Garland, Inés - El Rayo Verde

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Ins Garland

La arquitectura del ocano

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Ships that pass in the night, and speak each other in passing;
Only a signal shown, and a distant voice in the darkness;
So on the ocean of life, we pass and speak one another,
Only a look and a voice, then darkness again and a silence.
Henry Wadsworth Longfellow

Barcos que pasan en la noche, y se hablan al pasar;


Se dan slo una seal, y una voz distante en la oscuridad;
As en el ocano de la vida, nos pasamos unos a otros y nos
[hablamos,
Slo una mirada y una voz, despus otra vez la oscuridad
[y un silencio.
Henry Wadsworth Longfellow

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El rayo verde

Pap y Ana, mi mejor amiga, llegan a Salinas al me-


dioda. Mam y yo nos estamos sacudiendo la arena de
los pies cuando el auto entra en el camino del costado
de la casa y se estaciona mordiendo el pasto del jardn.
Cuidado con las hortensias, dice mam, las puertas
del auto se abren, y pap y Ana bajan del auto, con la
palidez de la ciudad y el cansancio del viaje.
Pasaron la noche en Mendoza, en el mismo ho-
tel en el que pasamos la noche nosotros, la familia,
dos semanas antes. No tengo ni la edad ni la costum-
bre de pensar en los actos de los adultos, pero hace
dos semanas pap manej mil quinientos kilmetros
para traernos a Salinas, a los dos das manej mil qui-
nientos kilmetros de vuelta a Buenos Aires, trabaj
diez das, busc a mi amiga, y ese medioda acaba de
manejar mil quinientos kilmetros de vuelta para em-
pezar sus vacaciones.

Ese verano mam est leyendo Los pilares de la


tierra, un mamotreto de novela, de una saga familiar
en el medioevo. Alguna vez dir que por eso no se dio
cuenta de nada. Es una excusa poco creble. La culpa
no la tiene la novela sino ese hbito suyo de ir por la
vida rodeada de vapores, como si fuera por ah entre
gasas, una armadura frgil que a ella le parece efectiva
y que, cuando fracasa, la convierte en una arpa. No
es verdad que ella no vea lo que pasa, es que cuando

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empieza a pasar se va al cuarto a leer. La veo de espal-


das, alejndose por el pasillo con la novela en la mano.
Nos deja en el living, en el aire cargado de lo que pasa,
de lo que ella dir que nunca vio. Poco antes de que
se pare para irse por el pasillo, pap agarr los pies de
mi amiga Ana, los trajo hacia l hasta apoyarlos sobre
sus piernas y los envolvi con las manos. Antes de eso,
Ana dijo que ella es pisciana y que los piscianos tienen
mucha sensibilidad en los pies. Durante el ao hizo
un curso de astrologa y ahora nos dice cmo somos.
A m me gusta que ella me diga cmo soy. Porque yo
no s cmo soy.

A Ana el mar le da fro. A mis hermanas y a m, los


chilenos nos dicen las focas. Sera ms halagador que
nos dijeran las sirenas, pero el agua del Pacfico es he-
lada y somos las nicas que se quedan en el agua tanto
tiempo. Avanzamos hacia la rompiente con el cuerpo
aterido, con cada brazada, cada zambullida debajo de
la espuma, el cuerpo va entrando en calor. Cuando
llegamos del otro lado miramos las olas hasta descu-
brir el punto exacto donde estn por romper, donde se
vuelven inevitables. Nos gritamos cuando una de las
olas nos parece perfecta. sta. sta se acerca, se for-
ma el borde maduro y es cuestin de nadar con bra-
zadas poderosas y no abandonar. La fuerza de la ola
nos toma, envuelve el cuerpo, lo baja desde la altura,
nos volvemos parte de la espuma disparadas hacia la
costa. Gritamos de felicidad.
Los chicos nos miran desde la orilla. Las focas
somos jvenes, con el cuerpo firme y lleno de sol.
No sabemos que los chicos nos ven as, tenemos la
inconsciencia de la juventud.

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Cuando baja el sol y los cuerpos se visten y disimu-


lan, todos se renen en nuestra casa. Pap se instala en-
tre los jvenes, joven entre los jvenes tiene cuarenta
y dos aos y da ctedra sobre la vida. Le gusta este
pblico cautivo, y est convencido de que los chicos
vienen a escucharlo a l, aunque con el tiempo yo des-
cubra que vienen a buscarnos a nosotras.
Dice: una mujer es virgen cada vez que decide acos-
tarse con un hombre.
Los chicos son chilenos, catlicos, apostlicos, roma-
nos. Asienten como si supieran de qu est hablando
y nos miran, miran a las hijas del hombre que acaba de
hablar de la virginidad transformndose en el nico
adulto que les habla de sexo. Mi amiga Ana escucha.
Su padre jams habl de sexo. Su padre es un hombre
distante que se peina con gomina y espera que ella se
reciba de economista con honores como l.

Manuel llega una maana cualquiera. Aparece en la


playa con una camisola y sandalias jesuitas. Los empei-
nes se le pusieron rosados por la caminata bajo el sol.
Viene de Bariloche, donde me dijo que pasara sus va-
caciones. Yo no lo esperaba. Nadie lo esperaba. Tiene el
pelo largo y est flaco porque en Bariloche se vuelve
salvaje, se escapa del yugo familiar y anda todo el da en
el bosque entre los arrayanes, duerme a la intemperie,
come truchas que pesca desde la orilla y frutos del bos-
que, y su cuerpo se despierta de tal manera que se puso a
extraarme y a desearme con cada fibra de su ser.
La casa es grande, le damos un cuarto para l solo,
a travs del pasillo del que yo comparto con Ana.
Manuel no sabe barrenar. Me espera en la orilla y
nos vamos a caminar por la playa. All lejos, al final de

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la arena larga, hay un promontorio de rocas blancas


y lisas. Trepamos como cabras. El mar golpea contra
las rocas y levanta espuma. Ms hacia tierra, las rocas
arman grandes superficies planas, calientes, polvorien-
tas. Caminamos hasta donde no nos vea nadie, la cur-
va de la playa queda detrs de nosotros y las casitas a
los lejos, a nuestra espalda, se hacen lejanas. Pensamos
que ni pap ni mam ni los chicos catlicos apostli-
cos y romanos pueden vernos cuando nos besamos. El
cuerpo de Manuel tiene gusto a sal. La tela de su short
de bao se pone tirante alrededor de su sexo y siento
por primera vez su dureza. Los besos me dan vrtigo.
El sexo de Manuel se aprieta en el valle entre mis ca-
deras, pero no baja a buscar el mo porque las monjas
dicen y la familia de l dice. No nos atrevemos a sa-
carnos los trajes de bao. Se acuesta sobre m y nos ol-
vidamos de la roca debajo, mi cuerpo va hacia el suyo
en cada libre, quiero salir de m, mezclarme con l,
mis caderas se van hacia delante, se mueven ajenas a
cualquier voluntad. Hasta acabar. No entendemos lo
que nos pasa. Nos miramos con un asombro absoluto.
Toda la vida nos obligaron a rezar y a pedir perdn por
nuestros pecados, y para los dos hay un pecado que es
casi el peor de todos. Y queremos cometerlo, lo esta-
mos cometiendo ya, pero las instrucciones no fueron
especficas, las instrucciones hablaron de estar desnu-
dos, de sangre entre mis piernas, de una vida que se
iba a gestar en mi tero. Las instrucciones no habla-
ron de la locura que nos tira a uno contra el otro, y
aunque pap diga que las mujeres son vrgenes cada
vez que deciden acostarse con un hombre nuevo, yo
no puedo hacerles odos sordos a las monjas del cole-
gio. Y adems pap lo dijo mientras miraba a Ana y le

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acomodaba un mechn de pelo detrs de la oreja a la


vista de todos. Menos de mam que lea Los pilares de
la tierra envuelta en sus gasas.

Hay un telescopio en lo de Ferro dice pap .


Me obligaron a mirar. Te vi con Manuel. Todos te vieron
con Manuel.

Me resfro. Pasan los das y yo voy perdiendo cada vez


ms el olfato. No puedo sentirle el gusto a la comida. Las
excursiones a las rocas se suspenden. Una tela de araa
nos encierra a todos: a Manuel y a m, a pap, a Ana y
mam. Porque son ms chicas, mis hermanas menores
y sus primeros amores de verano, platnicos y livianos
como plumerillos, no quedan atrapados en la tela.

Pap est tirado en la lona, apoyado sobre el codo.


Detrs de l, nosotras. Ana abre hacia un lado el brazo
con la mano abierta, yo abro el mo hacia el otro lado.
Parecemos porristas posando con su entrenador. En la
foto parezco feliz. No se ve mi resfro, ni a Manuel ni a
mam ni a mis hermanas. La vida tiene esa mana de se-
guir adelante aunque despus no podamos recordar ms
que instantes sueltos, como esa foto, aunque no podamos
reconocer las cosas que nos exiliaron de nosotros mismos.

Ests resfriada para no ver lo que est pasando


frente a tus propias narices dice mi padre.
Estamos mirando el atardecer sentados en una roca.
Qu es lo que no quiero ver?
Est por contestarme, pero Manuel, mam y Ana
aparecen rodeando la roca por el lado del mar y se
sientan a nuestro lado.

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El que vea el rayito verde conocer el verdadero


amor dice mam, y miramos el sol que empieza a
hundirse en el mar hasta que nos lloran los ojos.
El rayo verde se desprende a ltimo momento, un
destello fugaz antes de que el sol desaparezca. Se me
escapa un sonido deslumbrado que se pierde en el rui-
do de las olas. Nadie ms ve el rayo verde. Ni pap, ni
mam, ni Ana. Tampoco Manuel. Cuando me abra-
za en el camino de vuelta a la casa, es como si ya me
hubiera dejado.

Al da siguiente en la playa pap me habla de lo que


yo no quiero ver.
Estoy enamorado de Ana y voy a dejar a tu madre
dice. Vos tens que entenderme.
Dice que yo tengo que haber sabido siempre que
Ana es mucho ms acertada, o adecuada, no s qu pa-
labra usa, pero es como si Ana fuera un guante o una
media, algo hecho a la forma de l.
Los dems me van a condenar, pero vos no.
Cmo negarle la lealtad que me pide?
En las fotos de la ltima maana de las vacaciones
tenemos todos la cara hinchada por el sueo. En un rato
vamos a dejar la casa de veraneo; los bolsos y las vali-
jas cerrados deben estar ya en el auto. Se me ocurre que
es pap el que saca las fotos. No s dnde est Ana, no
puedo acordarme de ella en los das que siguen a la con-
fesin de pap. No puedo acordarme de nada en los das
que siguen a la confesin de pap. Como si me hubiera
envuelto una ola y a mi alrededor slo hubiera agua.

Aos ms tarde, en un viaje a Mendoza, reconoz-


co, con un salto del corazn, las sombrillas blancas en

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la terraza del hotel. No recuerdo nada de la noche fa-


miliar. En lugar de esos recuerdos, reales, encuentro
otros, imaginados. En sos, mi padre y mi amiga Ana
estn sentados a la mesa, bajo una de las sombrillas.
Acaban de llegar de mil kilmetros de viaje por la ruta
desde Buenos Aires. Van a pasar la noche en el hotel y
retomarn el viaje a Salinas al da siguiente. Llegarn
a destino al medioda, quinientos kilmetros ms tar-
de. Mi madre y yo estaremos sacudindonos la arena
de los pies cuando el auto entre en el camino de cos-
tado de la casa y mi padre lo estacione contra las hor-
tensias. l se va a bajar primero, mi amiga despus.
Y cuando yo los vea, no voy a pensar nada que pueda
recordar con precisin. Nunca ms voy a poder pensar
en esa escena como si fuera la primera vez que la veo,
ni siquiera cuando, una y otra vez en mi vida, quiera
escribirla. Las sombrillas, sin embargo, me resultarn
fciles, grabadas en la memoria con la contundencia
de la materia, blancas bajo el sol del atardecer, en la
terraza del hotel con las ventanas y los balcones fran-
ceses y las palmeras.

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