
pero autor también de otros seis libros. Es el creador de la definición beat
generation y es él quien distinguió las nuevas costumbres en cuanto aparecieron
en América, recién acabada la guerra; en realidad es él quien las inventó en el acto
mismo de distinguirlas y de describirlas más tarde en sus libros, ofreciendo un
modelo de vida a la generación siguiente. Su función en la historia de la cultura
americana presenta bastantes similitudes con la de Fitzgerald, quien también
distinguió y recreó unas costumbres, y se convirtió en guía de la generación de la
primera posguerra, la célebre lost generation. Durante un decenio los jóvenes se
comportaron, pensaron y vivieron como Fitzgerald y los héroes de sus libros; y a
su alrededor se formó pronto un séquito de imitadores que hizo las funciones de
«grupo». La generación de esta posguerra se llamó beat, y sus guías y héroes
fueron Jack Kerouac y Alien Ginsberg.
Por eso hablar de los escritores beat (los auténticos, los que dieron origen al
movimiento) como de escritores de vanguardia hace sonreír: su figura pertenece
ya a la historia de la cultura americana. Por lo demás, la vanguardia cultural
americana está constituida desde hace unos años por el new dada, un movimiento
de fondo anárquico pero de carácter europeo que tiene a sus exponentes más
importantes en los compositores (John Cage, por ejemplo), en los escultores
(Stankiewicz y Nevelson, por ejemplo), en los pintores (Rauschenberg, por
ejemplo). Igual que los beat «calientes» de principios de la posguerra eligieron
como uniforme los téjanos, las grandes cazadoras de piel y las sandalias, e igual
que los beat «fríos» que se les sumaron en la Costa Oeste prefirieron como divisa
prendas muy serias, oscuras y bien cortadas, con camisa azul y corbata negra,
también los new dada han adoptado un uniforme; con cuellos almidonados (en
homenaje a los viejos dada), brillantina en el cabello y ligeros zapatos franceses,
frecuentan la alta sociedad y se comportan como snobs sin remedio. Los beat les
detestan, por falsos y parásitos; y sin embargo el Museo de Arte Moderno de
Nueva York ha tomado el asunto lo bastante en serio como para organizar una
exposición, titulada Sixteen Americans, en la que precisamente están presentes
diez artistas beat y seis new dada.
Pero estos movimientos han sido siempre aceptados por la crítica con gran
lentitud. Los libros de los beat son acogidos con severidad y a menudo con
acritud, del mismo modo que, en el primer decenio, fueron acogidos con severidad
y acritud los libros de Fitzgerald; como, en general, fueron acogidos con severidad
y acritud los primeros intentos de todos los escritores que abrieron una fisura en
tradiciones literarias y arraigadas en la historia. La explosión que acogió la
aparición de la novela En el camino de Kerouac y el poema Aullido de Ginsberg
fue digerida por los críticos como un fenómeno curioso y una cuestión de
costumbres; se habló de desgramaticalización y de prosa descompuesta, de
verbosidad a lo Thomas Wolfe y de antipoesía; se hicieron las más funestas
previsiones sobre el futuro de los dos muchachos, clasificándolos preventivamente
de autores de un solo libro. Quien los tomó en serio, al menos como escritores de
costumbres, dijo que su tipo de anarquía era un fenómeno antiguo, que los beat no
habían descubierto nada nuevo, que no había ninguna diferencia entre su rebelión
y la rebelión de la «generación perdida». Luego empezó la nueva confusión entre
los beat calientes de principios de la posguerra y los beat fríos de la generación
posterior; y cuando Kerouac hizo declarada profesión de budismo Zen, se volvió a
decir que estas religiones no presentan ninguna novedad y que todo el asunto de
los beat era un fenómeno exclusivamente publicitario: no se acaba de entender si
organizado por los editores de Kerouac y Ginsberg para lanzar sus libros o si
aprovechando por ellos para este lanzamiento.
Entre tanto Kerouac y Ginsberg seguían escribiendo o publicando las cosas que
habían escrito en los largos años pasados a la espera de un editor que las publicara.
Y sus libros llegaron a Europa, donde los críticos adoptaron por su parte la actitud
típica entre nosotros, que es la de juzgar la literatura americana en relación
exclusivamente con la literatura europea. Mientras en América se había dicho que
no había diferencias entre la beat y la lost generation, entre nosotros se dijo que no
había diferencias entre el movimiento de los beat y el existencialismo francés de la
segunda posguerra; se dijo que la prosa espontánea de Kerouac no era sino la
repetición de cierto automatismo surrealista; se dijo naturalmente que la anarquía
de los beat era tan vieja como el mundo y se la comparó con la del dadaísmo; se
acudió a los expresionistas, y el nombre de Céline, prototipo europeo de las más
prohibidas rebeliones, fue aducido con frecuencia para explicar ciertas irreveren-
cias de Kerouac y Ginsberg hacia el conformismo. En ocasiones fueron incluso
críticos americanos de derivación dadaísta o en todo caso europea quienes
indicaron estas proximidades.
Sólo después de varios años se ha ido definiendo la perspectiva histórica en
América y se han escrito volúmenes enteros para explicar las diferencias entre los
lost y la beat generation, revolución activa la una y pasiva la otra, y para explicar
la relación entre esta pasividad y el misticismo contemplativo de la religión Zen; a
su vez, los críticos europeos comienzan ahora a vislumbrar la posible autoctonía
de un movimiento que es, en realidad, el único fenómeno verdadera y típicamente
americano que se ha producido en los Estados Unidos después del de la lost
generation. No falta mucho ya para que se concluya que el dadaísmo tenía una
función social absolutamente ajena a la de los beat, del mismo modo que les es
ajena la función política del expresionismo; que la prosa surrealista estaba basada
en un problema de desvinculación de lo irracional con respecto a lo racional,
mientras que la prosa de Kerouac ni siquiera considera la posibilidad de lo
racional y se sustenta sobre una realidad exclusivamente biológica y fisiológica;
que la rebelión existencialista se basaba en ideologías morales firmemente
arraigadas en fundamentos filosóficos, mientras que el abandono de los beat a la
desesperación no se asienta siquiera en la más embrionaria de todas las ideologías,
que es el hedonismo.
Parece bastante evidente que lo suyo no es dadaísmo, porque en el rechazo
global del consorcio humano no se preocupan los beat de destruir mitologías o
superestructuras; no es expresionismo, porque en la absoluta desconfianza ante
una realidad social no afrontan el problema de agredir la inmoralidad del ejército,
la política, la guerra, la burguesía o el conformismo; no es surrealismo, porque en
la negación total de la supremacía racional no se plantean el problema de sustituir
la conciencia por el subconsciente; no es existencialismo, porque en la negación
del concepto mismo de norma no pueden admitir los imperativos categóricos, ni
siquiera los de la angustia sartreana. Para convencerse de ello, basta con pensar en
la insistencia con que, en las entrevistas, los beat «gordos» han afirmado que el
decenio de los 50 ha sellado con la bomba atómica el final de los tres monstruos
que en estos últimos treinta años han destruido a la juventud: los tres monstruos
son Freud, Marx y Einstein.
En consecuencia, será por fuerza necesario considerarlos según otras claves, que
no sean únicamente europeas, y rastrear sobre todo en los filones más autóctonos
de su tradición literaria los puntos de referencia, en el supuesto de que sean
necesarios, en torno a los cuales habrá que hacer girar sus experiencias literarias.
Los nombres que más a menudo recorren —y recorrían— sus discuros son los de
Walt Whitman, Edgar Poe y Hart Crane; y si las biografías de estos poetas pueden
haber influido en la inquietud, el nomadismo y la desaparición de los jóvenes beat
(especialmente la de Hart Crane, desarraigado, alcoholizado, homosexual y suicida
a los treinta y tres años), está claro que también sus versos les impresionaron por
lo que de dinámico e independiente, de atormentado y metafísico, de intenso y
sobreentendido hay en el trasfondo de Whitman, Poe y Crane. De los poetas vivos,
aquel al que preferentemente escuchó Ginsberg fue William Carlos Wi lliams, un
viejo ex imaginista al que los críticos no cesaron nunca de reprochar su excesivo
amor por las cosas y los hechos de cada día y la capacidad para descubrir las
bellezas de los aspectos más escuálidos y sórdidos de la realidad cotidiana.
Ginsberg se distanció mucho de él cuando escribió Aullido, pero fue el mismo
Williams quien escribió el prólogo al más polémico y revelador poema de estos
últimos años.
Si hay una característica inconfundible en las primeras obras de Kerouac y de
Ginsberg es precisamente su adhesión entusiasta a los hechos más menudos de la
vida como fuente de inspiración. Bastaría esto para garantizar su autenticidad
dentro de la tradición literaria americana; basta por lo menos para garantizar su
independencia con respecto a los fenómenos literarios europeos, que siempre han
estado basados en experiencias intelectuales o ideoló gicas, antes que en
experiencias prácticas o mecánicas. Esto explica por ejemplo la diferencia entre
cierta poesía beat y los fulgores de Rimbaud o las iluminaciones de Blake, aun
habiendo sido reconocidos por los beat como los más cercanos, entre los europeos,
a su poética: Rimbaud y Blake nos resultan demasiado familiares como para que
merezca la pena comparar su mundo, aureolado de transcendencia y recogido en
su ámbito totalmente intelectual, con los versos basados en la carne y en la sangre
—si se quiere, con la vulgaridad, grosería y sordidez que a menudo derivan de la
carne y la sangre— en los que Ginsberg describe sus alucinaciones. Sus visiones
metafísicas no son conceptuales como las de Rimbaud, sino deformaciones de
imágenes absolutamente concretas, absolutamente carnales, que pueden ir desde
un semáforo hasta un neón indicativo; y no creo necesario recordar cuan distinta
es la naturaleza de las visiones de Rimbaud o de Blake.
2
. En el momento de corregir pruebas nos llega el anuncio de un diccionario, en América, bastante
prometedor a juzgar por lo que sobre él indica su lanzamiento publicitario.
tono, de su sonoridad.
Probablemente, la próxima misión de los críticos será examinar las fases a
través de las cuales la lengua se ha transformado en él en lenguaje. Porque es fácil
comprobar que las palabras de la jerga beat son siempre violentas, incisivas,
encerradas y seleccionadas entre vocablos monosilábicos, con efectos infalibles de
tensión y de potencia alusiva; pero esto no sería suficiente para indicar cuál ha
sido la participación que el escritor ha tenido en la manipulación que, en su
página, las ha hecho convertirse en «estilo» ya inconfundible. En este sentido,
pueden representar alguna ayuda ciertas revelaciones localizables en Los
vagabundos del Dharma, una novela en la que Kerouac quiso teorizar la filosofía
Zen y que escribió con anterioridad a este decálogo. De esta novela se colegía que
Kerouac había extraído de cierta literatura china el gusto de valorar las imágenes
descarnando las frases y las palabras hasta el punto de llevar a los simples
vocablos a tensiones y vibraciones casi simbólicas. El esfuerzo por eliminar todas
las partes del discurso que no fuesen rigurosamente indispensables y que
dificultaran, por tanto, la adhesión a la validez de la imagen, conducía a una
intensidad más propia del poeta que del novelista: no en vano Kerouac componía
por aquella época los versos que más tarde publicaría en México City Blues.
3
. Quizás los lectores se diviertan más cuando sepan que en realidad la historia de Los
subterráneos se desarrolla en el Paradise Alley del Greenwich Village de Nueva York: precisamente a
solicitud de los editores Kerouac desplazó la escena a la Costa Oeste, puesta muy de moda después de
las readings más o menos escandalosas de Kerouac, Ginsberg y Corso en San Francisco en 1956. Sólo
entonces se constituyó el núcleo de la colonia beat californiana que había de inspirar a Lawrence
Lipton un libro famoso (y en verdad un poco falso): The holy barbarians. De este libro, más que de la
novela de Kerouac, partió después la así llamada versión cinematográfica de Los subterráneos:
Nuestra vida comienza de noche, una película MGM dirigida por Randal McDougall e interpretado por
Leslie Carón en el papel de Mardou y por Jack Peppard en el de Kerouac. Los subterráneos narra, de
hecho, una experiencia real como muchas otras ocurridas por aquellos años; Kerouac describió a
Gregory Corso en la figura de Yuri, a Burroughs en la de Camody, a Ansen en la de Bromberg, y a sí
misino en la de Leo Percepied, narrador de !a historia.
estableció las reglas fundamentales y fijó las leyes del gusto jazzístico que
imperaron durante más de diez años. Una de las características del bop era el
distanciamiento con respecto a la melodía convencional, que procede según reglas
sintácticas bien preestablecidas, para probar la vía de una improvisación en sí
misma, de modo que absorbiera melodías ya existentes: era esta improvisación la
que fue definida por los jazzmen como «creación espontánea»; y es de aquí de
donde Kerouac tomó el término, con tanta frecuencia vinculado a la terminología
crítica europea.
Así como el b o p descarta el planteamiento melódico para centrar el interés
compositivo sobre los distintos pasajes de las improvisaciones, del mismo modo la
estructura estilística de Kerouac se basa en una serie ininterrumpida de variaciones
sobre el tema fundamental que hace de perno y sostén de un período. Los lectores
de Faulkner no quedarán sorprendidos por este discurso, ya que están
acostumbrados a seguir a lo largo de páginas y páginas (hasta veinte en algunos
casos, y sin interrupción alguna) el fluir de una imagen a través de
reconstrucciones y conexiones laterales, retrospectivas e hipotéticas. El
procedimiento de Faulkner, rigurosamente fiel a las pautas del monólogo interior
de cuño europeo, no se basa sin embargo tanto en las aberturas como en la
reconstrucción o en la conexión de estados psíquicos o emocionales, a diferencia
de Kerouac, a quien importan poco las conexiones y reconstrucciones. Sus
períodos se basan en una imagen que rebota como un tema musical de una
variación a otra y que a menudo es trabajoso encontrar en el mar de imágenes
laterales que constituyen el período. Un lector no avisado puede extraviarse en
esta lectura del mismo modo que, en su momento y por otras razones, podía
extraviarse en la lectura de Faulkner; e igual que los profanos pueden extraviarse
escuchando cierta música. Pero por pequeño que sea el esfuerzo que se haga para
educar el oído a esa estructura compositiva, se conseguirá distingir las
innumerables variaciones, modulaciones, desviaciones del tema fundamental y
captar la afinidad entre esa estructura y la de una composición jazzística. Se
percibirán entonces las pausas, entendidas en un sentido musical, de sus períodos:
esas que Kerouac en su decálogo llamó «aberturas» y, para los jazzmen, «tomas de
aliento entre las distintas frases»; y la intensidad del tema central sólo será
subrayada por las distracciones, las suspensiones, las dilataciones creadas por los
temas laterales.
Entonces todo resulta facilísimo, del mismo modo que facilísimo es para el
lector avisado de Faulkner abandonarse al apremiante flujo de su monólogo
interior. Se comprende no sólo lo que Kerouac entiende por ritmo, sino sobre todo
lo que entiende por la «joya central del interés» de una imagen, de la que habla en
el decálogo («No partáis de una idea preconcebida de lo que se dice sobre la
imagen, sino de la joya central del interés en el objeto de la imagen en el momento
de escribir»); y se acepta la enorme importancia otorgada por él al «momento» de
escribir, concebido como instante creativo y a la vez como la única posible
realidad global de un mundo poético basado en la desintegración del mundo más
que en la desintegración del átomo.
Por otro lado, su vinculación con el lenguaje jazzístico es tan específica y definida
que se podría incluso pensar en una precisa intención suya de uniformar su estilo
de acuerdo con los planteamientos expresivos del jazz. No hay crescendo en las
ejecuciones de cierto jazz frío de los más recientemente practicados: la ejecución
debe dar una impresión general de laxitud, los ejecutantes deben ahogar toda
veleidad exhibicionista en la más absoluta opacidad de los sonidos. Esto es sólo
una hipótesis, y muy discutible, porque Kerouac, como ya he dicho, no se presenta
como un «frío» sino como un «caliente», pero, si hay alguna posibilidad de
justificar o de condenar sus cualidades y sus defectos, sólo cabe buscarla en la
terminología y en la sintaxis del jazz. No cabe duda de que Kerouac ha entrado en
la historia literaria americana no sólo como el cantor de la beat generation sino
también como el exponente literario de la bop generation. Que éstos sean títulos
de mérito o de demérito no nos corresponde a nosotros juzgarlo, de la misma
manera que no podemos ahora predecir si su lugar en la historia literaria se
limitará a estas clasificaciones o si se alineará con los más típicos cantores de los
distintos momentos de la civilización americana, como Thomas Wolfe o
Fitzgerald. En la actualidad, el panorama de su producción literaria se ha alargado
y continúa alargándose a un ritmo preocupante. Después de haber esperado siete
años a que le publicaran En el camino (en el 50 había aparecido The Town and the
City, un libro acogido por la crítica con más favor del deseado por Kerouac),
empezó a publicar la multitud de libros que había escrito durante, la espera: seis
en total (aunque uno de éstos, Visions of Neal, que tiene por protagonista al mismo
protagonista de En el camino, no será publicado en su versión íntegra durante
otros veinte años, por deseo del autor). En el 58 aparecieron Los subterráneos y
Los vagabundos del Dharma, en el 59 Doctor Sax, México City Blues y Maggie
Cassidy; y ya está la publicidad anunciando otros nuevos. Esto sirve al menos para
demostrar que Kerouac puede ser considerado un profesional; una definición que
le resultaría odiosa y que escribo un poco a mi pesar recordando una afirmación
suya: «Haced que brote de vosotros el canto de vosotros mismos... A vuestra
manera, que es la única manera posible, buena o mala pero siempre honesta,
espontánea ya que no profesional. La profesión es profesión.»
Pero si los libros futuros no igualaran en intensidad a las dos novelas que le
han dado fama, creo que ya se puede decir que bastarían estos dos, En el camino y
Los subterráneos, para hacerle ingresar en la historia literaria, menos como un
imitador de Joyce y de todos los demás iniciadores de la narrativa moderna que
como aportador de un elemento, modesto si se quiere pero original y personal, al
desarrollo de esa narrativa. En el camino quedará como el retrato más intenso y
dramático de los b e a t calientes de la segunda posguerra americana, y Los
subterráneos como el retrato igualmente intenso y vagamente satírico de los beat
fríos de cinco años después (En el camino está ambientado en el 48, Los
subterráneos en el 53). La intensidad alusiva v la capacidad evocadora de estas
dos novelas son datos atestiguados de hecho por miles de jóvenes que se han
reconocido en esas páginas y que a través de esas páginas se han comprendido a sí
mismos y han entendido problemas que no habían sido capaces de formular por sí
mismos; y esta realidad, a pesar de todo, me parece más vital que la complacencia
erudita con la que críticos de muchas generaciones de más edad disertan sobre las
eventuales imitaciones estilísticas o incapacidades estilísticas o groserías
estilísticas de un autor obstinadamente considerado en relación a una cultura que
no le pertenece y que, en último término, no le interesa.
23
Entre las más divertidas de estas disertaciones permanecerá quizás la del
professor Elliot Gose, quien —sin bromear— relacionó a Kerouac con Baudelaire
porque ambos son escritores y tienen una amante negra, basándose en las palabras
de Leo Percepied, que en Los subterráneos dice: «Yo soy Baudelaire, y amo a mi
amante negra e inclinado sobre su vintre escucho...» Por otro lado, el hecho mismo
de que Kerouac cite estos nombres franceses, desde Baudelaire hasta Céline (de
quien en Los subterráneos recuerda la «iluminación del moderno dolor personal»),
debería suscitar entre los críticos algún tipo de suspicacias contra las
comparaciones apresuradas: también Sherwood Anderson hablaba siempre de
Balzac en sus libros; pero a nadie se le ocurriría tratar de establecer una auténtica
relación entre dos autores lejanísimos, si no en el programa, sí al menos en la
relación de ese programa. Bastante más significativa que la simple mención a
algún escritor francés, casi introducida en el texto para hacer ostentación de
cultura, me parece la larga explicación que el lector encontrará en Los
subterráneos: «...mi percepción improvisa en 1948 que lo único verdaderamente
importante es el amor, los amantes que caminan aquí y allá por el bosque de Arden
del Mundo; agigantado aquí y a la vez minimizado, afilado, masculinizado en: a)
orgasmo, b) los reflejos del orgasmo, c) no hay salud sin un amor sexual normal y
sin orgasmo, pero no quiero exponer la teoría de Reich porque se puede leer en sus
libros...»
Los subterráneos estaban gozando de la cálida noche delante del Mask, Julien en
el guardabarros, Ross Wallenstein de pie, Roger Beloit, el gran cornetista de bop,
Walt Fitzpatrick, que es el hijo de un famoso director de cine y se ha criado en
Hollywood en un ambiente de fiestas de Greta Garbo al amanecer y Chaplin
cayéndose al entrar borracho, varias otras muchachas, Harriet la ex esposa de Ross
Wallenstein, una especie de rubia con rasgos delicados pero sin expresión, con un
vestido de algodón sencillo casi de ama de casa, pero de aspecto suave y dulce
como un vientre. Debo hacer una confesión más, como tantas otras que tendré que
hacer antes de terminar: soy cruda, virilmente sexual, no puedo contenerme y
habitualmente mani fiesto propensiones libidinosas y lo demás, como sin duda les
sucede a la mayoría de mis lectores varones; confesión por confesión, soy
canadiense, no aprendí a hablar en inglés hasta los cinco o los seis años de edad, a
los dieciséis hablaba con un acento horrible y en la escuela era un desastre aunque
después me puse a jugar al basquet y si no hubiera sido por eso nadie se hubiese
dado cuenta de que poseía alguna capacidad para hacer frente al mundo (falta de
fe en mí mismo) y me habrían encerrado en un manicomio por alguna especie de
inadaptación...
Pero será mejor que hable de Mardou (es tan difícil redactar una verdadera
confesión y explicar lo que ocurrió cuando uno es tan egomaníaco que lo único
que puede hacer es escribir párrafos larguísimos sobre pequeños detalles
personales mientras los detalles espirituales importantes sobre las demás personas
pueden esperar sentados); de todos modos, como decía, también estaba Fritz
Nicholas, el líder titular de los subterráneos, y le pregunté (habiéndolo conocido la
víspera de año nuevo en un elegante apartamento de Nob Hill sentado con las
piernas cruzadas como un indio sobre una alfombra mullida, con una especie de
camisa rusa blanca y limpia y una amiga loca estilo Isadora Duncan con una larga
cabellera azul sobre los hombros fumando marihuana y hablando de Pound y de
peyote) (flaco y también él como un Cristo, con una mirada de fauno, joven y
serio y una especie de padre del grupo, como cuando de pronto uno lo veía en el
Black Mask, sentado, con la cabeza echada hacia atrás y los ojitos oscuros que
observaban a todos con un especie de lento y repentino asombro: «Aquí estamos,
hijitos, y ahora qué, queridos», pero también loco por la droga, todo lo que le
pudiera dar una buena sacudida le atraía, a cualquier hora, y muy intenso) le
pregunté: «¿Conoces a esta muchacha, la negra?»; «¿Mardou?» «¿Se llama
Mardou? ¿Con quién anda?» «Con ninguno en especial por el momento, en su
tiempo éste ha sido un grupo incestuoso», me dijo, una frase bastante rara,
mientras nos dirigíamos hacia su viejo Chevrolet 36 sin asiento trasero
estacionado en la acera de enfrente, delante del bar, dentro del cual había dejado la
marihuana que luego fumaríamos todos juntos, ya que le dije a Larry: «Oye,
¿dónde podemos conseguir marihuana?» «¿Y para qué fumar con toda esa gente?»
«Me gustaría estudiarlos en grupo», dije, sobre todo porque estaba delante de
Nicholas, para que así pudiera apreciar mi sensibilidad, ya que era un forastero
para ellos y así pensarían que a pesar de todo, en seguida, etc, habiendo advertido
cuánto valían — hechos, hechos, hace mucho que la dulce filosofía me abandonó,
con la esencia de otros años ya olvidados —incestuosos— y finalmente integraba
el grupo otra gran figura, que sin embargo este verano no estaba allí sino en París,
Jack Steen, un hombrecillo muy interesante tipo Leslie Howard que caminaba
(más tarde le imitó Mardou para divertirme) como un filósofo vienes con los
niazos muertos colgando a los costados, largos pasos lentos y fluidos, hasta
detenerse en la esquina con una pose imperiosa y suave —también él había tenido
algo que ver con Mardou y como supe más tarde de la manera más extraña— pero
ahora él significaba para mí una primera migaja de información con respecto a
esta mujer con la cual yo trataba de tener algo, como si no hubiera padecido ya
suficientes dolores de cabeza, como si otros amoríos anteriores no me hubieran
enseñado su mensaje de dolor; seguía buscando, buscando de por vida...
Del bar salían montones de personas interesantes, la noche me producía una honda
impresión; una especie de Marión Brando de pelo oscuro estilo Truman Capote
con un hermoso efebo delgado o muchacha con pantalones de chico y estrellas en
los ojos y caderas tan suaves que cuando se metía las manos en los bolsillos se
advería el cambio, y oscuras piernas delgadas que terminaban en pies pequeños, y
esa cara, y tras ellos un tipo con otra bella muñeca que se llamaba —el tipo— Rob
y es una especie de soldado de fortuna israelí con acento inglés, de esos que uno,
supongo, encuentra a las cinco de la madrugada en un bar de la Riviera bebiéndose
todo lo que tienen delante de los ojos por urden alfabético con un montón de
interesantes amigos pertenecientes a algún grupo loco internacional de juerga.
Larry O'Hara me presentó a Roger Beloit (y no me parecía posible que ese
jovencito de cara ordinaria que tenía delante fuera el gran poeta que yo había
venerado en mi juventud, mi juventud, mi juventud, es decir, 1948, insisto en decir
mi juventud) «¿Roger Beloit? Soy Bennett Fitzpatrick» (el padre de Walt), lo que
provocó una sonrisa en los labios de Roger Beloit; y Adam Moorad que finalmente
había emergido de la noche mientras la noche se abría...
De modo que nos fuimos todos a casa de Larry y Julien se sentó en el suelo
delante de un diario abierto sobre el cual había volcado la marihuana (L.A. de
mala calidad, pero bastante buena de todos modos) y empezó a liar los cigarrillos,
o a «retorcerlos», como me había dicho Jack Steen, el ausente, el día de
Nochevieja, y ése había sido mi primer contacto con los subterráneos, se había
ofrecido para liarme un leño y yo le había contestado bastante fríamente. «¿Por
qué? Yo me lío los míos», e inmediatamente una nube había atravesado su carita
sensitiva, etcétera, y me odió —y por tanto me volvió la espalda toda la noche—
cada vez que se le presentó la ocasión; pero ahora era Julien el que estaba sentado
en el suelo, con las piernas cruzadas, era él el que preparaba los cigarrillos y todos
hablaban como zumbando, conversaciones que por cierto no repetiré, salvo que
era algo así como, «Estoy buscando este libro de Percepied... ¿quién és
Percepied?, ¿no lo han reventado todavía?», y cosas por el estilo, o mientras
escuchábamos a Stan Kenton que hablaba de la música del porvenir y oíamos a un
nuevo tenor que estaba abriéndose camino, Ricci Comucca, y de pronto Roger
Beloit dice, con una mueca de sus labios expresivos, delgados y purpúreos: «¿Y
ésta es la música de mañana?», mientras Larry O'hara nos cuenta las habituales
anécdotas de su repertorio. Al venir, en el Chevrolet 36, Julien, sentado a mi lado
en el suelo, había tendido la mano y había exclamado: «Me llamo Julien
Alexander, algo tengo, he conquistado Egipto», y a continuación Mardou le había
tendido la manu a Adam Moorad y se había presentado diciendo, «Mardou Fox»,
pero no se le ocurrió hacerlo conmigo, lo que hubiera sido mi primer atisbo de la
profecía de lo que sucedería después, de modo que tuve que darle y o la mano y
decirle, «Me llamo Leo Percepied...» v, siempre buscamos a los que realmente no
nos buscan, ella en realidad estaba interesada en Adam Moorad, ya que Julien
acababa de rechazarla, fría y subterráneamente; a ella le interesaban los flacos,
ascéticos, extraños intelectuales de San Francisco y Berkeley, y no los vagos
corpulentos paranoicos como yo, que viajaban en barcos y en trenes y escribían
novelas y todas esas cosas odiosas que en mí son tan evidentes para mí y por lo
tanto también lo serán para los demás; aunque sin ver, tal vez porque era diez años
más joven que yo, ninguna de mis virtudes que de todos modos hace tiempo han
quedado sumergidas bajo años de drogas y de desear morir, renunciar a todo y
olvidarlo todo, morir en la estrella oscura: fui yo quien le di la mano a ella, no ella,
¡ah, qué tiempos!
Pero mientras observaba sus diminutos encantos tenía todo lo más la sola idea de
que debía a toda costa sumergir mi alma solitaria («un hombre grandote, triste y
solitario», según me dijo ella una noche más tarde al verme de pronto en el sillón)
en el baño cálido y en la salvación de sus muslos, anhelaba esas intimidades de los
jóvenes amantes en la cama, altos, los ojos ante los ojos, el pecho contra el pecho
desnudo, órgano contra órgano, rodilla que se aprieta contra rodilla temblorosa y
pecosa, cambiándose actos de amor y de existencia por el gusto de hacerlo.
«Hacerlo», la gran expresión suya; me parece estar viendo sus diente-citos
salientes entre los labios rojos, viendo «hacerlo», la clave del dolor sentada en un
rincón, al lado de la ventana, y demostraba sentirse «separada» o «aislada», o
«dispuesta a no tener nada que ver con ese grupo» por motivos especiales suyos.
Al rincón me fui, apoyando mi cabeza no sobre ella sino contra la pared, y primero
probé la comunicación silenciosa, luego palabras en voz baja (como conviene en
una reunión), palabras al estilo elegante de la Playa, «¿qué estás leyendo?», y por
primera vez abrió la boca y me habló, comunicándome un pensamiento completo,
y el corazón no se me subió exactamente a la boca, pero me pregunté, al oir la
cómica entonación culta, parte estilo Playa, parte modelo de Magnin, parte
Berkeley, parte negro aristocrático, algo raro, una mescolanza de idioma y
entonación y uso de las palabras que yo no había oído nunca hasta ese momento,
salvo en ciertas mujeres excepcionales, por supuesto blancas, algo tan raro que
hasta Adam se dio cuenta en seguida y me lo comentó esa misma noche, pero era
sin lugar a dudas la manera de hablar de la nueva generación del bop, con las
vocales arrastradas y deformadas, como el estilo que antes se llamaba «afemina-
do», de modo que cuando uno lo oye en un hombre al principio suena bastante
desagradable, y cuando uno lo oye en una mujer es encantador, pero resulta
demasiado extraño; una entonación que yo ya había oído sin lugar a dudas con
mucha curiosidad en la voz de los nuevos cantantes de bop, como Jerry Winters
especialmente con la banda de Kenton en el disco Yes Daddy Yes, y tal vez en Jeri
Southern, también; pero el alma se me cayó a los pies porque la Playa siempre me
ha odiado, me ha hecho a un lado, me ha pasado por alto, se ha burlado de mí,
desde el principio, en 1943, hasta hoy; porque naturalmente, cuando me ven pasar
por la calle, soy una especie de tipo de baja extracción, pero después, cuando se
enteran de que no soy eso sino una especie de santo loco, no les gusta nada y
además temen que de pronto me vuelva después de todo ui tipo de baja extracción,
y me ponga a pegarles, a romper cosas, y en realidad es lo que casi siempre he
hecho, durante la adolescencia especialmente, como la vez que vagaba por la
Playa con el equipo de basquet de Stanford, más exactamente con Red Kelly cuya
mujer (¿correcto?) murió en Redwood City en 1946, con todo el equipo detrás
nuestro, además de los hermanos Garetta, y Red obligó a empujones a un
violinista, un homosexual, a entrar en un zaguán y yo atrapé a otro, y mientras él
la emprendía a golpes con el suyo yo atravesaba al mío con la mirada; yo tenía
dieciocho años, era guapo y además fresco como una rosa; y ahora, al leer ese
pasado mío en el ceño fruncido y en la mirada fija y en el horror y en el desorden
de mi frente orgullosa, no querían saber nada de mí, y por eso, naturalmente,
también comprendí que Mardou sentía una verdadera y genuina desconfianza,
hasta repugnancia por mí mientras estaba allí a su lado sentado «tratando» (no de
hacerlo) sino «de hacerla»: tan poco hipster, tan atrevido, tan sonriente, con esa
falsa sonrisa histérica, «compulsiva» como la llaman; yo caliente, ellos fríos, y
además tenía una camisa muy llamativa, lo contrario de una camisa elegante, que
había comprado en Broadway, cuando estaba en Nueva York y pensaba que no
bajaría del barco hasta llegar a Kobe, una ridicula camisa hawaiana estilo Bing
Crosby con dibujos estampados; de la cual, viril y vanamente, de acuerdo con la
honesta humildad original de mi persona de todos los días (esto va de veras), una
vez que hube fumado dos caladas de marihuana me sentí obligado a abrirme un
botón más de lo normal, para mostrar mi pecho peludo y tostado, lo que le habrá
causado asco; sea como fuere no miró; hablaba poco y en voz baja, todo el tiempo
mirando a Julien que estaba sentado en cuclillas y le daba la espalda, y escuchaba
y murmuraba siguiendo las risas de la conversación general, en gran parte dirigida
por O'Hara y el vocinglero Roger Beloit y ese inteligente aventurero Rob, y yo,
demasiado callado, escuchando, estudiándolos, pero con la vanidad de la droga
dejando de vez en cuando caer alguna observación «perfecta» (así lo creía yo) que
en realidad era «demasiado perfecta», pero para Adam Moorad, que me conocía de
siempre, clara indicación de mi respeto y mi atención y en el fondo mi temor al
grupo; para ellos era una persona nueva que intercalaba observaciones para
demostrar su condición de hipster; era todo horrible, irredimible. Aunque en un
primer momento, antes de la marihuana, que nos pasábamos por turno al estilo
indio, tuve la sensación definida de que podía acercarme a Mardou y tener algo
con ella y llevármela conmigo esa mismísima noche, es decir, salir con ella sola
aunque fuera para tomar un café y nada más, pero después de la marihuana, que
me hizo rezar reverentemente y con secreta seriedad por el retorno de mi
«cordura» pre-droga, me encontré extremadamente inseguro de mí mismo,
probando y probando, sabiendo que yo no le gustaba, odiando las circunstancias;
recordando aquella primera noche cuando conocí a mi amor Nicki Peters, en 1948,
en el cuarto de Adam Moorad, en el (entonces) Fillmore; yo estaba
despreocupadamente bebiendo cerveza en la cocina como siempre (y en casa
trabajando furiosamente en una enorme novela, loco, chiflado, seguro, joven,
talentoso como nunca más volví a serlo) cuando ella señaló el perfil de mi sombra
en la pared verde claro y dijo: «qué hermoso es tu perfil», lo que me desconcertó y
(como la droga) me volvió inseguro de mí mismo, atento, tratando de «empezar a
conquistarla», comportándome de una manera que a causa de su casi hipnótica
sugestión me condujo a los primeros sondeos preliminares de orgullo versus
orgullo y belleza o beatitud o sensibilidad versus la estúpida nerviosidad neurótica
del individuo de tipo fálico, constantemente consciente de su falo, su torre, y de
las mujeres en su calidad de pozos; lo que es en el fondo la verdad de la cuestión,
y el hombre un descentrado, sin punto fijo; y ya no estamos en 1948 sino en 1953,
con una nueva generación, y yo con cinco años más encima, o cinco años menos,
obligado a hacerlo (o hacerlas) con un estilo nuevo y disimular el nerviosismo...
en todo caso, renuncié a tratar conscientemente de conquistar a Mardou y me
preparé para una noche de estudio del grandioso nuevo grupo de subterráneos que
Adam había descubierto y denominado en la Playa.
Varias noches después, con una sonrisa maligna, Adam me anunció que la había
encontrado en un ómnibus de la calle Tercera y que habían ido a casa de él para
conversar y beber algo y habían tenido una larguísima conversación que, al estilo
Leroy, culminó con Adam desnudo leyendo poesía china y luego pasando la droga
para terminar en la cama: «¡Y es tan cariñosa, Dios santo, tiene esa manera de
envolverte de pronto en sus brazos como sin el menor motivo salvo el puro afecto
repentino!» «¿Y piensas seguir la aventura con ella?» «Bueno, te diré, realmente...
esta mujer es todo un caso, y bastante loca además, se está haciendo una cura,
según parece, y hace muy poco estuvo muy mal, creo que fue por culpa de Julien,
se está haciendo una cura con el psicoanalista pero no lo dice, se pasa las horas
sentada o acostada, leyendo, o sin hacer nada, salvo mirar el techo todo el santo
día en su cuarto, dieciocho dólares al mes en Heavenly Lañe, al parecer recibe una
especie de pensión que depende no sé cómo de los médicos q Ue la atienden o de no
sé quién, relacionada con su incapacidad de trabajar o algo así, está siempre
hablando del asunto, y en realidad habla demasiado, por lo menos para mi gusto,
según parece padece de verdaderas alucinaciones con las monjas del orfelinato
donde se crió, las ha visto y hasta las ha oído proferir amenazas; y también otras
cosas, como la sensación de pincharse morfina aunque nunca la ha probado,
solamente conoce a algunos morfinómanos.» «¿Julien?» «Julien se pincha cada
vez que se le presenta una ocasión, lo que no ocurre a menudo porque no tiene
dinero y su ambición en realidad es llegar a ser un verdadero morfinómano; pero
en todo caso la chica ha tenido alucinaciones, no exactamente de tomarla, pero sí
de que alguien o algo se la inyectaba, no sé cómo, secretamente, gente que la sigue
por la calle, imagínate, y está verdaderamente loca; es demasiado para mí, y al fin
de cuentas, considerando que es una negra, no quiero atarme a ella demasiado.»
«¿Es bonita?» «Hermosa, pero no puedo, ésa es la verdad.» «Pero hombre, no se
puede negar que tiene cuerpo y todo lo demás...» «Bueno, muy bien, querrás decir
que tú puedes; podrías ir a verla, te doy la dirección, o mejor todavía, la invito a
venir aquí y charlamos, puedes hacer la prueba si te parece, pero aunque siento
una fortísima atracción sexual hacia ella, y todo lo demás, realmente no quiero
meterme demasiado con ella, no solamente por las razones que te digo, sino
también en el fondo por un motivo serio, pues si debo tener algo con una mujer
quisiera que esta vez fuera algo permanente, permanente y serio y por mucho
tiempo, y con ella no podría.» «A mí también me gustaría algo largo y
permanente, etcétera...» «Bueno, veremos.»
Me dijo que una de esas noches ella vendría para comer alguna cosita improvisada
que él mismo prepararía, de modo que cuando llegó yo también estaba en casa,
fumando hierba en el living-room bajo una luz roja opaca; entró con su aspecto
de siempre pero esta vez llevaba una sencilla camisa deportiva de seda azul y
pantalones de fantasía, y yo no me moví, con aire distante, simulando desdén, con
la esperanza de que ella lo advirtiera, así que cuando la dama entró en el cuarto no
me levanté.
Mientras ellos comían en la cocina hice como que leía. Simulé no prestarles ni
la más mínima atención. Después salimos a dar una vuelta los tres pero la tensión
había disminuido y los tres tratábamos de conversar, como tres buenos amigos que
desean estrechar sus vínculos y decirse todo lo que les pasa por la imaginación, en
amistosa rivalidad. Fuimos al Red Drum a oír un poco de jazz, esa noche estaba
Charlie Parker con Honduras Jones a la batería y otros personajes interesantes,
probablemente estaba también Roger Beloit, con quien ahora deseaba
encontrarme; y ese entusiasmo del bop tierno y nocturno de San Francisco en el
aire, pero ahora en la fresca y tierna y descansada Playa; fue así como desde la
casa de Adam en Telegraph Hill bajamos corriendo por la calle blanca bajo los
faroles, corrimos, saltamos, mostramos nuestras habilidades, nos divertimos; nos
sentíamos dichosos, algo palpitaba, y me gustaba que ella pudiera caminar tan
rápido como nosotros, una belleza pequeña, delgada y vigorosa con la cual uno
podía pasear por la calle, y tan llamativa que todos se volvían para mirarla y para
mirarnos, Adam extraño y barbudo, la morena Mardou con esos pantalones raros y
yo, corpulento, facineroso y feliz.
Llegamos al Red Drum, una mesa cubierta de vasos de cerveza (unos cuantos
vasos para ser exacto), y todos los chicos que entraban y salían en grupos,
pagando un dólar veinticinco en la entrada, con ese tipo bajito de cara de
comadreja y ondulaciones de la cadera que vendía las entradas junto a la puerta;
Paddy Cordavan que entraba casi flotando como había sido profetizado (un
subterráneo alto y corpulento, rubio, con aire de mecánico y de vaquero, que venía
del estado de Washington con blue jeans a esta fiesta de la generación loca, toda
llena de humo y enloquecida; le grité: «¡Paddy Cordavan!», y él contestó «Sí» y se
acercó); todos sentados juntos, grupos interesantes en varias mesas, Julien,
Roxanne (una mujer de veinticinco años que parecía profetizar el futuro estilo
norteamericano con el pelo corto casi a la marinera pero negro, rizado y
serpentino, y una cara pálida, anémica de morfi-nómana; y hoy decimos
morfinómano cuando en sus tiempos Dostoievski hubiera dicho ¿qué?, ¿tal vez
ascético o santo?, pero no en este caso, la cara pálida y fría de la muchacha fría y
azul con su camisa blanca de hombre con los puños desabotonados, así la
recuerdo, inclinada hacia adelante charlando con alguien después de haberse
abierto paso a través de toda la sala de rodillas, a fuerza de hombros, inclinándose
para hablar con una colilla muy corta de cigarrillo en la mano, y recuerdo la
exacta sacudida que le daba en ese momento para hacer caer la ceniza, no una sino
varias veces, con uñas largas de dos centímetros, y también ellas eran orientales y
serpentinas); grupos de todas clases, y Ross Wallenstein, y la aglomeración, y allá
arriba en la tarima Bird Parker con sus ojos solemnes, porque había perdido su
anterior popularidad, hacía muy poco de eso, y ahora regresaba a una especie de
San Francisco muerto para el bop, aunque acababa de descubrir o le habían
hablado del Red Drum, había sabido que los chicos de la grandiosa nueva
generación se reunían y aullaban allí, de modo que allí estaba, sobre la tarima,
examinándolos con la mirada mientras soplaba sus notas «locas» pero ahora-
calculadas, los tambores resonantes, los agudos altísimos; y Adam que para
hacerme un favor se retiró prudentemente a eso de las once de la noche para poder
irse a la cama y levantarse a trabajar por la mañana, después de una rápida salida
con Paddy y conmigo para beber una cerveza de diez centavos, rápidamente, en el
bar Pantera, donde Paddy y yo en nuestra primera conversación echamos un pulso
en broma; y luego Mardou salió conmigo, con los ojos alegres, entre dos números,
también para beber una cerveza, pero ante su insistencia en vez de Pantera en el
Mask donde cuestan quince centavos, pero ella tenía algunas monedas y fuimos y
empezamos a conversar seriamente y a sentirnos excitados por la cerveza; era por
fin el principio. Volvimos al Red Drum para oír a Bird, el cual, lo vi claramente,
miró con curiosidad varias veces a Mardou, y también me miraba a mí,
directamente a los ojos, para averiguar si yo era realmente el gran escritor que
creía ser, como si conociera mis pensamientos y mis ambiciones o me recordara
de otros locales nocturnos y de otras costas, otros Chicagos; no era una mirada de
desafío, sino la mirada del rey y fundador de la generación del bop, por lo menos
así parecía mientras observaba su auditorio espiando los ojos, los ojos secretos que
le vigilaban, y al mismo tiempo soplaba con los labios y ponía en acción sus
grandiosos pulmones y sus dedos inmortales, con sus ojos separados, interesados y
humanos, el más simpático músico de jazz que se pueda imaginar, y al mismo
tiempo, naturalmente, el más grande; observándonos a Mardou y a mí en la
infancia de nuestro amor, y probablemente preguntándose por qué, o sabiendo que
no podría durar, o viendo cuál de los dos habría de sufrir; y ahora, evidente mente,
pero no del todo todavía, eran los ojos de Mardou los que brillaban en mi
dirección; salvo una circunstancia, que al volver a casa, terminada la reunión y
bebida la cerveza en el Mask, íbamos en el ómnibus de la calle Tercera,
tristemente, a través de la noche y las luces pulsantes de neón; repentinamente me
incliné sobre ella para gritarle algo y su corazón (en su secreto interior, según
confesiones posteriores) dio un salto al percibir la «dulzura de mi aliento» (así
dijo) y de pronto casi me amó; y yo sin saberlo, cuando llegamos a la puerta triste,
oscura y rusa de Heavenly Lañe, un gran portón de hierro que chirriaba sobre las
baldosas al abrirse, entre las entrañas desparramadas de los cubos de basura
malolientes, tristemente apoyados unos sobre otros, espinazos de pescado, gatos, y
por fin la callejuela; era la primera vez que yo la veía (la prolongada historia y la
inmensidad de esa callejuela en mi alma, desde aquella vez en 1951, cuando
pasando con mi cuaderno de apuntes un crudo atardecer de octubre, ocupado en
descubrir mi propia alma de literato, vi por fin al subterráneo Víctor que una vez
se había venido a Big Sur en motocicleta, y según se decía había ido hasta Alaska
con esa misma motocicleta y con la nena subterránea Dorie Kiehl; allí me lo vi
venir con su abrigo harapiento de Jesús, en dirección a su cuartito de Heavenly
Lañe, y le seguí un rato, preguntándome cómo sería esa Heavenly Lañe,
recordando las largas conversaciones que durante años había tenido con personas
como MacJones acerca del misterio y del silencio de los subterráneos, esos
«Thoreau urbanos» como los llamaba Mac, también Alfred Kazin en las
conferencias de la Nueva Escuela de Nueva York, cuando comentaba que todos
los estudiantes se interesaban por Whitman desde un punto de vista sexual-
revoluciona-rio y en Thoreau desde un punto de vista contemplativo místico y
antimaterialista como si se tratase de un existen-cialista o lo que fuese; el asombro
y la inocencia estilo fierre de Melville ante esa callejuela, los vestiditos oscuros de
algodón de las beal, las historias que corrían de grandes saxofonistas que se
inyectaban morfina junto a las ventanas rotas y se ponían a tocar, o de grandes
poetas jóvenes con barba que yacían allá arriba sumidos en sus santas oscuridades
estilo Rouault; Heavenly Lañe, la famosa Heavenly Lañe donde todos los
subterráneos, tarde o temprano, terminaban por irse a vivir, como Alfred y su
enfermiza mujercita, parecía algo salido directamente de los arrabales del San
Petersburgo de Dostoievski, pero en realidad eran los verdaderos idealistas
barbudos norteamericanos; en todo caso era el producto genuino en su plena
perfección), era la primera vez que la veía, pero con Mardou, la ropa colgada en el
patio, en realidad el patio del fondo de una gran casa de apartamentos con veinte
familias y ventanas como balcones; la ropa colgada delante de las ventanas y por
la tarde la vasta sinfonía de madres italianas, de criaturas, de padres que se hacían
los Finne-gan y chillaban desde lo alto de una escalerita, olores, gatos que
maullaban, mexicanos, la música de todas las radios, con los boleros de los
mexicanos y los tenores italianos de los comedores de spaguettis y las sinfonías
KPEA, a veces a todo volumen, de los conciertos de intelectuales tipo clavicordio,
el estruendo tremendo que terminé por oír todo el verano acurrucado en los brazos
de mi amor; entraba por fin, y subía por las escaleras angostas y mohosas como en
un antro, y por fin su puerta.
Con segunda intención le pedí que bailáramos; previamente ella había sentido
hambre de modo que le sugerí, y en efecto fuimos y compramos en Jackson y
Kearny ese plato chino a base de huevos y ahora ella lo calentaba (más tarde
confesó que lo aborrecía aunque es uno de mis platos favoritos y es típico de mi
conducta subsiguiente que ya estuviera obligándola a tragar ciertas cosas que ella
en su subterránea tristeza prefería soportar a solas y cuando era posible olvidar),
¡ah! Bailando, ya había apagado la luz, de modo que en la oscuridad, bailando, la
besé; era vertiginoso, en el remolino del baile, ese principio, el acostumbrado
principio de los amantes que se besan de pie en un cuarto oscuro; el cuarto es el de
la mujer y el hombre es todo oscuras intenciones; para terminar más tarde con
bailes alocados, ella sobre mi bajo vientre o mis muslos mientras yo la hacía girar
echado hacia atrás para mantener el equilibrio y ella alrededor de mi cuello con
sus brazos que llegaron a enardecer tanto mi persona que en ese momento sólo se
podía llamar caliente...
Muy pronto supe que ella no tenía ninguna creencia ni había tenido por otra
parte ocasión de aprenderla: la madre negra muerta al darle a luz, el padre
desconocido, mestizo de indio cherokee, un vago que llegaba arrojando los
zapatos reventados a través de las llanuras grises del otoño con un sombrero
mexicano negro y una bufanda rosada, en cuclillas junto a las fogatas lanzando
botellas vacías hacia la noche, gritando: «¡Yaa Calexico!»
Ella no empleó nunca la palabra amor, ni siquiera en ese primer momento después
de nuestra danza salvaje cuando me la llevé, todavía colgada de mí, hasta la cama
y lentamente me eché sobre ella, sufriendo por encontrarla, lo que la encantaba, y
habiendo sido asexual durante toda su vida (salvo en su primera conjunción a los
quince años que no sé por qué motivo la satisfizo, lo que nunca más volvió a
repetirse) (¡Oh, el dolor de tener que contar estos secretos aunque es necesario
contarlos, si no para qué escribir o vivir), ahora casus in eventu est, pero con la
satisfacción de dar rienda suelta a mis problemas de la manera más trivial y
egoísta cuando he bebido unos cuantos vasos de cerveza. Acostados en la
oscuridad, suaves, tentaculares, esperando, hasta que llega el sueño; para despertar
por la mañana gritando por las pesadillas de la cerveza, y ver a mi lado a esa negra
que duerme con los labios entreabiertos, con unos pedacitos del relleno blanco de
la almohada incrustados en su pelo negro; siento casi repugnancia, comprendiendo
que soy una bestia por el hecho de haber sentido una cosa parecida, cuerpecito
dulce de uva desnudo sobre las sábanas revueltas por la excitación de la noche
anterior; el ruido de Heavenly Lañe que se insinúa a través de la ventana gris, una
mañana tétrica y gris de agosto que me da ganas de irme en seguida y «volver al
trabajo», la quimera del trabajo, no la quimera sino el sentido ordenado y
progresivo del beber que había llegado a adquirir y perfeccionar en mi casa (en
South City) por humilde que ésta fuera, sus comodidades, la soledad que entonces
yo deseaba y que ahora no puedo soportar.
Me levanté y empecé a vestirme; me disculpé; ella seguía tendida como una
pequeña momia sobre la sábana y me miraba con sus ojos negros y serios, como
los ojos vigilantes del indio en el bosque, con las pestañas negras que de pronto se
alzan para revelar el blanco repentino y fantástico del ojo con su centro irisado,
pardo y brillante, la seriedad de su cara acentuada por la nariz levemente
mongoloide, como la de un boxeador, y las mejillas un poco hinchadas por el
sueño; como la cara de una hermosa máscara de pórfido azteca descubierta hace
muchísimo tiempo. «Pero, ¿por qué tienes que irte tan pronto, con ese aire
preocupado, o histérico?» «La verdad es que tengo un trabajo que hacer, algo que
poner en orden, además del dolor de cabeza...», y ella a duras penas despierta, de
modo que me escapo con cuatro palabras de excusa justamente cuando ella se
sumerge en el sueño nuevamente, y no vuelvo a verla durante unos cuantos días.
Sentía la necesidad de contármelo todo; sin duda, apenas unos días antes, le había
contado ya toda la historia a Adam y él la había escuchado retorciéndose la barba
con un sueño en sus ojos lejanos para parecer atento y amante en la desolada
eternidad, asintiendo. Pero ahora conmigo todo empezaba nuevamente desde el
principio, aunque como si yo fuera (así me pareció) un hermano de Adam, un
amante más grande y más importante, un espectador más terrible y que suscitara
mayores preocupaciones. Allí estábamos en el San Francisco todo gris del grisáceo
Oeste, casi se podía oler la lluvia en el aire; lejos, al otro lado del Estado, allende
las montañas, más allá de Oakland y más allá también de Donner y de Truckee
estaba el gran desierto de Nevada, las tierras áridas que lindaban con Utah, con
Colorado, con las llanuras frías, frías cuando llega el otoño, donde yo seguía
imaginándome el padre vagabundo mestizo de indio tendido panza abajo sobre
una chabola mientras el viento le remueve los harapos y el sombrero negro
mexicano, con su cara triste y morena frente a todas esas tierras y toda esa
desolación. Pero en otros momentos me lo imaginaba trabajando de bracero en los
alrededores de Indio; bajo la noche sofocante está sentado en una silla sobre la
acera, entre hombres en mangas de camisa que se hacen bromas, y él escupe y
ellos le dicen: «Oye, indio, cuéntanos otra vez la historia de cuando robaste un taxi
y llegaste a Manitoba en el Canadá; ¿nunca se la oíste.Cy?» Yo veía la visión de su
padre: de pie, orgulloso, magnífico, bajo la luz desolada, roja y mortecina de
América en un rincón, nadie sabe cómo se llama, a nadie le importa...
Eran pequeñas anécdotas sobre sus locuras y sus fugas sin importancia, cuando se
llegaba hasta las afueras y fumaba demasiada marihuana, aventuras que sin
embargo significaban tantos terrores para ella (a la luz de mis propias
meditaciones sobre su padre, el fundador de su carne y predecesor en terrores de
los suyos; y conocedor de locuras mucho mayores que las que ella podía recordar
o aun siquiera imaginar en sus ansiedades de origen psicoa-nalítico), formaban
sencillamente un fondo para mis pensamientos sobre los negros y los indios y los
Estados Unidos en general pero con todos los matices suplementarios de la «nueva
generación» y otras circunstancias históricas en medio de las cuales ella se debatía
ahora lo mismo que todos nosotros, en esa Tristeza Europea de todos nosotros; la
inocente seriedad con la cual ella contaba su historia y con la cual yo la había
escuchado tan a menudo, y también la había contado yo mismo —acariciándonos
con ojos absortos, juntos en el paraíso—, dos hipslers americanos de la década del
50 sentados en un cuarto en la penumbra, con el estrépito de las calles al otro lado
del suave alféizar desnudo de la ventana. Interés en su padre, porque yo había
estado en los lugares y me había sentado en el suelo y había visto las vías, el acero
de los Estados Unidos que cubría la tierra colmada de huesos de los antiguos
indios y de los aborígenes americanos. En el frío otoño gris de Colorado y de
Wyoming yo había trabajado y había visto los indios vagabundos que surgían
repentinamente de los matorrales junto a las vías y avanzaban lentamente, con
labios de buitre, mandíbulas prominentes y arrugas en la cara, hacia la gran
sombra de sus sacos livianos y sus baratijas, conversando tranquilamente entre
ellos y tan distantes de las preocupaciones de los peones de campo, y aun de los
negros de las calles de Denver, los japoneses, y en general las minorías de
armenios y de mexicanos del Oeste; hasta el punto de que el hecho de contemplar
un grupo de tres o cuatro indios que atraviesa un campo y cruza las vías del tren es
para nuestros sentidos algo tan increíble como un sueño; uno piensa: «Deben ser
indios —ni un alma que los mire—, van en esa dirección, nadie los observa, a
nadie le importa hacia qué lado vayan, ¿serán de alguna reserva?, ¿qué llevarán en
esos sacos de papel marrón?», y sólo después de un inmenso esfuerzo uno
comprende: «Pero si eran los habitantes de estas tierras y eran ellos bajo estos
cielos enormes los que se preocupaban y cuidaban y protegían a sus mujeres,
reunidos en enteras naciones alrededor de sus tiendas; y ahora el ferrocarril que
pasa sobre los huesos de sus antepasados los empuja, señalándoles el infinito,
reliquias de humanidad que pisan ligeramente la superficie del suelo, tan
profundamente supurado del almacenamiento de sus desdichas que basta excavar
un palmo en la tierra para encontrar la mano de un niño. Y el tren de pasajeros
pasa a su lado como una flecha, brum, brum, los indios apenas lo miran, los veo
desaparecer en la lejanía como puntitos», y sentado en el cuarto de la lámpara roja
en San Francisco, ahora con la tierna Mardou, pienso: «Y ése era tu padre, el que
yo vi en la gran soledad gris, el que se perdió en la noche; de sus jugos provienen
tus labios, tus ojos llenos de sufrimiento y de aflicción, y no sabremos nunca su
nombre ni su destino». Su manecita morena se acurruca en la mía, sus uñas son
más páiidas que la piel, lo mismo en los pies; descalza, tiene un pie recogido entre
mis muslos para calentárselo; charlamos, iniciamos nuestra relación en el plano
más profundo del amor y de los relatos de respeto y vergüenza. Porque la clave
más importante del coraje es la vergüenza, y las caras imprecisas del tren que pasa
no ven en la llanura sino las siluetas de los vagabundos que se alejan y
desaparecen...
«Me había decidido, había erigido una especie de estructura, era como... pero no
puedo...» Empezaba de nuevo, empezaba partiendo de su misma carne bajo la
lluvia: «¿Por qué habría de querer alguien dañar mi corazoncito, mis pies, mis
manos, mi piel en la cual estoy envuelta porque Dios quiere que esté calentita y
Adentro, los dedos de mis pies?, ¿P or <íué Dios creó todo esto tan sujeto a la
descomposición, a la muerte y al daño, y por qué quiere hacerme comprender y
gritar, por qué la tierra salvaje y los cuerpos desnudos y las interrupciones? Yo
temblé cuando el creador conjuraba, cuando mi padre gritaba, cuando mi madre
soñaba, empecé a ser pequeña y me inflé y ahora soy mayor, nuevamente una
criatura desnuda, solamente destinada al llanto y al temor. ¡Ah!, pro tégete, ángel
sin daño, tú que nunca has causado daño ni podrías causarlo ni romperle a otro
inocente su caparazón y la fina envoltura de su dolor, envuélvete en una túnica,
dulce cordero, protégete de la lluvia y espera, hasta que Papá regrese y Mamá te
acoja otra vez caliente en su valle de la luna, teje en el telar del tiempo paciente, sé
feliz por las mañanas.» Empezando todo de nuevo, temblando, surgiendo de la
callejuela de la noche, desnuda hasta la piel, sobre pies de madera ante la puerta
manchada de algún vecino, llamando, la mujer acude a la puerta respondiendo a la
llamada temerosa de los nudillos, ve a la muchacha morena desnuda, asustada.
(«He aquí una mujer, un alma en mi lluvia, me mira, está asustada.») «Y
naturalmente llamaste a la puerta de una perfecta desconocida.» «Estaba segura de
ir a casa de Betty, que vive un poco más adelante y volver en seguida, por eso le
prometí, segura de hacerlo, que le traería en seguida la ropa, entonces me dejó
entrar y sacó una manta y me envolvió en ella, y luego la ropa, por suerte estaba
sola, era una italiana. Y una vez más en el callejón, tenía que ocuparme ante todo
de la ropa, luego ir hasta casa de Betty y pedirle dos dólares, luego comprar ese
prendedor que había visto una tarde en una tienducha en la Playa, artesanía
manual, algo así como hierro forjado, una compra, era el primer símbolo que me
iba a permitir.» «Naturalmente.» Emerger de la lluvia desnuda en busca de una
túnica para envolver su inocencia, luego la decoración de Dios y la dulzura
religiosa. «Como la vez que tuve esa pelea a puñetazos con Jack Steen, que seguía
clavada en mi mente.» «¿Una pelea a puñetazos con Jack Steen?» «Eso fue mucho
antes, todos los morfinómanos en el cuarto de Ross, poniéndose las inyecciones
con Pusher, ya conoces a Pusher, bueno, me desnudé del todo también allí... todo
formaba parte... de la misma locura...» «Pero esa manía de desnudarse, de quitarse
la ropa» (para mí mismo). «Estaba en medio del cuarto, ya del otro lado, y Pusher
rasgueaba la guitarra, una cuerda sola, y me acerqué a él y le dije: "Oye, no me
rasguees esas notas de mierda a mí" y él se levantó sin decir una palabra y se fue.»
Y Jack Steen se puso furioso con ella y pensó golpearla y dejarla knock-out con los
puños para que volviera en sí, de modo que la emprendió a golpes pero ella era tan
fuerte como él (esos pálidos ascetas morfinómanos americanos que apenas pesan
cincuenta kilos), blam, y se pusieron a pelear delante de los otros que ni se
movían. También había echado pulsos con Jack, y con Julien, y prácticamente les
había ganado. «Como Julien que a la larga me ganó el pulso pero en realidad se
había enfurecido y había tenido que empujarme para ganarme, me hizo daño y
estaba realmente fuera de sí» (alegre, diminuto resoplido a través de sus
dientecitos salientes); por lo tanto había peleado con Jack Steen y realmente casi le
había dado una paliza, pero Jack estaba furioso y los vecinos de abajo llamaron a
la policía que vino y hubo que explicarles «bailábamos». «Pero ese mismo día yo
había visto esa cosa de hierro, un clip con un hermoso brillo opaco, que se lleva en
la base del cuello, sabes qué bien me quedaría sobre mi pecho.» «Sobre tu
esternón moreno el oro opaco sería hermoso, pequeña; sigue con tu extraordinario
relato». «Por lo tanto, inmediatamente sentí la necesidad de ese clip, a pesar de la
hora, ya eran las cuatro de la madrugada, y estaba vestida con ese viejo abrigo y
los zapatos y el vestido viejo que la mujer me había dado, me sentía como una
vagabunda pero me parecía que nadie se daría cuenta, corrí a casa de Betty para
pedirle los dos dólares, y la desperté...» Exigió el dinero, acababa de salir de la
muerte y el dinero era simplemente un medio de obtener el broche brillante (el
estúpido sistema inventado por los inventores del trueque y el regateo y la historia
de quién es dueño de esto, quién es dueño de aquello). Y echó a correr por la calle
con sus dos dólares, para llegar a la tienda mucho antes de que ésta se abriera;
entró en una lechería para tomar un café, se sentó junto a una mesita, veía por fin
el mundo, los sombreros melancólicos, las aceras lustrosas, los carteles que
anunciaban arenque ahumado, los reflejos de la lluvia en los cristales del café y en
los espejos de la columna, la belleza del mostrador donde se exhibían las
meriendas frías, montañas de bollos fritos y el vapor de la máquina del café. «Qué
cálido es el mundo, lo único que hace falta es conseguir esas moneditas
simbólicas, que permiten acercarse al calor y la comida que se desee, ya no hay
que arrancarse la piel y masticarse los huesos en los callejones, porque esos
lugares fueron creados para alojar y confortar a la gente de carne y hueso que
acude a ellos para llorar y consolarse.» Allí se ha sentado, mirando fijamente a
todo el mundo; los habituales maniáticos del sexo no se atreven a devolverle la
mirada a causa de la alocada vibración de sus ojos, olfatean un peligro vivo en el
apocalipsis de su cuello tenso y ávido y en sus manos nerviosas y temblorosas.
«Esa no es una mujer.» «Esa india loca terminará por matar a alguien.» Llega la
mañana: Mardou se encamina feliz y absorta, sumergida en su propia persona,
hacia la tienda, a comprar el clip; se detiene en un drugstore delante del expositor
rotatorio de las tarjetas postales, durante dos buenas horas, examinando las tarjetas
una por una, minuciosamente, una y otra vez, porque sólo le quedan diez centavos
y con ellos puede comprar solamente dos tarjetas, y estas dos tarjetas deben ser
privados talismanes de su nueva e importante comprensión, emblemas personales
y augúrales; sus labios ávidos se curvan al advertir los pequeños significados de
las sombras del funicular en los rincones, el barrio chino, las floristas, el azul, los
empleados asombrados: «Hace dos horas que está aquí, sin medias, con las
rodillas sucias, mirando las tarjetas, será alguna recién casada que se ha escapado
de casa, una mujer de color, y viene a la gran tienda del hombre blanco,
seguramente en toda su vida no ha visto una tarjeta postal en colores.»
La noche antes la habrían visto entrar en el bar de Foster en la calle Market con la
última moneda (otra vez), pedir un vaso de leche, echarse a llorar sobre la leche; y
los hombres que siempre la miraban y trataban de acercársele, pero no ahora, no
había caso, tenían miedo, porque era una criatura, y porque... «¿Por qué no se les
ocurrió a Julien o a Jack Steen o a Walt Fitzpatrick ofrecerte algún rincón donde
pudieras refugiarte, o por lo menos prestarte un par de dólares?» «Pero si no les
importaba nada, yo les daba miedo, realmente no me querían tener con ellos,
hacían gala de una especie de distante objetividad, me vigilaban, me hacían
preguntas feas; un par de veces Julien quiso representar la escena del interés, ya
sabes, preguntándome: "¿Qué te pasa, Mardou?" y demás rutinas, con su falsa
simpatía, pero en realidad lo único que le impulsaba era la curiosidad de saber por
qué estaba así; ninguno de ellos me hubiera dado nunca un céntimo, viejo.» «Esos
tipos te trataron realmente mal, ¿no te parece?» «Sí, bueno, ellos nunca tratan a
nadie, en el fondo no hacen nunca nada, tú te ocupas de tus asuntos, yo me ocupo
de los míos.» «Existencialismo.» «Pero el existencialismo de los americanos es
peor, es el existencialismo de los maniáticos del jazz y de la morfina; yo estuve
bastante con ellos, hacía ya casi un año, y cada vez que nos reuníamos me daban
un contacto realmente fuerte, ésa es la verdad.» Se sentaba entre ellos, hasta que
empezaban a cabecear; y en el silencio mortal esperaba, percibiendo las lentas, las
serpentinas ondas de vibración que se abrían paso a través de la habitación, los
párpados se cerraban, las cabezas caían hacia adelante y volvían a levantarse de
pronto, alguien murmuraba algún desagradable lamento: «Demonios, ya me ha
drogado ese hijo de perra de MacDoud con todas sus rutinas siempre quejándose
porque no tiene suficiente dinero para una dosis, si pudiera conseguir una media
porción o pagar una media... demonios, no he visto nunca nada más fastidioso,
mierda, por qué no se irá a alguna parte a hacerse humo, um» (ese «um» de los
morfinómanos con que termina toda afirmación disparatada, y todo lo que uno
dice es disparatado, um, jum, el sollozo caprichoso infantil que se esfuerza por no
explotar en un alarido ¡uaaa! inmenso y pueril con toda la cafa arrugada que les
viene del regreso a la infancia provocado por la droga). Mardou estaba sentada
entre ellos, y finalmente saturada de marihuana o de benzedrina empezaba a
sentirse como si le hubieran puesto una inyección, se echaba a caminar por la calle
sin saber dónde estaba y hasta llegaba a sentir el contacto eléctrico con los demás
seres humanos (reconociendo un hecho en medio de su sensibilidad), pero a veces
sentía fuertes sospechas, porque alguien le ponía secreta mente las inyecciones y la
seguía por la calle, él era realmente el responsable de la sensación eléctrica, tan
independiente de toda ley natural del universo. «Pero realmente no habrás creído
una cosa semejante; o tal vez sí, la has creído, cuando me fui del otro lado en 1945
con la benzedrina yo creía realmente que la muchacha quería mi cuerpo para
quemarlo y meterme en los bolsillos los documentos de su amigo, para que la
policía pensara que se había muerto, y se lo dije, además.» «Oh, ¿y qué hizo?»
«Dijo: "Uuh, papito", y me abrazó y me cuidó, era una vagabunda loca, una tal
Honey, me maquillaba con panca-ke para que no se viera lo pálido que estaba, yo
había perdido quince kilos, o diez, o cinco, pero, ¿qué pasó después?» «Seguí
paseando con mi clip nuevo.» Entró en una especie de tienda de recuerdos y se
encontró con un hombre sentado en una silla de ruedas. (Encontró una puerta con
jaulas y canarios verdes detrás del cristal y entró, quería tocar las cuentas,
contemplar los peces de oro, acariciar el viejo gato gordo que tomaba el sol
tendido en el suelo, detenerse en la fresca jungla verde de papagayos de la tienda,
en lo alto de los ojos verdes que no son de este mundo, de los loros que retuercen
sus cuellos estúpidos para empastarse y hundirse en pluma loca, y sentir gracias a
ellos esa clara comunicación de terror ornitológico, los espasmos eléctricos de su
percepción, scuok, lik, lik, y el hombre era extremadamente raro.) «¿Por qué?»
«No sé, era sencillamente raro, quería, hablaba conmigo muy claramente e
insistiendo... como mirándome intensamente en los ojos, prolongadamente, pero
sonriendo ante los temas más sencillos y triviales, aunque ambos sabíamos que
queríamos decir algo distinto de lo que decíamos —sabes cómo es la vida—, para
decir verdad hablábamos de túneles, del túnel de la calle Stockton y del que
acaban de construir en Broadway; en realidad se habló mucho más sobre ése, pero
mientras hablábamos del túnel una gran corriente eléctrica de verdadera compren -
sión pasaba entre nosotros y yo podía sentir los otros planos, la cantidad infinita
de otros planos, de distintas entonaciones en su voz y en la mía, y el mundo de
significados de cada palabra; no me había dado cuenta nunca de cuántas cosas
suceden todo el tiempo, y la gente lo sabe, lo demuestra en sus ojos, aunque se
niega a demostrarlo delante de los demás. Me quedé muchísimo tiempo.» «Debe
de haber sido un individuo rarísimo.» «Bueno, era un poco calvo, de aspecto
afeminado, edad madura, con ese aire de degollado, o de tener la cabeza en las
nubes» (alelado, escuálido) «pensándolo bien, supongo que su madre era esa
anciana con el chai; pero, Dios mío, contártelo me llevaría todo un día.» «¡Oh!»
«En la calle, esa hermosa anciana de cabello blanco se me había acercado y me
había visto, pero preguntaba direcciones, porque le gustaba charlar...» (En esa
acera recién llovida, soleada y ahora lírica como de mañana de domingo, Pascua
en San Francisco y todos los sombreros rojos a la vista, los abrigos lavanda
desfilando bajo las ráfagas frías, las niñitas tan pequeñitas con sus zapatos recién
blanqueados y sus abrigos esperanzados pasando lentamente por las empinadas
calles blancas, iglesias de viejas campanas activas y al pie de la bajada cerca de
Market donde nuestra andrajosa santa Juana de Arco negra vagaba entre hosannas
en su piel y en su corazón marrones prestados por la noche, temblores de
formularios de apuestas en los puestos de venta de periódicos, admiradores de
revistas con fotografías de mujeres desnudas, las flores de la esquina en canastas y
el viejo italiano de delantal con los diarios, y el padre chino en su traje ajustado
extático empujando al niñito en su coche de mimbre por la calle Powell con su
mujer de mejillas como círculos rosados y ojos negros relucientes y sombrero
nuevo con cola al sol, y allí en medio está Mardou sonriendo intensa y
extrañamente, y la anciana señora excéntrica tan poco consciente de su raza negra
como el inválido amable de la pajarería y tal vez a causa de su cara franca y
abierta ahora, las claras indicaciones de un espíritu puro, inocente y turbado que
acaba de emerger de un pozo en la tierra picada de viruela, y por un esfuerzo de
sus propias manos rotas se ha levantado a sí misma hasta la salvación y la
seguridad, las dos mujeres, Mardou y la vieja señora, en esas calles increíblemente
vacías y tristes del domingo, después de los entusiasmos de •a noche del sábado,
el gran reflejo de un lado y de otro de Market, como un baño de polvo de oro, el
temblor del neón en los bares de O'Farrell y Masón, con los vasos de cocktail y los
palitos para la cereza guiñando su invitación a los corazones abiertos y famélicos
del sábado, y en realidad sólo para terminar en el vacío azul de la mañana del
domingo, apenas el aletear de unos cuantos papeles junto a las aceras y el largo
panorama blanco del lado de Oakland obsesionado por el domingo, todavía; las
aceras de Pascua en San Francisco mientras los barcos blancos se abren paso por
la bahía con líneas puras y azules desde Sasebo bajo el arco del Golden Gate, el
viento que hace brillar todas las hojas de Marín bañando el reflejo mojado de la
blanca ciudad gentil, entre las nubes de pureza perdida, altas sobre el camino de
ladrillos y el murallón del Embarcadero, la alusión obsesionada y quebrada de
canto de los viejos Pomos que antaño fueron los únicos visitantes de estas últimas
once colinas norteamericanas ahora cubiertas de casas blancas, la cara del mismo
padre de Mardou, ahora, cuando ella alza la cara para aspirar el aire y hablar en las
calles de la vida que se materializa enorme sobre América, desvaneciéndose...) «Y
como le dije, pero también conversé, y cuando se fue me dio su flor, me la prendió
con un alfiler y me llamó tesoro.» «¿Era blanca?» «Sí, parecía, era muy afectuosa,
muy agradable, parecía quererme, como si quisiera salvarme, ayudarme a
emerger; subí la colina, por California, hasta más allá del barrio chino, en un lugar
pasé delante de un garaje casi blanco, con una gran pared de garaje, y el hombre
en un sillón giratorio quería saber qué quería, yo entendía que cada uno de mis
movimientos era una obligación tras otra de comunicarme con cualquiera que no
accidentalmente sino calculadamente se me apareciera por delante, comunicar y
recibir esa noticia, la vibración y el nuevo sentido que había adquirido, hablar de
todo lo que le ocurría a todo el mundo todo el tiempo en todas partes, decirles que
no debían preocuparse, que nadie era tan mezquino como uno se imagina ni... era
un hombre de color, en el sillón giratorio, y tuvimos una conversación larga y
confusa; él no se mostraba muy dispuesto, lo recuerdo, a mirarme a los ojos ni
realmente a escuchar lo que yo le decía.» «Pero, ¿qué le decías?» «Sí, ya lo he
olvidado todo, algo tan sencillo que no te hubieras imaginado nunca, como esos
túneles o como la señora de edad, y yo vagando por calles y direcciones, pero el
hombre quería hacer algo conmigo, vi que se abría la cremallera pero de pronto se
avergonzó, yo estaba de espaldas y podía verlo reflejado en el cristal.» (En los
blancos planos de la blanca mañana de la pared del garaje, el hombre fantasmal y
la muchacha de espaldas, encogida, contemplando en la ventana que no solamente
refleja al hombre extraño tímido que secretamente la observa sino todo el interior
de la oficina, el sillón, la caja de hierro, las profundidades de cemento húmedo del
garaje, y los automóviles de brillo opaco, mostrando también las partículas de
polvo no lavadas por la lluvia de la noche anterior, y a través del cristal el balcón
inmortal de la acera de enfrente, con la ventana de madera del apartamento de
inquilinato, donde pronto se verían tres chicos negros extrañamente vestidos que
saludaban con la mano, pero sin gritar, a un negro cuatro pisos más abajo con
mono de mecánico, y por lo tanto, al parecer, trabajando el domingo de Pascua,
que respondía al saludo mientras seguía avanzando en su propia y extraña
dirección, la que de pronto cortaba la lenta dirección que habían tomado dos
hombres, dos hombres comunes con abrigo y sombrero, pero uno de ellos con una
botella y el otro con una criatura de tres años, que de vez en cuando se detenían
para llevarse a los labios la botella de jerez californiano Four Stars y beber
mientras el sol absoluto de la mañana de San Francisco hacía ondear sus trágicos
abrigos empujándolos de costado, el niño que vociferaba, sus sombras en la calle
como sombras de gaviotas, del color de los cigarros italianos liados a mano en los
profundos estancos pardos de Columbus y Pacific, y ahora el paso de un Cadillac
con cola de pez, en segunda, que se dirigía hacia las casa de lo alto de la colina,
con la vista de la bahía, para alguna perfumada visita de parientes que llegan con
las historietas, noticias de las viejas tías, caramelos para algún niñito desdichado
que anhela que el domingo termine de una vez, que el sol cese de penetrar a través
de las persianas y circundar las plantas en maceta, prefiriendo la lluvia y
nuevamente el lunes y la alegría del callejón con cerca de madera donde apenas la
noche anterior la pobre Mardou casi se había perdido.) «¿Y qué hizo el negro?»
«Se cerró otra vez la cremallera. No quería mirarme, volvía la cabeza, era extraño,
se avergonzó y se sentó; me recordaba también cuando era niña en Oakland, y el
hombre aquél nos mandaba a comprar caramelos y nos daba monedas, y luego se
abría la bata y se exhibía.» «¿Un negro?» «Sí, del barrio donde yo vivía, recuerdo
que yo no me quedaba nunca en su casa pero mi amiga sí se quedaba y creo que
hasta hizo algo con él una vez.» «¿Y qué hiciste con el individuo del sillón
giratorio?» «Bueno, creo que salí como había entrado, y era un día hermoso, el día
de Pascua, viejo.» «Diablos, para Pascua, ¿dónde estaba yo?» «El sol suave, las
ñores y yo que me alejaba por la calle y pensaba: "¿Por qué me habré permitido
alguna vez aburrirme en el pasado?", y como compensación me emborrachaba o
tomaba esas cosas o me daban ataques o todas esas artimañas que usan las
personas porque desean algo, cualquier cosa, salvo la serena comprensión de lo
que realmente existe, que después de todo es tanto, y las cavilaciones provocadas
por las odiosas convenciones sociales, las rabias, el hacerse mala sangre por los
problemas sociales y por mi problema racial, todo eso importaba tan poco; aunque
ahora podía sentir esa gran seguridad y el oro de la mañana terminaría alguna vez
por desvanecerse, y ya había empezado a hacerlo; hubiera podido construir toda
mi vida como esa mañana solamente sobre la base de la pura comprensión y el
deseo de vivir y seguir adelante, Dios, todo era la cosa más hermosa que jamás me
había sucedido, a su manera; pero todo era también siniestro.» La aventura
terminó cuando llegó a casa de sus hermanas, en Oakland, y las hermanas se
pusieron furiosas con ella en realidad, pero les dio una explicación cualquiera, e
hizo cosas raras; advirtió por ejemplo la complicada instalación de hilos eléctricos
que su hermana mayor había inventado para conectar la televisión y la radio con el
enchufe de la cocina en el destartalado piso superior de madera de su casita cerca
de la Séptima y Pine, los porches con gárgolas de madera ennegrecida por el
hollín del ferrocarril, como un puñado de tablas viejas en las casuchas construidas
con cualquier cosa, donde el patio no es más que un montón de piedras rotas y
madera negra mostrando el lugar donde los vagos se han bebido sus botellas la
noche anterior, antes de alejarse cruzando la calle de empaquetado de la carne, del
lado de la Línea Principal, en dirección a Tracy, a través del vasto imposible
Brooklyn-Oakland, lleno de postes de teléfono y de residuos, y los sábados por la
noche los bares desenfrenados de los negros, llenos de prostitutas, los mexicanos
con su Ya-Ya en sus propios locales, el coche de la policía que se pasea por la
larga triste avenida constelada de borrachos, el brillo de las botellas rotas (ahora
en la casa de madera donde se crió en el terror, Mardou se ha acurrucado contra la
pared en cuclillas mirando los alambres en la semipenumbra, se oye hablar y no
comprende por qué está diciendo esas cosas, excepto que deben ser dichas,
emerger, porque ese mismo día, por la tarde, cuando finalmente en su vagabundeo
llegó a la alocada calle Tercera, entre las hileras de italianos lentos y los indios con
vendajes que rodaban por los callejones bárbaramente ebrios y los cines de diez
centavos con tres sesiones y los niñitos de los hoteles de mala muerte que corrían
por las aceras y las casas de empeño y los saloncitos de diversiones para negros, al
detenerse bajo el sol soñoliento a escuchar de pronto el bop que manaba de las
máquinas de discos automáticas, como si fuera por primera vez advirtió la
intención de los músicos, de las trompetas y demás instrumentos, e
inesperadamente una mística unidad que se expresaba en ondas como si fueran
siniestras, y otra vez la electricidad, pero clamando con palpable vivacidad la
palabra directa de la vibración, los intercambios de afirmación, los planos de
ondeante intimación, la sonrisa sonora, la misma viviente insinuación que advertía
en la manera con que su hermana había dispuesto esos alambres enroscados,
enredados y grávidos de intención, de aspecto inocente pero en realidad, detrás de
la máscara de la vida casual, completamente por un acuerdo previo, la boca
horrible casi emitiendo sardónicamente víboras de electricidad, colocadas adrede,
las que ella había estado viendo todo el día y oyendo en la música y que ahora
veía en los alambres). «¿Qué pretendéis hacer, tenéis realmente la intención de
electrocutarme?» De modo que las hermanas comprendieron que algo andaba en
realidad muy mal, peor que la menor de las hermanas Fox que era alcohólica y se
hacía la loca por las calles y la patrulla del vicio debía arrestarla periódicamente,
algo andaba horrible, inconfundible, innominablemente mal. «Fuma drogas, anda
con todos esos tipos raros con barba de San Francisco.» Llamaron a la policía y se
llevaron a Mardou al hospital; pero ahora comprendía: «Santo Dios, vi que lo que
me ocurría era realmente espantoso, lo que me ocurría y lo que iba a ocurrirme, y
te aseguro viejo que me sobrepuse en seguida, hablé cuerdamente con todos los
que se me ponían al alcance, no hice nada equivocado, y me dejaron salir cuarenta
y ocho horas después; las otras mujeres estaban conmigo, mirábamos por la
ventana, las cosas que me decían me hicieron comprender qué precioso era
realmente quitarse esas malditas batas y salir de allí y encontrarse en la calle, al
sol, desde allí se veían los barcos; estar fuera de allí y libre para ir donde quisiera,
qué grande es realmente y cómo no lo apreciamos nunca, todos tristes, encerrados
en nuestras preocupaciones y en nuestra piel, como estúpidos, en realidad, o
criaturas ciegas, mimadas, detestables, que hacen la trompa porque... no
consiguen... todos... los... caramelos... que quieren, de modo que hablé con los
médicos y les dije...» «¿Y no tenías adonde ir?, ¿dónde tenías la ropa?» «Dispersa
por todas partes, por toda la Playa, tenía que hacer algo; me dejaron estar en esa
habitación, unos amigos míos, durante el verano; tendré que irme en octubre.»
«¿El cuarto de Heavenly Lañe?» «Sí.» «Tesoro; tú y yo, ¿no vendrías a México
conmigo?» «¡Sí!» «Suponiendo que vaya a México, es decir, si consigo el dinero;
aunque tengo ciento ochenta ya, y en realidad, mirándolo bien, podríamos irnos
mañana y arreglarnos, como los indios, quiero decir, todo barato, viviendo en el
campo o en los barrios pobres.» «Sí, sería tan hermoso irse ahora mismo.» «Pero
si podríamos, o en el fondo preferirías esperar hasta que... se supone que recibiré
pronto quinientos dólares, ¿comprendes? y...» (y ese fue el momento en que me la
habría podido meter para siempre en el seno de mi propia vida) y ella decía:
«Realmente no quiero tener nada más que ver con la Playa ni con ninguno del
grupo, viejo, por eso... supongo que hablé y consentí demasido pronto, ahora no
pareces tan seguro» (riendo al verme reflexionar). «Pero estoy solamente
pensando en los problemas prácticos.» «Sin embargo estoy segura de que si
hubieras dicho "tal vez..." ¡ooh!, no importa», besándome. El día gris, la lamparita
roja, yo no le había oído contar una historia semejante a nadie, exceptuando a los
grandes hombres que había conocido en mi juventud, esos grandes héroes
estadounidenses que habían sido mis compañeros, con los cuales había vivido
aventuras y había estado en la cárcel y conocido las auroras harapientas, los beaí
sentados en los bordillos de las aceras viendo símbolos en las alcantarillas
saturadas, los Rimbaud y los Vcrlaine de los Estados Unidos en Times Square,
siempre muchachos. Ninguna mujer me había conmovido jamás con un relato de
sufrimiento espiritual, mostrando tan hermosamente su alma resplandeciente como
la de un ángel que vagara por el infierno y el infierno eran las mismas calles por
las cuales yo había vacado siempre observando, esperando que apareciera alguien
exactamente como ella, y ni siquera soñando la oscuridad y el misterio y la
eventualidad de nuestro encuentro en la eternidad, la inmensidad de su rostro, que
ahora era como la repentina y vasta cabeza del Tigre en un cartel detrás de la cerca
de madera en los humosos corralones de residuos de las mañanas de sábados sin
escuela, directa, hermosa, insana, en la lluvia. Nos acariciamos, nos abrazamos
estrechamente, ahora era como el amor, yo estaba atónito; hicimos de todo en el
living-room, alegremente, sobre los sillones, en la cama, dormimos enlazados,
satisfechos; yo le enseñaría más sexo que...
Porque ahora deseo a Mardou; el otro día me dijo que hace seis meses la
enfermedad echó profundas raíces en su alma, y ahora para siempre... ¿y acaso
esto no la hace más hermosa? Pero la deseo, porque la veo de pie, con sus
pantalones de terciopelo negro, las manos en los bolsillos, delgada, caída de
hombros, con el cigarrillo que le cuelga de los labios, y el humo también que se
enrosca, el pelo corto, negro, de su nuca descubierta, peinado lacio y suave, el
color que se da a los labios, su piel morena clara, sus ojos oscuros, el juego de las
sombras sobre sus pómulos salientes, la nariz, el breve y blando pasaje de la
barbilla al cuello, la pequeña nuez de Adán, tan hipster, tan cool, tan hermosa, tan
moderna, tan moderna, tan nueva, tan inalcanzable para este triste individuo de
pantalones abolsados en su cabana de enmedio del bosque. La deseo, por la
manera con que supo imitar a Jack Steen esa vez en la calle, dejándome atónito,
aunque Adam Moorad contemplaba su imitación con aire solemne, como absorto
tal vez en la cosa, o sencillamente escéptico; pero ella se desvincu ló de los dos
hombres con los cuales venía, y se adelantó unos pasos, mostrándoles el andar de
Jack (entre la gente), el suave balanceo de los brazos, los largos pasos largos y
atrevidos, la manera de detenerse en la esquina titubeando y levantando
suavemente la cara hacia los pájaros, con ese aire como dije de filósofo vienes;
pero verla hacer todo esto. una imitación perfecta en todos sus detalles (como en
verdad lo había visto al atravesar el parque), el hecho de que... la amo, pero este
canto se ha... quebrado; pero ahora en francés, en francés puedo cantarla y
cantarla...
Nuestros pequeños placeres en casa, de noche Mardou come una naranja, hace
un ruido bárbaro chupándola...
Cuando río me mira con ojitos redondos y negros que se esconden entre sus
pestañas, porque ella se ríe con fuerza (contrayendo toda la cara, mostrando los
dientecitos, con reflejos de luz en todas partes). (La primera vez que la vi, en casa
de Larry O'Hara, en el rincón, recuerdo, yo había acercado mi cara.a la suya para
hablarle de libros, y ella había vuelto la cara hacia mí, era un océano de cosas que
se fundían y ahogaban, yo hubiera podido nadar en él, sentí miedo de toda esa
riqueza y desvié los ojos...)
Con el pañuelo rosado que ella siempre se pone en la cabeza para los placeres
del lecho, como una gitana; rosado, aunque después ha sido un pañuelo rojo; y el
cabello corto que asoma negro de la púrpura fosforescente de su frente marrón
como la madera...
Sus ojitos que se mueven como gatos...
Oímos discos de Gerry Mulligan, fortísimo, de noche, ella escucha y se come
las uñas, moviendo la cabeza lentamente, de un lado a otro, como en profunda
plegaria...
Cuando fuma eleva el cigarrillo hasta los labios y sus ojos se entrecierran.
Lee hasta el alba gris, con la cabeza apoyada sobre un brazo, Don Quijote,
Proust, cualquier cosa...
Estamos acostados, mirándonos mutuamente, seriamente, sin decir nada, con
las cabezas juntas sobre la almohada...
A veces cuando me habla y mi cabeza se encuentra debajo de la suya sobre la
almohada, y veo su mandíbula, el hoyuelo, veo en su cuello a la mujer, la veo
profunda, y comprendo que es una de las mujeres más mujer que he visto en mi
vida, una negra de eternidad, incomprensiblemente hermosa y para siempre triste,
profunda, calmada.
Cuando la aferró en casa, pequeña, y la aprieto, chilla, me hace unas cosquillas
furiosas, yo me río, y ella ríe, sus ojos brillan, me golpea con los puños, quiere
vencerme con una llave de luchador, dice que le gusto...
Estoy con ella escondido en la casa secreta de la noche...
La aurora nos encuentra místicos en nuestras mortajas, corazón junto a
corazón...
«¡Mi hermana!», hubiera pensado repentinamente la primera vez que la vi...
La luz se ha apagado.
Sueño despierto a su lado, saludando, en enormes cocktails exóticos donde de
algún modo se divisan resplandecientes Parises en el horizonte y también en
primer plano; ella cruza los largos tablones del suelo de mi cuarto con una sonrisa.
Siempre poniéndola a prueba, por culpa de las «dudas» —dudas, realmente—; me
gustaría poder acusarme de ser un canalla, aportar infames pruebas... para
abreviar, puedo citar dos: la noche en que Arial Lavalina, el famoso joven escritor
se presentó de pronto en el Mask y yo estaba con Carmody, que ahora también es,
a su manera, un escritor famoso que acababa de llegar de África del Norte, y a la
vuelta de la esquina estaba Mardou, en el bar de Dante, yendo y viniendo como
era nuestra costumbre de bar en bar; a veces ella se llegaba sola hasta el bar de
Dante para ver a Julien y a los demás; de pronto vi a Lavalina, le llamé por su
nombre y se acercó. Cuando Mardou vino a buscarme para volver a casa yo no
quise irme, insistí todo el timpo en que se trataba de un importante acontecimiento
literario, el encuentro de esos dos (ya que Carmody había complotado conmigo un
año antes, en el oscuro México cuando vivíamos allí pobres al estilo beat y él es
morfinómano, «¿Por qué no le escribes a Ralph Lowry para que nos diga cómo
puedo hacer para conocer a este Arial Lavalina tan buen mozo, viejo, mira ese
retrato suyo en la contraportada de Reconocimiento de Roma, ¿no te parece formi-
dable?», aunque mi participación en su interés era sólo personal, y por otra parte,
como Bernard, también él es invertido, pero en cierto modo estaba relacionado
con esa leyenda de mi gran cerebro que es mi obra, esa obra que todo lo consume,
de modo que escribí la carta y todo lo demás) pero ahora de pronto (después de no
haber recibido naturalmente ninguna respuesta de la dirección de Ischia y demás
viñedos italianos, y por cierto que no me importaba absolutamente nada si
respondía o no, por lo menos a mí) lo veo aparecer allí; le reconocí porque una
noche lo había encontrado, cuando estaba en Nueva York, en el ballet del
Metropolitan, con mi smoking, acompañado por mi editor también de smoking, ya
que había ido para ver un poco el mundo nocturno neoyorquino deslumbrante de
ingenio y literatura, y también León Danillian, de modo que le grité, «Arial
Lavalina, ven aquí», y vino. Y cuando llegó Mardou le susurré con alegría, «Éste
es Arial Lavalina, ¿no te parece fantástico?» «Sí, viejo, pero quiero volver a casa.»
Y como en esos tiempos su amor no significaba para mí gran cosa, apenas el
hecho de ser seguido a todas partes por un perro bonito y conveniente (algo así
como en mis verdaderas visiones secretas mexicanas me la imaginaba siguién-
dome por las oscuras calles entre ranchos de adobe en los suburbios pobres de la
ciudad de México, no caminando a mi lado, sino siguiéndome, como una india),
no le hice caso y le dije, «Pero... oye, tú te vas a casa y me esperas, quiero estudiar
un poco a Arial y luego voy». «Pero querido, lo mismo me dijiste la otra noche y
al final tardaste dos horas y no te imaginas cómo sufrí esperándote.»
(¡Sufrimiento!) «Ya sé, pero escúchame», y la llevé a dar una vuelta a la manzana
para convencerla, y borracho como de costumbre, en cierto momento, para
demostrarle algo que quería demostrarle, me puse con la cabeza en el suelo y los
pies en el aire, y unos individuos de dudoso aspecto que pasaban me vieron y
dijeron: «Así debería estar siempre», y finalmente (ella se reía) la deposité en un
taxi, para que se volviese a casa y me esperara; y regresé al bar en busca de
Lavalina y de Carmody, pensando alegremente (y ahora solo), otra vez en mi
visión nocturna adolescente y grandilocuente del mundo, con la nariz apretada
contra el cristal de la ventana, «Quién lo hubiera dicho, allí están Carmody y
Lavalina, el gran Arial Lavalina, que aunque no es un grandísimo escritor como
yo, es sin embargo tan famoso y tan llamativo etcétera, juntos en el Mask y yo he
preparado este encuentro, y todo hace juego perfectamente, el mito de la noche
lluviosa, el joven Loco, la calle Salvaje, remontando a 1949 y 1950, tantas cosas
grandiosas y magníficas, el Mask incrustado de historia» (así pensaba yo cuando
entré); me siento con ellos y sigo bebiendo, para terminar los tres en Pater 13, un
lugar donde se reúnen las lesbianas, cerca de la avenida Columbus. Carmody, que
ya estaba en un estado especial, nos deja solos y entramos para divertirnos un rato
y seguir bebiendo cerveza, y el horror, el horror para mí inenarrable de descubrir
de pronto, en mí, una especie de humildad alcohólica, al estilo tal vez de William
Blake o de Juana la Loca o en verdad de Christopher Smart, aferrando la mano de
Arial y besándosela y exclamando, «Oh, Arial, querido mío llegarás a ser... eres
tan famoso, escribías tan bien, te recuerdo, cuando...» y otras cosas por el estilo
que ahora no podría recordar, y la borrachera; allí estoy a su lado cuando todo el
mundo sabe que es un homosexual de primera, perfectamente evidente, y mi
cerebro que ruge... me lleva consigo a la suite que ha tomado en algún hotel, y por
la mañana me despierto en el diván, sobresaltado por el primer horrible atisbo de
comprensión, «Después de todo no fui a casa de Mardou», de modo que cuando
entramos en el taxi él me da... le pido medio dólar pero él me da uno entero
diciéndome «Me debes un dólar», y yo me precipito a la calle y me alejo a pasos
rápidos bajo el sol ardiente, con la cara toda deshecha de haber bebido y por la
aflicción de Mardou, hasta llegar a su casa de Heavenly Lañe justamente en el
momento en que está vistiéndose para ir a visitar al psicoanalista. ¡Ah, triste
Mardou!, con sus ojitos oscuros y su mirada dolorosa, me había esperado toda la
noche en una cama oscura y el borracho llega tambaleante; para decir verdad me
precipité nuevamente a la calle, en seguida, para comprar dos latitas de cerveza y
tratar de arreglar lo que había hecho («Para domar los temibles sabuesos de
cabello», habría dicho el viejo Bull Balloon); el hecho es que mientras ella se
lavaba para salir yo chillaba y hacía pruebas gimnásticas; y finalmente me eché a
dormir, esperando su regreso, aunque no volvió hasta la tarde, y en el ínterin me
despertaba para oír los gritos de los niños en los callejones laterales, qué horror,
qué horror; de pronto decidí, «Le escribiré inmediatamente a Lavali-na», con un
dólar adjunto en la carta y mis disculpas por haberme embriagado tanto y por
haberme comportado de ese modo, permitiendo que se engañara sobre mis
verdaderas intenciones; y Mardou regresa, sin una sola queja, por lo menos hasta
varios días después, y los días que pasan y se siguen y a pesar de todo ella me
perdona lo bastante, o es lo bastante humilde, en la estela de mi estrella que se
precipita, para escribirme, algunas noches después, esta carta:
Querido mío:
No te parece maravilloso saber que se acerca el invierno...
ya que nos habíamos quejado tanto y tanto del calor, y ahora los grandes calores
habían terminado, el aire se había vuelto fresco, ya se podía sentir su frescura en la
corriente de aire gris de Heavenly Lañe y en el aspecto del cielo y de las noches
con esa intensificación del brillo ondulante de la luz de las farolas callejeras...
...y que la vida será un poco menos agitada, y tú estarás en tu casa escribiendo y
comiendo bien y pasaremos noches tan agradables el uno envuelto con el otro; y
ahora estás en tu casa, descansando y comiendo bien porque no debes entriste -
certe demasiado...
escrita porque una noche, mientras estaba en el Mask con ella y con su Yuri recién
llegado y futuro enemigo, pero en otros tiempos hermanita del alma, dije de
pronto: «Me siento intolerablemente triste, como si estuviera a punto de morir,
¿qué podemos hacer?», y Yuri sugirió: «Llama a Sam», que es lo que hice, en mi
tristeza, y con mucha insistencia porque si no no me hubiera hecho caso, ya que es
periodista y padre reciente, y no tiene tiempo que perder; pero tanto insistí que él
aceptó que los tres fuéramos en seguida, del M a s k donde estábamos, a su
apartamento en Russian Hill, y fuimos, y bebimos como nunca, y Sam como
siempre dándome puñetazos amistosos y diciéndome «Lo que te sucede,
Percepied», y «Tienes alguna bolsa podrida en el fondo del depósito», y «Vosotros
los canadienses sois en realidad todos iguales, aunque no creo que lo reconozcas ni
siquiera en el momento de morir». Mardou nos miraba divertida, bebiendo un
poco, y Sam al final, como siempre, cayéndose de borracho, pero no tan borracho
en realidad, más bien deseando estarlo, desplomándose sobre una mesita llena de
cosas y objetos y ceniceros unos encima de otros, y botellas y bibelots, crash,
mientras su mujer, con un bebé de pecho todavía, suspiraba. Y Yuri no bebía, se
reducía a mirarnos con los ojitos entrecerrados, habiéndome dicho el primer día
después de su llegada, «Te diré, Percepied, ahora realmente me gustas, realmente
ahora siento deseos de comunicarme contigo», lo que tendría que haberme
infundido sospechas, en él, como prueba de una nueva especie de siniestro interés
en la inocencia de mis invitados, cuyo nombre era sin duda Mardou...
perdonando, olvidando toda esta triste locura cuando lo único que quiere hacer es,
como me dijo: «No quiero andar por ahí bebiendo y emborrachándome con todos
tus amigos y seguir yendo al bar de Dante y volver a ver siempre a todos esos
Julien y los demás, quisiera que nos quedáramos tranquilos en casa, escuchando la
radio y leyendo o lo que sea, o ir a un cinc, querido, me gusta mucho el cine, las
películas que dan en la calle Market, realmente es así». «Pero yo odio el cine, la
vida es más interesante» (mi actitud de siempre). Y su tierna carta proseguía:
Cuando tenía catorce o trece años tal vez jugaba al hookey en el colegio, en
Oakland, y tomaba el ferriboat para llegarse a la calle Market y pasarse el día
entero en un cine, paseándose luego por las calles, perseguida por imaginaciones
alucinadas, mirando a todos a los ojos; una negrita que vagaba por la avenida
tumultuosa entre borrachos, gente de mal vivir, judíos, vigilantes, recoge papeles,
la loca confusión de esas calles, la multitud; mirando, observándolo todo, la gente
demente de sexualidad, y todo eso bajo la lluvia gris de sus días de hookey, pobre
Mardou: «Solía tener alucionaciones sexuales de las más raras, no de actos
sexuales con la gente, sino situaciones extrañas, me pasaba el día tratando de
comprenderlas, mientras vagabundeaba, y mis orgasmos, los pocos que he
conocido, ya que nunca me masturbaba ni sabía cómo hacerlo, me venían
solamente cuando soñaba que mi padre o alguien me abandonaba, huía de mí, y
me despertaba de pronto con una curiosa convulsión, toda mojada entre los
muslos, y lo mismo me ocurría en la calle Market, sólo que era diferente; eran
sueños de ansiedad, tejidos sobre el cañamazo de las películas que veía.» Y yo
pensaba: «¡Oh, pistolero de la pantalla gris, cocktail, día de lluvia, arma rugiente,
inmortalidad espectral, película apta para menores, loca América negra en la
niebla, qué mundo más loco!» Y en voz alta, «Tesoro, me hubiera gustado tanto
verte paseando así por la calle Market, apuesto a que te vi, estoy seguro, tú tenías
trece años y yo veintidós, en 1944, sí, estoy seguro de haberte visto, yo era
marinero, estaba siempre en esos lugares, conocía a todos los grupos que
frecuentaban los bares...» Y en su carta me decía:
y todo esto dicho además con un ritmo muy agradable, ya que recuerdo haber
admirado su inteligencia aun cuando... pero al mismo tiempo protestando en casa,
frente a mi escritorio de bienestar, pensando, «Pero 'combatir', ese viejo
psicoanalítico 'combatir', habla como todos ellos, los decadentes de la ciudad,
intelectuales, en el callejón sin salida del análisis de las causas y los efectos y la
solución de sus supuestos problemas, en vez de la gran dicha de ser, la dicha de la
voluntad y de la temeridad; la ruptura es lo que los exalta, ése es su problema, es
exactamente igual que Adam, Julien, que todos ellos, tiene miedo de la locura, el
temor a la locura la persigue, pero No a Mí, No a Mí, santo Dios»;
Pero, ¿por qué te escribo estas cosas? Aunque todos mis sentimientos son
reales y tú probablemente disciernes o sientes también lo que digo y por qué
siento la necesidad de decirlo...
Siento una distancia que me separa de ti, que tú también deberías sentir y que
me ofrece una imagen tuya cálida y amistosa...
Siento una distancia que me separa de ti que tú también deberías sentir con
imágenes tuyas cálidas y amistosas (y amantes) y a causa de las ansiedades que
experimentamos, pero de las cuales no hablamos, nunca en realidad, y que son
también similares...
o sea ecos de lo que dijo esa muchacha de Nueva York y que ahora, viniendo de la
humilde y sumisa Mardou, no me resulta tan increíble y para decir verdad empiezo
a pavonearme y a creerlo (¡Oh, humilde papel de cartas, oh, la vez que estaba
sentado en un tronco cerca del aeropuerto de Idlewild en Nueva York y
contemplaba el helicóptero que llegaba con la correspondencia, y mientras lo
miraba vi la sonrisa de todos los ángeles de la tierra que habían escrito las cartas
amontonadas en el depósito del aparato, las sonrisas de esos ángeles, y más
específicamente la de mi madre, que se inclinaba sobre el tierno papel y la pluma
para comunicarse por correo con su hijo, la sonrisa angélica, las sonrisas de los
obreros en las fábricas, la beatitud de esa sonrisa, amplia como el mundo, y el
valor y la belleza que se leen en ella, aunque yo no merezca ni siquiera el
reconocer un hecho semejante, después de haber tratado a Mardou como la he
tratado!); (¡oh, perdonadme, ángeles del cielo y de la tierra... hasta Ross
Wallenstein irá un día al cielo!)...
y nuevamente me impresiona, y pienso que también ella, por primera vez, tiene
conciencia de estar escribiendo a un escritor...
No sé realmente qué quería decirte pero deseo que recibas alguna palabra
mía este miércoles por la mañana...
pero el correo me la trajo con retraso, después de habernos visto, haciendo que la
carta perdiera su impacto...
Somos como dos animales que se refugian en sus agujeros oscuros y cálidos y
viven a solas sus dolores...
Escríbeme cualquier cosa Por Fabor (mal escrito). Cuídate, Tu Amiga, Y todo mi
cariño, Y Oh (encima de una especie de tachaduras para siempre indescifrable y
muchas X que significan naturalmente besos). Y Cariños para Ti MARDOll
(subrayado). Y lo más raro de todo, lo más explicable, en medio de todo, con un
círculo alrededor, la palabra porfabor, que era su última súplica aunque ninguno de
los dos lo sabía. Y contesto esta carta con un torpe, falso, grosero impulso,
causado por la rabia que me produce el incidente del carrito.
(Y hoy esta carta es mi última esperanza.)
«Te puedo asegurar» (Frank riendo) «que con todas las cosas que haces cuando
estás en el Mask borracho, delante de todo el mundo, si no te conociera podría
jurar que eres el invertido más loco que jamás puso los pies en el país» (una frase
típica de Carmody), y Adam, «Realmente, es cierto». Después de la noche del
muchacho de la camisa colorada, borracho, dormí con Mardou y tuve la peor
pesadilla de todas; el sueño consistía en que todo el mundo, todos, estaban
alrededor de nuestra cama, y nosotros acostados en medio, haciendo de todo.
Estaba la difunta Jane, que tenía una gran botella de vino escondida en el armarito
de Mardou, para mí; la sacó y me sirvió (símbolo de que seguiría bebiendo vino,
en el inmediato futuro), y Frank estaba con ella, y Adam, que bajó a la calle, esa
trágica calle italiana de Telegraph Hill con carritos, descendiendo por las escaleras
destartaladas de madera, donde en ese momento los subterráneos se encuentran
«estudiando a un viejo patriarca judío que acaba de llegar de Rusia» y que celebra
alguna especie de rito junto a los cubos de basura llenos de espinazos de pescado y
gatos (las cabezas de pescado: en la época peor del verano Mardou tenía siempre
reservada una cabeza de pescado para nuestro gatito loco que nos visitaba y que
era casi humano en su insistencia, en su exigencia de cariño cuando nos ofrecía el
cuello y ronroneaba frotándose contra las piernas, y para él Mardou guardaba
siempre una cabeza de pescado que una vez hedía tan espantosamente en la noche
sofocante que tuve que tirar una parte en el cubo de basura de abajo, habiendo
antes arrojado por la ventana un pedazo de tripa viscosa sobre la cual había puesto
la mano sin darme cuenta dentro de la nevera a oscuras, al querer retirar del
interior un pedacito de hielo con el cual pensaba enfriar mi sautemes, y, zas, doy
con una masa blanda y voluminosa, las tripas o la boca de un pescado; por lo tanto
hice un paquete y lo tiré por la ventana, pero cayó sobre la escalera de incendios,
donde se quedó toda la noche con el calor que hacía, de modo que por la mañana,
cuando me desperté, me estaban mordiendo unos gigantescos moscones que
habían llegado atraídos por el pescado; yo estaba desnudo y los moscones me
picaban como locos, lo que me fastidió, así como me habían fastidiado las pelusas
de la almohada y, no sé cómo, me pareció que todo eso se relacionaba con el
hecho de que Mardou fuera medio india: las cabezas de pescado, el completo
descuido con que había dejado esos restos de pescado en el frigorífico; y ella
comprendía mi fastidio y se reía, ¡ah, pájaro!). El callejón, afuera, en el sueño;
Adam, y dentro de la casa, el cuarto mismo de Mardou y su cama y yo, el mundo
entero que rugía alrededor nuestro, en posición supina; y también estaba Yuri en el
sueño, y cuando vuelvo la cabeza (después de innominados eventos con enjambres
de polillas de mil aspectos) veo que de pronto se ha acostado con Mardou en la
cama y está haciendo furiosamente el amor con ella; al principio no digo nada;
cuando vuelvo a mirar están otra vez haciendo el amor, me enojo, empiezo a
despertarme, justo en el momento en que le doy a Mardou un puñetazo en la base
de la nuca, lo que hace que Yuri tienda un brazo para aferrarme; me despierto
mientras le sacudo, le tengo por los talones; le golpeo contra la chimenea de
ladrillos. Al despertar de este sueño se lo conté, todo entero, a Mardou, salvo la
parte en que le doy el golpe y sacudo a Yuri contra la chimenea; y ella también (en
relación con nuestras telepatías, ya experimentadas durante el curso de esa triste
temporada de verano, que ahora es en otoño que muere gemebundo; nos habíamos
comunicado tantos sentimientos de empatia, y a veces, de noche, yo acudía
corriendo a su casa cuando ella me presentía) había soñado, como yo, que el
mundo entero rodeaba nuestra cama, y también había visto a Frank, a Adam, a
varios otros, y luego se había repetido su sueño de siempre, con su padre que
pasaba a toda velocidad en un tren, con el espasmo anunciador del orgasmo. «¡Ah,
querida, tenemos que poner fin a todas estas borracheras, estas pesadillas me están
matando, no sabes los celos que he sentido en el sueño» (un sentimiento que
todavía no había experimentado, en relación con Mardou) y seguramente la
energía que se adivinaba detrás de este sueño ansioso provenía de su reacción ante
mi estupidez con el muchacho de la camisa colorada («Un tipo absolutamente
insoportable, de todos modos», había comentado Carmody, «aunque evidente-
mente buen mozo, realmente Leo estuviste muy gracioso», y Mardou: «Te
comportaste como una criatura, pero me gusta que seas así». Su reacción por
supuesto había sido violenta, una vez que llegamos a casa, después que me hubo
arrastrado fuera del Mask delante de todos, incluyendo sus amigos de Berkeley
que la vieron y probablemente le habrán oído decir «tienes que elegir entre él y
yo», y la futilidad y la locura de todo esto; cuando llegamos a Heavenly Lañe se
encontró con un globo en el vestíbulo: ese simpático joven escritor John Golz que
vivía en el piso de abajo se había pasado el día jugando con globos, en compañía
de todos los chicos del barrio, y algunos estaban todavía en el vestíbulo; y Mardou
(borracha) se había puesto a bailar por el apartamento, resoplando y arrojándolo al
aire con ademanes interpretativos de danza, cuando de pronto dijo algo que no
sólo me hizo temer un nuevo ataque de locura, su demencia de hospital, sino que
además me hirió profundamente el corazón, y tan profundamente que por ende no
podía estar loca, si era capaz de comunicarme algo con tanta exactitud y precisión
fuera lo que fuese... «Ahora que tengo este globo puedes irte.» «¿Qué quieres
decir?» (yo, en el suelo, con los ojos húmedos por la borrachera). «Ahora tengo
este globo, no te necesito más, adiós, vete, déjame en paz», una declaración que
aun en medio de mi borrachera me hizo sentir de plomo, y allí me quedé tendido
en el suelo, durmiendo por lo menos una hora mientras ella jugaba con el globo y
finalmente se iba a la cama, aunque me desperté al amanecer para desvestir me y
acostarme también yo: y ambos soñamos la pesadilla del mundo alrededor de
nuestra cama, y el sentimiento culpable de los celos entró por primera vez en mi
pensamiento, ya que el punto esencial de todo este relato es éste: deseo a Mardou
porque ha empezado a rechazarme, porque... «Pero querido, era un sueño
totalmente absurdo.» «Unos celos tan fuertes que me sentí mal.» Y de pronto
recordé lo que Mardou había dicho durante la primera semana de nuestra relación,
en un momento en que yo secretamente creía haberla relegado a un segundo plano,
convencido de la importancia de mi obra literaria; ya que, como ocurre en todo
amorío, la primera semana es tan intensa que uno podría tranquilamente tirar por
la ventana todos sus universos previos, pero cuando la energía (del misterio, del
orgullo) empieza a disiparse, regresan los mundos antiguos de la cordura, del
bienestar, del sentido común, etcétera, de modo que en secreto yo me había dicho:
«Mi labor literaria es más importante que Mardou.» Sin embargo, ella lo había
intuido durante esa primera semana, y me dijo: «Leo, ahora siento en ti algo
distinto, y lo siento en mí sobre todo, no sé qué es.» Yo sabía muy bien qué era, en
cambio, aunque simulaba no ser capaz de expresármelo con claridad, y mucho
menos de expresárselo a ella; ahora recordaba que al despertar de la pesadilla de
los celos, en la cual ella hacía el amor con Yuri, algo había cambiado; lo sentía,
algo en mí se había roto, percibía una nueva pérdida; es más, una nueva Mardou; y
nuevamente, esa diferencia no se encontraba aislada en mí, que había soñado el
sueño adúltero, sino en ella, el sujeto, que no lo había soñado, sólo había
participado de algún modo en el sueño confuso, desordenado, aflictivo y general
de toda esta vida conmigo; por eso yo sentía esa mañana que ahora ella podía
mirarme y decirme que algo había muerto, no por culpa del globo y del «Puedes
irte ahora», sino por el sueño... y por eso el sueño, el sueño, yo insistía en el
sueño, desesperadamente seguía masticándolo, hablando de él, hablándole de él,
mientras bebíamos café, y finalmente cuando llegaron Carmody y Yuri y Adam
(por su cuenta, sintiéndose solos, venían para recoger los jugos de esa gran
corriente que fluía entre Mardou y yo, una corriente en la cual, como descubrí
después, todos querían introducirse, activamente) empecé a hablarles a ellos del
sueño, recalcando, recalcando, recalcando la parte que en él desempeñaba Yuri, la
parte en que Yuri «cada vez que vuelvo las espaldas» la besa; y naturalmente, los
otros querían saber qué papel les había tocado, aunque esto yo lo contaba con
menos vigor; una triste tarde de domingo, Yuri bajó a buscar cerveza, un poco de
pasta de sandwiches, pan; comimos un poco; y para decir la verdad hubo unos
cuantos encuentros de lucha que me dejaron el corazón destrozado. Porque cuando
vi que Mardou luchaba en broma con Adam (el cual no era el villano del sueño,
aunque ahora yo imaginaba que tal vez podría haberme confundido de persona)
me penetró ese dolor que ahora me posee por completo, ese primer dolor; ¡qué
bonita se veía con sus blue jeans luchando y haciendo fuerza! (yo había dicho: «Es
más fuerte que el diablo, ¿no te han contado su pelea con Jack Steen? Haz la
prueba de luchar con ella, Adam»); (Adam ya había empezado a luchar con Frank
arrastrado por una especie de ímpetu provocado por una conversación sobre llaves
de lucha, y ahora la había inmovilizado en el suelo en la posición del coito (lo que
en sí no me importaba); pero era su belleza, su valor en la lucha, me sentía
orgulloso de ella, hubiera querido saber qué pensaba Carmody ahora
(comprendiendo que en un primer momento habrá tenido sus dudas sobre ella, por
el hecho de que era negra, y él en cambio es un texano, para colmo un texano de
buena familia) al verla tan formidable, tan compañera, tan sociable, humilde y
además sumisa, una verdadera mujer. Hasta la presencia de Yuri, en cierto modo,
cuya personalidad ya había cobrado más fuerza en mi imaginación, a causa de la
energía del sueño, contribuía a acrecentar mi amor por Mardou, y de pronto la
amé. Me pidieron que los acompañara, que fuéramos a sentarnos un rato en el
parque; y como habíamos establecido en solemnes cónclaves, cuando no
estábamos borrachos, Mardou dijo: «Yo en cambio me quedaré en casa, leeré y
haré algunas cosas que tengo que hacer; tú, Leo, ve con ellos, como quedamos»; y
mientras ellos bajaban ruidosamente por la escalera me demoré un momento
dentro para decirle que ahora la amaba; no pareció ni sorprendida, ni compla cida,
como yo hubiera deseado; ya había puesto los ojos en Yuri, no sólo desde el punto
de vista de mi sueño, sino que también lo había visto bajo una nueva luz, como
posible sucesor mío, a causa de mis continuas traiciones y borracheras.
La vez que fuimos a ver una película francesa, y vimos Los bajos fondos, con las
manos juntas, fumando, sintiéndonos cerca uno del otro; aunque en la calle
Market no me permitía que le diera el brazo porque no quería que la gente de la
calle pensara que era una cualquiera, lo que sin duda parecía, pero yo me enojé
mucho, aunque le solté el brazo y seguimos adelante, yo quería entrar en un bar
para tomar una copa, y ella tenía miedo de todos esos hombres con sombrero
alineados detrás del mostrador, ahora advertía en ella ese temor que sienten los
negros ante la sociedad de los Estados Unidos, del cual siempre me estaba hablan-
do, pero que era palpable en la calle, lo que nunca me importó nada; yo trataba de
consolarla, de hacerle comprender que conmigo podía hacer lo que quisiera, «En
realidad, querida, un día seré una persona famosa y tú serás la digna esposa de un
hombre famoso, de modo que no debes preocuparte», pero ella me contestó: «No
comprendes nada», con su miedo de muchacha tan gracioso, tan comestible; yo
no insistí, y nos fuimos a casa, a nuestras tiernas escenas de amor, juntos en
nuestra penumbra secreta y propia...
Para decir la verdad, ésa fue la ocasión, una de esas hermosas ocasiones en
que no bebimos, o mejor dicho no bebí nada, y nos pasamos la noche juntos en la
cama, esta vez contándonos cuentos de fantasmas, los pocos cuentos que yo
todavía recordaba, luego inventamos otros, y al final terminamos haciéndonos
muecas de loco y tratando de asustarnos mutuamente, poniendo los ojos en
blanco; y ella me explicó que uno de sus ensueños de la calle Market se
relacionaba con la idea de que ella era en realidad una catatónica («Aunque en esa
época yo no sabía todavía lo que quería decir esa palabra, pero de todos modos
caminaba toda tiesa, con los brazos rígidos y colgantes, y te juro que ni un alma se
atrevía a hablarme y algunos hasta tenían miedo de mirarme; pasaba por las calles
como una aparición, y apenas tenía trece años»). (¡Oh, alegre resopli do de sus
dientecitos! Veo sus dientes salientes, le digo con voz seria: «Mardou, tienes que
hacerte una limpieza en seguida de esos dientes, en el mismo hospital adonde vas
por el psicoanalista, haz que te revise un dentista, no cuesta nada de modo que
puedes hacerlo...», porque advierto principios de congestión en la base de sus
dientecitos, lo que siempre termina en caries.) Y ella me pone cara de loca, con las
facciones rígidas, los ojos que brillan, brillan, brillan como las estrellas del cielo, y
en vez de asustarme me quedo como deslumhrado por su belleza y digo: «Y
también veo la tierra en tus ojos, eso es lo que pienso de ti, posees una especie de
belleza muy especial, no es que yo tenga la manía de la tierra y de los indios y de
todo eso, ni que quiera pasarme la vida hablando de ti y de mí pero veo tanto calor
en tus ojos, la verdad es que cuando te haces la loca no advierto ninguna locura en
ti sino alegría, alegría, y una especie de picardía infantil, y te amo, la lluvia
repicará sobre nuestros aleros algún día, amor mío», y apagamos la luz para
encender una vela, así nuestras locuras resultan más cómicas y los cuentos de
fantasmas dan más miedo. Pero ¡ay!, todo eso ya ha pasado, no hago más que
recordar los buenos momentos para olvidar mi dolor...
Hablando de ojos, la vez que cerramos los ojos (tampoco esa vez habíamos
bebido nada porque no teníamos dinero, la pobreza hubiera podido tal vez salvar
este romance) y yo empecé a mandarle mensajes, «¿Estás preparada?» y, cuando
veo la primera cosa en mi mundo de ojos cerrados, le digo que me la describa, es
asombroso cómo coincidimos, alguna relación existía, yo veía arañas de cristal y
ella veía pétalos blancos sobre un pantano negro, inmediatamente después de
habernos mutuamente declarado las imágenes, lo que era tan asombroso como las
imágenes exactas que nos transmitíamos con Carmody en México; Mardou y yo
veíamos la misma cosa, alguna forma loca, alguna fuente, cosas que por mi parte
he olvidado, y en realidad poco importantes; nos reuníamos en mutuas
descripciones de la visión, en la alegría y la dicha de este triunfo telepático
nuestro, terminando donde se encuentran nuestros pensamientos en el blanco del
cristal y los pétalos, el misterio; todavía veo el hambre feliz de su cara que
devoraba la visión de la mía, me siento morir, ¡no me rompas el corazón, radio,
con hermosas músicas, oh mundo! Y otra vez, a la luz de las velas temblorosas, yo
había comprado un montón de ellas en el almacén, los rincones de nuestra
habitación estaban en la sombra; su sombra desnuda y morena que se precipita
hacia el lavabo después del amor —para eso usábamos el lavabo—, mi temor de
comunicarle imágenes demasiado blancas en estas sesiones de telepatía, porque
esto (en plena diversión) habría podido recordarle nuestra diferencia de raza, lo
que en esa época me hacía sentir bastante culpable, aunque ahora comprendo que
sólo era una gentileza amorosa más de mi parte. ¡Dios!
Los buenos momentos: cuando subimos a la parte más alta de Nob Hill, una
noche, con el resto de una botella de Royal Chalice Tokay, dulce, sabroso,
poderoso; las luces de la ciudad y de la bahía debajo nuestro, el triste misterio; allí
sentados en un banco, amantes, detrás pasan personas solitarias; nos pasamos la
botella, charlamos, ella me cuenta toda su pequeña adolescencia en Oakland. Es
como París, es suave, sopla una brisa, la ciudad se muere de calor pero en las
colinas siempre sopla el viento, y del olio lado de la bahía de Oakland (ay de mí,
Hart Crane, Melville y todos vosotros poetas fraternos de la noche americana que
alguna vez creí que sería mi altar de sacrificios y que ahora lo es pero a nadie le
importa, ni nadie lo sabe, y por eso perdí m i amor, borracho, fastidioso, poeta);
regresando por Van Ness hasta la playa del Parque Acuático, para sentarnos en la
arena; al pasar junto a los mexicanos siento esa gran vivencia que he sentido todo
el verano en las calles con Mardou, mi viejo sueño de querer ser vital, de vivir
como un negro o un indio o un japonés de Denver o un portorriqueño de Nueva
York se ha realizado, con ella a mi lado, tan joven, tan sensual, frágil, extraña, tan
hipster, y yo con los blue jeans y un aire natural y los dos como si fuéramos tan
jóvenes, digo «como si» por mis treinta y uno); la policía que nos dice que
debemos retirarnos de la playa, un negro solitario que pasa dos veces a nuestro
lado y nos mira; paseamos a lo largo del malecón, ella ríe al ver las locas figuras
de la luz reflejada de la luna, que bailan como cucarachas sobre las aguas frescas,
tersas y ululantes de la noche; olemos puertos, bailamos...
La vez que la acompañé, una mañana, amplia, suave y seca como la meseta
mexicana o Arizona, a su cita con el psicoanalista en el hospital, por el
Embarcadero, negándonos a tomar el autobús, tomados de la mano; yo iba
orgulloso, pensando «En México la verán así, exactamente, y no habrá un alma
que sepa que no soy un indio, santo Dios, y así será por mucho tiempo», y
señalándole la pureza y la claridad de las nubes le digo: «Igual que en México,
querida, ¡oh, verás cómo te gustará!», y subimos por la avenida llena de gente
hasta el enorme hospital melancólico de ladrillos; hemos convenido que de allí me
voy a casa, pero ella no se decide a dejarme, con una sonrisa triste, una sonrisa de
amor, hasta que por fin cedo y acepto esperarla hasta que salga, porque su
entrevista con el médico dura unos veinte minutos; la veo alegre y feliz
precipitarse hacia la entrada que ya habíamos dejado atrás en nuestro vagabundeo
indeciso, porque ya estaba a punto de renunciar a la visita al analista; hombres,
amor, no se vende, mi premio, posesión, que nadie se entrometa, si no recibirá un
golpe en el estómago, una bota alemana en la trompa, soy un canadiense con un
hacha, clavaré a todos estos poetas insectos sobre alguna muralla de Londres, aquí
mismo donde estoy, explicados. Y mientras espero que salga, me siento al lado del
agua, sobre la grava casi mexicana, la hierba y las casas de apartamentos de
hormigón armado; saco mi cuaderno de apuntes y describo con palabras difíciles
la silueta del horizonte y la bahía, incluyendo una breve mención del hecho
grandioso del inmenso universo total con sus infinitos planos, desde la Standard
Oil arriba hasta el muelle abajo con las chabolas donde los viejos marineros
sueñan la diferencia que hay entre hombre y hombre, la diferencia tan enorme
entre las preocupaciones de los presidentes de compañía en sus rascacielos y los
lobos de mar en el puerto y los psicoanalistas en sus salitas sofocantes dentro de
inmensos edificios hoscos, llenos de cadáveres en la morgue del sótano y de locas
en las ventanas; con la esperanza de inducir de este modo a Mardou a reconocer el
hecho de que el mundo es inmenso y que el psicoanálisis no es más que un medio
muy limitado de explicarlo, ya que solamente rasca la superficie, o sea análisis,
causa y efecto, por qué en vez de qué; y cuando sale se lo leo, no le causa mucha
impresión pero me ama, me da la mano mientras volvemos por el Embarcadero a
casa, y cuando la dejo en la esquina de la Tercera y Townsend en medio de la tarde
clara y cálida me dice: «¡Oh, qué rabia me da separarme de ti, realmente te
extraño, ahora, cuando no estoy contigo!» «Pero tengo que volver a casa, para
preparar la cena antes de que llegue mi madre, y escribir, pero querida vuelvo
mañana, recuérdalo, a las diez en punto.» Y al día siguiente, en cambio, llego a
medianoche.
La vez que nos pusimos a temblar mientras hacíamos el amor y ella me dijo «De
repente me sentí perdida», y se perdió en efecto conmigo, aunque sin terminar,
ella, pero frenética en mi frenesí (la obnubilación de los sentidos de Reich); y
cómo le gustó; todas nuestras lecciones en la cama, le explico cómo soy, me
explica cómo es ella, trabajamos, gemimos, cantamos bop; nos quitamos toda la
ropa y nos arrojamos uno sobre el otro (y siempre su paseíto al lavabo, para
colocarse el diafragma, mientras la espero conteniéndome y diciendo estupideces
y ella se ríe y hace correr el agua) luego se me acerca atravesando el Jardín del
Edén y yo extiendo los brazos y la hago acostar a mi lado en la cama blanda,
atraigo hacia mí su cuerpecito y lo siento caliente, y más caliente todavía su parte
caliente, beso sus pechos marrones, los dos, beso sus hombros amorosos; y
mientras ella hace «ps ps ps» constantemente con los labios, ruiditos de besos
aunque en realidad no existe ningún contacto entre sus labios y mi cara salvo
cuando, por casualidad, mientras estoy haciendo alguna otra cosa, mi cara pasa
junto a la suya y sus besitos «ps ps» hacen por fin contacto y son tan tristes y tan
suaves como cuando no lo hacen; es su pequeña letanía de la noche; y cuando se
siente mal y estamos preocupados, entonces me atrae hacia sí, sobre su brazo,
sobre el mío; se pone al servicio de la loca bestia irreflexiva; me paso largas
noches, muchas horas haciendo de todo, finalmente la poseo, rezo para que le
venga, la oigo respirar cada vez más ansiosamente, espero sin esperanza, ya va a
ocurrir, de pronto un ruido en el vestíbulo (o el ruido de los borrachos en el
apartamento de al lado) la distrae y no consigue terminar y se ríe; pero cuando le
viene entonces la oigo llorar, gemir, el tembloroso orgasmo eléctrico femenino la
convierte en una niñita que llora, que gime en la noche, dura por lo menos veinte
segundos, y cuando ya ha terminado se queja, «¡Oh, por qué no podrá durar un
poco más!», y «¡Oh, cuándo te vendrá a ti al mismo tiempo que a mí!» «Pronto,
me parece», le digo, «te estás acercando cada vez más», sudando contra ella en la
triste cálida San Francisco con sus malditas viejas chabolas que mugen frente al
puerto cuando llega la marea, vum, vuum, y las estrellas que titilan sobre el agua
frente a la punta de la escollera donde uno se imagina que los pistoleros arrojan
sus cadáveres dentro de bloques de cemento, o ratas, o La Sombra; mi pequeña
Mardóu que yo amo, que no ha leído nunca mis obras inéditas, solamente la
primera novela, que tiene bastante coraje pero escrita en una prosa bastante
mediocre para decir la verdad, y ahora que la poseo, extenuado por el sexo, sueño
con el día en que leerá las grandes obras que yo habré escrito y me admirará,
recordando la vez que Adam dijo tan inesperadamente en la cocina de su casa:
«Mardou, ¿qué piensas realmente de Leo y de mí como escritores, nuestra
posición en el mundo, en el tiempo?», y se lo preguntaba sabiendo que sus ideas
están en muchos sentidos más o menos de acuerdo con las de los subterráneos, que
le inspiran admiración y temor, y cuya opinión aprecia con asombro; pero Mardou
en realidad no contestó sino que eludió la pregunta, pero este viejo que vive en mí
proyecta grandes libros famosos para dejarla atónita; tantos buenos momentos,
tantas cosas maravillosas que vivimos juntos, y otras también que ahora en el calor
de mi frenesí olvido, pero decirlas todas, todas, los ángeles las conocen todas y las
registran en sus libros...
Aunque si pienso en los malos momentos... tengo una lista de malos
momentos que compensa la de los buenos (las pocas veces que fui bueno con ella
y como debía ser), lo bastante como para arruinarlo todo; cuando apenas iniciado
nuestro amor llegué tres horas tarde, que son muchas horas de retraso para dos
amantes recientes, y por lo tanto protestó, se asustó, se puso a dar vueltas
alrededor de la iglesia con las manos en los bolsillos, haciéndose mala sangre,
buscándome en la niebla del amanecer, y yo bajé corriendo (al ver su notita que
decía «Bajé para ver si te encuentro»), (en la inmensa San Francisco, ese norte y
sur, este y oeste de desolación sin alma y sin amor que ella había divisado desde lo
alto de la cerca, todos esos hombres incontables con sombreros, que suben a los
autobuses y no les importa nada la muchacha desnuda sobre la cerca, ¿por qué?), y
cuando la vi, yo también corriendo, ansioso por encontrarla, le abrí los brazos a
cinco manzanas de distancia...
El momento peor, casi el peor de todos, cuando una llamarada roja me atravesó el
cerebro: yo estaba sentado con ella y con Larry O'Hara en el cuarto de éste,
habíamos estado bebiendo borgoña francés y haciendo un poco de música, se
hablaba ya no sé de qué cosa, yo tenía una mano sobre la rodilla de Larry y
gritaba: «Pero, ¡escuchadme, escuchadme un momento!» con tantas ganas de
explicarles mi punto de vista que mi voz dejaba traslucir una inmensa y loca
súplica, y Larry totalmente absorto en lo que Mardou está diciendo al mismo
tiempo, y alimentando con palabras sueltas su diálogo, y en el vacío que sigue a la
llamarada me levanto repentinamente de un salto y trato vanamente de abrir la
puerta, uf, está cerrada con la cadena interior, hago correr la cadena, abro de un
tirón la puerta y me zambullo en el pasillo, bajo las escaleras con toda la
velocidad que me permiten mis zapatos con suela de goma, veloces suelas de
ratero, pat patapat, piso tras piso van girando en torno de mí mientras yo giro en
torno del hueco de la escalera, dejándolos a los dos con la boca abierta allí arriba;
luego llamo por teléfono, media hora después me encuentro con Mardou en la
calle, a tres manzanas de la casa; no hay esperanza.
Y también la vez que decidimos que yo debía darle algún dinero para comprar
algo de comer, dije que iría a casa a buscarlo y se lo traería y me quedaría un rato;
pero en esa época estaba tan lejos todavía del amor, y me fastidió, no solamente su
conmovedora petición de dinero sino también la duda, la vieja duda de siempre,
por lo tanto entro con violencia en su cuarto, está Alice su amiga, lo que me sirve
de excusa (porque Alice es más silenciosa que una pared, desagradable y rara, y
nadie le gusta) para dejar los dos billetes sobre los platos de Mardou en la
fregadera de la cocina, le doy un beso rápido en el lóbulo de la oreja, le digo
«Vuelvo mañana», y me voy, siempre corriendo, sin siquiera preguntarle si está de
acuerdo, como una prostituta que me hubiera pedido los dos dólares después de
haber hecho el amor, y yo me hubiera ofendido.
Qué claramente nos damos cuenta de cuándo nos estamos volviendo locos; la
mente se sume en el silencio, físicamente no ocurre nada, la orina se acumula en la
vejiga, las costillas se contraen.
La vez que vino su vecino, tan cordial, el joven escritor John Golz (se pasa ocho
horas al día, con toda aplicación, escribiendo cuentos para revistas, admira a
Hemingway, a menudo da de comer a Mardou; es un simpático muchacho de
Indiana y no tiene malas intenciones y por cierto no es un viperino, tortuoso,
interesante subterráneo, sino un tipo jovial y de cara franca, juega con los chicos
en el patio, imagínense) vino a visitar a Mardou, yo estaba solo (no sé ya por qué
motivo, Mardou estaba en el bar como habíamos establecido de común acuerdo, la
noche que salió con un muchacho negro que no le gustaba mucho, pero sólo por
divertirse, y le dijo a Adam que había aceptado porque quería tratar de hacer el
amor otra vez con un muchacho negro, para probar, lo que me dio muchos celos,
pero Adam dijo: «Si me dijeran, si le dijeran que estuviste con una muchacha
blanca para ver si podías todavía hacer el amor con una blanca, te aseguro que se
sentiría halagada, Leo»); esa noche, yo estaba en su cuarto esperando, leyendo,
cuando llegó el joven John Golz a pedir cigarrillos prestados y al ver que yo estaba
solo quiso conversar un rato de literatura: «Bueno, yo diría que la cosa más
importante es la capacidad de selección»; yo exploté y le dije: «Ah, no me vengas
con todas esas frasecitas de escuela secundaria que ya he oído mil veces, mucho
antes de que tú hubieras nacido, casi; por el amor de Dios, realmente, vamos,
hazme el favor de decir algo interesante y nuevo sobre el tema», desconcertándolo,
de mal humor, por motivos sobre todo de irritación, y porque parecía tan indefenso
y por lo tanto uno sabía que podía gritarle sin peligro de que contestara, lo que por
supuesto era cierto; le puse en ridículo, aunque era su amigo, y estuve bastante
mal; no, el mundo no es un lugar adecuado para este tipo de actividades, ¿y qué
haremos?, ¿y dónde?, ¿cuándo?, ua ua ua, el bebé llora en el estrépito de mi
medianoche.
Ni tampoco puede haber sido agradable y alentador, para sus temores y sus
ansiedades, el hecho de que empezara, apenas iniciada nuestra relación, a «besarla
entre las piernas», que empezara y de repente me interrumpiera, de modo que más
tarde, en un momento de alcohol liberal me dijo: «Te interrumpiste de repente
como si yo fuera...», aunque el motivo por el cual me interrumpí no era en sí tan
significativo como el motivo que me impulsó a hacerlo, para despertar en ella un
mayor interés sexual, que una vez bien atado como con un nudo, me permitiría
mayor libertad. La cálida boca de amor de la mujer, su sexo, que es el lugar mejor
para el hombre que ama, no... este borracho egomaniático e inmaduro... este...
sabiendo como sé por mi experiencia pasada y mi sentido interior que debemos
caer de rodillas ante la mujer y pedirle permiso, pedir el perdón de la mujer para
todos nuestros pecados, protegerla, sostenerla, hacerlo todo por ella, morir por ella
pero por el amor de Dios amarla y amarla hasta el final y en todos los modos
posibles; sí, psicoanálisis, dicen (temiendo secretamente las pocas veces que había
establecido contacto con la áspera superficie, como de rastrojo, del pubis, que era
negroide y por lo tanto un poco más áspera, aunque no lo bastante como para ser
distinto del pubis de las demás mujeres, y debo decir que el interior, por su parte,
era el mejor, el más rico, el más fecundo, húmedo, cálido y lleno de suaves y
escondidas montañas resbaladizas, y por otra parte la fuerza y la agilidad de los
músculos internos es tan poderosa que sin darse cuenta a menudo cierra el pasaje
como si fuera una compuerta y me hace un daño increíble, aunque de esto fue
consciente solamente la otra noche, y ya era demasiado tarde...). Y así llegamos a
la última duda, no disipada, fisiológica, que esta contracción y este vigor de su
sexo, que seguramente habrá sido la causa, ahora que lo pienso, de la vez que
Adam, en su primer encuentro con ella, experimentare ese dolor tan penetrante,
intolerable, tan repentino que le hizo gritar, hasta el punto de que tuvo que ir a ver
al médico y hacerse vendar y todo (y también después, cuando vino Carmody y se
hizo un aparato casero con una vieja regadera grande y un poco de estopa y
sustancia vegetativa, para colocar el pico de su persona en el pico de la regadera,
así se lo curaba); ahora que reflexiono me pregunto realmente si nuestra potranca
no habrá querido partirnos en dos, me pregunto si Adam no creerá que fue por
culpa de él, y no lo sabe; lo cierto es que esa vez la negrita se contrajo
poderosamente (¡la lesbiana!) (¡siempre lo supe!), le reventó, le dejó en mal
estado, y a mí no me lo pudo hacer pero no porque no lo intentase, hasta dejarme
hecho la basura, la cascara vacía que soy ahora... ¡psicoanalista, soy un caso serio!
Ya es demasiado. Empezando, como dije, con el incidente del carrito —la noche
que bebimos vino tinto en el bar de Dante porque teníamos ganas de
emborracharnos, tan malhumorados estábamos—; Yuri había venido con nosotros,
también estaba Ross Wallenstein, y, tal vez para llamar la atención de Mardou,
Yuri se portó como una criatura toda la noche; todo el tiempo golpeaba a Wallen-
stein en la nuca con las puntas de los dedos, como si estuviera haciéndose el tonto
en un bar, pero Wallenstein (que siempre recibe las palizas de los tipos de mal
vivir justamente por eso) se volvió y le dirigió una rígida mirada de calavera, con
esos ojos enormes suyos detrás de los cristales de las gafas, y sus mejillas azules
de Cristo sin afeitar; le miró rígidamente como si le hubiera podido derribar con la
mirada sola allí mismo, sin pronunciar una palabra durante un buen rato, y
diciéndole finalmente, «Oye, deja de fastidiar»; luego se dio vuelta para seguir su
conversación con los amigos. Yuri vuelve a golpearle en la nuca, con las puntas de
los dedos, y Ross le mira nuevamente, con esa especie de pacífica defensa india
a lo Mahatma Gandhi, despiadada, terrible, subterránea (que era lo que yo me
había imaginado la primera vez que se dirigió a mí para decirme: «¿Eres
pederasta?, hablas como un pederasta», una observación tan absurda por lo infla-
mable, viniendo de él, ya que después de todo yo peso casi noventa kilos y él
apenas setenta o sesenta y cinco, válgame Dios, lo que me hizo pensar en secreto:
«No, no es posible pelearse con este hombre porque se limitará a gritar y a chillar
y a llamar a la policía y a dejarse golpear todas las veces que quieras, y luego se
aparecerá en sueños, todavía no se ha descubierto la manera de poner fuera de
combate a un subterráneo o, para ser más exacto, la manera de ponerlos fuera de
combate a todos ellos, son las personas más invencibles de este mundo y de la
nueva cultura»); finalmente Wallenstein se va al lavabo a mear y Yuri me dice,
mientras Mardou está en el mostrador haciéndose servir tres copas más para
nosotros: «Vamos al excusado y le rompemos el alma», y yo me levanto para
seguir a Yuri pero no con la intención de romperle el alma a Ross sino más bien
para impedir que suceda algo desagradable allí dentro, ya que a su manera, mucho
más real que la mía, Yuri ha sido una persona de malos antecedentes, y ha estado
preso en Soledad por haberse defendido en una gran pelea a muerte que hubo en el
reformatorio; pero cuando estamos a punto de -llegar a la puerta del fondo
Mardou nos corta el paso y nos dice «Dios mío, si yo no lo hubiera impedido
(riendo con esa risita suya de incomodidad y su resoplido habitual) habríais sido
capaces de entrar»; habiendo sido en otro tiempos amante de Ross, aunque ahora
la letrina sin fondo que es las posición de Ross en la escala de sus sentimientos,
habrá de ser, supongo, comparable a la mía, ¡oh!, al diablo con estos aleteos
espinosos...
De allí fuimos al Mask como de costumbre, bebimos cerveza, cada vez más
borrachos, y luego salimos para volver a casa a pie; como Yuri acaba de llegar de
Oregón y no tiene dónde dormir nos pregunta si puede venir a dormir con
nosotros, yo por mi parte dejo que Mardou responda porque la casa es suya,
aunque débilmente murmuro tal vez «bueno», en medio de la confusión, y Yuri se
viene a casa con nosotros; por el camino encuentra un carrito de mano, y dice:
«Subid, haré de taxista y os llevaré a casa colina arriba». Muy bien, subimos y nos
acostamos en el carrito, borrachos como sólo es posible emborrachar se con el vino
tinto, y Yuri nos empuja desde la Playa a casa, pasando por ese parque fatal (donde
habíamos estado aquella triste tarde de domingo de mi sueño y mis presenti-
mientos), y nos dejamos llevar en el carrito de la eternidad, el ángel Yuri nos
empuja, veo solamente las estrellas y de vez en cuando el techo de algunas casas;
ausente de nuestras mentes toda idea (salvo a ratos en la mía, y tal vez en las de
los demás) del pecado que cometemos, de la pérdida que esta broma representa
para el pobre proletario italiano que ha perdido su carrito; y luego seguimos por
Broadway hasta llegar a casa de Mardou, siempre en el carro; en cierto momento
yo los empujo y ellos se dejan llevar, Mardou y yo cantamos un poco de bop y
también la melodía ¿Han salido las estrellas esta noche? al estilo bop,
perfectamente borrachos, para terminar abandonando estúpidamente el carrito
delante de la casa de Adam y luego subir corriendo y haciendo mucho ruido. Al
día siguiente, después de haber dormido en el suelo, mientras Yuri ronca sobre el
sofá, esperamos que llegue Adam, como si fuéramos a darle una gran alegría con
nuestra hazaña; por fin vuelve Adam del trabajo, con cara lúgubre y dice: «Real-
mente no imagináis el sufrimiento que estáis causando a algún pobre viejo trapero
armenio, esas cosas no se os pasan nunca por la imaginación, lo único que sabéis
hacer es comprometer mi domicilio dejando ese carro delante de la puerta,
suponed que la policía lo encuentra y, ¿qué pasa entonces?» Y Carmody que me
dice: «Leo, pienso que has sido tú el que ha perpetrado esta obra maestra», o «Esta
brillante idea proviene sin duda de tu cerebro genial», o algo así, aunque no había
sido yo en realidad; y, nos pasamos el día entero subiendo y bajando las escaleras
para ir a ver el carrito que ni sueña con ser descubierto por la policía, sino que está
siempre en el mismo lugar; pero ahora con el encargado de la casa de Adam,
preocupado, yendo y viniendo delante del objeto, esperando para ver quién viene a
reclamarlo, oliéndose alguna complicación inesperada, y encima el pobre bolso de
Mardou que se ha quedado en el carro, donde lo hemos olvidado por culpa de la
borrachera, y el encargado de la casa finalmente lo confisca y se queda esperando
para ver qué sucede ahora (con lo que Mardou se despide de unos cuantos dólares
y de su único bolso). «Lo único que puede ocurrir, Adam, es que la policía
descubra el carrito, que vean el bolso, y dentro la dirección, y se lo lleven a
Mardou, pero lo único que debe decir es "¡Oh, finalmente han encontrado mi
bolso!" y se acabó, y no pasará nada.» Pero Adam me grita: «Mira, incluso si no
pasa nada has puesto en peligro la seguridad de mi domicilio, entras haciendo
ruido, me dejas un vehículo provisto de su patente reglamentaria delante de la
puerta de la calle, y luego me dices que no ha sucedido nada.» Pero como ya me
había imaginado que se enojaría, estoy preparado y le digo: «Al diablo, Adam,
puedes levantarles la voz a éstos, pero no puedes levantarme la voz a mí, no te lo
permitiré; ha sido sencillamente una broma de borrachos», agrego, y Adam dice:
«Ésta es mi casa y cuando estoy en mi casa puedo cabrearme con quien...» Por lo
tanto me levanto y le arrojo las llaves (las llaves que él me había hecho hacer para
que yo pudiera entrar y salir cuando me diera la gana), pero están endiabladamente
enredadas con la cadenita del llavero de mi madre, y durante unos segundos
forcejeamos seriamente con los dos grupos mezclados de llaves, que ahora han
caído al suelo, tratando de separarlos, y él por fin recoge las suyas y yo digo: «No,
ésa no, ésa es mía», y se la mete en el bolsillo, y así quedan las cosas. Siento
deseos de levantarme y salir corriendo, como en casa de Larry. Mardou está
presente, viendo cómo me da el ataque, en vez de ayudarla a evitar los ataques que
le dan a ella (una vez me preguntó: «Si me da el ataque, ¿qué harás, me ayudarás?
Suponte que yo esté convencida de que te has propuesto hacerme daño, ¿qué
harías?» «Querida», le contesto, «haré lo posible, te aseguro que te haré
comprender que no estoy tratando de hacerte ningún daño, y así recobrarás la
lucidez, te protegeré», con el aplomo del hombre adulto, pero en realidad el ataque
me da a mí más a menudo que a ella). Siento vastas oleadas de oscura hostilidad,
más bien odio, malignidad y destructividad, que emanan de Adam sentado en un
rincón, apenas si puedo quedarme sentado bajo esa desoladora oleada telepática, y
por si fuera poco todo el equipaje de Carmody por el cuarto, una cantidad de
maletas, es demasiado para mí (por otra parte es una pura comedia; en eso estamos
de acuerdo, que luego nos parecerá todo una comedia), hablamos de otra cosa, de
pronto Adam me arroja la llave disputada, que aterriza sobre mi pierna, y en vez
de dejarla pender ostentosamente del dedo (como si estuviera reflexionando, como
un astuto canadiense que calcula el pro y el contra) me levanto como una criatura
de un salto y me meto la llave en el bolsillo, con una risita, para que Adam se
sienta más a sus anchas, y también para hacer ver a Mardou qué «buen muchacho»
soy, aunque ella ni se dio cuenta, en ese momento estaba mirando hacia otro lado;
de modo que ahora, restablecida la paz, digo: «Y en todo caso la culpa fue de Yuri,
y no se trata, como dice Frank, de una prueba de ingenio de mi parte» (el carrito
de mano, la oscuridad, exactamente como cuando Adam en el sueño profético
bajaba los escalones de madera para ir a ver al «patriarca ruso», también allí había
un carrito de mano). Por lo tanto, en la carta que escribo para contestar la
hermosura que me ha mandado Mardou, ya citada, inserto afirmaciones estúpidas
y airadas pero «simulando ecuanimidad», «calma, profundidad, poesía», como por
ejemplo: «Si me enfurecí y le devolví las llaves de mal modo a Adam, fue porque
"la amistad, la admiración, la poesía reposan en el misterio respetuoso", y el
mundo invisible es demasiado beatífico para arrastrarlo ante el tribunal de las
realidades sociales», o algún trabalenguas por el estilo, que Mardou habrá sin duda
leído con un solo ojo; la carta, inspirada por la pretensión de retribuir el calor de la
suya, su obra maestra de ensimismamiento otoñal, empezaba con esta confesión,
que si algo es, es sencillamente estúpida: «La última vez que escribí una misiva de
amor resultó ser todo un error (refiriéndome a un amorío que tuve con Arlene
Wohlstetter a principios del año) y me alegro de que seas franca» o «de que tengas
ojos tan francos», decía la frase siguiente; la intención de mi carta era que llegara
el sábado por la mañana, para que así pudiera sentir mi cálida presencia, mientras
yo acompañaba a mi madre (que bien se lo merece trabajando como trabaja) de
compras por la calle Market y después al cine, como hacemos cada seis meses (ya
que tratándose de una anciana obrera canadiense desconoce completamente el
confuso trazado de las calles de San Francisco), pero en cambio llegó bastante
después, cuando ya nos habíamos visto; la leyó estando yo presente, y la encontró
aburrida no desde el punto de vista literario, pero algo en ella debió desagradar a
Mardou, la injusticia y la estupidez en lo que se refería a mi ataque contra Adam
(«Viejo, no tenías ningún derecho a gritarle así, realmente, es su apartamento,
tenía derecho»), ya que la carta era una larga defensa de este «derecho a levantar
la voz delante de Adam», y de ningún modo era una respuesta a su misiva
amorosa...
El incidente del carrito no tenía ninguna importancia en sí, pero sí lo que vi, lo que
devoraron mis ojos al acecho y mi voraz paranoia, un gesto de Mardou que me
hizo caer el alma a los pies, aunque en el fondo dudaba de lo que estaba viendo;
tal vez había interpretado mal, como tan a menudo me sucede. Habíamos entrado
y subido las escaleras corriendo, y nos habíamos echado sobre la ancha cama de
matrimonio, despertando a Adam, gritando y tirándonos de los pelos, y también
estaba Carmody, sentado en el borde de la cama, como diciendo «Bueno,
tranquilos, tranquilos», aunque en realidad éramos un grupo de borrachos
consuetudinarios; en cierto momento, entre tantas idas y venidas de un cuarto a
otro, Mardou y Yuri terminaron acostados en el diván, uno encima del otro, creo
que también yo había caído sobre el diván, pero no sé por qué motivo me fui ,al
dormitorio, conversando, y al volver vi a Yuri, que me había oído entrar, rodando
del diván al suelo, y mientras él caía vi que Mardou (seguramente no me había
oído entrar) le tendía la mano como diciéndole oh, sinvergüenza, como si antes de
rodar del diván al suelo le hubiera hecho quién sabe qué, jugando; y por primera
vez advertí la exuberancia juvenil de esos dos muchachos, en la cual yo, en parte
por austeridad y en parte por mi condición de escritor, no había querido participar,
y también por mi mayor edad, lo que me instaba a repetirme constantemente:
«Eres viejo, eres un viejo desgraciado, y tienes suerte de haber dado con esa
florccilla tan joven» (aunque al mismo tiempo cavilando, como había estado
haciendo ya durante las últimas tres semanas, acerca del modo de deshacerme de
Mardou, sin causarle daño, y aun si fuera posible «sin que ella se diera cuenta», lo
que me permitiría retornar a un sistema de vida más cómodo, como sería por
ejemplo quedarme en casa toda la semana escribiendo para adelantar un poco las
tres novelas y así ganar una cantidad de dinero; yendo a la ciudad solamente para
divertirme un poco, y si no podía hacerlo con Mardou daba lo mismo cualquier
otra muchacha de su edad, eso había estado pensando durante las tres últimas
semanas y en realidad de allí provenía la energía oculta o tal vez la energía
superficial que había dado origen a la Fantasía de los Celos, en el sueño Gris y
Culpable del Mundo en Torno a Nuestro Lecho); pero ahora, cuando vi que
Mardou empujaba a Yuri, gritándole «¡Oh, sinver...!» me estremecí al pensar que
tal vez algo había entre esos dos que yo ignoraba; por otra parte, también me
infundía sospechas la rapidez, la inmediatez con la cual Yuri me había oído entrar
y se había separado, tal vez sintiéndose culpable, como digo, después de alguna
forma de insinuación o pasada de mano, algún tanteo ilegal a Mardou que le hacía
con los labios una mueca amorosa y le empujaba rechazándolo; en fin, como dos
criaturas. Mardou era en efecto como una niñita, recuerdo la primera noche que la
conocí cuando Julien, en el suelo, liaba la marihuana, y ella estaba detrás de él en
cuclillas, y yo les expliqué por qué esa semana no quería beber una gota (en ese
momento decía la verdad, a causa de ciertos incidentes que habían tenido lugar a
bordo del barco en Nueva York, que me habían asustado, por eso me había dicho:
«Si sigues bebiendo así te irás a la tumba, ya ni siquiera eres capaz de conservar
un trabajo», de modo que desde que había vuelto a San Francisco no había bebido
una sola copa y todos me decían «¡Oh, qué buen aspecto tienes!»), y así fue cómo
esa primera noche les dije que no bebía; nuestras cabezas, la mía, la de Julien y la
de Mardou estaban casi juntas, y ellos tan infantiles con su inocente ¿por qué?
cuando se lo dije, escuchando con un aire tan infantil mi explicación de que un
vaso de cerveza traía otro, las repentinas explosiones y chisporroteos de los
intestinos en la barriga, el tercer medio litro, el cuarto, «Y después ya no sé qué
hago y me paso varios días seguidos bebiendo, y me descubro del otro lado, viejo,
casi diría que soy un alcohólico inveterado», y ellos, como chicos, como
muchachos de la nueva generación, no hacían ningún comentario, me escuchaban
impresionados, con curiosidad; con la misma relación que se establece entre ella y
este joven Yuri (tiene su edad) cuando le empuja fuera del diván. ¡Oh, Tú, a quien
en mi borrachera no he prestado suficiente atención! Luego dormimos, Mardou y
yo en el suelo, Yuri en el diván (tan infantil, animado, gracioso, algo de todo eso
hay en él); ésta fue la primera revelación de la realidad de los misterios del sueño
de los celos culpables, que debía terminar, partiendo de la noche del carrito, la
noche en que fuimos a casa de Bromberg, la peor de todas.
Como de costumbre, habíamos empezado en el Mask.
Pero una vez fuera del coche, cuando entramos en la casa, Yuri, muy acalorado,
me toma del brazo; y mientras Mardou y Sand suben por las escaleras oliendo a
pescado, me dice: «Oye, Leo, no tengo la menor intención de hacer nada con
Mardou, quiero que entiendas bien que no quiero hacer nada con ella; lo único que
quiero, si vosotros dos vais a casa de Bromberg, es que me des permiso para
dormir en tu cama, porque tengo una cita mañana.» Pero ya no siento ningún
deseo de quedarme a pasar la noche en Heavenly Lañe, porque no estaremos
solos, si se queda también Yuri; para ser exacto ya se ha acostado en la cama,
tácitamente, como si uno tuviera el coraje de decirle: «Bájate de esa cama que
tenemos que acostarnos nosotros, puedes pasar la noche en ese incómodo sillón.»
Por lo tanto es más esto que otra cosa lo que me induce (aparte de mi cansancio y
mi creciente prudencia y paciencia) a aceptar la propuesta de Sand (que ya no
tiene ganas tampoco) y declarar que, después de todo, muy bien podríamos seguir
en el coche hasta Los Altos y despertar al viejo y querido Bromberg; me vuelvo
hacia Mardou con una mirada que significa o sugiere: «Puedes quedarte con Yuri,
arrastrada», pero ella ya ha recogido su bolsa o cesto de fin de semana y está
acomodando dentro mi cepillo de dientes, mi cepillo de pelo y sus cosas, porque
según parece iremos los tres, como en efecto lo hacemos momentos después,
dejando a Yuri en la cama. Pero por el camino, casi al llegar a Bayshore, bajo la
gran noche enfarolada de la carretera, que para mí ya no es más que una
desolación, y la perspectiva del «fin de semana» en casa de Bromberg una horrible
vergüenza, no puedo soportarlo más y apenas Sand se baja a comprar unos
sandwiches para la cena, le digo, mirándola a los ojos: «Te pasaste al asiento de
atrás con Yuri, ¿se puede saber por qué lo hiciste? ¿Y por qué dijiste que querías
quedarte con él?» «Reconozco que fue una estupidez, querido, estaba muy
borracha, nada más.» Pero oscuramente ya no tengo ningún deseo de creer en sus
palabras —el arte es breve, la vida es larga—; finalmente se ha abierto en mí
como un capullo de dragón, en toda su plenitud, el monstruo de los celos, tan
verde como el más vulgar de los dibujos animados. «Tú y Yuri estáis todo el
tiempo jugando, es exactamente como el sueño que te conté, por eso me resulta
tan espantoso, ¡oh, nunca más volveré a creer que los sueños dicen la verdad!»
«Pero querido, no es nada de eso, en absoluto», pero no la creo —me basta mirarla
para comprender que ya se ha fijado, y cómo, en el muchacho—, no se puede
engañar a un tipo experimentado como yo, que a la edad de dieciséis años, cuando
ni siquiera el Gran Estropajo Universal de Tristeza le había secado todavía el jugo
del corazón, se enamoró de una coqueta y traidora de primera mano, y esto lo digo
para jactarme, me sentí tan mal que ya no podía tolerarlo, me acurruqué en el
asiento de atrás, solo; partimos, y Sand, que esperaba pasar con nosotros un alegre
fin de semana, en continua e interesante conversación, se encuentra de pronto con
una pareja de lúgubres amantes malhumorados; es más, oye al pasar el fragmento
«Pero si no es nada de eso, en absoluto, querido», que evidentemente le recuerda
el incidente con Yuri; en fin, se encuentra con este par de aburridos, obligado a
recorrer con ellos todo el camino que todavía falta para llegar a Los Altos, y con la
misma tenacidad que le permitió escribir el medio millón de palabras de su
novela, acepta la prueba y se lanza con su coche a través de la noche peninsular en
dirección a la aurora.
Llegamos a casa de Bromberg en Los Altos con el alba gris, dejamos el coche y
hacemos sonar la campanilla, los tres, cada uno más avergonzado que el otro, y yo
el más avergonzado de todos; y Bromberg baja en seguida, con grandes rugidos de
aprobación, gritando «Leo, no sabía que os conocierais» (refiriéndose a Sand, por
quien Bromberg siente gran admiración) y entramos a beber un poco de ron y de
café en la famosa y loca cocina de Bromberg. Este Bromberg viene a ser el tipo
más notable del mundo, con su pelo corto rizado, como la hipster Roxanne, que le
baja sobre la frente, en forma de víboras, y sus ojos grandes y realmente
angelicales que brillan y giran constantemente, un niño grande de lengua
incansable, un verdadero genio de la conversación, realmente escribe ensayos y
estudios y posee (y es famoso por eso) la biblioteca privada más grande
imaginable del mundo, allí mismo en esa casa, una biblioteca justificada por su
erudición y también, aunque esto no es para hablar mal, por su considerable
fortuna —la casa es herencia de su padre— y en esos días se había convertido
repentinamente en el amigo del alma de Carmody y proyectaba ir al Perú con él;
tenían la intención de estudiar a los muchachos indios, y conversar sobre el tema y
hablar de arte y visitar a los escritores y cosas por el estilo, todas cuestiones que ya
se habían repetido tantas veces en los oídos de Mardou (cuestiones de cultura y de
homosexuales) durante el transcurso de su aventura conmigo que ya en realidad
estaba perfectamente harta de esas voces refinadas y esas fantasías explícitas, esa
gracia enfática de la expresión, en cuyo campo el corpulento Bromberg, extático y
casi espástico con sus ojos en blanco, era casi el maestro inigualable, «Oh,
querido, es una obrita tan encantadora y a mi entender tanto mejor que la
traducción de Gascoyne, aunque me atrevería a decir...» y Sand que lo imitaba de
manera impagable, porque había estado con él hacía poco y se admiraban
mutuamente; por lo tanto, allí estaban los dos en la aurora gris, otrora para mí
pletórica de aventura, del San Francisco Metropolitano al estilo Gran-Roma
conversando de temas literarios, musicales y artísticos, la cocina abarrotada de
cosas, Bromberg que se precipitaba escaleras arriba (en pijama) a buscar una
edición francesa de Génet gruesa como una enciclopedia, o viejas ediciones de
Chaucer, o lo que fuera, y Sand lo seguía. Mardou con sus pestañas negras
pensando siempre en Yuri (eso es lo que creo yo) sentada en una esquina de la
mesa de la cocina, con su ron y café que se enfría poco a poco: y yo, ¡oh!, en un
taburete, herido, destruido, ofendido, empeorando progresivamente, bebiendo copa
tras copa y llenándome el estómago de sustancias explosivas; a eso de las ocho los
pájaros empiezan por fin a cantar y se oye la poderosa voz de Bromberg, una de
las voces más potentes del mundo, que resuena en las paredes de la cocina
estremecidas por esos grandes temblores de sonido profundo y extático; luego
hacen funcionar el tocadiscos: es una casa perfectamente amueblada, con lujo y
todas las comodidades, vinos franceses, neveras, tocadiscos a tres veloci dades con
micrófono, bodega, etcétera. Quisiera mirar a Mardou, no sé con qué expresión
hacerlo; en realidad tengo miedo de mirarla para encontrar solamente en sus ojos
esta súplica: «No te hagas mala sangre, querido, ya te dije, ya te confesé que soy
una estúpida, lo siento, lo siento...» Y esa mirada que pide perdón es lo que más
me duele, cuando la miro de reojo...
Todo resulta inútil cuando hasta los pájaros mismos están tristes, y se lo digo a
Bromberg, el cual me pregunta, «¿Qué te pasa esta mañana, Leo?» (lanzándome
una mirada juguetona por debajo de las cejas, para verme mejor y hacerme reír).
«Nada, Austin, me pasa solamente que cuando miro por la ventana hasta los
pájaros me parecen tristes» (y poco antes, cuando Mardou subió al cuarto de baño,
creo haber mencionado, barbudo, demacrado, estúpido borracho delante de estos
eruditos caballeros, algo sobre la «inconstancia», que sin duda debe haberles
sorprendido); ¡oh, inconstancia!
Por lo tanto, tratan de todos modos de pasar un buen rato a pesar de mi palpable,
desdichado malhumor que se pasea por toda la casa, escuchando discos de ópera
de Verdi y de Puccini en la gran biblioteca de arriba (cuatro paredes cubiertas
desde el techo hasta el suelo con cosas tales como La explicación del Apocalipsis
en tres tomos, las obras y poemas completos de Christopher Smart, las obras
completas de éste y de aquél, la apología de tal y tal que tal y cual dirigió
oscuramente a ya sabes quién en 1839, en 1638...); aprovecho la oportunidad para
decirles: «Me voy a dormir»; ya son las once de la mañana, tengo derecho a estar
cansado, supongo, habiendo estado sentado en el suelo; y Mardou, con verdaderas
majestad de señora, desde que llegamos se ha instalado en el sillón del rincón de
la biblioteca (allí mismo donde una vez vi sentado al famoso manco Nick Spain,
mientras Bromberg, en épocas más felices de principios de este año, nos hacía oír
la grabación original de La carrera del libertino) con un aire trágico, perdido;
dolorido por mi dolor, mi aflicción se alimenta de su aflicción; la creo sensitiva,
hasta el punto de que en un momento dado, con un arrebato de perdón, de
necesidad, me acerco y me siento a sus pies y apoyo la cabeza en su rodilla,
delante de los otros dos que ya no se interesan por nosotros, es decir Sand ya no
se interesa por estas cosas, profundamente absorto en la música, en los libros, en
la brillante conversación (un tipo de conversación, digamos de paso, que no ha
sido sobrepasado en ninguna parte del mundo, y también esta percepción, aunque
ahora cansadamente, atraviesa mi imaginación ávida de epopeyas, mientras
contemplo el plan de toda mi existencia, llena de amistades, amores,
preocupaciones y viajes que resurgen en una vasta masa sinfónica pero que ya
empiezan a interesarme cada vez menos por culpa de estos cincuenta kilos de
mujer y para colmo morena, cuyas uñitas de los pies, rojas dentro de las sandalias,
me provocan un nudo en la garganta). «¡Oh, mi Leo querido, parecería que
realmente te estás aburriendo!» «No me aburro, ¿cómo podría aburrirme en esta
casa?» Quisiera encontrar algún modo simpático de explicarle a Bromberg: «Cada
vez que vengo a visitarte me pasa algo, podría parecer que todo es efecto de tu
casa y de tu hospitalidad, y no lo es en absoluto, ¿no comprendes que esta mañana
tengo el corazón hecho pedazos, y afuera todo es gris?» (y ¿cómo podría
explicarle que la otra vez que vine a visitarle, también esa vez que me invitaron,
apareciendo repentinamente a la hora gris del alba con Charley Krasmer y los
muchachos, y Mary, y los demás, bebimos ginebra y cerveza, me emborraché
tanto y perdí hasta tal punto la noción de lo que estaba haciendo, aparte de que
también esa vez puse mala cara todo el tiempo, es más me dormí en el suelo, en el
centro mismo de la habitación, delante de todos, y encima a mediodía? Y todo por
motivos completamente diversos de los de esta vez, aunque siempre produciendo
el mismo involuntario efecto de comentario desfavorable sobre los méritos del fin
de semana en casa de Bromberg). «No, Austin, sólo que me siento mal...» Por otra
parte, es indudable que Sand debe de haberle mencionado en voz baja,
secretamente, en algún rincón, lo que realmente ocurre con los enamorados, ya
que tampoco Mardou dice una palabra; sin duda es una de las figuras más extrañas
que jamás hayan llegado de visita a casa de Bromberg, una pobre muchacha
negra, subterránea, hipster, vestida con trapos de la peor calidad (de eso me
encargué yo generosamente) y sin embargo con una expresión tan rara, solemne,
seria, como un ángel cómico y solemne que ha llegado a la casa, probablemente
indesea-do; es más, sintiéndose realmente indeseada, como me dijo después,
considerando las circunstancias. Muy bien, yo me retiro del grupo, de la vida, de
todo, me voy a dormir en el dormitorio (donde Charley y yo, la otra vez, habíamos
bailado el mambo desnudos, con Mary) y me hundo extenuado en nuevas
pesadillas, para despertar unas tres horas después, en la tarde feliz, sana, clara,
conmovedora-mente pura; los pájaros todavía están cantando, y ahora también se
oyen niños que cantan; como si yo fuera una araña que se despierta en un cubo
viejo de basura, y el mundo no fuera para mí sino para otras criaturas más aéreas y
más constantes, y por lo tanto menos propensas a dejarse manchar por la
inconstancia, también...
Mientras duermo tos tres se van (hacen bien) a la playa, en el coche de Sand, a
treinta kilómetros de la casa; los muchachos se zambullen, nadan, Mardou se
pasea por las orillas de la eternidad, mientras sus pies y los dedos de sus pies que
yo tanto amo se imprimen en la arena clara, pisando las conchillas y las anémonas
y las algas secas y empobrecidas, lavadas por las mareas y el viento que le
despeina el cabello corto, como si la Eternidad se hubiera encontrado con
Heavenly Lañe (así se me ocurrió mientras estaba en la cama). (Al imaginarla por
otra parte paseándose sin rumbo, con una mueca de aburrimiento, sin saber qué
hacer, abandonada por Leo el Sufriente, y realmente sola e incapaz de conversar
acerca de todos los fulanos, menganos y zutanos de la historia del arte con
Bromberg y Sand, ¿qué podía hacer?) Por lo tanto, cuando regresan, Mardou viene
a verme (después de una visita preliminar de Bromberg, que sube como un loco la
escalera y abre la puerta de golpe diciéndome «Despiértate Leo, no pensarás
pasarte todo el día durmiendo, estuvimos en la playa, realmente hubieras debido
venir con nosotros»). «Leo», me dice Mardou, «no quise dormir contigo porque
me desagradaba la idea de despertarme en la cama de Bromberg a las siete de la
noche, habría sido realmente superior a mis fuerzas, no estoy en condiciones...»,
refiriéndose a su cura psicoanalítica (que por otra parte había dejado completa-
mente de lado, por pura parálisis y por culpa mía, de mi grupo y del alcohol), su
incapacidad de hacer frente a las situaciones, el peso inmenso y en los últimos
tiempos aplastante de la locura, y el temor a la misma locura que aumentaba
constantemente con esta vida horrible y desordenada y esta aventura conmigo, casi
sin amor; eran todos buenos motivos para no querer despertarse horrorizada por el
dolor de cabeza y los efectos de la borrachera en la cama de un desconocido (un
desconocido amable pero de todos modos no exageradamente acogedor) al lado
del pobre Leo incapaz. De pronto la miré, no tanto para escuchar estas pobres
súplicas verdaderas, sino para buscar en sus ojos esa luz que había brillando sobre
Yuri, y no era culpa suya si brillaba sobre todo el mundo todo el tiempo, mi luz de
amor...
«¿Lo dices sinceramente?» («Dios santo, me asustas», me dijo más tarde, «me
haces pensar de repente que he sido dos personas al mismo tiempo, y que te he
traicionado de algún modo, con una persona, y que la otra persona... realmente me
asustaste...») Pero al mismo tiempo que le pregunto esto, «¿Lo dices
sinceramente?», el dolor que siento es tan grande, acaba de despertarse tan fresco
de ese tremendo sueño sin sentido («Dios tiene por norma hacer que nuestras vidas
sean menos crueles que nuestros sueños», una cita que vi el otro día Dios sólo sabe
dónde), sintiendo todo esto y rememorando otros horrendos despertares
alcohólicos en casa de Bromberg, y todos los despertares alcohólicos de mi vida,
pensando por fin: «Viejo, éste es el verdadero principio del fin, más allá de esto no
se puede ir, hasta qué punto tu carne positiva puede tolerar más vaguedad, y hasta
cuándo podrá mantenerse positiva, si tu psique insiste en martillar sobre tu carne;
viejo, vas a morir; cuando los pájaros se vuelven tristes, ésa es la señal...» Y
pienso cosas peores todavía, la visión de mis libros abandonados, mi bienestar
(nuevamente el supuesto bienestar) destruido, mi cerebro ya irremediablemente
dañado, mis proyectos de trabajar en el ferrocarril, ¡oh, Dios santo!, el ejército
entero de las cosas y de absurdas ilusiones y la entera historia y locura que
erigimos en lugar del amor único, llevados por nuestra tristeza; pero ahora que
Mardou se inclina sobre mi rostro, cansada, solemne, sombría, capaz (mientras
juega con los lunares mal afeitados de mi barbilla) de penetrar con la mirada a
través de mi carne hasta el fondo de mi horror, y capaz también de sentir cada una
de las vibraciones de dolor y de inutilidad que emito, lo cual por otra parte queda
atestiguado por el hecho de que ya haya reconocido mi «¿Lo dices sincera-
mente?», la profundísima y remota llamada del fondo... «Querido, volvamos a
casa».
«Tendremos que esperar hasta que se vaya Bromberg, tomar el tren con él
supongo...» Por lo tanto me levanto, paso al cuarto de baño (donde ya estuve
mientras ellos paseaban por la playa, demorándome en fantasías sexuales,
recordando la otra vez, en ocasión de otro fin de semana pasado en casa de
Bromberg, más loco aún que éste, y hace mucho tiempo, con la pobre Annie que
se había hecho rizar el cabello y no tenía ni rastro de maquillaje en la cara, y
Leroy, el pobre Leroy que estaba en el cuarto de al lado preguntándose qué estaría
haciendo allí dentro su mujer, el pobre Leroy que más tarde vimos partir
desesperadamente en el coche y perderse en la noche, cuando comprendió lo que
estábamos haciendo en el cuarto de baño; recordando por lo tanto en mi propia
carne el sufrimiento que le debo haber causado a Leroy esa mañana, por dar una
breve satisfacción a ese gusano y esa serpiente que se llama sexo), paso al cuarto
de baño, me lavo y bajo, tratando de parecer alegre.
Pero todavía me resulta imposible mirar a Mardou directamente a los ojos,
percibiendo, en el fondo de mi corazón, «¿Oh, por qué lo habrás hecho?»,
desesperado, la profecía de lo que habrá de ocurrir.
Como si no fuera suficiente, fue la noche de ese mismo día cuando tuvo lugar la
gran fiesta en casa de Jones, o sea la noche que me escapé del taxi de Mardou y la
abandoné a los azares de la guerra, la guerra que el hombre Yuri sostiene contra el
hombre Leo, uno contra otro. Para empezar, Bromberg empieza a llamar por
teléfono, a recolectar regalos de cumpleaños y a prepararse para tomar el autobús
y alcanzar el viejo 151 de las 16.47 a San Francisco; Sand nos lleva en el coche
(un grupo de lamentable aspecto, realmente) hasta la parada del autobús, donde
bebemos una copa de despedida en el bar de enfrente, mientras Mardou, que ahora
se avergüenza no sólo de su persona sino también de la mía, se queda en el asiento
de atrás del coche (aunque exhausta) pero en la plena luz de la tarde, con la excusa
de cerrar los ojos por lo menos un momento; pero en realidad, tratando de imagi-
narse cómo puede hacer para escapar de la trampa que la aprisiona, de la Cual yo
podría ayudarla a librarse, sin embargo, si me dieran una oportunidad solamente;
en el bar, me asombro entre paréntesis de oír a Bromberg que sigue, como si no
pasara nada, con vociferantes e incesantes comentarios sobre pintura y literatura, y
hasta (por increíble que parezca) anécdotas homosexuales, sin preocuparse de la
presencia de la gente de campo, los adustos granjeros del valle de Santa Clara
alineados delante del mostrador; este Bromberg no tiene la menor idea del
fantástico efecto que produce entre la gente ordinaria; y Sand se divierte, en
realidad también él es bastante llamativo; pero éstos son detalles sin importancia.
Salgo a la calle para anunciarle a Mardou que hemos decidido tomar el tren
siguiente, porque tenemos que volver a la casa a buscar un paquete olvidado, lo
que para ella no es más que otra manifestación del círculo vicioso de inanidad en
que giramos todos, y recibe la noticia con expresión solemne; ¡ah, mi amor, mi
perdido tesoro! (una palabra pasada de moda); si hubiera sabido entonces lo que sé
ahora, en vez de volver al bar, para seguir conversando, en vez de mirarla con aire
ofendido, etcétera, en vez de dejarla allí abandonada en el tétrico mar del tiempo,
olvidada y no perdonada todavía por el pecado del mar del tiempo, habría entrado
en el automóvil, le habría tomado la mano, le habría prometido mi vida y mi
protección, «Porque te amo y por ningún otro motivo»; pero en realidad, muy lejos
de haber comprendido completa y definitivamente este amor, todavía me
encontraba en plena duda, empezaba apenas a emerger de la duda que me
atenazaba. Por fin llegó el tren; era el 153 de las 17.31; después de todas nuestras
demoras, subimos, e iniciamos el viaje hacia la ciudad, atravesando todo el barrio
sur de San Francisco, pasando cerca de mi casa, de frente en nuestros asientos,
mientras pasábamos junto a los grandes depósitos de Bayshore y yo alegremente
(tratando de mostrarme alegre) les enseñaba un vagón de carga que golpeaba
contra otro, y los desechos de lata temblando en la lejanía, qué divertido; pero el
resto del tiempo iba tétrico y adusto bajo la mirada fija de mis dos compañeros,
para decir por fin, «Realmente me parece que debo de tener una nariz cada vez
más rara», cualquier cosa que me pasara por la imaginación, para aliviar la tensión
de lo que en realidad me mantenía al borde de las lágrimas; aunque a grandes
rasgos los tres estábamos tristes, viajando juntos en ese tren hacia el aturdimiento,
el horror, la posible bomba de hidrógeno. Habiéndonos finalmente despedido de
Austin en una esquina llena de gente y tráfico, en la calle Market, para perdernos
Mardou y yo entre las vastas multitudes tristes y malhumoradas, en una masa
confusa, como si de pronto nos hubiéramos perdido en la concreta manifestación
física del estado mental en que ambos nos encontrábamos desde hacía dos meses,
ni siquiera dándonos la mano pero abriéndonos paso ansiosamente a través de la
muchedumbre (como si lo importante hubiera sido salir pronto de esa odiosa
confusión) pero en realidad porque yo estaba demasiado «herido» para darle la
mano y recordando (ahora más dolorosamente) su insistencia habitual en la conve-
niencia de no darle la mano en la calle porque la gente podía pensar que era una
cualquiera; para terminar, en la triste y espléndida tarde perdida, doblando por la
calle Price (¡oh, calle Price del destino!) en dirección a Heavenly Lañe, entre los
niñitos, entre las jovencitas mexicanas flexibles y bonitas, cada una de las cuales
me hacía pensar, con desdén «¡Ah!, como mujeres son casi todas mucho mejores
que Mardou, me bastaría acercarme a una de éstas... pero ¡oh, oh!» Ninguno de los
dos hablaba mucho, y en los ojos de Mardou se leía tanta pena, en esos mismos
ojos en cuyo fondo, en otros tiempos, yo había vislumbrado ese calor de india que
al principio me había inducido a decirle, una noche feliz a la luz de las velas:
«Tesoro, lo que veo en tus ojos es una vida de cariño, no solamente por lo que hay
en ti de india, sino también porque siendo en parte negra eres en cierto modo la
mujer primera, esencial, y por lo tanto la más originalmente y la más
completamente afectuosa y maternal»; en ellos leo ahora también la pena, que será
una adición, un humor perdido, propio de la otra raza, la estadounidense. «El Edén
está en África», yo le había dicho una vez; pero ahora, bajo el influjo de mi odio
herido desviando de sus ojos la mirada, mientras recorremos la calle Price, cada
vez que veo una muchacha mexicana o una negra me digo, «arrastradas, son todas
iguales, siempre tratando de engañarnos y de robarnos», rememorando todas las
relaciones que en el pasado he tenido con ellas; y Mardou intuye estas ondas de
hostilidad que emergen de mi persona, y calla.
Y a quién encontramos en la cama, en el apartamento de Heavenly Lañe, sino
al mismo Yuri, muy contento: «Qué tal, estuve todo el día trabajando; estaba tan
cansado que no me quedó más remedio que volver y echarme a dormir otro rato.»
Decido decirlo todo, trato de formar con los labios las palabras. Yuri me mira a los
ojos, percibe la tensión; también Mardou la percibe, llaman a la puerta y entra
John Golz (siempre románticamente interesado en Mardou, de la manera más
inocente), percibe también la tensión, dice: «Vine a buscar un libro», con cara de
pocos amigos, y recordando cómo lo humillé la otra vez con la cuestión de la
selección, se va en seguida, con el libro; y Yuri, levantándose de la cama (mientras
Mardou se esconde detrás del biombo para cambiarse el vestido de fiesta por los
pantalones de andar por casa): «Leo, alcánzame mis pantalones.» «No hace falta
que te los alcance, los tienes ahí al lado en la silla, levántate y pomelos, ella no te
ve», una curiosa observación; me siento un poco ridículo y miro a Mardou que
calla y se recoge en sí misma.
«Bueno, sí, ésa es la verdad, ¿crees acaso que no me doy cuenta de todo? Primero
no quieres ir a casa de Adam por nada del mundo, y ahora que te cuento... bueno,
al diablo; si no es perlectamente transparente como un cristal, no sé qué es.»
«Santo cielo, ahora me insultas» (riéndose con su resoplido de siempre) y para
decir la verdad los dos nos reímos histéricamente, como si no hubiera sucedido
absolutamente nada entre nosotros, como si fuéramos en realidad una pareja de
esas personas felices y despreocupadas que se ven en los noticieros de cine
atareadas por las calles, encaminándose a sus obligaciones y lugares de cita; y
nosotros nos encontramos en el mismo triste, misterioso, lluvioso noticiero, pero
dentro de nosotros (como ha de ocurrir también dentro de los títeres
cinematográficos de la pantalla) el torbellino turbulento tumescente aliterativo,
como un martillo que golpea cerebro, carne, coyunturas, cáspita cómo siento
haber nacido...
Para colmo, como si no fuera bastante, el mundo entero se rasga cuando Adam
abre la puerta de su casa, haciéndonos una solemne reverencia, pero con un brillo
y un secreto en la mirada, y una especie de mala acogida que inmediatamente hace
que se me ericen los pelos de la espalda, «¿Qué pasa?» Advierto entonces la
presencia de otras personas, además de Frank y Adam y Yuri. «Tenemos visitas.»
«Oh», digo yo, «¿visitas importantes?» «Así parece.» «¿Quién?» «MacJones y
Phyllis.» «¿Cómo?» (ha llegado el gran momento; por fin tendré que hacer frente
—o retirarme— a mi superenemigo literario Balliol MacJones, en otros tiempos
tan amigo mío que a veces, excitados por la conversación, nos volcábamos la
cerveza sobre las rodillas, arrastrados por el interés de lo que decíamos; en esos
años conversábamos, nos prestábamos libros y los leíamos, y literatizábamos tanto
que el pobre inocente había terminado, aunque parezca mentira, por caer en cierto
modo bajo mi influencia; es decir, en cierto sentido, ya de mí aprendió la forma de
hablar y el estilo, sobre todo la historia de la generación de los beat, de los
hipsters, de los subterráneos, y yo entonces le dije: «Mac, deberías escribir un
gran libro sobre todo lo que sucedió cuando Leroy vino a Nueva York en 1949,
pero sin dejar nada sin decir, hazlo»; y lo hizo, y me lo hizo creer, y en sucesivas
visitas a su casa Adam y yo nos mostramos bastante descontentos con su
manuscrito, exponiendo nuestras críticas; y sin embargo apenas el libro aparece le
ofrecen veinte mil dólares de adelanto, una cantidad nunca vista, mien tras todos
nosotros los beat tenemos que vivir como vagabundos, vivimos en la miseria de la
Playa o de la calle Market, o de Times Square cuando estamos en Nueva York,
aunque Adam y yo hemos declarado solemnemente, con estas textuales palabras:
«Jones no pertenece a nuestro mundo, sino al mundo de los idiotas urbanos» (un
Adamis-mo). Por lo tanto, coincidiendo su gran éxito con el momento en que yo
me encontraba en la mayor pobreza, y más olvidado por los editores, y (peor
todavía, esclavizado por la droga y por la paranoia) me enfadé un poco, pero no
demasiado, aunque algo le hice comprender, si bien después de varias calamidades
y viajes y manifestaciones diversas de las diversas guadañas locales de nuestro
padre el tiempo cambié de opinión y le escribí varias cartas de disculpas desde alta
mar; cartas que luego destruía sin mandar. Y también él me escribía de vez en
cuando, hasta que un año después, oficiando Adam en su calidad de santo y
arbitro, informó que existían posibilidades de reconciliación, tanto de parte suya
como de parte mía; había llegado por fin el gran momento en que tendría que
enfrentarme con el viejo Mac, darle la mano y declarar que a lo pasado, pisado, y
dejar a un lado todos nuestros rencores; lo que muy poca impresión podía causarle
a Mardou, que es tan independiente y tan inalcanzable al estilo moderno, tan
desesperante en realidad. De todos modos, MacJones estaba en casa de Adam, e
inmediatamente exclamó en voz alta: «Qué bueno, qué grande, tenía tantas ganas
de verte», me precipité en el living-room y pasando por encima de la cabeza de
alguien que en ese momento se levantaba (era Yuri), Balliol y yo nos dimos un
estrecho apretón de manos; luego me senté y me quedé un rato callado,
reflexionando, ni siquiera observé dónde había conseguido ubicarse la pobre
Mardou (aquí, como en casa de Brom-berg, como en todas partes, pobre ángel
oscuro); finalmente me fui al dormitorio, incapaz de seguir soportando la
conversación de sociedad que borbotaban no solamente Yuri sino también Jones (y
su mujer Phyllis, que insistía en mirarme fijamente para ver si la locura se me
había pasado), me precipité en el dormitorio y me acosté en la oscuridad; y a la
primera oportunidad que se me presentó, traté de convencer a Mardou de que se
acostara a mi lado, pero ella me contestó: «No, Leo, no tengo ganas de estar aquí
acostada en la oscuridad.» Luego entró Yuri y se puso una de las corbatas de
Adam, diciendo: «Salgo a buscarme una muchacha»; tenemos una especie de
cambio de palabras en voz baja, lejos de los demás que están en la sala, y nos lo
perdonamos todo. Pero al ver que Jones no se levanta de su sofá, pienso que en
realidad no quiere hablar conmigo, y probablemente en secreto desea que me
vaya; cuando por fin Mardou, en uno de sus paseos, vuelve a mi lecho de
vergüenza y dolor y refugio, le digo: «¿De qué están hablando allí adentro, de
bop? No le digas a él ni una palabra sobre la música» (que deslumhra lo que le
interesa por sus propios medios, pienso egoístamente). ¡El único escritor de bop
soy yo! Pero como me encargan que baje a buscar cerveza, cuando vuelvo con la
cerveza en los brazos están todos en la cocina, y en primer plano Mac, sonriendo y
diciendo: «Leo, déjame ver esos dibujos que has hecho según me han contado,
quisiera verlos». Por lo tanto nos hacemos amigos otra vez, mientras miramos los
dibujos, y Yuri no se puede contener y muestra también los suyos (porque también
dibuja), y Mardou está en la otra habitación, nuevamente olvidada; pero se trata de
un momento histórico, y mientras pasamos a estudiar los tétricos dibujos
sudamericanos de Carmody, con aldeas en plena selva y ciudades andinas donde
se ven pasar las nubes, advierto la ropa de calidad y sumamente elegante de Mac,
y su reloj de pulsera; me siento orgulloso de él: ahora se ha dejado un bigotito
muy atrayente que confirma su madurez, cosa que anuncio a todos los presentes;
la cerveza ya empieza a hacernos entrar en calor, luego Phyllis, la mujer de Mac,
empieza a preparar algo de comer y la cordialidad aumenta...
En efecto, en la salita de la lámpara roja veo que Jones, a solas con Mardou, la
interroga, como si estuviera entrevistándola; veo también que sonríe, se estará
diciendo: «Nuestro viejo Percepied se ha conseguido una nueva amiguita de
primera calidad», mientras yo pienso melancólicamente para mí: «Sí, hasta cuándo
me durará»; en ese momento Mardou, impresionada, ya prevenida, compren-
diéndolo todo, le está haciendo solemnes declaraciones sobre el tema del bop, por
ejemplo: «No me gusta el bop, realmente lo odio, para mí es como la cocaína, casi
todos los cocainómanos se dedican al bop y cuando lo oigo oigo la cocaína.»
«Bueno, esto sí que es interesante», dice Mac, ajustándose las gafas. Me levanto y
digo: «Es que nadie quiere acordarse de dónde viene» (mirando a Mardou). «¿Qué
quieres decir?» «Que eres la hija del bop, o los hijos del bop, o algo así», con lo
cual también Mac se muestra de acuerdo. De modo que más tarde todo el grupo en
pleno baja las escaleras para proseguir las festividades de la noche, y Mardou, que
se ha puesto la larga chaqueta negra de pana de Adam (que le queda larga) y
además una larga bufanda de loca, ahora parece una muchachita polaca o un
muchachito de los bajos fondos, en alguna de las cloacas de la ciudad, bonita, muy
hipster; mientras vamos por la calle se pasa de uno de los grupos a mi grupo, y
cuando se acerca le tiendo los brazos (me he puesto en la cabeza, bien derecho, el
sombrero de fieltro de Carmody como una broma de hipster, y también mi camisa
roja de siempre, ya difunta después de tantos fines de semana) y la levanto, tan
pequeña, en mis brazos, y sigo adelante, siempre llevándola en brazos; oigo que
Mac, apreciando mi gesto, exclama «¡Uau!», y «Vamos», sonriendo detrás
nuestro; pienso con orgullo: «Se habrá dado cuenta por fin de que tengo una
chávala de primera, algo grande, que no estoy muerto sino que sigo jodiendo como
siempre, el viejo y continuo Percepied, que no envejece nunca, siempre en primer
plano, siempre entre los jóvenes, entre las nuevas generaciones...» De todos
modos, un grupo bastante colorido el nuestro, Adam Moorad se ha puesto un
smoking completo que le prestó Sam la noche anterior, para que pudiera asistir a
una proyección de gala con las entradas gratis que le habían dado en la oficina; el
grupo se dirige al bar de Dante, y luego al Mask, como siempre; el viejo Mask de
todas las noches, y el bar de Dante, donde en plena algarabía y en medio del
estrépito y de la excitante camaradería alcé la vista tantas veces para encontrar los
ojos de Mardou y jugar a mirarnos, pero ella parecía poco dispuesta, abstraída,
concentrada en sí misma; como si ya no sintiera afecto por mí, como si estuviera
harta de toda nuestra conversación, de Bromberg que reaparecía y de las largas
discusiones que se reiniciaban y de ese entusiasmo de grupo, especialmente
fastidioso, que es obligado manifestar por lo menos cuando, como Mardou, uno se
encuentra en compañía de alguna de las estrellas del grupo o en todo caso, quiero
decir, con un miembro importante de la constelación; qué fastidioso y cansado
habrá sido para ella tener que admirar todo lo que decíamos, tener que mostrarse
asombrada por el último juego de palabras en labios del único que importa, la más
reciente manifestación del mismo tedioso y viejo misterio de la personalidad en
Ka la el grande; en verdad parecía descontenta, con la mirada perdida en el vacío.
Por lo tanto, más tarde, cuando ya borracho conseguí que Paddy Cordavan se
trasladara a nuestra mesa y nos invitara a todos a su casa para seguir bebiendo (el
mismo Paddy Cordavan, por costumbre socialmente inabordable a causa de su
mujer, que siempre quiere que vuelvan a casa los dos solos, Paddy Cordavan de
quien dijo Buddy Pond: «Es tan hermoso que no puedo mirarlo», un vaquero alto,
rubio, de anchas mandíbulas, sombrío, de Montana, lento de movimientos, de
conversación, de hombros), Mardou no se mostró en absoluto impresionada, ya
que en el fondo quería deshacerse de Paddy y de todos los demás subterráneos del
bar de Dante, que acababan de enfadarse nuevamente conmigo porque había
vuelto a gritarle a Julien: «Vengan, nos vamos todos a casa de Paddy, y Julien
también viene»; al oír lo cual Julien se levantó inmediatamente de un salto y se
precipitó hacia Ross Wallenstein y los demás que formaban un grupo aparte,
pensando seguramente. «Dios santo, ese horrible Percepied me está gritando y
haciendo lo posible para arrastrarme como siempre a uno de esos lugares
estúpidos que frecuenta, Dios quiera que alguien le dé su merecido.» Ni tampoco
se impresionó Mardou cuando, ante la insistencia de Yuri, me dirigí ai teléfono
para hablar con Sam (que llamaba desde el trabajo) y arreglé con él que nos
encontraríamos más larde en el bar de enfrente de su oficina. «¡Vamos todos,
vamos todos!», me puse a gritar, y hasta Adam y Frank empezaron a bostezar de
ganas de volverse a casa; Jones hace tiempo que se ha ido. Corriendo por las
escaleras de Paddy, subiendo y bajando, para arreglar otros encuentros con Sam,
en cierto momento me precipito en la cocina en busca de Mardou, para que venga
conmigo a conocer a Sam, cuando Ross Wallenstein, que ha llegado mientras yo
iba al bar de abajo a llamar por teléfono, levanta la vista y dice: «¿Quién ha
dejado entrar a este individuo, eh, quién es este tipo? ¡Eh!, ¿de dónde sales tú?
¡Ven aquí, Paddy!», prosiguiendo en serio su anterior demostración de antipa tía y
su recepción «¿eres un invertido?» de la otra vez, que yo preferí pasar por alto,
diciendo: «Oye viejo, si no te callas te rompo la cara» o alguna jactancia por el
estilo, ya no recuerdo, suficientemente vigorosa como para hacerle girar sobre los
talones, al estilo militar, como suele hacer siempre, y retirarse; y arrastrando a
Mardou conmigo bajamos a buscar un taxi para ir a buscar a Sam, bajo la noche
vertiginosa de este mundo enloquecido, mientras la oigo protestar, desde lejos,
con su vocecita de siempre: «Pero Leo, querido, quiero irme a casa a dormir».
«¡Al diablo!», contesto, y le doy la dirección del bar de Sam al chófer y ella dice
que no, insiste, le dice que vaya a Heavenly Lañe: «Llévame primero a casa y
luego puedes ir a encontrarte con Sam», pero yo estoy seriamente preocu pado por
el hecho innegable de que si la llevo primero a Heavenly Lañe, el taxi no podrá
llegar al bar, donde Sam me espera, antes de la hora de cerrar; por lo tanto
empiezo a discutir con ella, reñimos, le gritamos direcciones distintas al taxista,
que espera en silencio como en las películas, pero de pronto, presa de la llamarada
roja, la misma llamarada roja de siempre (a falta de imagen mejor) me bajo del
taxi de un salto y me precipito hacia otro que pasa en ese momento, entro de un
salto, le doy la dirección de Sam y partimos. Y Mardou se queda sola, abandonada
en la noche, en un taxi, indispuesta y fatigada; y yo decidido a pagar el segundo
taxi con el dólar que ella le había confiado a Adam para que le trajera un sandwich
pero del cual ya nadie se había acordado en el revuelo, y que él por último me
había dado para que yo se lo devolviera a ella; la pobre Mardou se vuelve a casa
sola; una vez más, el borracho loco la ha dejado.
Bueno, pensé, esto es el fin; por fin he dado el paso decisivo, y juro por Dios
que me he vengado de la mala jugada que me ha hecho; tenía que suceder, y ha
sucedido, plaf.
Pero el más profundo presagio y profecía de todo lo que había de ocurrir había
sido siempre que, cuando yo entraba en Heavenly Lañe, al doblar de golpe la
esquina, levantaba la vista, y si la luz de Mardou estaba encendida, la luz de
Mardou estaba encendida. «Pero un día, querido Leo, esa luz no brillará para ti», y
ésta era una profecía que no dependía ni de todos sus Yuris ni de ninguna
atenuación do la serpiente del tiempo. «Algún día no la encontrarás allí arriba,
cuando quieras encontrarla, la luz estará apagada, alzarás la mirada y Heavenly
Lañe estará a oscuras, y Mardou se habrá ido, y esto ocurrirá cuando menos te lo
esperes, cuando menos lo desees.» Siempre lo he sabido; esa fue la idea que
repentinamente atravesó mi mente aquella noche, cuando me escapé para
encontrarme con Sam en el bar; él estaba con dos periodistas, bebimos, al pagar
desparramé el dinero por el suelo, hice todo lo que pude por emborracharme
enseguida (¡había terminado con mi pequeña!), luego me precipité a casa de Adam
y de Frank, les desperté nuevamente, luché en el suelo con ellos, hice mucho
ruido, Sam me desgarró la camisa, abolló el velador, se bebió una enorme cantidad
de whisky como en los viejos tiempos, aquellos días tremendos que habíamos
pasado juntos, no era más que una nueva juerga inmensa en la noche, y todo para
nada... al despertarme por la mañana, con el dolor de cabeza definitivo que me
decía «Demasiado tarde», me levanté como pude y me dirigí a la puerta,
atravesando los escombros de la noche, la abrí, y me fui a casa, porque Adam me
había dicho, al oírme luchar con el grifo caprichoso del agua: «Leo vete a casa y
trata de restablecerte», advirtiendo lo mal que estaba, aunque sin saber nada de
Mardou y de mí; y al llegar a casa empecé a dar vueltas, no podía estarme quieto,
tenía que moverme, caminar, como si alguien estuviera a punto de morir muy
pronto, como si pudiera oler las flores de la muerte en el aire; por lo tanto me fui a
la explanada del ferrocarril del Sur de San Francisco y me eché a llorar. Lloré en la
explanada de la estación, sentado sobre un pedazo de hierro viejo, bajo la luna
creciente, del lado de las vías viejas del ferrocarril del Pacífico del Sur; lloré no
solamente porque me había deshecho de Mardou, de la cual ahora no estaba
seguro de querer desprenderme, sino también porque había hecho la jugada
decisiva, sintiendo también sus lágrimas comprensivas a través de la noche y el
horror final de comprender, los dos con los ojos enormemente abiertos, que nos
separábamos; pero viendo de pronto no en el rostro de la luna sino en algún lugar
del cielo, al alzar la mirada con esperanza de ver, la cara de mi madre, aunque en
realidad recordándola de una pesadilla que habia tenido después de comer, ese
mismo día, un día que me era tan imposible quedarme en el mundo; justamente
cuando me despertaba frente a un programa de Arthur Godfrey en la televisión,
vi que se inclinaba ante mí la cara de mi madre, con ojos impenetrables, labios
inmóviles, pómulos redondos y gafas que brillaban a la luz ocultando la mayor
parte de su expresión; en un primer momento esa me pareció una visión horrorosa,
ante la cual hubiera debido temblar, pero que no me hizo temblar; me había
preocupado esta imagen durante la caminata, y de pronto, en la playa, mientras
lloraba por mi Mardou perdida, y tan estúpidamente después de todo, sólo porque
se me había ocurrido deshacerme de ella, se había convertido en una visión del
amor que por mí sentía mi madre; la cara sin expresión, «sin expresión porque es
tan profunda», de mi madre que se inclinaba hacia mí en la visión de mi sueño, y
con labios no apretados sino más bien sufrientes y como diciendo, Pauvre Ti Leo,
pauvre Ti Leo, tu souffri, les honmies souffri tant, y'ainque toi dans le monde /"'va
t prendre soin, j'aitrim beaucoup t'prendre soin tous les jours mon auge. Lo que
significaba: «Pobre Leo, pobre Leíto, sufres, los hombres sufren tanto, estás sólito
en el mundo y yo te cuidaré, me gustaría poder cuidarte todos los días, ángel mío.»
Mi madre también era un ángel; las lágrimas me brotaban de los ojos, algo se
rompió dentro de mí, me sentía crujir; hacía una hora que estaba allí sentado,
delante de mí se abría Butler Road y se alzaba el gigantesco letrero de neón rosado
de diez manzanas de largo, Aceros Bethlehem Costa del Pacífico con las estrellas
en lo alto y la fragancia del humo de carbón de las locomotoras; yo estaba allí
sentado y las dejaba pasar, y lejos, muy lejos, junto a la misma línea del ferrocarril
que giraba en la noche alrededor del aeropuerto sur de San Francisco, se divisaba
esa desgraciada luz colorada que ondulaba como una luz marciana mandando
señales y cohetes de fuego hacia los hermosos cielos de perdida pureza de la vieja
California, en la triste madrugada de otoño, primavera, verano, altos como árboles;
supongo que soy la única persona del barrio sur que jamás habrá sentido el deseo
de abandonar las limpias casas suburbanas para ir a esconderse entre los vagones
de carga a pensar; deshecho. Como si tuviera algo suelto dentro; oh, sangre de
mi alma, pensaba, y el Buen Señor o lo que sea que me puso aquí para sufrir y
gemir, y para colmo de todo ser culpable, y me da la carne y la sangre que son tan
dolorosas, las... mujeres todas tienen buena intención, esto lo sabía, las mujeres
aman, se inclinan sobre uno, traicionar el amor de una mujer es como escupir
sobre nuestros propios pies, arcilla...
Ese breve llanto repentino en la explanada de la estación, por un motivo que
en realidad yo no comprendía ni podía comprender; mientras me decía en el
fondo: «Ves una visión de la cara de la mujer que es tu madre, que te quiere tanto,
que te ha mantenido y protegido durante años, a ti que eres un vagabundo, un
borracho; y nunca se ha quejado una sola vez, porque sabe que en tu estado
presente no puedes lanzarte solo por el mundo y ganarte la vida y defenderte, ni
siquiera encontrar y conservar el amor de otra mujer que te proteja; y todo porque
eres el pobre y estúpido Leíto; en lo más hondo del pozo oscuro de la noche, bajo
las estrellas del mundo, estás perdido, pobre, a nadie le importa, y ahora renuncias
al amor de una mujercita, porque querías beber una copa más con un amigo
juerguista que viene del otro lado de tu demencia.»
Y como siempre.
Para terminar con la gran aflicción de la calle Price, cuando Mardou y yo,
reunidos el domingo por la noche, de acuerdo con lo establecido (había preparado
todo el programa para la semana, mientras meditaba en el patio después de fumar
la droga, «Éste es el programa más ingenioso que jamás se me ha ocurrido,
diablos, con un programa así puedo vivir una verdadera vida amorosa», consciente
del valor reichiano de Mardou, y al mismo tiempo escribir esas tres novelas y
llegar a ser un gran... etcétera) (un programa por escrito, que luego entregué a
Mardou para que lo estudiara; decía así: «Ir a casa de Mardou a las nueve de la
noche, dormir, volver al día siguiente a mediodía para pasar la tarde escribiendo,
cenar por la noche y descansar después, luego volver a las nueve de la noche del
día siguiente», con espacios vacíos en el programa al llegar al fin de
semana, para «posibles excursiones»... de borrachera); y con este programa
siempre en la mente, después de haber pasado el fin de semana en casa sumido en
ese horrible... Me precipité a casa de Mardou el domingo por la noche, a las
nueve, como habíamos quedado; no se veía ninguna luz en su ventana («Como me
imaginaba que algún día sucedería») y en cambio una nota en la puerta, para mí,
que leí después de orinar rápidamente en la letrina del vestíbulo: «Querido Leo,
volveré a las diez y media», y la puerta (como siempre) estaba sin llave, de modo
que entré a esperarla y me puse a leer el libro de Reich; porque había traído
nuevamente mi grueso volumen vanguardista de tan sana intención, la obra de
Reich, y estaba dispuesto por lo menos a «echarle un buen...» suponiendo que
todo tuviera que terminar esa misma noche, y allí estaba sentado, mirando de reojo
y maquinalmente; las once y media y todavía no ha llegado, tiene miedo de mí,
quién sabe dónde está... («Leo», me dijo más tarde, «realmente pensé que
habíamos terminado, que no volverías nunca más») y sin embargo me había
dejado esa nota de Ave del Paraíso, siempre y todavía esperanzada y deseosa de no
herirme ni de hacerme esperar en la oscuridad; pero como a las once y media no
ha vuelto me voy a casa de Adam, dejándole un mensaje para que me llame por
teléfono, con varias ramificaciones que después de un rato tacho, una multitud de
detalles sin importancia que confluyen todos en la gran aflicción de la calle Price,
lo cual tiene lugar después de haber pasado juntos una noche «exitosa» de amor,
cuando le digo: «Mardou, te has vuelto mucho más preciosa para mí después de lo
ocurrido», y a causa justamente de eso, como observamos, estoy en condiciones de
satisfacerla mejor, y en efecto la satisfago: dos veces para ser exacto, y por
primera vez; luego pasamos juntos una tarde entera y deliciosa, como si nos
hubiéramos reconciliado, aunque de vez en cuando la pobre Mardou alza la vista y
dice: «Pero en realidad deberíamos romper, no hemos hecho nunca nada juntos,
íbamos a ir a México, y después te buscarías un empleo y viviríamos juntos; y
recuerda también la idea que tenías de vivir en un altillo, todos esos fantasmas que
no han cobrado vida, por así decir, porque no has sido capaz de proyectarlos de tu
mente hacia el mundo, no has sido capaz de obrar, y yo tampoco; por ejemplo,
hace varias semanas que no voy al psicoanalista.» (Le había escrito, sin embargo,
una carta hermosa ese mismo día, pidiéndole que la perdonara y que le permitiera
volver después de unas semanas, y la aconsejara porque estaba tan perdida; yo
había aprobado la carta.) Todo esto había sido tan irreal, desde el momento en que
había entrado en Heavenly Lañe, después de haber pasado esos días tan solo y
triste en casa —cuando lloré en la explanada de la estación— para volver y ver
que al fin y al cabo la luz estaba apagada (como en el fondo me lo había
prometido), pero la nota nos había salvado por un momento; y también el hecho
de haber podido encontrarla más tarde, puesto que por fin me llamó a casa de
Adam y me dijo que fuese a buscarla a casa de Rita, donde bebimos cerveza que
yo había llevado; luego llegó Mike Murphy y también él había comprado cerveza,
para terminar con otra noche estúpida de conversación a gritos. Por la mañana
Mardou me dijo: «¿Recuerdas algo de todo lo que dijiste anoche delante de Mike
y de Rita?», y yo le contesté: «Naturalmente que no». El día entero, prestado del
día del cielo, delicioso; hacemos el amor y tratamos de hacernos promesas de poca
monta; todo inútil, ya que al caer la noche ella me dice, «Vayamos al cine», con su
pobrecito dinero de la mensualidad. «Dios santo, no podemos gastar todo tu
dinero.» «Bueno, que se vaya al diablo el dinero del cheque, no me importa nada,
pienso gastarlo todo y se acabó», con gran énfasis; por lo tanto se pone los
pantalones de pana negra y un poco de perfume; yo me acerco y le huelo el cuello
y le digo Dios mío, qué bien hueles; y la deseo más que nunca, en mis brazos se
deja ir, entre mis manos se disgrega como polvo; hay algo que no anda. «¿Te
enfadaste cuando me escapé del taxi?» «Leo, fue una chiquillada, fue la cosa más
histérica que he visto en mi vida.» «Perdóname.» «Naturalmente que te perdono,
pero fue la cosa más histérica que he visto en mi vida, y todo el tiempo estás
haciendo cosas así, cada vez peor, en realidad, ¡oh, al diablo todo!, vayamos a
algún cinc.» Por lo tanto, salimos, ella se ha puesto un impermeable pequeño, rojo,
conmovedor, que yo no le había visto nunca, encima de los pantalones de pana
negra, y sale a la calle con aire decidido, con su cabello negro y corto que le da un
aspecto tan raro, como una... como una persona de París; yo estoy vestido en
cambio solamente con mis viejos pantalones de ex ferroviario y una camisa de
trabajo sin camiseta; de pronto descubro que hace frío, ya es el mes de octubre, y a
ratos llueve, de modo que empiezo a temblar a su lado, mientras recorremos la
calle Price, en dirección a la calle Market, donde están las salas de espectáculos;
recuerdo aquella tarde cuando volvíamos del fin de semana en casa de Bromberg;
lo dos tenemos un nudo en la garganta, yo no sé por qué, ella sí.
«Querido, tengo que decirte algo, y si te lo digo tienes que prometerme que igual
vendrás conmigo al cine.» «De acuerdo». Y naturalmente, después de un
momento, agrego: «¿Qué es?» Calculo que será algo relacionado con...
«Terminemos de una vez, pero terminemos en serio, no quiero seguir así, no
porque no me gustes, pero creo que ya es demasiado evidente tanto para ti como
para mí...» Un tipo de discusión que siempre puedo llevar a buen fin, como lo he
hecho tantas veces, diciéndole: «Pero tratemos, oye, de ver si las cosas se arreglan
poco a poco...», porque el hombre siempre puede conseguir que la mujercita ceda,
ha sido hecha para ceder, la mujercita... por lo tanto espero confiado que empiece
con algo por el estilo, aunque me siento lúgubre, trágico, melancólico, y el aire
frío me penetra. «Te diré, la otras noche» (tarda algunos instantes en poner un
poco de orden en el recuerdo de las últimas noches, se confunde; yo la ayudo a
recordar, y le rodeo la cintura con el brazo; a medida que avanzamos nos vamos
acercando a las frágiles luces enjoyadas de las calles Price y Columbus, esa
esquina de la vieja Playa del norte, tan rara, y cada vez más rara a medida que
pasa el tiempo, lo que me evoca algunos pensamientos privados, como si fueran
escenas antiguas de mi vida en San Francisco; en fin, me siento casi satisfecho y
complacido dentro del manto de mi persona; sea como fuere, por fin decidimos
que la noche en cuestión debe de haber sido la noche del sábado, que fue
justamente la noche en que me puse a llorar en la explanada de la estación; ese
llanto, como ya dije, tan repentino y breve, y esa visión. Trato de interrumpirla y
de contarlo todo, esforzándome al mismo tiempo en descubrir si lo que quiere
decirme es que la noche del sábado ocurrió algo espantoso que yo no puedo seguir
ignorando...).
«Bueno, esa noche fui al bar de Dante y no quería quedarme, quise volverme a
casa, y Yuri estaba en el bar, haciendo todo lo posible por estar conmigo, y llamó a
alguien, y yo estaba junto al teléfono, y le dije a Yuri que lo llamaban» (así me lo
contó, con esta incoherencia) «y mientras él estaba en la cabina del teléfono yo me
fui a casa, porque estaba cansada, pero imagínate que a las dos de la madrugada se
me aparece y llama a la puerta...»
«¿Por qué?» «Porque no tenía dónde dormir, estaba borracho; entró casi a la
fuerza... y bueno...»
«¿Qué?»
«Bueno, querido, lo hicimos juntos», esa palabra tan de hipster, al oír la cual,
aunque seguía caminando y mis piernas se movían y me transportaban y mis pies
seguían apoyándose firmemente en el suelo, la parte inferior de mi vientre se había
desplomado dentro de mis pantalones o de mis ingles, y todo mi cuerpo era una
sola sensación de algo que se fundía definitivamente, que se derramaba como una
masa blanda en la nada; de pronto las calles se volvieron tan lúgubres, la gente que
pasaba tan bestial, las luces tan innecesarias para iluminar este... este mundo
hiriente; estábamos cruzando una calle cuando ella dijo «lo hicimos juntos», y
como una locomotora me vi obligado a concentrar toda mi atención para volver a
subir a la acera; no la miré; mi vista en cambio se perdió por la avenida Colum-
bus, pensé irme, rápidamente, alejarme de ella, como ya había hecho en casa de
Larry; pero no me fui, dije solamente: «No quiero seguir viviendo en este mundo
repugnante», aunque en voz tan baja que ella apenas me oyó, y si me oyó no hizo
ningún comentario; después de un rato agregó algunos detalles: «Podría contarte
algunos detalles más, pero será mejor no entrar en detalles, en realidad...»,
tartamudeando, en voz baja, y sin embargo los dos seguíamos avanzando en
dirección al cinematógrafo, donde daban Toros bravos (yo lloré al ver la pena del
torero cuando supo que su mejor amigo y su novia se habían ido a la montaña con
su propio automóvil, hasta lloré al ver el toro, porque sabía que estaba condenado
a morir, y sabía las muertes horribles que mueren los toros en esa trampa que se
llama plaza de toros); hubiera querido alejarme de Mardou, escapar. («¡Oye,
viejo!», me había dicho apenas una semana antes, una vez que me puse a hablar de
Adán y Eva y me referí a ella llamándola Eva, la mujer que gracias a su belleza es
capaz de hacer que el hombre haga cualquier cosa por ella, «no me llames Eva».)
Pero ya no importaba; seguimos caminando; en cierto momento, de la manera más
irritante para mí, se detuvo de pronto sobre la acera mojada de lluvia y dijo con
voz indiferente: «Necesito un pañuelo»; luego se volvió para entrar en la tienda, y
también yo me volví y la seguí de mala gana, a unos diez pies de distancia,
comprendiendo que en realidad no me había dado cuenta todavía de lo que me
pasaba, por lo menos desde la esquina de Price y Columbus, y ya estábamos en la
calle Market. Mientras ella está en la tienda, yo sigo discutiendo conmigo mismo,
será mejor que te vayas enseguida, tienes las monedas para el autobús, basta que
cruces la calle rápidamente y te vayas a casa; cuando ella salga verá que te has ido,
comprenderá que no has mantenido la promesa de ir al cine con ella, así como no
has mantenido una inmensidad de otras promesas, pero esta vez sabrá que te
asistía el más perfecto derecho, en tu calidad de macho. Pero nada de esto me
satisface, me siento apuñalado por Yuri, me siento abandonado y cubierto de
vergüenza por Mardou, me vuelvo hacia la tienda para mirar con ojos ciegos
cualquier cosa y en ese mismo momento sale ella con un pañuelo de algodón
púrpura fosforescente en la cabeza (porque han empezado a caer unas gotas
grandes de lluvia, y no quiere que la lluvia le desarregle el cabello que se ha
peinado tan cuidadosamente para ir al cine, y ahora se gasta el poco dinero que
tiene en pañuelos). Una vez en el cine, después de una espera de quince minutos
por lo menos, le tomo la mano, sin la menor intención de hacerlo; no porque
estuviera enojado sino porque me pareció que pensaría que era demasiada
humildad de mi parte tomarle la mano en el cine en un momento semejante, como
si estuviéramos enamorados; pero igual le tomé la mano, cálida, perdida; no le
pregunten al mar por qué los ojos de una mujer de ojos negros son tan extraños y
perdidos; por fin salimos del cinematógrafo, yo malhumorado, ella consciente de
la necesidad práctica de llegar lo más pronto posible al autobús, porque hacía frío;
y fue allí, en la parada del autobús, cuando se alejó de mí para llevarme a un lugar
más apartado, mientras esperábamos, y (como ya dije) entonces la acusé mental-
mente dé inquietud ambulatoria.
Una vez llegados a casa nos sentamos, ella en mi regazo, después de una larga
y cálida conversación con John Golz, que había ido a visitarla, pero se encontró
conmigo; podría haberse ido en seguida, pero dado mi nuevo estado de ánimo
quise demostrarle sin tardanza que le respetaba y que me gustaba, y conversé con
él, y se quedó casi dos horas; en realidad pude comprobar que Mardou se aburría
inmensamente, porque el muchacho le hablaba de literatura, con un interés que
ella no podía compartir, y también hablaba de cosas que ella ya sabía, pobre
Mardou.
Por fin se fue; entonces le dije que se sentara en mi regazo, y empezó a hablar
de la guerra que existe entre los hombres: «Están siempre en guerra, para ellos la
mujer es el premio, para Yuri tu premio ahora tiene menos valor que antes, nada
más.»
«Sí», le dije, triste, «pero yo hubiera debido escuchar más atentamente la
advertencia del viejo morfinómano, de todos modos; ese que me dijo que amantes
hay a montones: son todas iguales, muchacho, no te acostumbres a andar con una
sola».
«No es cierto, no es cierto, eso es lo que quisiera Yuri, que ahora fueras al bar de
Dante y los dos os pusierais a hablar de mí y reíros y llegar a la conclusión de que
las mujeres sólo sirven para una cosa, y que hay demasiadas en el mundo. Yo
pienso que tú eres como yo, quieres un solo amor, como si dijéramos, los hombres
encuentran la esencia en la mujer, porque en ella hay una esencia» ( «S í », pensé,
«hay una esencia, y se encuentra en tu sexo») «y el hombre llega a tenerla entre
las manos, pero la abandona para irse a construir sus inmensas construcciones».
(Yo le había leído pocos días antes las primeras páginas de Finnegans Wake, y se
las había explicado, y también la parte en que Finnegan está constantemente
construyendo «edificio sobre edificio sobre edificio» en las orillas del Liffey...
¡estiércol!).
«No pienso protestar», pensé, y dije: «¿Dirás que no soy un hombre si no me
enojo?»
«Como la guerra que te dije, está bien claro.» «También las mujeres tienen sus
guerras...» ¿Qué haremos? Pensaba: ahora me voy a mi casa, y hemos terminado
para siempre, no cabe duda, no solamente se ha aburrido de mí, está harta de mí,
pero para colmo me ha atravesado de parte a parte con esa especie de adulterio, ha
sido infiel, como el sueño me había profetizado, el sueño, el maldito sueño; me
veo a mí mismo, aferrando a Yuri por la camisa y derribándolo por el suelo, extrae
un cuchillo yugoeslavo, levanto una silla para hundirle el cráneo, todos me
miran... pero sigo soñando despierto, le miro a los ojos, y de pronto veo el
resplandor de un ángel burlón que ha venido a la tierra por broma, y comprendo
que esto que ha ocurrido con Mardou también es una broma, y pienso: «Qué ángel
más raro este que se eleva de entre los subterráneos.»
«Hijito, tú decidirás», me está diciendo en realidad Mardou en ese momento,
«cuántas veces por semana quieres verme y todo eso; pero, como te dije, quiero
ser independiente».
Y yo me vuelvo a casa, habiendo perdido su amor.
Y escribo este libro.
ÍNDICE