De Bogota Al Atlantico 1880

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SANTIAGO PEREZ TRIANA

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Santiago 'Prez Triana

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SANTIAGO PEREZ TRIANA

El escritor colombiano Santiago Prez Triana


naci en Bogot el 15 de septiembre de 1858.
Muri en Londres en 1916. Su actividad intelec-
tual fue grande y prolfica: libros, artculos de
peridico y de revistas, ensayos literarios y cr-
ticos, polmicas de carcter poltico, versos, cuen-
tos. Tuvo una vida muelle y agitada a la vez.
N o hay paradoja en la antinomia para el caso
del seor Prez Triana, quien equilibraba su ener-
ga vital entre un nimo de aventura y un sentido
tpicamente burgus de la existencia. La agita-
cin y el tranquilo reposo, las infinitas molestias
de los viajes en malas condiciones y la residencia
placentera en las ms bellas ciudades del mundo,
la estrechez econmica y la abundancia, la inse-
guridad y el bienestar, la expatriacin voluntaria,
alternada con el respeto y la admiracin de sus
compatriotas, constituyeron el doble sno de la
vida del seor Prez Triana.
Posey una inteligencia clara, aguda, vivaz, pe-
netrante; una palabra fcil y caudalosa, que des-
envolva sus perodos con igual maestra y domi-
nio, por lo menos en cinco idiomas cultos; tena
el dn innato de la gracia humorstica, que lle-
gaba hasta la irona y el sarcasmo; una cauti-
vadora simpata personal, un envidiable dn de
gentes, le abra paso entre amigos y adversarios,
ganndole la admiracin de unos y de otros. El

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ms popular y conocido de sus retl~atos lo <,},}l/ues-
tra con una obesa estampa de dicono. Corto de
estatura, los pequeos ojos rebrillando, inquisido-
res, detrs de los gruesos lentes, las manos re-
gordetas, el pecho abombado, la cara rolliza, cui-
dado el indumento. N o denuncia esa figura de
apacible burgus el nervio, el fuego del alma
oculta detrs de tal envoltura carnal. Por ah, en
un pasaje de este mismo libro, refiere cmo los
indgenas de los Llanos creyeron, al verlo, que
era el Obispo de la Dicesis, que llegaba en mi-
sin apostlica para "bautizar indios". De esa
equivocacin, que aprovech integralmente en
beneficio dA la. reUgin de Cristo, hace un gra-
cioso relato en que campean sus dones de ironista.
Fue el seor Prez Triana ese tipo de colom-
biano "deracin" que se acomoda a la mara-
villa en tierras extraas, y que en tierras extra-
as sigue con cierta curiosidad de entomlogo,
ms o menos orgulloso, las peripecias polticas y
de otros rdenes, que van ocurriendo en su pas
de origen. Alemania, Francia e Inglaterra -so-
bre todo Inglaterra- eran la patria intelectual
del seor Prez Triana, y formaban el clima es-
piritual de su inteligencia, dentro del cual se
senta a sus anchas. Amaba a su patria, es cierto
y, en muchas ocasiones, la sirvi con eficacia y
con brillo, llevando su representacin en congre-
sos internacionales y, desde luego, le dio fama en
el exterior con los frutos de su pluma. Pero Eu-
ropa lo atraa irremediablemente. All estaban la
aventura, los negocios, la actividad intelectual,
los placeres fciles, la buena comida, los excelen-
tes vinos, los museos de arte, la amistad de hom-
bres ilustres. En Colombia haba, en cambio, un
rgimen poltico que detestaba y, desde luego, el
campo de las experiencias para un espritu tan
ambicioso como el suyo, 1'esultaba muy limitado
y pobre. Completo "deracin", en los libros del
seor Prez Triana, aun en este mismo libro que
refiere su viaje por los llanos orientales de Co-

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lombia, persiste el acento forneo, la melanclica
remembranza de Pars, de Londres, de Berln, de
Roma, la "saudade" de una civilizacin que ado-
raba. Las cosas colombianas, vistas por el seor
Prez Triana aparecen juzgadas a travs de un
paralelo tcito o explcito con las "cosas de Eu-
ropa". Su inteligencia y su temperamento haban
recibido el influjo de una cultura superior; de un
criterio europeo del cual ya no poda emanciparse
al entrar en contacto con los problemas y los
hombres de su patria.

* * *
DE BOGOT A AL ATLANTICO es un libro que
se lee con agrado y con utilidad. El seor Prez
Triana emprendi viaje por los llanos orientales
del pas el 21 de diciembre de 1893. Casi cmco
largos meses gast en arribar, con su comitiva, a
Ciudad Bolvar, en la repblica de Venezuela.
Las pginas de su diario de viajante, constituyen
este volumen, editado por primera vez en Pars,
en 1897. El inters documental de esta obra, no
necesita ponderarse. Es obvio. El seor Prez
Triana era un excelente observador de todo lo
curioso, lo pintoresco, lo original y novedoso que
pasaba al alcance de su experiencia. De su acci-
dentado periplo por las regiones selvticas que
baan los ros Meta, Vichada y Orinoco, nos da
una versin interesante, que debi parecer extra-
ordinaria en los aos de la publicacin de su li-
bro. De entonces a hoyes claro que el conoci-
miento sobre esas regiones de Colombia ha au-
mentado considerablemente y que, en buena par-
te, se han modificado muchos de los hechos "so-
ciales" apuntados por el seor Prez Triana. El
dominio estatal sobre esas zonas fabulosas de la
nacin, es ahora completo y se ejerce con un cri-
terio de justicia y de respeto para los fueros. del
indgena, que no tena vigencia en la poca del
viaje del escritor colombiano.

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A. pesar de la grande capacidad de objetivacin
que el seor Prez Triana tena, el relato de sus
aventuras por los Llanos, est, no deformado, pe-
ro s impregnado de literatura, de elocuente y, a
veces, ingenua retrica. Vicio de le, poca, que se
debe mirar o justificar bajo ese aspecto cronol-
gico. El "discurso" del ro Meta, que llena varias
pginas, es tpica muestra de la moda literaria de
entonces. Para el gusto de hoy, puede que esa
publicacin peripattica, colmada de apstrofes,
de exclamaciones, de sentencias filosficas, de
apelaciones emocionadas a las fuerzas de la natu-
ra~eza, de apocalpticas expresiones, resulte bas-
tante artificial y un poco descosida del tema, un
poco trada de los cabellos, para descarga emocio-
nal del autor.
El estilo en que se halla escrito este libro, acu-
sa en el seor Prez Triana un tranquilo dominio
de la forma y una facilidad incuestionable para
matizar con trazos lricos el relato. N o es esta
prosa un modelo de sobriedad. N o poda ser si
reparamos en la prodigiosa capacidad expresiva
y en la peligrosa y envidiable soltura de que era
dueo el seor Prez Triana para verter al papel
sus ideas y sentimientos. Esa abundancia, esa
copiosidad resulta, en este libro, simptica aun
cuando muchas veces embarace el curso de la na-
rracin.
La utilidad que para la cultura colombiana
representa la reedicin de este libro, no se dis-
cute. En las pginas de la presente obra del se-
or Prez Triana, qued la huella de una expe-
riencia llena de inters. El paisaje y las circuns-
tancias sociales con que t1'opez el autor en su
viaje, fueron captadas con mucha pericia. Las
descripciones del ambiente fsico alcanzan mu-
chas veces un acento de grande y perdurable
emocin.
HERNANDO TELLEZ

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DE BOGOT A AL ATLANTICO
por la via de los ros
Meta, Vichada y Orinoco.

CAPITULO PRIMERO

A las diez de la noche del da veintiuno de di-


ciembre de mil ochocientos noventa y tres,
atravesbamos el portal de la hacienda de Boit,
mansin hospitalaria de gente hidalga, situada
cerca de Chocont en Cundinamarca. A diestra y
a siniestra apareca como una ancha faja blan-
quecina sobre el fondo verde-oscuro de la Saba-
na, la carretera del Norte. Las sombras de los es-
casos rboles y las nustras propias, as como las
de nuestras cabalgaduras, se destacaban con la
nitidez de las producidas por un poderoso foco
elctrico a los rayos de la luna, que es proverbial-
mente esplendorosa en aquella regin y en aque-
lla poca del ao.
Dimos la cara al Norte y la rienda a nuestras
cabalgaduras y emprendimos la marcha a paso
largo. El golpe de los herrados cascos sobre la re-
seca arcilla del camino, resonaba como el de un
martillo sobre pedazos de bronce desquebrajados.

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2 SANTIAGO PEREZ TRIANA

A uno y otro lado del camino se alzaban en inter-


minable lnea las dos paralelas de cercas de pie-
dra, interrumpidas a trechos desiguales por los
portales o entradas de las distintas fincas o ha-
ciendas. De vez en cuando, a cierta distancia del
camino, se ergua sombra y muda como un gran
tmulo, alguna casa campestre envuelta en el si-
lencio, y misteriosa a la luz de la luna. Todo era
quietud en nuestro alrededor, salvo el mugir del
ganado, bien de las reses mayores, bien de los be-
cerros encerrados en los apriscos. Varias veces,
alguna res asomaba por encima de las cercas de
piedra su rostro y nos miraba con ojos llenos de
admiracin; de sus narices se desprendan dos
pequeas columnas de vapor condensado, que as-
cendan perdindose en el aire fro de la noche.
Atravesmos algunos puentes, y advertimos,
ms que por el murmullo de sus aguas, por el ca-
brilleo de la luna en los menudos pliegues de las
ondas, la existencia de pequeos arroyos que cru-
zaban los campos. En las largas horas de nues-
tra marcha no encontrmos un solo sr humano;
tal se dira que nos hallbamos entre vestigios de
un mundo muerto y que ramos nosotros los ni-
cos seres animados, peregrinos en aquella vasta
y desierta soledad.
La situacin no poda menos de impresionarnos.
Al principio, el pensamiento se contrajo a lo que
tenamos delante de nosotros y a los incidentes
de ese mismo da, al adis desgarrador y triste
como todos los adioses, pero mayormente en nues-
tro caso, por razn de las circunstancias que lo
caracterizaban; a lo incierto del viaje que em-
prendamos hacia regiones desconocidas, acaso
nunca holladas por la planta del hombre civiliza-
do. Lugo, como ave que torna al nido, el pensa-
miento venci la distancia recorrida el da an-
terior, lleg hasta el paterno y hurfano hogar
-un instante se detuvo all como implorando pa-
ra l bendiciones del Cielo-, fue hasta el cemen-
terioen donde tranquilos y fura del alcance de
los hombres reposan los seres queridos cuya pe-
regrinacin sobre la tierra ya termin, y lugo

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DE BOGOTA; AL ATLANTICO 3

se cermo- sobre la vasta ciudad, dormida enton-


ces, pero'-mar tempestuoso de pasiones y de am-
biciones,como -toda agrupacin humana. Como
en medio de la borrasca buscan las aves marinas
el mstil hospitalario de algn barco en qu po-
sar a descansar las fatigadas alas, -':""enmedio de
esos hogares- busc nuestro pensamiento noen
qu poder descansar al abrigo de 'simpata y de
cario; mas j ay, cun pocos de entre todos -ellos
le brindaban tal hospitalidad!
Vuelto el espritu de esa dolorosa peregrinacin,
nos dimos a, contemplar lo. que )lOS rodeaba y
alzando la vista advertimo.s la presencia del hilo
telegrfico que une en ,lazo estreGhode instan-
tnea comunicacin todos los ce;ntro$ poblados
de la Repblica. Al mirarlo no pudimos menos de
pensar con Hamlet lo que ste al contemplar el
crneo de Yorick: "A qu tristes lisos, a qu m_o
seras aplicaciones hemos de' llegar algn da", di-
ce ese loco pensador o gran filsofo, a quien Sha-
kespeare ha querido llamar Hamlet. El polvo del
Csar imperial puede servir, andando, el tiempo,
para tapar una rendija e impedir que por ella se
cuele el viento. Triste es esto, :mas en verdad que
Shakespeare no agot el pensamiento, 'porque
hay algo peor. que las, aplicaciones o usos humil-
des o mseros a que est sujeta' la materia, .y ese
algo peor .son las aplicaciones o usos infamantes,
aquellos que degradan la materia, por decirlo as.
El hierro que sirve para la cadena con la cual se
sostiene el barco sobre el ncora, es un hierro
bendito, como loes tambin el que corta el surco
f!'lcundando el suelo; pero' j ay de l! cuando en
las mutaciones de la materia se le degrada y se
le convierte en hacha de verdugo o en grillete de
presidiario; noble es el leo de la quilla del bar-
co peregrino de los mares, noble el del altivo ms-
til que se humilla al soplo de la brisa, pero in-
famado est aquel que fue tallado para rbol de
horca; noble es el acero de la espada, arma fran-
ca; vil, infame, el del pual del asesino; el hilo
telegrfico que transmite el pensamiento, de mo-
do que por l circule la vida de un pas y el es-

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..
A
SA~~TIAGO PEREZ TRIA~.A..

pritu .p:'t!pitante del mundo, desempea nobilsi-


ma mlSlOn; cuando forma parte de un sistema
que lo degrada para que sirva a los de arriba co-
mo instrumento de espionaje y a los de abajo co-
mo medio de hacer acto de diaria lisonja y de
diario servilismo a guisa de inmenso incensario
puesto al alcance de todos, es un hilo telegrfi-
co infamado. Daz Mir apostrofa as a las cosas
sin alma:

"Cosas sin alma que os mostris a ella


y la servs en muchedumbre tnta,
i Temblad l, la dbil hora no adelanta
Sin imprimiros destructora huella.
De la materia resistente y bella .
Tomad lo que ms dura y ms encanta;
Si sois piedra, sed mrmol; si sois planta,
Sed laurel; si sois llama, sed estrella".

Si esas cosas sin alma tuvieran sensibilidad y


volicin propias, preferiran el anonadamiento a
ser rebajadas a los usos viles, a los usos infaman-
tes; y de todos ellos ninguno peor que aquellos
que son privativos de la lisonja y del servilismo.
En los actos de violencia, aun en los ms bru-
tales, hay para quien los ejecuta algo de peligro
y de franqueza, que si no los redime, por lo me-
nos en algo los atena. Bajo el imperio de la li-
sonja y del servilismo erigidos en sistema, todo
es farsa, todo es falsedad. De los tiranos, es pre-
ferible un Guillermo el Conquistador, cruel, pe-
ro valiente, que sabe dar la cara al enemigo, a un
Felipe II que asesina desde su palacio y con sua-
ves palabras manda atormentar y quemar a las
gentes y recomienda a los verdugos que traten
con cario a las vctimas. Los prototipos de es-
tos tiranos en la evolucin de la historia perma-
necen los mismos, y hoy como siempre son me-
nos execrables los tiranos de combate que los ti-
ranos de bufete, pues estos ltimos a ms de ti-
ranos son siempre farsantes. La pertinencia de
estas observaciones se impone a todos aquellos

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que conozcan el pas de que se trata y la situa-


cin poltica de l.
Siguiendo, no ya el curso del hilo telegrfico
que tan tristes reflexiones despertaba en nuestro
nimo, sino nuestra propia fantasa, dimos el es-
pritu a volar por todo el mbito de la Repblica.
Consideramos ese inmenso pas en el cual la na-
turaleza ha prodigado todos sus dones a tal pun-
to que si l fuese encerrado como por medio de
la renombrada muralla china, hallara sobre su
suelo los productos de todas las zonas y dentro
de su seno, en las entraas de sus montes, todos
los minerales y las riquezas conocidas por el hom-
bre. Veamos esas ilimitadas llanuras atravesadas
por multitud de ros navegables; las faldas de
esos montes, en donde en graduacin lenta se en-
cuentran todos los climas, desde el tropical has-
ta llegar a las nieves polares; las aguas que des-
cienden cargadas de fuerza vivificante, que se
pierden en torrentes ignorados, sin que el hom-
bre sepa o quiera hacer uso de ellas; y al ver to-
do aquello y al considerar que la man del hom-
bre o su huella se encuentra solamente marcada
en esas vastas soledades por veredas casi intran-
sitables que unen unos centros con otros y por
multitud de campos de batalla donde blanquean
las osamentas de los hijos de un pueblo que no
alcanza a ocupar ni con mucho la vasta exten-
sin que es suya, no pudimos reprimir un pro-
fundo sentimiento de melancola ante tnto po-
der y tnta riqueza malgastados.
Nuestros caballos seguan andando. La luna ha-
ba tomado ya un color blanco y pareca una nu-
be que se perda en el espacio. Por el horizonte,
al Oriente, se vean grises y confusos los albores
del nuevo da, y nosotros, cansados y ateridos por
el fro, vimos al lado del camino, como bienveni-
da aparicin, una pajiza choza, a la cual dirigi-
mos nuestros pasos.

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l!
V SANTI.'WO PEREZ TRIAN A

CAPITULO SEGUNDO

La choza a que llegamos era de humildsima


apariencia; en realidad constaba de una sola pie-
za dividida en dos por un delgado tabique. Sobre
el suelo estaban tendidos diez o doce labriegos que
haban pasado all la noche; .iban de las tierras
fdasa las templadas a ocuparse en la cosecha de
caf. En un rincn arda entre tres piedras -las
tradicionales del hogar-,-. un fuego que regocij
nuestros ojos. Despus de la larga noche de vi-
gilia, el fro y el hambre eran dueos de nues-
tro sr. Ni la belleza. del amanecer ni el espec-
tculo que tenamos a nuestro alrededor, del pa-
norama que creca instante por instante a me-
didaque la luz lo inundaba, fueron parte a lla-
mar nuestra -atencin. Lo que nos preocupaba
era el deseo punzante de tomar algn refrigerio,
y para satisfacerlo, saltamos a tierra y empren-
dimos su preparacin. Muy pronto estuvo listo;
vidos lo despachamos, y aunque de buena ga-
na nos hubiramos tendido al lado de los labrie-
gos que roncaban a pierna suelta, comprendimos
que para llegar hasta el punt que nos propona-
mos ese da, no haba tiempo que perder. As, pues,
con gran dolor de nuestra alma, montmos en
otras cabalgaduras, y cuando el sol ya empezaba
a derramar sus rubicundos rayos, vistiendo con
matices dorados y reflejos diamantinos los pra-
dos y los rboles, en cuyas hojas temblaba el ro-
co de la maana, emprendimos de nuevo la
marcha ..
El escenario haba cambiado notablemente.
Atravesbamos un terreno ms quebrado y on-
dulante, en el cual no se vea choza ni casa nin-
guna. As continuamos todo el dla sin incidente
de ninguna especie, y ya al caer de la tarde, en-
tre las cuatro y las cinco, arribamos molidos y
maltrechos a la hacienda de Gmbita, cerca de
Tunja, en Boyac, despus de diecinueve horas

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de jornada no interrumpida sino por los breves


instantes pasados en la choza en donde al ama-
necer nos habamos detenido.
En Gmbita'encontrmos a R., quien se haba
ofrecido a acompaarnos en el proyectado viaje.
All mismo tena l los animales o bestias mula-
res que debamos emplear, tanto para nosotros
,mismos como para el transporte de nuestro equi-
paje en lo que an nos faltaba de camino para
llegar al ro Meta, hacia el cual nos dirigamos.
Al desmoritarnos despus de tan largo viaje, sen-
timos un cansancio infinito; la fatiga y el sueo
fueron ms poderosos que el hambre, y como el
Dante, despus de escuchar la narracin de Fran-
cesca, camos "como cae un cuerpo muerto".
A eso de las diez de la noche R., que no haba
pasado las veinticuatro horas como nosotros, a
guisa de aballeros andante s recorrie11docampos
y prados, nos despert y nos dijo que era preciso
prepararnos para la marcha. A las once empren-
di camino nuestra cabalgata; esta vez ms nu-
merosa ql,eel 'dhi anterior, pues nos acompaa-
ban los arrieros que llevaban diez o doce cargas
de equipaje, enseres y provisiones para nuestro
largo viaje.
Durante dos das, viajando de noche y de da,
casi' sin' descanso,continumos nuestra marcha
hasta'llegar;a la casa de don P. A., enfrente de
la ciudad de Miraflores. Nada especial ocurri
durante quellos das. Las gentes en los caminos
y las de los pequeos caseros que atravesbamos,
vean la larga fila: que formbamos nosotros en-
tre viajeros y arrieros,y las muchas bestias que
llevbamos, y no se explicaban qu quera decir
aquello. Viendo el porte corpulento de alguno de
nosotros, no falt labriego que dijera que el se-
or arzobispo andaba en misin. Perdneles el
seor arzobispo a dichos labriegos el que se hu-
bieran atrevido a hacer comparacin para l tan
poco favorable y que nosotros s supimos agra-
decer hasta el punto, en algunos casos, de -impar-
tir nuestra bendicin por lo que 'ella pudiera va-
ler y con intenciones buenas' aunque desprovista

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de carcter episcopal o apostlico. j Ojal a pesar


de esto, si les alcanzara dicha bendicin a aque-
llas pobres gentes para "espantar los veniales" de
que hablaba cierto chusco antioqueo!
Los caballos que nos haban servido para lle-
gar hasta Gmbita haban quedado atrs. En
Gmbita tomamos las mulas enviadas por algu-
nos bondadosos amigos, y entre todas y sobre to-
das ellas, mencionaremos un animal negro, per-
teneciente a un generoso y galante amigo nustro,
el de su silla, segn la expresin consagrada, quien
nos lo haba ~nviado garantizndonos que por
donde l no pasara, no pasara nadie. Carecemos
en absoluto de toua erudicin en achaques de ca-
ballos o de mulas. Nunca hemos sabido distinguir
una mula de un macho, ni un caballo de una ye-
gua, salvo en el caso en que el sexo de esta lti-
ma es proclamado en resonante relincho por su
progenie que le sigue de cerca. Ahora mismo no
pudiramos asegurar si el hermoso animal que
llev nuestra persona durante tantos das por en-
tre precipicios y veredas, cuasi intransitables, era
mula o macho. Si se nos forzara en algn caso a
decidir tan ardua cuestin, no podramos hacer
como tantas gentes en nuestro pas que con un
solo vistazo fallan sin riesgo de error; nosotros
tendramos que proceder a un examen anatomo-
fisiolgico demasiado peligroso para intentarlo
dada la proximidad y contacto indispensables pa-
ra una feliz y acertada solucin del problema. Pe-
ro puesto que tal averiguacin est por lo pron-
to fura de nuestro alcance, vaya nuestra infini-
ta gratitud para toda la raza mular, que si bien
es cierto presenta a veces entre sus miembros, in-
dividuos rehacios, testarudos, coceadores, y, en
una palabra, malvados, en otros casos llega a emi-
nencias como en el del animal de que venimos
tratando. Tena la pacieneia de un santo; en las
cosas de su pertenencia, de su profesin por de-
cirIo as. demostraba la ciencia de un Nstor, la
prudencia de un Ulises. Ascenda los escarpados
montes con seguridad y cautela, con una sereni-
dad majestuosa; los descenda con igual seguri-

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dad y no erraba ni equivocaba un solo paso. Y to-


do esto, tngase presente, llevndonos a cuestas,
lo ,que observado por alguno, le hizo prorrumpir
en esta exclamacin: "y la maleta no es de ho-
jas" !
A veces, muy al principio de nuestro compae-
rismo, tratmos de imponerle nuestro propio jui-
cio sobre el modo de bajar un escaln o el de va-
dear un charco de barro, o de salvar una valla
cualquiera. Las insinuaciones que para tal efec-
to hacamos con las bridas, fueron siempre dese-
chadas, y muy en breve aprendimos dos cosas:
primera, que el animal saba ms que' nosotros;
segunda, que aunque nosotros hubiramos sabi-
do ms, l poda ms, y por ende, toda lucha era
intil. As, pasmos por la humillacin, salvado-
ra en este caso, de ser guiados en aquella pere-
grinacin por una bestia: mular, cosa que no es
ni nueva ni extraa para los colombianos, indi-
vidual, colectiva o nacionalmente ccmsidei'ados.
y si el xito en esta ocasin, como en todas, se-
gn el criterio que priva entre los hombres, es la
mejor comprobacin no solamente del acierto si-
no del mrito, el animal que nos llev, merece los
ms calurosos aplausos.
Si furamos millonarios, o siquiera de los ben-
decidos por la fortuna, crearamos' una pensin
para el' animal supradicho, le compraramos una
rebosante dehesa exclusivamente para l, en don-
de pudiera pacer, refoc'ilarse y revolcarse a todas
sus anchas, por todo el resto de su vida mulsti-
ca natural.
,La luna que tan bondadosa haba sido con nos-
otros la primera noche, segua acompandonos
con igual cario; se dira que tomaba especial in-
ters en nuestra peregrinacin. Sabiendo que no
desebamos entrar en relacin con los habitan-
tes de dos o tres villas por las cuales pasmos en
altas horas de' la noche, con una discrecin ex-
quisita; se daba sus trazas de ocultarse detrs de
negros nubarrones en el momento en que pene-
trbamos en poblado y dejaba a la sombra su
absoluto imperio; apenas 'salamos otra vez a

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10 SANTIAGO PEREZ TRIAN A

campo libre, estallaba su luz con doble bro co-


mo queriendo resarcir los instantes perdidos.
Gracias a esta deciaida cooperacin de la pljda
reina de las noches, pudimos adelantar nuestra
va por aquellas malsimas veredas, llamadas ca-
minos, a todas horas de la noche sin rompernos
la crisma ni ser interrumpidos por la gente.
El tercer da llegamos a la casa de don P. A.
enfrente de Miraflores. Fuimos recibidos en ella
con franca y generosa hospitalidad. De all de-
volvimos los peones que desde la Sabana nos ha-
ban acompaado, y buscamos nuevos das para
llegar al Llano; hacia el cual emprendimos viaje
un da despus de nuestra llegada al hospitalario
techo, bajo el cual nos hallbamos.

CAPITULO TERCERO

Hasta entonces y para llegar al punto en que


nos hallbamos, habamos recorrido lo que en
Colombia llamamos caminos por antonomasia;
malos o buenos, ellos son los nicos que hay, y
quien quiera viajar necesita valerse de ellos. Em-
pero ahora no podamos contar ni siquiera con
tan rudimentarias vas de comunicacin. Para
llegar al Llano, que era el objetivo inmediato de
nuestro viaje, nos era preciso seguir las llamadas
trochas, veredas angostas que se perdan en el
seno de los bosques transitados por las partidas
de ganado que de las llanuras vienen a la alti-
planicie. Necesitbamos vas especiales, habitua-
dos al terreno, y baquianos en aquel laberinto de
rboles, de malezas y de rocas.
Nada de esto, sin embargo, fue parte a dete-
nernos. Proseguimos nuestra marcha hacia ade-
lante, con la mayor rapidez posible, escoltados
por los guas, cuyos servicios pudimos contratar.
Despus de algunas horas de marcha por un an-
1!osto sendero que costeaba el flanco de la mon-
taa a una grande altura, teniendo a un lado el

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DE BOGOTA AL ATLANTICO 11

muro grantico d la cordillera y al otJ;:oun pre-


cipicio de muchos c~ntos de. metros de profun-
didad, empezmos el descenso, a veces tan abrup-
to, que nos era preciso desmontarnos y Tecorrer
el camino a pie. Los guas y los arrieros, giles
como ciervos, y tan seguros sobre sus pies como
si fueran gamos, viajaban con rapidez; nosotros,
inexpertos y lerdos, nos vimos precisados a situar-
nos entre dos de esos guas, asindonos de los
brazos de ellos, de modo que aun cuando nues-
tros pies tropezaban, nuestro cuerpo no caa al
suelo. As anduvimos legua tras legua, aprove-
chando los cortos espaCios en que nuestra mula
nos poda llevar para montada, y adelantando
siempre lo mas que nos era posible. La larga fila
que formaba nuestra comitiva, vista a 'alguna dis-
tancia sobre el flanco inclinado de la montaa, se-
mejaba a una hilera de moscas que recorrieran
la superficie de un muro, pues era tan fuerte la
inclinacin, que de lejos se dira que este flanco
era vertical. Pasada esta parte del camino, lle-
gmos a un ancho ro, el primero de los grandes
afluentes del sistema hidrogrfico de la hoya del
Orinoco, que encontrmos a nuestro paso. Era
el Upa, turbulento y de poderoso caudal. Lo atra-
vesamos sobre un puente colgante, construdo de
la manera ms elemental. Los dos cables que lo
sostenan eran hechos cada uno de cuatro hilos
de alambre telegrfico, retorcidos entre s y ten-
didos por encima del ro a cuatro metros de al-
tura sobre la corriente misma. De estos cables
pendan tablas de madera atadas con bejuco, y
sujetadas a ellos por medio de hilos simples del
mismo alambre. En ambas orillas los cables prin-
cipales estaban atados a soportes de madera en-
clavados en el suelo. La estructura era frgil en
extremo. Por ella slo podan atravesar las gen-
tes una a una y bajo el peso de los transentes
toda ella se meca con el vaivn de un inmenso
columpio. Asindonos con entrambas manos de
los alambres principales, nos lanzmos al puente
y atravesamos el ro. Cuando nos hallmos en la
opuesta orilla, nos caus maravilla el ver cmo

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12 SANTIAGO PEREZ TRIAN A

el balanceo de todo el puente no nos haba lan-


zado a 'la rpida corriente que ruga debajo de
nuestros pies. Todos los animales vadearon el ro
y cuando llegamos al otro lado, ya estaban otra
vez listos para continuar la marcha.
El descenso del nivel era constante. Una vez
atravesado el ro, empezamos a internarnos en
bosques tupidos, en los cuales nos hubiramos
perdido sin la ayuda de los guas. El principal de
stos organiz nuestra caravana para la marcha,
ponindose l al frente. Despus le seguamos los
dems uno a uno, en fila india. Adelante de to-
dos iban dos Deones haciendo el oficio de zaDa-
dores, cortando la maleza por encima y por de-
bajo, a golpe de machete. Con frecuencia algn
tronco cado impeda todo progreso y nos era pre-
ciso detenernos hasta que los zapadores encontra-
ban modo de abrirnos paso. El viaje en estas cir-
cunstancias tena al principio su seduccin y en-
canto. La luz penetraba tamizada por entre el fo-
llaje, y era tan tibia y suave, que se dira que nos
hallbamos detrs del rosetn multicoloro de al-
guna inmensa catedral. Los rboles corpulentos
semejaban ingentes columnas festonadas de vis-
tosos cortinajes formados por las abigarradas en-
redaderas. Las orqudeas, como pebeteros colgan-
tes, lucan con profusin sus magnficas y varia-
das flores, y un perfume penetrante, como de un
incienso desconocido, poblaba en espacio. Mas es-
tas bellezas estaban acompaadas de inconve-
nientes graves que les hacan contrapeso. En el
suelo, hmedo y esponjoso, adelantaba con difi-
cultad nuestra recua; los guas nos advertan que
permanecisemos lejos de ciertos rboles, de los
cuales haba muchos, llamados "palosanto", so-
bre cuya corteza se vea la activa y afanada mar-
cha de cierta clase de hormigas, cuya pcadura
es dolorosa en extremo. Y para colmo de todo es-
to, al segundo da de viaje por entre el bosque,
uno de nuestros guas descarg su escopeta, y
cuando le preguntmos cul era el motivo, dijo
con un laconismo que nos hizo estremecer: "N a-
da, una cascabel". En efecto: a sus pies yaca una

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DE BOGOTA AL ATLANTICO 13

culebra de la dicha denominacin, de gran ta-


mao y de bastante edad, al decir de los guas,
quienes le arrancaron siete cascabeles de la cola;
Adems, nuestros ojos ansiaban ver el cielo que
slo divisbamos como a jirones por entre el fo-
llaje, y aquel manto de hojas nos pareca robar-
nos el aire, de modo que por un fenmeno de pu-
ra imaginacin creamos que ste faltaba a nues-
tros pulmones.
Los guas nos dijeron qlie en cuatro das llega-
ramos al lmite del bosque, y con impaciencia
aguardbamos nosotros la llegada al punto don-
de ste terminara y empezara el Llano. En efec-
to: el cuarto da, de acuerdo con la prediccin
que se nos haba hecho, llegamos al borde del bos-
que. Delante de nosotros estaba tendido, como un
mar verde, &in ondas, sin rumos y sin lmites, el
Llano en toda su esplndida desnudez. Aquel
ocano de verdura que se presentaba ante nues-
tros ojos, nos llen de indecible regocijo. Lo con-
templmos extasiado s y respirmos a pleno pul-
mn el aire libre que de l nos vena, aire cuyas
inmensas alas encontraban campo en esos espa-
cios inconmensurables; aire que vena de lejos,
de muy lejos, cargado con los mensajes de igno-
tas y vastas regiones, y salpicado con los salinos
efluvios del distante mar, rugiente y majestuoso,
hacia el cual tendamos nuestros pasos.
Los rboles del bosque parecan alineados co-
mo un ejrcito en fila de batatlla enfrente del
Llano, que, como circo infinito, se tenda delan-
te de ellos. En todas direcciones, la bveda azul
del cielo y el fondo verde de la pampa se con-
fundan y hacan horizonte. La monotona del
paisaje se vea interrumpida en algunos puntos
por pequeos bosques de palmas de moriche, cu-
yo aspecto sugera la idea de haber sido ellos
plantados por 'la mano del hombre, detrs de los
cuales la imaginacin levantaba casas seoriales
o castillos que nunca haban de encontrarse fu-
ra de la fantasa. Bajo el claro sol del da, brilla-
ban como cintas bruidas de plata, de distintas
anchuras, los ros y los caos y las aguas apo-

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14 SANTIAGO PEREZ TRIAN A

sentadas, y sus rayos parecan acarICIar toda la


extensin, en la cual no se vea ni el humo del
hogar, que en espiral asciende sobre el techo de
las chozas, ni la erguida torre de alguna cate-
dral. Dirase que el sitio estaba preparado para
una gran ciudad que aguardaba a sus arquitec-
tos y futuros moradores, como la pgina blanca
el pensamiento que sobre ella ha de trazar la
inspirada pluma.
Nuestros guas nos condujeron adelante en el
Llano, en donde su ayuda era todava ms nece-
saria que en medio del bosque. Pretender reco-
rrer el Llano sin gua, valdra tanto como querer
navegar sin brjula en el mar. A pocas horas de
nuestra salida del bosque llegmos a una agru-
pacin de doce casas, llamada San Pedro del Ta,
en la cual debamos de preparamos para la gran
peregrinacin a travs de la pampa, en va ha-
cia -el Orinoco.
Era el da de Aonuevo de 1894. Atrs de nos-
otros quedaban el bosque intrincado, las veredas
tortuosas, -los montes escarpados, la alta y fra
Sabana, la ciudad natal y el ao muerto. Delan-
te tenamos la pampa sin lmites, los ros erran-
tes, y all, como una promesa, el mar "eterno, in-
menso y solo", va franca para las innmeras pla-
yas, muchas de- ellas libres, tal vez hospitalarias,
en donde, segn su~ tempestades y sus calmas,
se estrellan sus rugientes ondas o se esparcen
como encajes sus espumas.

CAPITULO CUARTO

Diez o doce casuchas pajizas formaban el case-


ro conocido con el nombre de San Pedro del Ta;
esparcidas stas irregularmente sobre la llanu-
ra y sin tendencia a formar, ni en embrin si-
quiera, trazado del pueblo, como es de costum-
bre en Colombia, al rededor de un centro o pla-
za comn. Nuestra caravana llam la atencin

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DE BOGOTA.AL ATLANTIO 15

de los escasos -moradores:de aquel-lugar; al pri-


mero a quien encontrmos le preguntmos-nos
indicara -dnde podramos - hallar _albergue. --No
tard en presentrsenos el seor corregidor; quien
nos tom bajo su' proteccin. Justamentelle.vba-
mas una carta de -recomendacin para. -l..se puso
a nuestras -rdenes; .y. nos condujo a una casa,
la de mejor aspecto y ms amplia de' todas
las del.Jugar;que le perteneca. Nuestros arrieros
descargaron equipaje' y enser.es de ,todo- gnero,
colgaron las hamacas y se aprestaron a prepa-
rarla cena. El corregidor nos pregunt cul era
el obJ-eto de nuestro viaje, yen qu poda ser-
virnos. No queriendo revelar nuestro plan inme-
diatamente sin saber a qu atenernos, alguno de
nosotros le manifest que habamos venido al Lla-
no con el objeto de buscar terreno, pues deseba-
mos comprarlo' para fundar ,una gran hacienda.
Nada contest nuestro interlocutor, aunque s
nos pareci advertir -en sus labios una sonrisa
maliciosa. Cuando estuvimos ms familiarizados
con las ~ostumbres imperantes' en el Llano; cau-
snos risa a nosotros, a nuestra vez, el subter-
fugio o -excusa empleado para no revelar nues-
tra verdadera intencin, que era la de llegar a
Venezuela. En efecto, comprar tierras en el Llano
vale tanto com'o comprar agua en el -mar; Estas
son del que las toma y su usufructo es libre; Lo
que all vale son los 'semovientes, ganados, de
todo gnero, que pacen en la abundosa y rica
grama que como tapiz de verdura cubre toda la
amplitud- de aquellas vastas llanuras ..
No pasaban de quince personas las que a la
sazn se hallaban en San Pedro del Ta. Este
lugar sirve de sitio de reunin en determinadas
pocas a los ganaderos, quienes vienen all para
sus cambios, compras. y ventas de -ganado, y pa-
ra surtirse de las mercancas fabriles que con-
sumen; pero a la sazn, slo quedaban all 'aque-
llos pocos individuos cuyos recursos no les haban
alcanzado para trasladarse a alguna de las pobla-
ciones cercanas a pasar en ellas las fiestas de N 0-
chebuena y Ao Nuevo. Cuando nos quedmos

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16 SANTIAGO PEREZ TRIANA

solos con el corregidor, le manifestamos franca-


mente que basados en la carta de recomenda-
cin que para l traamos, solicitbamos su ayu-
da para nuestro verdadero objeto, que era el de
llegar a Venezuela. El corregidor, cuyo nombre
era Higinio. Leal, nos manifest que nos ayuda-
ra con todas veras. El nombre de "Leal" son
bhm en nuestros odos; parecinos de buen presa-
gio, y en verdad que los acontecimientos subsi-
guientes comprobaron con abundancia que ese
nombre estaba muy bien puesto. En breve nos
entendimos con l, y su buena voluntad no se
limit a promesas ni a palabras vacas. Nos hi-
zo comprender que la realizacin de nuestro pro-
yecto no era cosa fcil ni que pudiera llevarse
a cabo bajo la direccin de personas inexper-
tas o poco escrupulosas. Djonos que por el mo-
mento l no tena ocupacin mayor, pues su em-
pleo oficial era poco menos que platnico, y sus
labores de ganadero poda muy bien encomen-
darlas a su esposa, y que por estas razones se
ofreCa a acompaarnos y a servirnos de gua.
Acogimos su propuesta sin vacilaciones. Le nom-
bramos jefe de la expedicin, y por consejo de
l decidimos seguir adelante al da siguiente sin
prdida de tiempo.
Para llegar a San Pedro del Ta, despus de
salidos del bosque, habamos tenido que recorrer
varias leguas de Llano. El aspecto que ste pre-
sentaba, no ya desde el borde de la selva desde
donde le habamos contemplado tendido ante
nuestros pies, sino en su propio centro, por de-
cirlo as, andando sobre l, era bien diverso de
la primera impresin causada en nosotros. So-
bre el suelo se alza una grama verde que alcanza
distintas alturas, segn las pocas del ao, el'
la cual a veces se encuentran unos como senderos
menudos formados por el trnsito de animales.
Con frecuencia se atraviesan los llamados caos,
que son especie de canales naturales tendidos
entre unos ros y otros. Dirase que el agua en
ellos est estancada, tan lento es el curso de sus
ondas; en la poca lluviosa, estos caios toman

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DE BOGOTA AL ATLANTICO 17

proporciones de ros. El trnsito por el Llano es


entonces en extremo dificultoso, y a veces im-
posible. A trechos desiguales se encuentran so-
bre la llanura agrupaciones de palmas, cuyo fo-
llaje se destaca en el aire a manera de cime-
ra de casco; al pie de las palmas crecen arbustos
y plantas de menores dimensiones, y en el cen-
tro del boscaje as formado, generalmente se en-
cuentran depsitos de un agua clara y fresca,
preferida para el uso por las gentes que habitan
esas regiones y conocida como agua de morichal.
Para el ojo inexperto, la monotona del Llano y
la escasez de puntos de comparacin que puedan
servir de gua o facilitar la orientacin, es ms
peligrosa que las vueltas y revueltas del ms
intrincado de los laberintos. Pasado un morichal
el novicio que sin gua quisiera seguir, no sa-
bra qu direccin tomar para llegar a un punto
dado. Para el llanero, familiarizado con esa na-
turaleza, hay en esos mismos morichales, en el
curso de las aguas, en la posicin del sol, de la
luna y de las estrellas, en el vuelo de las aves
y en las huellas de los animales, guas inequvocos
que le permiten trasladarse de un punto a otro
con igual seguridad a la del marino que surca
el ocano provisto de brjula y de carta de
marear.
Bajo la direccin de Leal se empez el arre-
glo de cuanto poseamos para el viaje. Se hi-
zo un inventario, del cual result que estba-
mos bastante bien provistos. Tenamos lo si-.
guiente: ocho cajas, cada una de un peso de
cinco arrobas, en las cuales traamos desde Bogo-
.t toda clase de conservas alimenticias empaca-
das en latas; varias grandes botijas de anisado o
guardiente del pas; cosa de veinte a veinticin-
co arrobas de sal, artculo precioso en aquellos
parajes, en donde no hay ni ventas de sal mi-
ne:ral ni fuentes salinas. Adems de esto, sufi-
cientes enseres de cama, adaptados a las exi-
gencias del viaje, tales como cobertores, telas
impermeables y esteras para tender por el suelo,
llamadas petates. Eso en cuanto a lo indispensa-

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18 SANTIAGO PEREZ TRIAN A

ble para alimentacin y para abrigo. Tenamos


adems, cuatro escopetas, cnco o seis rifles "R-
mington" y dos rifles "Spencer", abundancia de
municiones, plvora y cpsulas para las armas
de retrocarga. Una docena de machetes y seis
u ocho revlveres. Una caja de libros, y nuestros
bales llenos de ropa. Entre nuestras propieda-
des, lo que result, segn los acontecimientos de
valor ms precioso, fue un servicio de mesa Y
una pequea batera de cocina, arreglados con
maestra en una canasta de mimbre, fuertemente
tejida, que merece especial descripcin. Tena la
canasta cosa de ochenta centmetros de largo por
cincuenta de ancho. Su altura era de cuarenta
centmetros. Dentro de este espacio estaba arre-
glado un servicio completo para seis personas,
compuesto de seis platos para sopa, seis platos
comunes, seis tazas con sus platillos, seis vasos,
ms los cubiertos necesarios. La batera de coci-
na consista en seis aTlas de metal, que iban de
mayor a menor, de modo que caban las unas
dentro de las otras, dos sartenes con mangos de
quitar y poner, para economizar espacio, cuchi-
llos de cocina, tirabuzn, abridor de latas, bo-
tes para pimienta, mostaza y otras especias.
Platos, vasos, tazas, etc., todo era de metal vi-
driado con loza. Las ollas y dems enseres tam-
bin eran de metal slido y fuerte, y la canasta
completa pesaba cosa de diez y ocho kilogramos.
Al contemplar todos los objetos que llevbamos,
Leal nos manifest que ramos demasiado ricos,
y que nuestro equipaje tendera a dificultar nues-
tros movimientos. Le argtimos que habiendo pa-
sado ya la parte ms difcil para los transpor-
tes, que era el trayecto donde no haba ms vas
de comunicacin que las trochas de ganado, se-
ra lstima grande la de abandonar algunos de
aquellos artculos que en el largo camino que tena-
mos por delante pudieran sernos tiles o nece-
sarios.
Olvidbamos mencionar un bien surtido boti-
qun de viaje, abundante acopio de puros y ciga-
rrillos, y dos tiples, fabricados en Bogot por el

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DE BOGOTA AL ATLANTICO 19

ms afamado artfice de cuantos manufacturan


esa clase de instrumentos nacionales.
Leal nos indic que era preciso hacer una jor-
nada de cuatro a cinco leguas para llegar a la
hacienda de Santa Rosa en el ro Ta, en donde
esperaba l encontrar canoas para seguir hasta
el ro Meta.
Entretanto, para festejar el da de Ao Nuevo
y nuestra llegada, a un mismo tiempo, procedi
enteramente segn la co;;tumbre de la localidad.
Hizo matar un becerro, y vimos entonces por
primera vez la preparacin de la carne a la llane-
ra. Leal hizo encender una gran hoguera, tom
una vara de tres o cuatro metros de longitud
y de un centmetro de dimetro, ms o menos.
En esta vara ensart, a manera de asador, todo
un costado del becerro, la clav en tierra a un
ngulo inclinado, de modo de dejar la parte in-
ferior un medio metro libre. Acerc su asador a
la hoguera, y comenz a dad e vueltas dejando
unas veces que las llamas vinieran en contacto
con la carne, otras veces sometindola solamente
al calor. Cuando la presa estuvo asada, retir el
asador y sac del cinto el inevitable machete,
afilado como una navaja de barba. Descuartiz
sobre grandes hojas de pltano tendidas a gui-
sa de bandejas, toda la pieza, y nos invit a que
con nuestras propias manos nos' sirviramos. No
nos hicimos de rogar, y a fe que nunca hemos
probado bocado ms suculento ni ms delica-
do. En calidad de pan se nos dieron pltanos
verdes asados al .rescoldo, y el festn termin
con caf servido en pequeas totumas o coya-
bras, y preparado tambin a la llanera, que es
del modo siguiente: se endulza el agua al gusto
con panela, como decimos en Colombia, o pa-
peln, como dicen en Venezuela, y esta agua
dulce llamada guarapo se pone al fuego, ha-
biendo depositado en ella de antemano el caf
tostado y molido en un polvo no muy fino. Ape-
nas empieza eT guarapo a entrar en ebullicin,
se retira la vasija del fuego y se echa un poco
de agua fra encima de ella. El efecto de esto

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20 SANTIAGO PEREZ TRIAN A

es el de precipitar el caf al fondo. As se obtiene


un caf que, aunque no muy fuerte, es de un
sabor delicioso y de muy fcil preparacin en
aquellas regiones en donde el sistema de la des-
tilacin usual en las ciudades sera muy dif-
cil por la falta de utensilios adecuados. Este
mtodo es el mismo que se usa en Turqua, a juz-
gar por lo que en los grandes establecimientos
de Europa llaman caf turco. Al festn ofrecido
por Leal, al cual asistieron los pocos moradores
del lugar, aadmos nosotros un ron magnfico
de Papares, del cual tenamos algunas botellas
entre nuestras provisiones. Cuando quedmos so-
los con Leal, entrmos en conversacin con l so-
bre el mejor modo de llegar a Venezuela y nos
caus maravilla el perfecto conocimiento que l
tena de toda aquella inmensa regin.
Nacido a orillas del ro Gurico, tributario del
Orinoco, desde su niez, el Llano y sus amplios
horizontes y los caudalosos ros y los enmaraa-
dos bosques, eran para l objeto familiar; haba
hecho numerosas excursiones al fondo de la sel-
va que en inviolada majestad se yergue a uno
y otro lado del Orinoco y a orillas de los innme-
ros afluentes de esa poderosa corriente de agua.
Nos dijo: en el Meta desembocan y confunden
sus aguas con l, de aqu para abajo, el Upa, e~
Cravo, el Manacaca y el Pauto, fuera de muchos
otros ros de menor importancia. Lo mejor que
podemos hacer es tomar el Ta aguas abajo para
llegar al Meta, buscar all embarcaciones ma-
yores para seguir la corriente de ese ro hasta
entrar al Orinoco. Una vez en el Orinoco, lle-
garemos a la Urbana, en donde obtendremos me-
jores embarcaciones para seguir hasta Caicara,
en donde ya es posible aguardar el vapor que
va hasta Ciudad Bolvar. Cuando le preguntmos
cul sera el tiempo necesario para esta excur-
sin, aadi que si no haba tropiezo, en cincuen-
ta das llegaramos a esta ltima ciudad. Nos
indic adems, que en el curso del Meta encon-
traramos primero a San Pedro del Arrastrade-
ro, lugo a Orocu y despus a un resguardo de

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DE BOGOTA AL ATLANTICO 21

tropas colombianas en el punto denominado "San


Rafael". Le preguntmos si no haba all caos
del ro Meta que nos evitaran el paso por las po-
blaciones colombianas que l haba .mencionado.
Nos contest que aquello era imposible, pues por
una rareza en ese punto especial no haba caos
laterales que pudieran servir a nuestro objeto,
pero que si tal era nuestro deseo, -en lo cual ha-
ba tambin la ventaja de no pasar por la re-
gin habitada por ciertas tribus' salvajes cono-
cidamente peligrosas- al llegar a San Pedro del
Arrastradero nos sera fcil, haciendo un corto
trayecto de dos kilmetros por tierra, encontrar
el cao de Caracarate, que nos llevara al ro
Muco, el cual a su vez nos conducira al Vicha-
da, y ste al alto Ori:noco. Solamente, obser-
v Leal, que si bien as se evitara la parte baja
del ro Meta y las poblaciones y "las tropas co-
lombianas,- sera preciso afrontar el paso de los
raudales del Orinoco, lo que exigira de treinta a
cuarenta das ms de viaje. Nada determinamos
entonces; lo importante era llegar al ro Meta, y
all veramos lo que ms nos conviniera hacer.

CAPITULO QUINTO

El da 2 de enero emprendimos marcha a tra-


vs del Llano hasta llegar a Santa Rosa del Ta.
Tuvimos la fortuna de encontrar all dos pe-
queas canoas, que alquilamos de sus dueos y
empezmos a prepararlas para seguir al otro da.
Nos albergmos en una casa perteneciente a la
hacienda o estancia de ganado llamada Santa
Rosa del Ta. Nada ms rudimentario que lo
que en el Llano llaman casas. Estas se edifican
de acuerdo con los principios elementales de la
ms primitiva arquitectura. Para construrlas se
enclavan en el suelo a distancia conveniente, se-
gn el tamao de la estructura proyectada, pos-
tes de madera a uno y otro lado, y sobre stos

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22 SANTIAGO PEREZ TRIANA

se tienden otros que cruzan en ngulo ms o me-


nos agudo, sirviendo as de base a la techumbre.
Frmase sta por medio de pequeas varas
transversales, sobre las cuales se tienden hojas
de palma de moriche, y as, resguardada del sol
y abierta a todos los vientos, queda completa la
casa del llanero. En la poca lluviosa, se cubren
los costados con la misma hoja para impedir la
salpicadura de las aguas. Como nos hallbamos
en la estacin seca, no se haba preparado este
abrigo de los costados, y desde las hamacas o
chinchorros, en donde pasamos la noche, veamos
el titilar de las estrellas y sentamos el soplo de
la brisa nocturna. Es preciso advertir que el Ba-
nero duerme a la pampa siempre que as puede
hacerla. Dirase que todo techo le oprime, y que
slo se halla a gusto durmiendo a la belle toile,
bajo la misma bveda celeste.
Aqu conviene decir una palabra sobre quienes
formaban a expedicin. Los personajes, como
dicen los carteles de teatro, ramos: Alex., R., de
quien ya hemos hablado, y el autor de estos mal
pergeados renglones. Adems, iba con nosotros
en calidad de factotum y de compaero, un jo-
ven antioqueo, cuyo nombre era Fermn, y de
quien ya tendremos ocasin de hablar ms ade-
lante. Leal haba logrado contratar los servicios
de ocho o diez peones, los que antes de llegar al
Meta complet con otros, de modo que nuestra
expedicin vino a formar un pequeo grupo de
veintids personas.
R. tena veleidades de cazador. Muchas veces
haba hecho armas en la Sabana de Bogot con-
tra los patos que anidan en las lagunas cerca-
nas a la ciudad. Sus habilidades en este arte pa-
rece que eran de algn valor, segn l mismo lo
dejaba comprender modestamente. De esto no du-
dbamos nosotros, pues sabamos que la veracidad
y la modestia son condiciones distintivas de to-
do cazador. Apenas pismos el Llano nos hizo ob-
servar la gran variedad de aves que se ofreCan
all al alcance de su escopeta. Cuando llegmos
a la orilla del ro Ta pareci apoderarse un vr-

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DE BOGOTA AL ATLANTICO 23

tigo de l. Seguido de uno de los mozos, se inter-


n en el bosque vecino, y a poco empezmos a
or la detonacin de su escopeta con tal frecuen-
cia, que se dira que se entretena en dispararla
por el mero placer de or repercutir los ecos. Me-
dia hora despus de salido, se present, trayendo
entre l y el mozo que le acompaaba, cosa de die-
cisis aves muertas, de distintos tamaos y es-
pecies. Quera emprender una nueva campaa,
cuando le dijimos que era intil la inmolacin
de mayor nmero de animales, p-ues con los que
traa tendramos para alimentar a toda nues-
tra gente durante dos o tres das. Leal nos hi-
zo notar que si en esa proporcin continubamos
gastando las municiones y la plvora, bien pronto
nos quedaramos sin esos indispensabilsimos ar-
tculos; falta que pudiera sernos de graves con-
secuencias cuando menos lo pensramos. Y apro-
vech la ocasin para seguir el que adoptramos
cierta especie de organizacin militar, y estable-
ciramos reglas para cuanto hubiramos de hacer,
pues de otro modo corramos el riesgo de crear-
nos dificultades adicionales a las que de suyo
nos presentara el viaje.
Siendo amigos del orden y de las cosas cla-
ras, y acaso no exentos de cierto prurito de man-
do o de gobierno cuando quiera que para ello
resultara la oportunidad propicia, acogimos las
indicaciones de Leal, y ponindonos de acuerdo
con Alex, resolvimos fijar reglas relativas a la
cacera y a otros asuntos. Estudiando y analizan-
do el punto, acabmos por darles a nuestras ideas
forma por escrito, y para mayor abundamiento
las expusimos en un documento a guisa de decre-
to en el cual comenzamos por intitularnos jefes
de la expedicin, como se ver por la transcrip-
cin que sigue:

"Los jefes de la expedicin

CONSIDERANDO: Primero: que el hombre es


dueo y seor de la creacin por derecho divino,
en virtud del cual est facultad o para servirse de

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24 SANTIAGO PEREZ TRIAN A

los elementos naturales y de las dems criatu-


ras, segn sus necesidades, sus conveniencias y
sus legtimos placeres; Segundo: que el signo
distintivo y caracterstico de ese derecho, lo que
le da efectividad y eficacia, es la fuerza; y que
la fuerza es el factor supremo regulador de las
relaciones entre unos hombres y otros, entre los
hombres y las dems criaturas, entre unas clases
y especies de seres y otros, en el reino animal,
y unas clases y especies de organismos y otros
en el reino vegetal, en ambos casos, desde los
ms embrionario s hasta los ms desarrollados; y
que, sin duda, como ser comprobado cuando has-
ta ese punto pueda llegar la investigacin huma-
na ,es la fuerza, tambin, el 'supremo factor re-
gulador de las acciones y relaciones a que est
sujeta la materia llamada inerte o inanimada,
segn las cuales cambian sus formas y propie-
dades; Tercero: que en virtud .de estas verda-
des tan evidentes que pueden llamarse axiomti
cas, dadas las circunstancias y condiciones en
que nos encontramos, debemos tener en cuenta
toda la responsabilidad que pesa sobre nosotros;
Cuarto: que por estas razones nos incumbe regla-
mentar en lo posible el ejercicio de nuestro de-
recho, y que al sometemos a la ineludible ley
que hace de la fuerza y del dolor, el eslabn que
une todos los seres de la creacin, los unos con
los otros, debemos mantenernos dentro de los
lmites de la ms estricta necesidad, sin traspa-
sarlos de modo que degeneren en abuso o en
crueldad, Decretamos:
Art. 1Q Declrase inviolable la vida de los pe-
ces, la de los anfibios, los animales terrestres y
las aves que pueblan los aires, en cuanto no fue-
ren necesarios para nuestro propio sustento.
Se exceptan las bestias feroces, los reptiles y
bichos dainos y venenosos, el exterminio de los
cuales se nos impone por ley de conservacin.
Art. 29 Declranse cubiertos bajo nuestra pro-
teccin los salvajes aborgenes habitantes de estas
regiones, sin que sea permitido molestarlos ni
obligarIos a prestar servicio alguno contra su

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DE BOGOTA AL ATLANTICO 25

voluntad o sin equitativa remuneracin; debien-


do nuestra conducta para ellos ser guiada por los
ms severos principios de equidad.
Art. 4<>En el caso de que fuere necesarfo ma-
tar mayor nmero de animales u obligar a los
aborgenes a prestar servicio por medio de la
fuerza, a juicio de los jefes de la expedicin, s-
tos podrn hacer u ordenar lo que juzgaren con-
veniente, sin dar explicaciones ni quedar obli-
gados a justificar su conducta; pues estando ellos
investidos de suprema virtud y de suprema cien-
cia, providencialmente respaldadas por la fuerza,
que es tambin su comprobacin, cuanto hagan
ser muy bien hecho.
Dado en Santa Rosa del Ta, el da dos de ene-
ro de mil ochocientos noventa y cuatro".
Ledo que le fue este decreto jocoserio a R., ob-
serv l, entre risueo y mohino: "ese decreto,
como todos los que se expiden en nuestras tierras
por gobiernos, sean ellos de juguete o de mache-
te, es una pura farsa, en la cual, bajo pretextos
altisonantes de filantropa y de justicia, se en-
cubre la tirana de los que mandan".
Causnos pena el orle expresarse as, pues
aunque el decreto era de mentira o de pura fan-
tasa, nos hera esa crtica que falseaba nuestras
buenas intenciones..
En las mentiras hay siempre un adminculo de
verdad, que es el que les da verosimilitud, o sea
viabilidad, como da el almidn rigidez a las te-
las; y nosotros, autores del decreto precitado, me-
ditando sobre las amargas palabras de R., repre-
sentante all' de la oposicin, comprendimos y ex-
perimentamos en propia persona lo innatamen-
te perversas que son todas las oposiciones en
nuestros pases. j Qu mucho nos dijimos, que
si as son de mal interpretados nuestros hermo-
sos propsitos, tambin sean tergiversadas las
palabras y calumniadas las intenciones de nues-
tros probos y patriotas gobernantes, por oposi-
ciones tan interesadas y tan egostas como la de
R., en el' caso presente!

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26 SANTIAGO PEREZ TRIANA

CAPITULO SEXTO

En dos pequeas curiaras, que es como son lla-


madas las canoas en aquellas regiones, empezmos
la navegacin del ro Ta al da siguiente. Apenas
cabamos dentro de ellas, y aunque bamos con
la corriente, adelantbamos con notable lentitud.
Siendo el cauce de poca profundidad, con fre-
cuencia nos era preciso saltar de las curiaras y
con el agua a la rodilla, empujarlas o arrastrar-
las. Nos impedan el paso los frecuentes carame-
ros, vallas formadas en medio del ro por ramas
de rboles cados, o por troncos arrancados, que
la poca fuerza de la corriente no haba podido
arrastrar. La tarea de dar impulso a las canoas
en la forma expresada, que al principio tena cier-
ta novedad, bien pronto perdi su poco atracti-
vo cuando uno de nuestros tripulantes fue pi-
cado por una especie de pez llamado raya, que
clava en la planta del pie o en la pantorrilla su
agudo arpn, dejando la punta de l en la he-
rida y causando intenso dolor. Tal es ste, que
la vctima en el caso que citamos, a pesar de ser
hombre fuerte y habituado a la ruda vida dellla-
nero, se quejaba a grito herido y se retorCa sobre
la arena.
A medida que adelantbamos se ahondaba el
cauce del ro, y al caer de la tarde de aquel mis-
mo da, la navegacin se haba hecho ya bastan-
te fcil. A eso de las cuatro, Leal empez a buscar
la playa en donde deberamos pasar la noche.
Sensacin especial experimentmos entonces por
primera vez, al pensar que al fin de aquella jor-
nada no encontraramos techo alguno bajo el
cual abrigarnos. Comprendimos entonces y sen-
timos en toda su plenitud el amor innato del
hombre civilizado a un albergue; y la fuerza del
hbito nos hizo contemplar con cierto pavor la
perspectiva de dormir enteramente a la pampa,
como las aves y los brutos. Pronto fue hallada
una playa arenosa y seca, en la cual nos detuvi-

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DE BOGOTA AL ATLANTICO 27

mos. Las curiaras fueron arrastradas en parte


fuera del agua, y atadas a postes enclavados en
tierra para impedir que se las llevara la co-
rriente, y de ellas se tomaron los enseres necesa-
rios para preparar las camas y para aderezar la
cena. Sobre la arena misma fueron tendidos los
petates y cobrtores que dban formar nuestro
lecho. Como haba gran abundancia de zancudos,
sobre todo de la clase llamada puyn, nombre ade-
cuadisimo, era indispensable el uso del mosqui-
tero, hecho de tela de algodn. Debamos, pues,
tendernos debajo de esta dbil proteccin, sin
tener 0tra cosa sobre nuestra cabeza.
Fermn se encarg de preparar la cena para
nosotros, en tanto que nuestros tripulantes ade-
rezaban la suya en una olla de metal de regulares
proporciones, que constitua toda su batera de co-
cina, y que ellos llamaban la marma, palabra que
sin duda es contraccin de la marmita.
Cuatro das gastamm; en navegar el ro Ta.
Durante la mayor parte de su trayecto, les fue
imposible a nuestros marineros o bogas el servir-
se de sus canaletes, y adelantbamos a fuerza de
palanca, mtodo empleado para la navegacin en
los ros cuyas aguas son demasiado bajas. Cuan-
do llegmos al Meta, ya habamos pasado cuatro
noches en las playas, y la rutina o disciplina
a que deban sujetarse nuestros movimientos,
estaba completamente- definida, de modo que sin
variacin alguna, la observmos durante todo el
resto de aquel largo viaje. Una vez por todas va-
mos a describirla:
A las tres de la maana, Leal, siempre activo
y vigilante, despertaba a todo el campamento.
Cada uno de los tripulantes o bogas que nos
acompaaban, tena tarea definida; unos se
ocupaban en preparar el caf a la Hanera, se-
gn el sistema ya descrito; otros en transportar
a las curiras los enseres desembarcados para
formar el campamento. Nosotros mismos, de pie
sobre las orillas, nos hacamos dar un bao por
dos de los bogas que arrojaban sobre nosotros
agua en grandes cantidades sirvindose para ello

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28 SANTIAGO PEREZ TRIANA

de las vasijas especiales llamadas coyabras o to-


turnas, de grandes dimensiones. El pretender en-
trar al ro hubiera sido locura extrema, pues ha-
ba en l grande abundancia de caimanes y de
rayas, y no pocas culebras.
La ventaja de las playas arenosas para dor-
mir, es la de que entre la arena no hay reptiles
venenosos ni animales dainos de ninguna es-
pecie, los cuales buscan la costa hmeda cubier-
ta de hierbas y malezas. Entre las cuatro y las
cinco de la maana, tombamos el caf acom-
paado de un gran trago de anisado que se re-
parta a todos los miembros de la expedicin, y
que es, segn voz general, preventivo eficacsimo
del paludismo. A las cinco o antes, empezaba la
navegacin, contenida a eso de las once de la ma-
ana, en la primera playa adecuada que se en-
contraba, en la que nos detenamos a dejar pa-
sar las horas medias del da, durante las cuales
el sol cae a plomo sobre las reverberantes aguas
que despiden reflejos que hieren los ojos y casi
los ciegan. Dirase que de la bveda celeste se des-
prenden rayos de fuego que son devueltos por las
ondas del ro.
A eso de las dos de la tarde volvamos a las
canoas, adelantando camino hasta las cinco, ho-
ra en que empezbamos a buscar la playa donde
debamos pasar la noche. Al encontrarla, inme-
diatamente procedamos a arreglar el campa-
mento. Mientras unos de nuestros tripulantes
atracaban las curiaras, otros buscaban lea y
otros tendan las camas so1'lre la arena. En breve
se vean las llamas de dos grandes hogueras, cuyo
humo serva para ahuyentar los enjambres de
zancudos y dems pequeas alimaas aladas que
hacen la vida casi insoportable al caer de la tar-
de en la orilla de esos ros. Apenas estaba lista
la cena, la despachbamos y no tardbamos mu-
cho en tendemos debajo de nuestros mosquiteros.
Viajbamos en la estacin seca, durante la cual
las lluvias son muy escasas; sin embargo, en ms
de una ocasin en medio de la noche nos sorpren-

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DE BOGOTA AL ATLANTICO 29

dan fuertes aguaceros que en pocos minutos nos


empapaban, de modo que preca que hubira-
mos cado al fondo del ro. En estos casos, no nos
quedaba ms remedio que cubrirnos con las te-
las impermeables, encauchados, que llevbamos
y all, sentados sobre la arena, aguardar que pa-
sara la borrasca. El plano de las playas era gene-
ralmente inclinado; el peso de nuestro cuerpo
formaba cierta cavidad en la arena, y al lado y
lado nustro, el agua recogida en la parte ms
alta de la playa, corra a veces con fuerza de
torrente. La primera vez que esto nos aconteci
experimentmos, como es de presumirse, gran
sorpresa y desagrado. Empero, haciendo de la
necesidad virtud, aguardmos resignados a que
cesara la lluvia para acercarnos a la hoguera que
no tardaba en lanzar su alegre llamarada hacia lo
alto, y junto de la cual bebamos el caf prepara-
do ad hoc para recalentar nuestras ateridas hu-
manidades. Al da siguiente, en vez de emprender
marcha inmediatamente aguardbamos la sa-
lida del sol, y apenas apuntaba ste en el hori-
zonte tendamos sobre la playa todos nuestros
enseres, que muy en breve, bajo sus benficos
rayos quedaban secos y blandos, como si nada
hubiera sucedido, y la lluvia, la desazn y la no-
che pasada en vela quedaban olvidadas como las
playas y los bosques que dejbamos atrs.
Nuestra alimentacin no dejaba nada que de-
sear; casi no se pas ,da sin que tuviramos su-
culentas aves que aderezar, y de vez en cuando
algunos animales de mayor importancia, especial-
mente zahnos, o marranos de monte, cOmo son'
generalmente llamados.
Nuestros cazadores, obedientes al decreto ya
citado, se limitaban a matar lo indispensable, pues
aunque tenamos sal en abundancia, ste era ar-
tculo demasiado precioso para gastarlo en con-
servar carnes, de las cuales podamos obtener
fresco acopio todos los das.
Adems de la caza, tenamos buena provisin
de carne salada, tasajo, preparado en San Pedro
del Ta, antes de nuestra salida.

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30 SA!~TAGO PEREZ TRIAl'~ A

En materia de aves, las que con ms frecuencia


caan bajo la escopeta de los cazadores, eran pa-
tos carreteros, patos reales, paugiles y pavas de
monte.
Cabe aqu referir un incidente que demuestra
cmo an las labores ms humildes requieren
cierta habilidad Y prctica para ser ejecutadas
con acierto.
Durante los das de nuestra navegacin en el
Ta, R., quien, como ya hemos dicho, era fervo-
roso sectario de Diana en su advocacin -val-
ga la frase- de diosa de la caza, pues poca o
ninguna admiracin profesaba a las dems vir-
tudes personificadas en tan estimable deidad, ha-
ba logrado matar un hermoso pato real de ex-
cepcionales dimensiones. No contento con su triun-
fo de cazador, se propuso prepararlo l mismo.
para nuestra cena, aadiendo as a sus ya ganados
laureles, los triunfos que corresponden a un Va-
tel o un Carme.
Para proceder a cocinar el pato, era preciso,
en primer lugar, desplumarlo, y segn consejo
de Fermn, ms experimentado en esta clase de
faenas, R., procedi a hacer preparar una gran
cantidad de agua caliente, en la cual fue sumer-
gido el animal muerto.
Invitado que fue Alex por R. y por nosotros,
para aguardar el suculento festn que estaba en
va de preparacin, contest que l era vetera-
no de varias campaas, y prefera atenerse a la
cena de los marineros, si bien ms humilde, ms
segura que la ofrecida por R. Empez R. a des-
plumar el pato consabido, y las plumas negras Y
azulosas caan de sus manos sobre el suelo con
la abundancia de copos de nieve en una tempes-
tad invernal. Cuando se hubo cansado de su la-
bor, tommos nosotros el pato, y las plumas con-
tinuaban cayendo y cayendo, tan numerosas to-
dava como las hojas secas en el bosque otoal;
despus de una hora de esta faena, estando el
suelo literalmente cubierto de plumas negras, el
ave pareca intacta, y el hambre era a cada mi-
nuto ms y ms punzante. El humillo que se des-

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DE BOGOTA AL ATLANTICO 31

prenda de la marma de los bogas, llegaba hasta


nuestras narices con invitaciones tentadoras, Y
aguzaba nuestro apetito. Empero aquello era
cuestin de honor, y cuando Alex con sorna irni-
ca nos invit a tomar un plato de sancocho de
pescado de los bogas que ya estaba listo, le re-
pusimos que no queramos daar nuestro buen
apetito, el cual pensbamos reservar en absoluto
para el pato real, que tenamos entre manos.
Manifestnos que si nos aguardbamos a que
ese animal estuviese listo, a buen seguro que ten-
dramos apetito suficiente para devorarIo, no s-
lo a l sino a varios de su especie. Alternativa-
mentes nos sustitumos con R. en la labor de des-
plumar al bendito animal, haciendo progreso muy
lento e todo, menos en la acumulacin de plu-
mas negras. Como refuerzo vino a la postre Fer-
mn, quien declar que habamos dejado pasmar
el ave, y que la labor de desplumarla era ya po-
co menos que fmposible. La acometi l, sin em-
bargo, con bro, y por fin a las dos horas y me-
dia de trabajo incesante, validos de la oscuridad.
de la noche, apenas vencida por la incierta luz
de las hogueras, entrmos en transacciones con
nosotros mismos, y zampamos el pato a medio
desplumar entre la olla. De si le comimos o no,
no es preciso entrar a decir nada ms aqu; el
hecho es que nuestra cena aquella noche fue muy
parca y que nos acostamos con hambre. Nun-
ca ms despus intentmos entrometernos en la-
bores culinarias, y R. se content de ah en ade-
lante con- su misin de cazador, y de proveedor
de carne fresca para nuestra expedicin.
A ms de las aves y de los animales terres-
tres, tenamos abundancia de pescado. Nuestras
marineros lo sacaban de todos los tamaos, y te-
nan tal seguridad de encontrarlo apenas atrac-
bamos las curiaras, que arrojaban sus anzuelos
al ro con la confianza del repostero que busca
en su despensa lo que en ella' ha guardado de
antemano.

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32 SANTIAGO PEREZ TRIANA

CAPITULO SEPTIMO

Cercanos a la boca del Ta, a pocas horas de


distancia del ro Meta, llegmos a la hacienda de
Santa Brbara, en la cual nos detuvimos algunas
horas. Los dueos de sta nos acogieron con la
hospitalidad proverbial en el Llano. Nos invi-
taron a comer los invariables manjares del lla-
nero: carne, pltano y caf, y nos surtieron de
carne salada para seguir adelante.
En aquel lugar encontrmos al primer caza-
dor de tigres, genuino y legtimo, de los varios
con quienes trabmos relaciones durante aque-
lla peregrinacin. Se llamaba Secundino. Expli-
cando, a solicitud nustra, la vida semi salvaje que
all se llevaba, y las rudas faenas que la consti-
tuan, consistentes en apartar, herrar, colear ga-
nado, y en muchas otras labores de la laya, ob-
. servmos que omita describir lo que haca los
domingos, pues para cada uno de los otros das
de la semana haba mencionado ocupaciones es-
peciales, distintas segn la estacin del ao. A
nuestra pregunta sobre este punto, contest as,
con sencillez que por entonces nos pareci tener
algo de fanfarrona: "El domingo mato tigres",
como quien dice, "el domingo voy a misa". Acaso
advirti alguna seal de incredulidad en nuestra
fisonoma. Nada dijo por entonces. Despus de
la comida que nos haba ofrecido, nos llev un
poco afuera del caney en que estbamos y all
nos mostr diez cabezas de tigres, los ltimos
que l haba matado, algunas de ellas, frescas
todava, observando: "tal vez ahora ya no duden
ustedes de que yo s mato tigres". La prueba
era contundente y abrumadora. Le presentamos
nuestras excusas por la sombra de duda que ha-
ba atravesado nuestro espritu, y que se haba
traslucido en nuestros ojos, a nuestro pesar.
Secundino nos dijo que el tIgre era el peor de
los animales contra quienes tena que luchar el

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DE BOGOTA AL ATLANTICO 33

ganadero. Es feroz y cruel, aadi. No se contenta


con lo que necesita, sino que mata y destruye
por el mero placer de matar y de destrur; y vi-
vimos en guerra abierta con l. Sobre el mtodo
de matarlo, dijo que aunque el mejor y ms segu-
ro era el de emplear rifles o armas de precisin,
por ser la plvora y las municiones escasas y ca-
ras, y las cpsulas, a ms de costosas difciles de
procurar, la lanza monda y lironda vena a ser el
medio preferido; y con la mayor tranquilidad,
como si se tratara de la cosa ms simple, pro-
sigui as: "me pongo en marcha llevando siem-
pre el rifle cargado, por lo que pueda suceder,
pero fiado principalmente en mi lanza. Los pe-
rros husmean el rastro y me sirven de gua: ape-
nas descubren al tigre, comienzan a ladrarle y
10 encaraman, es decir, 10 obligan a trepar so-
bre un rbol o sobre una roca. Empieza la lu-
cha entre los perros y el tigre. Estos le atacan
tratando de morderle y de esquivar sus manoto-
nes. En 10 general, son muy expertos, y aunque
algunos sucumben a sus golpes, esto no sucede
con frecuencia. Yo me aguaito a que me lo ten-
gan aturdido y empeado, y le barajusto el gol-
pe con la lanza, tratando de que ah quede. A
veces me he visto en apuros. En otras, despus
de herirlo y enfurecido el bicho, le he tenido que
acabar con el rifle; pero en lo general, si el lan-
zazo ha sido bueno, no hay ms que decir".
El hombre que as nos hablaba y cuyo dialecto
especial no podemos transcribir, lo que hace per-
der a su explicacin todo su colorido y su her-
mosa nitidez, era de pequea estatura, nervu-
do, y ms bien delgado que grueso. Sus ojos di-
minutos brillaban como chispas, y narraba aque-
llos pormenores de una lucha temeraria, aquellos
actos de herosmo repetidos das tras da, y ejecu-
tados a sangre fra, con la misma sencillez que
si se tratara de describir el modo de colear una
res, o de apartar una manada de ganado. Qu
mucho, pues, que Pez, a la cabeza de huestes
formadas por esta clase de hombres, venciera
a los terCios espaoles, a esa infantera ague-

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... ,
u' SANTIAGO PEREZ TRIANA

rrida, triunfadora a travs de los siglos en todos


los campos de Europa!
Al despedimos de Secundino, alcanzamos a or
esta conversacin entre l e Higinio:
-Zambo Higinio, hasta dnde vas?
-Hasta el ro Orinoco, a llevar a estos blancos.
- y cmo te vuelves, por el ro o por tierra?
-Todava no s, depende.
-Pues mira, vente por aqu para que amanses
t un caballo tan resabiado que no me le atre-
vo yo.
-No hay cuidado, que yo lo arreglar.
Esto nos hizo meditar que mucho tendra que
valer Higinio, para que todo un matador de ti-
gres comprobado, y con un diploma refrendado,
por decirlo as, por las diez calaveras que ha-
bamos visto, le pidiese auxilio. Ya entonces ha-
bamos alcanzado a concebir cario y admiracin
por Leal, y esta ltima creci no poco, en aten-
cin a lo que acabmos de or.
Saliendo de la hacienda de Santa Brbara, se-
guimos aguas abajo. Nuestra curiara se adelant
a la otra en que iban los equipajes y las camas.
Anocheci antes de lo que esperbamos y nos
fue preciso arribar a una playa que result, co-
mo pudimos advertirlo lugo, hallarse en la pro-
pia confluencia de los ros Ta y Meta. La otra
curiara se vio forzada a quedarse atrs, lo que
nos dej sin camas y sin cena.
Como Fermn nos oyese hablar de lo temprano
que haba oscurecido, observ que en efecto, el
sol, para nosotros, se haba puesto aquel da an-
tes de la hora acostumbrada, acentuando es-
pecialmente las palabras "para nosotros", y cuan-
do R. le pregunt y por qu no para todos?, re-
plic as: "lo que ha habido es una oscuridad
causada por una nube que se interpuso entre
nosotros y el sol poniente, y trajo la noche an-
tes de tiempo".
-Qu nube ni qu pan caliente, dijo R., fue
que nos olvidmos de la hora, y nos sorprendie-
ron las sombras.
-No seor, contest Fermn, fue que con el

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DE BOGOTA AL ATLANTICO 35

viento se levantaron las plumas del pato de ayer,


y oscurecieron el espacio!
Hasta este da, nos sera imposible declarar
lo que pas en realidad; si fue que nos equivo-
camos con respecto a la hora del da y nos de-
jmos somprender por la noche, o si fue que en
verdad los airados manes del pato inmolado es-
parcieron sus negras plumas por los mbitos del
cielo, formando con ellas -el manto que, hecho
de dardos, pendan los guerreros lacedemonios
de marras a los invasores persas, para poder
combatir a la sombra. La aclaracin de este punto
histrico-astronmico-atmosfrico, quedar siem-
pre sumida en un misterio ms negro que las
plumas del ave muerta.

CAPITULO OCTAVO

Obrando de acuerdo con el proverbio que acon-


seja ponerle buena cara al mal que no tiene re-
medio, buscmos en la playa en que nos hall-
mos el punto ms cmodo para tendernos sobre
la mismsima arena, ya que nuestros enseres de
cama haban quedado atrs. En verdad que no
tenamos lo que los franceses llaman el embara-
zo a la dificurtad para la seleccin, "l'embarras
du choix", nacido de la abundancia o variedad
de cosas buenas, pues la playa era en toda su
extensin igualmente arenosa y descdbierta;
empero, por cambiar en algo, ya que tntas no-
ches habamos pasado en las playas del Ta, nos
trasladmos al lado del ro Meta, y nos tendimos
por el suelo, resueltos a dormir y a pasar tan
buena noche corno si descansramos en mullido
lecho, provisto de cobertores de finsima lana y
de sbanas del mejor tejido de lino.
La noche era esplndida; soplaba una brisa
tenue en la cual nos llegaban los mil rumores
peculiares de la zona trrida en las primeras
horas que siguen a la puesta del sol. Delante

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36 SANTIAGO PEREZ TRIAN A

de nosotros, sin ruido y sin murmullo, arrastra-


ba el ro Meta el poderoso caudal de sus aguas.
Los astros del cielo se reflejaban en sus ondas
produciendo pequeos relmpagos quebradizos de
luz, como si partieran de una cota de acero amar-
telado y bruido. Tuvo entonces lugar un fen-
meno, nico en nuestra experiencia, y que pasa-
mos a narrar. Seguan nuestros ojos la corriente
de las aguas que se extendan hasta perderse en
el horizonte o se confundan con las orillas, y las
acompaaba nuestro espritu ms adelante en su
peregrinacin, como deseoso de indagar cules
seran las aventuras y su fin. Pregunta era sta
vana a que no podamos dar respuesta alguna, lo
que nos hizo abandonar la solucin de tan arduo
y tan difcil problema, para entregarnos al sueo.
En este punto del ro, escogiendo para ello me-
jor oportunidad que el Tajo para hablarle al rey
D. Rodrigo, segn narra fray Luis de Len, -pues
en verdad que si la nobleza obliga, tambin obli-
gan las circunstancias-, sac el pecho afuera, y
nos habl de esta manera: "Oh mortal errante y
peregrino que vagas como perdido por estas so-
ledades, en donde a travs de las selvas y de las
pampas, vagamos tambin los ros, escucha mis
palabras, ya que la suerte te ha trado a estas
orillas, y que durante luengos das habrs de com-
partir sobre ellas con el ave y con el bruto, la n-
tima comunin en que ellos estn con la natu-
raleza; trata de aprender la leccin escrita, en
todo cuanto aqu te rodea, por la misma mano
del Creador; trta de que en tu corazn y en tu
memoria se graben las enseanzas de nuestra
madre inmortal naturaleza, y que no sea perdida
tu peregrinacin entre nosotros.
"Esccha de mi boca las palabras de las aguas
corrientes, las palabras de los ros, hijos de las
montaas, fecundadores de los valles, mensaje-
ros de los continentes y benefactores de los
hombres.
"El poderoso caudal que arrastro ahora, se
forma de innmeros arroyos y rachuelos, que
juguetones y llenos de rumores y de espuma, des-

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DE BOGOTA AL ATLANTICO 37

cienden de los altos riscos de las montaas y vivi-


fican sus flancos. Vienen de todas partes a reu-
nirse en un mismo cauce, sujetos a la inexora-
ble ley de la gravedad, que regulariza y concen-
tra los movimientos de la materia sobre el orbe
terrestre. Atentos a su meta prosiguen su curso;
a veces, cuando las fuerzas les faltan, los detie-
nen obstculos imprevistos, los ahogan los are-
nales, o los estancan entre el lodo los pantanos;
mas con la persistencia de la fuerza de atraccin,
fieles a su destino, llegan a despertarse, se li-
bertan y se unen los unos a los otros, hasta que
al fin, sobre la amplia llanura, en el tendido va-
lle, en majestuoso caudal, ruedan triunfadores
y llevan su corriente como llevo yo la ma, en
marcha vencedora hacia adelante.
"Como de las aguas, as de la verdad. Estalla
en cerebros aislados, y por ley natural de expan-
sin, busca su centro, que est en la mente de
todos los hombres. Sus ene:\1igosla detienen y le
obstruyen el paso. Durante generaciones enteras
apenas s logra adelantar; mas al fin vence, y
unida en los corazones y en las mentes, forma
corriente poderosa que todo lo arrolla, hasta que
con la serenidad de los grandes ros, llega. a ser
conquistada de la humanidad, y tiende, como
nosotros nuestras ondas, sus beneficios sobre to-
da la raza.
"T has de seguir el curso de mis aguas, me
vers atravesar las pampas en donde la verde
grama apenas s alcanza ms altura que la de
mis espumas cuando el viento agita mis ondas.
Vers que a m se unen mis hermanos que vienen
de las montaas y de las lejanas selvas. A dies-
tra y a siniestra los vers entrar y confundir sus
aguas con las mas, hasta que, unidos todos, ren-
dimos tributo al padre Orinoco, en cuyo cauce se
confunde con la suya nuestra vida.
"Le encontrars magnfico y sublime en su po-
tente desarrollo, que a l llegan antes de Que
Y0 toque sus ondas, las corrientes de cien y cien
ros que vienen de otras tantas selvas, y de otros
tantos montes.

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38 SANTIAGO PEREZ TRIAN A

"Durante tu navegacin, con frecuencia vers


esos ros que se af;ren paso por entre hendidu-
ras del Llano, o bajo los arcos de la selva agres-
te, o por entre las rocas de la montaa abrupta,
y que penetran a la gran corriente a confundirse
con ella, como si fueran sacerdotes que en el atrio
se confunden con la muchedumbre, salidos de las
profundidades de la selva, como de templos en
donde se practican los ritos ignorados de cultos
desconocidos y misteriosos.
"Hallars entre mis hermanos la misma va-
riedad que hay entre los hombres; unos sern
poderosos y vendrn desde muy lejos; otros sern
apenas arroyos; los habr calmados y tranqui-
los, los habr turbulentos y rugientes, como el
Cauca y el Caron, de poderossimo caudal en-
trambos, pero indmitos hasta el postrer momen-
to, semejantes a aquellos hombres que alcanzan
a la edad madura y an a la vejez, cuyos das son
intranquilos y de combate, y cuyas horas, hasta
las ltimas, son de tormenta. De estos habr
pocos, porque el caudal de aos para los hombres,
que es caudal de desengaos y de tristezas, lo
mismo que el caudal de agua para los ros, im-
pone la tranquilidad y la calma.
"Para que te puedas formar una idea, sabe
que conmigo llegan al Orinoco, el Upa, el Cravo,
el Pauta, el Manacaca, todos ellos formados por
cien y mil diversas corrientes de agua. Antes de
recibirme a m, ya el Orinoco ha confundido sus
aguas con el Guaviare, el Casiquiare, el Arauca,
el Atabapo, el Tuparro, el Catiniapo; y despus se
le unen el Apure, el Gurico, el Cauca, el Caron
y otros muchos ms que no alcanzo a enumerar,
que se tienden en todas direcciones al fondo de
las selvas seculares y cruzan las pampas ilimi-
tadas, en cuya grama, y en cuyos morichales, se
agita el viento, que sin solucin de continuidad
pasa del movible mar de ondas saladas al ver-
de mar del llano inmenso.
"Acaso pasemos de cuatrocientos los hilos l-
quidos retorcidos en esa poderosa trenza que
se pierde en el ocano. Bstete saber que entre

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DE BOGOTA AL ATLANTICO 39

todos nosotros formamos para la humanidad una


red de vas libres, de caminos abiertos, que, dis-
puesta longitudinalmente, casi vencera en la ci-
fra de sus millas a la de los ferrocarriles que la
mano del hombre ha constru do en el continen-
te americano. Sbe que por el Casiquiare y por
el Negro nuestro sistema se comunica <;on el del
Amazonas, cuya red de ros es ms poderosa que
la nustra. La Providencia destin estas regiones
cuando as les prodig sus dones, para ser la ba-
se de un grande imperio, en donde la humanidad,
libre y regenerada, establezca algn da sus rea-
les, como vencedora de la tirana y del abuso.
"Nosotros somos hermanos gemelos del tiempo,
cuyos aos pasan y pasan sin cesar a perderse en
la eternidad, como pasan y pa~an sin cesar
nuestras ondas a perderse en el Ocano. En el
seno inconmensurable de los mares, nos damos
cita nosotros los mensajeros de todos los con-
tinentes, y all nos confundimos, los que del tr-
pico ecuatorial arrancamos, los que vienen de las
zonas templadas, los que en direccin al polo
arrastran sus ondas a travs de las frias estepas
de Rusia, y de las heladas llanuras de Siberia.
Hermanos mos son todos ellos; los famosos en la
historia de los hombres, como el Nilo, el Ganges,
el Eufrates; los que apenas empieza a conocer l'
humanidad, como el Congo, cuyas aguas nacen
en el centro del Africa ecuatorial.
"Ese grande imperio, para el cual formamos
aqu la base, no podr establecerse sino cuando
el hombre haya vencido aquellas condiciones del
trpico que hasta ahora lo han hecho apto tan
slo para la vida de comunidades compuestas
de amos y de esclavos. La ciencia moderna que
ha de suministrar los medios para destrurlos
miasmas, los microbios y los animales enemigos
del hombre, que por medio de acumuladores ha
de cambiar a voluntad las temperaturas, y por
medio de rpidos vehculos ha de destrur laE',
distancias, ser la que permita una transfor-
macin que hasta ahora no hay derecho de es-
perar, dada la experiencia histrica. Y para

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40 SANTIAGO PEREZ TRIANA

ello, para lograr todo eso, suministramos nosotros


la fuerza que el roce de nuestras aguas mismas
produce en la omnipotente electricidad, aprove-
chable cuando el hombre haya aprendido a re-
cogerla en todas sus fuentes. De nuestras lec-
ciones de moral, aprenda la que consiste en la
purificacin de las cosas. Nosotros entramos a
las ciudades y son limpias nuestras aguas; cuan-
do salimos de ellas, arrastramos todas las impu-
rezas y todas las substancias extraas que son
el producto y el residuo inevitable de la vida de
las grandes agrupaciones humanas; mas a muy
pocas leguas de distancia nuestras aguas se han
pmificado de nuevo, y son claras y limpias como
lo fueron antes. As mismo entran los hombres
a la vida, limpios; y cuando de ella salen, van
manchados las ms veces, y siempre estropeados
por la lucha. A travs del tiempo, las miserias
individuales quedan olvidadas, las tristezas de la
vida, los desfallecimientos del nimo, desapare-
cen; pero el hombre purificado se destaca sobre
la pgina de la historia en la cual, cuando ha
habido verdad y justicia, el vencido se convierte
en mrtir, el luchador en hroe y el pensador en
apstol. Puras son las aguas de los ros que han
atravesado las grandes ciudades despus de re-
corrida cierta distancia; dgalo si no el Eufra-
tes despus de Babilonia, o el Nilo, ms abajo
de Menfis y de Tebas. Trata de aprender de
nosotros, la tolerancia y la ecuanimidad. Si tie-
nes pesares propios piensa en la ley de la com-
pensacin y recuerda que muchas veces 10 que
los hombres llaman desgracia, no es sino un cam-
bio de va que les hace entrar en un nuevo ca.
mino, en donde acaso tengan campo ms am-
plio para el ejercicio de sus facultades; y recuer-
da sobre todo que para el hombre de energa
y de buena voluntad, los obstculos son fuentes
de victoria, y que las aerrotas aparentes, pueden
convertirse en escalones para ascender ms alto.
Cuntas veces, nosotros los ros, despus de
una catarata, o de vencer el contrafuerte de
alguna montaa que nos obstruye el paso, halla-

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DE BOGOTA AL ATLANTICO 41

mos tras de la lucha y la tormenta, hermosos va-


lles que fecundar con nuestra corriente, y en
donde rodar por luengas millas bajo el palio eter-
no de los cielos!
"No llores por la suerte de tu patria que es
tambin la ma; recurda que el poder de los
infames no puede perdurar. Si contemplas mis
aguas despus de una tempestad, las hallars
cubiertas de fango, y despojos de la selva; mas
han de pasar, como pasa el reino de los malvados.
Son esos los accidentes inevitables de la vida y
de la naturaleza a que todos estamos sujetos,
hombres y ros, cada uno en su esfera.
"Nosotros, los ros de estas regiones, pudi-
ramos sentirnos envidiosos, si slo en el mo-
mento presente pensramos, al ver el abandono
en que nos encontramos en relacin con nuestros
hermanos y en todos los dems pases del mundo
y a travs de la historia, forman el centro de la
vida humana.
"Roma sin el Tber no hubiera sido Roma, como
no fueran hoy lo que son Londres y Pars sin el
Tmesis y el Sena. Nosotros hemos marcado
siempre el curso de la civilizacin. Los hroes y
los conquistadores han levantado su tienda siem-
pre a nuestras orillas, y la han reemplazado
despus con sus palacios y capitolios. Somos
factor integrante de la historia humana. En
el Eufrates se alz Babilonia. Cuando las hues-
tes y los caballos de Alejandro apagaron su sed
en las sagradas ondas del Ganges, hijo fel Hi-
malaya, haca ya mucho tiempo que el polvo
gris de la tradicin y de los siglos cubra los tem-
plos levantados a Brahma y a Budha en sus orillas.
El Nilo, empapa, por decido as, las pginas de la
historia humana. En sus orillas, el hombre ha
hallado, buscando en los sepulcros y en las ruinas,
el pensamiento inmortal de las generaciones idas,
que ha vuelto a la vida, como la chispa brillante
despedida del rescoldo removido a travs de la
ceniza. En este mismo continente, hoy da, des-
de el helado San Lorenzo al Missisip intermi-
nable, el Amazonas maj estuoso, y el Paran que

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42 SANTIAGO PEREZ TRIANA

atraviesa las pampas del sur, todos esos ros


forman centro de la vida humana, y la civiliza-
cin puebla sus orillas. Solamente nosotros, los
ros de la que fue la Gran Colombia, cuando
en esta tierra nacieron y murieron los hroes sin
dejar semilla inmediata ni gE:lneracin que su-
piera comprenderlos, solamente aqu vagamos to-
dava perdidos, y olvidados, desconocidos en nues-
tras primitivas selvas, sin que las casas, los pa-
lacios ni los templos de los hombres, se refle-
jen en nuestras ondas y sin que la vida agitada
de la civilizacin las haga palpitar con sus pul-
saciones y estremecimientos. Desde que los hom-
bres blancos vinieron al continente, muchas ve
ces los hemos visto agruparse en nuestras ori-
llas. Hemos escuchado el fragor de sus comba-
tes; nuestras aguas se han enrojecido con su
sangre, y los cuerpos mutilados de las vctimas,
de sus luchas, solas muestras de su actividad
en estas regiones, han rodado en nuestra co-
rriente, y ms cariosos que sus compaeros, nos-
otros hemos dado sepultura a los muertos. Tris-
te sera para nosotros la contemplacin de es-
te abandono, si nuestra vida tuviera fin tan cer-
cano como la suya; mas quin dice que estas
llanuras y estas selvas, no fueran en otro tiem-
po tambin, el centro de grandes civilizaciones,
que pudieran haber levantado aqu sus pirmides,
sus ciudades y sus catedrales? T no lo crees
as porque en las pginas de la historia de los
hombres nada est dicho acerca de ello; pero sabe
que son ms los hechos olvidados que los reco-
gidos por la historia, y recurda que si stas pam-
pas fueron como la geologa lo indica, algn da,
lecho del ocano, que se retir casi sin dejar hue-
lla de su paso, tambin pudieron ser grandes
centros de la humanidad en poca remotsima e
ignorada. No son en verdad ms duraderas las
huellas de las muchedumbres que las de los ma-
res; ondas de hombre u ondas del ocano, unas
y otras a travs del tiempo, pasan "como el hu-
mo en el aire o la espuma en el agua", o como
la memoria del bien en el corazn de los ingrato~.

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DE BOGOTA AL ATLANTICO 43

"Adelnta en -tu peregrinacin; entrambos lle-


garemos al ocano, en cuyo frvido seno me he
de perder yo, como t te has de perder tambin
en el agitado mar de la humanidad; y lugo
cuanto te llegue el turno, tenders el vuelo a re-
giones ms amplias, a las regiones infinitas a
donde no llega la materia, en virtud del privi-
legio concedido a los hombres y de que no go-
zamos nosotros".
Si algo ms dijo el ro, no lo alcanzmos a or.
Su voz se perdi en el espacio, y cuando ces de
hablar, incorporndose en la arena, advertimos
que ya rayaba el da en el oriente, y que se acer-
caba a nosotros la curiara que haba quedado
atrs la noche anterior.

CAPITULO NOVENO

Si la na~egacin por el ro Ta, en gran ma-


nera participaba del carcter de anfibia, por lo
que a veces era preciso arrastrar las canoas, la
del Meta fue no solamente fluvial, sino casi ma-
rina. En efecto, este ro gasta lujos de brazo de
mar. El viento en l suele ser tal, que cuando so-
pla con fuerza, se encrespan las aguas, y se es-
trellan con murmullo rayano en rugido en las
orillas; adems, es tan sostenido e invariable du-
rante las horas del da, en cierta epoca del ao
que se puede navegar a la vela, reemplazando el
pesado canalete con la lona, que izada a proa
en pequeos mstiles ad hoc, enclavados en las
curiaras, semejan el ala blanca de un ave de po-
deroso vuelo.
Dadas nuestras embarcaciones, slo podamos
aprovechar el viento cuando no soplaba con de-
masiada fuerza, pues eran tan pequeas, que
corramos peligro de zozobrar. Cuando estaba la
atmsfera tranquila, adelantbamos a ca.nalete
limpio; en cada curiara haba cuatro o seis re-
mos a proa, y un patrn a popa, sentado en la
patilla. Leal guiaba como timonero la curiara
en que iban el equipaje y cargamento de vveres

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SANTIAGO PEREZ TRIANA

sirvindose para ello de un canalete de tamao


muy superior al de los usados por los bogas sen-
tados a proa. No podamos menos de admirar la
habilidad con que manejaba aquel remo primi-
tivo, cuya forma de hoja de rosa, a veces trunca
o roma, es la misma entre todos los pueblos sal-
vajes del mundo. Lo henda en el agua de punta,
lo apoyaba con fuerza, y despus de recorrido
cierto espacio hacia atrs, lo sacaba al aire, de-
rramando de l una especie de pequea catarata,
un espejo combo de agua, en el cual se irizaba
la luz del da, y se reflejaba el paisaje.
Nuestro primer cuidado, una vez en el ro Me-
ta, fue el de buscar embarcaciones de mayor por-
te. Para obtenerlas, entrmos a un cao llama-
do el Yucao, en cuyas dos mrgenes se alzaban
corpulentos rboles, revestidos de tupidas male-
zas. All vimos por primera vez la culebra llama-
da macaurel que se enrosca entre las ramas, y
se confunde con la corteza de los rboles. Tanto
nuestro marinero como R., apenas divisaban uno
de estos animales, disparaban sobre ellos, y eran
tan abundantes; -que en un trayecto de tres ho-
ras, aguas arriba, mataron ms de veinte, algunas
de ellas de ms de dos metros de longitud. Su
presencia en ciertos parajes de los caos y de
los ros, los hace en extremo peligrosos para la
navegacin, tanto mas cuanto que es sumamente
difcil distinguidas entre las ramas y las hojas.
Una s<;>lamunicin que las hiera, basta para cau-
sarles la muerte, produciendo una solucin de
continuidad en el engranaje de roscas que com-
ponen su organismo, paralizndolas por comple-
to, en tanto que se desgranan rpidamente; cau-
saba horror ver los anillos formados por el cuer-
po del reptil a que servan de eje las ramas, di-
latarse, hasta que la feroz alimaa caa al agua
desprendida a su pesar, manchando las ondas con
sucios matices negros y tornasolados.
En el Yucao, cambiamos nuestras curiaras por
otras de mayor porte, y continumos el Meta
aguas abajo, ora a la vela, ora a canalete, se

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DE BOGOTA AL ATLANTICO 45

gn el viento lo permita, durante tres das ms,


hasta llegar a San Pedro del Arrastradero.
Observmos que seguan nuestras embarcacio-
nes ciertos peces que resoplaban y parecan dar
botes sobre el agua, y al averiguar respecto de
ellos nos inform uno de los marineros, dicindo-
nos: "esos son Bufeos; animales amigos del hom-
bre. Cuando alguien cae al agua, ellos lo defien-
den de los caimanes y le empujan hasta la ori-
lla. Les agrada mucho el canto y la msica, y por
escuchar, se agrupan en torno de las embarcacio-
nes y las sigue cuando quiera que en ellas hay
cierta confraternidad, y cuando sucede que algn
pescador saca un bufeo prendido de su anzuelo,
inmediatamente le pone en libertad y le devuel-
ve al agua. Su presencia se considera como de
buen presagio".
Nos sorprendi el reconocer en esos bufeos al
delfn de los grandes mares. Estos peces remontan
toda la corriente del Orinoco hasta llegar al Me-
ta, suben despus por las aguas de este ro una
distancia de muchas leguas, de modo que se les
encuentra ms all del centro del continente a
cientos y cientos de leguas de su elemento pri-
mitivo.
Si era digna de causar maravilla la peregri-
nacin de los delfines a tan larga distancia, no
menos extraa y maravillosa nos pareci la pere-
grinacin de una leyenda o tradicin helnica a
travs de los tiempos y de las generaciones; des
de las gloriosas pocas de la madre Grecia y del
cerebro refinado de aquel pueblo elegante, culto
y artista, hasta la mente escasa en conocimientos
de los moradores del Meta, sencilla y avasallada
por la fuerza de una naturaleza vigorosa y agre-
siva, como es la del trpico no domado por el
hombre. Estos ltimos conservaban en su esencia
y prstino esplendor la idea potica de la leyenda
de Arin, aquel msico sorprendente, inventor
del ditirambo, rival de Orfeo y de Anfin, quien
al regresar de la corte de Peliandro, re'y de Co-
~into, fue arrojado al mar por la tripulacin del
barco que lo llevaba, movida a tal crimen por la

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46 SANTIAGO PEREZ TRIANA

codicia de apoderarse de los ricos dones alcan-


zados del rey por el artista, como recompensa
de sus mritos y talentos. Arin fue salvado de la
muerte y trasladado a tierra por uno de los mu-
chos delfines agrupados en torno del bajel a
escuchar el canto postrero que los victimarios le
haban permitido entonar. Refrescando despus
en ocasin ms propicia, nuestras ideas sobre
este punto, no por medio de laboriosas excursiones
en el campo de los escritores clsicos, sino por
la va fcil de consulta en algn diccionario de
conversacin, o manual de mitologa, hallmO's
que esta idea de la amistad de los delfines por los
hombres, estaba muy generalizada entre los grie-
gos, segn los cuales el cadver de Hesiodo, arro-
jado al mar por sus asesinos, fue salvado de las
aguas por los delfines, como fueron tambin sal-
vados de la muerte Falanto, general de Lacede-
monia, y Telmaco, hijo de Ulises. As como el
agua se infiltra a travs de las montaas, las
ideas vencedoras del tiempo' y de la distancia se
infiltran a travs de las generaciones.
El Meta corre generalmente hacia el Nordeste;
su cauce se tiende entre riberas altas, y describe
grandes y majestuosas curvas; est perfectamen-
te definido, de modo que aun en las pocas secas
del ao es navegable para barcos de vapor de un
calado de metro y medio, y en la poca de lluvias,
para barcos de mayor porte. En sus mrgenes se
alternan tupidos bosques de rboles seculares con
amplias y verdes praderas, cubiertas de pastos
naturales, en las cuales pudieran pacer greyes
innumerables. De uno y de otro lado, le llegan
numerosos afluentes unidos entre s por una red
de caos, de manera tal, que puede circularse en
todas direcciones en pequeas canoas, como pu-
diera andarse en un carro sobre una superficie
plana. Abundan los productos naturales del trpi-
co, tales como el caucho, la zarzaparrilla, la sarra.
pia, las plantas textiles, las resinas tiles y las
maderas preciosas; y la fertilidad del suelo, al de-
cir de los expertos, no es superada en parte alguna
del mundo conocido. El clima, aunque caluroso, no

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DE BOGOTA AL ATLANTICO 47

es insalubre, y durante seis meses del ao, la at-


msfera es refrescada por las brisas que soplan
todo el da, y que arrastran en sus alas los mias-
mas y las impurezas.
Constituye esta regin una reserva de podero
y de grandeza para Colombia y para Venezuela,
explotable cuando la energa aplicada hoy tntas
veces a luchas fratricidas, trabe lid abierta con
la naturaleza, la dome y la someta al imperio del
hombre. j Grande y hermoso porvenir, pero por-
venir lejano para la patria! j Cun doloroso es
pensar que acaso en la evolucin del tiempo, y
ante la inexorable ley de la seleccin, sean otras
razas y otros hombres los que aprovechen tnta
riqueza y tnto beneficio, puestos all por la mano
de la Providencia!
Al atravesar aquellas vastas y solitarias regio-
nes tan prdigamente bendecidas, tan olvidadas
por la incuria de nuestros gobiernos, pensamos en
las muchedumbres agrupadas en los pases de la
remota Europa, en donde el sol y el aire son es-
casos para los ojos y para los pulmones de los hom-
bres; pensmos que la idea de patria, tal como
ella es generalmente entendida, es una pura con-
vencionalidad, que como todo lo convencional,
entraba el criterio con cadenas que, le impiden
su armnico y justo movimiento. En efecto, la
patria es un accidente geogrfico, merced al cual
hemos de considerar como compatriotas, es de-
cir, como hermanos, a todos los que con nosotros
comparten ese accidente; empero, ante la justi-
cia y ante la razn, debe buscarse la patria, y se
la debe hallar, no solamente en la comunidad de
origen, sino en la comunidad de aspiraciones, en
la identidad de ideales. Son nuestros verdaderos
compatriotas en el campo de la historia, los li-
diadores, vencedores o vencidos, por los ideales
que forman la meta de nuestras aspiraciones; son
nuestros compatriotas y nuestros hermanos en el
campo de la vida actual, todos aquellos que lu- .
chan por los mismos principios que nosotros pro-
fesamos. Ni el tiempo, ni la distancia, ni el suelo,
ni el clima han de ser parte a romper esta cade-

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48 SAt~TIAGO PEREZ TRI...4..N.A.

na inquebrantable que ata las almas y que uni-


fica la humanidad. y no se crea que esto ha de
disminur nuestro amor al terruo que nos vio
nacer, ni nuestro cario por las glorias que a l
o a sus hijos pertenezcan. No es este modo de ver
las cosas, sino una ampliacin de la idea de la
patria, que permite al espritu, mayor vuelo para
tender las alas, que dignifica el cumplimiento del
deber, y que hace de la patria, no un campo geo-
grfico restringido, del cual debamos aceptarlo
todo como bueno, simplemente por ser suyo, aun
hasta los errores o las faltas de los hombres, sino
que la marca y la define en el mbito de ]a ac-
tividad humana, comq el centro desde el cual nos
toca ejercitar nuestras fuerzas, y que debemos
fecundar con nuestro sudor o nuestra sangre en
defensa de ideales ms grandes y ms hermosos
por pertenecer a toda la humanidad.
Los farsantes y los tiranos ocultan siempre sus
mviles y sus actos, detrs de los nombres her-
mosos consagrados en la memoria y en la vene-
racin de los hombres. En un momento solemne
y terrible, Madame Rolland exclam: "Oh liber-
tad, cuntos crmenes se cometen en tu nombre 1"
y el doctor Johnson, con su sal amarga de filso-
fo dispptico, refirindose al patriotismo, dijo as
en alguna ocasin: "El patriotismo es el postrer
refugio de los pillos a quienes les ha ido mal en
este mundo". (Patriotism is the last refuge of
unsuccessful scoundrels).
y como de la libertad y del patriotismo, as de
todos los grandes ideales. Las ambiciones, las co-
dicias, los intereses srdidos y mezquinos de los
hombres, se aduean de stos, y los explotan en
beneficio propio, y las muchedumbres engaadas
creen servir a la patria, a la libertad, a la reli-
gin, cuando slo sirven a las ambiciones huma-
nas que tienen la habilidad y la audacia de apo-
derarse de las cosas venerandas, como ladrones
que hurtan los vasos sagrados.
En un mismo campo de batalla chocan dos mu-
chedumbres conducidas a la matanza como si fue-
ran rebaos; a entrambas se les gua bajo el nom-

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DE BOGOTA AL ATLANTICO 49

bre sacrosanto de patria, y en esa lucha de muer-


te y de exterminio, una de ellas tiene que estar
en el error. Acaso lo estn entrambas. Los pode-
rosos mantienen vivas las convencionalidades que
as les permiten dominar; destruyen o ahuyentan
la idea genuina, y la verdad de los hechos y de
las cosas, y as se perpetan. La verdadera idea
de patria, representa algo amplio, algo grande,
algo inconmensurable, en donde quepan todos los
hombres de buena voluntad, cualesquiera que sea
el suelo donde han nacido. Las limitaciones y de-
marcaciones territoriales han de servir para otros
fines que no para la perpetuacin de odios y de
venganzas. Cuando as se entienda la grande
idea de patria, no ser posible ya el espectculo
de las batallas, en el cual se pretende que hay
justicia en dos corrientes opuestas de violencia,
es decir, que cada una de ellas es justa, segn el
criterio de los hombres. Esto es tan absurdo, co-
mo sera en qumica el sostener que un mismo
reactivo produjera sobre una misma substancia,
y en idnticas condiciones, distintos resultados,
porque en un caso esa substancia estuviera con-
tenida en una vasija de cristal, y en el otro en
una vasija de loza. La justicia en s es principio
abstracto, y cuando dos contendores en lucha a
muerte la reclaman ambos para s, uno de ellos
o ambos, estn errados. Y si patria no es justicia
qu cosa es? La patria verdadera del hombre,
est en la humanidad y en los grandes ideales.
Bien 10 dijo Zenea:
Mis tiempos son los de la antigua Roma
y mis hermanos con la Grecia han muerto.
Toda esa hermosa regin de llanuras, en parte
cubierta de bosques, en parte de praderas inter-
minables, tendida desde el pie de los .Andes hasta
el Ocano Atlntico, surcada por innumerables
ros, sera inhabitable sin la frescura que le traen
los vientos, y sin el benfico influjo que ejercen
purificando la atmsfera.
As como la pod'erosa corriente del golfo lleva
los tibios efluvios del trpieo a los pases del Nor-
te, mitigando la temperatura y disminuyendo el

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50 SANTIAGO PEREZ TRIANA

rigor de los inviernos, as en el caso presente los


vientos que cruzan el Ocano, y que soplan sobre
estas ilimitadas comarcas del Nordeste de la Am-
rica del Sur, mitigan en ellas los ardores del tr-
pico, y las hacen habitables para el hombre; de
otro modo, esas pampas seran desiertos llenos de
vida y de vigor orgnicos, merced a la abvndan-
cia de aguas corrientes, pero en ellos, le sera po-
co menos que imposible al hombre luchar con el
clima y con las fieras. Esos vientos, que all so-
plan, son los mismsimos alisios tan fijos como la
revolucin de la tierra alrededor del sol; proce-
dentes de causas naturales e inmutables, cruzan
todo el Ocano Atlntico, siguen su curso a tra-
vs de las llanuras y quiebran ~us mpetus en el
inmenso baluarte de la cordillera que les cierra
el paso hacia el Pacfico, y sobre la cual depositan
su caudal de hmedos vapores, que recogidos en
ella son devueltos en las mil corrientes de agua
que ruedan de sus flancos y se esparcen por las
llanuras, devolvindole as al Ocano el tributo
que las aguas rindieron a los vientos, los que en
este caso nos parecan personificados en una in-
mensa ave blanca de alas inconmensurables que
despus de atravesar los mares y las selvas, se al-
zaba sobre las montaas y vena a formar su ni-
do en las granticas cimas de los Andes.
Al tercer da de navegacin por el Meta, llega-
mos a San Pedro del Arrastradero, llamado tam-
bin San Pedro de Arimena. All resolvimos des-
viarnos para tomar el ro Vichada. Nos era pre-
ciso recorrer una corta distancia por tierra has-
ta el cao de Cacarate, para llegar por ste al ro
Muco, tributario del Vichada.
Al abandonar las mrgenes del Meta, agolp-
ronse los pensamientos en nuestra mente. Pen-
sbamos en que decamos adis para siempre a
aquel hermoso ro que arrancaba tan cerca de
nuestra propia ciudad natal, que, sin duda, lle-
vaba confundidas con sus aguas las de rachue-
los o arroyos compaeros de nuestra infancia en
aquellos inolvidables das de vacaciones pasados
en los pequeos pueblos del oriente de Bogot, ta-

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DE BOGOTA AL ATLANTICO 51

les como Ubaque y Ronegro; das de bullicio, de


alegra, das retozones como las aguas de aque-
llos rachuelos, perdidos en la memoria .como los
rachuelos mismos en la inmensa corriente del
ro, y como nosotros en la corriente de la vida.
Pensbamos en los amplios horizontes de la na-
turaleza, y en las vastas posibilidades para la pa-
tria, entrevistas o reveladas por la sola contem-
placin de la majestad de las selvas imperiales y
del caudal de las aguas. Pensbamos en el viajar
de las cosas lejanas, en lo inexorable y solemne
de su marcha hacia adelante; en los delfines que
partidos del centro del Ocano, penetraban al
fondo del continente; en los vientos que desde el
otro hemisferio cruzaban los mares y los valles,
ascendan los montes y se posaban en sus cimas;
pensbamos tambin en la idea potica del supre-
mo poder del canto, germinada entre el pueblo
vencedor de Troya, acariciada por los compae-
ros de Pericles, peregrina a travs de los siglos y
de las generaciones, y viva palpitante entre los
moradores de las agrestes selvas de la virgen Am-
rica, y all en el porvenir, como viniendo de muy
lejos, tambin veamos la idea de la civilizacin,
vencedora de abusos, de errores y de tiranas pre-
sentes, batiendo su poderoso estandarte de liber-
tad y de tolerancia en la cumbre mismsima de
los eternos Andes, y cubriendo con .su sombra
bienhechora los montes y los valles, y los inn-
meros pobladores de una patria grande y feliz.
CAPITULO DECIMO

En San Pedro de Arimena nos detuvimos dos o


tres das, el tiempo necesario para prepararnos a
la navegacin del ro Vichada. Ibamos a penetrar
en regiones exclusivamente habitadas por los sal-
vajes, y muy raras veces frecuentadas por el hom-
bre civilizado. Ya en el Meta habamos tenido a
la mano izquierda, cerca de nosotros, la regin
habitada por salvajes; a la derecha, sin embar-
go, se encontraban a grandes trechos algunas
fundaciones ~Je8a~ffA ~lc:~tigio de la
B\:>,L\OTECA LUISANGEL ARANGO
CATALOG~CION
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52 SANTIAGO PEREZ TRIAN A

civilizacin en aquellos parajes. Los ros Muco y


Vichada, que bamos a navegar, cruzaban regio-
nes muy semejantes en su aspecto y condicin
general a las atravesadas por el ro Meta. Los abo-
rgenes que frecuentan sus orillas son de tem-
peramento manso, fciles de someter a la civili-
zacin, y de carcter dcil y humilde. No es este
el caso con los de la margen izquierda del ro Me-
ta, conocidos por su hostilidad a los hombres
blancos; hostilidad no injustificada y producida
por los tratamientos que los civilizados o racio-
nales, que es como all los llaman, les dan a ellos.
En vez de tenderles mano caritativa y de tratar
de atraerlos a la civilizacin, los racionales los
persiguen como si fueran bestias feroce:,; y los
matan como tales. Muchos de aquellos que tal
hacen o que toleran que en su nombre se come-
tan estos crmenes, figuran en nuestras ciudades
como piadosos cristianos, y son llamados obreros
de la civilizacin. El crimen del asesinato perpe-
trado en individuos tan indefensos que no tienen
una voz que se levante en su favor, tan desvali-
dos que no tienen ms refugio que el de las sel-
vas primitivas, y que no saben siquiera ante quin
ni dnde buscar amparo, es un crimen diario en
aquellas comarcas, y no es secreto para nadie. La
familiaridad con estos actos de barbarie ha he-
cho que las gentes se connaturalicen con el10s y
que se los mencione como la cosa ms natural
del mundo. j Qu mucho, pues, que cuando los in-
dios advierten ocasin propicia para atacar a los
civilizados, caigan sobre ellos, los despojen y los
maten! En San Pedro de Arimena vimos desde
lejos a un individuo venido de la altiplanicie bo-
gotana, a la cual haba llegado de otra parte de
la Repblica, que se hallaba en el Llano ejercien-
do las funciones de administrador de una bien
conocida hacienda de ganado, quien se gloriaba
y envaneca de haber matado con su propio rifle
y con su propia mano ms de una docena de in-
dios en muy corto tiempo, y el patrn de este in-
dividuo, persona muy conocida en el pas, renom-
brado por su fervor cristiano, lejos de censurar-

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DE BOGOTA AL ATLANTICO 53

le tales actos, los haba premiado. La conciencia


del amo y la del servidor en este caso (ya que
ellos venan ambos de regiones en donde el ase-
sinato se considera siempre como crimen) haban
adquirido la amplitud de las selvas, y por eso en
ellas caba todo.
Felizmente para nosotros los aborgenes del Vi-
chada, que hasta ahora no han tenido ocasin de
entrar en lucha con los civilizados, no presenta-
ban estos peligros.
Pudimos informarlos detalladamente sobre el
viaje que tenamos en proyecto con. un individuo
venezolano, D. Jess Gondelles, establecido en
San Pedro de Arimena y frecuente viajador, tan-
to en el ro Meta, como en el Vichada.
Este seor nos facilit nuevas curiaras para
el prayectada viaje. Conoca perfectamente la re-
gin del Vichada, en la cual haba acompaado
a algunos de los pocas misioneros que por all han
pasado.
Antao, al misionero acompaaba el soldada, y
las muchedumbres que el una trataba de conver-
tir eran las ms de las veces destrudas por el
otro. Dan Jess Gandelles, coma acompaante de
misin, no pudiendo ejercitar la labor evangli-
ca de predicar la palabra divina, se haba con-
tentado con ejercitar un papel, si no evanglico
a 10 menos bblico, dando cumplimiento al pre-
cepto de crecer y de multiplicar. Con efecto: ,se
deca que pasaban de ciento cincuenta los hijos
suyos habidos en indias habitantes del ro Vicha-
da. Acaso este cambio en la labor perteneciente a
los laicos acampaantes de misioneros, sea dig-
no de aplauso y de estmulo.
Algunos de nuestros bogas cantratadas en San
Pedro del Ta o en sus cercanas, se devolvieron
de San Pedro de Arimena. Can la tripulaCin as
truncada podamos adelantar muy lentamente.
Empero, tanto Leal camo Gondelles, nos infarma-
ron que sera fcil obtener las servicios de las in-
dios, los cuales nos acompaaran por un cierto
nmero de jornadas en cambio de un pauelo,
de una botella vaca o de una baratija cualquie-

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54 SANTIAGO PEREZ TRIANA

ra, puesto que la moneda no tiene curso ni valor


entre ellos. En materia de moneda, bamos pro-
vistos del papel-moneda colombiano, y compren-
dimos, ms que por ninguna otra cosa, por el he-
cho de que a recibirlo como cosa preciosa se ne-
gaban los salvajes, lo profundo de su ignorancia
y de su salvajismo, pues acabbamos de ver a lo
ms selecto y distinguido de la nacin colombia-
na disputarse aquellos pedazos de papel litogra-
fiado, como cosa preciosa, demostrando, as has-
ta dnde se puede llegar bajo una disciplina bien
sostenida y suficientemente apoyada por la
fuerza.
Lo que la investigacin de siglos no obtuvo; el
triunfo no alcanzado por la alquimia con retor-
tas, reactivos, mezclas y combinaciones, lo ha
realizado la simple voluntad acompaada de ar-
gumentos tan contundentes como el "Mauser" y
el '~Rmington"! Y los salvajes del Vichada per-
manecan indiferentes ante tan glorioso y tan
benfico resultado, y preferan al papel-moneda
en cuestin, un poco de salo una zarandaja cual-
quiera! Esto es para descorazonar a benefactores
menos persistentes y tenaces de propsito que los
que en buena hora le ha deparado la Providencia,
en sus gobernantes, a la feliz y prspera Co-
10mbia.
Hacia el veinte de enero comenzmos la nave-
gacin del cao Caracarate, por el cual en pocas
horas llegmos al Muco, ro de aguas muy claras
y dulces, de mrgenes bajas, de las cuales se ex-
tienden como rboles cados las ramas de los
manglares entre los cuales es peligroso navegar,
tanto porque en ellas se esconden las culebras,
como porque la intrincada red de sus races de-
tiene el paso de las canoas y a veces las vuelca.
Las aguas de todos aquellos ros son hermosas a
la vista, pero peligrossimas al contacto, pues ade-
ms de las culebras, de las rayas y de los caima-
nes, se encuentra en ellas un pez llamado el
temblador, anguila elctrica, que puede descargar
su electricidad al ponerse en contacto con otro
cuerpo conductor. Los caballos y las reses cuando

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DE BOGOTA AL ATLANTICO 55

son tocados por este pez, generalmente caen al


agua y se ahogan; y dcese que los mismos tigres
sucumben a las veces al golpe de este inesperado
enemigo que encuentran a su paso al cruzar los
ros. Abunda tambin en ellos un pez de pequeas
dimensiones llamado caribe, voraz como ninguno,
que busca en los cuerpos de los animales o de los
hombres el menor rasguo, y que ataca en en-
jambres tan numerosos que en pocos minutos
causan .la muerte de un caballo o de un toro, por
la parte de su cuerpo que alcanzan a devorar.
Las playas arenosas, secas en aquella poca
del ao, ofreCan abrigo contra todos estos peli-
gros, pues en las mrgenes, cubiertas de rboles
y de malezas, haba siempre el de encontrar cu-
lebras, vvoras y otras alimaas.
Durante una de las primeras noches que pasa-
mos en el ro Muco uno de los bogas nos mostr
una estrella que dijo ser el lucero terecayero, lla-
mada as, porque, segn ellos, aparece en el cie-
lo en la poca en que ponen las terecayes, tortu-
gas de pequeas dimensiones, cuya carne es su-
culenta y cuyos huevos son de mejor sabor y me-
nos aceitosos que los de la tortuga grande. El ojo
de los llaneros y el de los bogas, habituados a es-
tudiar los menores. indicios de las aguas, de las
arenas y del cielo, les permita descubrir a nues-
tro paso, en las playas que quedaban a diestra y
a siniestra, las huellas de las terecayes. Apenas
las advertan, dirigan la canoa hacia la playa
en donde las vean; marchaban al punto de don-
de ellas partan, y despus de ahondar algunas
pulgadas, desenterraban los nidos en que la tere-
cay haba puesto sus huevos a ser calentados por
la mismsima arena, encargada de completar su
labor de madre. Estos huevos vinieron a ser una
agradable adicin a nuestros alimentos, como lo
fueron tambin algunas terecayes que cayeron
en las redes de nuestros pescadores.
Observmos que al saltar a las playas en don-
de debamos pasar la noche, nuestros bogas, bien
en soliloquio, bien dirigindose los unos a los
otros, apuntaban a las huellas que se encontra-

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56 SANTIAGO PEREZ TRIANA

ban en la arena, dIcIendo as: ierecay, chigliiro,


marrano de monte, zahino, caimn, tigre danta,
etc.". Esta enumeracin indicaba que estaban
frescas en la arena las huellas de los animales
enumerados. Poca impresin nos haba causado
aquello, hasta que alguna noche en que el sueo
no acuda a nuestros prpados con la presteza
acostumbrada, tendidos all sobre la arena, pro-
tegidos por la dbil valla del mosquitero, a tra-
vs del cual divisbamos el profundo y azulado
combo de los cielos, marcado por innmeras es-
trellas titilantes, mirando tambin la corriente
mansa del ro que se arrastraba a pocos pies de
distancia de donde nos hallbamos, nos asalt
la idea de que aquellos mismos animales que du
rante el da haban pasado por las mismsimas
arenas que cubramos con nuestro cuerpo, po-
dran tener veleidades, deseos o necesidad de vi-
sitar el lugar en donde durante el da haban es-
tado. Rpida como siempre lo es la imaginacin,
pero mayormente cuando el miedo la aguijonea,
vimos una tropa infinita, una arca de No, mul-
tiplicada, como los descendientes de D. Jess Gon-
delles en las mrgenes del Vichada, desbordndo-
se del confn del bosque y adelantndose hacia
nosotros. El chigiiiro, los marranos de monte, las
dantas, poco nos preocupaban, pues merced a
nuestros escasos conocimentos zoolgicos, adqui-
ridos en la misma poca en que aprendimos los
principios de Mitologa que nos haban permiti-
do discernir la leyenda de Arin en lo aplicado
a los bufeos del ro Meta, nos enseaban que es-
tas bestias no son carnvoras, y que lo probable,
si nosotros no entablbamos relaciones con ellas,
era que ellas tampoco las trabaran con nosotros.
Pero otra cosa nos enseaban esos mismos prin-
cipios de zoologa, y era que de los tigres y de los
caimanes no era probable esperar aquel trata-
miento, que entre hombres hubiramos conside-
rad despreciativo, pero que de parte de ellos
habramos agradecido en el alma.
Ya veamos del lado de afuera de nuestro mos-
quitero reemplazado el brillo de las plidas, titi-

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lantes y benficas Bstrellas por el fosforescente


cabrilleo de los ojos de un tigre, o por los morte-
cinos reflejos de la mirada de un caimn y sen-
tamos el resoplido de su aliento en el momento
inmediatamente anterior a aquel en que el uno
con sus garras y el otro con sus mandbulas, ven-
cieran la delgada pared de lino que de ellos nos
separaba y trituraran nuestras carnes y nuestros
huesos. No era necesario hacer grandes esfuerzos
ni concederle demasiadas alas al miedo para ima-
ginarse tales cosas. La lgica se nos impona con
inexorable encadenamiento: tigre y caimn co-
men hombre; somos hombres, ergo somos comi-
bles por Bl tigre y por el caimn. Tigre y caimn
estuvieron aqu hoy, lugo pueden volver; tigre y
caimn pueden tener hambre, y aunque no la ten-
gan, nuestras personas sern para ellos suculen-
to bocado, ya que los racionales, gordos o flacos,
aquijotados de aspecto, o asanchados de figura,
deben ser cosa extraa en su minuta de manja-
res diarios. Por consiguiente, pudiendo venir es
fcil que vengan, y una vez venidos seguro que
nos devorarn.
Ante estas terribles consideraciones se nos pu-
sieron de punta los pelos de la cabeza, y nos in-
corpormos. Ni tigre, ni caimn. El ro continua-
ba arrastrando sus ondas en impasible majestad,
como burlndose de nuestra inquietud. Las es-
trellas, el combo azul ya mencionado, el bosque
en el cual no se oa ni un murmullo, todo estaba
lo mismo que antes; pero nada de esto fue parte
a devolvernos la tranquilidad. La desesperante
calma de la naturaleza de que habla Nez de
Arce, no nos calm a nosotros. S nos calm em-
pero, el or a nuestros bogas, tendidos cerca de
nosotros, roncar a pierna suelta ; bendito ronqui-
do que indicaba la tranquilidad de nimo de los
que as dorman! Nos dijimos: estas gentes cono-
con estas playas y sus peligros; para cada uno de
ellos es su propia vida tan valiosa como la nus-
tra para nosotros. Los bateleros del bajel que ca-
si zozobr con Csar, cuando l les dijo que no
podan zozobrar porque all iba l con toda su glo-

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58 SANTIAGO PEREZ TRIANA

ria y su fortuna, a buen seguro que se crean, en


cuanto a su propia vida perteneca y para el efec-
to de salvarse, tan gloriosos y grandes como C-
sar, y as sucede en todo. Viendo que nuestros bo-
gas, baquianos en aquellas soledades, dorman y
roncaban, volvi la quietud a nuestro nimo, y
nos tendimos en la arena a dormir y a roncar co-
mo ellos. Fenmeno raro este de la humanidad:
produce en nosotros mayor suma de confianza la
comunidad del peligro, que la habilidad o pericia
ajenas, o que la palabra empeada. Con efecto,
los pasajeros de un vapor o los de un tren, poco
se preocupan de inquirir cul es la habilidad del
capitn o la del ingeniero que gua la mquina:
les basta saber que si hay naufragio, el capitn o
el ingeniero son los primeros en perecer, y este
convencimiento hace que cuantos viajan en tren
o en buque, lo hagan indiferentes y orondos, sin
preocupacin de los peligros posibles, como indi-
ferentes y orondos nos tendimos nosotros sobre
la arena. Para mayor abundamiento bastar un
ejemplo. Los mismos pasajeros que sin investiga-
cin de ninguna especie sobre la pericia de los
ingenieros o empleados de un tren, ni sobre la
calidad y condiciones de la va, le confan su vi-
da, embarcndose en el vehculo que ellos condu-
cen, cuando se trata de darle dinero prestado a
la misma Compaa, duea y propietaria del fe-
rrocarril, en la forma frecuente de obligaciones
hipotecarias, verbi gratia, investigan, indagan,
averiguan, y lugo se aferran, se protegen y se
garantizan por todos los medios que la descon-
fianza de nuestros semejantes y la prudencia y
la experiencia han cristalizado en las leyes y en
los cdigos que reglamentan las operaciones co-
merciales entre unos hombres y otros. Por cier-
to que reflexionando sobre estas cosas y recor-
dando la lucha cruel de codicias y de ambiciones,
supremas leyes entre los hombres, en medio de la
selva hubimos de advertir que todava nuestra ci-
vilizacin moderna no es sino un ligero barniz mo-
ral, bajo el cual apenas se oculta la contextura
verdadera del gnero humano, semejante en sus

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DE BOGOTA AL ATLANTICO 59

instintos y en sus apetitos a los compaeros del


hombre en aquel mentado paraso terrenal, que
en su estado primitivo pueblan las selvas y los
bosques.
CAPITULO UNDECIMO

Siguiendo el curso del Muco, llegmos en pocos


das, cinco o seis, al Vichada, de porte mucho ma-
yor, y cuyo caudal es comparable al del ro Meta.
Con frecuencia encontrmos ora pequeas ca-
noas tripuladas por indios salvajes, ora poblacio-
nes formadas por ellos a corta distancia de las
orillas. Cuando por primera vez nos hallmos en
contacto con los salvajes, experimentmos una
sensacin muy difcil de describir: parecanos ver
al hombre primitivo delante de nosotros; crea-
mos hallar en l un sr acab.ado de salir de las
manos de la naturaleza y que si con nosotros com-
parta identidad de forma y de suerte comn, di-
fera de nosotros en la apreciacin de la vida, en
el conocimiento del mundo, en la intensidad de
las necesidades, en el desarrollo de los atributos
intelectuales y de las aptitudes fsicas, a tal pun-
to que pudiramos considerarle como a un sr en-
teramente aparte. Evidentemente, es extrao el
hallarse no, como de manos a boca, con un ente
que despierta los mismos sentimientos que un
animal raro en una casa de fieras, y que, sin em-
bargo, es nuestro semejante en su aspecto fsico,
y en la posesin de los mismos elementos natu-
rales para la vida. Pero, como sucede respecto de
toda cosa rara o nueva, con el contacto frecuente
en breve nos acostumbrmos a aquellos pobres
hermanos nustros de piel bronceada, de cabe-
llo negro y lacio, de cuerpo desnudo, expuesto a
la intemperie y a las mil plagas de animales que
infestan aquellas regiones. Nuestra curiosidad y
extraeza cedieron el puesto a una profunda ls-
tima por aquellos infelices, perdidos en esas so-
ledades tan escasamente provistos de medios con
qu sostener la vida, y en lucha abierta con una
naturaleza brava y agresiva, en la cual las ma-

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60 SANTIAGO PERE7, TRIANA

nifestaciones y las transformaciones orgnicas se


suceden las unas a las otras, avivadas por el sol
del trpico, como las burbujas en la superficie de
un lquido en ebullicin, encerrado en una marmi-
ta, y sometido a la accin de un fuego intenso.
Aunque han transcurrido algunos aos desde
aquellos das hasta el en que trazmos estas l-
neas, los recuerdos de todo lo que vimos y expe-
rimentmos durante ese viaje se mantienen an
en nuestra memoria, fijos, definidos y precisos
como la lnea y el color sobre el lienzo guardado
largo tiempo en una galera, o como la forma y
el contorno que el cincel corta en el mrmol. o
el buril esculpe en el bronce. A veces, a impulso
de la voluntad, otras sin su concurso, los paisa-
jes, los individuos, las palabras, los acontecimien-
tos, comparecen delante de nosotros tal como si
estuvieran vivos y palpitantes otra vez. Es que
la memoria es guardia fiel, conservadora del pa-
sado, tesoro en donde se guardan, como polvo de
oro recogido a la orilla del camino, las impresio-
nes del ayer. En esa inmensa galera, los recuer-
dos se siguen los unos a los otros, en impasible
encadenamiento, y al pasarlos en revis ta nos pa-
rece que all, en un punto lejano, separado de
nosotros por el tiempo y por la distancia, punto
al cual no podemos llegar, pero que s existe, per-
duran todava las cosas tales como nosotros las
vimos. En esto, la memoria se parece a las crea-
ciones del artista, el cual, apoderndose de un
momento dado, lo fija y lo traslada al mrmol o
al lienzo. Las auroras que recordmos nunca se
obscurecen; la majestad del sol que vimos hun-
dirse circundado de gloria tras los lejanos hori-
zontes, jams decae. La palabra que nos lleg al
corazn y lo hizo estremecerse, la mano que es-
trech la nustra en el adis, o en la bienvenida,
la muchedumbre que se agit como el mar sacu-
dido, el llanto que corri, la luz que vimos bri-
llar en ojos ya apagados, todas esas manifesta-
ciones del pasado, flores del jardn de la vida,
tempestades del ocano del mundo, que guarda-
mos en la memoria, permanecen all con todo su

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DE BOGOTA AL ATLANTICO 61

sr, con todo su alcance y toda su fuerza sobre


nosotros, cuando ya el tiempo ha "echado sobre
ella sus aos". Keats, aquel poeta de alma helni.
ca, hablando de la urna griega, en la cual supo es
culpir el frondoso bosque y la danza de pastores
y de zagalas, agitndose al comps de los cara-
millos, y las guirnaldas en la cabeza de las don-
cellas y las flores que embalsamaban el aire, di-
ce que son dulces las melodas odas, pero que lo
son ms las de esos caramillos que nadie ha de
or jams; que es hermosa la juventud que se
vive, pero que lo es ms la perenne juventud es-
culpida en esa urna; que es hermoso el verdor
del bosque, pero que lo es ms el de esos rboles
que jams han de decir adis a la primavera y
que nunca vern al otoo despojarIos de sus ga-
las; que es bello el amor coronado por el xtasis
sublime de su consumacin; pero que. es ms be-
llo el amor de esas doncellas, el de esos zagales
que jams conocern el hasto, y que esas eter-
nas bellezas esculpidas all sobre la urna por la
mano del artista, son el smbolo supremo de la
vida, porque la belleza es la verdad, y la verdad
es .la belleza, y con esa sola ciencia deben estar
contentos los hombres.
Todos llevamos en la memoria algo as como
las esculturas de esa urna griega en los recuer-
dos de acontecimientos de que nos separa el
tiempo, los cuales nos parecen destacarse en
nuestro pasado como las figuras sobre el bronce
tallado por el artista.
Debi de ser un momento de profunda triste-
za, de desfallecimiento supremo, aqul en que la
mente griega acogi la fbula de las aguas del
Leteo que borraban la memoria del pasado. Las
sombras errantes en el Averno que, para calmar
sus penas, bebieran de ellas, en verdad que no
haran ms que aadir una negrura ms a sus ti-
nieblas. Si esas tinieblas eran tan densas que el
espritu ansiaba por borrarIas, nunca debiieron
serIo a tal punto que no quedara en ellas un re-
cuerdo hacia el cual el alma quisiera tender el
vuelo, con la tenacidad con que los ojos, en me-

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62 SANTIAGO PEREZ TRIANA

dio de la obscuridad de la noche, buscan una luz,


o una estrella. A buen seguro que si el Leteo co-
rriera en medio de nuestra vida actual, muy po-
cos seran los mortales que bebieran sus aguas,
ya que el olvido es hermano gemelo de la muer-
te, y que el pasado es ms que la mitad de nues-
tra vida.
El recuerdo de esos das transcurridos en me-
dio de aquella naturaleza esplndida, en regiones
libres del imperio del hombre, en la contempla-
cin obligada de los fenmenos de la naturaleza,
vive siempre en nuestra memoria, y nos parece
un oasis en la agitada lucha por la vida, tan ardua
y tan azarosa. Cun tranquilos y cun hermosos
eran nuestros das. Mientras las curiaras adelan-
taban lentamente sobre la onda lquida, leamos
en alta voz algunos de los buenos libros que lle-
vbamos; la poesa nos llegaba ms hondamen-
te al espritu; las enseanzas de la historia nos
parecan ms claras; las palabras de los filsofos
y de los sabios, ms pertinentes y luminosas; la
historia de la antigua Roma mltante, la de la
madre Grecia, siempre joven y siempre bella, le-
das otra vez, en medio de aquellas soledades, lle-
naban nuestra alma de entusiasmo y de fe por
los grandes ideales. En esas amplias e ilimitadas
regiones, nos pareca ericontrar un templo digno
del culto de la belleza y de la justtcia. Consolaba
nuestro espritu, entristecido por espectculos re-
cientes y dolorosos, el ver que no es raro en la
historia de los hombres el advenimiento de los
perversos y de los imbciles a las eminencias del
poder, de las cuales tarde o temprano se despe-
an, impulsados por las leyes superiores que ri-
gen el desenvolvimiento de la raza y restablecen
el imperio de la justicia. Pero volvamos a nues-
tra narracin.
Estando escasos de tripulantes, con frecuencia
arribbamos a las poblaciones que se encontra-
ban a nuestro paso, y de entre los muchos indios
que se acercaban a nosotros, tratbamos de ob-
tener algunos que nos quisieran acompaar, sir-
vindonos de marineros y aliviando el trabajo de

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DE BOGOTA AL ATLANTICO 63

nuestra tripulacin. Generalmente, despus de


cierta dificultad, logrbamos entrar en trato con
alguno de ellos, que se comprometa a servirnos
durante tres o cuatro das, en cambio ya de una
prenda de vestido, ya de un pedazo de sal, ya de
alguna baratija, como de un vidrio o de una ho-
ja de lata. Pronto aprendimos que el pago, es de-
cir, la entrega de lo ofrecido por nosotros, no de-
ba hacerse sino despus de ganado el salario,
pues el salvaje no tiene conciencia de la equidad,
y en ms de una ocasin, cuando an ramos in-
expertos, nos sucedi que nuestro tripulante con-
tratado desapareca entre el bosque apenas se ha-
ba logrado aduear del objeto codiciado por l.
Esto nos ense a proceder con ms cautela y a
vigilar con gran cuidado los numerosos objetos
que poseamos, casi todos ellos desconocidos pa-
ra aquellos infelices y que despertaban en ellos
gran codicia, a tal punto, que sin nuestra vigilan-
cia muy pronto nos habran despojado de todo.
Afortunadamente ramos bastante numerosos
para inspirarles respeto, y nuestras armas, de las
cuales nunca tuvimos necesidad de servirnos pa-
ra efectos de defender nuestras personas o nues-
tras propiedades, eran para ellos, como son tam-
bin para los hombres civilizados, suprema razn
y la ms convincente para mantenerlos dentro
de su deber e impedrles la violacin de nuestros
derechos.
No podemos menos de dejar constancia aqu de
un incidente que nos indujo a meditar y que hizo
vacilar nuestro juicio en cuanto a la decantada
superioridad del hombre civilizado sobre el hom-
bre salvaje.
Al caer de la tarde de uno de los primeros das
despus de nuestra entrada en las aguas del Vi-
chada, cuando ya estaban arrimadas nuestras cu-
riaras a la playa y se haba empezado a preparar
el campamento, lleg a la orilla en que nos ha-
llbamos un indio en una pequea curiara, tri-
pulada por l solo. Era la curiara angosta y pe-
quea apenas si tena dos metros de longitud. El
indio era esbelto, gallardo y joven. Tena ceido

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64 SANTIAGO PEREZ TRIANA

al cuerpo un guayuco, o trozo de tela hecho de


fibra de moriche, atado a la cintura y que ape-
nas le cubra la parte media del cuerpo, algo as
como la legendaria hoja de parra, tan cara a
nuestro padre Adn. Su figura era escultural: na-
riz recta, ojos negros y rasgados, pelo negro tam-
bin. Traa ceida la frente con una pequea co-
rona hecha de plumas de distintos colores. Del
cuello le penda un pequeo saco, hecho tambin
de fibra tejida, dentro del cual llevaba todas sus
riquezas, consistentes en un pedazo de sal, algu-
nas pas de pescar y un aparato especial hecho
de pequeas caas que usan los aborgeneR de
esas regiones para sorber con la nariz una subs-
tancia llamada opo, con la cual se embriagaban.
En el fondo de la canoa tena un arco y varias
flechas. Estaba de pie, y usaba un largo remo, o
canalete, con el cual golpeaba el agua, unas ve-
ces de un lado, otras de otro de la curiara, ha-
cindola adelantar o retroceder. con tal habili-
dad que se dira que formaba 'parte integrante
de su cuerpo, y que como tal era movida directa-
mente por sus propios msculos.
Atrado por nuestra presencia, se acerc al lu-
gar donde estbamos e inmediatamente solicit
que le diramos sal, carne y ropa. Aunque no ha-
blaba castellano pudo entenderse con algunos de
nuestros bogas que comprendan palabras de su
dialecto. Como nos faltaban tripulantes y era evi-
dente que l sera una magnfica adicin a los
que ya tenamos, y que poda prestarnos grandes
servicios, le propusimos que nos acompaara du-
rante algunos das, y que en cambio de su traba-
jo le daramos no solamente 10 que l deseaba
sino an algo ms. Aquella propuesta de trato,
aquella insinuacin de que l diera algo en cam-
bio de 10 que peda, y de que, ese algo fuera tra-
bajo para ayudarnos a seguir adelante, no fue
comprendida al principio. En su punto de vista
l no se explicaba cmo unos hombres podan pe-
dirles a otros el que les prestaran servicios de
cierta naturaleza. Instintivamente rebelde a tal
transaccin, no se daba l cuenta de que para co-

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DE BOGOTA AL ATLANTICO

sa tan natural como el buscarse la vida en medio


de las aguas, unos hombres tuvieran necesidad
de otros. Juzgando por s mismo, crea que los de-
ms deban bastarse a s propios, y que as co-
mo l luchaba con los brutos y con las aves, en
aquellas aguas y en aquellos desiertos, nosotros,
que tntas riquezas poseamos, nosotros, que pa-
ra l ramos ms que son los millonarios para
los pobres entre las gentes civilizadas, debera-
mos tambin bastarnos. Poco a poco y con mu-
cha dificultad, lleg a comprender lo que se le
propona, y en su rostro de salvaje, no acostum-
brado a disfrazar las emociones, se manifest una
expresin de asombro y acaso de desdn. Cuando
lleg a convencerse de que no poda obtener na-
da sin prestar el servicio pedido, cuando perdi la
esperanza de alcanzar lo que deseaba de otra ma.
nera, despus de mirarnosfijamente, golpe el
agua con el remo, di una vuelta a la canoa y,
erguido sobre ella, se alej aguas arriba, con la
majestad de un rey herido en su amor propio,
prefiriendo su pobreza, su libertad y su orgullo
inmaculado, a las riquezas que tnto codiciaba.
Le vimos alejarse y perderse en una de las re-
vueltas del ro. El sol, que en el llano encuentra
el mismo horizonte que en el mar, pareca una
inmensa bola de hierro enrojecido botada sobre
la pampa, como si los cclopes y los titanes, em-
peados en algn juego de pelota, la hubiesen
dejado olvidada en el amplio y espacioso campo
de la pradera sin lmites. Todo el panorama ha-
cia el horizonte reverberaba con matices rojos,
que vestan al indio, orgulloso e indmito, como
con una especie de prpura natural. Su figura se
destacaba erecta y cada vez ms lejana, hasta
que desapareci como consumida en los fulgores
del astro moribundo; y nosotros nos quedmos
burlados y despreciados por aquel rey de his so-
ledades, a quien muy pocas cosas bastaban, y que,
solo, desnudo y sin armas, sobre un leo ahueca-
do, tena el alma llena de valor, y mantena su
vida librrima, no sujeta a trabas ni a conven-
cionalidades de ninguna especie, en lucha: con la

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66 SANTIAGO PEREZ TRIANA

naturaleza y con las fieras, y superior a las ten-


taciones de los hombres. Ese espritu de libertad,
ese amor a la propia dignidad, tal como l la en-
tenda, ms fuerte que la codicia, revelaba en
aquel salvaje una naturaleza superior. Qu lec.!
cin aquella para nosotros, que rodeados de tn-
tas ventajas, armados, vestidos, y con provisio-
nes abundantes, todava nos encontrbamos de-
masiado dbiles y venamos a solicitar ayuda del
hijo libre de los bosques y de los ros! Verdadera-
mente, pensmos, las ventajas de la civilizacin
no tienden todas a mejorar la condicin del hom-
bre, ni a hacerle ms fuerte; ni ms digno. Re-
cordmos cuntas veces en nuestra vida haba-
mos visto a los hombres sacrificar la dignidad,
el orgullo y hasta el honor, por la satisfaccin de
codicias que nunca pudieron ser tan intensas co-
mo la que atorment el alma de aquel pobre in-
dio que no quiso doblegarse a sus exigencias, y
que prefiri su libertad y pobreza, a constiturse
en esclavo temporal de otros hombres.
CAPITULO DUODECIMO

Tanto el curso del Muco como el del Vichada


son en extremo tortuosos. Sus aguas describen
curvas constantes, de modo tal, que despus de
navegarlas durante muchas leguas, sucede con
frecuencia que se ha adelantado muy poco terre-
no. Los indios recorren los bosques y las prade-
ras de las orillas, cubriendo la distancia a pie,
con mucha mayor rapidez que las embarcaciones.
Merced a esto, la noticia de que vena por el ro
una expedicin de racionales, nos preceda adon-
de quiera que llegbamos. Leal, sabedor de ello
y sin consultarlo con nosotros, guiado por el co-
nocimiento que tena de las conveniencias, ha-
ba dicho a los primeros indios que encontrmos,
que ramos misioneros enviados para bautizar y
convertir a los habitantes del Vichada a la reli-
gin de Cristo. Estos conservan el recuerdo de
las visitas de algunos pocos misioneros que por
all han pasado en otras ocasiones. Ansiosos co-

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DE BOGOTA AL ATLANTICO 67

mo estn de la civilizacin, cuando quiera que al-


gn racional, sea l misionero o n, llega entre
ellos, inmediatamente piden el bautismo para sus
hijos. Sera labor fcil la de someter a esas po-
bres tribus, ensendoles el cultivo de las tierras,
dndoles animales e instrumentos de agricultu-
ra, y mostrndoles las ventajas de establecerse
en sitio fijo, abandonando la vida nmade que
hoy llevan. Esta no sera labor perdida aun con-
siderada desde el punto de vista puramenteuti-
litario, pues los indios, as sometidos a algn r-
gimen o administracin regular, prestaran in-
calculables servicios en la explotacin de los fru-
tos naturales que abundan de manera increble
en todos aquellos bosques. Empero la incuria de
los gobiernos, nacida de indiferencia o de igno-
rancia, jams les ha permitido ocuparse en un
deber tan elemental, y los pobres salvajes, cuan-
do no son asesinados por acercarse a los centros
de la civilizacin, o saqueados por los pocos ra-
cionales que hasta ellos llegan, permanecen olvi-
dados y abandonados en su estado primitivo. Es-
tas consideraciones son aplicables a todas las' tri-
bus que ocupan la inmensa comarca formada por
la hoya hidrogrfica del Orinoco, perteneciente
a Colombia y a Venezuela. No proceden as los
gobernantes de la Guayana inglesa. Por disposi-
cin oficial existen empleados especiales que se
encargan de proteger a los indios, de procurar-
les ventas o permutas ventajosas de sus produc-
tos, cuando quiera que ellos llegan a los pueblos
o fundaciones de los civilizados, y que, cuando
los encuentran en sus propias chozas y aldeas
improvisadas, les prestan toda clase de ayuda.
Antes de seguir adelante, 'conste, por lo expues-
to arriba, que no tuvimos responsabilidad ningu-
na en aquello de aparecer como misioneros. Ya
hemos indicado en algn captulo anterior, c-
mo la voz pblica -o lo que, dadas las circuns-
tancias, era lo mismo-, desde muy al principio
de nuestro viaje le haba asignado carcter epis-
copal a nuestra expedicin; basndose para ello
en la corpulencia y, -nos atrevemos a esperar-

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1>0
"O SANTIAGO PEREZ TRIANA

10-, en el reverendo aspecto de alguno de nos-


otros. El sno nustro, pues, era el de vernos in-
corporados a la iglesia, sin que en ello tuviramos
arte, parte ni responsabilidad. En el Vichada y
en el estado a que ya haban llegado las cosas,
cuando advertimos lo hecho por Leal, hubimos
de resignamos mansamente a las consecuencias
y a aceptar las ventajas del nuevo carcter ecle-
sistico con que l nos haba investido. Conste
todo esto -decimos- para que no se nos tache ni
de irreverente s ni de usurpadores de ttulos u ofi-
cios que no nos pertenecan.
Dicen los norteamericanos que los hombres
grandes tienen grandeza procedente de tres dis-
tintas fuentes: esto es, que unos nacen grandes,
que otros adquieren la grandeza y que a otros la
grandeza les es impuesta. En nuestro caso, el ca-
rcter eclesistico nos fue impuesto, y conste
tambin y adems, que elevndonos a la altura
de nuestra responsabilidad en toda ocasin, tan-
to en lo profundo y recndito de nuestro nimo,
como en las exterioridades mundanas, hasta don-
de sobre ellas podamos ejercitar dominio, no
omitimos esfuerzo alguno para dejar bien pues
to, y en toda su elevacin, excelsitud y donaire,
el carcter de que Leal nos haba investido.
Pronto tuvimos ocasin de advertir que as co-
mo no es oro todo 10 que reluce, tampoco hay dig-
nidades que sean una absoluta sinecura; es decir,
que no tengan cargos o molestias inherente-s a
ellas.
Sucedi que un da, atadas las curiaras a una
playa de pequeas dimensiones, de las llamadas
poyatas en el lenguaje de los navegantes de aque-
llos ros, a la cual habamos arribado a la hora
de preparar el almuerzo, tendidos ya los chincho-
rros de los robustos troncos de rboles del fron-
doso bosque que se avanzaba hasta el borde de
la arena, mientras contemplbamos con vidos
ojos las fogatas sobre las cuales herva con susu-
rro tentador el sancocho que haba de servirnos
de almuerzo, nos vimos invadidos por una muche-
dumbre de indios de ambos sexos y de todas eda-

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DE BOGOTA AL ATLANTICO 69

des, salidos como por encanto de entre el agua


y de la selva vecina. Con grande algaraba se
acercaron a nosotros tendiendo las manos, pi-
pindonos cuanto tenamos, y tocando todos
aquellos objetos que estaban a su alcance, los
cuales se hubieran llevado a poderlo hacer. A todo
esto estbamos ya habituados, pero .aqu comen-
z algo desconocido.
La mayora de los hombres entre los indios,
vesta el mismo traje rudimentario de aquel que
no haba querido ceder a nuestras instancias, ni
entrar en trato con nosotros; las indias, en 10 ge-
neral, llevaban una especie de camisas hechas de
tela de algodn obtenida de los racionales, o de
tela de fibra o de corteza de rboles, namada
marimba, pendiente de los hombros, y que les lle-
gaba hasta la rodilla. Muchas de ellas traan ni-
os de pocos meses en los brazos, y a su lado ca-
minaban otros de pocos aos. Solamente un in-
dio llevaba los pantalones reglamentarios entre
los hombres que profesan la civilizacin occiden-
tal, y una camisa de lienzo como las que usan los
trabajadores en las tierras clidas de Colombia y
de Venezuela. Este indio era el capitn o jefe de
la tribu. Hablaba algunas palabras de castella-
no. Hizo presente a Leal que deseaba obtener el
bautismo para algunos nios. Leal le repuso que
los misioneros, es decir, nosotros, reposbamos
por el momento, y en verdad que no menta, co-
sa que el indio poda ver por sus propios ojos,
pues que en sendos chinchorros yacamos tendi-
dos a corta distancia de l. Djole, adems, Leal,
que no deba molestrsenos, pues acaso no dor-
mamos, sino que pudiramos estar sumidos en
alguna profunda meditacin religiosa. No cree-
mos que el indio comprendiera esta segunda par-
te de la exposicin de Leal, y tememos que ese
argumento no hubiera tenido fuerza para su al-
ma de infiel; empero, como Leal para impedirle
que insistiera, le hizo donacin de un pedazo de
carne, el fervor religioso del indio se calm y no
insisti. No sucedi as con una india, madre de
tres nios que ansiaba para ellos el bao santo

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SANTIAGO PEREZ TRIANA

de las aguas bautismales. Acosado Leal por ella,


y no hallando otro modo de salir del paso, con-
vino en que sus hijos fueran bautizados. Sin de-
tenerse a ms, le pregunt ella cul de los tres
misioneros debera desempear la ceremonia.
Todo esto por medio de seas y de medias pala-
bras. Aqu se repiti el mismo fenmeno apunta-
do antes en estas pginas: aquel mismo de nos-
otros a quien los labriegos de la altiplanicie en
el viaje hacia el Meta haban confundido con al-
guna Monseora arzobispal peregrina y viajan-
te, fue indicado a la india como el jefe de los
misioneros. Dirigise ella hacia l, y l, aunque po-
co experto en esta clase de achaques, se prest
gustoso a lo que se le exiga. Empero la india de-
mostr ser prudente y hasta suspicaz, y no con-
tenta con la palabra de Leal, ni con la buena vo-
luntad del misionero a palos, o a la fuerza, se
acerc a l y le quit el sombrero, pasndole la-
mano por la cabeza en busca de la tonsur~ ecle-
sistica. Al advertir que tena una cabellera den-
sa y tupida como las hierbas de un prado prima-
veral, arroj el sombrero al suelo, como protes-
tando contra el espreo y falso misionero. Sus
ademanes fueron tan elocuentes, que inmediata-
mente comprendimos todos de lo que se trataba,
y que ella echaba de menos la tonsura. Ante este
fracaso, que pudiera habernos acarreado des-
agradables consecuencias, pues si bien el carcter
de misioneros poda procuramos ciertas ventajas,
el de falsos misioneros tambin poda traemos
consecuencias desagradables, nos preocupamos
de subsanar el dao, y recordando que uno de
nuestros compaeros, que yaca dormido en un
chinchorro vecino, tena en la cabeza tan poco
pelo, que en realidad era calvo, le indicamos a la
india irritada que ese era nuestro jefe. En con-
fianza diremos a quien nos lea, con la exigencia
de que a nadie sean repetidas nuestras palabras,
que el crneo de nuestro compaero estaba tan
desnudo, como lo estaba Namouna, el hroe de
Musset, cuando el poeta lo presenta a sus lecto-
res; desnudo como la mano, desnudo como el mu-

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DE BOGOTA AL ATLANTICO 71

1'0 de una iglesia, desnudo como el discurso de un


acadmico.
La india se abalanz sobre nuestro indefenso
amigo, levant el sombrero que le cubra la ca-
beza, y al encontrar una tonsura tan completa,
comprendi, aun en medio de las sombras de su
mente salvaje, que ese misionero resarca con cre-
ces todo lo que al otro le faltaba, y que, dado el
tamao de su tonsura, debera ser muchas veces
misionero, u ocupar el puesto ms alto en esa
jerarqua. Seguramente, analizado el sentimien-
to de veneracin que la calva le inspir, se en-
contrara que la india le pona a la altura, no de
simple misionero, no de arzobispo siquiera, sino
de algo ms, y que le crea, por lo menos, papa en
misin por aquellos bosques y por aquellas sel-
vas. Nuestro compaero, vctima de este percan-
ce, tuvo que inmolarse de buen grado, y despus
de alguna consulta sobre lo que debiera hacerse,
y sobre el modo como debieran ser bautizados los
nios, consulta en la cual tuvimos oportunidad
de lucir nuestra ignorancia sobre si el nio de-
ba tenerse boca arriba o boca abajo, y sobre otros
mil detalles, consulta en la cual expuso Fermn
que sin pila no haba bautismo posible, apoyando
su dictamen en que se dice "sacar de pila", en
vez de bautizar, decidimos proceder con toda la
reverencia y con todo el respeto que el acto im-
pona; y all, a la orilla de aquel bosque y de
aquel ro, bajo el sol caldeante cuyos rayos re-
verberaban en las ondas y en las arenas casi me-
tlicas y en las hojas brillantes de los rboles,
celebramos la ceremonia con ntimo respecto y
recogimiento.
Al serIe devuelto el nio a la india, lo rechaz
e hizo entender por medio de seas, que otro mi-
sionero que haba pasado por all, haba practi-
cado otras ceremonias. Mirndola atentamente,
y tratando de comprender lO'que deca, Leal aca-
b por entender que ese otro misionero le haba
ledo algo de su breviario, ceremonia sin la cual
no convena ella en que el nio estuviera bau:
tizado. A falta de breviario, libro olvidado, no sa-

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72 SANTIAGO PEREZ TRIANA

bamos cmo, al hacer nuestra eleccin, sacamos


el primero que encontrmos, de la caja que los
contena, el cual result ser una Antologa de
poetas espaoles. Abierto al acaso, el oficiante le
ley al nio un corto poema que, aunque no guar-
daba mucha relacin con las circunstancias, fue
declamado con la ms perfecta entonacin. La
india, satisfecha, present sus otros dos hijos,
que tambin fueron reverentemente bautizados,
y a cada uno de los cuales se les ley un poema
no muy largo, con todas las reglas del arte. Em-
pero, como resultaron ser nueve o diez los can-
didatos trados por otras indias, a los demru'\, des-
pus de bautizados, solamente les correspondi
una estrofa a cada uno.
No hubo en todo esto entonces, ni lo hayal na-
rralo ahora, el menor espritu de irreverencia
por una ceremonia tan sagrada entre los cristia-
nos como es la del bautismo. Eramos vctimas de
circunstancias superiores a nuestra voluntad y
tenamos que amoldarnos a ellas.
Creamos terminada nuestra labor y nos dis-
ponamos a emprender la marcha, cuando ad-
vertimos que todava no estaba perfeccionada la
ceremonia, y nuestros bogas, conocedores de las
peculiaridades de aquellos salvajes, nos informa-
ron que tenan ellos por costumbre el hacer bau-
tizar a sus nios siempre que entre ellos llega-
ba algn racional, y que los racionales quedaban
obligados a hacerles una donacin. Distribumos
entre los nios bautizados algunos pauelos, con
los cuales sus padres quedaron plenamente satis-
fechos. Este incidente final nos desalent algn
tanto, no por el valor de los pauelos, sino por-
que nos pareci entrever que el fervor religioso
de los indios tena uas o garras, como tiene mu-
chas veces la caridad entre los civilizados. Tam-
bin recordmos haber ledo en alguna parte que
los brbaros del tiempo de Clodoveo, pedan el
bautismo, despus del cual les era donada una
tnica o camisa blanca, la que tnto les agrada-
ba' que no perdan ocasin de volverse a hacer
bautizar para recibir una tnica adicional. Cmo

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DE BOGOTA AL ATLANTICO 73

cambian las cosas! En el principio de ellas, los


sacerdotes y los misioneros, aqullos, all en los
tiempos de la Galia antigua, stos, ac en las ori-
llas del Vichada, consienten en hacer donacio-
nes a los que por medio de ciertas ceremonias lo-
gran inclur entre los creyentes, en el seno de
la Iglesia. Andando el tiempo, las donaciones to-
man curso directamente opuesto y van del fiel
hacia el sacerdote, en corriente sostenida e ina-
gotable, merced a la cual los pastores de las al-
mas pueden cuidar de ellas sin que las necesida-
des los molesten ni preocupen, llegando en mu-
chos casos no solamente a este punto, sino hasta
permitirles la pompa y el lujo. Todo esto, empe-
ro, es poco, ya que merced a la labor y a las ora-
ciones del clero, cuanto los hombres le den aqu
en riqueza mundanal, les ha de ser devuelto con
creces allende la tumba, en gloria y en bienan-
danza eternas. Mucho tendrn que cambiarse las
cosas para que los indios del Vichada, desde el
estado de recipientes en que hoy estn en mate-
rias religiosas, segn queda descrito, lleguen a
aquel ambicionable, de contribuyentes, que cons-
tituye la base de las sociedades civilizadas. EsoB
dos grandes elementos de la libertad bien enten-
dida, de la civilizacin, del progreso y de la pros-
peridad de las naciones, el clero y el ejrcito, be-
nefician a los hombres en el ms alto grado, pro-
curndoles, ste, la paz y la tranquilidad en la
tierra, y aqul, la dicha y la felicidad eternas,
ms all de la tumba. Loados sean tan benficos
instrumentos del Dios, llamado de los ejrcitos, y
felices los pueblos en donde, unidos ellos en es-
trecho lazo, bajo la direccin providencial de es-
pritus congneres con ellos, dominan y aplastan
toda tentativa de rebelin de los perversos, ins-
pirados, como todos lo sabemos, por el mismsi-
mo Satans, incansable y persistente en sus dia-
blicas labores!

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74 SANTIAGO PERF.Z TRIANA

CAPITULO DECIMOTERCERO

"Vaya con Dios", deca al arrancar de la orilla


el patrn de la curiara sentado a popa "y con la
Virgen", responda el boga sentado ms cercano
a la proa, llamada probero. Estas mismas excla-
maciones se repetan cada vez que la canoa de-
tenida en alguna playa por cualquier motivo, vol-
va a emprender viaje.
Rodaban tranquilas y calmadas las aguas del
Vichada, y siguiendo su curso rodaban tambin
nuestras canoas y pasaban los das y los das, y
las curvas del ro parecan interminables.
Cansados nuestros ojos de la imponente ma-
jestad de la pampa abierta, que a veces se avan-
zaba hasta las orillas del ro, o de los bosques que
sobre ella se erguan, contemplbamos el her-
moso panorama cuyos mltiples aspectos ya nos
eran familiares, como cosa montona y que es-
caso atractivo ofreca. Nuestra ansiedad era la
de llegar al Orinoco, que nos pareca remoto e in-
alcanzable como interminable el Vichada. Todos
los das pescbamos en las aguas del ro, o caz-
bamos las aves de las orillas. Los rifles que lle-
vbamos nos servan para dispararlos sobre los
caimanes, que ora de uno en uno, ora en mana-
das, tomaban el sol perezosamente tendidos y con
las inmensas mandbulas abiertas, sobre las are-
nas de las playas y de los islotes. Los canaletes
golpeaban el borde de la canoa con un ritmo igual
adormecedor, y los bogas acompaaban sus mo-
vimientos con cantos.
Con frecuencia oamos al caer de la noche ru-
gidos lejanos que nuestros compaeros nos decan
ser de tigres, en medio de la selva, y siempre a esa
hora oamos tambin un rumor confuso produ-
cido por los innumerables animales que la pobla-
ban. Fuera de los caimanes y de los zahnos, muy
pocos animales de gran porte pudimos ver, salvo
algunas dantas o tapires. Las culebras no eran
abundantes en el Vichada; slo s recordmos un
inmenso boa que en el Llano llaman guo, descu-

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DE BOGOTA AL ATLANTICO 75

bierto cera de una de las playas en donde nos


detuvimos a almorzar. R, apenas lo vio le dispa-
r la escopeta cargada con municiones gruesas,
cegndole, y producindole numerosas heridas en
la parte delantera del cuerpo. Despus le descar-
g los cinco tiros del revlver, y los bogas le ata-
caron con sus canaletes, dndole tntos golpes
que el animal pareci quedar muerto. Atndolo
con una cuerda lo extendieron sobre la playa y
medido, result tener cerca de cuatro metros y
medio de longitud, con un grueso correspondien-
te, que no pudimos precisar. All qued olvidado
el enorme reptil que creamos muerto. Grande fue
nuestra sorpresa cuando pocos minutos despus
le vimos arrastrarse pesadamente, guiado proba-
blemente por el ruido y por el olfato, hacia la ha-
maca en que yaca uno-de- nosotros. Estos anima-
les se envuelven en roscas alrededor del cuerpo
de su vctima y la estrangulan estrechndola.
Acaso, a no haber sido advertidos los movimien-
tos del reptil de que hablamos, nuestro compae-
ro hubiera sucumbido de la manera expresada.
Los bogas cayeron sobre l de nuevo con los ca-
naletes ,y aunque pareci quedar muerto, cuan-
do arrancaron las canoas de la playa, lo vimos
caer al agua y revivir con su contacto. Esa fue
la nica entrevista seria que tuvimos nosotros
cara a cara, por decirlo as, con los temibles ani'-
males que pueblan las mrgenes de aquellos ros.
La curiosidad que en un principio haban des-
pertado entre nosotros los salvajes, como ya se
ha dicho, bien pronto qued satisfecha, y prefe-
ramos preparar nuestro campamento nocturno y
detenernos durante el da, en lugares a donde
stos no pudieran llegar con facilidad. Empero,
en las visitas que hicimos a sus poblaciones y a
las chozas. levantadas por ellos cerca del ro, pu-
dimos advertir que son relativamente industrio-
sos, y que sometidos a algn rgimen y discipli-
na, podran civilizarse fcilmente.
Los naturales del Vichada preparan grandes
cantidades de maoc y de casabe, que forman el
nico pan, o lo que le suple, que se consume en

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76 SANTIAGO

todas las poblaciones del Orinoco y sus afluen-


tes. La preparacin del casabe~ que vimos fabri-
car en ms de una ocasin, se hace del modo si-
guiente: Se le extrae de la raz llamada yuca~ de
la cual hay dos clases, la dulce y la venenosa, y
es de mejor calidad el preparado de esta ltima.
La yuca venenosa o amarga, comida sin la pre-
paracin necesaria, causa la muerte, si no se re-
curre prontamente al antdoto del caso. Para pre-
parar el casabe, la yuca es rallada sobre una ta-
bla de macana preparada ad hoc, o sobre una
piedra spera. La pulpa que as se obtiene, es in-
troducida en un largo cilindro, llamado zibucn,
tejido de mimbre o de esparto, de las muchas cla-
ses que crecen en los bosques. Estos cilindros son
de distintos tamaos y dimetros, segn la can-
tidad de casabe que se quiere preparar. Una vez
repleto el cilindro en toda su capacidad, los in-
dios atan la una punta de l a una viga colgada
en lo alto y suspenden del extremo inferior un
peso tan fuerte como les es posible. Esto estira
el cilindro, produciendo naturalmente una con-
traccin de dimetro que comprime la pulpa y
contribuye a extraer el lquido que aqulla con-
serva. Para mayor eficacia son retorcidos en dis-
tintos sentidos los extremos del zibucn~ produ-
ciendo as un mximo de compresin que acaba
de extraer todo el lquido. La pulpa se saca lugo
y se la moja con agua, y se repite la operacin
descrita, libertndola as de la sustancia vene-
nosa, cuando se trata de la yuca amarga, y ob-
teniendo una masa o pulpa apta para el consu-
mo. En este estado la pulpa es amasada a mano
y extendida lugo sobre una piedra redonda y li-
sa de poco espesor, llamada budare~ debajo de la
cual arde un fuego lento. Despus de cierto tiem-
po, la masa se seca, se cuece y se enducece: el ca-
sabe est hecho. Las tortas de casabe. as llama-
das, son de distintos dimetros y espsor. Se las
coloca unas sobre otras, en montones, que a su
vez son puestos en canastas especiales, llamadas
mapires, de distintos tamaos y dimensiones. Las
hay de media arroba, de una arroba y de ms de

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DE BOGOTA AL ATLANTICO 77

peso. El casabe as preparado puede conservarse


casi indefinidamente. No tiene sabor ninguno, y
cuando por primera vez se le come, le parece a
uno estar comiendo aserrn o virutas de madera
seca. Poco a poco se aprende a comerlo, y aun-
que debe de ser muy difcil llegar a gustar de l,
por lo menos sirve para reemplazar el pan, o la
galleta de harina de trigo. Resiste perfectamente
la temperatura, y es sumamente nutritivo. Los in-
dios, los bogas y los habitantes de aquellas re-
gione$, no pueden pasarse sin este precioso ali-
mento. El maoc se fabrica de idntica manera,
hasta el punto de preparar la pulpa, slo que, en
vez de cocerlo inmediatamente sobre el budare,
se le deja fermentar un poco, y en este estado se
le cuece y se le reduce a un polvo o harina me-
nuda, que despus se guarda en mapires de ma-
lla estrecha. El maoc se consume mezclndolo
con agua y con miel de caa, cuando sta es pro-
curable. Es tan alimenticio como el casabe; el
lquido que se obtiene, diluyndolo en agua, tie-
ne un sabor un poco cido y es muy refrescante.
Los indios del Vichada tejen unas hamacas fi-
nsimas, llamadas chinchorros, de distintas cla-
ses de fibra, entre las cuales las ms usadas son
las de moriche y cumare. Fabrican tambin ca-
noas o curiaras, talladas de un solo tronco de
rbol; en su ejecucin gastan largo tiempo, pues
en lo general no disponen de otros instrumentos
que de alguna hacha o machete que logran obte-
ner de los racionales. Tambin fabrican teas o
antorchas de ciertas resinas que abundan en los
bosques. Srvense de las mismas resinas para ca-
lafatear las embarcaciones, lo que prueba que en
grandes cantidades ellas pudieran ser sumamen-
te tiles en la industria. Las principales de stas
son el paramn y la caraa. Una antorcha de pa-
ramn iluminaba nuestro campamento todas las
noches y no_sserva para alumbrarnos cuando el
fuego de las hogueras quedaba convertido en ti-
zones.
Los racionales, tanto los del Meta como los del
alto Orinoco, de San Fernando de Atabapo y de

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78 SANTIAGO PEREZ TRIAN A

San Carlos de Ronegro, trafican con los indios


del Vichada; pero es doloroso ver cmo estos in-
felices son engaados. Cuando los racionales pe-
netran al Vichada, todava les queda a los indios
la esperanza de recibir algo en cambio de lo que
tnto trabajo les ha costado; pero cuando, por
desgracia, se acercan ellos a los lugares habitados
por los racionales, y en donde stos tienen auto-
ridad constituda, lo general es que los indios sean
despojados, sin que nada se les d en cambio de
lo que llevan a vender. Para dar una idea de los
valores, baste decir que en cambio de una canoa
que representa el trabajo de varios meses, se le
da a un indio una hacha, una camisa y un par
de pantalones; y que por las varias arrobas de mu
oc o de casabe, no se les paga mayor precio.
Cuando algo reciben, los indios se dan por satis-
fechos; pero queda ya dichb que los racionales
slo pagan cuando no pueden menos, que en la
mayor parte de los casos, validos de la fuerza y
de las armas que llevan, saquean a los indios sin
dar les nada, absolutamente nada, en cambio de
lo que les quitan.
Quince o veinte das llevbamos de navegacin
en el Vichada, y todava no sabamos cundo de-
beramos llegar al Orinoco, pues los indios no tie-
nen idea de las distancias; as era que de cada
cual a quien preguntbamos, obtenamos distin-
ta respuesta.
Uno de nuestros compaeros se sinti atacado
de fiebre, y temiendo que sta pudiera adquirir
mal carcter, resolvimos detenernos durante al-
gunos das en alguna de las playas, para poder
prestarle mejores ciudados. En este punto, tuvi-
mos la fortuna de encontrarnos con un trafican-
te venezolano, hombre honrado, excepcin, segn
nos dijeron, de los que navegan en las aguas del
Vichada; se llamaba Braulio Valiente, llanero ex-
perto y muy conocedor de aquellas regiones, quien
nos manifest que navegando dos das ms; lle-
garamos a la fundacin abandonada de Santa
Catalina, cercana a la confluencia del Vichada
con el Orinoco, en la cual hallaramos un anti-

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DE BOGOTA AL ATLANTICO 79

guo caney, habitacin de los fundadores de esa


hacienda. Valiente no poda seguir con nosotros,
pues aguardaba cierto cargamento de maoc y
de casabe, que deban traerle los indios de algu-
nos caos afluentes al Vichada. Aceleramos nues-
tra marcha, resueltos a tomar posesin del caney
que, como Valiente nos dijo, pudiera haber cado
en poder de algunos salvajes, desde que l haba
pasado por all, haca algunos meses .
. Dos das despus de nuestro encuentro con el
traficante venezolano, que dejmos mencionado
llegmos al punto indicado por l. Verdadero pla-
cer nos produjo el ver alzarse a cierta distancia
de la orilla una construccin, en la cual, a pesar
de 10 primitivo y elemental de su aspecto, se ad-
vertan seales de haber sido erigida por manos
civilizadas. Echmos de ver desde lejos que esta-
ba habitada, Y temiendo que estuvieran en pose-
sin de ella indios hostiles, resolvimos a todo tran-
ce aduearnos de ella, para permanecer bajo su
abrigo algunos das.
Nuestra decisin era inquebrantable, pues te-
mamos que la fiebre de nuestro compaero pu-
diera tomar carcter malfico, y comprendamos
que eran necesarios algunos das de descanso.
Habamos logrado aprender algunas palabras del
dialecto de los indios, y resolvimos desembarcar
y hacer uso de nuestro e!?caso vocabulario para
obtener hospitalidad; Y si esto era insuficiente,
apelar a la ltima y ms convincente de las ra-
zones humanas, es decir, a la fuerza. Empero, co-
mo esto nos halagaba poco, Y nuestro natural pa-
cfico se senta ms bien inclinado a las vas sua-
ves de la diplomacia y de la contemporizacin,
quisimos lucir tal aparato de fuerza desde un
principio, que ante l cayeron todas las tentati-
vas hostiles que pudiramos encontrar.
Aquel mismo de entre nosotros cuya corpulen-
cia le haba valido ya varias veces la citada con-
fusin con un Arzobispo metropolitano, resolvi
encargarse de la expedicin exploradora. Visti
una camisa de tartn rojo; ci sobre su abdo-
men protuberante un machete de grandes dimen-

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80 SANTIAGO PEREZ TRIANA

siones, y dej aparecer desnudo y listo para co-


meter con l toda clase de atrocidades, un revl-
ver Smith & Wesson, hasta entonces virgen e in-
maculado de toda violencia. Para complementar
esto, terci sobre la oreja izquierda el enorme
sombrero de jipijapa, con ademn de bandolero
calabrs. As salt a la orilla, flanqueado por
Leal, y por uno de los bogas, llevando stos tercia-
do sobre el hombro cada uno un rifle, y mache-
tes al cinto. Adems, compuso su faz hasta don-
de le fue posible, con aire marcial, enrgico y fe-
roz inspirndose en el recuerdo de los grandes
ataques y de las resoluciones supremas de cuan-
tos hroes de la historia o de la fbula llevaba
en la memoria, en los momentos de asalto de for-
talezas o de trincheras enemigas, y se adelant
resuelto a obtener posesin de aquella morada,
por las buenas o por las malas. Despus de andar
algunos metros, creciendo instante por instante
su valor, en vista de que no haba enemigo algu-
no, de improvso sinti que aqul empezaba a fla-
quear, al contemplar la figura que se le antoj
ser de un indio descomunal que se adelantaba a
recibirle. Ya era demasiado tarde para retroce-
der, cosa tanto ms difcil cuanto que Leal y el
boga acompaante seguan impertrritos. Hacien-
do de tripas corazn, como el soldado recluta que
por primera vez avanza en una carga a la bayo-
neta, sigui hacia adelante, y murmur, no con
voz tan estentrea y formidable como en su ni-
mo se lo haba propuesto, ni con la entonacin
ensayada de antemano, las palabras indias que
saba. El momento fue terrible, pero la agona de
corta duracin. En vez del grito de guerra que el
indio debiera haber lanzado y que la imagina-
cin, con la presteza y rapidez que le son carac-
tersticas ya alcanzaba a or, resonaron en el ai-
re claras, distintas y bienvenidas, estas palabras:
"Caballero, doy a usted la bienvenida, y beso a
usted la mano".
Nunca fue saludo ms grato para el alma, ni
jams emocin de terror y de miedo se troc por
sentimiento de alegra y de tranquilidad con tal

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DE BOGOTA AL ATLANTICO 81

presteza y regocijo. En efecto, aquellas palabras


en la pura lengua de Castilla, aquel saludo de tan
galana cortesa en esas salvajes regiones, a qui-
nientas leguas de distancia del lugar civilizado
ms cercano, cuando lo que se esperaba era un
aullido de un indio salvaje y el silbar de flechas,
acaso envenenadas, en el aire, al par que un con-
suelo, era una maravilla.
El aire marcial y el aspecto feroz, fueron de-
puestos y olvidados incontinenti. El machete y el
revlver, que solamente haban servido para es-
torbar la marcha, fueron entregados R Leal, y ya
en todo su manso y rotundo esplendor de hom-
bre civilizado, tranquilo y amigo de la paz y de
sus dulzuras, el que de nosotros se haba encar-
gado de la misin conquistadora, lleno de asom-
bro, contest el saludo preguntando si haba en
el caney albergue para l y para sus compaeros,
de los cuales uno estaba enfermo. El individuo
que nos haba saludado, replic: "Poco tenemos
que ofrecer, pero lo que hay aqu, y toda nuestra
buena voluntad, estn a disposicin de ustedes.
Vean en qu podemos servirles".
Nos trasladms inmediatamente al caney, sa-
cmos todos nuestros efectos de las curiaras, y
dijimos a los bogas que all permaneceramos al-
gunos das.
En el caney nos manifest nuestro interlocutor,
que result ser un seor Aponte, de Caracas, que
haba venido a San Carlos de Ronegro como em-
pleado del gobierno venezolano, y que se hallaba
en Santa Catalina en compaa de su hermana,
que haba venido a buscar la curacin de cierta
enfermedad de los ojos, a manos de los indios del
Vichada, que poseen secretos para curar muchas
enfermedades. No tena por qu quejarse de su
resolucin, pues en un mes de permanencia que
all llevaban, bajo el tratamiento de una india,
que todos los das le lavaba los ojos con substan-
cias vegetales preparadas por ella, haba notado
gran mejora. Adems del sebr Aponte y de su
hermana, estaba en el caney, un joven corso lla-
mado Figarella, viajero por aquellas regiones, en

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82 SANTIAGO PEREZ TRIANA

las cuales haba pasado muchos aos de su vida,


ejerciendo, entre otras, la profesin de mdico
aficionado ambulante. Merced a sus conocimien-
tos y a los cuidados que l y el seor Aponte y su
hermana prodigaron a nuestro compaero enfer-
mo, en tres o cuatro das recuper la salud, y as
desapareci de nuestro horizonte la nube ms ne-
gra, la nica nube negra que le oscureci duran-
te aquellos largos das, de tnto sol, de tnta li-
bertad y de tnta tranquilidad de nimo.

CAPITULO DECIMOCUARTO

Dos das despus de nuestro arribo a Santa Ca-


talina, lleg don Braulio Valiente con su carga-
mento de maoc y de casabe.
En el dicho lugar quedaban todava vestigios
de la fundacin de ganado en un tiempo estable-
cida all, y Figarella y Valiente, se encargaron de
procurarnos una res. Nuestra provisin de carne
se haba agotado haca mucho tiempo, y aunque
la caza nunca nos haba faltado, ya nos empeza-
ba a hastiar. La res fue oportunamente cogida y
muerta, y con indecible placer, vimos a Leal y a
Valiente, quienes resultaron ser grandes amigos
y antiguos compaeros, preparar un banquete
anlogo al que en el da de ao nuevo haba pre-
parado para nosotros el primero de ellos, en San
Pedro del Ta. Todava nos quedaba algo de ca-
f. En cuanto al ron de Papares, solamente te-
namos el recuerdo de su excelencia. Suplmoslo
pues con un trago de anisado que quedaba en el
fondo de la ltima damajuana restante en nues-
tro poder.
Valiente nos anunci que seguira l mismo pa-
ra el Orinoco muy pronto, y como era muy prc-
tico en esas aguas que Leal no conoca, resolvi-
mos aguardarnos para seguir con l hacia Maipu-
res, en el alto Orinoco, en donde debamos bus-
car guas para pasar los raudales.
A principios de marzo; como a los cuarenta das
de salidos de San Pedro del Arrastradero, em-

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DE BOGOTA AL ATLANTICO 83

prendimos viaje de Santa Catalina, y entrmos


en el ro Orinoco.
Grande alegra nos produjo la contemplacin
de esa inmensa corriente de agua; Casi, casi, nos
pareca estar navegando ya sobre las ondas del
ocano; y, sea imaginacin, sea verdad, podemos
asegurar que sentimos que el aire era ms puro,
y la atmsfera ms difana. Guiados por Valien-
te y por Leal, arribmos a Maipures dos das des-
pus de salidos de Santa Catalina. En Maipures
debamos encontrar autoridades venezolanas po-
co respetuosas, triste es decido, para con los mi-
sioneros y las gentes de iglesia. Sumisos a Leal y
a Valiente, quienes conferenciaron sobre el asun-
to, al salir de las aguas del Vichada y entrar en
las del Orinoco, depusimos en las del primero de
estos ros, como Elas dej su manto en la tierra,
al partir en el gneo carro, nuestro carcter ecle-
sistico. Para evitamos sinsabores y dificultades y
con el fin de contestar a las preguntas que pudie-
ran hacrsenos, asumimos el carcter de explo-
radores geogrficos, en misin del gobierno co-
lombiano (qu irona!), enviados con el objeto de
estudiar las tierras que en virtud del Laudo pro-
nunciado por Espaa, deberan pertenecer defini-
tivamente a Colombia. En este 'subterfugio s en-
trmos consciente y voluntariamente, y nos pre-
paramos a nombrar alcaldes, gobernadores y de-
ms empleados ofiales, y a institur toda clase
de jerarquas militares, civiles y polticas, en
nombre del apartado gobierno de Bogot, dejan-
do al tesoro de este ltimo, llegado el caso, el
cargo de pagar los sueldos, las recompensas y las
remuneraciones que nos pluguiera estatur. As,
pues, al amparo de esta nueva invencin, asumi-
mos un carcter que no tuvo nada de cruento, y
que en realidad no era ms usurpado que lo es
el de ciertas entidades que todos conocemos, las
cuales deben su sr a la violencia, a la traicin,
y al abuso, que estn manchadas de sangre, y que
florecen y perduran "en el ejercicio del estrago".
As penetramos en el territorio sometido todava
a la jurisdiccin de autoridades venezolanas.

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84 SANTIAGO PEREZ TRIANA

Antes de llegar a Maipures, fueron nuestras ca-


noas impelidas con suma velocidad hacia adelan-
te por dos o tres pequeos raudales o chorros, he-
raldos, por decirlo as, de los raudales grandes y
poderosos en que, ms abajo, como en tormento,
se retuerce el ro. Gracia a Valiente, pasmos
esos chorros sin dificultad alguna; para seguir
ro abajo, empero, era preciso obtener los servi-
cios de algn prctico o baquiano, conocedor de
los grandes raudales, y bastante hbil y atrevido
para lanzarse por ellos.
Antao, parece que los gobiernos de Venezuela
conservaban, tanto en Maipures, que es el prime-
ro de los grandes raudales, como en Atures, que
es -el ltimo antes de entrar al Orinoco, libre y
sin obstculos, un empleado especial, encargado
de pasar las embarcaciones de un lado al otro.
En la isla de Ratn, situada poco despus de la
entrada del Vichada al Orinoco, supimos que en
Maipures no haba prctico ninguno; pero que
por aquellas mrgenes andaba, recogiendo zarra-
pia, goma y otros productos naturales, uno de los
ms hbiles y mejor conocidos prcticos del ro,
llamado Gatio, indio puro, oriundo de esas co-
marcas, pero civilizado y muy servicial.
Guindonos por las indicaciones que en Ratn
nos fueron suministradas, pudimos arribar al
punto preciso de la margen en donde Gatio te-
na amarrada su embarcacin. Penetrmos en l
bosque, cosa de dos o trescientos metros, y le en-
contrmos asoleando sarrapia, en un pequeo
campamento, en el cual no haba ms personas
que las pertenecientes a su familia. All estaban
su esposa, dos nios de catorce y doce aos, va-
rn el uno y hembra la otra, y dos pequeuelos
de cinco y seis, respectivamente. Preguntmos a
Gatio si quera contratar con nosotros la baja-
da de nuestras embarcaciones y personas al otro
lado de los raudales. Convino en prestarnos ese
servicio, exigindonos tan slo que aguardramos
tres o cuatro das en Maipures, mientras poda
l llegar all con algunos frutos naturales que te-
na recogidos. Aunque hubiramos preferido con-

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DE BOGOTA AL ATLANTICO 85

tinuar sm demora, tuvimos que someternos a es-


ta espera, ya que sin la ayuda de Gatio era in-
til pretender seguir adelante.
Cuando llegmos a Maipures, agrupacin de
diez o doce casas, en donde a la sazn haba una
poblacin no mayor de veinte individuos, el jefe
poltico sali a la orilla a reci,birnos. Apenas nos
hubo saludado, Valiente, de quien era conocido el
citado funcionario, se adelant a decirle quines
ramos nosotros, y cunto le importaba y le con-
vena el prestarnos todo auxilio y toda ayuda, ya
que representbamos al gobierno colombiano, el
que antes de varios meses haba de tomar posesin
de aquellas regiones y enviar empleados suyos a
ellas, o acaso dejar en su puesto a los actuales.
Estas indicacioes avivaron la cortesana y buena
voluntad que pudiera haber abrigado hacia extra-
os peregrinos el jefe poltico de Maipures, quien
al punto se puso a nuestro servicio, y nos manifes-
t que nos ayudara como mejor pudiera. A poco
andar, tuvimos ocasin de advertir lo bien aconse-
jados que haban obrado Leal y Valiente al indicar-
nos el subterfugio de dizfrazarnos de empleados
oficiales colombianos en misin geogrfica y ex-
ploradora. Con efecto: Carrillo, que as se llamaba
el jefe poltico, nos ense una orden expedida por
el gobernador del Territorio de Amazonas, fechada
en San Carlos de Ronegro, por la cual se le orde-
naba impedir el paso a toda persona que quisiera
seguir Orinoco abajo y que no estuviera provista
de salvoconducto firmado por l. Carrillo mismo
arguy: "Esto no tiene nada que ver con ustedes,
ya que son empleados oficiales del gobierno de
Colombia, y no estn sujetos a la jurisdiccin del
Amazonas. Qu tal, si a la falta de dicho pasa-
porte, que ya hubiera sido bastante para causar
nuestra detencin, se hubiera agregado el que con-
servramos, bien nuestro carcter ecelsistico, po-
co simptico para aquellos irreverentes 'venezola-
nos, o bien el de simples viajeros, el cual no hu-
biera bastado para libertarnos de la orden expe-
dida por el arbitrario gobernador. del Amazonas,

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86 SANTIAGO PEREZ TRIAN A

quien desde tan remotas regiones tenda as sus


redes para cerrarles el paso a los viajeros!
Carrillo nos condujo a su casa, que aunque
pajIza, estaba construda con mayores pretensio-
nes que las ltimas que habamos visto en el Lla-
no de Colombia, y en la cual nos asign una am-
plia y espaciosa pieza. All colocmos nuestros
chinchorros, abrimos nuestros bales para dejar
secar los efectos que tnto tiempo haban per-
manecido encerrados dentro de ellos en aquella
hmeda atmsfera, y nos dispusimos a pasar de
la manera ms cmoda posible los das que debe-
ramos aguardar a Gatio.
Nos molestaban ms que en ningn otro pun-
to del viaje las plagas de zancudos, mosquitos,
jenjenes y puyones, y mil otras clases de alima-
as aladas que infestaban el aire. Advertimos
all algo que hasta entonces no habamos nota-
do, a saber: que esos animales se turnan, y que
se distribuyen el da y la noche, relevndose en el
ejercicio de atormentar a los dems seres, con
la regularidad con que lo hacen las guardias de
una fortaleza. El puyn entraba en servicio acti-
vo al son de su propia trompeta, al caer el sol,
y se mantena en el desempeo de sus funciones
durante toda la noche. Al rayar el da, cansa-
do de su constante faena, se retiraba, cedindo-
le el puesto al jenjn, el cual a su vez, perma-
neca de faccin hasta eso del medio da, y era
reemplazado por algn otro animal; y as en
adelante, hasta que al caer las sombras, descan-
sado ya y digerido el festn de la noche ante-
rior, volva el puyn a la carga. Carrillo nos ex-
plic que esto no era siempre as, y que haba
pocas 'del ao en las cuales la atmsfera esta-
ba completamente libre de plagas. El nico ex
pediente para ahuyentar la plaga y poder per-
manecer fura de los mosquiteros o toldilIos era
quemar boiga de ganado reseca, el humo de la
cual, nauseabundo como es, destierra a las ali-
maas. Al principio, el remedio nos pareci peor
que el mal; pues consista en trasladar el tor-
mento de la epidermis a los pulmones. Empero

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DE BOGOTA AL ATLANTICO 87

a pocas vueltas nos habituamos a respirar aquel


aire impregnado de vapores amoniacales. De ah
en adelante, con tal tesn quembamos la ma-
teria as convertida en til y preciosa para noS-
otros, que llegmos a temer el convertirnos
en arenques o en jamones, o al menos el aseme-
jarnos a ellos.
En medio de todo esto, no decaa nuestro ni-
mo, y nos arrullaba, hasta dentro de la casa en
donde nos albergbamos, el fragor lejano como
el de una batalla en que 'arrojaran fuego y por-
yectiles cientos de piezas de artillera de grue-
so calibre, el rugido de las ondas del Orinoco,
las que, encerradas en estrecho cauce, se revuel-
can, como dicen que lo hacen los demonios en-
cadenados, al atravesar la grieta por ellas mis-
mas abierta en el seno basltico de las montaas.
De boca de Carrillo y de la de algunos de los
moradores de Maipures, omos historias que nos
dieron tristsima idea de la atmsfera moral, si
as lo podemos decir, de aquellas regiones. Todos
eran relatos de gobernadores venidos de la parte
baja del ro, investidos de autoridad suprema, y
que, acompaados de algunos soldados, impo-
nan su ley de codicia, de crueldad y de abuso
en donde quiera que pasaban. Eran historias de
indios fusilados, despojados de sus haberes, con-
denados a servir en las canoas Y embarcaciones
de sus amos, como galeotes o esclavos de cadena,
sin ms crimen que el de ser los ms dbiles y
no tener a quin apelar. Eran recuerdos de re-
voluciones internas entre unos funcionarios y
otros, procedentes de algn reparto del botn
arrancado a los infelices. Eran memorias de muer-
tes misteriosas y de desaparicin de gentes, y
todo formaba un cuadro tr~zado'con sapgre por
la mano de la iniquidad. Estas narraciones dolo-
rosas las ignora an la historia contempornea.
Ellas apenas alcanzan a traspasar los lmites de
las densas selvas en donde han tenido lugar los
hechos a que se refieren.
Si es que han llegado o no a los odos de quie-
nes han tenido el mando o poder y por consi-'

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88 SANTIAGO PEREZ TRIANA

guiente el deber de investigar la verdad y de ha-


cer la justicia, no lo sabemos. Lo probable es que
sin su colorido de infamia y de violencia, ape-
nas consten en notas oficiales alteradas al sa-
bor y conveniencia de los mismos responsables.
Un da despus de nuestra llegada a Maipures,
arrib all, en una canoa, un individuo a quien
llamaban Pedro el Margariteo, quien nos dijo
venir directamente de San Carlos de Ronegro,
en donde dos das antes de su salida, haban te-
nido lugar ciertos incidentes, los que resumire-
mos en pocas palabras: el gobernador, con quien
estaban disgustados muchos de sus compaeros,
porque decan que todo se lo usurpaba para s,
y que haba hecho recogida de goma, sarrapia
y chiquichique, en enorme abundancia, obligan-
do a los naturales a tripular canoas y embarca-
ciones enviadas con esos productos, no por el
Orinoco, abajo, sino por el cao de Casiquiare al
Amazonas, se haba visto abandonado por ellos,
quienes temindole por ser l hombre reconoci-
damente audaz y valeroso, se decidieron a ase-
sinarle. Este gobernador no era otro que el mis-
mo que haba expedido el decreto que nos haba
enseado Carrillo. Sabedor de la conspiracin
tramada contra l, se haba encerrado en su ca-
sa, en compaa de una dama espaola de naci-
miento, y segn decan, antigua artista bailarina
de algn teatro, venida con l desde Europa. Te-
na a la mano varios rifles "Winchester" y abun-
dancia de pertrechos. Los sublevados, en nmero
de veinticinco, atacaron la casa al caer de la no-
che, y el gobernador solo, se haba defendido
durante seis o siete horas, inspirando pavor a
los que le atacaban y mantenindolos a raya. Era
un magnfico tirador, y donde quiera que aso-
maba un individuo a su vista, por corto que fue-
ra el instante, lo hera la certera bala de su ri-
fle. Su compaera le alentaba constantemente y
cargaba un rifle mientras l haca uso del otro.
Merced a algn ardid, uno de los sitiadores lo-
gr penetrar por la parte de atrs en la casa,
desde donde dispar un tiro, que atravesando al

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DE BOGOTA AL ATLANTICO 89

gobernador por la espalda le tendi en tierra.


Pocas horas sobrevivi a aquella herida, y segn
deca el Margariteo, an despus de herido y
tendido en un catre, conservaba el revlver en
la mano derecha, escondido debajo de ls cober-
tores, y con l se hubiera defendido todava a
no haberlo advertido en tiempo alguno de los si-
tiadores, y logrado arrebatrselo sin que l lo lle-
gara a disparar.
No sabemos cunto de exageracin habra en la
exposicin de estos hechos, slo s pudimos ad-
vertir por la tranquilidad con que los reciban
cuantos los oan, que esa clase de aventuras na-
da de nuevo ni de extrao tenan para ellos, y
que todo cuanto habamos odo acerca de la vida
que por esos mundos llevan los civilizados o ra-
cionales, desde los das de la independencia pa-
ra ac, era la verdad en esencia, si acaso algu-
nos de los detalles podan ser falsos o exagera-
dos. As, pues, la suerte de los indios, en todos los
parajes en que se encuentran con los racionales,
o civilizados, y salvo algunas excepciones que sin
duda existen, bien sean ellos fundadores de ha-
tos en los llanos de Colombia, bien sean ellos au-
toridades oficiales, no puede ser ms cruel. Y, lo
repetimos, no es de extraarse que en las pocas
ocasiones en que la oportunidad de un desquite
o represalia se les presenta, ellos la aprovechen.
No pasaron ms de tres das sin que, de acuer-
do con lo prometido, llegara Gatio a Maipures.
Sin detenerse a descansar empez los prepara-
tivos .para cruzar los raudales de Atures a Mai-
pures. Estos raudales estn formados por dos sec-
ciones que interrumpen el curso del ro por una
extensin como de 70 kilmetros. En seguida el
ro contina su curso tranquilo y calmado du-
rante 35 o 40 kilmetros ms, hasta encontrar
otro salto o raudal de menor importancia, ms
abajo del cual se halla el raudal de Atures. Des-
pus de ste el ro sigue su curso libre y sin in-
terrupcin hasta .llegar al Ocano .
.Gatio tena su propia embarcacin, que era
de las del gnero llamado falcas, especie de ca-

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90 SANTIAGO PE1REZ TRIANA

noa ms grande y de mayor calado que las usua-


les y mas cmoda, de mayor capacidad, pesada
para ir contra la corriente, pero muy til yendo
con ella. Tenamos, pues, tres embarcaciones
que trasladar al otro lado de Atures: la falca de
Gatio, y nuestras dos curiaras.
En conversacin con nuestro prctico, nos ex-
plic que l no tena ms hogar que su embarca-
cin; y cuando le argilmos que su vida nmade
y errante no poda convenirle a su familia, nos
explic que l tambin preferira instalarse en la
margen ile uno de los ros o caos que le eran
conocidos, en donde haba parajes hermosos,
adecuados para el cultivo, abundantes en carga Y
en pesca, libres de inundaciones en invierno, y
visitados por brisas frescas y saludables, en vera-
no; pero, aadi con voz entristecida, "qu quie-
ren ustedes" nosotros no podemos gozar de dere-
cho alguno, pues a lo mejor del tiempo llega un
blanco acompaado de tropas, se apodera de los
pocos animales que poseemos, saquea nuestros
pobres graneros, Y a nosotros mismos nos reclu-
ta y nos lleva consigo, compelindonos a servicios
que nunca son remunerados. A m mismo me han
pegado el mecate, aadi en su lenguaje pecu-
liar, y me han obligado cuatro veces a jalar cana-
lete, separandome de mi mujer y de mis hijos,
durante largos perodos. Esto me ha deciQ.ido a
apartarme de los ros y caos conocidos, cuando
quiera que hay rumores de que andan por ah
expediciones de blancos. Los indios salvajes son
bondadosos y yo me entiendo bien con ellos; pe-
ro a nada le tengo tanto horror o miedo como a
las autoridades que traen papeles de los gobier-
nos" .
Pegar el mecate, segn nos explicaron, quie-
re decir amarrar con lazo o soga a las gentes,
para obligarlas a prestar servicios. Aqu encon-
tramos, pues, un ejemplo del hombre obligado a
llevar la vida nmade por aquellos mismos que
debieran ayudarle a que se estableciera como po-
blador fijo en las ilimitadas mrgenes de aque-
llos caudalosos ros. Sorprendinos hallar en

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DE BOGOTA AL ATLANTICO 91

aquel hombre desarrolladas en su ms alto gra-


do todas las virtudes que ms honran al hombre
de bien. Era padre y esposo amantsimo; cuida-
ba de su mujer y de sus hijos como el cristiano
ms cristiano de la ciudad ms civilizada; ambi.
cionaba para sus hijos mejor suerte que la suya,
y al mayor de ,ellos, que a la sazn - no tena
consigo, le haba colocado en una escuela esta-
blecida en San Fernando de Atabapo, para l
la nica ciudad conocida. Si se tiene en cuenta
que el nmero de casas de ese lugar no pasa de
cincuenta, y que todas son pajizas, se compren-
der cunta lstima y piedad, que nunca dejmos
traslucir, nos inspiraba Gatio, cuando hablaba
de la "ciudad", y del "colegio", en que tena su
hijo estudiando. En ese colegio, segn pudimos
colegir, lo nico que aprendan los diez o doce
nios que all estudiaban, era a leer, acaso por
ser este arte el lmite de los conocimientos del
maestro. Tuvimos adems ocasin de saber, cuan-
do ya estbamos del otro, lado de los raudales, un
rasgo de carcter honroso en alto grado para
aquel indio y magnfico prctico.
Alguno de los bogas que nos acompaaban se
acerc a l y le dijo: "uno de esos blancos va en-
fermo, y todos llevan oro y valores; no hay ms
prctico que usted, y le pagarn 10 que pida por
llevarIos hasta ms abajo de Apures. No diga que
yo he dicho nada, pero cbreles mil pesos y se
los darn".
Gatio nada dijo entonces. Nos cobr cincuen-
ta pesos por pasarnos al otro lado, y solamente
al despedirse de nosotros tuvimos conocimiento
de este incidente y pudimos cerciorarnos de su
exactitud. Damos cuenta de este hecho, por gra-
titud a aquel honrado y fiel compaero, a quien
debemos servicios tan importantes. Lejos est ya
l de nosotros, all en el fondo de sus selvas, vr-
genes, en lucha contra la' naturaleza brava,
mientras nosotros continumos en la lucha por
la vida en la selva humana. En el elemento de
l, as como en el nustro, abundan las fieras.
Acaso son ms temibles, y seguramente son mu-

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92 SANTIAGO PEREZ TRIANA

cho ms feroces, las que nosotros encontrmos


en nuestro camino, y cuyos aullidos resuenan
en torno nustro en todas partes, que los tigres
y las culebras que Gatio encuentra en las regio-
nes por donde l se mueve. Siquiera los instin-
tos feroces de esas bestias y reptiles tienen limi-
te, en tanto que los odios son ciegos y los rencO-
res implacables entre algunos hombres. Pesando
en la balanza absoluta de felicidad y de con-
tento, no creemos que nuestra vida, o la de cual-
quier otro hombre civilizado, contenga en defi-
nitiva mayor cantidad de verdadera felicidad y
de verdadera dicha que las de que puede gozar
Gatio en su vida enteramente primitiva y ab-
solutamente libre.
Para pasar al otro lado de los raudales era pre-
ciso ir primero hasta la boca del ro Tuparro, lle-
vando nuestros efectos y personas por tierra y
arrastrando, unas veces por la orilla, otras de-
jndolas llevar por las aguas, las embarcaciones
vacas. Todo esto requera mucho tiempo. Pro-
seguimos pues, con suma lentitud.
El primer salto que encontrmos, y por el cual
vimos descender la falca de Gatio con l y cua-
tro marineros a bordo, nos llen de pavor. Cerca
de la orilla, una especie de canal angosto ence-
rrado entre la margen grantica y una fila de
rocas, rebosaba en aguas rugientes y coronadas
de espumas. Este canal tendra cosa de doscien-
tos metros de largo, y pareca en su blancura de
espuma enarcarse como la crin de un corcel de
guerra. Nosotros estbamos en la orilla, a eso de
la mitad del camino. Vimos a Gatio hacer los
preparativos para lanzar su falca. Hacia la proa
estaban sentados cuatro bogas con el canalete lis-
to para hundirlo en el agua, pero sostenido fue-
ra de ella. A popa, sentado con absoluta tranqui-
lidad como si bogara en lago manssimo, Gati-
o tena tambin listo y fura del agua el gran
canalete que le serva de timn. La falca, atada
con una cuerda, llamada boza, por la parte de
proa, era contenida por medio de ella, en su mar-
cha, por cinco marineros qUE' iban corriendo por

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DE BOGOTA AL ATLANTICO 93

la orilla del ro. La velocidad de la embarcacin


creca instante por instante, y sta misma pare-
ca una pluma negra arrastrada sobre las blan-
cas y frvidas espumas. Al llegar hacia el fin
del canal, las aguas tenan un descenso repen-
tino y formaban una pequea cascada como de
un metro o poco menos de altura, sobre la cual
caa ese tazn de bordes baslticos, hirviente y
agitado. Directamente enfrente de la cada se
alzaba una inmensa roca, contra la cual parecan
disparadas las aguas. Nosotros temamos por la
vida de Gatio y la de sus compaeros, pues
aunque lograran escapar de la corriente sin que
su embarcacin zozobrara, podra ser que el em"
puje de las aguas la estrl;lllara contra la masa
enorme que tena enfrente. Los bogas que iban
corriendo por la orilla, soltaron la boza cuando ya
no les era posible contener el curso de la embar-
cacin. Apenas cay sta al tazn, Gatio di la
voz de mando diciendo: "dnle, muchachos!" Los
cuatro bogas comenzaron a remar con golpes fuer-
tes y sostenidos, aumentando as el mpetu de las
ondas, cual si quisieran acelerar el choque con-
tra el muro en el cual deban estrellarse. Gatio,
impasible, no mova un msculo. Cuando nos-
otros creamos perdida ya la canoa, l hendi el
agua con un poderoso golpe, la arroll con la pale-
ta de su formidable canalete, e hizo girar la ca-
noa como sobre goznes, de modo que resbal in-
tacta al lado de la roca contra la cual debie-
ra haberse estrellado. Explicnos despus Gatio
que esta operacin no presentaba el menor peli-
gro, y que la haba ejecutado en su vida cientos
de veces. Los golpes de canalete de los bogas sen-
tados a proa, tenan por objeto darle a la canoa
fuerza propia, fuera de la procedente del empuje
de las aguas. A pesar de que Gatio nos asegur
una y mil veces que no haba pelgro, no quisimos
arriesgarnos en ninguna <le las otras ocasiones
en que durante el paso de los raudales le vimos
repetir la misma hazaa con mayor o menor
peligro ..

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94 SANTIAGO PEREZ TRIANA

El Orinoco, que hasta Maipures lleva una co-


rriente ms o menos de Sur a Norte, encuen-
tra all un espoln de las montaas, lo que da
lugar a una lucha de gigantes. El muro de basalto
y de granito parece que en algn tiempo hubie-
ra dicho al rio: "de aqui no pasars", y parece
igualmente que las aguas orgullosas recogidas en
tntos montes y en tntos valles, hubieran insis-
tido en su soberbio empeo. Trabse tremenda
lucha. De ella quedan todavia vestigios, como
quedan brechas en el muro de la fortaleza inva-
dida. Procediendo como simple pero tenaz gota,
que al cabo horada la piedra, merced a su per-
sistencia, la enorme masa de agua, tras una fae-
na sin duda de siglos, acab por abrirse paso por
entre los montes. Su victoria empero no ha sido
completa. Como sucede siempre cuando dos gran-
des fuerzas se contraponen o tratan de vencerse
la una a la otra, lo que se obtiene es una resul-
tante. Y aqui sta se manifiesta por la desviacin
del curso del tio, curso que de los raudales en
adelante es de Occidente a Oriente, hasta llegar
a la mar.
La diferencia de nivel entre la parte alta y la
parte baja del Orinoco, es apenas sensible. Los
raudales son producidos por la circunstancia de
que en partes la brecha abierta es sumamente es-
trecha, con lo que la inmensa y poderosa canti-
dad de agua se ve de repente encajonada y com-
primida en espacio demasiado peque~o para ella.
Las aguas se precipitan a travs de esas hendidu-
ras sembradas de ingentes rocas, trmulas, pal-
pitantes y rugientes, y aunque logran pasar, van
poblando el aire con su fragor. Diriase un ejrci-
to de vencedores que todavia experimentan los
estremecimientos de la lucha, y que van llenan-
do el aire con los gritos del combate. Atravesada
una de estas grietas angostas, se abre el cauce
en inmensos tazones, en donde las aguas hierven
y adquieren poco a poco placidez y tranquilidad
mayores que en ninguna otra parte del rio. Pa-
recen soldados que han vencido la primera trin-
chera y que se detienen a reponer las fuerzas y

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DE BOGOTA AL ATLANTICO 95

a limpiar las armas, pues poco andar, algunos


kilmetros ms abajo, empieza otra vez el cau-
ce a estrecharse y las aguas a rugir hasta llegar
al nuevo raudal, en donde se repiten los fenme-
nos anteriores. Finalmente, al llegar a Atures,
vencidos por completo los obstculos presentados
por las montaas, el ro, como un len escapado
de las redes que lo aprisionaran, salta rugiente a
su nativa pampa .. El ro, sacudiendo, por decir
as, al aire la imperial melena orlada de espumas,
se lanza adelante en busca d su meta hacia el
Ocano, al cual llega despus de atravesar nove-
cientas millas ms de camino, bajo el claro sol
del trpico que se refleja en sus ondas cristali-
nas, cumplindose all, respecto de l, la verdad
encerrada en aquel hermoso smil en que Long-
fellow compara el curso de los ros al de la vida
de los hombres buenos, diciendo que, aunque lo
obscurezcan las sombras de la tierra, l refleja
siempre la imagen de los cielos.

CAPITULO DECIMOQUINTO

Algunos diez das emplemos en el paso de los


raudales. Tenamos que recorrer por tierra la par-
te en que era imposible servimos de las embarca-
ciones. En tales casos ellas seguan vacas por la
corriente, de l manera que ya queda descrita.
Las mrgenes en esa parte del ro son altas y
granticas, y se extienden hasta perderse de vis-
ta en llanos cubiertos de la misma grama que
aquellos por donde corre el Meta. Grande alivio
tuvimos a la segunda o tercera noche de salidos
de Maipures, al notar la escasez de puyones. Es-
tos, pocos das despus, lo mismo que sus compa-
eros los jenjenes y los zancudos, desaparecieron
por completo. Tenamos que tendemos sobre la
dura roca, y nos haca falta ya el blando colchn
de arena de las playas a que nos habamos habi-
tuado; pero este inconveniente quedaba compen-
sado con creces por la pureza del aire y la au-
sencia de alimaas atormentadoras. Nuestros v-

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96 SANTIAGO PEREZ TRIANA

veres empezaban a escasear; ya no tenamos ca-


f ni azcar, ni otro pan que el casabe. Nuestra
provisin de anisado se haba agotado por com-
pleto, y lo habamos suplido con algo que llama-
ban ron blanco, que era alcohol de caa apenas
desinfectado, para beber el cual era preciso aa-
dirle dos tantos de agua. Tambin se haban ago-
tado nuestros puros y cigarrillos, y fumbamos
tabaco comprado en la isla de Ratn, cultivado
all, bien torcido por nosotros mismos a guisa de
puros o en cigarrillos hechos con papel de peri-
dicos, forma en la cual consumimos ms de un
editorial y ms de una alocucin pregidencial que
de ninguna otra manera mencionable nos hubie-
ra sido posible utilizar, o en pipas manufactura-
das con tusas de maz ahuecadas y provistas de
una pequea caa a guisa de embocadura. Tam-
poco encontrmos all caza de ninguna especie,
y nuestro alimento principal consista en peces,
tan abundantes como en todo el resto del ro, y
de variedades desconocidas para nosotros. Entre
ellas recordamos en especial el morro coto, de ex
quisito sabor, e igual en su finura y calidad a los
mejores que hayamos visto en los restaurantes
de Pars, Londres o Nueva York. Aunque le falta-
ban la salsa de Margueri o las delicadsimas que
preparan los artistas culinarios de Delmnico, era
riqusimo bocado. En abundancia solamente te-
namos sal y arroz. CareCamos de manteca de
aceite y de mantequilla. Por todo esto se ver que
si hubiera sido Cuaresma, habramos cumplido
"velis nolis" con las prescripciones de la Iglesia,
en cuanto a no comer carne. Como habamos ol-
vidado la fecha exacta de las fiestas movibles, y
no sabamos si ya era entrada la poca santa, a
fin de aprovechar nuestra forzada dieta, la ofre-
cimos con la intencin, y espermos que esto nos
haya servido para borrar algunas de nuestras
muchas faltas, siquiera sea el venial pecado de
habernos dado por enviados oficiales del gobierno
de Colombia. La dureza de las camas por un lado,
y lo claro y puro del ambiente por otro, nos in-
ducan a largas veladas, durante las cuales' con-

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DE BOGOTA AL ATLANTICO 97

versbamos con Gatio y con nuestros marine-


ros, sentados cerca del ro oyendo su tronar leja-
no que acompaaba, como los bajos de un rga-
no ingente, la voz de los narradores que nos in-
formaban de las costumbres de la vida en aque-
llos parajes y de las aventuras a que- estn suje-
tos sus moradores.
La conversacin de Gatio en especial era in-
teresante e instructiva. Conoca los ros que en-
traban al Orinoco antes de su confluencia con el
Vichada, y los caos que los entrelazan unos con
otros. Tal era su versaCn en la topografa de
aquellos lugares, que en dos ocasiones, segn nos
refiri, huyendo de funcionarios oficiales que le
buscaban para obligarle a servir de prctico, y
teniendo que remar l solo, haba logrado ocul-
tarse en su falca con su familia. en algn cao o
laguna desconocida de todos, de donde slo vol-
va a salir cuando por informes habidos de los
salvajes, saba que el peligro haba pasado por
completo. Conoca tambin el cao del Casiquia-
re, el Ronegro, y haba visitado el Amazonas en
su parte alta. Preguntmosle si en los ros afluen-
tes del Orinoco haba encontrado cauchaIes, o
bOl'lques de rboles de goma, comparables a los
que crecen en el alto Amazonas, en el Putumayo,
en el Napo y en el Yarab. Segn Gatio, la rique-
za de caucho en los ros afluentes del Orinoco es
tan grande como lo es en los tributarios del Ama-
zonas. Dijo que podra llevarnos a ms de un ro
o de un cao en donde, ya en las orillas o ya en
islas tendidas en la corriente, se encontraban
densos bosques de caucho, tan ricos y numerosos
que un solo hombre, con poco trabajo, poda ex-
traer desde una hasta dos arrobas de goma por
da. Conoca tambin una extenssima regin de
"veinte vueltas", de un cao, cubierta toda ella
de palmas de chiquichique. A falta de otra me-
dida contaba l como cuentan todos los raciona-
les que navegan por esos ros, por vueltas; es de-
cir, por curvaturas del ro. Veinte vueltas pueden
ser cinco, diez, veinte kilmetros o ms; pero en
todo caso forman una extensin muy considera-

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98 SANTIAGO PEREZ TRIAN A

ble. Conoca adems bosques abundantes en zar-


zaparrilla, sarrapia, y en las plantas que produ-
cen las resinas llamadas peramn y caraa. El
mismo explotaba en la medida de sus propias
fuerzas esas riquezas, y estaba dispuesto a guiar
a su vez a quien le inspirara confianza. Se adver-
ta en su conversacin que comprenda que su
conocimiento de todo esto era peligrossimo pa-
ra l, pues en ms de una ocasin los trafican-
tes haban tratado de apoderarse de su persona
para obligarle a la fuerza a conducirlos a esos
parajes tan abundantes en valiosos productos na-
turales. A nosotros nos dijo al despedirse que si
volvamos y queramos valernos de l, nos Rervi-
ra de gua o prctico, por cuanto le habamos
tratado bien y habamos demostrado cario, y hu-
manos sentimientos para con l y su familia; pe-
ro que jams hara tal cosa con aquellos que slo
se le acercaban por la codicia, los cuales segura-
mente se valdran de sus conocimientos sin darle
a l remuneracin ni pago alguno.
Comprendimos que cuanto l deca era verdad,
pues corroboraban sus aseveraciones algunos de
nuestros bogas gue conocan parte de aquellas re-
giones.
La razn por la cual el Orinoco y sus tributa-
rios en la parte alta que queda aguas arriba, ms
all de los raudales, no han sido explotados, es
que esos mismos raudales sirven de valla y de
impedimento para el ascenso de las embarcaciones
y para el transporte de los frutos. Antiguamente,
tanto en la margen derecha como en la izquier-
da, existan caminos carreteros para el transpor-
te de los frutos de uno a otros lado de los raudales.
Empero, de esas vas slo quedan los vestigios, y
para restablecer el trfico sera necesario abrir-
las de nuevo. Esto no es lo ms difcil. El obst-
culo principal se encontrara en los ros y caos
que entran a los raudales, en varios puntos, los
que exigiran un servicio de embarcaciones para
atravesarlos; nosotros mismos tuvimos ocasin
de observar esto ms de una vez, cuando, viajan-
do por tierra, nos adelantbamos a nuestras ca-

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DE BOGOTA AL ATLANTICO 99

noas y nos veamos detenidos por algn ro. So-


bre todo, recordamos un incidente ocurrido a la
orilla del ro Cataniapo, hermosa corriente de
aguas claras que entra al Orinoco, arriba de Atu-
res. Llegmos all a medio da, bajo un sol de fue-
go, y nos vimos detenidos por el ro, sin poderlo
cruzar. En la margen opuesta a la nustra se vea
una curiara atada al tronco de un rbol, sin que
tuviramos modo de alcanzarla. Todos esos ros
estn infestados, como ya lo hemos dicho, por un
sinnmero de animales peligrosos. Mientras dis-
cutamos el modo mejor de abrigamos del sol, en
la espera de nuestras canoas, que podan llegar
ese da o al siguiente, omos el golpe de un cuer-
po que caa al agua, y dirigiendo la vista hacia
la parte de donde el ruido proceda, vimos a Leal,
que, con el machete entre los dientes, braceaba
en el agua, cubriendo a cada golpe una distancia
igual a la longitud de su cuerpo. Nos estremeci-
mos al pensar en el peligro que corra, pero fe-
lizmente tard pocos instantes en llegar a la ori-
lla opuesta. Con el machete, cort las amarras, y
embarcndose, rem hacia el punto en donde nos
hallbamos, impasible y tranquilo, como si se hu-
biera tratado de tomar un bao en un estanque
de natacin. Quisimos reirle amistosamente por
su imprudencia, a lo cual repuso que haciendo,
ruido no haba gran peligro del caimn, y que
sobre todo iba preparado, pues llevaba su mache-
te y tena el ojo listo. "Ojo de garza, patrn", aa-
di. Esto dar idea del temple del alma de nues-
tro hombre. La frase que us de ojo de garza, que
varias veces habamos odo de boca de l y de Va-
liente, nos hizo creer en alguna metamorfosis de
aquella otra, "ojo de argos", pues aunque vean
mucho las garzas, no creemos que hayan tenido
ellas ocasin de contrselo a nadie. Atravesado el
ro Cataniapo, Leal y los bogas que nos acompa-
aban transportaron al otro lado, en la canoa,
nuestros enseres y efectos sacados de la falca y de
las curiaras que haban quedado con Gatio y
que venan vacas, aguas abajo. Como all no ha-
ba rboles, con unas pocas varas y con los en-

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100 SA~~TIAGO PEREZ TRIAI'rl\.

cauchados formamos un toldo, a cuya sombra nos


sentmos. Mientras conversbamos, tratando de
pasar el tiempo lo mejor posible, tuvimos oca-
sin de ver el nico tigre vivo que se mostr a
nuestros ojos durante todo aquel viaje. Uno de
los bogas exclam: un tigre!, y en efecto, all a
cosa de treinta metros de nosotros, sobre una ro-
ca baja, que pudiera servir de bebedero, vimos la
forma de un tigre grande y en pleno desarrollo.
Sin duda haba llegado all ignorante de nuestra
presencia. Nos vio y al momento se prepar a hur.
Leal, que estaba tendido en tierra, dio un salto
hacia el lugar en donde se hallaban las armas, to-
m uno de los rifles "Spencer" y emprendi ca-
rrera hacia el tigre, el cual desapareci entre la
maleza. Vimos dos saltos: el del tigre para esca-
par, y el de Leal en su persecucin, y ambos se
perdieron de nuestra vista detrs de la roca so-
bre la cual haba aparecido el animal. Un minu-
to despus omos un disparo, lugo volvi Leal
mohno porque el bicho se le haba escapado,
aunque con una bala en el cuerpo. Esto disgust
mucho a nuestro gua; empero nosotros le ma-
nifestmos que, dadas nuestras ideas y pacficas
tendencias, no podamos menos de agradecerIe a
aquel hermoso animal el que al vernos en sus pla-
yas, y probablemente en el mismsimo sitio en
donde l apuraba sus libaciones de agua pura, con
cortesa un tanto abrupta hubiera abandonado el
campo, dejndonos en posesin de l.
Antes de caer la noche lleg Gatio con las de-
ms embarcaciones, y siendo ya tarde resol-
vimos formar nuestro campamento para aprove-
char al da siguiente las claras aguas del Cata-
niapo y damos un bao en ellas, no en la forma
en que Leal lo haba tomado, sino Con nuestra
prudencia caracterstica, de pie sobre la orilla.
Con Gatio lleg tambin Valiente, cuyas dos cu-
riaras haban seguido de cerca a las conducidas
por Gatio .Entre nuestros efectos se hallaban
nuestras sillas o galpagos de montar, que ha-
biendo permanecido hasta entonces guardados,
no haban sido vistos por Valiente. Ese da los ha-

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DE BOGOTA AL ATLANTICO 101

bamos sacado de las envolturas que los cubran.


Apenas los advirti nuestro amigo, se puso a exa-
minarlos con la atencin de un experto y con el
cario de un aficionado. Tom el galpago _de
uno de nosotros, galpago .de cannigo, blando,
mullido, hecho por un hbil artista ingls para
algn John Bull, panzudo y acaso gotoso. Admir
el trabajo de talabartera, y volviendo a nosotros
con toda ingenuidad y sin el menor asomo de iro-
na, nos dijo:
-Esta silla es muy buena y muy bonita, aun-
que es ms bien de hembra que de hombre. Su-
pongo que a usted le gusta mucho.
-La hallamos muy agradable -contestmos-,
y tiene la ventaja de que no lastima a las bestias,
por pesada que sea la persona que las monte.
-Esa es una ventaja -respondi Valiente-,
pero cuando usted cruza los ros a nado no la
halla muy pesada en la cabeza?
No comprendimos al principio lo que Valiente
quera decir. Pronto recordmos que el llanero
tiene por costumbre, cuando atraviesa a nado al-
gn ro, llevar la silla en la cabeza, poniendo so-
bre ella cualesquiera otros efectos que constitu-
yan su ajuar. Al recordar esto, cremos que Va-
liente se burlaba de nosotros, pues bastaba echar
un vistazo a nuestra persona para comprender
que ni aun perseguidos por un cuadro de cosacos
nos lanzaramos nosotros a la corriente de un ro,
con o sin silla a la cabeza: pero como compren-
dimos que la pregunta era inocente, contestamos
con toda seriedad:
-Eso es cuestin de costumbre; le aseguramos
a usted que nunca nos ha causado esa silla mo-
lestia ninguna en la cabeza, al atravesar ros a
nado; y en verdad que no mentamos. Lo que omi-
timos decirle a Valiente fue que nunca habamos
cruzado, y lo gue es ms, que nunca pensbamos
cruzar ro alguno de tal manera.
Valiente, al or nuestra respuesta, contest:
-Pues bastante tardara yo en acostumbrarme
a esa silla tan pesada; slo s me gustara tener-
la, no para usarla en trabajos de baqua, ni en
BANCO DE LA REPUBlICA
BIBLIOTECA LUIS-ANGEL ARANGO
CA TALOGACION
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102 SANTIAGO PEREZ TRIANA

los corrales, sino para pinturear un tantico en los


pueblos.
Aquel da no hubo tiempo de pescar, y nuestra
cena consisti en arroz hervido con sal y en ca-
sabe mojado en el caldo as obtenido. Tal era
nuestro apetito, sin embargo, que aunque el man-
jar, como es fcil de juzgarlo, no haba quedado
muy suculento, satisfizo ampliamente nuestra
hambre, y lo considermos, si no como cena ape-
tecible, por lo menos como muy bien venido.
Gatio nos refiri que no lejos del punto en
que estbamos, cerca de Atures, se hallaban cier-
tas montaas cortadas caRi a pico, en las cuales,
a una altura de doscientos metroR. se destacaban,
talladas en la roca viva, figuras de animales, un
enorme caimn, y figuras de hombres de colosa-
les dimensiones. El caimn tiene, segn pudimos
averiguarlo despus, ms de doscientos metros
de largo, y es difcil comprender de qu instru-
mentos se valieron los escultores para tallarlo, y
de qu andamiaje complicado hubieron de ser-
virse para poder trabajar a tan grande altura.
Estas huellas humanas, estas expresiones mu-
das, estas palabras o pensamientos perdidos, de
generaciones muertas, que se destacan all en
medio de la selva y que marcan el paso de hom-
bres fuertes y numerosos, en poca tan remota
de que solamente ellas sobreviven, no pueden
menos de inducir a la contemplacin de lo pe-
quea, lo vana, lo efmra que es nuestra vida in-
dividual.
La magnitud de los trabajos ejecutados de-
muestra que en esas mismsimas comarcas, hoy
desiertas, en donde la naturaleza ha recuperado
todo su imperio, y en donde el hombre tiene que
abrirse paso con suma dificultad, en medio de la
selva y del bosque, en apariencia primitivos, hu-
bo en otro tiempo grandes agrupaciones educa-
das en ciertas artes, que tuvieron que ser ellas
mismas eslabones de una cadena de otras, pues
no podan existir aisladas, y que de todas esas
muchedumbres, no queda nada fuera de esos pen-
samientos incomprensibles para nosotros. Son

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DE BOGOTA AL ATLANTICO 103

cientos, son miles de aos los que han pasado


desde que all, sobre la grantica roca, fueron ta-
lladas esas figuras ? Nadie lo sabe, y seguramen-
te nadie lo sabr jams.
El pensamiento, peregrino que atraviesa el
tiempo y la distancia con tal rapidez que unifi-
ca lo pasado y lo remoto con lo presente, nos
transport a las pirmides de Egipto, a las rui-
nas de Nnive y de Babilonia, a las' ciudades ex-
humadas de la selva y del bosque all en Ceiln,
a las descubiertas en la pennsula de Yucatn, y
a muchas ms, en todas las cuales los modernos
buscan el espritu de las generaciones muertas.
y ese cocodrilo tallado en la roca a orillas del
Orinoco, nos hizo pensar tambin, volviendo a
los tiempos presentes, en aquel hermoso len mo-
ribundo, esculpido por el artista dans en la ro-
ca grantica de las orillas del Lago de Lucerna,
len que simboliza la lealtad y la fidelidad a la
palabra empeada de los compatriotas de Gui-
llemo Tell, muertos por una causa juzgada y cas-
tigada en la mente de los hombres y en las p-
ginas de la historia; y uniendo unas ideas con
otras, pensmos tambin que un da puede lle-
gar en que, as como, segn Macaulay, algn ha-
bitante de las islas del Pacfico pueda contem-
plar los arcos derrudos de 19S puentes que hoy
cruzan el ro Tmesis, tambin llegue da en que
otro de las regiones hoy desiertas del Orinoco, al
navegar sobre las aguas del lago de Lucerna, al
preguntarle a la roca muda lo que quiere decir
ese len moribundo con la garra tendida sobre
el escudo flordelisado, encuentre el mismo silen- .
cio impasible de la rca; silencio que se presta
a mil interpr~taciones, todas verosmiles, pero
ninguna de ellas marcada con el sello de la cer-
tidumbre absoluta. Es que los esfuerzos de los
. hombres no se pueden eternizar ni aun cuando
escojan lo ingente, lo enorme en la naturaleza
para que les sirva de pedestal.
El tiempo pasa y con l llega el olvido; y la obra
del orgullo, de la lisonja, de la gratitud, o el em-
blema de la gloria, todo queda ignorado y sin sen-

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104 SANTIAGO PEREZ TRIANA

tido. Geroglficos egipcios, figuras esculpidas en


monolltos o en pirmides, o en la roca viva de
las montaas, al transcurso de lo que para la vi-
da del mundo son unos instantes, todos se con-
funden y se vuelven tan vagos y tan indefinibles
los unos como los otros. El investigador que los
encuentra, bien en las candentes arenas del de-
sierto, bien cubiertos con los troncos y el follaje
de la naturaleza reivindicadora y agresiva, bien
en las calvas cumbres de las montaas, no sabe
si tiene delante de s la expresin de la soberbia
humana, ansiosa de perpetuar su memoria, o el
testimonio de la lisonja con que el servilismo rino
de tributo a los poderosos, o la ofrenda de la gra-
titud de los pueblos a sus hroes y benefactores,
o el emblema de alguna religin tan olvidada ya
que hasta sus smbolos misteriosos han perdido
el mstico poder que les diera vigor y los anima-
ra en vida.

CAPITULO DECIMOSEXTO

Durante aquellas largas veladas a orillas de los


raudales, recordbamos el mundo civilizado a
que pertenecamos y que, a travs de la selva y
de la distancia que de l nos separaban, se nos
antojaba como ficcin que alguien nos hubiera
narrado, o como recuerdo de una vida anterior;
tan cierto as es que el hombre es animal de h-
bito y que bien pronto se amolda a las condicio-
nes del mundo ambiente. As se explica la faci-
lidad con que algunos hombres civilizados se sal-
vajizan viviendo entre los salvajes. Ya nos ha-
bamos habituado a la vida nmade de las lti-
mas semanas de nuestra existencia. No echba-
mos de menos ni el techo sobre nuestras cabezas,
ni el mullido colchn bajo nuestro cuerpo. El rui-
do y el trfago de las ciudades tampoco nos ha-
can falta, y salvo la inquietud natural produci-
da por los afectos vivos y tenaces, parte integran-
te de nuestro sr, y vida del corazn, habamos
perdido el inters por las cosas del mundo. En-

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DE BOGOTA AL ATLANTICO 105

vueltos en olmpica indiferencia, no comprenda-


mos aquella ansiedad en que arden los hombres
civilizados por saber lo que en todas partes se
est haciendo, diciendo o pensando. Solamente de
vez en cuando algn deseo material nos haca
pensar en lo que no tenamos. Da hubo en que
nos solazramos, como en la contemplacin de
cosas lej anas, si no del todo imposibles; en el re-
cuerdo de una mesa cubierta con blanco mantel
y con rica vajilla, sobre la cual veamos en lm-
pido cris.tal, brillar vinos de transparencia arre-
bolada, ora el amarillo amatista del amontillado,
ora el tibio y rojo color del Borgoa. Tambin
tenamos en el odo algo as como hambre de me-
lodas y de cantos; y hubiramos querido ser su-
ficientemente poderosos y artistas para encau-
zar en corriente meldica y armoniosa los mil
ruidos distintos que constantemente resonaban
en torno nustro, desde el rugir de las fieras y
el tronar de los ros hasta el canto de las aves,
los estridentes gritos de los grillos y el murmullo
misterioso que formaban los vientos al agitar la
cimera de los corpulentos rboles, como susurrn-
doles al pasar algn secreto ntimo que hubira-
mos querido adivinar.
Aunque por semanas no ms se contaba el tiem-
po de nuestra separacin de las ciudades, mer-
ced a un espejismo mental de fcil explicacin,
dada la inmensidad que nos rodeaba, la cual im-
pona el sello de sus amplias proporciones a to-
das las impresiones del nimo, nos pareca que
haban transcurrido muchos aos desde que as
vagbamos peregrinos en las orillas de los ros,
al amparo de los bosques, en comunin ntima
con la naturaleza. Y as como al viajero a larga
distancia, ausente del nativo hogar, o al marino
que en altas horas de la noche escudria las es-
trellas sobre el puente de su barco, los recuerdos
de nuestro mundo nos causaban especial deleite,
y nos entregbamos a ellos, discurriendo con ex-
quisita fruicin sobre personas y hechos conocidos.
Estbamos libres de correos, de telgrafos, de
peridicos y de las numerosas formas, grandes o

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106 SANTIAGO PEREZ TRIAN A

pequeas, que la curiosidad y la chismografa


humanas han inventado. Las cosas pasadas te-
nan por el momento algo de fijo, ya que los he-
chos recientes que pudieran afectarlas, no nos
podan ser conocidos. Todo esto explicar el que,
durante nuestras veladas, con frecuencia nos di-
semos a contarnos, los unos a los otros, cosas que
todos sabamos, y el que nos turnsemos en las
narraciones, de las cuales, para ser verdicos en
esta humilde crnica, repetiremos algunas aqu,
comenzando por lo que alguno de nosotros refi-
ri la noche de aquel mismo da en que con la pre-
sencia del tigre, enfrente de los raudales, tan de
manifiesto se nos puso el hecho de hallarnos en
un centro absolutamente primitivo y salvaje, por
decido as. El narrador calific su relato de

"Reminiscencias tudescas"

y ese relato fue el siguiente:


Lo que voy a narrar no alcanza a ser una his-
toria ni un cuento, es una simple exposicin de
ciertos hechos que muy poco inters general tie-
nen, aunque acaso s puedan servir para dar una
idea de un mundo especial y de una clase de vi-
da poco conocida entre nosotros los latinoame-
ricanos.
En Leipsique, aquella ciudad famosa antao y
hogao entre las gentes de estudios, en donde flo-
rece esa Universidad tan renombrada "en todo el
hemisferio occidental, habamos constitudo en-
tre algunos hispanoamericanos y latinos de otras
procedencias, una asociacin que se llam "So-
ciedad Hispanoamericana". Nos reunamos, como
es de rigor para toda asociacin de estudiantes
de universidades alemanas, en el hospitalario sa-
ln de una taberna, amplio y capaz. El estudian-
te alemn asiste a las conferencias de los profe-
sores durante el da, y mientras el sol brilla en
el cielo, si es asiduo y se propone ganar sus cur-
sos, dedica casi todos sus instantes a la ciencia;
pero apenas entra la noche, se traslada a su ta-
berna, en donde, unas veces oficialmente, otras

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DE BOGOTA AL ATLANTICO 107

sin tal carcter, pasa largas horas fumando la


luenga pipa caracterstica de los teutones, y be-
biendo la incomparable cerveza del pas. Ningn
estudiante que se respete deja de pertenecer a
alguna asociacin, sea sta un Corps, una Ver-
bindung, o una Burschenschaft, que son los nom-
bres de las principales clases de clubs en que se
constituyen los hijos de las universidades. Cada
uno de estos clubs tiene un saln especial de
reuniones para celebrar en ellos sus justas, val-
ga la frase, de cerveza, llamadas Kneipen .. Du-
rante cada semana, todo club tiene una, y a ve-
ces dos noches de Kneipe oficial. Las otras no-
ches se pasan ms o menos de la misma manera,
pero sin el formulario requerido en las primeras.
Con la plasticidad inherente a la juventud, la
Sociedad Hispanoamericana de Leipsique, segua
el ejemplo de los dems clubs estudiantiles, y
celebraba sus Kneipen con tnto fervor como s
sus miembros, en vez de ser nacidos en pases
en donde el cielo es azul y tibios los aires, y en
donde suena el s, hubiesen venido a la vida en
donde ruge el Bltico y vuelan gaviotas; o en las
comarcas que producen la cebada y el lpulo, con
los cuales se prepara aquella soberana' cerveza
de Baviera, cuya corriente ha invadido el mun-
do entero con idntica tenacidad y eficacia a la
que demuestran los tudescos para aduearse del
comercio extranjero y para popularizar su cien-
cia, su industria, y en muchos casos su habilidad
para meter gato por liebre, como puede com-
probarse con los vinos de Burdeos, inocentes, de
uva, hechos en Hamburgo, con las especias con-
feccionadas con cartn, y con los artculos de Pa-
rs fabricados en Nuremberg.
Pero no divaguemos.
La taberna consabida, que sin duda existe y
florece todava, porque la Alemania es el pas de
las viejas catedrales y de las tabernas impere-
cederas, como lo atestiguan, entre las primeras,
la de Colonia y la de Strasburgo, y entre las se-
gundas, la de Auerbach en Lepsique, y el Bremer-
Keller en Bremen, para no nombrar ms, se Ha-

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108 SANTIAGO PEREZ TRIANA

maba "la casa de los siete nombres" Sieben Man-


ner Haus, y estaba anexa a la estacin del ferro-
carril de Baviera. El saln de las reuniones que-
daba debajo del suelo, no por falta de espacio
encima de l, sino porque aquello de penetrar a
las entraas de la tierra, en donde dizque los
vinos y los lquidos fermentados se conservan me-
jor, tiene atractivo especial para los descendien-
tes de Arminio, quienes con predileccin se com-
placen en pasar largas horas en sus stanos, lla-
mados Keller, bien entendido que no para entre-
garse a la meditacin sobre la nada de las cosas
humanas, sino para consumir grandes cantida-
des de cerveza Y de tabaco. En el centro de la es-
tancia se vea una larga mesa, alrededor de la
cual caban hasta cuarenta personas. Contra los
muros se hallaban las sillas o taburetes indispen-
sables, todo de antigua encina, sencilla y sin ta-
lladura de ninguna especie. Dos de las sillas te-
nan brazos y estaban destinadas a los funciona-
rios o dignatarios de los clubes. A la entrada, so-
bre el portal, se destacaban estas palabras:
"En el fresco stano me complazco yo"

y sobre los muros, a diestra y siniestra, y en el


fondo, podan leerse otras citas tomadas todas
ellas de cantos populares, en su mayor parte de
los preferidos por los estudiantes, quienes a la
tarea de beber y de fumar aaden la de entonar
a voz en cuello sus hermosas y sentimentales can-
ciones, en las que se respira el aliento tradicio-
nal de las razas teutnicas. Entre otras, veanse
all las siguientes frases:
"All donde los cantos pueblan el aire, aIli me tiendo
yo. Los malvados no tienen cantos".

Otra:
"Ceid con laurel el grato y rebosante bocal y apu-
radIo ntegramente, apuradIo sin cesar";

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DE BOGOTA AL ATLANTICO 109

y otra,
"En el Rhin, en el Rhin all crecen nuestras vides,
en toda Europa no hay un vino que con el suyo se
compare";

y otra,

"Cebada y lpulo, Dios los conserve",

Et sic de coeteris.
Entre los miembros de la Sociedad Hispanoa-
mericana, los haba de casi todos los pases latinos
de Amrica. No faltaban algunos espaoles; y co-
mo el espritu de sus fundadores haba sido cos-
mopolita, tambin pertenecan a ella individuos
de otros pases, italianos, rumanos, griegos y al-
gunos pocos alemanes. El lenguaje usado en las
sesiones, era el de Castilla. En l se pronuncia-
ban los discursos y se sostenan las frecuentes
discusiones sobre asuntos de ciencia o de litera-
tura, tratados en las conferencias, o ensayos le-
dos por muchos de los miembros. Como haba es-
tudiantes de todas las facultades, resultab de
ah una grande e interesante variedad de temas;
y el hecho de que slo en castellano se hablaba
contribua en gran manera a atraer a estudian-
tes para quienes ese idioma no era lengua na-
tiva, y que queran aprenderlo. El reglamento era
amplio y hospitalario. Para ser admitido como
miembro bastaba presentar una solicitud a la
junta directiva, acompaada del comprobante de
ser miembro de la universidad, quien la haca. Los
derechos de admisin eran tan pequeos que no
merecen mencin alguna. En las noches de kneipe
cada cual contribua con su cuota-parte para el
pago de la cerveza y del alquiler del local.
El tesoro de la Sociedad consista en las bue-
nas prendas de sus miembros, en las esperanzas
que para el porvenir abrigaban y en muchas otras
cosas preciosas, pero intangibles, que no reque-
ran ni caja fuerte para ser depositadas, ni guar-
das que la vigilasen. Haba entre los miembros

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110 SANTIAGO PEREZ TRIANA

de la Sociedad, como los hay en todas las uni-


versidades, unos pocos estudiantes ricos o aco-
modados, y una gran porcin de pobres y lucha-
dores. Entre estos ltimos, algunos bohemios en
cuanto a sus tendencias y modo de contemplar
la vida. El bohemio es planta abundante en to-
das las universidades. En la poca de la juven-
tud, cuando el hombre todava no' ha contrado
compromisos con el mundo, cuando su fe en la
humanidad no ha sufrido desengaos Y cuando
an brillan los ideales en su primitivo esplendor,
el ser bohemio, es decir, el tomar la vida tran-
quilamente, sin pensar en el da siguiente, con-
tentndose con el goce de hoy para llenarla, sin
permitir que enturbie el vino, ni la luz del da,
el temor del maana, es cosa fcil y llevadera;
es casi natural. Despus, a medida que los aos
avanzan, cuando los desengaos empiezan a amon-
tonarse en la memoria, y la fe en los hombres y
en el bien padece sus primeros quebrantos, la
persistencia en ser bohemio indica en el indivi-
duo algo incompleto, alguna falta de aptitud pa-
ra la lucha prctica, y es indicio seguro de fra-
caso y de ruina inevitables, salvo en aquellos ra-
rsimos casos en que el genio suministra fuerzas
de compensacin.
A la hora de los cantos, el idioma alemn se
impona, pero no del todo; hacanle competen-
cia las canciones en latn que forman parte del
repertorio de los mismos estudiantes alemanes,
tales como aquella que empieza: Gaudeamos igi.
tur juvens dum sumus, o aquella otra que en su
comienzo dice : Edite, bibile colegiales, post mul-
ta secula, poculla nulla.
Tambin resonaban con frecuencia, unas veces,
las seguidillas y malagueas espaolas, otras, las
habaneras cubanas, los bambucos colombianos,
los galerones de Venezuela y los cantos populares
de Mxico y de otras partes de la Amrica es-
paola.
Los estudiantes alemanes, que formaban par-
te de la Sociedad, aprendan el idioma castella-
no con esa maravillosa facilidad caracterstica

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DE BOGOTA AL ATLANTIC0111

de los nacionales de ese pas para aprender las


lenguas extranjeras, no tan granae empero, co-
mo la que tienen los rusos y los polacos.
Lleg una vez a la Sociedad un individuo, es-
tudiante de Teologa, que sorprendi a los cir-
cunstantes por lo arcaico y anticuado del cas-
tellano que usaba al hablar. En su boca, todas las
palabras que hoy da solamente en libros se ven,
sonaban con frecuencia; maguer, asaz, cabe, etc.
Explicaba l con una sencillez que al principio
pareci afectada, pero que despus result ser
genuina, que teniendo necesidad de estudiar las
lenguas orientales, el hebreo y el snscrito, pa-
ra obtener su grado, se haba aficionado a las fa-
milias romances de las lenguas indo-germnicas,
y que siendo poseedor del latn, base ineludible
de los estudios universitarios para cualquiera fa-
cultad, no haba hallado tropIezo alguno para
prose!!'uir sus investigaciones en las lenguas con-
gneres, de las cuales, en pocos aos, haba re-
sultado profundo conocedor. "De paso", deca l,
haba echado una ojeada sobre el rumano, el ca-
taln, el gallego y los varios dialectos del Sur
de Francia y de Norte de Italia, adems del ita-
liano, el portugus, el espaol, etc. Como no ha-
ba podido salir de Alemania, sus conocimientos
eran todos adquirid6s en los libros, y no en la
literatura. moderna, sino en la antigua. Moreto,
Caldern, Cervantes, Lope de Vega, Gngora, Er-
cilla y los dems clsicos espaoles haban sido
sus maestros; de aqu el que hablara en lengua-
je de libro, y de libro antiguo. El contacto con
los miembros de la Sociedad le sirvi para adqui-
rir la lengua moderna, y despus de algunas se-
siones nos ley una sapientsima conferencia so-
bre el desarrollo de las lenguas romances, desde
su primer origen hasta sus mltiples ramifica-
ciones en su estado actual. Debemos confesar que
aquel escrito fue uno de los pocos que no susci-
taron discusin ni contradiccin de ninguna es-
pecie; pues la ciencia de su autor era tan evi-
dente, y la ignorancia de los que le escuchba-
mos tan palpable y abrumadora, que aceptmos

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112 SANTIAGO PEREZ TRIANA

como contundentes sus razones, y como incon-


trovertibles y exactos, respectivamente, sus ar-
gumentos y sus deducciones.
Nuestro hombre se llamaba Karl Mtiller. Era
versadsimo en filosofa y en teologa, y se pre-
paraba para obtener el grado de pastor luterano.
Si lo que precede fuera lo nico caracterstico de
l, a buen seguro que su recuerdo, o se habra bo-
rrado de nuestra memoria, o no se destacara en
ella con la nitidez y la frescura de un hecho re-
ciente. Empero, Karl Miiller tena peculiaridades
que le distinguan de los dems hombres, y son
ellas las que nos hacen hablar de l en especial.
Era gran consumidor de cerveza, y fumaba tan-
to, que su cabeza estaba constantemente envuel-
ta en nubes de humo. Hombre de aforismos y de
frases, sostena que ni la lengua germnica ni la
historia de los pueblos teutones podan estudiar-
se con provecho sin tener al lado un vaso de cer-
veza con qu refrescar el cuerpo y el nimo de
trecho en trecho. Acorde con Bretn de los He-
rreros, sostena tambin que el nico bien posi-
tivo que a Europa trajo el inmortal Colombo, ha-
ba sido el tabacD. A pesar de la carrera para la
cual se preparaba, era enteramente esceptico e
incrdulo en cuanto a las religiones positivas; sin
que fuera posible adivinar si sus creencias eran
pantestas o si acaso no tena ningunas, s era
fcil advertir que no era ateo; pues hablando de
Dios, del Supremo Hacedor o de la causa prime-
ra de las cosas, se notaba en sus palabras algo
como una innata reverencia, como una venera-
cin orgnica, que reconoce lo que no puede expli-
car a su propia satisfaccin, venerndolo siempre.
Trataremos de recordar la explicacin que al-
gn da nos dio a varios de sus amigos cuando al-
guno le pregunt cmo era posible que siendo tan
incrdulo, se dedicara a la carrera de la Iglesia.
Ms o menos se expres l en los siguientes tr-
minos :
"Nosotro.s los hombres somos, lo mismo que to-
dos los entes y que todas las cosas en este bajo
mundo, resultantes de fuerzas anteriores y su-

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DE BOGOTA AL ATLANTICO 113

periores, que nos modelan, nos impulsan y nos


arrastran, sin que la propia voluntad pueda ha-
cer mas que modificarlas ligersimamente. A esa
ley inevitable obedece el que yo, con mi modo de
ver las cosas, me halle forzado a prepararme pa-
ra el servicio de una religin positiva, cuyos sm-
bolos no me inspiran respeto, cuyo culto y ritual
me parecen un cmulo de convencionalidades ar-
tificiosas, cuyos dogmas no puedo considerar ni
como eternos ni como verdaderos, y cuyas ten-
dencias, en vez de parecerme divinas, creo que
son simplemente resultado de combinaciones he-
chas por una clase de hombres para su provecho
y beneficio personales, por medio de la explota-
cin de los dems hombres. Creo con Proudhon,
que cuando algn hombre le habla a otro de Dios,
es porque piensa atacar la bolsa o la libertad de
ese otro; y me he convencido de que todas las
instituciones humanas, laicas o religiosas, no tie-
nen ms objeto que la explotacin de la huma-
nidad en beneficio de los que las forman y las
dirigen.
"A pesar de que veo estas cosas con perfecta
claridad, tengo que ordenarme de ministro, y des-
pues tendr que ejercer las funciones de prroco
en mi pueblo natal. Me juzgarn ustedes dura-
mente; creern que soy farsante. Antes de fallar,
oigan mis razones:
"Soy nacido en una pequea aldea situada en
el Rhin, la cual forma parte de un antiguo con-
dado, en donde an perduran muchas tradicio-
nes y costumbres feudales. La casa que habita mi
familia es la misma que, desde hace diez o doce
generaciones, ha servido de abrigo a mis antepa-
sados. El primero de ellos que la habit, vino a
ella a raz de la Reforma, como clrigo luterano,
antiguo monje escapado de algn convento ca-
tlico, quien, valido de los privilegios de la nue-
va secta religiosa, tom mujer y fund una fa-
milia. Los seores del condado, que lo son tam-
bin de la tierra en que est la aldea, y en cu-
yas manos est el nombrar prrocos o pastores
religiosos, para que desempeen el ministerio

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114 SANTIAGO PEREZ TRIANA

eclesistico entre los habitantes de su condado


se afiliaron desde muy al principio en la causa
de la Reforma. Durante todas las generaciones
anteriores a mi padre, mis antepasados tuvieron
la suerte de que les naciel'an varios hijos, y uno
de ellos, por lo menos, fue siempre destinado a la
carrera de la Iglesia, para que despus pudiera
suceder a su padre en el desempeo de sus fun-
ciones ministeriales, y adquir.iera as el derecho
de conservar para la familia la casa paterna. Por
desgracia para m, mi padre tuvo nueve hijas pe-
ro slo un hijo, que es este humilde servidor de
ustedes. Bien se comprende, muy bien, por lo que
dejo expuesto, que en mi caso no hubo desde mi
infancia ni siquiera un da de vacilacin respecto
de cul sera mi ocupacin en este mundo; pue-
de decirse que yo nac ordenado, y que los estu-
dios de preparacin posteriores han sido simple
frmula para completar lo que en m pudiera ca-
lificarse como perteneciente y orgnico a mi
persona.
"Basta pensar en el cmulo de memorias, de
tradiciones y de cario de ocho o diez generacio-
nes de una misma familia, encerrado dentro de
los cuatro muros de aquel modesto hogar; basta
pensar en que los seores del condado no crean
tener mejor derecho a su ttulo y a su propie-
dad que los miembros de mi familia al hogar en
donde por tanto tiempo vivieron sus antepasa-
dos, para explicarse la agona, la ansiedad y el
temor en que vivan mis padres cuando, ao tras
ao, tan fiel como las cosechas en los campos,
vena un nuevo descendiente a su hogar, resul-
tando, por siete veces consecutivas, que el recin
llegado era una nia, y que toda esperanza de
conservar el techo paterno se alejaba y casi se
perda. Desde el fondo de sus almas de creyentes,
mi padre y mi madre elevaron preces al seor,
cuyo odo crean ellos atento a sus plegarias, pa-
ra suplicarle el envo de un hijo que pudiera
reemplazar oportunamente al padre, cuyos aos
ya empezaban a declinar, en el desempeo de
sus tareas ministeriales, conservando para la fa-

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DE BOGOTA AL ATLANTICO 115

milia lo que le perteneca desde haca muchas ge-


neraciones. As, pues, cuando vine al mundo, tan-
to los mos como los extraos, juzgaron que Dios
se haba apiadado, y vieron en m el salvador del
paterno techo. Nac, pues, ordenado, sin ambaje
ni metfora de ninguna especie en la expresin.
"Mi infancia se pas entre cuidados y mimos
especiales. Cuando lleg la poca de. asistir a la
escuela, los dems nios me daban el ttulo de
reverendo, y en mi propio nimo jams hubo ni
asomo siquiera de rebelda contra destino tan
manifiesto. Posteriormente tocme venir a la Uni-
versidad, y la ciencia y los conocimientos aqu
adquiridos son los que me han hecho contemplar
la profesin a que se me destina como un oficio
humano, y no como una misin divina. Hubiera
hablado con claridad, pero esa franqueza habra
tenido por resultado el destrur las esp~ranzas
de mis padres, y el privar a mis hermanas del ho-
gar que es suyo y que de otra manera no puedo
procurarles yo. Largo tiempo debat la cuestin
conmigo mismo. Yo no poda ni puedo ponerle
diques al torrente explorador de mi pensamien-
to, que ha inundado todos los mbitos de la in-
vestigacin humana, hasta donde el tiempo y las
fuerzas me han alcanzado. Yo no poda ni pue-
do cortarle las alas a mi espritu y marcarle es-
trecho espacio para que dentro de l vuele, e im-
pedirle que se re:r;nonte a alturas desde donde se
vean ms claramente las causas de las acciones
de los hombres; pero s poda conservar para m,
y dentro de mi propio pecho todo lo que vea, y sin
faltar a la verdad ni a mis compromisos, obrar
de modo de no causar dao a quienes todo lo es-
peran de m.
"Digo a ustedes, que son profanos en la mate-
ria, y lo digo despus de diez o doce aos de es-
tudio concienzudo y tenaz, que si hay algo .en que
abunde y prevalezca lo fofo, lo engredo, lo con-
vencional y a veces hasta lo ridculo, es lo que
los hombres con arrogancia llaman Teologa, la
ciencia de Dios, como si estuviera al alcance de
ellos. A poco andar, advierte el ms lerdo que

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116 SANTIAGO PEREZ TRIANA

penetre en ese campo con intencin de analizar


cuanto a su paso se le presente, que si a los te-
logos se les quita la muletilla de la fe, todo su
edificio cae por tierra. Huyendo de la tristeza y
de la melancola que estos descubrimientos in-
fundieron en mi nimo, quise refugiarme en el
estudio de algo positivo, en que la verdad y la
razn pudieran ejercer su imperio libre de tra-
bas convencionales, y me dediqu al estudio de la
filologa. Complacise mi nimo en seguir el des-
arrollo del pensamiento humano, cuyas huellas
van claramente marcadas en la historia de las
lenguas muertas y las vivas. Las palabras, que
son las partes componentes de las lenguas, son
al pensamiento lo que las alas para las aves, le
permiten tender el yudo del centro de donde na-
ce, que es el cerebro individual, para llegar a
otros cerebros, y para unir al hombre, as, en ca-
dena solidaria de ideas, con el resto de sus con-
gneres. Y siguiendo mi smil, dir que represen-
tando al pensamiento provisto de palabras co-
mo un ave alada, en esa sublime ornitologa, las
modificaciones de las palabras marcan el desa-
rrollo de la especie, como los matices y la forma
de las plumas contribuyen tambin a indicarlo
respecto de las aves que pueblan el espacio; slo
s que los mbitos en que se mueven las ideas son
infinitos, en tanto que son limitados aquellos que
se abren a las alas materiales. Por ah compren-
dern ustedes el profundo, intenso placer que he
experimentado estudiando las lenguas, merced a
lo cual tengo tambin el de estar aqu con Uds.
"Una vez que me posesion del hecho de que lo
que de m se exiga era el llenar ciertas funcio-
nes, que estaban a mi alcance, resolv equiparar-
me de modo de hacerla sin dejar nada qu desear.
Estudi a tarde y a maana todos los autores y
expositores del credo que me ha cabido en suer-
te, y al hacerlo tuve que empaparme en las ml-
tiples teoras de otros credos anlogos o antag-
nicos, de suerte que llegu a adquirir un conoci-
miento bastante extenso de las distintas formas
de religiones que se profesan en nuestro pas.

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DE BOGOTA AL ATLANTICO 117

"A ustedes, que son todos hombres de mundo y


estudiantes, es decir, analizadores, les dir lo que
a odos de gentes timoratas y no acostumbradas
a apreciar las cosas en su verdadero valor, pu-
diera parecer irreverente y acaso hasta blasfemo.
"Yo podra desempear perfectamente en la al-
dea a que me vinculan tantos lazos y a la cual
pronto he de volver, el ministerio protestante
luterano y el curato de la iglesia catlica. Conoz-
co a fondo todo 10 bueno que cada una de esas
iglesias dice de s misma; todo lo malo que ca-
da una dice de la otra y de todas las dems. Me
sera fcil dogmatizar y anatematizar desde el
uno o el otro de los dos plpitos, apoyndome en
textos evanglicos, en citas de los Santos Padres,
en comprobaciones histricas; en una palabra,
haciendo en cada caso uso y aplicacin de todas
las armas de los respectivos arsenales. Y creo que
para desempear esas tareas me hallo mejor pre-
parado, mejor apertrechado, por decirlo as, que
la mayora de los ministros protestantes o de los
curas catlicos que andan por esos mundos de
Dios. Ojal la tolerancia de las gentes y el esp-
ritu de ellas fueran suficientemente amplios pa-
ra permitirme desempear los dos oficios a un
mismo tiempo, cosa perfectamente realizable en
el hecho, ya que merced a la escasa poblacin de
mi pueblo me alcanzara el tiempo para ello. Al
fiel, en realidad, lo que le importa es la exposi-
cin clara de lo que l cree, la defensa de eso
mismo con los mejores argumentos y comproba-
ciones que se conozcan para el efecto, y el ata-
que a la teora .o la doctrina enemiga, can toda
la forma de ira o de pasin usual y que mejor xi-
to haya tenido. Poco o nada en realidad tiene que
importarle al feligrs lo que en el fondo de su
nimo sienta el individuo que predica. De lo que
l necesita es de una voz que hable, que resuene
en los odos, repitiendo lo que los creyentes con-
sideran ser la verdad. Si es la verdad lo que sue-
na para esos odos, poco importan los labios que
la pronuncian, as como importa poco quin im-
primi el libro, si el texto es verdico, o tenido por

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118 SANTIAGO PEREZ TRIAN A

tal. Ya me veo yo sosteniendo una cosa a medio


da, la contraria por la tarde, y rindome a mis
anchas y a mis solas de una y de otra manifes-
tacin, por la noche. Nada de esto ser imposible;
y tampoco me sorprender que, andando el tiem-
po, la fuerza d~l hbitb venza a mi razn y a mi
conciencia, y resulte yo dogmatizando y anate-
matizando desde mi plpito con todo el ardor de
un creyente. Lo nico que quiero que conste, por
ahora, es que son razones superiores a m, razo-
nes de nacimiento, y la suprema fuerza que obli-
ga a los hombres tntas cosas, el hambre y no
el hambre propia, sino el hambre de los seres
queridos, lo que me obliga a representar algo que
tiene tan grande aspecto de farsa, pero que en
mi caso no lo es, porque yo me comprometer tan
slo a exponer un credo tal como los que me han
de escuchar lo creen y lo han credo. Nadie me
ha exigido que crea yo tambin, y felizmente el
silencio sobre este punto me deja toda mi liber-
tad. Lo que se busca es un artfice, un obrero que
haga cierta labor, y esa labor la realizar con ms
mrito que el que, creyendo, la ejecute a medias.
Mis futuros feligreses pueden estar seguros de
que jams habrn tenido sus antepasados, entre
los mos, un predicador mejor enterado ni ms
al corriente de todo lo que debe decirles y de to-
do lo que debe callarles".
Esta sola conversacin sirve para dar una idea
del carcter y del temperamento de Karl Miiller.
Sus palabras no dejaron de producir asombro en
todos sus oyentes y pavor entre muchos de ellos,
a quienes les pareca inaudita tnta irreverencia
y familiaridad tan poco respetuosas con las co-
sas venerandas para ellos desde su infancia. Karl
Miiller cumpli su palabra. Un ao despus pre-
sent un grado lucidsimo. La tesis que escribi,
que fue sobre algn punto de los ms abstrusos
de la teologa luterana, hizo raya y fue altamen-
te encomiada por el clero de esa iglesia. Karl se
retir a su pueblo, del cual, como lo supimos al-
gunos aos despus, pudo salirse a ejecutar la-

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DE BOGOTA AL ATLANTICO 119

bores ms simpticas para l que la de predicar


sobre dogmas en que no crea.
Abierta por el gobierno ingls a la competen-
cia universal la ctedra de snscrito, en alguna
universidad de la India, de entre varias decenas
de candidatos que se presentaron a solicitarla, ar-
mados de los trabajos requeridos, como. prueba
de idoneidad, Karl fue elegido por unanimidad
por el consejo de profesores, y trasladado a Cal-
cuta o a Bombay o a alguna otra ciudad de la pe-
nnsula indostnica, en donde lo probable es que
a la sazn se halle aprendiendo "de paso" los mu-
chos dialectos que se hablan en la India, bebien-
do la cerveza de Baviera y fumando tabaco en la
larga pipa tudesca que rara vez soltaba de la boca.
En cuanto a la casa, en su pueblo natal sabe-
mos que con sus primeros ahorros la compr pa-
ra su madre y para aquellas de sus nueve her-
manas que todava no se han casado.
Este incrdulo, este pensador profundo y hon-
rado, aunque poco reverente con tntas cosas que
otros hombres veneran y adoran, tena un fondo
de cario y de afecto inagotables; saba cumplir
con sus deberes para con todos, y guardaba en el
alma caridad suficiente para ablandar el corazn
y las preocupaciones de cientos y cientos de mi-
nistros luteranos. Su gran tema era el de la to-
lerancia y el perdn de las ajenas faltas, y repe-
ta con frecuencia aquel proverbio francs que
encierra tnta verdad y tnto cario: "Tout con-
naitre c'est tout pardonner". Conocerlo todo, es
perdonarlo todo; o mejor dicho, quien conozca el
fondo de las cosas. es decir, las causas que mue-
ven a los hombres o sean las fuerzas de que ellos
son resultante, sabr perdonarles sus faltas.

CAPITULO DECIMOSEPTlMO

.No fue una reminiscencia tudesca, sino un re-


cuerdo americano lo que form el tema de otra
de las narraciones o conversaciones de aquellas
largas veladas. El narrador habl de aconteci-

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120 SANTIAGO PEREZ TRIAN A

mientas ocurridos en Nueva York, centro y em-


porio de la civilizacin norteamericana. H aqu
su relato:
Corran los principios de la octava dcada de
este siglo, hoy ya moribundo y pronto a entregar
el resumen de su vida en las pginas de la his-
toria. Vivamos en la ciudad de Nueva York, que
si por lo laboriosa y atareada es comparable a
una colmena, por lo agitado y mudable de su vi-
da, lo es ms bien a un campamento. A esa ciu-
dad, cosmopolita como ninguna otra en el mun-
do, llega la corriente humana de la vieja Europa,
ora para quedarse alli, ora para invadir el resto
del pas. Cada vapor del antiguo continente que
toca en esa playa trae a su bordo, innmera mu-
chedumbre. All llegan los judos, rusos y pola-
cos, que van huyendo de la tirana y del hambre
de que son vctimas en su propio suelo; los ale-
manes, que buscan nuevo campo a su industria,
en donde poder ejercitar su labor con mayor efi-
cacia; y, como ellos, all llegan tambin los hn-
garos, los bohemios, los suecos, los noruegos, los
italianos, los irlandeses, sin que falten ingleses ni
franceses. Puede decirse que en la poblacin que
circula por las calles de la metrpoli americana
se encuentran individuos de todas las proceden-
cias del globo.
Sabido es, sin embargo, que el anglosajn, fun-
dador de la nacin norteamericana, si bien se mo-
difica en cierto grado con el contacto de las otras
razas, acaba por imprimir a cuanto toca, su pro-
pio sello y por amoIdarIo a sus leyes y a sus cos-
tumbres. De aqu resulta que la conglomeracin
neoyorkina obedece, ms que a ningunas otras,
a las tendencias anglosajonas, y que as como el
idioma que prevalece es el ingls, enriquecido con
giros y frases provenientes de los dems idiomas,
as tambin las tendencias de vida y las aspira-
ciones que all prevalecen son las de los anglo-
sajones.
El estudio de estos fenmenos, de estas modifi-
caciones y de este amalgamiento, por decirIo as,
forma una de las fases o manifestaciones ms in-

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DE BOCOTA AL ATLANTICO 121

teresantes de la vida. moderna. Dicho estudio es


demasiado vasto para nuestras ferzas. Nosotros
aludimos a l de paso, como cuando, antes de be-
ber de las aguas de un manantial, uno advierte
que ellas vienen rodando de pea en pea por los
escarpados flancos de altsima montaa.
Cruza la babilnica ciudad de que venimos ha-
blando, casi hacia el centro de ella, una ancha y
espaciosa avenida que se llama la calle Catorce.
En la parte de ella que se extiende desde la pla-
za llamada de la Unin hacia la Tercera avenida,
se encontraba por ese entonces una muestra de
la ciudad, que compendiaba muchos de los aspec-
tos de la vida pblica y social. Bancos, casas de
comercio, salones de conferencias, clubs polticos,
uno o dos teatros, tiendas de ventas al por me-
nor, salones de conciertos, y una inmensa abun-
dancia de tabernas. Todo aquello agrupado en un
recinto relativamente estrecho, limitado hacia
un extremo por el hermoso Parque de la Unin y
hacia el otro por la Tercera avenida, cruzada en
su superficie por los tranvas de sangre y en lo
alto por las dos lneas paralelas interminables
del puente llamado ferrocarril elevado, sobre las
cuales pasaban sirr cesar, en opuestas direccio-
nes, cargados de humanidad afanada, rapidsi-
mos trenes, lanzando al aire el silbato estridente
y el blanco penacho de sus locomotoras.
All se agitaba entonces, como sin duda se est
agitando ahora mismo, una inmensa muchedum-
bre de gente de todas las nacionalidades conoci-
das. A la entrada de la plaza, sobre un alto pe-
destal, se ve la estatua de Wshington, el padre
de la patria, a quien el artista ha representado
con la diestra levantada en lo alto, en actitud, se-
gn se dice, de implorar perennemente las bon-
dades del cielo para su pas. Esa actitud la ex-
plican otros, diciendo que esa mano est levan-
tada as, aguardando, para caer al lado del cuer-
po en posicin natural, a que del renombradsi-
mo club poltico, llamado de Tammany, salga al
fin un hombre siquiera patriota, o al menos hon-.
rada. Agregan los que as explican las cosas, que

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122 SANTIAGO PEREZ TEIAN A

la estatua lleva ya cincuenta aos de espera; pe-


ro que pasarn muchas veces otros cincuenta
aos sin que se le presente la ocasin de bajar
la mano.
En esa misma calle haba por aquel tiempo un
saln de conciertos a estilo alemn; era el de
"Theiss", llamado as del nombre de su propieta-
rio. El saln o jardn de conciertos era amplio y
capaz para contener trescientas o cuatrocientas
personas. La entrada era libre. En el fondo, sobre
un estrado levantado a cierta altura, se vea una
orquesta de msicos alemanes, que por la tarde
y por la noche ejecutaban msica tomada, de los
compositores ms populares de su pas. Solamen-
te los domingos no era permitido esto; pues se-
gn las leyes puritanas que an rigen, llamadas
leyes azules, la msica alegre o que no sea neta-
mente religiosa, es considerada como violatoria
de la santidad del da sagrado. Alrededor de los
cientos de mesas de madera que llenaban el sa-
ln, se vean instalados, consumiendo cerveza,
numerosos aficionados de uno y de otro sexo, los
cuales venan all a solazarse, bebiendo al com-
ps de las melodas que poblaban el aire, melo-
das pocas veces de gnero clsico, pero que eran
generalmente ejecutadas con maestra y con sen-
timiento artstico.
All nos reunamos con frecuencia, despus de
las faenas del da, varios hispanoamericanos. En-
tre ellos, mencionaremos a Prez Bonalde, el tra-
ductor de Reine y del "Cuervo", de Poe, cantor
del Nigara, hombre de habilidades mltiples y
de versatilidad maravillosa; poeta de corazn,
artista de sentimientos clsicos, viva perenne-
mente en una especie de Olimpo, en donde habi-
taban las deidades de la poesa, de la belleza y
del amor. Hablaba ocho idiomas con tal perfec-
cin, que al escucharle aquellos para quienes ca-
da uno de ellos, segn el caso, era lengua nativa,
crea conversar con un compatriota. Sus versos
son reconocidos como de poeta genuino, vaciados
en molde clsico. Hay en ellos, ora relmpagos en
que brilla la luz del cielo azul de Grecia, ora no-

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DE BOGOTA AL ATLAN1'ICO 123

tas de tristeza que parecen ecos remotos de la


lira del Dante, ora esas vaguedades y melanco-
las indefinidas peculiares de los poetas alema-
nes y escandinavos. A ms de esto, era escritor
de prosa elocuente, robusta y frondosa. Mas no
se crea que aqu paraban sus habilidades; pues
sentado al piano, saba arrancarle a ese instru-
mento melodiossimos temas, y ejecutaba en l
con igual facilidad y siempre con profundo sen-
timiento artstico, ya una sonata de Beethoven,
ya una fuga de Bach, ya una danza cubana, o un
canto netamente hispanoamericano. Con el pin-
cel haba logrado demostrar gran talento en al-
gunos pequeos cuadros y acuarelas, pintados en
sus ratos de ocio. Para cerrar la enumeracin de
sus habilidades artsticas, debe hacerse men,cin
de que era un admirable cocinero eclctico y cos-
mopolita, que con igual acierto preparaba un
arroz a la valenciana, lmR matelotte de anguila,
como aquella en cuya preparacin se complaca
Alejandro Dumas, ya un manjar de alta cocina,
ya un plato humilde de su pas, como una carauta
frita o un sancocho de gallina. Item ms: con la
pistola o el rifle en la mano, tena una puntera
tan certera, que le era vedado por los dueos de
los establecimientos respectivos, que ya le co-
nocan, entrar en competencia en aquellos casos
en que al vencedor se le adjudicaba un premio
en dinero; y como floretista, no tena rival co-
nocido en toda la isla de Manhattan.
Por ese entonces, Bonalde completaba la tra-
duccin del Cancionero de Reine, y siempre que
llegaba a la mesa, alrededor de la cul nos reuna-
mos, sacaba del bolsillo un ejemplar del texto
alemn, y las cuartillas en que haba escrito las
ltimas traducciones.
Otro de los circunstantes era Jos Mart, hom-
bre de genio y, como los hechos posteriores lo
han demostrado, perteneciente a la raza poco
numerosa de los fundadores de nacin, cuyos
hombros, como los de Atlas, para soportar el mun-
do, tienen la fuerza para sobrellevar todo el pe-
so del dolor acumulado de muchas generaciones

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124 SANTIAGO PEREZ TRIANA

y para realizar las empresas redentoras. Prez


Bonalde y Jos Mart eran poetas, y como tales,
soadores; sueo ms grande y ms sublime el
del ltimo. El primero soaba con la gloria; .el
segundo con la libertad. Adems de estos dos
hombres superiores, nos reunamos en torno de
la mesa, muchos otros, que admirbamos y vene-
rbamos en ellos la sublime inspiracin.
Uno de los individuos ms simpticos y de co-
razn ms tierno y sensible de cuantos all lle-
gaban, era otro poeta, llamado Roberto. Tanto
Mart como Prez Bonalde, que eran, por decirlo
as, los supremos sacerdotes en aquel pequeo
cenculo, le profesaban especial cario, y escu-
chaban con deferencia y con acatamiento sus
opiniones en cuestiones de arte y de literatura.
Si el tiempo nos alcanzara, cuntas relaciones in-
teresantes pudiramos hacer de discusiones ocu-
rridas alrededor de aquella mesa, en medio del
ruido de cristal sobre la madera y en aquella
atmsfera impregnada. por el acre olor de la cer-
veza y del humo del tabaco encerrado en estre-
cho recinto, palpitante con los ecos de la msica!
Mas para ello no es sta la ocasin, y acaso no
haya llegado el tiempo de hacerla todava. Que-
remos solamente referir un incidente, que de-
muestra la ternura de corazn de Roberto y la
enorme facilidad que posea para encerrar den-
tro de los lmites de una estrofa, como preciada
joya en pequeo estuche, una nota genuina de
sentimiento, nacido en el fondo del corazn.
A esa misma' mE;lsa,a la cual nos sentbamos,
se acercaba casi todas las noches una florista,
muchacha de veinte a veintids aos de edad,
bella y graciosa, que ofreca sus ramilletes de flo-
res en cambio de unos pocos cobres. Pobre nia!
En la dura vida que llevaba, expuesta a todos los
huracanes del mundo, ella haba sucumbido, y
sus flores, triste es decirlo! ... , no eran su nica
mercanca. ba contemplacin de estos ngeles
cados inspira siempre profunda tristeza a quien
pra mientes en su suerte. Sucede, sin embargo,
que en el trajn del mundo ese espectculo es tan

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DE BOGOTA AL ATLANTICO 125

frecuente, que nos familiarizamos con l, y no


alcanza nuestra piedad en todas las ocasiones
para cubrirlo, como no alcanza el dolor en un
campo de batalla para todos los muertos tendi-
dos a diestra y a siniestra, vctimas de la insa-
na violencia Acompaaba generalmente a la flo-
rista su hermana, nia de quince aos, pura co-
mo las flores que venda, ms pura que ellas to
dava, y era de verse cmo aquella otra hel'ma-
na, ya cada, defenda la suerte de su compae-
ra, y cmo, conocedora ella misma de los dolores
y de las tristezas de la vida, quera evitarle el
que cayera por la misma terrible pendiente, en
la misma terrible ruina.
Los que a nuestra mesa se reunan, se compla-
can todos en comprar flores a la hermana ma-
yor y en hacer pequeos regalos demostrativos de
cario a la hermana menor. Tombamos un in-
ters Dar ella como si fuera cosa propia. Haca-
mos vaticinios tristes y dolorosos sobre el inelu-
dible curso fatal de su existencia, y pobres de
bolsa como ramos, en nuestros sueos de fortu-
na, al contar los millones imaginarios que haban
de ser algn da nustros, destinbamos siempre
generosamente una suma bastante para mante-
ner intacta e inmaculada esa pureza que nos pa-
reca tan en peligro en aquel mundo en que se
mova, como las alas de la mariposa que revo-
lotea cerca de la lumbre. En especial Roberto pro-
fesaba a la nia una ternura infinita y en ms
de una ocasin pensando en las tinieblas del por-
venir que a ella le aguardaba se le llenaban los
ojos de lgrimas y se adverta en l a ese respec-
to, una amarga rebelda contra la impotencia en
que su suerte de hombre pobre le mantena, re-
belda que jams dejaba l entrever respecto de
cosas suyas propias.
Sucedi que un da, siguiendo la ley inexora-
ble de ganarnos el pan diario, los compaeros que
nos reunamos en aquella mesa nos vimos disper-
sados por el viento del destino. Bonalde empren-
di un largo viaje a Rusia en servicio de la ca-
sa comercial, para la cual trabajaba. Lo propio,

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126 SANTIAGO PEREZ TRIANA

en distintas direcciones de Amrica y de Europa,


nos sucedi a otros. Roberto fue el nico que
qued en Nueva York; pues Mart haba empeza-
do su grandiosa peregrinacin, cuyo trmino, en
apoteosis, en la mente de los hombres que amen
la libertad, es ya conocido de todos. Roberto no
quiso volver a aquel lugar en que tntas veces
nos habamos reunido.
Pasaron dos aos, y el caprichoso giro de nues-
tras existencias nos reuni una vez ms, a todos
en la metrpoli norteamericana. Alrededor de la
mesa de antao, sonaban las mismas msicas;
los criados se agitaban llevando en cada mano
tal nmero de vasos de cerveza, que a no ver-
lo como hecho cumplido, nadie 10 creera posi-
ble al orlo descrito. Las gentes entraban al re-
cinto y salan de l. De las dos floristas no tar-
d en presentarse la menor. La hermana mayor
haba sucumbido a una tisis galopante duran-
te el invierno que haba seguido a nuestra se-
paracin, y la menor, desprovista de su protec-
tora, haba continuado el mismo oficio. Casi no
nos acordbamos de ella, pues en la vida dia-
ria se aglomeran las imgenes, los acontecimien-
tos y las personas de tal manera que, salvo que
posean rasgos caractersticos muy marcados, o
que hayan razones especialsimas que los graben
en nuestra mente, todos pasan como las nubes
por el cielo. Cuando la florista lleg a nuestra
mesa, revivieron los das anteriores. Ya el libro
de Bonalde estaba terminado; ya la labor de
Mart empezaba a germinar, y acaso hubiera po-
dido advertirse de ella un rumor tenue y lejano
como el de los primeros truenos remotos que
anuncia la tempestad inevitable. Tenamos dos
aos ms de vida, y muchas ms tristezas que
antes en el alma.
Cuando Roberto advirti la presencia de esa
nia, comprendi, como comprendimos todos de
un solo golpe de vista, toda la tristeza de su si-
tuacin, todo el dolor de aquella pobre vctima
inmolada por las necesidades de la vida, en
que el hambre representa el papel de hacha, y

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DE BOGOTA AL ATLANTICO 127

la humanidad y sus convencionalidades, el del


verdugo que la esgrime. Ya no era la nia de an-
tes. A qu describir el cambio que todos com-
prendimos? A qu pormenorizar sus manifes-
taciones ? , Quin se detiene a enumerar
las variaciones que se ~dvierten en el lirio que
comienza a marchitarse, arrancado ya el tallo,
y en el cual tienen lugar las transformaciones in-
exorables? La nia, recordando el cario de Ro-
berto, crey encontrar en l, en el nuevo estado
de cosas, una acogida ms complaciente que en
ninguno de los circunstantes, y se acerc a l.
Hablaron; no omos lo que decan. El la trat con
cario y con dulzura. Ella se alej, al parecer,
enojada. Los ojos de Roberto se llenaron de l-
grimas. Tom un lpiz y escribi algo en una
cuartilla de papel, sobre la cual mantuvo la mano.
Apur el vaso de cerveza que tena delante de s,
a cuyo fondo rodaron dos candentes lgrimas, y
levantndose de su puesto se alej despidindose
de nosotros slo con un ademn.
En la cuartilla haba escrito estas lneas:

"De tu virtud e inocencia


Dima, florista, qu hiciste?
Bien lo dice tu presencia:
eran flores, las vendiste."

Al leer la estrofa nos sentimos todos conmo-


vidos, y sin previo acuerdo abandonmos el sa-
ln, en el cual resonaba el golpe de los vasos de
vidrio sobre la mesa, y los ecos de un valse de
Strauss, intitulado "Los compaeros alegres".
En el nmero de esos compaeros nos contbamos
nosotros. De entonces a ahora, Bonalde, Mart y
Roberto, tres grandes y genuinos poetas, han ren-
dido la jornada de la vida. Nosotros seguimos
todava en ella, empeados en la lucha por el
pan diario. Quiera Dios que sta nunca nos obli-
gue a vender, a nuestro turno, las escasas flores
de nuestra existencia que todava son nustras!

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128 SANTIAGO PEREZ TRIAN A

CAPITULO DECIMOOCTA VO

Llevado de la mano por el recuerdo, si as lo


podemos decir, el espritu recorre la ilimitada
y silenciosa galera del mundo, depositario de
los hechos, de los pensamientos, de las esperan-
zas, de las tristezas, de las ambiciones y de todo
lo que constituye la vida en el pasado. Y es una
bendicin especial de la Providencia el que, mer-
ced a la palabra ajena, nos sea permitido seguir
el pensamiento ajeno en esas mismas galeras,
y aumentar el propio caudal de recuerdos o re-
frescarlo con lo que en su propia mente guardan
otros seres.
Otra de las narraciones escuchadas en la oca-
sin de que venimos ocupndonos nos trans-
port desde las orillas solitarias del magno ro
en donde nos hallbamos, a la propia patria, a
la ciudad natal. Fue ella la siguiente:
Por los aos de 1860 a 70, Don Restituto Guar-
diola, acaudalado comerciante de Bogot, hecha
ya su fortuna, decidi trasladarse a Europa con
toda su familia, buscando allende los mares cam-
po ms extenso a sus operaciones comerciales, y
pas en donde la vida fuera ms agradable que
en el terruo propio. Aunque su establecimien-
to era bien conocido, se destacaban sobre su entra-
da, en ngulo que invada el espacio casi has-
ta la mitad de la calle, dos inmensas tab1as,
adheridas cada una de ellas al muro por uno de
sus extremos y sostenidas desde el vrtice del
ngulo por medio de una varilla de hierro en-
clavada ,a guisa de bisectriz superpuesta al te-
jado del edificio mismo. En esas tablas se vea
en grandes letras realzadas el nombre de la ca-
sa comercial, que pareca la bandera de aquella
institucin. Desde muy lejos podan ver las gentes
los reflejos del sol en el dorado letrero que deca:
"RESTITUTO GUARDIOLA y Cia".
Don Restituto, con la energa que le caracte-
rizaba y lo metdico de todos sus procederes, ve-

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DE BOGOTA AL ATLANTICO 129.

na preparando su proyectada peregririacin des-


de haca mucho tiempo, as que cuando lleg la
hora de partir todo lo tena tan arreglado co-
mo el balance de sus libros, o el inventario de
sus existencias. Empero, cosa rara, de algo se
haba olvidado, y era del bendito letrero sobre
el cual brillaba la razn social de su casa, ya
extinta y transformada, el cual, por ende, no
tena ya aplicacin. En medio de todos sus arre-
glos, don Restituto se haba olvidado de l, y no
cay en la cuenta sino la vspera misma de- su
partida, cuando era ya imposible hacer con las
aludidas tablas algo til y provechoso. Era don
Restituto comparable a esos trapiches de caa
que dejan el bagazo perfectamente seco, de modo
que en l no queda ni pizca de materia sacarina;
pues a todo asunto, a todo negocio y a todo hom-
bre que a l se acercaba o que se pona en contacto
con l, le haca dar todo el jugo posible.
Aunque mucho le disgust el olvido, era tarde
para remediarlo, y lo nico que pudo don Res-
tituto hacer, fue regalar las tablas honradas con
su triunfante nombre comercial a un sobrino
suyo que quedaba en Bogot, el cual recibi la
donacin sin saber a ciencia cierta lo que pudiera
hacer con las benditas letras; pero siempre las
acept, ms bien como una imposicin que como
una ddiva.
Dicho se est que las tablas consabidas y las
letras puestas sobre ellas haban salido de ma-
nos del artfice ms afamado en la ciudad para
esa clase de obra. Era l un artesano laborioso
y honrado, carpintero artista o de alta catego-
ra, como diran en dialecto de circo. A ms de
tablas o letras para almacenes, fabricaba mue-
bles de todas clases y diriga un taller en que
empleaba muchos obreros. Entre estos ltimos
figuraban algunos de sus hijos, uno de los cuales
llamado Jos, era amigo del supracitado sobri-
no receptor de las generosidades del to rico y
emigrado voluntario. Ya es tiempo de decir el
nombre de este sobrino. Era Manolo.

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130 SANTIAGO PEREZ TRIAN A

De su excelsa pO,sicin en las alturas de las


cosas humanas, descendieron las tablas tntas
veces mencionadas, plegando su orgulloso angu-
la, a ser arrinconadas en el solar de la casa de
Manolo, solar que, como todos los de las casas
bogotanas se hallaba en la parte de atrs ~e
ella, y era usado, entre otras cosas, para la cra
o depsito de unos tantos pollos y gallinas, de
algunos pavos destinados a ser engordados e
inmolados en holocausto, algn da de natali-
cio o de fiesta de Nochebuena, o en alguna otra
en el hogar paterno. Manolo era muchacho lis-
to y emprendedor. Eran escasos ~u~ haberes
mundanal es, pero frtil su imaginacin en la
creacin de arbitrios para procurarse el nece-
sario e indispensable metal, sin el cual son tan
reducidos los placeres en este bajo mundo que
habitamos. La posesin del regalo del to inva-
di el cerebro de Manolo, en el cual se sucedan
unas ideas a otras, todas en persecucin de al-
gn mtodo merced al cual las intiles tablas y
letras, pudieran emplearse para algo mejor que
para arder, y dejaran de ser dormidera de aves
irreverentes y sucias, que dejaban constantemen-
te huellas de su paso sobre los hermosos ca-
racteres representativos de la acreditada razn
social cuya memoria viva en la mente de com-
pradores y consumidores, no solamente en la ciu-
dad sino en todas las comarcas vecinas.
Como que de la meditacin y del anlisis n-
timo suelen brotar grandes descubrimientos, su-
cedi que, merced a este medio apareci al fin
en la mente de Manolo, con los resplandores y
promesas de una aurora, una idea que llama-
remos luminosa. Vino ella a su mente cuando
aun se hallaba en el lecho. Era, pues, fruto de
la consulta con la almohada, que tnto suele ayu-
dar en la solucin de los grandes problemas de la
vida. Desde que esa idea entr en su imaginacin
no volvi a cerrar el sueo los prpados de Ma-
nolo, tal era su ansiedad de someterla a prueba
y de hallar sus posibilidades prcticas.

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DE BOGOTA AL ATLANTICO 131

En las primeras horas de la maana, apenas


abierto el taller de que hemos hablado, diriga
Manolo sus pasos hacia l. Entre los muchos
obreros busc el banco sobre el cual, cepillo en
mano, Jos se ocupaba ~n pulimentar la dura
superficie de una tabla de roble.
- Cmo ests? le dijo Manolo.
-Ah vamos.
-Tengo que conversar contigo.
-S, pero no podr ser ahora, porque si mi
pap te ve, te mandar salir, y me reir a m.
-Pero es que lo que tengo que decirte es im-
portante.
-Aun cuando lo sea, aqu no podemos hablar.
Dironse cita para el momento de recreo. Fue-
ron largas y cargadas de impaciencia para Ma-
nolo las horas que hasta ese instante transcu-
rrieron. Cuando por fin lleg, fue reanudada la
conversacin ms o menos en los trminos si-
guientes :
-Dme, Jos, tu pap hace letras para le-
treros ?
-Por supuesto, y las mejores que se hacen
en Bogot, porque pap no usa sino maderas se-
cas que no se cuartean como las de los Ruices y
los Uruchurtus, que por eso las pueden dar ms
baratas que nosotros.
-Bueno, cunto vale un letrero?
-No seas bestia; cmo quieres que te contes-
te eso, sin saber de qu clase es el letrero, de qu
tamao, y de qu forma han de ser las letras?
-No te enfades. Te hago estas preguntas por-
que nos conviene saberlo. Qu cuesta un letrero
en letras grandes y de las ms bonitas?
-Eso depende tambin de! nmero de letras.
Si son grandes, las hay tambin de varias clases.
-Entonces lo que quiero que me expliques es
ms o menos cunto puede valer cada letra.
Jos, creyendo entrever la posibilidad de una
venta, tom aire profesional y le dijo.
-Los precios de las letras varan. Si son de l-
nea recta, son ms baratas; las que tienen buche
o barriga, son ms caras; la N, la M. o la A. cues-

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132 SANTIAGO PEREZ TRIANA

tan menos que la O, la B o la P. Adems, si se


quiere que tengan bordes dorados y biselados
cuestan ms que cuando no los tienen. Tambin
aumenta el costo el color que se les d. Son ms
baratas las barnizadas de rojo, de blanco o de
azul; o las negras sobre fondo blanco, pero eso
no es de buen gusto. Lo elegante, lo chic, como
dicen los que han estado en Pars, es usar letras
doradas con bordes biselados y de tamao gran-
de. Esas son las ms caras. Las hacemos de
veinte, de treinta, y hasta de sesenta centme-
tros, segn las quieran pagar; de modo que las
letras doradas, biseladas y de sesenta centme-
tros, son las ms caras, y cuando inandan hacer
un letrero as, mi pap hace un promedio del
costo por letra, para poder dar el precio del le-
trero que se solicita.
-Eso es casualmente lo que yo quiero.
Conocedor Jos del parentesco de Manolo con
don Restituto, crey que vena tal vez en comi-
sin de alguno de sus parientes para averiguar
el precio de alguna nueva tabla de flamante le-
trero para adornar el frente de su almacn, y
esta creencia hizo que aumentara su amabilidad
y condescendencia. Pregunt:
- Cuntas letras necesitas?
Manolo, con diplomacia innata, contest:
-Lo que necesito es saber el precio medio de
las letras de un letrero grande que rena todas
las condiciones que has explicado, y que sean del
tamao, por ejemplo, de las que tena mi to Res-
tituto encima 'de la entrada de su almacn.
-Muy bien, repuso Jos. Ese letrero lo hici-
mos nosotros, y puedo averiguar lo que cost; pe-
ro te debo advertir que de entonces para ac la
madera ha aumentado de precio y que la hoja
de oro para el dorado est ahora carsima, as es
que hoy costara un poco ms.
-Est bien; lo importante es que me digas el
precio, que despus nos arreglaremos.
Entre esos dos compaeros, merced a la con-
versacin transcrita, se haba establecido ya, en
cuanto a Jos, una nueva relacin: la que exista

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DE BOGOTA AL ATLANTICO 133

entre el comprador y el vendedor, y el inters


despertado en este ltimo haba aumentado en l
el caudal de cortesa, plasticidad y condescenden-
cia.-Sintate, que estars cansado. Aguarda un
momento, y te traer la razn.
Dirigise hacia la puerta del interior del ta-
ller en donde su padre se ocupaba en labores
finas y de mayor arte, y despus de una consul-
ta, volvi a donde estaba Manolo con esta razn:
-Como no sabemos exactamente qu letrero
deseas, no te podemos dar sino el precio por le-
tra. Mi pap dice que por ser ustedes, se resuel-
ve a hacer el letrero an ms barato que el de
tu to Restituto. Nos traer prdida, pero entre
amigos no hay que pensar en estas cosas. Te
podemos dar las letras, tanto las de lnea recta
como las buchonas, una con otra y sin limitar el
nmero de estas ltimas, que como te dije son
mucho ms caras, biseladas con triple dorado,
en tablas finas, y- muy bien cepilladas y barni-
zadas, a diez pesos cada letra.
Aunque nunca se haba distinguido como buen
estudiante en ninguna de sus clases, Manolo hi-
zo un esfuerzo supremo, apel a sus recuerdos
de la tabla de multiplicacin y con la certeza
de un Newton hizo el siguiente clculo, para el
cual acaso traa ya alguna preparacin: Resti-
tuto Guardiola y Ca., se dijo a s mismo: vein-
tids letras; pero como son dobles, por ser dos
las tablas, son: 2 x 22 = 44. Ahora, continu ra-
ciocinando mentalmente: 44 x 10 son 440 pe-
sos. Al llegar a este punto, ante la enormidad de
la suma, que a l hubiera hecho ms rico que
a Monte Cristo los tesoros de la isla de marras,
no pudo contenerse, y dijo en voz alta, en tono de
jbilo: Cuatrocientos cuarenta pesos!
- Qu es eso de cuatrocientos cuarenta pesos?
pregunt Jos.
-Pues que la tabla vale cuatrocientos cuaren-
ta pesos.
- Cual tabla?
-La de mi to Restituto.

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134 SANTIAGO PEREZ TRIAN A

-No seor; esa le cost quinientos, pero se la


dimos puesta y con la varilla, la cual le cost a
mi pap cincuenta pesos, ms la postura.
En este estado las cosas, perduraba an la
deferencia de Jos para con Manolo, aumentada
por el grito revelador que Jos haba interpretado
no como el resultado de un clculo que indicaba
a Manolo las posibilidades de su fortuna, sino co-
mo a cifra explicativa de una posible venta. No
queriendo perderla, agreg Jos: si quieres, vn
y habla con mi pap para dejar el asunto ter-
minado.
Manolo repusO; N, quiero hablar contigo. Se-
gn me acabas de decir, las letras hechas para
mi to Restituto hoy costaran mucho ms que
cuando l las compr; estn nuevecitas, y t me
dijiste que esas letras valan por lo menos, unas
eon otras, a diez pesos. Fjate en que hay mu-
chas buchonas, como t las llamas, y en que to-
das estn biseladas. Pues bien, te las vendo a ocho
pesos.
Jos mir a Manolo, primero con asombro y lu-
go con ira.
Nunca hubo cada de tan alto, en nimo hu-
mano, como fue aquella, de la altura beatfica y
agradable de vendedor presunto y casi asegura-
do, a la de comprador solicitado y molestado.
-Qu ocho pesos, nI qu diablos, si nosotros
vendemos letras, pero no las compramos.
-No te enojes; te dije que era cosa que nos
podra convenir. Escchame.
Jos en un principio se neg a ello. Se senta
casi como traidor a los intereses del taller de su
padre, permitiendo que vinieran a hacerle as
competencia sus propios artefactos. Sin duda en
su nimo debi experimentar algo anlogo a lo
de aquella guila de que hablan los literatos, que
advirti que el dardo que le causaba la muerte
estaba adornado con plumas de sus propias alas.
As, pues, no es extrao que abrigara adems
algn resentimiento en consideracin de tnta cor-
tesa, deferencia y amabilidad malgastadas. Casi
con ira, se dirigi a Manolo dicindole:

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DE BOGOTA AL ATLANTICO 135

-No me molestes, que no tengo tiempo de orte.


Empero, Manolo tena la persistencia y la obs-
tinacin, sin las cuales ninguna empresa magna
se lleva a cabo, ni es grande con eficacia ningn
hombre. Solt entonces una frase vencedora,
comparable a aquellas cargas de caballera que
en los momentos de indecisin y de semi-derrota
..desvan el curso de la victoria y la traen atada
a los pies del hbil capitn que sabe darIas. Ma-
nolo se expres as: "Es que si le vendemos a tu
pap las letras de mi to Restituto te doy tu parte".
Como por encanto vinieron a tierra las resis-
tencias de Jos; desaparecieron los escrpulos re-
lativos a la competencia que pudiera as hacr-
sele a la labor paterna, cuyos resultados iran di-
rectamente en contra del pan de la familia, y el
yo supremo y avasallador se irgui en su pecho
con todas sus ambiciones y deseos no satisfechos.
Merced a aquellas frases, Manolo hizo de Jos un
compaero, un aliado, si se quiere un cmplice.
Jos discurri as:
-Lo que es ocho pesos, mi pap no te los da,
porque las letras cuestan mucho menos. Tampo-
co s si las querr comprar, porque"las tales ta-
blas, tan grandes, no tienen ninguna elegancia,
oscurecen la calle y no gustan. Las casas serias
mandan hacer un letrero pequeo que no nva-
da el espacio, y que no moleste a la vista. Sin
embargo, tal vez logremos algn inocente a quien
metrselas, combinndolas en otro letrero y dn-
dole todo barato. Si quieres, se las ofrezco a mi
pap a seis pesos, pero me toca la mitad.
Ya no eran diez pesos por letra; ya no era aquel
Pactolo inagotable de cuatrocientos cuarenta pe-
sos lo que se ofreca a su insaciable sed de oro, lo
que Manolo tena delante. Era cosa mucho menor.
Qu diferencia! Qu disminucin tan dolorosa!
Sin embargo, tres pesos multiplicados por cua-
renta y cuatro daban el resultado de ciento trein-
ta y dos pesos, suma enorme para poseda, nun-
ca soada siquiera por Manolo. As, pues, con la
:rapidez de hombre superior que le caracterizaba,

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136 SANTIAGO PEREZ TRIAN A

dijo: acepto, pero a t te toca obtener que nos pa-


guen al contado.
-Por supuesto, repuso Jos; y t me guardas
el secreto, porque si mi pap se impone de que a
m me toca algo, ya sabes que me lo har deplo-
rar. Tiene una mano ms pesada que el mazo con
que golpea el escoplo. Bueno, vte, y no vuelvas
por aqu. Yo te buscar esta tarde despus de las
seis y te dar la razn.
Comenzaron de nuevo las horas de impacien-
cia y de angustia para Manolo. Ora suba su men-
te en el hermoso globo de los ciento treinta y dos
pesos que le haban de corresponder, a todas las
eminencias de la dicha, ora caa de esas alturas
a los ms profundos abismos de la melancola ex-
perimentada por la contemplacin de su fortuna
tangible, que era la suma cabal de nueve reales
y medio. A veces esos nueve y medio reales le pa-
recan despreciables. Otras, sintindose nufrago
en el mar de sus esperanzas, se acoga a ellas co-
mo a una tabla de salvacin. Lleg por fin la ho-
ra ansiada y se present Jos. Sin que hablara
una palabra, Manolo comprendi el desastre. J o-
s le dijo: en buen lo me has metido; cuando le
propuse el trato a mi pap, y se lo expliqu, me
dijo que bien se haba supuesto que nada bueno
podramos estar tramando t y yo; y cuando tra-
t de argurle, me dio un soplamocos que toda-
va me duele. Quema las letras, y no te vuelvas a
acercar a mi lado, para que no se le vuelva a an-
tojar a mi padre repetir el agasajo de hoy, del
cual te dara yo tu parte de buena gana.
Aqu hubieran terminado las cosas que acaba-
mos de narrar, sin lo que una fatalidad rencoro-
sa y amiga de poner a prueba las grandes almas
como la de Manolo, ocasion uno o dos das des-
pus de los hechos ya expuestos en el presente
verdico relato. Entre las labores que se ejecuta-
ban en el taller del padre de Jos se encontra-
ban las de arreglar y envolver muebles para al-
macenarlos, de modo que sus dueos pudieran de-
jados en depsito cuando quiera que, ausentn-
dose por largo tiempo de sus casas, queran de-

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DE BOGOTA AL ATLANTICO 137

jarlos en lugar seguro y protegidos en lo posible


de "la cruda mano del tiempo,. que todo lo des-
virta", segn el dicho popular bogotano.
Lleg al taller, uno o dos das despus de que
en l haba estado Manolo con su castillo de ilu-
siones tan cruelmente derrudo por el feroz pa-
dre de Jos, otro rico comerciante que tambin
pensaba emprender viaje a Europa. Era l, aun-
que no tan rico como don Restituto, acaudalado,
acreditado, y gozaba fama de hombre muy seve-
ro, muy estricto y muy serio. Haba pasado trein-
ta o cuarenta aos de su vida detrs de un mos-
trador, por un tiempo vendiendo al menudeo, y
despus alcanzado la categora de expendedor
por mayor. Ya en sus libros las partidas eran por
cientos y por miles de pesos y la vara de medir
slo se conservaba sobre el mostrador, aunque no
se la usaba, como aquellas armas anticuadas de
una guerra ya pasada, de que habla el poeta, que
ya no tienen aplicacin en las faenas actuales.
Era de aquellos hombres especiales cuyo corazn
y cuya mente se han calentado y encendido, res-
pectivamente, al calor que puedan dar o poseer
las telas llamadas domsticas y zarazas. En la
opinin del pblico, o de una parte de l, este m-
todo de vida y esta clase de ocupacin, cuando el
xito viene a coronarla, dan a un hombre no so-
lamente las cualidades de probidad y honradez,
sino otras muchas. Se les atribuye, tanto en Bo-
got como en MedeIln, algo as como una cien-
cia infusa. Se les llama comerciantes, como se
ran llamados los grandes combinadores de cam-
bios entre los pueblos que all en tiempos remo-
tos fundaron a Tiro y a Cartago, y que en los mo-
dernos han creado emporios tales como Manches-
ter, Nueva York o Hamburgo. Cierto es que en to-
to el tiempo que lleva el pas de vida indepen-
diante, ellos no han realizado ninguna obra mag-
na; que merced a ellos no se ha construdo nin-
gn ferrocarril, ninguna va de comunicacin na-
cional, y que las casas de comercio se han desa-
rrollado tan lentamente, que al penetrar en el
pas, viniendo de cualquiera otra regin extran-

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138 SANTIAGO PEREZ TRIANA

jera, cree no llegar a una tierra en donde toda-


va no han trans,currido los siglos que nos sepa-
ran del dcimocuarto de la Era cristiana. Conste,
empero, que como sostenedor de la rutina, el gre-
mio s merece aplausos. Los mismos mtodos, los
mismos sistemas, en los cuales la innovacin con-
siste slo en la recrudescencia en algunos casos,
para suplir el algodn en la trama de las telas con ,.
goma, o el de preparar libras de once, diez o me-
nos onzas, en las cuales, el bulto suple al peso.
Pero todas estas son divagaciones intiles, que a
nada conducen. Baste decir que este caballero
era un gran comerciante, segn lo entienden mu-
chas gentes en Bogot, en lVIedclln, en Rucara-
manga y en otros puntos de la Repblica de Co-
lombia.
Al verle entrar en su taller, el padre de Jos se
dirigi a l con zalamera:
_ Cmo est el seor don Cirilo? le dijo con
sonrisa afable. Tome usted un asiento. En qu
puedo servirle, don Cirilo?
Despus de sentarse y de tomar la posicin se-
ria, altiva y condescendiente que cuadraba a un
hombre de sus campanillas, dijo con voz lenta y
solemne: .
-Sabr usted, don Anacleto, que pienso irme
para Europa. No s si me instalar all, o si he
de volver a esta nuestra pobre tierra. En todo ca-
so, como aqu no habr quien pueda comprar mi
mobiliario extranjero, el mismo que usted arre-
gl para mis salones, deseara que usted lo en-
volviera y empacara de modo que lo pueda dejar
en un depsito sin que se estropee, ni lo dae la
polilla.
Don Anacleto, que as se llamaba el padre de
Jos, entr en detalles de lo que era preciso ha-
cer, y a pocas vueltas se entendieron. Esta con-
versacin tena lugar delante de Jos .
- y cundo piensa irse el seor don Cirilo?
-No lo s a punto fijo, ni quiero que se sepa
exactamente, porque necesito comprar bastantes
letras de cambio, y si en esto se ponen los ven-

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DE BOGOTA AL ATLANTICO 139

dedores, las harn subir de precio; as es que


gurdeme usted el secreto.
Al or esta conversacin atraves por la mente
de Jos una idea diablica, y con ademn respe-
tuoso se acerc a don Cirilo en el momento en
que ste, despus de haberse despedido de don
Anacleto, se alejaba del establecimiento, y le dijo:
-El seor don Cirilo necesita letras?
Don Cirilo mir al chico de pies a cabeza, co-
mo asombrado de su audacia, y dijo:
-S; yeso qu le puede interesar a usted?
-Es que un amigo mo tiene unas, y las da
baratas. -
Aunque de tan humilde esfera saliera esta ase-
veracin, la palabra barata aplicada a un artcu-
lo que l deseaba comprar, son gratsima en el
odo de don Cirilo.
- y quin es ese amigo?
Jos le indic el nombre de tal amigo, llamn-
dole Manuel, y haciendo resonar el apeIlido Gnar
diola.
- y de quin son esas letras?, pues ese joven
no puede tener ningunas propias.
-No seor, no son de l. Son de su to don Res-
tituto Guardiola, que se las dej para que se las
vendiera.
- y usted cmo lo sabe?
-Porque somos amigos y se lo o decir anoche.
- y por qu suma son ?
-No s, seor, son bastantes. Lo mejor es que
el seor don Cirilo vaya l mismo a casa de Ma-
nuel, y arregle el asunto .
. Don Cirilo sali del taller y se dirigi a la casa
que habitaba Manolo. Muy extrao se le haca
que don Restituto hubiera encomendado una co-
sa tan importante como la venta de letras suyas
a persona tan insignificante como su sobrino. Ca-
vilando sobre las razones que pudieran haber mo-
vido a aquel potentado a proceder de tal mane-
ra, pronto crey don Cirilo haber hallado la ver-
dadera; y en soliloquio mental se dijo asi: ese
Restituto siempre fue miserable y cicatero, y se-
guramente, para evitarse el pagar un corretaje

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140 SANTIAGO PEREZ TRIAN A

nfimo de 112o 1%, le ha dejado las letras a ese


muchacho, corriendo el riesgo de que le engaen,
o quin sabe qu otra cosa, pues entiendo que el
chico no es de lo mejor. Por otra parte, ya que
la ocasin se me presenta, veamos si hago un buen
negocio, pues la firma de Guardiola, con su ava-
ricia y todo, es de primera clase. Se dirigi a la
casa de Manolo, toc a la puerta, y pregunt por
el joven don Manuel. La criada, que conoca a
don Cirilo, le hizo subir al piso superior, en don-
de estaba el saln, y rogndole que se sentara, se
fue a buscar a Manolo, cuyo nimo era todava
presa del doloroso y triste desengao de tan re-
ciente ocunencia. Advertido que fue por la cria-
da de que don Cirilo le buscaba, se maravill del
motivo que pudiera traer a ese seorn a su ca-
sa. Dile mil vueltas en la cabeza a la considera-
cin de ese asunto, con la rapidez mental que per-
mite acumular en un momento raciocinios que
no pudieran narrarse en una hora, y subi lleno
de asombro y curiosidad al saln en donde don
Cirilo le aguardaba: .
-Buenos das, mi amigo, cmo est usted?
-Para servir a usted, seor don Cirilo. y us-
ted cmo se encuentra?
-Ah vamos. Los achaques de la edad ya em-
piezan a molestarme. Feliz usted que est joven
todava!
A esto sigui una pausa.
-Me ha dicho Jos que usted tiene unas letras
para vender y yo estoy dispuesto a comprarlas,
pues entiendo que son de su to Restituto.
Imagnese quien esto lea, cules seran la di-
cha y la alegra de Manolo al or aquellas pala-
bras. Con esa misma rapidez de pensamiento de
que acabamos de hacer mencin, atravesaron por
su espritu instantneamente todas estas inten-
ciones; a ste se las vendo a diez pesos, y sern
mos todos los cuatrocientos cuarenta. En este
punto, la gratitud espontnea, elevada en alas
del primer movimiento, vol hacia Jos. El rencor
que Manolo guardaba por el fracaso, del cual, sin
razn para ello, en parte le haca responsable,

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DE BOGOTA AL ATLANTICO 141

desapareci, y la nobleza de nimo y la lealtad in-


nata, todava en un estado anlogo a aquel que
los qumicos llaman en los gases estado naciente,
en el cual tienen ellos el grado mayor de inten-
sidad en las cualidades que los caracterizan, le
hicieron sentir a Manolo que de esa suma fabu-
losa de cuatrocientos cuarenta, la mitad le debe-
ra corresponder a Jos. Contest:
-S seor; tengo unas letras de mi to Res-
tituto, y tendra mucho gusto en vendrselas a
usted.
- Cuntas son? -pregunt don Cirilo.
A esto repuso Manolo:
-Mejor es que usted venga y las vea.
Don Cirilo se levant, y precedido de Manolo,
baj las escaleras. Escaln por escaln fue des
cendiendo Manolo, y a medida que bajaba al pi-
so inferior, se transformaba tambin, y ... , tris-
te es decirlo!, alcanzaban lmites ms bajos y ms
vulgares sus intenciones. Raciocinaba as:
"A Jos le corresponde algo; pero no hay razn
para darle la mitad, porque en puridad de ver-
dad l no ha hecho nada en este asunto, y mi to
Restituto me regal las letras a m. Por supuesto
que yo siempre le doy algo, pero ser la tercera
parte. Otro escaln, y ms deducciones mentales
del presumido lucro; pero iPor qu la tercera par-
te? Eso es mucho. Sobre todo, me trat mal, y si
por l fuera, no se habran vendido las benditas
letras. Por bien satisfecho debe darse con la cuar-
ta parte, que s se la doy, para que vea que soy
caballero y hombre decente. La cuarta parte de
cuatrocientos cuarenta son ciento diez. Qu va a
hacer Jos con ciento diez pesos! Hasta dao pue-
de causarle una suma tan grande, porque los j-
venes de su edad no deben tener tnto dinero. Y,
80bre todo, mi conciencia no me lo permite, por-
que sabe Dios en qu podra emplear Jos tnto
dinero y qu consecuencias de su mal uso pudie-
ran sobrevenirle. N, n: le doy cincuenta pesos,
y que se contente con eso; y si no le basta, que
se queje al mono de la pila. Y as en adelante, al
tocar al fin de la escalera, la participacin de Jo-

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142 SANTIAGO PEREZ TRJANA

s en el nimo de Manolo haba quedado reduci-


da a DIEZ PESOS! Gracias a que no haba ms
escalones, que a haberlos habido, la dicha parti-
cipacin habra quedado eliminaqa por completo!
Al advertir don Cirilo que Manolo, en vez de di-
rigirse a las piezas principales de la planta ba-
ja de la casa, atravesaba el patio, supuso que la
habitacin de este ltimo estara situada a la
parte de atrs, y le sigui sin hacer observacin
alguna; empero, cuando hubieron franqueado el
ltimo tramo de la casa y se encontraban en la
puerta de algo que no poda ser sino el solar, D.
Cirilo, ya desconfiado, dijo:
-Pero joven, a dnde me lleva usted?
Manolo rpuso:
-Pues a mostrarle las letras.
-No voy ms abajo -dijo D. Cirilo.
En ese momento Manolo abra la puerta, y con
aire triunfante, y sin detenerse, agreg:
-All, de aquel lado, estn contra la pared
Se ven un poco sucias. Se las entregar a usted
lavadas. En cuanto a las seales que han deja-
do las gallinas, eso no quiere decir nada. Ultimo,
ltimo, llveselas a diez pesos cada una, por ser
para usted .....
, Creyndose vctima de alguna manifestacin
de burla o de alguna pesada chanza, D. Cirilo lan-
z una mirada furibunda hacia el letrero.
La extinguida razn social de su rival, all se
poda leer todava con perfecta claridad:
"RESTITUTO GUARDIOLA y CIA."
Al sentimiento de asombro sigui el de indig-
nacin y el de ira, y sin poderse contener excla-
m D. Cirilo:
-Es usted un insolente; con pretender bur-
larse de un hombre que pudiera ser su abuelo,
demuestra la mala educacin y los malos senti-
mientos que tiene ..
Manolo no volva en s de su asombro, y a poco
exclam:

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DE BOGOTA AL ATLANTICO 143

- y usted, por qu viene a mi casa a insul-


tarme y a burlarse de m?
D. Cirilo no escuch ms razn, gir sobre sus
talones y se retir en su majestad ofendida.
Esta confusin de las letras de aviso o mues-
tra, y de letras de cambio, pudiera haber teni-
do ms graves consecuencias, acaso consecuen-
cia cruenta, si Jos no hubiera tenido la pre-
caucin de permanecer en lo ms recndito del
taller paterno durante muchos das, durante los
cuales Manolo anduvo rondando la casa de Jos,
armado de tamao garrote, con el cual pensaba
explicar l a su amigo, que no hay razn para
aprovecharse de las ambigiiedades y equivocacio-
nes a que se prestan ciertas palabras del lengua-
je, para burlarse de los buenos amigos. La Ira de
Manolo con el tiempo se calm; pero muchos aos
despus, todava cuando quiera que en su pre-
sencia alguien hablaba de letras de cambio, frun-
ca el ceo. Jos, por 10 menos, nunca las men-
ciona en presencia de su antiguo amigo.

CAPITULO DECIMONONO

Haciendo referencia a la abundancia, si no de


poetas, por lo menos de versificadores, que carac-
teriza a Bogot, fue hecho el siguiente relato co-
mo simple repeticin de lo que a alguno de nos-
otros le haba expuesto en ocasin muy. distinta
de la en que entonces nos encontrbamos, un
poeta o versificador bogotano llamado Joaqun.
Cedemos la palabra a Joaqun, quien se haba ex-
presado ms o menos as: "Quien quiera que ha-
ya perpetrado versos en su vida, sabe que de las
muchas sensaciones que el autor de ellos expe-
rimenta, ninguna hay tan irresistible, ninguna
adquiere el carcter de deseo tan punzante como
la tendencia a buscar un auditorio, es decir, una
persona, algn ser o entidad paciente sobre quin
verter los tesoros de nuestra inspiracin. Apenas
hemos terminado nuestro primer soneto, nues-
tras primeras dcimas, nuestra elega primera o

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144 SANTIAGO PEREZ TRIANA

nuestro primer canto a la luna, al mar, al Niga-


ra, o al Tequendama, segn el caso; a nuestra
patria, a nuestra madre, o a los hroes de la in-
dependencia, 10 primero que hacemos es consti-
turnos en nuestro propio auditorio, y ya en el
retiro de nuestra alcoba, ya en la soledad, lejos
del bullicio del mundo, ya en medio de la muche-
dumbre, cuando el ruido de la vida en nuestro
derredor ahoga nuestra voz, nos recitamos a nos-
otros mismos la bendita composicin. De esa ma-
nera pereccionamos la entonacin, fijamos los
puntos en que es preciso ahuecar o alzar la voz,
determinamos las pausas y, en una palabra, apren-
demos a declamar a nuestra entera satisfaccin
10 que, en nuestro sentir, es siempre una obra
maestra. A poco buscamos otros seres a quienes
hacer partcipes de tnta belleza. Arremetemos
con las personas ms humildes que nos rodean;
los criados de la casa, el cartero, el sirviente o
portero de la casa vecina, son alternativamente
los pacientes de nuestras efusiones poticas; y as
continuamos hasta que logramos obtener un au-
ditorio ms crecido, o bien hasta que adquirimos
tal fama, que huyen de nosotros nuestros amigos
y conocidos, y tenemos que refugiarnos en el se-
no de la familia, y abusar de la paciencia de nues-
tra madre o de nuestra abuela, siempre dispues-
tas a acatar en nosotros unos genios desconoci-
dos. Uno de esos genios fui yo, y lo que acabo de
establecer en abstracto es un simple resumen de
lo que a m mismo me aconteci. Recuerdo haber
visto en algn peridico ilustrado de Nueva York
un cuadro que resuma perfectamente, en la es-
na que en l se representaba, lo que acabo de de-
cir. La escena tena lugar en un elevador o as-
censor del hotel, en el cual se vean sentadas o
de pie, quince o veinte personas de todas clases,
sexos y condiciones. Segn lo escrito al pie del
cuadro, saba el lector que entre el dcimo y un-
dcimo piso, es decir, a una altura de ms de cin-
cuenta metros sobre el suelo, se hallaba el ascen-
sor detenido por algn trastorno en la mquina
impulsora. Asustados los circunstantes al verse

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DE.BOGOTA AL ATLANTICO 145

all, suspendidos sobre el abismo y rodeados del


muro slido de la casa por todos lados, sin poder
salir de la jaula en que se hallaban encerrados,
pidieron al conductor del ascensor que averigua-
ra lo que suceda. El tal conductor, merced a cier-
ta seal, logr llamar la atencin de algn otro
empleado del hotel, quien a poco inform que no
haba el menor peligro; solamente s que era pre-
ciso que las gentes que estaban en el ascensor tu-
vieran paciencia, pues antes de tres horas sera
imposible componer la mquina de modo que el
ascensor pudiera moverse sin riesgo ni dificultad.
Apenas resonaron estas pall:tbras, levantse de su
asiento un joven plido, melenudo, mal vestido,
flaco y de aspecto insignificante, y en quien na-
die haba fijado la atencin. Se dirigi hacia el
centro del estrecho recinto, y sacando del bolsi-
llo del pecho un rollo de papel exclam: -Uste-
des me permitirn qU\=lles lea algunas de mis
composiciones poticas. La Providencia me ha de-
parado, merced a esta ocasin, lo que nunca he
podido obtener antes, a saber: un auditorio qUE:
no se desbande inmediatamente que empiezo a
leer mis versos. Tableau!
Comprendo perfectamente la accin de ese jo-
ven; y si en los primeros aos de mis crmenes
pseudopoticos se me hubiera presentado una
ocasin anloga, seguramente que me hubiera
aprovechado de ella.
Una vez compuse un canto al libertador Simn
Bolvar. Como yo le tena miedo a la rima obli-
gada, por un lado, y como, por otro, me senta su-
perior al asonante, resolv efecutar esa mi obra
maestra en silva, a lo Quintana. Con esto lograba
libertarme de la cadena de la rima, adquira el
derecho de usarIa siempre que la hallara fcil y
espontnea, o siquiera posible, y le daba a mi
verso el carcter grandioso de esa forma de com-
posicin, en la cual han cantado los ms gran-
des poetas de nuestra lengua. Cuando mi silva
qued terminada, no dir que me la le a m mis-
mo varias veces, pues la saba de memoria, lo cual
no impeda que para recitrmela sacara del bol-

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146 SANTIAGO PEUEZ TRIANA

silla las cuartillas en que, en mi mejor letra y


con mis mejores maysculas al principio de ca-
da rengln, constaban mis hermosos versos. Mi
madre y mis hermanas fueron las primeras a quie-
nes le la composicin, y despus de ellas se la
dispar a quemarropa a cuantos miembros de la
familia y amigos me fue dado hacerla. Esto no
satisfaca mi ambicin. Quera un auditorio nu-
meroso y sefecto, y no me resolva a publicar mi
composicin en alguno de los peridicos de la ca-
pital, que acaso la hubieran acogido, por temor
de que las gentes no supieran leerla o interpre-
tada debidamente. Para popularizarla la nevaba
siempre conmigo y esperaba la ocasin de reci-
trsela a todo mortal indefenso que cayera en mi
camino.
Por aquel entonces, un respetable y acomoda-
do caballero de Bogot, hombre ya de alguna edad
y amigo de las letras, daba en su casa peridi-
camente ciertas veladas literarias a las cuales
asistan los principales literatos del pas, algunos
poetas genuinos y otros individuos pertenecientes
al gremio aqul que hizo exclamar a Coleridge:
muchos cisnes humanos deberan haberse muer-
to antes de haber cantado! Amn, de esto, mu-
chas gentes de sociedad. Cuantos extranjeros nO-
tables venan al pas, eran invitados a aquellas
reuniones o veladas literarias, en las cuales siem-
pre eran ledas numerosas composiciones en ver-

so en prosa, por sus mismos autores, a quienes
con persistencia digna de tan hermosa causa,
daba abundante y frecuente ejemplo el dueo
de la casa. Logr hacerme invitar a una de estas
veladas literarias, y una vez ntroducido en la
casa, obtuve que el hospitalario amo de ella
me extendiera una invitacin permanente para
todas sus veladas, las que tenan lugar cada diez
o quince das. Mi intencin era fija; me haba
propuesto antes de mucho, ser llamado a la tri-
buna, y tener, a mi vez, oportunidad de leerle
a aquel pblico selecto y entendido mi hermoso
canto al libertador de la patria. Como haba ad-
quirido ya cautela y prudencia, nada de esto di-

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DE BOGOTA AL ATLANTICO 147

je .en un principio, y asist con perseverancia y


con paciencia a varias de aquellas veladas, en
las cuales escuch muchas prosas y mucho ver-
so, de todo lo cual nada dir, sino que me pro-
ducan en lo general sopor, y que parecan pro-
ducirlo tambin a los dems circunstantes. A
eso de las doce de la noche, despus de las lec-
turas, era servida una suculenta cena bogotana,
durante la cual reviva el espritu de las gentes
adormecido por la literatura; estallaban las con-
versaciones alegres, y el chiste y el esprit pecu-
liares de la ciudad parecan reinvindicar sus
derechos, en lo general casi preferidos en las pie-
zas de prosa y de verso desgranadas durante las
horas anteriores. Poco a poco el dueo de la casa
fue alargando las horas de literatura y retar-
dando la hora de la cena, de modo que desde la
quinta o sexta velada a que me toc asistir la
cena no sobrevena, sino a eso de las dos y media
de la maana.
Pensaba yo: a cuntos sacrificios nos mueve
el amor a las letras 1Desde las ocho hasta las dos
de la maana transcurran seis largas horas, que
me aguantaba yo escuchando cosas en mi sentir,
insulsas, tontas y molestas. Esta labor es ms
ruda que la de un mozo de cordel que lleva fardos
a la espalda, y sin embargo, en seis horas ese
mozo de cordel puede ganarse perfectamente con
qu comprar dos cenas, tan buenas como la que
aqu se nos d; Y lo que sirve de soborno para
que toda es4t gente o la mayor parte de ella se
aguante tnta literatura, es la esperanza de la
cena. Por mi parte, apenas logre leer mis versos,
no volver a ninguna sesin.
Hablle al dueo de la casa de mi deseo de leer
una composicin, y l me manifest que pondra
mi nombre en la lista de candidatos y que ha-
ra que se me presentara la ocasin apenas me
llegara el turno. Halagado por esta esperanza,
continu asistiendo a las veladas. Empero, ya
no pasaba todo el tiempo dentro del recinto en
que los lectores u oradores lanzaban al aire sus
producciones. Me escabulla al corredor contiguo

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148 SANTIAGO PEREZ TRIAN A

al saln, al que solan escaparse tambin muchas


personas, a discurrir en voz baja sobre asuntos
muy ajenos de literatura, de arte y de poesa.
Afuera, se escuchaba un cuchicheo animado:
dntro, resonaba la voz del orador. Apenas cesa-
ba sta, los primeros en aplaudir con estrpito
eran precisamente los que afuera haban pasado
todo el tiempo, y que nada haban odo.
A pesar de los halagos de la cena, y de la bue-
na voluntad y amabilidad del anfitrin, el nme-
ro de fieles o devotos de aquel templo de la lite-
ratura y de las musa s, disminua notablemente.
Quedbamos algunos empecinados, que HRistamos
a todas las reuniones.
Desde haca algn tiempo, vena notando yo la
presencia de Jos Mara, quien observaba proce-
deres muy anlogos a los mos. Llegaba con los
primeros; haca acto de presencia; conversaba
con el anfitrin y con su estimable seora, y ape-
nas empezaban las recitaciones, se refugiaba en
el corredor consabido, a fumar y a conversar so-
bre los temas del da con quien primero encon-
traba. Era evidente que Jos Mara no se diver-
ta, y sin embargo asista con persistencia. En es-
to tena que haber un misterio; mas con cegue-
dad anloga a aquella de que habla la Escritura,
que nos hace ver la paja en el ojo ajeno, Y no ad-
vertir la viga en el propio, nunca llegu a com-
prender cul pudiera ser la causa de tan miste-
rioso modo de obrar por parte de Jos Mara.
Con el objeto de reanimar el expirante inters
que en sus veladas demostraba el pblico, el an-
fitrin organiz una velada esencialmente patri-
tica, en el aniversario de alguna de las batallas
por la independencia. En el programa que se ha-
ba anunciado figuraban los nombres de uno o
dos grandes escritores y los de algunos poetas afa-
mados en el pas. El esfuerzo hecho en tal senti-
do, produjo los mejores resultados. Hasta el pos-
trer momento me haba halagado la esperanza de
poder yo recitar mi composicin. El dueo de la
casa me haba dicho que ella vendra muy bien,
dado el tema que yo haba elegido, en aquella no-

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DE BOGOTA AL ATLANTICO 149

che dedicada a las glorias de la patria; y que con


seguridad me tocara el turn. Bien fcil es de
comprender el entusiasmo con que me dirig al
sitio en donde debera tener lugar mi primer triun-
fo pblico. Vestme y acicalme con ms rigor
que de costumbre, y delante de un espejo, en mi
propia casa, y a puerta cerrada, recit por la cen-
tsima vez mi hermosa silva. Precis los adema-
nes, las pausas, la entonacin de voz y todo lo ne-
cesario para una perfecta declamacin; y una
vez en la calle, me fui repitiendo mentalmente
los trozos ms hermosos de mi poesa. Llegu un
poco tarde: ya las recitaciones haban comenza-
do. Ocupaba a la sazn la tribuna un conocido
poeta, de edad avanzada, hombre de genuino es-
tro, de cuyos labios flua, como de una fuente el
agua benfica, la rima opulenta de inspiracin y
de sentimiento. Le sigui un orador en prosa, cu-
yo tema fue la vida y martirio de algn prcer
de la independencia. A ste sigui otro poeta con
la descripcin en romance octoslabo de alguna
batalla. As fueron sucedindose en la tribuna va-
rios otros ingenios. Me fue imposible ponerme a
la voz con el dueo de la casa, y desesperado y
lleno de ira, cansado de or a los venturosos que
haban logrado tomar la delantera, me traslad
al corredor de marras, desierto aquella noche en
que todos los circunstantes permanecan dentro
del saln, como encadenados a l por el inters
que en ellos despertaban los versos y las oracio-
nes que se estaban recitando y leyendo, y hall-
me frente a frente de Jos Mara, quien pareca
presa de torturas muy parecidas a las mag.
Nos hallbamos en plena atmsfera patriticu1
bajo el influjo de los magno s recuerdos de los
grandes das en que nuestros mayores haban lo-
grado erigirse en nacin libre e independiente, y
a nosotros mismos nos fue imposible sustraemos
al sentimiento predominante, de modo que nues-
tra conversacin, en vez de rodar sobre temas lo
cales de la poltica o de la sociedad, vers sobre
la cuestin entonces palpitante all.

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150 SANTIAGO PEREZ TRIANA

- Qu opinas, me dijo Jos Mara, de la idea


de nuestro anfitrin de reanimar el inters p-
blico por sus veladas literarias, por medio de una
sesin dedicada exclusivamente a las glorias de
la patria?
-Magnfica idea, le contest. Sin embargo, ha-
blndote con franqueza, te dir que, salvo cier-
tas honrosas excepciones de los maestros recono-
cidos en el arte de escribir prosa o verso entre
nosotros, la mayora de los que han ascendido a
la tribuna, no han sabido tratar el tema como se
debe.
-Estoy enteramente de acuerdo contigo; y aun
en esos mismos maestros d"eque t hablas, noto
yo algo de cansado. Dirase que con el peso de los
aos, las alas de su inspiracin no tienen el arran-
que de los antiguos das, y que a sus versos les
falta el mpetu que el tema requiere.
-S, le repuse; si se habla de batallas, de la
victoria en las luchas sostenidas, y de la energa
indomable que desplegaron nuestros prceres, de
la organizacin de la paz, se necesitan versos
candentes, clusulas de fuego, rima armoniosa y
un conjunto en el cual parezca resonar el estalli-
do del can, el tumulto de los caballos en carga
frentica, los gritos de los tercios que, rodilla en
tierra, aguardan el ataque; se necesitan matiza-
ciones de ritmo, frases que correspondan, por de-
cirlo as, a los reflejos de la luz en los aceros, y
a las caricias del sol en los pendones flotantes.
Pero todo eso slo puede hallarse en la musa jo-
ven, agresiva y audaz, la musa guerrera, la musa
libertadora. Esta musa no es probable que est
todava al servicio de hombres de cierta edad, en
quienes el fro de los aos tiene que haber hela-
do tambin la inspiracin y tradola al raciocinio,
o reducdola a la contemplacin,
-Veo que has estudiado el tema, le dije, -pro-
segua Joaqun- y en este momento cruz por
mi mente una idea salvadora. Ya que no me era
posible leer mi composicin al auditorio de las
gentes encerradas en el saln, ya que el anfitrin
me olvidaba, aqu me vena como deparado del

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DE BOGOTA AL ATLANTICO 151

cielo, un hombre que si bien es cierto no era ms


que un individuo, vala ms por lo ilustrado y lo
recto de su criterio, que toda esa agrupacin, que
no haca sino seguir como los carneros de Pa-
nurgo en pos de reputaciones establecidas, sin
dade una oportunidad al genio nuevo para lucir
delante de ella sus esplendores y sus galas. No
quise proceder imprudentemente, Y para cercio-
rarme an ms de los conocimientos y habilidad
de Jos Mara, cuyas opiniones hasta ese mo-
mento haban estado tan de acuerdo con las mas,
le dije, teniendo en mientes mi composicin.
-Observars que hemos escuchado esta noche
prosa y verso. La prosa me parece fura de lugar
en una reunin como sta, y el verso debe obe-
decer a ciertas reglas, y cristalizarse en ciertas
formas que son las ms adecuadas a la grandio-
sidad y majestad del tema. Hemos odo dcimas,
romances y hasta seguidillas patriticas. Qu pro-
fenacin! El nico metro digno del tema pico
en castellano es la silva libre, espontnea, armo-
niosa, llena de majestad, de sobriedad y de pompa.
-Permteme que te contradiga, replic Jos
Mara; creo, como t, que el verso es lo que el
tema pide; pero difiero de tu opinin. No es la
silva la forma requerida; lo es la octava real con-
sagrada por los grandes maestros, la del Tasso,
la de Ercilla. En ella, las ideas marchan ordena-
das como los cuadros de batalla de un ejrcito;
tiene forma propia definida. En las octavas rea-
les se destacan las ideas unas en pos de otras, as
como los diamantes de una corona imperial, que
cada uno sera por s solo preciadsimo solitario,
y que se renen para ceir la sien de los ungidos
del Seor.
-Eso est muy bien dicho, pero no quita el que
las exigencias de la rima y del metro en la octa-
va real, sometan el pensamiento a ciertas trabas
y cadenas que pueden impedirle a toda la ampli-
tud y libertad de su vuelo. La octava real puede
llegar a ser montona en unos casos, y en otros a
convertirse en cauce demasiado estrecho para el
torrente de la inspiracin en tanto que la silva
13ANCO ~a lA REPUBIJCA
BIBLIOTECA LUISAI-:GEL ARANGO
CA TALOGACION
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152 SANTIAGO PERE?: TRIANA

se envuelve alrededor de la idea, como la veste flo-


tante de Palas Atenea, sobre el hermoso cuerpo
de la diosa; sigue sus movimientos, revela la gra-
cia y habilidad de ellos, encubre las formas, y con-
tribuye al mismo tiempo a realzarlas y a hacer-
las ms bellas. Nada hay tan grandioso como la
silva: dganlo si n Quintana y Fray Luis de
Len y Gngora y Lope, allende el mar; y aquen-
de, Reredia, Bello, Andrade, Jos Joaqun Ortiz
y tntos tros.
Todo este tiempo senta yo algo as como la in-
minencia de un peligro desconocido. Jos Mara
me haba puesto la mano sobre el hombro, y po-
co a poco me haba llevado cerca del muro, de-
bajo de la nica lmpara que iluminaba aquel
corredor. Al terminar mis ltimas palabras, me
hallaba yo con la mano de Jos Mara puesta so-
bre mi pecho, y reclinado sin saber por qu con-
tra el muro, bajo la luz de la lmpara. Casi, casi
me senta como insecto de coleccin entomol-
gica, siendo el brazo de Jos Mara el alfiler que
me clavaba.
As como Monte Cristo, en un solo momento,
merced a las palabras del Abate Fara, compren-
di toda la negrura del crimen que contra l se
haba perpetrado, as en aquel momento me ex-
pliqu yo la conducta de Jos Mara en las mu-
chas veladas anteriores, y comprend lo que l
trataba de hacer. Dijo entonces Jos Mara:
-Mra, en esta clase de cosas lo mejor es el sis-
tema objetivo. La demostracin se hace con la
cosa misma, y con tu permiso y para aclarar me-
jor lo que te he dicho, mientras all dentro sigue
perorando ese orador que ocupa la tribuna des-
de hace hora y media y que no lleva trazas de
acabar, voy a mostrarte aqu unas octavas reales
que me haba prometido, de acuerdo con nues-
tro anfitrin, leer en la tribuna esta noche, lo
que ya veo no suceder.
Vindome aprisionado en mis propias redes, re-
solv hacer un acto heroico de defensa propia, y
en el mismo instante en que Jos Mara con la
mano que tena libre sacaba del bolsillo interior

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DE BOGOTA AL ATLANTICO 153

de su casaca un legajo de papeles, saqu yo tam-


bin del bolsillo de la ma, otro dem, y blandin-
dolo sobre mi cabeza, como el jugador de sable
que pra un golpe, y olvidndome del tuteo, pro-
rrump en esta frase, que result salvadora:
-Vea, don Jos Mara, si me Lee, le leo!
Ambos envainamos nuestras armas Y nos tran-
sigimos por el mutuo silencio, tanto respecto a
nuestras composiciones como con relacin al in-
cidente ocurrido.
Cuando llegamos al saln, el orador que ocupa-
ba la tribuna empezaba el Canto sexto de su ya
larga composicin. El nico rostro animado y des-
pierto era el del benvolo anfitrin. Las dems
gentes parecan extticas, con los ojos cerrado",
ante la hermosura del verso. De tal manera 1M
tena hipnotizadas aquel torrente de inspiracin,
que slo parecieron estar despiertas cuando, ha'
biendo terminado el poeta, lleg la hora de 12. ce-
na, la cual, siendo en memoria de los prceres de
la independencia, fue aquella noche ms anima-
da y ms bulliciosa que en ninguna otra.
Yo nunca volv a asistir a aquellas veladas; y
desde entonces, habiendo adquirido ms calma y
ms prudencia, llevo mis versos en el bolsillo, no
ya como antao, con el objeto de descerrajrse-
lo a quemarropa Y sin provocacin ninguna a
cualquiera que caiga en mis manos, sino ms bien
como un arma defensiva, para esgrimirla contra
quien quiera que pretenda leerme los suyos".

CAPITULO VIGESIMO

Nuestros compaeros Leal, Valiente, Gatio y


los marineros, poca atencin prestaban a las re-
laciones de que hemos tratado de dar muestra
en los captulos anteriores. Escaso inters tenan
ellas para sus odos. Los incidentes y las circuns-
tancias narrados no se reieran a asuntos con los
cuales tuvieran ellos la menor familiaridad. Hi-
jos de esas selvas primitivas, solamente haoan
llegado a su espritu como ecos remotos de regio-

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154 SANTIAGO PEREZ TRIANA

nes ideadas o fantsticas. De la civilizacin tan


slo conocan aquellas nociones que haban lo-
grado vencer las extensas soledades en donde la
vida de ellos se haba movido desde su niez. En
cambio, la inmensidad de la selva, la majestad de
los ros, los innmeros fenmenos de la natura-
leza y las mltiples manifestaciones de ella en
todas las estaciones del ao, eran para ellos cosa
propia y a que estaban perfectamente habitua-
dos. Tanto Leal como Valiente eran llaneros de
sangre pura. Haban pasado su vida en las fin-
cas de ganado, y eran hbiles y expertos en to-
das las aenas relacionadas eon la cra y el ma-
nejo de ste. Pudiera decirse que haban nacido
a caballo, y que nunca haban conocido el temor
que el hombre civilizado tiene a la intemperie,
a las bestias feroces, a los peligros de la selva, de
los ros y a la pobreza.
Leal nos refiri alguna noche que sobre ello le
preguntamos algo, acerca de los hbitos de los ti-
gres. No pretendemos transcribir su lenguaje, ni
conservar de l siquiera la frase corta ni la des-
cripcin exacta, la cual tena algo de nervioso.
Mucho ser si logramos dar una idea o resumen
de su discurso.
El tigre, deca Leal, es el enemigo principal que
tiene el ganadero. Se le encuentra en grande
abundancia en. las fincas cercanas a los grandes
ros y especialmente en las del Orinoco y del Me-
ta, en las partes cubiertas de bosques. El gana-
dero lo considera como su enemigo natural, y
existe entre l y el tigre guerra abierta y perma-
nente. Si la vigilancia de los becerros y reses me-
nores estuviera encomendada solamente a los
cuidanderos, es seguro que las prdidas seran
mucho mayores; pero sucede que por instinto
natural y por una especie de sentimiento innato,
las reses se juntan, se mantienen unidas y se pro-
tegen unas a otras, las fuertes a las dbiles, cuan-
do quiera que advierte la proximidad del tigre.
La escena que entonces tiene lugar presenta un
bellsimo ejemplo que debieran seguir los hom-
bres. Cuando sucede que en un hato que se halla

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DE BOGOTA AL ATLANTICO 155

en medio de la pampa, las reses otean la proxi-


midad del tigre, se agrupan de la manera si-
guiente: los becerros y las reses ms tiernas for-
man el centro; alrededor de ese centro vienen
las vacas mayores; los toros padres se pasean,
como centinelas enfrente del portal de una for-
taleza o de un cuartel, aguardando a que el ti-
gre llegue. Cuando ste se presenta, lo hace de
improviso y tratando de saltar sobre la espalda
de alguna res que no lo est mirando de frente.
El toro ms cercano arremete con l y entre los
dos se traba tremenda lucha. El tigre se esfuer-
za por desgarrar al toro, sin dejarse coger en sus
astas. El toro, guiado por su instinto, agacha la
cabeza y trata de esquivar el cuerpo. Como el ti-
gre es ms gil y como puede saltar a gran dis-
tancia, sucede con frecuencia que logra dar un
fuerte manotn al toro en In columna vertebral,
quebrndosela muchas veces. Si yerra el golpe, el
toro le clava, y lo general es que sucumban en-
trambos. En ms de una ocasin me ha sucedido
encontrar por la maana, lado a lado, los dos ene-
migos muertos; el toro con el cuerpo destrozado y
el cuello abierto, y el tigre con las entraas afue-
ra y regadas por el suelo, los dos animales en me-
dio de un charco formado con su propia sangre.
Desgraciadamente el ganado no siempre. puede
prepararse a la pelea; y cuando el tigre logra ata-
car una manada de becerros o de vacas que estn
sin proteccin, ejecuta en ella terribles destrozos.
En ms de una vez, recuerdo, en una sola noche
haba descuartizado el tigre, diez, quince o ms
becerros.
Cuando las reses van a los bebederos y el tigre
ha logrado encaramarse en algn rbol o en al-
guna roca que est en el camino, salta sobre una
de ellas de improviso, la deguella con las garras,
y tomndola por la nuca entre las mandbulas,
la arrastra a larga distancia al centro del bosque
y all la devora.
El tigre hambriento es mucho ms feroz para
la pelea que el tigre ya harto. Los cazadores sa-
ben que es ms fcil matarlo despus de que ha

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156 SANTIAGO PEREZ TRIAN A

devorado algn animal; y muchas veces suelen


valerse del ardid de ponerle alguna presa fcil,
como un becerro atado, para que lo devore y sea
as menos peligroso al atacarlo. Esto se hace ge-
neralmente con los tigres cebados, los cuales son
de caza difcil; pero en lo general, el Hanero de
buena ley prefiere habrselas con el animal en
guerra franca y sin valerse de tales subterfugios.
El tigre vive exclusivamente de la caza, aada
Valiente, cuyos conocimientos sobre la materia
eran tan abundantes como los de Leal. A ms del
ganado, caza todos los dems cuadrpedos de la
selva, los cuales en las regiones en donde no hay
ga.nado vacuno forman su alimento exclusivo. Los
ciervos, las dantas, los zahinos, son su alimento
predilecto, pero la tal alimaa gusta de golosinas.
Entre stas, prefiere la tortuga. Es tal la fuerza
del tigre, que de un manotn aplasta la concha
de una gran tortuga, la cual devora inmediata-
mente. Las tortugas tambin le tienen miedo, y
cuando le sienten venir se mueven con cuanta ra-
pidez les es posible, para lanzarse al agua en don-
de ya el tigre no les puede hacer dao alguno. En
materia de ferocidad, tiene el tigre de rival al cai-
mn, con el cual empea la lucha en donde quie-
ra que se encuentran. La pelea entre estos dos
animales resulta generalmente en favor del ti-
gre, si es en tierra, y en favor del caimn, si es
en el agua. La tendencia del tigre es a voltear al
caimn sobre la espalda, o a ponerlo por lo me-
nos de medio lado, de modo de poderle clavar las
garras en la parte blanda del cuerpo, que es la
que ese inmenso lagarto arrastra contra el suelo.
En el agua el caimn, que es mejor nadador, por
medio de tremendos golpes de cola trata de su-
mergir al tigre, al cual clava sus poderosas man-
dbulas en el cuerpo, abrindole por mitad y cau-
sndole as la muerte. La lucha en tierra entre
estos dos animales es un espectculo de horripi-
lante atractivo.
Sabedor el tigre de la enemistad que le profe-
sa el caimn, y temeroso de encontrarse con l en
el agua, se vale de un ardid especial cuando quie-

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DE BOGOTA AL ATLANTICO 157

ra que se propone atravesar algn ro. Ese ardid


es el siguiente: el tigre se sita en la orilla del ro,
en un punto dado, y puebla el! aire con sus rugi-
dos durante largo espacio de tiempo. Atrados por
esos rugidos, los caimanes se congregan en el
agua cerca del punto en donde oyen esas voces
de su enemigo. Cuando ste cree haberles llama-
do la atencin suficientemente, se traslada a
grandes saltos, con toda la rapidez que le es po-
sible y siguiendo siempre por la orilla, hasta me-
dia legua o ms de distancia, aguas arriba, y por
ese nuevo punto atraviesa el ro a nado. Dos co-
sas son aqu dignas de llamar la atencin: la una,
el ardid del tigre para congregar a sus enemigos,
dndoles, por decirlo as, una falsa alerta; la otra,
su habilidad en irse aguas arriba, obligando as
al caimn a nadar contra la corriente. Esto de-
muestra que el tigre no solamente es feroz sino
que posee instintos de tctica militar.
Tanto Leal como Valiente se exta.siaban en las
narraciones referentes al ganado, al cual consi-
deraban como representante de la civilizacin y
complemento indispensable de la vida. Donde hay
ganado, deca Leal, hay leche, hay carne, hay
queso; all se facilita el cultivo de los campos y
se ahuyentan las fiebres. Lstima que las reses
tengan tntos enemigos, pues a ms del tigre,
que tntos males causa, estn los tbanos, los nu-
ches y muchos otros insectos dainos, y los boas
o guos, que se apostan cerca de los bebederos,
aguardando la llegada de alguna res para enros-
crsele en el cuerpo, estrangularla y comrsela
lugo.
Todas estas narraciones, de las cuales slo da-
mos un resumen muy sucinto, nos causaban gran-
de admiracin a nosotros, pero an la causaban
mucho mayor a nuestro compaero Fermn, an-
tioqueo de nacimiento e inclinado a creer que
esas historias eran invenciones de Valiente y de
Leal. Deca l, en su modo de expresarse, que
eran caas. Tuvimos que insistir con todo el pe-
so de una veracidad que l conoca como inque-
brantable, para que se persuadiera de que aque-

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158 SANTIAGO PEREZ TRIANA

110era la verdad exacta y desnuda. Empero, Fer-


mn se senta empequeecido al or hablar de to-
das estas cosas, sin tener l por su parte nada qu-
contar. Bueno es que digamos aqu algunas pa-
labras sobre este fiel compaero de nuestra pe-
regrinacin.
Era oriundo de Medelln, "del propio marco de
la plaza", como l deca, y haba pasado la ma-
yor parte de su vida en Antioquia, su provincia
natal, la que haba recorrido en todas direccio-
nes. Haba desempeado varios oficios, siendo
unas veces sastre, otras soldado voluntario de al-
guna causa que poco le importaba, pues de po-
ltica no se cuidaba. Voluntario, eso R, como el
nombre se usa generalmente en Colombia, en don-
de toda la irona de la palabra queda re:'mmida
en aquel telegrama renombradsimo de un alcal-
de a otro, que deca as:
"Seor alcalde, van hoy cien voluntarios; de-
vulvame los lazos".
As haba sido el voluntariato de Fermn. N o es
extrao, pues, que su carrera militar no hubiera
sido ni larga ni gloriosa.
Apenas termin la revolucin que le puso a su
servicio, volvi a sus labores prosaicas de sastre.
Empero, gustaba de leer cuantos libros de litera-
tura y poesa venan a sus manos. De ese estudio
vino a arraigrsele la tentacin de dar rienda
suelta a su amor por las bellas artes.
Andaba por ese entonces, nufraga en Colom-
bia, una compaa de zarzuela espaola, de la
cual quedaban tan slo algunos restos, los que,
unidos a varios artistas y aficionados del pas,
dieron por resultado la formacin de la afamada
y bien conocida compaa lrico-dramtica llama-
da "Los Tunches".
Fermn entr a formar parte de ella. Estudi
con asiduidad varios papeles y logr alcanzar se-
aladsimoR triunfos y meritsimos lauros en los
efmeros escenarios levantados ad hoc para aque-
llos peregrinos artistas en Guarne, Andes, Jeric,
La Ceja, Itagti, Guatep, Ituango y en otras po-
blaciones de Antioquia. Antes del viaje que es-

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DE BOGOTA AL ATLANTICO 159

taba haciendo con nosotros, esas peregrinaciones


resuman todos sus movimientos sobre el orbe te-
rrestre. Nos haba acompaado a Bogot, deseo-
so de conocer la capital de la repblica, y acaso
con una secreta ambicin de perfeccionarse all
en el arte dramtico, para volver despus a su
tierra a asombrar y deleitar a sus coterrneos.
Tena la labia suelta, el decir listo, y la rplica
oportuna; adems posea aquel esprit popular,
consistente en la exageracin extremada, carec-
terstico de los antioqueos, y usaba todas aque-
llas frases que sorprenden al viajero que por pri-
mera vez visita aquella comarca. Hablando de la
inutilidad de uno de los bogas, deca: "ese es tan
maula, que no puede ni con unas saludes". Con
referencia al famoso animal mular negro, men-
cionado en uno de los primeros captulos de es-
ta narracin, deca: "que el mundo le quedaba
chiquito para potrero, y que si lo dejaran suelto,
sera capaz de subirse por los montes hasta po-
der relinchar en las puertas del cielo y despertar
al Padre Eterno".
Nos sorprendi orle decir que l tambin co-
noca en su tierra animales maravillosos. Esto lo
deca despus de haber odo a Leal y a Valiente
hablar de los tigres agresivos, los toros hidalgos,
y de las mil voraces y temibles alimaas; pues sa-
bamos que l no conoca ms animales que los
domsticos. Empero, dejmosle la palabra para
que l mismo se justifique de su aserto: "Pues yo,
deca, antes de venir aqu no haba visto tigres,
caimanes ni boas, sino en pintura, y aun me sos-
pechaba que. no haba tales animaleg; pero como
ahora ya los he visto cara a cara y los he odo
tntas veces, me he convencido de que s los hay
de veras. En Antioquia estoy seguro de que hay
de todo eso, pero yo no lo he visto. Sin embargo,
voy a contarles algo que me pas una vez y que
demuestra que los animales sorprendentes no es-
tn circunscritos a esta regin.
"Hace algunos aos, cuando viajaba yo por An-
tioquia, fuimos por los lados de Remedios y de
Zaragoza, a orillas del Cauca. All hace tanto ca-

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160 SANTIAGO PEREZ TRIANA

lar como aqu, y dan unas fiebres tremendas.


Abundan todas las plagas que hemos visto en el
Vichada, y lo que aqu llaman puyn, all 10 Ba-
man zancudo. Los hay de todos tamaos, y aun
mucho ms grandes que por ac. Pica ms recio
que ningn otro zancudo de por aqu; pero 10 ma-
ravilloso que sucedi es lo que sigue. Andbamos
por esos pueblos con "Los Tunches", dando dra-
mas y zarzuelas. La zarzuela que ms gustaba era
la de Los hijos del Capitn Grant, que tiene muy
bonito verso y muy bonito canto. Una noche que
estaba la compaa hospedada en la misma en-
ramada en que habamos dado la funcin, casi
no podamos dormir por la abundancia de zancu-
dos. Picaban y pitaban que aquello era un gusto.
Una de las artistas que nos acompaaban profe-
saba la doctrina de que no hay derecho de ma-
tar a ningn animal, y argiia respecto de los
zancudos, que si esos pobres animalitos nos pi-
caban, era porque Dios as lo mandaba. Era ella
enemiga de derramar sangre, aunque fuera san-
gre de zancudo, que generalmente no es propia
de l, pues que l se la ha chupado a algn cris-
tiano. Como, por otra parte, quera defenderse,
tomaba cuantos zancudos poda, de los que se le
posaban sobre las manos y la cara, y los arro-
jaba a una jofaina, en la cual, para impedir todo
riesgo de incendio, los fumadores haban bota-
do los fsforos de palo con que encendan sus pu-
ros y cigarrillos. A pesar de la plaga, el sueo
nos venci a todos y logramos dormimos. Pasa-
do algn tiempo, uno de los compaeros se des-
pert, y oyendo algo extrao, despert a los de-
ms. Pronto estuvimos todos alerta, oyendo algo
como una msica o como un rumor lejano, que
no sabamos de dnde proceda. Los zancudos pa-
recan haberse ausentado todos; la noche esta-
ba tranquila, y brillaban hasta dentro de la en-
ramada los rayos de una luna clara, hermosa y re-
donda como un queso. En el aire difano se oa
una msica tenue, algo as como el cantar de ca-
ramillos lejanos. Si nos salamos del recinto en
que estbamos reunidos, no la oamos ms, y al

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DE BOGOTA AL ATLANTICO 161

entrar en l, la msica volva a empezar, siem-


pre remota. Al fin me decid a investigar el mis-
terio yo mismo, y guindome por el odo, not que
el ruido sala de entre la mismsima jofaina. Me
dirig a ella y, en e.fecto, not que a 1p.edida que
a ella me acercaba, eran ms claros y ms distin-
tos los sonidos de la msica. Llam a mis compa-
eros, que esa misma noche haban ejecutado
conmigo la zarzuela. antes mencionada. de "Los
hijos del Capitn Grant", y figrense ustedes cul
sera nuestro asombro al ver lo que suceda, que
aseguro a ustedes es la pura verdad, como que es-
toy aqu, y como que lo vieron estos ojos que se
ha de comer la tierra. Los benditos zancudos arro-
jados por la compasiva artista a la jofaina, la
cual estaba medio llena de agua, haban logrado
reunir varios de los palillos de fsforo botados al
agua por los fumadores, con los cuales haban
formado una especie de balsa o plancha flotan-
te. Como tenan las alas mojadas, no podan vo-
lar, pero subindose sobre la balsa se haban sal-
vado de ahogarse, y all reunidos continuaban pi-
tando y aguardando, sin duda, a secarse para po-
der volar. Y aqu viene lo maravilloso: esos zan-
cudos resultaron tan hbiles, que ctm una sola
audicin haban aprendido un canto, de modo
que pudimos or distintamente la meloda corres-
pondiente a este verso, ejecutada con maestra y
consentimiento. Advirtase, si no lo apropiado
de ella, a la situacin en que se hallaban los zan-
cudos:
"No hay placer mayor
que el de navegar;
nunca en tierra se goz
de tan grato bienestar".

"Ya ven ustedes, prosigui Fermn, que si en


Antioquia no tenemos ni tigres, ni boas, ni tor-
tugas, ni toros que pelean, tenemos un zancudo que
aprende a cantar, maravilla que compensa todas
aquellas de que carecemos."

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162 SANTIAGO PEREZ TRIANA

CAPITULO VIGESIMOPRIMERO

Abajo del raudal de Atures, en un punto deno-


minado Puerto Real, nos inform Gatio que ya
podamos poner todos nuestros efectos y enseres
en las canoas, y seguir por el Orinoco, abierto y
sin interrupcin, bien a La Urbana o a Caicara,
o bien hasta ciudad Bolvar. Contaba l con que
antes de muchos das hallaramos algn campa-
mento de zarrapieros con quienes nos fuera posi-
ble obtener embarcaciones de mayor porte que las
que llevbamos.
Leal consideraba cumplida ya su misin. Est-
bamos en Venezuela, en las orillas del gran ro,
tenamos vencidos ya los raudales y nos hallba-
mos en manos de un prctico hbil y experto. A
pesar de nuestras instancias para que siguiera
con nosotros hasta ciudad Bolvar y volviera al
interior de Colombia por la va marina hasta Ba-
rranquilla, decidi volverse de all mismo; y con
gran pena tuvimos que despedirnos de l. De
nuestros marineros o bogas los pocos que queda-
ron con nosotros, lo hicieron con la intencin de
volver a Colombia por el ro Meta. Leal y los de-
ms pensaban remontar los raudales y desandar
por el Vichada todo el largo trayecto que haba-
mos recorrido. No sin pena nos separamos de aquel
inolvidable y nobilsimo compaero, a cuya pe-
ricia, previsin y constante cuidado debemos la
salvacin de nuestra vida y de nuestras propie-
dades en medio de aquellas selvas vrgenes y de
tntos peligros como nos rodearon durante los
noventa das que l nos acompa. Para dar una
idea de lo singularmente afortunados que andu-
vimos, baste citar este hecho, del cual slo tuvi-
mos noticia muchos meses despus, cuando es-
tbamos ya en Pars, rodeados de todas las ven-
tajas y comodidades de la civilizacin ms avan-
zada. El recuerdo de nuestra peregrinacin a tra-
vs de las vrgenes soledades de la Amrica inter-
tropical, nos pareca ya sueo de nuestra imagi-
nacin, y no una realidad, un hecho positivo

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DE BOGOTA AL ATLANTICO 163

acaecido en nuestra vida. Alex, vuelto a Colom-


bia, nos escriba de Bogot, ms menos, lo si- o
guiente:
"Acabo de recibir una carta de Leal, fechada
en San Pedro del Tl\. El se separ de nosotros
en Puerto Real acompaado de doce o quince de
los marineros que nos llevaron por el Meta y por
el Vichada. Me dice que ese mismo da en que al
rayar el alba l y los suyos emprendieron mar-
cha, ascendiendo los raudales, en tanto que nos-
otros seguamos la corriente del Orinoco hacia su
desembocaduTa en el Atlntico, a pocas horas de
haberse separado de nosotros, una de las canoas
que llevaban tropez con un tronco y se volc.
Haba en ella siete marineros. Todos habilsimos
nadadores; al caer al gua se dirigieron hacia la
canoa que, arrastrada por la corriente, pudiera ha
berse perdido si no era alcanzada. Llegaron a ella,
y en breves instantes lograron enderezarla y po-
nerla otra vez a flote. Cuando estaban embarcn-
dose fueron atacados por dos enormes caimanes,
los cuales se empeaban en volcar de nuevo la
canoa, asestndole terribles golpes con sus po-
derosas colas. Uno de los marineros fue herido
en la cabeza de un colazo, y antes de que sus com-
paeros pudieran protegerlo, el otro caimn le
haba trozado por mitad del cuerpo, de modo que
el infeliz fue devorado en presencia de los dems
que ya haban logrado sentarse en la canoa".
Al leer este ttrico relato, se nos hel la san-
gre en las venas, y con un pnico anlogo a aquel
que se aduea de quien ve estallar el rayo a po-
ca distancia, o de aquel que siente silbar cerca
de su cabeza el plomo disparado de arma mort-
fera, nos estremecimos de pavor recordando las
muchsimas noches que pasmos en las mrge-
nes de aquellos ros solitarios; las muchas oca-
siones en que nuestras canoas chocaron ya con
las rocas o con troncos escondidos a flor de agua,
ya contra las races que pudieran haberlas vol-
cado. Entonces comprendimos que fue dispensa-
cin especial de la Providencia lo que nos salv
de tnto peligro, y con la cndida fe de los pri-

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164 SANTIAGO PEREZ TRIANA

meros aos, planta inmortal que renace en el


hombre a travs del tiempo y de la duda, germen
bendito puesto en el corazn por nuestra madre
en los primeros das de la infancia, vol nu~~stro
espritu hacia la que por nosotros en toda poca
y en todo tiempo y con ms ahnco en esos das
de peligro, haba elevado sus preces al Seor, y
reconocimos que fuerzas superiores nos haban
protegido, y nuestra alma se elev tambin en ac-
cin de gracias, por merced tan grande y tan se-
alada.
Disminudos en nmero continumos viaje has-
ta Aguamena, punto cercano a la desembocadu-
ra del Meta en el Odnoco. en donde debamos en-
contrar un campamento de zarrapieros.
Si hablando del Meta dijimos que era un bra-
zo de mar, el Orinoco diremos que es un mar in-
terior. Tiene oleaje mucho ms poderoso que el
del Meta; sobre l soplan las brisas y se agitan
los huracanes; sus espumas se estrellan con fuer-
za en las orillas, y el color de sus olas cambia co-
mo el de las ondas marinas. El viento alisio de
que ya hemos hablado en otra ocasin, sopla all
con mucha ms fuerza que en la regin del Meta,
a donde dirase que llegan sus alas algo cansa-
das de tan larga peregrinacin. Ni las pequeas
ni las grandes embarcaciones se atreven a nave-
gar en rumbo opuesto a la direccin de esos vien-
tos cuando soplan con toda su fuerza. En cam-
bio las que los tienen de popa o de costado, izan
la parda lona y surcan el lquido elemento con
la rapidez de aves marinas. Nosotros aprovech-
bamos las brisas de la maana y las de la tarde,
que son menos poderosas, para adelantar cami-
no, dando bordadas con el viento de proa; pero
perdamos la mayor parte del da arrimados a la
primera playa que encontrbamos, cuando em-
pezaba a arreciar, y veamos pasar las horas, len-
tas y pesadas, interminables como el curso de las
aguas, y penosas por la impaciencia que tenamos
de llegar al punto de nuestro destino. Y no era
esto lo peor; los vientos levantan una gran can-
tidad de arena que alcanza a elevarse a dos y a

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DE BOGOTA ~\L ATLANTICO 165

tres pies de altura sobre el"nivel del suelo, lo que


hace imposible el sentarse, pues la respiracin no
podra sostenerse en aquel elemento tan denso,
aire saturado, si as se puede decir, de partculas
de arena. Tampoco es posible cocinar, y la ni-
ca posicin en que no se encuentra bien, es, o
sentado sobre algn punto alto, o de pie. Recor-
damos especialmente que al segundo o tercer da
despus de salidos de Puerto Real, nos fue pre-
ciso amarrar de nuevo las canoas media hora des-
pus de haber salido.
"Tendremos brisote largo", dijo Gatio, y nos
explic que, segn el aspecto del cielo, la brisa
se sostendra veinticuatro, treinta y seis y aca-
so cuarenta y ocho horas. Intentmos "soplar can-
dela", que es la expresin consagrada en aque-
llas regiones para indicar hacer fuego. Esto fue
imposible, porque la arena apagaba la llama y el
viento desparramaba los troncos encendidos. Fue
imposible preparar alimento de ninguna especie,
y tuvimos que contentarnos, para calentar el
cuerpo, con tragos de ron blanco y con casabe se-
co. A las seis de la tarde la situacin no haba
cambiado; estbamos fatigados de permanecer
en pie y, finalmente, para tener algn descanso,
tuvimos que internarnos en la orilla, hasta un
punto en que encontrmos rboles, de los cuales
guindmos los chinchorro s y pudimos tendernos.
Ni aun all fue posible preparar alimento alguno,
pues aunque era escasa la arena en dicho punto
la levantaba el viento en suficiente cantidad pa-
ra frustrar toda tentativa culinaria. A las vein-
ticuatro horas calm la brisa, y antes de empren-
der viaje, lo primero que hicimos fue preparar al-
gn alimento. Estas detenciones tuvieron lugar
varias veces, antes de nuestra llegada a Ciudad
Bolvar. No podemos menos de narrar un inciden-
te ocurrido durante una de ellas, que demuestra
los arbitrios a que se ve no forzado para pasar
el tiempo y engaarse a s mismo en las circuns-
tancias difciles en que las fuerzas se agotan y el
individuo se ve reducido a dejar que las cosas
sigan su curso" naturalmente, sin tratar de opo-

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166 SANTIAGO PEREZ TRIANA

ner resistencia y sin pretender guiarlas en ma-


nera alguna.
Varias veces habamos notado que nuestros ma-
rineros prestaban atento odo a nuestros cantos,
lecturas y recitaciones, sobre todo cuando estas
ltimas eran de poesa. Raban aprendido las
canciones bogotanas que R. entonaba acompa-
ndose con el tiple, y nos haban suplicado la
recitacin de algunos versos de poetas colombia-
nos, cuya msica y cuyo sentimiento les llegaban
al alma. Esto expliar el incidente de que pasa-
mos a ocuparnos.
En alguna ocasin en que el brisote nos haba
detenido desde por la maana en una playa are-
nosa y desierta, en la cual no encontrmos r-
boles de qu colgar los chinchonas como en la
primera en que nos habamos hallado en anloga
situacin, desesperados por el hambre, de un la-
do, y del otro, avivado nuestro espritu por las
frecuentes libaciones del ya mencionado ron
blanco, ocurrisenos a R. y a quien esto escribe
una muy peregrina idea, cual fue la de represen-
tar all delante de aquel auditorio que no poda
escaprsenos, sino prefiriendo la muerte a la de-
mostracin de nuestros talentos artsticos, un dra-
ma, una comedia o una pera. Si es cierto que
por una parte nos faltaban los medios, el talen-
to y la habilidad, por otra parte nos sobraba la
audacia y tenamos asegurado nuestro pblico.
Despus de cavilar y de discutir detenidamente,
resolvimos representar delante de nuestros mari-
neros un drama lrico, de msica y palabras nus-
tras, adaptadas de reminiscencias de cuantas m-
sicas habamos odo, y el todo bordado sobre el
anjeo del recuerdo que en la memoria tenamos
del "Ruy BIas", de Vctor Ruga. Explicmos a
nuestros compaeros de 10 que se trataba, dij-
mosles que les bamos a dar una gran funcin se-
ria, pera y drama a un mismo tiempo. Probable-
mente ellos no se dieron cuenta del exacto signi-
ficado de esas palabras, pero acogieron con gus-
to la idea de que se trataba de algo que sera poe-
sa y que sera canto. Distribumos entre los

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DE BOGOTA AL ATLANTICO 167

dos nicos actores, no slo el desempeo de los


personajes, sino el de los instrumentos de msi-
ca. El tiple formaba toda la orquesta, y nosotros
dos ramos los nicos cantantes. A guisa de over-
tura, entonmos con acompaamiento de los ma-
rineros, dos o tres canciones bogotanas, que mal-
dito lo que tenan que ver con el proyectado dra-
ma, el que, como queda dicho, era el "Ruy BIas",
de Vctor Ruga. Lugo, al explicarles a nuestros
oyentes la parte que no representbamos por me-
dio de dilogo, ensaymos hacerles concebir aque-
llo de que se trataba, ms o menos, as:
"Este es Ruy BIas, un hijo del pueblo, nacido
poeta y soador, con la mente en las estrellas y
los pies en la tierra. Anda siempre con los ojos
fijos en lo alto y en lo lejano, y no es extrao que
sus pies tropiecen con los abrojos de la vida. Sue-
a con las grandes damas, con las duquesas, con
las reinas y con las princesas; piensa en las be-
llas y grandes acciones, en los ideales hermosos,
en los horizontes lejanos; cree en la gloria del
pasado, cree en el porvenir y en la grandeza de
la patria. Como que es el hombre que suea, por
consiguiente tambin el hombre que llora, es el
hombre que sufre.
"Este es D. Csar de Bazn, el compaero ale-
gre, el camarada leal, firme como el acero de su
espada, valiente como ese mismo acero, genero-
so como la'lluvia que riega todos los campos o el
sol que inunda todos los mbitos, Tiene una ma-
no abierta para dar; quien la estrecha, encuen-
tra en ella la pulsacin de un corazn noble y ge-
neroso. No sabe lo que es el miedo, no sabe lo
que es la preocupacin. La previsin es palabra
que no entra en el catlogo de su vida. Mira el
porvenir sin temor; no piensa en el pasado ni en
el vino apurado ya; goza del sol, de la aurora,
de las brisas, de la primavera, de las sonrisas de
la mujer y del perfume de las flores, sin preo-
cuparse del maana. Es el hijo mimado de la di-
cha, .porque en su corazn no hay campo para
el engao, ni para el dolor, y en su mente no ca-
ben la duda ni la tristeza. Es un hombre hecho

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168 SANTIAGO PEREZ TRIANA

de vrtebras de alegra, las cuales le forman una


espina dorsal de lealtad y de nobleza.
"Este es D. Salustio, el Villano envejecido en la
intriga, en la bajeza y en el vicio; el egosmo per-
sonificado; la senilidad que se siente cercana de
la disolucin final que avivan la codicia y la lu-
juria y que convierte en ferocidad el egosmo. No
ha tenido un cario ni un sentimiento de ternu-
ra. Los dems seres humanos han sido para l
simples instrumentos de placer y de ambicin; y
si le fuera preciso degollar a su propio hermano
para lograr sus fines, no vacilara en hacerlo. Ha
nacido poderoso y grande segn las convencio-
nalidades; no ha ejeculado una accin buena,
no recuerda el nmero de sus acciones malas. No
tiene cI:iterio moral; es su propio Dios; es l pa-
ra s mismo, el nico ser adorable y digno, y no
vacila ni ante la inocencia, ni ante el dolor, ni
ante el crimen.
"Esta es la reina que viene de lejanos pases a
la Espaa de la Edad Media; trae en su alma to-
da la poesa sodora del norte; ha jugado en su
infancia con los nios del pueblo, ama las vio-
letas y las baladas y las nubes vagas que se disi-
pan ante el sol de la maana. Trada a un mun-
do en donde la farsa prima, vese abrumada por
las exigencias de etiqueta de la corte espaola, y
su corazn, ansioso de lealtad y cario, se muere
como una flor a la que el sol le falta: Barajados
estos elementos unos con otros, resultan circuns-
tancias en virtud de las cuales: don Salustio el Vi-
llano, se ve proscrito de la corte por orden de la
reina. Sucede tambin que l usa de los ltimos
instantes de su poder moribundo para coloc'ar a
Ruy BIas en la corte, en la cual le hace personi-
ficar a don Csar de Bazn. Ruy BIas, as enca-
bada, halla favor; siendo lacayo ama a la reina,
amor advertido por don Salustio, quien le con-
vierte en dogal para estrangular al lacayo y a la
reina. Coadyuvan las circunstancias a la realiza-
cin de tan negros planes. Aquel lacayo que saba
amar, saba tambin pensar, y aquel pensador
era tambin hombre de accin. Protegido por la

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DE BOGOTA AL ATLANTICO 169

influencia poderosa e invisible de la reina, as-


ciende con rapidez vertiginosa. Su voz suena vi-
brante en el consejo de estado, y su palabra, car-
gada con el anatema para los traidores y espe-
culadores con el tesoro pblico, despierta odio y
sed de venganza. Slo en un odo, que es el de la
reina, repercute como la palabra que anuncia la
salvacin de la dinasta. Para esa reina y para
ese lacayo est tendida una terrible red, merced
a los ardides de don' Salustio. En noche sombra
y en sitio apartado, atrados por el engao, la
reina y el lacayo llegan a encontrarse juntos, en
el punto en donde ste, cado ya de su alto po-
der, arrojado por la misma mano que le haba
encumbrado, se preparaba a morir. En aquel ins-
tante solemne y pavoroso y en aquella estancia
silenciosa, se presenta don Salustio ante sus vc-
timas aterrorizadas. Trata de convertir a la rei-
na y al lacayo en cmplices de un crimen, y con
toda la ferocidad de la bestia que se prepara a
desgarrar su presa, hace advertir a la reina que
est deshonrada. Pone en su conocimiento que
el hombre a quien ella ha encumbrado no es don
Csar de Bazn sino simplemente un lacayo.
Arranca a los labios de ste la confesin de que
esa es la verdad, y gozndose en su triunfo, le
dice: Seora, me habis proscrito porque honr
con mis intenciones a una de vuestras doncellas.
Yo os doy por esposo a mi lacayo. Aqu tenis di-
nero; la frontera de Portugal no est lejana. Si
no hus ests perdida. El lacayo escucha estas pa-
labras; advierte que hay slo una puerta para
salir de aquella estancia. La cierra, y quita la
llave. Lugo, acercndose por detrs a don Sa-
lustio, y sin que ste lo advierta, le arrebata la
espada, y blandindola en la terrible diestra, le
apostrofa as: sois un cobarde. Habis insultado
a una reina, habis ultrajado a una mujer. Como
que sois un noble, un grande de Espaa, no podis
batiros con un lacayo. Los grandes no deben ba-
tirse con los pequeos, por ende, yo os aplastar
como vil reptil que sois. La reina permanece mu-
da. Sonle concedidos unos instantes a don Sa-

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170 SANTIAGO PEREZ TRIAN A

lustio, y all, en presencia de aquella majestad in-


sultada, la de la mujer ms excelsa que la de la
reina, delante de esa reina ultrajada, muere el
gran villano, el grande de cuna, por manos del
lacayo erigido en verdugo voluntario, agente de
la justicia innata de las cosas, sorda e inexorable.
Ruy BIas saca del bolsillo un pomo que contiene
veneno, lo apura, y al caer en tierra recibe el per-
dn de manos de la reina, y ms que eso, la con-
fesin de que ella tambin le ama".
Ese drama, cantado, narrado y descrito all so-
bre la arenosa playa, al comps del viento que
agitaba las encrespadas ondas, grande como ellas
miRmas, poderoso como esos huracanes, eco de
la voz del poeta, relmpago de la luz de su ins-
piracin, dio a nuestros pobres labios elocuencia
y un raudal de palabras que se confundan en el
rumor de la noche y de los vientos, como las no-
tas de los instrumentos que forman armonas.
Nuestros compaeros no entendan gran parte de
lo que decamos.
Lo que precede apenas puede dar una escasa
idea de lo que all pas. Recordamos tambin
que el ms atrevido de los marineros, al ver caer
a R., que representaba el papel de don Salustio,
atravesado a guisa de espada por un remo que
le habamos introducido entre el brazo y el cuer-
po, recibiendo as por manos del lacayo el cas-
tigo que merecan sus infamias, dijo acentuan-
do sus palabras con la ms e.rgica y ms uni-
versal de las interjecciones espaolas: "Bien he-
cho que 10 mate por canalla", opinin en que con-
currieron todos los dems.
Ningn actor en el mundo ha recibido aplauso
ms genuino. Diga quien esto lea que fue el ron
blanco que todos habamos bebido; diga que fue
un cumplimiento lisonjero por parte de aquellas
humildes gentes. Nosotros insistimos en creer
que en la poesa hay un poder y una fuerza tan
grandes que, aun as, en pequea cantidad, tan
dilu dos y tan imperfectamente manejados sus
poderosos elementos, cuando de ellos algo queda
en la memoria, ella conmueve el alma y estreme-
ce el corazn.

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DE BOGOTA AL ATLANTICO 171

CAPITULO VIGESIMOSEGUNDO

Uno de los frutos explotados con mayor venta-


y ms pingties rendimientos de cuantos crecen
en las orillas del Orinoco y sus afluentes, es la
"sarrapia" o haba tonga, usada en grandes canti-
dades en la perfumera y en la farmacia. El rbol
de la sarrapia es muy semejante al del mango, so-
lamente que sus hojas son ms pequeas. La fru-
ta misma se parece tambin al mango, tiene la
misma forma de aqul; la pulpa es ms dulce y
menos abultada y cubre ul}a nuez, dentro de la
cual se encuentra una almendra llamada haba
tonga osarrapia. En la poca de la cosecha, la
cual tiene lugar en los meses de febrero, marzo y
abril de cada ao, los sarrapieros, que vienen ya
del interior de Venezuela, ya de Caicara, Mapure,
Ciudad Bolvar y dems puntos habitados del ro
Orinoco, se internan en los bosques y recogen el
fruto cado por tierra. El precio de la sarrapia,
una vez preparada para la exportacin, flucta
segn la localidad y no alca,nza alguna normali-
dad sino en Ciudad Bolvar, en donde se rige por
el que se obtiene en los mercados europeos o en
el de Nueva York. Para dar una idea de la im-
portancia de este artculo, baste decir que no es
extrao vender la sarrapia a razn de cuatro d-
lares o veinte frallcos la libra. El procedimiento
empleado para preparar la sarrapia, es el siguien-
te: las partidas de sarrapieros se dividen en re-
cogedores de fruta y trituradores de nueces. Los
primeros alzan la fruta, que se halla en grandes
montones debajo de los rboles, y la llevan en
canastos o en sacos ad hoc a los trituradores,
quienes a golpe de piedra parten la nuez y sacan
,la almendra. Una vez extrada sta, se la pone
aJ sol en cueros de res, secos, o en pedazos de te-
la de algodn o de camo, y cuando ha alcan-
zado el grado de sequedad conveniente, en lo
cual tarda algunos das, se la empaca en sacos
especiales. En algun'as ocasiones se procede a ro-
ciarla con alcohol, aunque este tratamiento es

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172 SANTIAGO PEREZ TRIANA

generalmente reservado para llevarlo a cabo en


Ciudad Bolvar, al darle una preparacin final al
artculo. Los bosques de sarrapia, como ya que-
da dicho, se encuentran no solamente a orillas
del ro Orinoco, sino en el Caura y en varios otros
de los afluentes del ro principal. La legislacin
vigente para su explotacin parece que es muy
complicada y que cambia frecuentemente. Has-
ta donde puede juzgarse por quien va de paso,
rige all la ley natural del ms fuerte. Este ex-
plota no solamente los bosques sino a los que los
han explotado antes que l. Con efecto, se ob-
serva qne algunos individuos provistos de fuer-
zas, y a veces de ttulos oficiales, obligan a los
recogedores de sarrapia de ms humilde casta y
de menor alcance, a venderles a ellos, a precio
bajo, el artculo que han recogido. Empero, no
podemos suministrar. da.tos precisos sobre estos
asuntos, porque no tuvimos ocasin ni deseo de
estudiarlos.
Haban transcurrido varios das desde que hu-
bimos de pasar los raudales. La distancia reco-
rrida por nosotros era relativamente corta, pues
el brisote nos haba detenido en ms de una oca-
sin. Nuestros vveres estaban poco menos que
agotados y llevbamos ya algo ms de tres me-
ses de aquella vida enteramente primitiva. En
este estado de nimo fcil le ser a cualquiera
comprender nuestro alborozo cuando vimos a 10
lejos, en una de las orillas del ro, una especie de
campamento formado por toldas blancas, una
aglomeracin de canoas cerca de la orilla y nu-
merosas gentes que iban y venan en todos sen-
tidos.
Gatio nos inform que nos hallbamos en el
campamento sarrapiero de Aguamena, y que all
encontraramos, sin duda, toda clase de provisio-
nes y de mercancas extranjeras, si acaso algu-
nas queramos. Instamos a nuestros remeras pa-
ra que impulsaran nuestras embarcaciones con
la mayor rapidez posible. Nos pareca lento su
andar, tal era la ansiedad que tenamos de ver
caras nuevas y de hablar con gentes venidas del

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DE BOGOTA AL ATLANTICO 173

mundo civilizado, de quienes pudiramos obtener


noticias acerca de lo que en ese mundo hubiera
sucedido durante nuestra larga ausencia de l.
Pero nuestra dicha subi de punto cuando divi-
smos en medio de las canoas un pequeo bajel
de mucho mayor porte que la ms grande de
ellas, sobre el cual se ergua gallardo mstil, que
se nos antoj ser de descomunal altura. Era una
balandra perfectamente equipada, con su palo
mayor y su trinquete de proa, arreglados para
llevar tres o cuatro velas, y de gran capacidad
en comparacin con las embarcaciones de que
nos habamos venido sirviendo. La contemplacin
del Great Eastero, tan afamado en su tiempo, no
nos hubiera causado mayor satisfaccin. Decidi-
mos en lo ntimo de nuestra alma que a todo
trance y a toda costa haba de continuarse nues-
tro viaje aguas abajo en aquel hermoso barco.
Nuestra llegada al campamento no ilam6 al
principio la atencin de nadie. Se imaginaron los
que all estaban que ramos sarrapieros venidos
de ms arriba, y esto no tena nada de extrao;
pero cuando tuvieron ocasin de saber desde dn-
de venamos, fuimos objeto de la curiosidad ge-
neral. Nos entendimos con uno de los principales
individuos de los que all se encontraban, dueo
de varias canoas que despachaba en todas direc-
ciones en busca de sarrapia, y dueo tambin de
la citada balandra. Permanecimos all un da, re-
poniendo las fuerzas, conversando con las gen-
tes, hallando sumo placer en platicar con per-
sonas distintas de las que nos haban rodeado
durante tntos das, y discutiendo el precio que
debamos pagar por la balandra para que nos lle-
vara adelante. Por fin logramos entendernos, y
despus de haber puesto a bordo todos nuestros
enseres', el patrn de la balandra despleg al
viento que nos daba de proa, las tres velas de 3D
embarcacin, y dando grandes bordadas descri-
tas en lneas majestuosas sobre el lpido espejo
de las aguas, continuamos nuestra travesa ha-
cia abajo, parecindonos que nos llevaba en su
vuelo un guila; tan grande era el porte de nues-

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174 SANTIAGO PEREZ TRIANA

tra nueva embarcacin, comparado con el de las


canoas que habamos dejado, sin tener en cuen-
ta la ventaja de no experimentar ya el temor,
que constantemente tenamos en las nustras, de
zozobrar a lo mejor del tiempo.
En el campamento de sarrapia logrmos sur-
tirnos de algunas provisiones, aunque los que
las tenan all no quisieron darnos muchas de
ellas, porque ellos mismos las necesitaban; y por-
que yendo nosotros hacia los centros en donde
era fcil obtenerlas, no haba razn para que las
tomramos en grande abundancia.
A la segunda tarde de andar en la balandra,
arribmos a un islote que se tenda en medio del
ro, islote arenoso y rido, denominado "La Pla-
ya de la Manteca". All nos esperaba un espec-
tculo enteramente nuevo, y del cual, aunque
algo se nos haba dicho, no habamos podido for-
marnos idea precisa. Esta playa es llamada as,
"Playa de la Manteca", porque a ella acuden to-
dos los aos, en la poca correspondiente, dece-
nas de miles de tortugas a depositar sus huevos,
siendo tal la cantidad de stos, que el gobierno,
a quien pertenece el islote en cuestin, vende por
metros cuadrados la superficie de l, para que la
exploten, a los traficantes que se ocupan en el
comercio de huevos de tortuga y del aceite sa-
cado de stos. Apenas comienza la estacin en
que ponen las tortugas, llega a la playa en cues-
tin un resguardo militar, encargado de vigilar
la mesura de la superficie y la explotacin, tan-
to de los huevos, como de las tortugas mismas.
Estas llegan al islote en enjambres. Del agua pa-
san a la arena, y se van internando, seguidas por
otras y otras muchedumbres, de modo tal, que
las primeras que llevan se moriran y no podran
volver al agua, pues les sera imposible pasar por
encima de sus compaeras, si los agentes, pues-
tos all por el gobierno, no les facilitaran la vuel-
ta al ro a las que no se reservan para su comi-
da. No son ms abundantes las piedras en el em-
pedrado de una calle que lo son las tortugas en
aquel islote en la supradicha poca del ao. Es-

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DE BOGOTA AL ATLANTICO 175

tos animales depositan, segn su edad y tamao,


desde cincuenta hasta trescientos o cuatrocien-
tos huevos. Los cubren con la arena, encargada
de completar su labor de madres empollando los
huevos, y emprenden la retirada hacia el agua.
Los agentes del gobierno escogen las tortugas que
desean aplicar al consumo y las voltean sobre la
espalda, con lo cual queda el animal completa-
mente imposibilitado para trasladarse de un lu-
gar a otro.
Para dar una idea de la cantidad de tortugas,
citamos el siguiente clculo, hecho por un viaje-
ro francs.
Segn los aos, la cosecha de huevos alcanza
para producir de ocho a diez mil damajuanas de
aceite, sea de setenta a ochenta mil galones. Pa-
ra cada damajuana se necesitan de cuatro a cin-
co mil huevos; as, pues, el total mximum de
diez mil representa de cuatro a cinco millones
de huevos; sea de cuatrocientas a quinientas mil
tortugas que llegan a estas playas cada ao a de-
positar sus huevos.
Cuando nuestra balandra se detuvo enfrente
de "La Playa de la Manteca", estaba la estacin
en su apogeo, y pudimos surtirnos de tortugas
vivas y de huevos de tortuga tan abundantemente
como nos plugo. Nuestros marineros se encanta-
ron ante el prospecto indefinido de comer tortu-
ga frita, asada, en carapacho y de las mil mane-
ras en que puede ser preparado ese animal; y
cuando nosotros los vimos devorar huevos de tor-
tuga sin ms preparacin que la de hervirlos en
agua-sal, mtodo por el cual se conservan buenos
durante mucho tiempo, comprendimos que la ca-
pacidad humana para la asimilacin de materias
extraas es mucho mayor de lo que no puede
imaginarse. Llegmos a convencernos de que hay
casos en que el contenido es mayor que el con-
tinente, aunque la cosa parezca una paradoja o
una exageracin. Con efecto, nuestros marineros
se sentaban enfrente .de un montn colosal de
huevos de tortuga, y a poco andar el montn des-
apareca dentro del hombre, sin que ste se hin-

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176 SANTIAGO P1!:REZ TRIANA

chara nI hiciera explsin. Dejmos apuntado


este fenmeno para que lo profundice algn sa-
bio naturalista junto con los otros muchos que
le ser dado observar a quien se d a recorrer
aquellas remotas e ignoradas regiones.
Dicen que la tortuga tiene carne de siete espe-
cies, y que sabindola preparar, da rostro de car-
nero, carne de ternera, filete para beefsteak, car-
ne de gallina, carne de ciervo, carne de cerdo y,
naturalmente, carne de tortuga, con lo cual se
completan las siete especies. Sea de ello lo que
fuere, lo cierto es que la carne de este animal
tan raro en su forma, segn la parte del cuerpo
de donde se la tome tiene muy distinto aspecto,
contextura y sabor; y que en manos de un h-
bil cocinero puede prestarse a disfraces muy pa-
recidos a las carnes mencionadas. Lo cierto es
tambin, sin embargo, que todas esas variedades
tienen idntico sabor latente, como tienen idn-
tico exponente las ecuaciones de un mismo grado.
Nosotros comprmos varias tortugas, las cua-
les, segn el mtodo de la localidad, que parece
ser el mismo usado en todo el mundo para tra-
tar a esos anfibios, fueran puestas boca arriba
en el fondo de la balandra, a hacer estudios as-
tronmicos forzados, con la cara vuelta siempre
hacia el cielo, mientras les llegaba el turno de
muerte. Fermn, habilitado de cocinero permanen-
te para nosotros, bien pronto se hizo experto pre-
parador de la carne de tortuga, y nos la propi-
naba a tarde y a maana, siempre con distintas
denominaciones.
A los varios das de esta alimentacin, nos sen-
timos hostigados por ella, y Alex interpel a Fer-
min manifestndole que preferiramos comer
arroz hervido y casabe mojado en agua, como ya
nos haba sucedido, a volver a comer tortuga. A
esto replic Fermn que la tortuga se haba aca-
bado. El da siguiente trjonos lo que l nos dijo
ser suculento guiso de carne de marrano de mon-
te. Satisfecho el primer mpetu del hambre, ha-
llndonos ya en situacin para poder apreciar
ms desapasionadamente el verdadero sabor del

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DE BOGOTA AL ATLANTICO 177

manjar, se apoder de nosotros la sospecha de


que la carne servida era de tortuga, con un nue-
vo disfraz. Puesto Fermn en confesin, humilde-
mente dijo: la verdad es que es carne de tortu-
ga, pero preparada de un modo nuevo. Alex lo
amenaz con fusilado si alguna vez en su vida se
permita volver a damos tortuga, o siquiera ha-
blar de ella. Agotadas las tortugas y las provisio-
nes que habamos comprado en aguamena, ca-
mos de nuevo en el rgimen ya conocido, de ca-
sabe, pescado y arroz. En vano buscmos en esas
orillas alguna hacienda o fundacin de ganado.
Aunque el bosque era poco abundante y a dies-
tra y siniestra se tenda la verde .pradera en in-
terminables ondulaciones hasta perderse en los
lejanos confines del horizonte, no encontrmos
durante varios das huella ninguna. Finalmente,
no distante de La Urbana, poblacin que en un
tiempo fu~ de bastante importancia comercial en
el Orinoco, arribmos a una fundacin de gana-
do, de la cual volvi Alex con un botn que por
entonces nos pareci regio. En efecto, traa con-
sigo gallinas, huevos, miel, manteca, caf y todo
el costado de una res, muerta y salada expresa-
mente para nosotros, tem ms, ron bebibe.
A las gentes remilgadas, artistas y de gusto
muy delicado, si acaso algunas de ellas llegan a
a leer estos mal trazados escritos, causarles des-
agrado la mencin de cosas tan vulgares y la na-
rracin de incidentes tan triviales. Esto es tanto
ms de temerse cuanto que lo seguro es que quien
llegue a juzgar de lo que acabamos de exponer,
lo haga con el estmago satisfecho y rodeado de
comodidades. Nadie hay tan severo con los des-
manes del hambre ajena como el filsofo que re-
pantigado en su silla, hace la lenta digestin de
opparo festn; ni hay virtud ms exigente que
la que jams ha sido puesta a prueba. Los inma-
culados y los Catones de invernadero, por decir-
lo as,' que deben su pureza y rectitud a haberse
guardado siempre bajo cristales, inspiran muy
poco respeto y no merecen ningn acatamiento.
Fuera mejor, ya que de un viaje por aquellas

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178 SANTIAGO PEREZ 'l'RIANA

regiones nos ocupamos, el tener una pluma pin-


cel, capaz de trazar pinturas que hicieran desfi-
lar ante los ojos del lector una por una o en con-
juntos las innmeras, sublimes, grandiosas mani-
festaciones de aquella naturaleza. Fuera mejor el
poder encerrar dentro de la palabra escrita, co-
mo dentro de la esencia el perfume de la flor, al-
go que transmitiera a otros seres la impresin
que en el nuestro propio produjo la selva inmen-
sa con su muchedumbre misteriosa, el viento in-
visible, cuyas alas tntas veces tocaron nuestras
frentes, la agitada pulsacin de las ondas pere-
grinas, aprisionadas en cauce, para ellas estre-
cho, el infinito azul difano del cielo, que se ten-
da sobre nuestras cabezas, los ruidos, tenues
unas veces, otras rugiente s, de la selva y del bos-
que, y todo ese conjunto maravilloso de un mun-
do libre todava de la civilizacin, pero lleno de
una vida eternamente renovada en gestaciones
orgnicas permanentes, en las cuales el encade-,
namiento de la vida que se alimenta de la muer-
te, como sucede en toda la naturaleza, se hace
perceptible a cada instante y en mil distintas
manifestaciones.
Felices seramos nosotros si de toda esa vida y
de toda esa armona hubiramos podido trasla-
dar a estas pginas una palpitacin o una nota.
Vanos deseos! Como las sombras de las aves, que
pasan bajo el sol en esas soledades, pasmos nos-
otros, sin dejar en ellas huella ninguna; y aun-
que ellas s dejaron en nuestro espritu la im-
presin sublime de su grandeza, y aunque a ve-
ces advertimos que nuestra alma se pierde bajo
las bvedas de esos bosques, en las honduras de
esos ros, en las profundidades de esas montaas,
y que nuestro espritu parece palpitar con el re-
cuerdo del ambiente fresco, del aire puro, de to
das esas regiones, cuando queremos trasladar al
papel lo que sentimos, para que otros 10 entien-
dan, la imagen se desvanece, la palabra falta, y
apenas s un eco muy remoto de nuestro pensa-
miento llega a grabarse en la blanca pgina. Es
que el dn de ver y de apreciar, y el dn de resu-

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DE BOGOTA AL ATLANTICO 179

citar lo visto y lo apreciado, de modo que lo com-


prendan los dems, es dado, slo a los pocos y a
los escogidos. Despus del Creador, que saca las
cosas de la nada, viene, creado por l tambin, el
genio, el artista, que de la obra suprema e infi-
nita sabe escoger alguna parte, iluminarla con
luz imperecedera, de modo que la vean otros ojos
y la sientan otros corazones.
Dichosos aquellos mortales a quienes el Supre-
mo Hacedor ha dado una chispa siquiera de esa
imperecedera luz, por medio de la cual pueden
mostrarse a los dems seres los pensamientos n-
timos del alma!
Nosotros tenemos que limitarnos a un relato
comn y corriente de la vida diaria que llevba-
mos en aquella poca, y como estas pginas no
estn escritas sino con ese objeto, bastante ha-
bremos logrado en nuestro humilde libro, si al-
gn lector se forma idea de lo que fue aquella
peregrinacin.
Volviendo al acopio de provisiones tradas por
Alex, tenemos tan slo que agregar que ellas nos
bastaron con creces hasta La Urbana, punto en
el cual nos separmos de la balandra.
En La Urbana obtuvimos otra embarcacin de
menor porte que la balandra, pero suficientemen-
te grande para seguir adelante, y en ella nos di-
rigimos hasta Caicara, en donde, segn todos los
informes que pudimos recibir, encontraramos los
barcos de vapor que hacen la travesa de Ciudad
Bolvar a San Fernando de Apure.
CAPITULO VIGESIMOTERCERO

Sin incidente de ninguna especie vencimos la


distancia que nos separaba de Caicara, y al sal-
tar de nuestras canoas en aquel puerto, abrig-
bamos la esperanza de que desde ah hasta Ciu-
dad Bolvar seguiramos en alguno de los vapo-
res que ya en ese punto surcan el ro Orinoco.
Fuimos muy bien recibidos por los habitantes
de aquel lugar, y nos caus no poca sorpresa ver
que, a pesar de haber transcurrido ms de ocho

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180 SANTIAGO PEREZ TRIANA

semanas desde que en Mapure habamos teni-


do nosotros la noticia de los acontecimientos ocu-
rridos en San Carlos en Caicara no se saba na-
da todava acerca de ellos. Apuntamos este in-
cidente como elocuente muestra del abandono en
que yacen las comarcas de aquella inmensa y po-
derosa va de agua, que si estuviera en manos de
otros gobiernos que los de Colombia y de Vene-
zuela, a buen seguro que tendran servicio per-
manente de vapores y comunicaciones fijas y bien
establecidas.
Nadie pudo informarnos con precisin acerca
de la poca en que pudiera pasar el tan deseado
vapor, y prefiriendo 10 seguro, aunque lento, a
lo contingente, como era el aguardar a quien no
haba prometido llegar, resolvimos continuar en
canoa de Caicara hasta Ciudad Bolvar.
Ya esta vez, al entrar de nuevo a nuestras d-
biles embarcaciones, empezaba a apoderarse el
descontento de nuestro nimo. No es que se nos
hiciera dura la vida que llevbamos, ni que en
manera alguna nos causara molestia esa existen-
cia nmade, en que, sin s"er caballeros andantes,
no comamos pan a manteles ni nos tendamos
entre sbanas, ni tenamos techo sobre nuestras
cabezas, amn de otras abstinencias privativas
de la andante caballera, a las cuales tambin es-
tbamos sujetos. Era que ansibamos llegar al
fin de nuestro viaje, sobre todo para podernos
comunicar con los nustros que, sin duda, seran
presa de grandes inquietudes en vista de lo pro-
longado de nuestro silencio. Esto era lo que prin-
cipalmente nos atormentaba, que por lo dems,
nos habamos connaturalizado mnto con el sis-
tema de vida que llevbamos, que al tendernos
en nuestros petates sobre la arena, soplara o no
el brisote, bramara o no el ro, dormamos tan
bien como en nuestras propias camas. Remando
unas veces, a la vela otras, continumos el viaje
hasta Ciudad Bolvar.
A la segunda o tercera noche de la ltima eta-
pa de nuestro viaje, cuando segn los clculos
de nuestros marineros, necesitaramos an doce

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das, siempre que el brisote lo permitiera, para


llegar al fin, en el momento en que preparba-
mos nuestras camas para tendernos sobre la are-
na, experimentmos una sensacin indecible de
gozo al orle decir al nuevo patrn que habamos
contratado en Caicara, y cuyo nombre era Brau-
lio, estas palabras: "ah viene un vapor". Aun-
que nada se vea en el horizonte ni se oa ruido
alguno perceptible a nuestros odos, l insisti
y a poco hubimos de convenir en que tena ra-
zn. Con efecto, tenue al principio y creciente
poco a poco,fuese oyendo el resoplido peculiar de
la mquina. Nos sentimos como prisioneros a
quienes se les da cuenta de que va a ponrseles
en libertad. La distancia, que pesaba sobre nos-
otro_s como una cadena, pareci quitrsenos de
encima, y nos sentimos ya libres y felicE's. Por el
temor de que no oyeran nuestro llamamiento,
desde la orilla, Alex hizo descargar del todo una
de las dos canoa8 que llevbamos, y entrando a
ella con cuatro marineros, rem hacia el medio
del ro hasta el punto por donde, segn el cau-
ce de ste, debera pasar el vapor. Bien pronto
lo pudimos ver que se adelantaba con majestuo-
sa rapidez. Disparmos nuestras armas y grit-
mos con toda la fuerza de nuestros pulmones. Lo
propio hicieron los que estaban en la canoa. Fui-
mos perfectamente vistos y odos, tanto por el
capitn como por los tripulantes ..... mas nues-
tro desengao fue terrible, y grande nuestra amar-
gura cuando nos vimos despreciados, y observa-
mos que el vapor segua impertrrito hacia ade-
lante sin parar mientes en nosotros. Nos qued-
mos sin comprender el motivo o la razn de egos-
mo que no permiti a aquellas gentes recogernos.
Acumulamos mentalmente sobre la cabeza de los
responsables lo que no queremos repetir aqu.
Nunca pudimos explicarnos tan extrao proce-
der. Ese vapor debera llegar, como en efecto lle-
g, a Ciudad Bolvar, veinte horas despus, y
durante los diez o doce das ms que pasmos
navegando a vela y a remo en aquella parte del
ro a cada instante ms amplia y ms peligrosa.

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182 SANTIAGO PEREZ TRIANA

fueron muchas las veces en que recordmos al


vapor, al capitn, al dueo y a los tripulantes, y
debemos consignar que no elevmos al cielo ora-
ciones ni plegarias por ellos. Hoy ya hemos olvi-
dado aqullo por completo en cuanto a sentimien-
tos de amargura; empero en un principio nues-
tra decisin fue la de quejarnos pblicamente de
aquel acto de lesa humanidad. En prueba de que
s hemos perdonado de veras, no hacemos cons-
tar aqu el nombre del vapor ni el del capitn.
A medida que nos acercbamos al trmino del
viaje creca de punto nuestra impaciencia. Du-
rante 1m; largos das pasados en la navegacin
del Vichada, en los raudales o en el trayecto has-
ta Caicara, jams nos haba faltado la pacien-
cia. No habamos sido presa de inquietud nin-
guna. Ahora, cuando ya era cuestin de poder
calcular con poco riesgo de error la fecha del fin
de aquel viaje, .cada obstculo, por pequeo que
fuera, nos causaba desagrado; mas como todo
tiene trmino en este mundo, tambin haba de
tenerlo aquella peregrinacin, y por ah hacia el
20 de abrilllegmos a un pequeo casero distante
tres horas de Ciudad Bolvar.
La proximidad de una ciudad hizo renacer en
nosotros el sentimiento de vanidad en cuanto al
aspecto de nuestras personas. Tenamos luengas
barbas hirsutas y cabellera bastante enmaraa-
da. Nuestros trajes no hubieran resistido examen
ni an del ms indulgente crtico. Eran adems
escasos, pues la mayor parte de nuestra ropa ha-
ba pasad a poder de los indios que nos haban
ayudado en el Vichada, y lo que quedaba de ella
no haba mejorado con la humedad del clima y la
falta de cuidado. Queramos llegar a Ciudad Bo-
lvar del modo ms presentable a nuestro alcan-
ce, y al hacer un estudio de nuestra ropa, j oh irri-
sin de la suerte! hallmos que el nico traje que
nos quedaba en relativo buen estado, era nuestro
traje de frac, hecho en Londres de acuerdo con
las reglas sartorias de aquella exigente metrpo-
li. A pesar de la necesidad, comprendimos que no
era conveniente presentarnos en traje de etique-

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DE BOGOTA AL ATLANTICO 183

ta al saltar a tierra, despus de un viaje de va-


rios meses de duracin en los ros Vichada y Ori-
noco.
Olvidbamos hacer mencin de nuestra estan-
cia en Las Bonitas, poblacin situada abajo de
Caicara, en la cual se encuentran los hatos del
general Crespo. Algn individuo que all encon-
trmos, jefe civil del lugar, nos manifest que en
- las inmensas dehesas naturales pertenecientes
al citado general, pacen ms de doscientas cin-
cuenta mil cabezas de ganado. Sea de ello lo que
fuere, sea esta cifra exagerada o nq lo sea, el he-
cho que pudimos averiguar fue que de esos ha-
tos salan para Trinidad, anualmente, treinta mil
novillos. Los expertos en esta clase de negocios
podrn calcular cl debe ser la magnitud de ha-
tos capaces de resistir semejante exportacin
anual:
El ltimo da de la navegacin, soplaba .una
brisa fuerte. No queriendo detenemos por ella,
resolvimos adelantar, arrastrando la canoa de la
"boza" (a la espa, segn el trmino consagrado)
desde la orilla, y as pudimos ver poco a poco c-
mo la ciudad iba surgiendo del fondo del hori-
zonte y -destacndose cada vez con ms nitidez
a nuestros ojos. Apareca sentada en forma de
anfiteatro, con sus blancas casas y sus rojos te-
jados y grises azoteas, en una alta colina, en el
mismo punto en donde el ro, que muchas veces
habamos visto de ms de dos leguas de ancho,
se recoge en un can que apenas mide un kil-
metro de anchura. La vista de la aglomeracin
de tejados, de edificios; la animacin de aquel
nuevo centro de vida, despus de tntos das de
selva y de' bosques vrgenes, interrumpidos tan
slo por las escasas agrupaciones de chozas in-
significantes, nos produjo gratsima impresin.
Pudimos entonces comprender el alborozo que
debi apoderarse de Coln y de sus compaeros
cuando, despus de su larga peregrinacin, el vi-
ga les grit desde lo alto del mastil: "Tierra, tie-
rra!" Nosotros tambin ya podamos exclamar:
"Tierra, tierra!" En efecto: el problema estaba

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184 SANTIAGO PEREZ TRIANA

resuelto. La lucha estaba ganada por parte nus-


tra. Ro, selva, raudales, fiebres, alimaas, cai-
manes, culebras, salvajes que no han sido civili-
zados, salvajes civilizados en uso del poder, re-
vestidos de convencionalidades oficiales, feroces
en sus odios y en sus pasiones, arbitrarios, imb-
ciles y pequeos en todos sus actos, todo eso que-
daba atrs, como el polvo del camino vencido por ,
nosotros, como las espumas de las aguas apaga-
das en la arena de las orillas. Merced a la pro-
teccin de Dios y a nuestra buena suerte, ya ba-
mos a llegar ,a tierra, en donde nuestra libertad
sera respetada, y de donde podramos ir a cual-
quier parte del mundo civilizado, sin que los in-
convenientes que habamos vencido pesaran ms
sobre nosotros. ni fueran otra cosa que un inci-
dente en la vida, incidente no desprovisto de en-
seanzas ni de atractivo.
Al saltar a tierra, como que ramos muchos y
de extrao aspecto, llammos algn tanto la
atencin de las gentes. En breve nos trasladmos
a un buen hotel que nos pareci suntuoso. Los
espejos, los sofs, las mesas y todos los admincu-
los y enseres de la civilizacin se nos antojaban
antiguos amigos perdidos de vista haca lar-
go tiempo; y cuando aquel da nos sentmos a
la mesa, al principio experimentmos cierta di-
ficultad en el manejo del cuchillo y del tenedor.
El hombre primitivo haba reinvindicado en nos-
otros, en gran parte, sus derechos, y tuvimos
que hacer bastante esfuerzo para volver a los
hbitos y costumbres de cortesana ciudadana,
Tan pronto como pudimos, nos pusimos en manos
de un barbero hbil, quien, despus de mucho
trasquilar y cortar, disminuy un tanto la fero-
cidad de nuestro aspecto, realizando en nos-
otros lo que en latn macarrnico expresaba as
cierto Fgaro oriundo de Francia y establecido
en Bogot: "Quod natura non datur peluqueri-
bus donat". Solamente que en nuestro caso era
"Quod natura datur peluqueribus quitat". Nues-
tras ropas fueron lavadas y remendadas de la
mejor manera posible, y a las veinticuatro horas

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DE BOGOTA AL ATLANTICO 185

de hallarnos en Ciudad Bolvar, todo lo aconte-


cido en los meses anteriores nos pareca un sue-
o, respecto de cuyos pormenores platicbamos
tranquilamente; sentados en las sillas mecedoras
del hotel, desde cuyo balcn veamos la podero-
sa corriente del Orinoco rodar delante de nos-
otros.
Desde la primera autoridad del lugar, el go-
bernador, general Gonzlez Gil, hasta las gentes
ms humildes con quienes vivimos en contacto,
nos dieron muestras de simpata y de inters.
Entre otros, nos demostr marcada deferencia el
Sr. D. Antonio Liccioni, cnsul y representante
del gobierno de Colombia en aquel lugar, caba-
llero estimabilsimo y servicial en el ms alto
grado.
No queremos recargar estas pginas narran-
do las atenciones pblicas y privadas de que fui-
mos objeto, por carecer ello de inters para el
pblico, y porque podramos incurrir involuntaria-
mente, en omisiones que deploraramos. Dejamos
eso s, constancia de nuestro sentimiento, de pro-
funda gratitud por la hospitalidad generosa y
franca que se nos dispens en Ciudad Bolvar.
A ms de ser el fin de nuestro viaje, desper-
taba tambin aquella simptica ciudad en nos-
otros un sentimiento anlogo al del que visita
un lugar sagrado, cuyo nombre ha existido en su
memoria y le trae recuerdos venerados.
El nombre solo, que es el del Libertador de la
patria, hace grata esta ciudad para los nacidos
en nuestros pases. Adems, la cuna de la liber-
tad rod a orillas de aquel ro, y sobre esa mis"
ma roca en donde est la ciudad, tuvo lugar el
Congreso de Angostura en 1819. Los grandes acon-
o tecimientos suelen dejar en el lugar en donde
se han cumplido, huellas que llegan al corazn y
al espritu. Cree no cuando por primera vez llega
a esos lugares respirar un aire especial, y la mente
se puebla con todas las grandes memorias del
pasado, que parecen adquirir entonces ms vigor,
ms intensidad y ms precisin y nitidez.

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186 SANTIAGO PEREZ TRIAN A

Al visitar el Museo de Ciudad Bolvar y el


saln de sesiones del Congreso, recordmos los
das magnos de la patria, las heroicas luchas de
sus fundadores. El mpetu generoso que de vic-
toria en victoria llev la libertad desde las ori-
llas del Atlntico hasta Junn y Ayacucho, y que
pase triunfantes las banderas por todo el con-
tinente. iAy, cun triste es que en ese cuadro glo-
rioso hubiera un punto tan negro y tan oscuro
como el del fusilamiento del vencedor en la bata-
lla de San Flix, aquel general Piar, vctima in-
fausta de pasiones no justificadas, y cuya muer-
te ser siempre un borrn, en la gloria de los que
le sobrevivieron, y que llevaron a cabo la obra
a la cual l en el momento crtico haba presta-
do servicios que tal vez la salvaron de la ruina
y del fracaso absoluto!
Despus de su larga peregrinacin, el ro re-
coge sus aguas y parece envolverse en ellas co-
mo el guerrero en su manto; al desfilar en fren-
te de ella se ensancha de nuevo su curso y por
seiscientos kilmetros ms rueda entre pampas
feraces hasta llegar al Ocano. Su profundidad
normal es de ciento veinte metros, y en la po-
ca de las lluvias su nivel se levanta diez o vein-
te metros ms. Su caudal de aguas es inmenso.
Las cifras nada dicen a la mente. Baste decir que
por ese cauce viene un Ocano de agua dulce
recogida en todo el ancho pecho de la inmensa
llanura del Norte de la Amrica, tributo que rin-
den las tierras al mar de Atlante. Nosotros acaba-
mos de recorrer la parte principal y la ms ex-
tensa de ese mar peregrino y viajante; le haba-
mos contemplado en sus tempestades y en sus
calmas; habamos visto la aurora dorar sus on-
das y el crepsculo ennegrecer sus horizontes; ha-
bamos escuchado el murmullo de las brisas y el
rugir del huracn en sus orillas; habamos visto
sus monstruos, admirado sus titnico s juegos en
los raudales, su reposo en los baslticos tazones,
su corriente furiosa en los caones, y ahora le
veamos destrenzarse majestuoso delante de nos-
otros hacia el Ocano. Nosotros, sobre todo y ante

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DE BOGOTA AL ATLANTICO 187

todo, le debamos un sentimiento de gratitud,


porque nos haba servido de va franca para lle-
gar al mundo libre, al mundo abierto; y pens-
bamos que si a nosotros, solos y desvalidos, nos
haba prestado tan grande servicio, esa arteria
palpitante de vida debera prestrselo alguna vez
a la patria; y que esa arteria, si est todava, debe-
ra llegar a ser eslabn vivo para su unin con el
mundo. Pensbamos que esas selvas yesos bos-
ques encierran riquezas abundantes para remu-
nerar todos los esfuerzos del hombre, y soba-
mos, finalmente, con el da en que gobiernos ilus-
trados y enrgicos hagan surcar esas aguas por
raudos bajeles que lleven la civilizacin de una
orilla a la otra y establezcan en esos bosques, en
donde hoy impera una naturaleza brava y agre-
siva, centros de civilizacin y de libertad. Cun-
do llegar ese da? .. Nadie lo sabe; pero l no
puede tardar indefinidamente, porque el progreso
y la civilizacin no pueden ser detenidos por las
pequeeces o las pasiones de los hombres.

CAPITULO VIGESIMOCUARTO

No estarn de ms, al terminar esta narracin


de viaje, algunas observaciones relativas a la po-
sibilidad del aprovechamiento comercial e indus-
trial de la vasta regin recorrida por nosotros.
Esas observaciones ocurren a la simple contem-
placin de los valiosos elementos que yacen ah
in explotados y que seran fuente segura de ri-
queza para los individuos y de grandeza y de
progreso para las na<;iones dueas de la hoya
hidrogrfica del Orinoco. Esas naciones son Co-
lombia y Venezuela. Ninguna de ellas ha parado
mientes en lo que posee. Una rpida enumera-
cin de los elementos de que hemos tenido ocasin
de hablar, basta para comprobar lo exacto de
nuestra aseveracin.

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188 SANTIAGO PBREZ TRIANA

El Orinoco se considera como el tercer ro del


mundo. Ms largo que l es el Misisip; pero en
caudal de agua tan slo le superan su hermano
el Amazonas, que baa tambin el Continente
sudamericano, algunos grados de latitud ms al
sur, y el ro misterioso del Africa, el caudaloso
Congo, del cual hasta hace muy poco nada saba
la humanidad, y en cuyas orillas ya empieza a
hacerse sentir la mano de la civilizacin, doma-
dora del bosque y vencedora de la naturaleza.
La corriente del Orinoco se halla interrumpida,
como sucede casi siempre con los ros que reco-
rren una larga extensin por raudales. Los que
cortan el Orinoco lo hacen entre Atures y Mai-
pures y tienen una longitud de sesenta kilme-
tros aproximadamente. A uno y otro lado de esos
raudales la navegacin es fcil, no solamente en
la arteria principal hacia la cual confluyen in-
nmeros tributarios, sino en muchos de stos y
en los afluentes de ellos, as como tambin en los
caos o canales naturales que entrelazan las co-
rrientes mismas. Ms an; por el cao de Casi-
quiare, el Orinoco se comunica con el Amazonas
de modo que la red de aguas aprovechable para
la navegacin tiene ramificaciones ilimitadas y
permite la explotacin fcil de millares de kil-
metros cuadrados de territorio feraz, repleto de
riquezas naturales. Cindonos al Orinoco, ya que
del Amazonas no nos toca ocuparnos aqu, vea-
mos cul es el estado actual de la navegacin.
Desde la embocadura del ro hasta Ciudad Bo-
lvar circulan con frecuencia barcos de vapor de
alto bordo, que ora hacen travesa trasatlntica,
ora visitan a Trinidad o alguna de las otras is-
las adyacentes. Tambin hay algunos buques cos-
taneros. que hacen el comercio de cabotaje. De
Ciudad Bolvar, aguas arriba, hay un escaso ser-
vicio de vapores, que peridicamente surcan el
Orinoco hasta el Apure, por el cual ascienden a
San Fernando del mismo nombre y que en la
poca de cosecha de la sarrapia suben hasta el
Caura, el cao de Aguamena, o hasta el punto
del ro en donde formen su campamento los sa-

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DE BOGOTA AL ATLANTICO 189

rrapieros, pero siempre ms abajo del raudal


de Atures. Adems de esto, hay un vapor que
hace el servicio desde Ciudad Bolvar por el ro
Meta, hasta los puertos de Orocu y la Cruz, dis-
tante este ltimo menos de ciento cincuenta ki-
lmetros de Bogot. El servicio, pues, de Ciudad
Bolvar aguas arriba, es sumamente escaso; y lo
que es del otro lado de los raudales, los ros per-
manecen intactos y desconocidos para la nave-
gacin por vapor. Los raudales han obrado como
especie de muralla invencible, y ante ellos se ha
detenido el desarrollo del progreso. Aguas arri-
ba del otro lado de los raudales, se encuentra el
mayor nmero de tributarios del Orinoco. Algu-
nos pertenecen enteramente a Venezuela, otros
tienden todo su curso a travs de territorio colom-
biano, y los dems pertenecen a entrambas na-
ciones. Empero ni la una ni la otra han de-
mostrado inters mayor por el desarrollo de esas
riqusimas comarcas. Baste recordar el hecho de
que un acontecimiento tan grave como la muerte
violenta del gobernador de una importante pro-
vincia venezolana, no lleg a conocimiento de
las autoridades venezolanas establecidas en el
punto ms cercano del ro Orinoco, aguas abajo
de los raudales, sino por la casualidad de haber
tenido nosotros noticia de l. Baste recordar esto,
decimos, para poner de manifiesto el olvido y el
abandono en que yacen esas regiones. La sola
importancia natural de estas vas de comunica-
cin debera bastar para que de ellas se hicie-
ra ordenadamente uso por los gobiernos, sin ms
consideracin que la de establecer el precedente
y facilitarle a la iniciativa individual el valerse
de los medios oficiales, a fin de crear as, poco a
poco, poblaciones y riquezas nuevas.
Palpable es la utilidad de los ros en el uni-
verso entero. Las naciones adelantadas que ad-
quieren dominio sobre alguna corriente de agua,
se apresuran a beneficiarIa, seguras de obtener
con ello muy buenos resultados ms o menos in-
mediatos. En el caso presente podran aducirse
otras consideracioneg, aunque acaso no faltaran

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190 SANTIAGO PEREZ TRIANA

quienes las calificaran de sentimentales, tales


como lo importante que es para pases dbiles el
reforzar su derecho por medio del persistente uso
de l, que para esos ros y esas mrgenes deban
aprovecharse y no dejarse en olvido. Debera ha-
cerse circular por ellos constantemente la ban-
dera nacional. En todo lo posible las pulsaciones
de la vida de la repblica deberan hacerse sentir
en esas selvas. Fuera de estas consideraciones,
hay otras de peso, mejor dicho, de pesos, o sea
pecuniarias o de lucro inmediato, a las cuales se
quiera prestar ms general atencin.
Como queda dicho, tanto en las mrgenes de
los ros como en los bosques vecinos abundan
productos naturale:,; de fcil salida en los mer-
cados extranjeros. Descuellan, en primer lugar,
por la cantidad en que se les encuentra y por
el valor y la fcil venta que alcanzan, los si-
guientes: el caucho o goma elstica, la sarrapia
y el chiquichique. Al primero de estos artculos
se le hallan en la industria nuevas aplicaciones
todos los das. Lo propio puede decirse en el
campo de la farmacia y de la perfumera, res-
pecto de la sarrapia. En cuanto el chiquichique,
conviene dar alguna explicacin de lo que es.
Llmase as una fibra que brota de cierta pal-
ma en forma de gruesa trenza o barba y que re-
toa nuevamente cada ao. Con esta fibra, sin
necesidad de otra preparacin que el retorcerla,
se hacen cables que tienen la inapreciable ven-
taja no slo de no sufrir con el contacto del agua,
sino ms bien de mejorar con ese contacto. Se
le emplea tambin para tejer esteras y escobas,
y para los mil otros usos que pueden hacerse de
una fibra resistente y flexible. El chiquichique
se exporta hoy en grandes cantidades del alto
Amazonas y del Africa y se le conoce en el mer-
cado europeo tambin con el nombre de piazaba.
Su precio medio alcanza, para las buenas cali-
dades, hasta treinta libras esterlinas, o sean
ciento cincuenta dlares la tonelada. Los pre-
cios de la goma fluctan; pero desde hace varios
aos van en constante aumento, a causa del

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DE BOGOTA AL ATLANTICO 191

enorme desarrollo que ha tenido el consumo de


este artculo para las llantas de los vehculos de
lujo y para los tubos neumticos de las bicicle-
tas. A ms de este artculo deben citarse, aun-
que en escala inferior a l, pero siempre como
de importancia y muy grande para el comercio,
el palo de aceite y las resinas, as como muchos
productos medicinales, los cuales requieren co-
nocimientos especiales para su explotacin.
Los tres artculos principales mencionados no
presentan dificultad ninguna. El rbol de sa-
rrapia arroja l mismo su fruto al suelo; el de
goma slo requiere que se le haga una incisin
por la que deja escapar el precioso jugo, el cual
se seca y se coagula al contacto del aire; y so-
metido despus a la accin del humo, se conso-
lida an ms y queda en punto para la expor-
tacin. El chiquichique tampoco requiere prepa-
racin; de un machetazo se le corta al rbol la
barba, la que suele tener hasta un metro de lon-
gitud y a veces ms. El espesor de esta barba
vara segn la edad del rbol: desde una, hasta
tres o cuatro pulgadas. La fibra del rbol as
cortada, se dispone longitudinalmente en mazos
superpuestos, de modo de formar bultos fciles
para el acarreo, los cuales se atan con torzal es
hechos de la misma fibra. Ni el agua, ni la hu-
medad, ni el sol daan esta fibra. Lo propio pue-
de decirse de la goma elstica. En cuanto a la
sarrapia, s es preciso resguardarla.
En los ros afluentes del alto Orinoco, tales
como el Guaviare, el' Casiquiare, el Humea, el
llrida, el Tuparro y el Zipapo, y en muchos qUA
sera largo enumerar, hay lugares en donde el
rbol de goma se encuentra formando l solo
verdaderos bosques, de modo que un trabajador
puede con poco esfuerzo recoger de veinticinco
a treinta libras diarias. La cantidad de chiqui-
chique que puede obtenerse es prcticamente
ilimitada. Hay en esas regiones verdaderas sel-
vas, extensiones de muchos kilmetros cuadrados
formados por esta palma. Lo propio puede de-
cirse de los bosques de sarrapia no explotados

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192 SANTIAGO PEREZ TRIAN A

todava, casi todos ellos desconocidos por hallar-


se del otro lado de los raudales. A solicitud nus-
tra, tanto Gatio como Leal, despus de sepa-
rarse de nosotros, hicieron una exploracin espe-
cial en comarcas que ellos no haban visitado
ni visto, de los mejores lugares para la explota-
cin, tanto de la sarrapia, como de la goma y el
chiquichique. De los informes recibidos de ellos,
hemos sacado la conviccin de que en este caso
lo difcil ser decidir cul localidad es mejor que
las otras, pues son muchas aquellas en que con-
curren todas las condiciones necesarias para una
fcil y provechosa explotacin en escala muy
grande.
Ocurre preguntar por qu, siendo esto as, no
ha habido hasta ahora quin se aproveche de
tnta riqueza y quin explote estos artculos de
exportacin? Esto sorprende ms si se tiene en
cuenta que otros artculos americanos que haban
obtenido ventajosa venta en Europa, han dismi-
nudo en importancia por la terrible competen-
cia que a la Amrica tropical le hacen la India
inglesa y las dems colonias orientales insulares
o continentales de Europa. En esos pases que
gozan de todas las ventajas de un gobierno serio
y estable y de leyes no sujetas a mutaciones ar-
bitrarias, se tiene adems la facilidad de obte-
ner un trabajo esclavo, abundante y barato. La
razn de esto est ya dicha: los raudales han
obrado como una muralla infranqueable. Detrs
de ellos esa riqueza ha permanecido ignorada
casi por completo, y apenas conocida de aquellos
que la han explorado en situacin de explotarla.
La mayor parte de los escasos productos explo-
tados en esos ros situados en la parte alta del
Orinoco, en vez de seguir el curso aparentemen-
te natural para ellos, que sera el del Orinoco
aguas abajo, toman por el cao de Casiquiare
y salen al exterior por el Amazonas, de modo
que aparecen como frutos naturales pertem~cien-
tes a las orillas de este ltimo ro. Qu es nece-
sario para facilitar la explotacin de esas co-
marcas? Cul sera el plan de accin eficaz y

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DE BOGOTA AL ATLANTICO 193

precioso para resolver este problema? Como una


indicacin de las posibilidades que nosotros ve-
mos, y que sometemos a la consideracin de los
hombres patriotas, tanto en Colombia como en
Venezuela, para que otros ms nteligentes le den
forma final, hacemos las siguientes:
Lo importante es aprovechar las vas de co-
municacin, es decir, poner en ellas vehculos
fciles y baratos. Esta labor deben ejecutarla los
gobiernos. Convendra la formacin de una com-
paa provista de una concesin colombiano-ve-
nezolana, que se comprometiera a lo siguiente:
A establecer la navegacin peridica, por va-
por, quincenal por lo menos, desde Ciudad Bol-
var hasta Puerto Real, punto en donde termina
'el raudal de Atures;
A reconstrur la va terrestre que hasta hace
treinta aos ms o menos, existi a lo largo de
los raudales;
A construr dentro de un corto nmero de aos
un ferrocarril que recorra toda la extensin des-
de Atures hasta Maipures, en reemplazo de la
dicha va terrestre. Este ferrocarril sera de muy
poco costo, pues, como queda dicho, las mrge-
nes son planas y slidas, no habra trabajos de
nivelacin de ninguna importancia y' el de ban-
queo sera insignificante;
A establecer servicio de vapores peridicos por
los ros Vichada, Guaviare, Casiquiare y Ataba-
po, y .
A establecer lanchas de vapor pequeas que
pudieran surcar los dems ros que confluyen al
Orinoco, ms arriba de Maipures, segn fuera
requirindolo el desarrollo del comercio.
Adems, esa misma compaa debera estable-
cer navegacin peridica tambin, por el ro Meta
hasta el punto de la Cruz.
Los colombianos no deben olvidar que el Me-
ta es solamente una de las muchas poderosas
corrientes de agua que baan la regin oriental
de la Repblica,y que desembocan en el Orinoco.
Si a los pueblos y a los gobiernos no se les ha
de exigir por razn de sentimentalismo sino el

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194 SANTIAGO PEREZ TRIAX A

menor nmero de esfuerzo posible, a los ca-


pitalistas y a los hombres de dinero, no se les
puede exigir ni un solo esfuerzo por razones
sentimentales. El plan que queda expuesto no
pasara de ser un sueo ms o n:enos lrico, si nO
entraara elementos remuneratIvos para el ca-
pital que su desarrollo requiere ..
Cul sera el costo del desarrollo del plan CI-
tado? Para el servicio del bajo ro y del ro Me-
ta bastaran al principio cuatro vapores que,
puestos en Ciudad Bolvar, podran avaluarse a
10.000 libras esterlinas cada uno o sean 40.000
libras esterlinas.
La construccin de los seRenta kilmetros de
ferrocarril de va angosta, incluyendo los puen-
tes que sera preciRo conRtrur sobre los tributa-
rios que entran a los raudales, puede calcularse
a razn de 2.000 libras esterlinas el kilmetro, o
sean 120.000 libras esterlinas.
Para el servicio de los ros citados, ms arri-
ba de los raudales, bastaran diez lanchas de
vapor de capacidad de treinta y cuarenta tone-
ladas, avaluables, puestas en el lugar en donde se
las necesita, en 2.000 libras esterlinas o sean 20.-
000 libras esterlinas.
Tenemos, pues, 80.000 libras esterlinas de ca-
pital efectivo requerido para la implantacin com-
pleta de toda esta empresa.
Las cifras precedentes no son clculos alegres.
Por el contrario, tanto en el precio kilomtrico
del ferrocarril, como en el precio de los vapores
y de las lanchas, se ha dejado amplio margen pa-
ra toda clase de contingencias.
La compaa as establecida, tendra el monO-
polio de los transportes en los ros de esas regio-
nes. Para impedir que ese monopolio degenerara
en tirana opresora, bastara fijar de antemano
reglas para el establecimiento de tarifas. Y para
que la Compaa, a su vez, no quedara a merced
de arbitrariedades futuras, deberan el Gobierno
de Colombia y el de Venezuela, garantizar, por
un perodo de aos dado, un inters conveniente
sobre su capital. Si en el Congo ha habido atrac-

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DE BOGOTA AL ATLANTICO 195

tivo suficiente para que se construyan en sus ori..,


Has ferrocarriles hasta de doscientos kilmetros
de longitud, no suceder lo propio en el Orinoco
y sus afluentes, cuyos valles no son ni menos fe-
races ni menos ricos, y s mucho ms sanos?
Adems, el Congo queda perdido all en el centro
del Africa; sus mrgenes estn pobladas de tribus
salvajes, agresivas, en tanto que el Orinoco y
sus afluentes quedan cerca de los centros pobla-
dos de Colombia y de Venezuela, y las numerosas
tribus que all se encuentran son mansas y servi-
ran de poderoso auxilio para el trabajo y para
la industria. Esta sola consideracin bastara
para demostrar en globo la posibilidad mercantil
de la formacin de una Compaa como la que
dejamos apuntada.
Al hacer la exposicin precedente hemos cal-
culado la solucin completa de todo el problema
de acuerdo con los mtodos modernos ms ade-
lantados. Pero no debemos proseguir sin indicar
que en un principio bastara establecer un ca-
mino carretero en los raudales, y dejar la cons-
truccin del ferrocarril para cuando ya el tr-
fico lo exigiera. Ese caniino carretero sobre te-
rreno plano y duro, como .es el de las mrgenes
en los raudales, en vez de costar las 120.000 li-
bras esterlinas presupuestas para el ferrocarril,
podra construrse con 10.000 libras esterlinas,
con lo cual tendramos nuestro presupuesto re-
ducido a 70.000. Ms an; este mismo plan po-
dra desarrollarse paulatinamente, reduciendo el
nmero de embarcaciones a la mitad.
El inters del 5%, con un fondo de amortiza-
cin acumulativo del 2% anual, sobre libras es-
terlinas 180.000, nos dara 12.600 libras ester-
linas anuales, suma fcil de garantizar conjun-
tamente por los gobiernos de Colombia y de Ve-
nezuela, y que bastara con creces para dar su
vida y para traer bajo el imperio de la civilizacin
a esas inmensas regiones. Una vez que existieran
los transportes fciles y baratos, acudiran las
gentes, tanto de las regiones pobladas de Cololl1-

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196 SANTIAGO PEREZ TRIANA

bia como de las de Venezuela, a explotar esas ri-


quezas que hoy permanecen abandonadas.
Las concesiones que entraan privilegio exclu-
sivo para la explotacin de ,determinados frutos
o de determinadas regiones, slo tenderan a cer-
cenar la libertad y a coartar y entra bar el des-
arrollo de la industria individual. Los gobiernos
deben mirarse mucho en esto. Lo que a ellos in-
cumbe es facilitar los medios de transporte, y
abrir las puertas, amplia y francamente, a fin de
que nacionales y extranj eras penetren en esos
bosques, en esas selvas y esas montaas, de modo
que ante:,; de n1-uchos aos queden al servicio de
la civilizacin, y no sean como son hoy, un repro-
che y una prueba de la incuria y del olvido de los
pueblos sudamericanos respecto de sus vitales
intereses. Ojal estas lneas caigan bajo los ojos
de hombres patriotas e influyentes, tanto en Co-
lombia como en Venezuela, para que esta idea
puda ser semilla de bien para las dos naciones,
de modo que, as, todos los elementos que ellas
poseen entren en un mismo cauce en beneficio de
ellas; y no se vayan dando disgregados en conce-
siones particulares, como beneficios palaciegos y
ddivas a favoritos, hbiles en la lisonja y en la
mentira! La cuestin 'es de importancia nacional
para los dos pases; ella tiene alcance trascen-
dental en el desarrollo de ellos, y los dos gobier-
nos y los dos pueblos deben unir su esfuerzo para
que ella sea apreciada en toda su amplitud y en
toda su grandeza, y para que sea atendida como
10 merece.
No debe perderse de vista que la empresa po-
dra estar respaldada con garanta efectiva, al
formarse una compaa europea que realizara la
labor que dejamos apuntada. Y para terminar
esto, haremos aqu una observacin.
Supongamos que los resultados pecuniarios son
tales, que durante algunos aos, durante muchos,
si se quiere, los gobiernos tuvieran que pagar de
su erario el inters mencionado. Qu importara
eso?, Acaso la vida de las naciones y la labor
poltica del patriotismo deben estar sujetas a cri-

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DE BOGOTA AL ATLANTICO 197

terios tan poco elsticos como la vara de medir,


la camndula de rezar el rosario, o el machete del
revolucionario?
Una consideracin final: tiene que llegar siem-
pre un momento en que ciertas labores han de ser
ejecutadas por alguna persona; sta las olvida o
las abandona, y otro se presenta y las ejecuta. El
mundo tiene, cada da ms necesidad de esas re-
giones y de las riquezas que ellas encierran. Si por
razones de cualquier gnero, los Gobiernos de
Colombia y de Venezuela no cumplen con su deber,
llegarn otros gobiernos que los pondrn a ellos
a un lado y que ejecutarn esa labor. Los agen-
tes de esos gobiernos bien pueden venir de allen-
de el Atlntico, con la mira o la pretensin o
excusa que encubra el deseo de reinvindicar con-
quistas perdidas por naciones que fueron inca-
paces de retener el dominio; o a guisa de lobo,
envuelto en la piel de cordero, pueden venir del
Norte en la elstica y precaria doctrina Monroe.
El hecho es que no est lejano el da en que el
Orinoco y todos sus afluentes dejen de ser ros
majestuosos, peregrinos, solitarios y olvidados,
perdidos en la inmensidad del desierto, para con-
vertirse en corrientes vivas" al servicio de la
civilizacin y del progreso humano.
CAPITULO VIGESIMO QUINTO

En uno de los ltimos das <lel mes de abril de


1894, despus de corta permanencia en la ciudad
que lleva el nombre del Libertador Bolvar, nos
embarcmos en el vapor que deba llevamos a
Puerto Espaa, en la isla Trinidad. Subimos a
bordo despus de despedimos de los numerosos
y galantes amigos que tnta bondad y simpata
nos haban demostrado y que quedaban en aquel
lugar tan lleno de recuerdos histricos, y para
nosotros tan hospitalario.
Pocos instantes despus de hallamos a bordo,
pit el barco, giraron las poderosas ruedas con
pausado movimiento, estremecise con trepida-
cin progresiva que bien pronto lleg a ser sacu-

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198 SANTIAGO PEREZ TRIANA

dimiento perceptible, toda la estructura, y con


majestuosa tranquilidad la enorme mole empez
a ponerse en marcha, rompiendo ligeramente el
lmpido espejo de las aguas del ro, cuya corrien-
te era apenas manifiesta, a pesar de ser bastante
rpida en realidad. A poco, el corte de la quilla
qued definido en dos rastros blancos, dos crines
de espuma que a babor y a estribor se extendan
como las lneas divergentes de un ngulo. El
acesar de la mquina, semejante al de un caballo
de carrera, se acentu, y de las dos altas chime-
neas y del tubo de escape de vapor se alzaban a
cortos intervalos, a impulso de los resoplidos, pe-
nachos blancos de agua vaporizaua y grises ne-
gruzcos de holln y de humo que se perdan en
el claro y lmpido azul de aquel cielo tropical.
Adelantse la nave poco a poco hacia el centro
del ro, describiendo una curva. All enderez su
curso ponindose en pleno cauce, y como caballo
situado ya en mitad de la pista, despidi al golpe
de las paletas de sus ruedas, resbalando con la
velocidad de veinte nudos a la hora, hacia el
Ocano.
Desde la popa contemplbamos el panorama
que quedaba atrs. A un lado, la aldea de Sole-
dad, enfrente de Ciudad Bolvar, entre la cual y
la ciudad se vean surcar numerosas embarca-
ciones, impelidas por pequeas y blancas velas,
las unas; y las otras, por los remos y los canal e-
tes tan familiares ya para nosotros. Veanse en
ellas, ora pasajeros que iban de un lado a otro,
ora cargamentos de vveres, de mercancas de
todo gnero y de animales llevados de la aldea
a la ciudad y viceversa. En la margen derecha,
tranquila, blanca y sonriente sobre su colina, la
ciudad misma, en cuyo centro se destacaban las
dos torres de la catedral. En los tejados, en las
. azoteas y en los cristales de muchos balcones se
vea reverberar el sol en rayos multicolores for-
mados por la luz quebrada y descompuesta; y a
medida que nos alejbamos, el panorama se en-
volva en velo indistinto y vago que cubra toda
la ciudad, como preparando la disolucin final

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DE BOGOTA AL ATLANTICO 199

de ella en el lejano azul del horizonte, hasta que


al fin qued de nuevo delante de nosotros tan
slo el ro con su poderoso caudal de aguas limi-
tadas en las mrgenes, ora por la altiva selva y
sus rboles corpulentos, ora por sus praderas in-
mensas, ora por sus desiertos arsenales, tendidos
unas veces a lo largo de las mrgenes y otras en
mitad de la corriente.
No tardmos muchas horas en llegar al puer-
to de San Flix, que es el que sirve a la regin
minera de El Callao, hasta hace muy pocos aos
tan famosa por los pingties rendimientos que de-
j la mina de ese nombre, una de las ms ricas
que se han descubierto en el siglo presente, y cu-
ya veta, perdida despus de haber enriquecido a
sus dueos, ha causado la ruina de muchos de
ellos; pues el hilo de oro, en su curso descenden-
te, o se agot, o se perdi en las entraas de la
tierra. Esas minas se hallan situadas no lejos
del lugar de las antiguas misiones del Caron,
en tierra esplndida,' feraz y hermosa, y yacen
hoy casi del todo abandonadas. Alguien nos dijo
que cuando estaban las minas de El Callao en
plena produccin, una rica compaa europea ha-
ba pedido privilegio para la construccin de un
ferrocarril desde el ro hasta la regin minera.
Sucedi, segn la voz pblica que, en cambio de
ese privilegio, le fue exigida a la Compaa una
fuerte suma de dinero, como ddiva, para algu-
na personalidad influyente, sin cuya autoriza-
cin el ferrocarril no podra construrse. La Com-
paa estaba dispuesta a dar algunos millones
en esa forma y para ese objeto, pero no tntos
como le eran pedidos. Por esta diferencia el fe-
rrocarril no se construy. Hoy sera imposible, o
poco menos, encontrar quien suministrara los re-
cursos para esa obra costosa, pues las minas de
El Callao y sus esplndidos rendimientos son ms
bien un recuerdo que un hecho presente. Lo que
antes era ciento, hoy se ha convertido en diez.
Por otra parte, si el ferrocarril hubiera sido cons-
trudo, no es exagerado asegurar que la suerte
de aquellas comarcas, sanas y feraces, hubiera

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200 SANTIAGO PEREZ TRIAN A

podido ser muy anloga, mutatis mutandis, a la


de las regiones californianas y las del Oeste de
los Estados Unidos. All, el oro hallado en las
entraas de la tierra, fue motivo y causa de gran-
des inmigraciones, y de la construccin de vas
frreas y de medos de transporte que han servi-
do al desarrollo agrcola, desarrollo ms perma-
nente y ms beneficioso para las naciones que
la explotacin de los metales preciosos, porque
l perdura y se sostiene en ellas cuando ya las
minas se han agotado. En verdad que el pueblo
venezolano, en general, y los habitantes de aque-
lla regin tienen muy poco que agradecerle a
quien, en su sed de acumular' millones y no con-
tento con los ya acumulados, impidi, por milln
ms o milln menos, que se relizara, en el mo-
mento nico y preciso en que podra realizarse,
una obra de tan trascendental importancia pa-
ra esa regin, la cual, despus del auge que le
dio la inmensa produccin de oro, permanece ya
olvidada y separada del mundo por inmensas ex-
tensiones de terreno, a travs de las cuales, ora
en carreta, ora en mulas o bueyes, lentamente
se arrastra el viajero, y con mucha dificultad
lleva los artefactos y productos indispensables
para la vida. Alguien nos agreg que al lado de
los ricos filones de oro libre que formaron la ri-
queza de las minas ya abandonadas, hay otros
muchos, de minerales refractarios que requieren
para su explotacin, maquinaria e instalaciones
tan pesadas, que no puede pensarse en llevarlas
sin la ayuda de ferrocarril; pero que si ste hu-
biera sido construdo, habran sido puestas en
explotacin, y habran permitido la continuacin
de la industria minera, con gran ventaja aun des-
pus de agotados los minerales de oro libres.
Da tristeza ver cmo la codicia de un solo in-
dividuo, omnipotente durante un tiempo dado,
vino as a ponerle dique, desvindola, a la co-
rriente del progreso en regiones tan aptas para
ser centros de la vida civilizada. La codicia y los
apetitos de los providenciales de hispanoamrica,
ya se enmascaren de liberales progresistas, ya de

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DE BOGOTA AL ATLANTICO 201

conservadores ultramontanos, imponen sacrifi-


cios a los pases, les causan daos y les ocasio-
nan prdidas de trascendencia, hasta el punto
que los pueblos continan padeciendo de sus con-
secuencias cuando ya el providencial respectivo
ha quedado reducido a mera mancha sucia en la
pgina de la historia, pgina que hace ruborizar
a los coterrneos del providencial y que averguen-
za a la humanidad entera.
Acaso en 10 que nos fue narrado a nosotros, y
que con todas las salvedades del caso hemos
transcrito, haya alguna exageracin. Empero la
voz pblica a este respecto nos pareci entera-
mente unnime.
A medida que avanzbamos en la corriente, ad-
vertamos que el ro, despus de haberse estre-
chado en la angostura, extenda su cauce ms y
ms. Estbamos cercanos al mar, y no sabemos
si sera por motivo de las ideas que llevbamos
en la mente, o porque, en realidad, as fueran las
cosas; pero parecinos que el ro atemperaba el
curso de sus aguas, como presintiendo su cerca-
no fin, y como queriendo llegar al mar, adonde
haba de perderse, con calma y con majestad. A
uno y otro lado se vean de vez en cuando lagu-
nas formadas por los desbordes de las aguas, y
en algunas partes el sol poniente iluminaba de
soslayo, con sus rayos casi paralelos al haz de la
tierra, todo el panorama. Brillaba a lo lejos, a
travs de la selva, sobre manchas o parches de
agua formados por una serie de lagunas que re-
flejaban su luz por entre el follaje y la maleza,
como petos de bruido acero cubiertos por el en-
caje de las ramas y de las hojas.
En ms de una ocasin nos encontrmos en
angostos caos escogidos como ms cmodos pa-
ra la navegacin. En uno de ellos, cuando ya el
sol comenzaba a hundirse y cuando de su disco
solamente se perciba la mitad sobre el borde del
horizonte, como la faz de un hombre bueno del
cual slo los ojos se pudieran ver, por tener el
resto de su rostro oculto, el capitn nos advirti
que pronto P8ftf\f~6o~;;pe en donde ~~J~B~A
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202 SANTIAGO PEREZ TRIAN A

abundan las garzas rosadas, y que era posible que


stas se despertaran con el silbato del barco. Di-
jo la verdad; a poco llegmos al lugar menciona-
do. El buque pit, y al punto de entre la maleza
que se hallaba a orillas de la laguna vecina y cu-
yas ondas veamos nosotros perfectamente ms
all de la margen del ro, se levant una inmen-
sa bandada de garzas rosadas, las que por un
momento extendieron entre el sol poniente y nos-
otros una especie de cortinaje rosado con par-
ches rojizos o amarillentos, formados por los hue-
cos, a travs de los cuales penetraba la luz del
Rol; cortinaje que pas delante de nuestros ojos
y se perdi en lo alto del aire. A poco andar ya
el sol se haba ocultado por completo, y la noche,
tan rpida en imponer su imperio de sombras en
las regiones ecuatoriales, se haba adueado de
todo.
En el combo del cielo empezaron a destacarse,
y bien pronto tachonaron por completo el infini-
to azul, las constelaciones familiares a nuestros
ojos. Rein la calma en lo alto, en tanto que de
las orillas venan el ruido y los murmullos innu-
merables del trpico a esas horas del da. El va-o
por prosegua su curso hacia adelante en medo
de aquella oscuridad azulada en que las sombras
luchaban con el brillo de innmeras estrellas que
se difunda con facilidad en' esa difana atms-
fera; mas no fue largo el imperio de las sombras,
pues antes de mucho tiempo se alz majestuosa
en el ter la luna, la misma brillante luna com-
paera nustra desde los primeros das del via-
je; nuestra misma simptica protectora en el bos-
que, en el llano y en el ro, y que, en aquella lti-
ma noche de nuestra peregrinacin en las selvas
del continente americano, vena a baar las
aguas, a vestir los bosques con su luz misteriosa,
a iluminar como antorcha gloriosa la marcha del
barco en el cual adelantbamos hacia el Ocano.
As como los guerreros de la antigua Grecia o
los de la Roma conquistadora erigan un templo
a la Deidad propicia, a cuya proteccin haban
encomendado las empresas en que haban salido

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DE BOGOTA AL ATLANTICO 203

triunfantes, as nosotros, sin ser paganos, pero


ni siquiera griegos ni romanos, sino simples in-
dividuos de una agrupacin cuasi annima en
las luchas del siglo XIX, habramos querido eri-
gide a la .luna un templo, porque tntas veces
haba prestado su luz, porque tntas veces ha-
ba iluminado con sus rayos, en medio de esas
soledades, las profundidades de nuestra alma, y
haba dorado las imgenes del recuerdo o de es-
peranza que se haban alzado delante de nues-
tro espritu, y haba matizado los lejanos hori-
zontes hacia los cuales ste tenda el vuelo, y tran-
quila y majestuosa en su ascenso en medio de los
espacios infinitos, nos paba dado el ejemplo de
la calma, de la tranquilidad y de la fe en los deales.
Muy avanzada la noche, nos retirmos. Haba-
mos retenido sobre cubierta el panorama que aho-
ra se nos presentaba de distinta manera, arras-
trado como la tela de una linterna mgica delante
de nuestros ojos.
E) ro se divida y se subdivida, en todas di-
recciones, en un sinnmero de caos. Dirase que
antes de decir adis al continente, deseaba es-
trechado y cubrirlo en el mayor nmero de pun-
tos posible, as como los hombres se abrazan pa-
ra decirse adis; o como la mano extiende y se-
para sus dedos -que dedos extendidos de una
mano parecan los caos formando numerosas
deltas- para mejor coger y retener un objeto
dado.
Bien temprano estuvimos de pie. Apenas raya-
ba el sol en el Oriente. Atrs, muy lejos, se vea
como una lnea indistinta la lejana costa. Aun-
que estbamos ya varias leguas mar adentro, el
agua sobre la cual navegbamos era agua dulce,
porque el potente caudal del Orinoco se mantie-
ne unido por gran trecho despus de entrar al
Ocano, y solamente desaparece y se confunde
con las salobres ondas despus de haber marca-
do las huellas de su curso y establecido, por de-
cirIo as, su individualidad. Estbamos ya en 'ple-
no mar. Habamos llegado al punto deseado du-
rante tntos das. Libres como las aves que sur-

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204 SANTIAGO PERE~ TRIANA

caban el espacio, podamos enderezar el rumbo


hacia el lugar y regin que mejor nos pareciera.
Dimos gracias a Dios por merced tan sealada.
Advertimos que los pendones que flotaban en lo
alto de los mstiles eran, el uno, el de la Rep
blica norteamericana, nacin a la cual pertene-
ca el barco, y el otro, el nustro, el tricolor co-
lombiano, representante all de la Repblica de
Venezuela. Esos pendones eran agitados y sacu-
didos por el viento que soplaba haci:: tierra, de
Oriente a Occidente. Nosotros reconOCImos en ese
viento a nuestro viejo amigo, al viento alisio del
Meta, del Vichada y del OrinDco, que algunas ve-
ces haba ayudado a impulsar nuestras embarca-
ciones, que otras, convertido en brisote, nos ha-
ba detenido durante luengas horas en los de-
siertos arenales. Nuestro espritu emprendi el
vuelo en pos de ese viento amigo, y con la rapidez
del pensamiento, para la cual son lentos los
aquilones y los huracanes, recorrimos todo el espa-
cio que quedaba atrs. Vimos otra vez el ro con
sus lagunas formadas por los desbordes, su angos-
tura como en marcha triunfal delante de la ciu-
dad, en donde se reuni el primer congreso de la
Gran Colombia; sus vueltas y revueltas, ora ma-
jestuosas, ora rpidas, embravecida s, encrespadas
de e~puma; sus remansos, grandes como ocanos
y tranquilos como lagos; su encuentro con los in-
nmeros tributarios que al paso le salen y con l
se confunden; la lucha terrible con el granito y
con el basalto, all en los raudales; -el hervir de
las aguas en los tazones; la calma despus de los
rugientes saltos y estertores, y ms arriba de
los rpidos, la corriente otra vez calmada, los in-
nmeros afluentes extendidos en todas direccio-
nes y perdidos en 10 misterioso de las selvas vr-
genes y seculares. Nos pareca tambin ver al vien-
to batir sus alas en los lugareR consagrados por
la lucha, y recoger en ellos el aliento guerrero'
no por el espritu de violencia y de sangre, qU~
ese aliento siempre entraa, sino por la idea de
dignidad humana que le trajo a la vida y lo ma-
nifest de hecho en las pocas en que la libertad

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DE BOGOTA AL ATLANTICO 205

libr sus batallas y coron sus triunfos en esas ili-


mitadas comarcas. All estaba el recuerdo de to-
das esas faenas, desde la batalla de San Flix, en
el bajo ro. En mil lugares encontraba la memo-
ria de las sangrientas huellas; unas famosas en la
historia, como las Queseras del Medio y Carabobo;
otras, no menos heroicas. pero perdidas en el sin-
nmero de memorias guerreras, como los hroes
annimos que caen en las filas y que son cubier-
tos por la tierra sobre que no se levanta ni una
losa ni una cruz. Por fin le vimos llegar al muro
infranqueable que forma la cordillera, y all de-
tenerse un momento; pero esa detencin nos pa-
reca que era simplemente la del viajero que de-
tiene su marcha para tomar aliento antes de em-
pezar la nueva etapa de su ruta.
Segua nuestro espritu descendiendo de aque-
llas alturas a las planicies y a las montaas que _
del otro lado quedan, y nos pareca que as como
el viento haba libertado el ambiente de los mias-
mas y las impurezas, en toda la inconmensurable
extensin que desde la costa oriental del Atln-
,tico se tiende hasta el pie de la cordillera, con
nuevos mpetus y fuerza nueva, as tambin, vi-
vificando en las frescas cimas de los altos Andes,
emprenda la tarea de purificar la atmsfera en
las regiones pobladas que hacia el Occidente de
esa cordillera se extienden, llevando su impulso
benfico hasta las costas del Pacfico.
Se nos ocurra que esa labor no poda estar le-
jana; que para ella estn maduras las cosas; que
el da debe de llegar, y llegar pronto, y que el
pensamiento animado tambin de cientos y de
miles de espritus, cristalizado en deseo vehemen-
te, en razones incontestables, en decisiones inven-
cibles, enardecera a todo el pueblo colombiano
y movera los brazos de todos los hombres resuel-
tos a ser libres, en un mismo sentido y para una
misma idntica labor, haciendo revivir en todas
las conciencias el recuerdo de los magnos tiem-
pos en que fue fundada-la patria y fueron senta-
das de una vez para siempre las bases de la Re-
pblica.

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206 SANTIAGO PEREZ TRIANA

El mar tranquilo apenas sacuda sus inmensas


ondas sobre las cuales, como la cuna de un nio,
se meca la nave que nos llevaba. El sol naciente
reverberaba sobre las aguas con aquel grato tre-
molar dell'onde de .que habla el poeta florentino.
En cada pliegue menudo de la ola inmensa se re-
flejaba una aurora. El viento nos refrescaba el
rostro y traa la esperanza a nuestro espritu. Las
paletas de las ruedas golpeaban con persistente
esfuerzo las salinas ondas. A cada embate de la
quilla se quebraban las aguas en cascadas de
blancas, irisadas espumas que saltaban a lo alto
y mojaban la cubierta. El horizonte pareca en-
sancharse y crecer a cada instante a medida que
el sol lo iluminaba y que en el azul del cielo se
perdan las blancas nubes que haba dejado ol-
vidadas la noche y el palio azul del infinito re-
dondeaba su combo bajo el cual flotaba el barco
como un punto perdido en el espacio.

F I N

B/\NCC DE LA REPW~UCA
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E:JU:::i=:.\

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