Hombre y Super Hombre G B Shaw
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M. A^UILAR.
EDITOR
MADRID
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University of Illinois
Library
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L161-O-1096
BERNARD SHAW
HOMBRE Y SUPERHOMBRE
BERNARD SHAW
HOMBEE
Y SÜPEMOMBRE
COMEDIA Y FILOSOFÍA
EN CUATRO ACTOS, EN PROSA
TRADUCCIÓN DE
JULIO BROUTÁ
M. AGUILAR
EDITOR
MARQUÉS DE üy.QUIJO, 39
MADRID
ES PROPIEDAD
••
Imp. ;le J- Pueyo '
-^
TeléSono 14^0.-MADKlü
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PREFACIO
Mi querido Walkley:
Un día me
preguntó usted por qué no escribía yo una
obra sobre Don
Juan. La ligereza con que asumió tan
tremenda responsabilidad, tal vez a estas fechas se lo
haya hecho olvidar. Pero ya llegó el momento de cum-
plir; ahí tiene Usted su obra. Digo su obra, porque qui
(1) Que serán objeto de un futuro tomo de la presente colección. (N. del T.)
VIII PREFACIO
(1) Hoy día, como es sabido, no conocen traba las piernas de las muje-
res.-(iV. del T.)
PREFACIO XXV
aplauden entusiasmados.
PREFAaO XLVII
Woking, 1903.
XLVIII PREFACIO
él, hay dos bustos encima de sus correspondientes columnas: el uno, a su iz-
suponer que otro personaje tan atractivo pueda aparecer en una misma obra-
Su cuerpo esbelto y bien formado; su traje elegante, de luto riguroso; su ca-
beza pequeña y rasgos regulares; su bonito y fino bigote; sus ojos claros y
pero fino y de hermoso color negro; el arco de buena naturaleza de sus ce-
jas; la frente alta y el mentón algo apimtado, todo indica que el hombre
HOMBRE Y SUPERHOMBRE 5
luego amará y sufrirá. Y que esto no sucederá sin que se granjee leis simpa-
tías del público lo garantizan la sinceridad que previene en su favor y la ser-
viciabilidad modesta e insistente que le señala como hombre de índole
se levanta y por encima tiende la mano sin decir una palabra. Sigue un apre-
tón largo y cariñoso que indica la historia de una dolorosa pérdida común.
Ramsden. —(concluyendo el apretón y recobrando su expresión
que, sean las que sean sus opiniones, siempre será bien-
venido por haberle conocido su querido padre.
—
RaMSDEN. (Perdiendo la paciencia.) Esta chica eStá lOCa
con eso del deber para con sus padres, (se precipita como un
buey aguijoneado en dirección del busto de John Bright, en cuya expre-
sión no hay simpatía para él. Hablando se vuelve hacia Herbert Spen-
para ser descrito como un hombre gordo con barba. Pero desde luego se ve
que así será cuando avance en años. Todavía tiene algo de la esbeltez juvenil,
pero sus empeños no son ostentíU' juvenilidad. Su levita no le vendría mal
a un presidente del Consejo de ministros, y cierto movimiento altanero de
los hombros, cierta actitud tiesa de la cabeza y la olímpica majestad con que
una melena, o mejor dicho, un manojo tremendo de pelo, color avellana,
oscila por encima de una frente imponente, más bien recuerda a Júpiter que
a Apolo. Habla con una facilidad pasmoseí, es un hombre de movimiento
continuo, que se excita por nada (hay que fijarse en las ventanas palpitantes
de su nariz y sus movibles ojos azules, imperceptiblemente más abiertos de
lo normal) y tal vez una miaja loco. Viste con pulcritud, no por la vanidad
cia de todo lo que hace, que le impulsa a prestar la misma atención a una
visita que otros prestan a casarse o a poner la primera piedra de un edificio
Es un hombre sensitivo, susceptible, exaigerado, serio; un megalomaniático'
HOMBRE Y SUPERHOMBRE 11
terior no es una pistola, sino un pliego de papel de barbas que refriega bajo
cargo.
Tanner.— No le valdrá. Me he estado yo negando por
todo el camino desde Richmond, pero Ana dice y repite
HOMBRE Y SUPERHOMBRE 13
para él.
Octavio. — (Dejando ¡Oh! Yo nO
otra vez correr sus lágrimas.)
para siempre, porque en este momento vuelve Octavio con miss Ana Whi-
tefield y su madre, y Ramsden se levanta bruscamente y se precipita hacia
lleva un traje de luto de seda negro y morado que hace honor a su difunto
florista, y aun asi Ana hará soñar a los hombres. La vitalidad es tan común
como la humanidad, y, lo mismo que ésta, a veces se eleva a lo genial; y
Ana es uno de los genios vitales. No se crea que es una persona de sexua-
lidad exagerada, pues esto es un defecto viteil, no una superabimdancia
verdadera. Es una mujer perfectamente honrada, que sabe perfectamente
ble al ver las caras largas de los hombres (excepto Tanner que está nervio-
so), los silenciosos apretones de manos, las colocaciones atentas de las sillas,
cer, no la dejará ser dueña de sus palabras. Ramsden y Octavio toman las
dos sillas de junto de la pared y las ofrecen a las dos señoras. Pero Ana se
acerca a Tanner y toma la silla de él, que se la ofrece con un ademán brusco,
aliviando su excitación con sentarse en el ángulo de la mesa de escribir de
un modo estudiadamente desaprensivo. Octavio da una silla a Mr. White-
field cerca de Ana, y él mismo toma la que está vacante y que Ramsden
colocó debajo de las narices de la efigie de Mr. Herbert Spencer.
Mrs. Whitefield, dicho sea de paso, es una mujer chiquita, cuyo pelo
amarillo pálido en su cabeza hace el efecto de un manojo de paja puesto
sobre un huevo. Tiene una expresión de vaga malida, un chirrido de pro-
para con ella, aun cuando su alma entera está absorta en Ana.
Ramsden vuelve solemnemente a su asiento presidencial detrás de la
tación, prosigue.) Yo uo
que pueda consentir en aceptar
sé
esa misión en tales condiciones. Míster Tanner, según
tengo entendido, tiene que hacer también objeciones,
ptro no tengo la pretensión de saber en qué consisten.
HOMBRE Y SUPERHOMBRE 21
Sin duda sabrá hablar por sí. Por de pronto hemos con-
venido en que no podemos decidir nada sin conocer an-
tes tu parecer. Me temo mucho que tenga yo que decirte
que escojas entre la tutoría exclusiva mía y la de míster
Tanner. Porque me parece que vc a ser imposible para
nosotros andar juntos en este asunto.
—
Ana. (Con voz baja y musical.) Mamá...
—
Mrs. Whitefield. (ai punto.) Mira, Ana, haz el favor
de no meterme a mí en ello. No tengo opinión ninguna
en este asunto y, si la tuviese, probablemente no había
de ser atendida. Me conformo perfectamente con lo que los
tres acuerden. (Temner vuelve la cabeza y mira fijamente a Rams-
den, que malhumorado se niega a recoger esta muda comunicación.)
Ana. — (Prosiguiendo con la misma voz dulce, sin hacer caso del
ii
26 HOMBRE Y SUPERHOMBRE
lices?
Tanner.—No importa nada si no piensas disponer de
ti mismo y te limitas a ser, como la mayoría de los hom-
bres, uno que gana el pan. Pero tú, Octavio, eres un ar-
tista, es decir, que tienes un objeto tan absorbente y tan
poco escrupuloso como el objeto de la mujer.
Octavio.— ¿Cómo tan poco escrupuloso?
Tanner.— Sí, tan pocoescrupuloso. El verdadero ar-
tistadejará a su mujer morir de hambre, a sus hijos an-
dar descalzos, a su madre setentona trabajar para vivir
antes que trabajar él en algo que no sea su arte. Para
las mujeres es medio vivisector, medio vampiro. Enta-
bla con ellas relaciones íntimas para estudiarlas, para^
"
quitarles la careta de las convenciones, para sorprende
sus secretos más íntimos, porque sabe que tienen el po
der de excitar sus energías creadoras más profundas, de
rescatarlas de su fría razón, de hacerle ver visiones y so-
ñar ensueños, de inspirarle, como lo llama. Convence a
las mujeres de que esos efectos los siente por ellas, cuan-
do en realidad los siente por su arte. Roba la leche de
la madre y la trueca en tinta de imprimir para burlarla
fastidio. Ana se coloca entre los dos hombres y quiere dirigirse a Octa-
Tanner. —
¿Por qué no?
Octavio.— (Espantado.) íAh, por qué nol
Tanner.— Pues te lo voy a decir. Primero, porque ten-
drías que reñir conmigo. Segundo, porque Violeta no me
quiere. Tercero, si yo tuviese el honor de ser el padre del
hijo de Violeta, estaría orgulloso en vez de negarlo. Des-
cuida, pues, que nuestra amistad no corre peligro.
Octavio.— Hubiese rechazado la sospecha con horror
si tú tuvieses acerca de ello ideas y sentimientos natura-
les. Perdóname.
Tanner.— ¡Perdonarte] Tontería. Y ahora, sentémonos
y tengamos un consejo de familia. (Se sienta. Los demás le
encima, mira a Tanner. Como Tanner está vuelto de espaldas, ella presta un
momento de atención a su propia persona, se arregla rápidamente el pelo
equivocado.
Tanner. - (sardónico.) No se apure, Ana, pues por lo
menos noventa y cinco por ciento de las hazañas que le
HOMBRE Y SUPERHOMBRE 4t
agradece.
Tanner.— ¿Es verdad?
Ana. —De todos modos debiera agradecerlo.
Tanner.— No fué deber suyo poner coto a la mala
conducta mía, por lo visto.
Ana.— Con poner coto a la de ella, lo puse también a
la suya.
Tanner.— ¿Está usted segura de ello? Puso usted fin a
que yo le hablara de mis aventuras; pero ¿cómo sabe
usted que puso fin también a las aventuras?
—
Ana. ¿Quiere usted decir que hizo usted lo mismo
con otras chicas?
Tanner.— No; ya estaba yo harto de tonterías román-
como de Raquel.
ticas,
Ana. —(noaquello
Eutouces, ¿por qué interrumpió
convencida.)
usted nuestras confidencias y se puso usted conmigo de
un modo tan particular?
Tanner.— (Enigmático.) Pues porque sucedió entonces
que logré algo que quise guardar para mí solo, sin dar-
le a usted parte alguna.
—
Ana. Pues tenga usted la completa seguridad de que
yo no le hubiese quitado nada de ello si no me lo daba
de buena voluntad.
—
Tanner. No era una caja de dulces, Ana. Era algo
de lo que nunca usted me hubiera dejado hablar con li-
bertad.
—
Ana. (incrédula.) ¡Por Dios! ¿Qué?
—
Tanner. Mi alma.
Ana.— Tenga usted juicio, Juanito. Sabe usted que
está diciendo sandeces.
Tanner.— Hablo muy en serio, Ana. Por entonces, us-
HOMBRE Y SUPERHOMBRE 43
ción.) Creo que no será usted tan tonto que tenga celos de
Octavito.
Tanner. — ¡Celos! ¿Por qué? Pero no me extraña que
usted trate de envolverle. Siento sus espirales a mi pro-
pio alrededor, y eso que no está usted más que jugando
conmigo.
Ana.— ¿Cree usted que tengo intenciones respecto de
Octavito?
—
Tanner. Sí que las tiene usted.
Ana. -(Seria.) Cuídado, Juanito. Tal vez haga usted a
Octavio muy desgraciado si en esto le hace creer cosas
que no existen.
—
Tanner. No hay cuidado, no se le escapará a usted.
Ana.— Me pregunto algunas veces si realmente es us-
ted un hombre listo.
Tanner.— ¿A qué viene esto ahora?
—
Ana. Parece que usted entiende de todas las cosas
de que yo no entiendo, pero le aseguro que es usted una
4
50 HOMBRE Y SUPERHOMBRE
hombros.)
Tanner. Ya sé yo que Octavito no le importa a us-
ted mucho. Pero, al fin y al cabo, es uno que besa y uno
que puede, en ciertas ocasiones, permitir el beso. Octa-
vito besará y usted sólo le presentará la mejilla, y en
cuanto se presente a usted mejor proporción, le echa-
le
rá por la borda.
—
Ana. (ofendida.) No tiene usted derecho a decir esas
cosas, Juanito. En primer lugar, no es verdad, y luego,
aunque lo fuera, no está bien que lo diga usted Si a us-
ted y a Octavito les da por ponerse tontos, no es cul-
pa mía.
—
Tanner. (ueno de remordimientos.) Dispense mi brusque-
dad. Ana. Va contra este mundo perro, no contra usted.
(Ella levanta la vista hacia él, regocijada y dispuesta a perdonar. Al no-
HOMBRE Y SUPERHOMBRE 51
con vestido sencillo de seda de color café, con bastantes sortijas, cadenas y
broches para demostrar que la sencillez de su vestido es cosa de principios,
no de pobrezeu Entra muy determinada en la habitación, siguiéndola los dos
hombres muy perplejos^y abatidos, Ana se levanta y va oficiosa al encuen-
tro de miss Ramsden. Tanner retrocede hacia la pared por entre los bus-
porte, la perfecta elegancia de sus atavíos, entre los que hay un sombrero
miración espontáneamente y aun sin interés por parte de ella. Por lo demás,
en Ana hay algo de humor festivo; en esta mujer, ni rastro, y tal vez tampoco
perdón alguno. Su voz recuerda la de una maestra que se dirige a una clase
de niñas que se han portado mal, pues coa perfecto aplomo y algo disgus-
tada empieza a decir a lo que ha venido.
Violeta. —Me he asomado para decir a miss Ramsden
que encontrará en el cuarto de la doncella el regalo que
54 HOMBRE Y SUPERHOMBRE
grana.
Tanner. — Entre usted, Violeta,
y hable con nosotros
razonablemente.
—
Violeta. Gracias, ya estoy harta de conversaciones.
Y lo mismo le pasa a tu madre, Ana, pues se ha ido a
casa llorando. De todos modos, ya sé a qué atenerme en
cuanto a algunos de mis pretendidos amigos. Abur.
Tanner.— No, no; espere usted un momento. Tengo
que decirle algo que deseo que escuche, (mía le mira sin la
gusto.
Tanner. — (capeando
el temporal.) No tengo defensa. Me
de ser no tiene nada de respetuoso, sino que es frío y retraído, con lo que no
les da motivos ni para confianzas ni para quejas. Sin embargo, no los pierde
de vista nunca, con cierto aire cínico, como hombre que conoce las interio.
ridades del mundo. Habla despacio y con un dejo de sarcasmo, y como no
se esfuerza nada por hablar de una manera fina, se puede deducir que su
traje elegante es más una marca de respeto a sí mismo y a su clase que a
los que le emplean.
Ahora monta en el coche para probzir la maquinaria y vuelve a colocar-
se el abrigo y la gorra. Tanner, en cambio, se quita el gabán de cuero y lo
por evidencian
ella se mi inutilidad de señorito y su in-
teligencia de mecánico.
—
Straker. No le haga usted caso, míster Robinson. Le
gusta hablar. Le conocemos, ¿no le parece a usted?
Octavio. — Pero hay mucha verdad en el fondo
(serio.)
bajo.
Straker.— (no impresionado.) Es porque no ha hecho us-
ted nunca nada, míster Robinson. El fin mío es suprimir
el trabajo. Más resultado sacará usted de mí y de mi
en ellos.)
toy diciendo?
Ana.— ¡Habla usted tan bien!
Tanner.— Hablar, hablar; para usted todo es hablar.
Bueno, vaya otra vez con su madre y ayúdela a envene-
nar el alma de Rhoda, como ha envenenado la de usted.
Es con elefantes mansos con los que se doman los bravios.
Ana.— Vamos, que estoy ascendiendo. Ayer era una
serpiente boa; hoy soy un elefante.
Tanner.— Sí, como usted quiera. Vayase, y punto con-
cluido.No quiero hablar más.
Ana.— Es usted tan raro y tan poco práctico... Yo, ¿qué
puedo hacer?
—
Tanner. ¡Hacerl Puede usted romper sus cadenas.
Puede usted ir su camino según su propia conciencia y
no según la de su madre. Haga que su espíritu sea puro
y fuerte y aprenda a gozar de verdad con una carrera rá-
pida en automóvil en vez de no ver en ella más que una
ocasión para una detestable intriga. Venga conmigo a
74 HOMBRE Y SUPERHOMBRE
Sienten que no deben hacerle sufrir por una cosa de la que no tiene la cul-
pzi, y se esfuerzan en ser amables con él. Su caballeroso modo de ser para
con las mujeres, y sus sentimientos elevadamente morales, siendo tan poco
usuales y por nadie exigidos, les chocan como quizás un poco fuera de lu-
han hecho venir a parar. Acerca de todo eso, Héctor no está del todo con-
vencido; todavía cree que los ingleses son aptos a considerar sus estupideces
como méritos y a presentar sus varias incapacidades como cosa de buena
cante (que él llama tono moral); que el modo de ser de los ingleses mani-
fiesta falta de respeto a la mujer; que la pronunciación inglesa es muy defi-
ciente tratándose de palabras como world, girl, bird, etc.; que la buena so-
ciedad inglesa se sirve de expresiones tan poco escogidas que rayan a veces
en intolerable ordinariez, y que los tratos sociales necesitan, para que entre
en ellos algo de vida, juegos y chismes y otros pasatiempos. Así, pues, no
tiene prisa alguna en adquirir esos defectos después de haber peisado traba-
y raya a sus amigos capitaUstas ingleses. Con quienes mejor se lleva es con
los cristianos románticos, de la secta de los amorisías, y de ahí se explica su
amistad con Octavio.
cuatro años, con una barba negra, bonita y corta; ojos claros y hermosos y
débil entendimiento de la buena señora una carga que ella no puede sopor-
tar. Un inglés la dejaría en paz aceptando el aburrimiento y la indiferencia
como una suerte común, y la pobre lo que necesita es que la dejen sola o
con Héctor.
Ana. (Precipitándose con alegría al encuentro de su madre.)
¡Ay,
mamá! Figúrate, Juanito va a llevarme a Niza en su
HOMBRE Y SUPERHOMBRE 77
Octavio. —
Le parecerá esto algo extraño.
Héctor.— Algo singular, dispensen que lo diga.
RaMSDEN. — (Medio presentando excusas, La
medio arrogante.)
muchacha se ha casado en secreto, y parece que su ma-
rido le ha prohibido declarar su nombre. Es lo menos
que podemos decir a usted, ya que se interesaba por
miss... por... por Violeta.
Octavio.— (compasivo.) Espero que esto no significa una
desilusión para usted.
Héctor. — (Tranquilizado, volviendo a salir de su reserva.) |Vaya
un chasco! Casi no puedo comprender cómo un hombre
puede dejar a su mujer en semejante situación. De to -
Héctor. —Les
agradecería mucho, señores, que me
dejaran un momento solo con esa señora. Tengo que
ver cómo se arregla eso del viaje; es un asunto algo de-
licado, y...
Ramsden.— (Contento de escapar.) No diga más. Venga,
Tanner; venga, OctavitO. (Se aleja por el parque con Octavio y
Tanner, pasando por donde está el automóvil.)
glesa.
Violeta. —Es ridículo. Sabes que no me gusta decirte
estas cosas, pero si yo quisiera... en fin, no hable-
mos más.
—
Héctor. Sé lo que quieres decir. Si tú quisieras ca-
sarte con el hijo de un fabricante inglés de muebles de
oficina, tus conocidos lo considerarían como un matri-
monio desigual. Y ahí está mi tonto de viejo, que es el
fabricante de muebles de oficina mayor del mundo, y
que me arrojaría de su casa por casarme con la dama
más perfecta de Inglaterra, sólo porque no posee título
nobiliario. Claro está que es absurdo. Pero te digo, Vio-
leta, que no me gusta engañarle. Siento como si le es-
tuviese robando el dinero. ¿Por qué no me dejas decir
la verdad?
—
Violeta. No podemos permitirnos ese lujo. Puedes
ser todo lo romántico que quieras en cuestión de amor-
Héctor, pero no debes ser romántico en cuestión de di-
nero.
Héctor. — (vacilando entre su amor de esposo y su habitual ele-
6
82 HOMBRE Y SUPERHOMBRE
avenida.)
Tanner.— Hablemos de nuestro viaje, Straker.
Straker.— Usted dirá.
Tanner.— Miss Whitefield vendrá conmigo.
Straker. —Ya es de suponer.
Tanner.— También mister Robinson vendrá en mi
coche.
Straker.— Bueno, (sigue arreglando el coche.)
Tanner.— Pues mire, puede usted arreglar de
si se las
modo que esté ocupado conmigo y mister Robinson esté
ocupado con miss Whitefield, él se lo agradecerá
mucho.
Straker. —(Mirando hacia él.) Naturalmente.
Tanner.— ¿Naturalmente? Su abuelo hubiese sencilla-
mente inclinado la cabeza.
Straker.— Mi abuelo se hubiese tocado el sombrero.
—
Tanner. Y yo le hubiese dado a su respetuoso abuelo
un souereign.
Straker. —Cinco chelines. Es probable, (oeja ei coche y
se acerca a Tanner.) ¿Y cuáles son las ideas de la señoriíB?
—
Tanner. Pues tanto le gustará que la dejen coa mis-
ter Robinson como a éste que le dejen con ella, (straker
mira a su amo con frío escepticismo y vuelve al coche silbando su aire
ficencia los reconocería como selecta banda de vagos y pobres con fuerzas
suficientes para trabajar.
Esta descripción de ellos no es despectiva. Qvdenquiera que haya ob-
servado con inteligencia al vagabundo o estudiado al robusto recogido de
los asilos, admitirá que no todos nuestros fracasados sociales son borrachos
y viciosos. Algunos de ellos son hombres que no se adaptaron a la clase en
la que nacieron. Precisamente las mismas cualidades que al caballero edu-
cado hacen llegar a artista pueden a un bracero ineducado hacer llegar a
indigente válido. Hay hombres que entran sin remedio en el asilo porque
realmente no valen para nada, pero también hay hombres que están allí
por ser bastante fuertes de espíritu para despreciar la convención social
(claro que nada desinteresada por parte del contribuyente) según la que un
hombre debe vivir de un trabajo penoso y mal retribuido, mientras tiene la
probabilidad de ingresar en un asilo con sólo declararse indigente y de re-
cibir alU mejor casa, ropa y comida de la que podria proporcionarse traba-
yor indulgencia para con ellos. Pues a semejante indulgencia tiene igual-
mente derecho el indigente válido y su allegado trashumante el vagabundo.
Además el hombre de imaginación, si la vida le ha de ser soportable,
debe tener vagar y tiempo para contarse a si mismo historias, y una posi-
ción que se preste a adornos imaginativos. Las labores puramente manua-
les no ofrecen posiciones por el estilo. Abusamos horriblemente de los tra-
hay bípedos, lo mismo que hay cuadrúpedos, que son demasiado peligrosos
para que se los deje sin bozal y cadena, y no pueden con justicia exigir que
otros gasten su vida en vigilarlos. Pero como la sociedad no tiene el valor
de matarlos y, cuando les echa el guante, sencillamente ejerce con ellos al-
gunos supersticiosos y expiativos ritos de tortura y degradación para luego
soltarlos con mayores aptitudes para el delito, lo mismo da que estén a sus
anchas en la sierra y bajo el mando de un jefe que tiene aspecto de ser ca-
paz de mandarlos fusilar en caso de insubordinación.
Este jefe, sentado en el centro del grupo, encima de un bloque cuadrado
de piedra procedente de la cantera, es un hombre alto y robusto, con una
nariz notable de cacatiia, de pelo negro y lustroso, perilla y bigotes empina-
dos del mismo color, con cierto garbo de Mefistófeles que impresiona agra-
dablemente, tal vez porque el escenario admite más proso{. opeya que Picca-
dilly, tal vez por cierta sentimentalidad en el hombre que le da ese toque
de gracia por el que sólo puede ser excusable lo pintoresco buscado. Su
boca y sus ojos no tienen nada de canallesco; tiene un timbre de voz her-
moso y una inteligencia muy despierta. No sabemos si es realmente el más
fuerte de la partida, pero, por lo menos, aparenta serlo. Es seguramente el
mejor alimentado, el mejor vestido y el mejor educado. El hecho deque
habla inglés no tiene nada de particular, a pesar del paisaje español, porque
con excepción de un individuo que parece ser un torero echado a perder
por la bebida y de otro que inconfundiblemente es francés, todos son londi-
nenses o norteamericanos. Por eso, en la patria de las capas y los sombreros
cordobeses, en su mayoría llevan gabanes raídos, bufandas de lana, hongos
duros y guantes sucios de color café. Sólo unos pocos visten a estilo de su
jefe, cuyo ancho pavero con pluma de gallo y amplia capa tapando las vuel-
tas de las botas altas son lo menos ingleses posible. Ninguno lleva armas, y
los que no tienen guantes tienen las manos metidas en los bolsillos porque
es su creencia nacional que, al aire libre, cuando viene la noche, debe de
hacer un frío peligroso. (Hace una noche tan suave como pueda desearla
cualquier hombre razonable.)
Excepto el torero borracho, no hay más que una persona en la partida
que aparenta tener, digamos, más de treinta y tres años Es un hombrecito
.
con patillas rojizas, mirada débil y el aspecto angustiado del modesto co-
merciante en apuros. Lleva el único sombrero de copa visible, que con el
resplandor del ocaso brilla melancólicamente por efecto de un «regenera-
dor» de a seis peniques, aplicado con frecuencia y que tiene por resultado
90 HOMBRE Y SUPERHOMBRE
producir estragos peores que los que se intentan corregir. Su cuello y sus
puños son de celuloide, y su gabán de Chesterfield de color café, con cuello
de terciopelo, es todavía presentable. Es preeminentemente el hombre dis-
tinguido de la reunión y tiene con seguridad más de cuarenta años, tal vez
más de cincuenta. Está sentado a la derecha del jefe, frente a tres individuos
con corbatas rojas sentados a la izquierda. Uno de estos tres es el francés.
De los dos restantes, que son ingleses, el uno es argüidor, testarudo y solem-
ne; el otro, malicioso y reñidor. El jefe, embozándose grandiosamente en
su capa, se levanta para dirigirse a su gente. El aplauso con que se le saluda
parece indicar que es un orador favorito.
gleses.
Duval.— ¡Anglichl Aoh yes. CochonS. (preparando la es-
ricos.
Tanner.— (sin vacilar.) Yo soy un caballero. Vivo de
robar a los pobres. Vengan esos cinco.
Los SOCIALISTAS ingleses.- Muy bien, muy bien, (rísh
general y alegría. Tanner y Mendoza se aprietan las manos. Los ban-
didos vuelven a sentarse en sus sitios anteriores.)
quista tienen que sentarse, que todos los tiran de las zimericanas. Straker,
perderíamos respeto a
el nosotros mismos. Por lo demás,
nada que pudiera usted hallar censurable, excepto dos o
tres ilusos.
Tanner.— No fué mi intención aludir a nada que des-
acredite auna persona. El caso es que yo mismo soy un
poco socialista.
Straker.— (En tono seco.) Lo son la mayof parte de los
ricos, según he notado.
Mendoza. —Así es. El socialismo ha llegado hasta nos-
otros. Está en el aire del siglo.
poco si la
gente de usted se acoge a él.
—
Mendoza. Eso es verdad, caballero. Un movimiento
que no comprende más que a los filósofos y los hom-
bres honrados nunca pueden ejercer influencia política
verdadera; son demasiado pocos. Mientras un movimien-
to no pueda hacerse extensivo a los mismos bandidos,
no puede esperar obtener una mayoría política.
Tanner.— Pero ¿son bandidos de usted menos
los
honrados que los ciudadanos del montón?
Mendoza.— Le seré a usted franco, caballero. El ban-
didaje es anormal. Las profesiones anormales atraen a
dos clases de personas: a las que no son bastante bue-
nas para la vida burguesa ordinaria, y a las que son de-
masiado buenas para ella. Somos la hez y la crema de
la sociedad. La hez es crema, muy superior.
la
Straker. — ¡Cuidado!asquerosa;
Que algunos de la hez pue- le
den oír.
Mendoza. - No importa; todo bandido se cree a sí mis-
mo de la crema y gusta de oír llamar hez a los demás.
Tanner.— jVaya, tiene gracia! (Mendoza, lisonjeado, inclina
¿Me permite usted una pregunta atrevida?
la cabeza.)
7
98 HOMBRE Y SUPERHOMBRE
amigo...
Tanner. — Es usted un ser pro-
(interrumpiéndole.) ¡Chíst!
saico, Enrique, desprovisto de toda poesía, (a Mendoza.)
Me interesa usted sobremanera, capitán. No haga usted
caso de Enrique; puede irse a dormir si quiere.
Mendoza.— La mujer a la que amé...
—
Straker. ¡Ah! se trata de una historia de amor. Me-
nos mal. Siga, siga. Me había temido que iba a hablar
de sí mismo.
—
Mendoza. ¡De mí mismo! Por causa de ella me he
arrojado a la perdición a mí mismo. Por eso estoy aquí.
No importa; bien perdido está todo por ella. Tenía, les
doy mi palabra, el pelo más hermoso que he visto en
mi vida. Era graciosa, era lista, sabía guisar con perfec-
ción, y su temperamento de alta tensión la hizo insegu-
ra, incalculable, variable, caprichosa, cruel, en una pa-
labra, encantadora.
Straker.— Una mujer como las que figuran en las no-
HOMBRE Y SUPERHOMBRE 99
dio del silencio nocturno de las montañas, pues todos los demás están
dormidos en aquel momento.) Lo mismo era ella, Caballero. Su
inteligencia alcanzaba muy adelante en el siglo veinte,
sus prejuicios sociales y afectos de familia la retrotraían
a las épocas más tenebrosas. ¡Ah! caballero, cómo se
aplican las palabras de Shakespeare a todas nuestras
emociones.
Amé a Luisa; cuarenta mil hermanos
no podrían con toda su cantidad de amor
llegar a la suma mía.
Y etcétera, que no recuerdo el resto. Llámelo locura si
quiere, fatuidad. Soy un hombre que vale, un hombre
fuerte; en diez años hubiese yo sido dueño de un hotel
de primera clase. Tropecé con ella y ya ve usted... soy
un bandido, un ser arrojado del seno de la sociedad. Ni
Shakespeare podría expresar lo que siento por Luisa.
Permítame que le lea algunos renglones escritos por mí
con referencia a ella. Por pequeño que sea su mérito li-
terario, expresan lo que siento mejor de lo que pudiesen
palabras dichas al azar. (Saca un fajo de cuentas de hotel cubier-
tas de manuscrito y se arrodilla junto a la lumbre para descifrarlas, ati-
Luisa, Luisa.
¡Qué música más exquisita!
Luisa, Luisa, Luisa.
Mendoza te adora,
adora Mendoza,
te
uego alguno.)
Los picachos negros se destacan fantásticamente del fondo estrellado del
ni espacio; el vacío absoluto. Entonces por alguna parte nace como un páli-
m^Q^^
Y al mismo tiempo el pálido fulgor deja vislumbrar en el vacio a un
hombre, incorpóreo, pero visible, sentado, aunque parezca absurdo, sobre
nada. Por un momento levanta la cabeza cuando la música pasa por delan-
¡A ^r ^^1"^^^^
106 HOMBRE Y SUPERHOMBRE
identidad. Algo de eso pasa con los nombres: Juan Tenorio, John Tanner.
¿Adonde hemos venido a parar desde el siglo XX y la sierra?
Otro fulgor pálido en el vacío, esta vez sin destellos morados, sino con
vapores amarillentos desagradables. Con él un clarinete misterioso que
emite con infinita tristeza este sonido:
basto hábito pardo de alguna orden religiosa. Se mueve para acá y para
allá, lentamente y como sin esperanzas, hasta que tropieza con la cosa que
presencia del hombre y se dirige a él con su voz seca y poco amable que
todavía puede expresar orgullo y resolución lo mismo que sufrimiento.
Ahí
HOMBRE Y SUPERHOMBRE 107
infierno.
Don Juan. — ¿Cómo lo sabéis?
Vieja. —Porque no siento dolor alguno.
Don Juan.— ¡Oh! entonces no hay duda, estáis conde-
nada con toda intención.
Vieja. —¿Por qué decís eso?
Don Juan.— Porque el infierno, señora, es un lugar
para Los
los malos. malos se encuentran muy bien en él,
ha sido hecho para ellos. Me decís que no sentís dolor.
De ahí deduzco que sois una de las personas para las
que se ha hecho el infierno.
Vieja.— Y vos, ¿sentís dolor?
Don Juan.— Yo no soy de los malos, señora, y por eso
el infierno me aburre, me aburre horriblemente.
Vieja.— Decís que no sois de los malos, después de
decir que erais un asesino.
Don Juan.— Fué en desafío nada más. Clavé mi espa-
da en el pecho de un anciano que estaba tratando de
clavar la suya en el pecho mío.
—
Vieja. Si erais un caballero, eso no fué asesinato.
Don Juan.— El anciano lo llamó asesinato porque,
según dijo, él estaba defendiendo el honor de su hija.
Con ello quería decir que, después de enamorarme yo
m
HOMBRE Y SUPERHOMBRE 109
jores servidores.
Vieja. — ¡Diablos serán mis servidoresl
Don Juan. - ¿Habéis tenido alguna vez servidores que
no fuesen diablos?
—
Vieja. Nunca, es verdad; eran diablos, unos verda-
deros diablos todos. Pero esto es un modo de hablar.
Creí entender que decíais que mis servidores habían de
ser los diablos reales y verdaderos.
Don Juan.— No más reales y verdaderos que vos ha-
béis de ser una señora real y verdadera. Aquí no hay
nada real. Ese es el horror de la condenación.
Vieja.— ¡Oh, todo es locura! Esto es peor que el fuego
y los gusanos.
Don Juan.— Para vos, quizás haya consuelos. Por
ejemplo, ¿qué edad teníais al cambiar el tiempo por la
eternidad?
Vieja.— No me preguntéis la edad que tenía, como si
fuese cosa del pasado; preguntadme la edad que tengo.
Pues os lo diré: setenta y siete años.
Don Juan.— Edad madura, señora. Pero, en el infierno,
4
HOMBRE Y SUPERHOMBRE 117
persona que tiene apariencia de ser muy indulgente consigo misma, hasta
hacerse desagradable, pero es listo y hay muchos ratos en que agrada, por
más que se echa de ver desde luego que no tiene tan buena crianza como
118 HOMBRE Y SUPERHOMBRE
mujer.
Diablo.— (Cordial.) Según veo, tengo el honor de
que
me visite nuevamente el
muy ilustre comendador de Ca-
Don Juan, servidor vuestro,
latrava. (Fríamente.)
(cortés.)
Una señora extraña. A vuestros pies, señora.
Doña Ana.— ¿Sois...?
Diablo.— (inclinándose.) Lucifer, para serviros.
Doña Ana.— Me voy a volver loca.
Diablo.— (Galante.)¡Oh, señora, no os apuréis! Venís de
de los prejuicios y terrores de aquel sitio
la tierra, llena
dominado por sacerdotes. Habéis oído muchas veces ha-
blar mal de mí, y, sin embargo, allí
tengo un cúmulo de
amigos.
—
Doña Ana. Sí, reináis en sus corazones.
Diablo.— (Meneando la cabeza.) Me lisonjeáís, señora,
pero
estáis equivocada. Es verdad que el mundo no puede
vivir sin mí, pero no por eso me lo
agradece. En su co-
razón desconfía de mí y me odia. Todas sus simpatías
son para la miseria, la pobreza, las privaciones del cuer-
po y el corazón. Yo, en cambio, induzco al mundo a
simpatizar con la alegría, el amor, la felicidad, la her-
mosura...
Don —
(Asqueado.) Dispensadme, que me voy. Ya
Juan.
sabéis que no puedo aguantar eso.
Diablo.— (Enfadado.) Sí, ya sé que no sois amigo mío.
Estatua.— ¿Qué daño te hace, don Juan? Me parece
que estaba hablando con mucha sensatez cuando le in-
terrumpiste.
Diablo. — (Apretándole muy cordialmente la mano a la estatua.)
Don —
Juan. Os he tratado con perfecta cortesía.
—
Diablo. ¡Cortesía! ¿Qué es cortesía? A mí no me im-
porta la mera cortesía. Lo que yo busco es alma y co-
razón, sinceridad verdadera, los lazos de simpatía con el
amor y la alegría...
Don Juan.— Me ponéis malo.
Diablo.— iVamos! (Apelando a la estatua.) ¿Lo estáis es-
cuchando, señor? ¡Ohl ¿Por qué ironía del sino tuvo ese
frío egoísta entrada en mi reino, mientras vos fuisteis
llevado a la glacial mansión del cielo?
Estatua.— No puedo quejarme. Fui un hipócrita, y
bien empleado me está el estar en el cielo.
Diablo.— ¿Por qué, señor, no venís con nosotros y de-
jáisun ambiente para el que vuestro temperamento es
demasiado simpático, vuestro corazón demasiado cálido,
vuestro buen humor demasiado franco?
Estatua. — Pues así lo decidí. De aquí en adelante,
ilustre hijo de la mañana, seré vuestro. Ya dejé el cielo
para siempre.
—
Diablo. (cogiéndole otra vez la mano.) jOh, qué honor
¡Vivan le femmíne!
¡Viva il buon vino!
Sostegno e gloria
(fumanitá.
—
Diablo. Eso es. Pues ya no nos canta nada.
—
Don Juan. ¡Y os quejáis de eso, cuando el infierno
está lleno de aficionados cantantes! La música es el
aguardiente de los condenados. ¿No se permitirá a un
alma perdida ser abstinente?
Diablo.— ¡Os atrevéis a blasfemar contra el arte más
sublime!
Don Juan. — (Con
repugnancia fría.) Habláis cual mujer
histérica que hace carantoñas a un murguista.
Diablo.— No me enfado. Sólo os compadezco. No te-
néis alma, y no os dais cuenta de lo que perdéis. Pero
vos, señor Comendador, sois un músico de nacimiento.
¡Qué bien cantáis! Mozart se quedaría encantado si es-
tuviese todavía aquí; pero riñó con nosotros y se fué al
cielo. Es curioso cómo todos esos hombres geniales que
¿Qué más
hijos. pudierais hacer de haber sido la mujer
más perdida?
Doña Ana. —Podía haber tenido doce esposos y nin-
gún hijo. Esto podía haber yo hecho, Don Juan. Y esto
no hubiese hecho floja diferencia para la tierra cuyos
pobladores aumenté.
—
Estatua. ¡Bravo, Ana! Don Juan, te han aplastado,
aniquilado.
Don —
Juan. No; porque aunque aquella diferencia es
la verdadera— Doña Ana, lo confieso, ha dado en el cla-
vo—con respecto al amor o a la castidad y aun a la fideli-
dad, no es diferencia; porque doce hijos de doce esposos
diferentes hubieran aumentado en la misma proporción
el número de los habitantes de la tierra. Suponed que mi
¡Oh, nunca!
Don Juan. — ¿Qué prueban esas recriminaciones, Ana?
Pues sólo que héroe es tan impostor como la heroína.
el
—
Doña Ana. Todo eso son tonterías. La mayor parte
de los matrimonios son perfectamente dichosos.
Don Juan.— Perfectamente es una expresión algo fuer-
te,Ana. Querréis decir que las personas sensatas tratan
de arreglarse unas con otras lo mejor posible. Que me
manden a las galeras y me encadenen junto al felón
cuyo número sea el más próximo al mío, y tendré que
aceptar lo inevitable y mostrarme buen compañero. Mu-
chos compañerismos de ésos, dicen, son verdadera-
mente conmovedores de afectuosos, y la mayor parte de
HOMBRE Y SUPERHOMBRE 149
lema de la esterilidad.
—
Estatua. Todo eso es muy elocuente, joven amigo.
Pero si hubieras vivido hasta la edad de Ana o siquiera
la mía, habrías podido observar que las personas que
se libran del miedo a la pobreza y a los hijos, y de
las demás molestias de la mucha familia, y se dedi-
can a disfrutar de sus ventajas, no logran sino que les en-
tre el miedo a la vejez, la fealdad, la impotencia y la
muerte. El obrero sin hijos es más atormentado por la
ociosidad de su mujer y su constante afán de divertirse
y distraerse que teniendo veinte hijos, y su mu-
lo fuera
el cielo.
Diablo;— Yo todavía no veo, señor Don Juan, que
esos episodios en vuestra carrera terrenal y la del señor
Comendador, en modo alguno desacrediten mi modo
de considerar la vida. Aquí, lo repito, tenéis todo lo que
apetecéis sin nada que os repugne.
Don Juan. —Al contrario, aquí tengo todo lo que me
desilusionó y nada que no haya ya probado y encon -
trado deficiente. Os aseguro que mientras pueda conce-
bir algo que valga más que yo, no puedo descansar has-
ta verme luchar por darle existencia o al menos allanar-
le el camino. Esta es la ley de mi vida. Esta es la opera-
que son.
—
Diablo. (Mortificado.) Scñor Don Juan, sois poco cor-
tés con mis amigos.
Don Juan.— ¡Bahl ¿Por qué había yo de ser cortés con
ellos o con vos? En este palacio de las mentiras una o
dos verdades no os dañarán. Vuestros amigos todos me
son sumamente antipáticos. No son hermosos, sino que
están adornados; no son limpios, sino que están afeita-
dos y almidonados; no son dignos, sino que están vesti-
160 HOMBRE Y SUPERHOMBRE
—
Diablo. ¿De qué sirve el conocimiento?
—
Don Juan. Pues para hacernos capaces de escoger la
línea de la mayor ventaja en vez de dejarnos llevar por
la línea de la menor resistencia. ¿No llega mejor a su
destinación la nave con gobernalle que el leño que flota
a la deriva? El filósofo es el timonel de la Naturaleza. Y
ahí tenéis vuestra diferencia: el estar en el infierno es
flotar a la deriva; el estar en el cielo es llevar el rumbo.
—
Diablo. Contra los arrecifes, muy probablemente.
Don Juan.— iBah! ¿Qué nave va con más probabili-
dad a pique, la que anda loca a impulsos de viento y
marea o la que obedece al timón?
Diablo.— Bien, bien, Don Juan; haced lo que os plaz-
ca; yo prefiero ser mi propio amo y no el instrumento de
una torpe fuerza universal. Sé que es grato mirar la be-
lleza, oír la música, sentir el amor, y cavilar y platicar
sobre todo ello. Sé que ser ducho en esas sensaciones,
HOMBRE Y SUPERHOMBRE 165
¡
Ah! esto me
recuerda tiempos antiguos.
Diablo.— Y a mí también.
Doña Ana.— Esperad. (e1 hundimiento de la tapa se para.)
Diablo.— Vos, señora, no podéis bajar por aquí. Ten-
dréis una apoteosis. Pero llegaréis al palacio antes que
nosotros.
Doña Ana. —No és porque os he rogado que esperéis.
Decidme, ¿en dónde podré encontrar al superhombre?
Diablo.— Todavía no ha nacido, señora.
Estatua.— Ni nacerá nunca, probablemente. Sigamos,
que los fuegos rojos me van a hacer estornudar, (sajan.)
Doña Ana.— iSin nacer todavía! Entonces mi obra no
HOMBRE Y SUPERHOMBRE 169
por venir. (Gritando por los ámbitos del universo.) lUn padre... Un
padre para el superhombre!
Se desvanece en el vacio, y otra vez no hay nada; todas las cosas parecen
suspendida"! en lo infinito. Lu^o, vagamente, suena la voz de un hombre
viviente en alguna parte. Se ve de una montaña dibujar-
repente el pico de
se en un fondo más claro. El cielo ha vuelto desde al
lejos, y punto recorda-
mos dónde nos hallamos. El grito se hace claramente perceptible e insis-
tente. Dice: «iUn automóvil, un automóvil^ La completa realidad vuelve de
golpe y porrazo. Al punto es d- día en la sierra y los bandoleros se ponen
de pie apresiu-adamente y se precipitan hacia la carretera mientras el cabre-
ro viene bajando del cerro, advirtiéndoles la venida de otro
automóvil .
principal. (Se vuelve para encararse con su gente, que retrocede cohi-
to. Ana, que va derecha a Tanner, está a la cabeza; luego viene Violeta
ayudada por Héctor, que la tiene de la mano derecha, y por Ramsden, que
la tiene de la izquierda. Mendoza va a su sillar presidencial y se sienta en
varias señoras.
Ramsden.— (Enojado.) Bueno, eso ¿qué le importa a
usted?
Octavio.— ¿Cómo es eso, Violeta? Yo creía que antes
de este viaje no os conocíais tú y Malone.
HOMBRE Y SUPERHOMBRE 173
dencial.)
Tanner. — ¡Vamos! He encontrado
en mi viaje a un
hombre capaz de una conversación razonable, e instin-
tivamente le insultan todos ustedes. Ni el hombre nuevo
es mejor qne cualquiera de ustedes. Enrique, se ha por-
tado usted como un mísero caballero.
Straker.— ¡Caballero! Nunca.
Ramsden. — Realmente, Tanner, ese lenguaje...
Ana. — No haga usted caso, abuelito; ya debe usted de
conocerle. (Coge su brazo y le lleva con zalamerías hacia el cerro
levanta altanero con frente impertérrita. El oficial que manda baja desde
la carretera al anfiteatro. Lanza uua mirada inquisidora a los bandidos
que forma un arco por encima de una pechera blanca irreprochable. Es pro-
bablemente un hombre cuya posición social necesita una constante y escru-
pulosa afirmación, sin consideración al clima, uno que vestiría así en medio
del Sahara o en la cumbre del Mont Blanc. Y como no tiene la estampa de
la clase que considera como misión de su vida el reclamo y el sostenimien-
to de las sastrerías y tiendas de modas afamadas, parece vulgar en su ele-
gancia, mientras en un traje de trabajo de cualquier especie tendría aspecto
muy digno. Es u.i hombre de cara redonda y colorada, de pelo corto y tieso,
ojos pequeños, boca dura que en las comisuras apunta para abajo, y men-
tón terco La flacidez de la piel, que viene con la edad, ha atacado su pes-
.
cuezo y sus mofletes, pero está todavía terso como una manzana desde la
boca para arriba, de modo que la parte superior de su cara parece más
joven que la inferior.
Tiene la confianza en sí mismo del que ha hecho mucho dinero, y algo de
villa.)
HOMBRE Y SÜPERIÍ'J.MBríE 177
—
Violeta. (Llevándole la conversación.) Sí. Teníamos la in-
tención de ir a Niza, pero tuvimos que seguir a un señor
algo excéntrico de nuestra partida que se marchó prime-
ro y llegó aquí. ¿No se sienta usted? (Quita de la snia más
a dejar en él los libros. Cuando se vuelve ella otra vez hacia él,
padre!
Héctor, (inexorable.) No, Violeta; es preciso que tenga
una explicación. (La aparta, pasa adelante y se encara con su pa-
leta, que está de espaldas al velador, muy contrariada por ver a su esposo
Héctor.— Lo
siento mucho, Miss Robinson, pero es-
toy discutiendo una cuestión de principio. Soy, creo,
buen hijo, que siempre he cumplido con mis deberes,
pero antes que todo, soy hombre. Y si mi padre trata
mis cartas particulares como si fuesen suyas y se pro-
pasa a decir que no me casaré con usted, cuando preci-
samente lo único que yo deseo es el consentimiento de
usted, yo me encojo de hombros y voy por mi camino.
Tanner.— ¿Qué dice usted? iQue quiere casarse con
Violetal
Ramsden. —¿Está usted en su juicio?
Tanner.— ¿Olvida usted lo que le hemos dicho?
Héctor. — (Descuidado.) No me importa lo que me di-
jeron.
Ramsden.— (Escandalizado.) ¡Hombre, hombre! Eso sí que
es un poco fuerte. (Se va precipitadamente hacia la puertecilla, con
los codos temblando de indignación.)
Tanner. — Otro loco. A esos hombres enamorados se
los debiera encerrar. (Da a Héctor por perdido sin remisión y se
la silla de Malone.)
—
Malone. Yo sé lo que tengo que decir. Se ha casado
con un mendigo.
Héctor.— No, se ha casado con un trabajador. Esta
misma tarde empezaré a ganarme la vida.
Malone.— (con una risa burlona.) Sí, ahora estás muy bo-
yante porque ayer o esta mañana recibiste mi remesa
de fondos, supongo. Espérate que se te acabe el dinero.
que puedo expresar. (Se aprietan las manos, y Octavio vierte lá-
grimas de emoción.)
Violeta. — (También casi llorando, pero de rabia.) No SeaS
idiota, Octavito. Héctor vale tanto para trabajador co-
mo tú.
TaNNER. — (Levantándose de su silla al otro lado de Héctor.) No
se apure, señora; que no se va a hacer peón de albañil.
si quiere hacer negocios, no
(a Héctor.) Para capitales,
hay cuidado, soy su amigo y puede disponer de lo mío.
Octavio.— Y también de lo mío.
Malone. — (Con fiero espíritu de competencia.) No necesita
villa, escoltada cortésmente por Malone hasta el extremo alto del jardín.)
Octavio. —(con
insensibilidad fraternal.) Creo que nadie pue-
hacia la «villa».)
pras por las tiendas de Granada y se trae una red llena de paquetitos,
entra por la puertecilla y le ve.)
quiera yo o no lo quiera...
TaNNER. — (poniéndose
bruscamente de pie.) Me parece que
me quieren casar con Ana, que lo quiera yo o no lo quiera.
MiSTRESS Whitefield.— (calmosa.) Probablemente se ca-
sará usted con ella. Ya sabe usted cómo las gasta cuan-
graciado.
Tanner. —
Y a mí que me parta un rayo, ¿verdad?
—
MlSTRESS Whitefield. ¡Oh! usted es muy diferente,
usted ya sabe resguardarse solo. Ya la sabrá domar. Y
luego, de todos modos, con alguien tiene Ana que ca-
sarse.
Tanner.— ¡Ah! ya habla el instinto de la vida. Usted
MiSTRESS Whitefield. — No
debe usted hablar así,
Juanito. Espero que no diga nada a Ana de lo que he-
mos estado hablando. Yo sólo he querido sincerarme
ante usted y Octavito. No podía quedarme callada y de-
jar que me echaran la culpa de todo unos y otros.
—
Tanner. (cortés.) Muy bien.
—
MiSTRESS Whitefield. (Nada satisfecha.) Y ahora no he
hecho más que empeorar las cosas. Octavito está enfa-
dado conmigo porque no tengo una opinión más eleva-
da de Ana. Y cuando me sugieren que Ana debiera ca-
sarse con usted, ¿qué puedo yo decir sino que le estaría
bien empleado a ella?
Tanner. — Gracias.
—
MiSTRESS Whitefield. No sea usted tonto y no quie-
ra interpretar mal mis palabras. Conmigo hay que ju-
gar limpio...
(Ana viene de la «villa», seguida de Violeta vestida para ir en
automóviu)
Ana. (Acercándose a la derecha de su madre con suavidad ame-
nazadora.) jHola!, mamá, parece que es muy entretenida
la charla con Juanito. Se los oye a ustedes por todo el
jardín.
MiSTRESS Whitefield. — (Asustada.) Pero ¿has escu-
chado?...
Tanner. —Nada de eso. Ya se sabe, Ana sólo ha... en
fin, lo que dijimos antes de su modo ^e ser. No ha oído
iii una palabra.
204 HOMBRE Y SUPERHOMBRE
—
MiSTRESS Whitefield. (Enérgica.) No me impofta que
haya oído o no. Tengo derecho a hablar lo que me
parezca.
Violeta. — (Llegándose al césped y colocándose entre Mrs. White-
field y Tanner.) He venido para despedirme. Voy a empren-
der mi viaje de boda.
MiSTRESS Whitefield. ~ (Llorando.) No diga usted eso,
Violeta. 1 Vaya una boda, sin ceremonia nupcial, sin tra-
jes, sinbanquete, sin nada!
Violeta. —
(Acariciándola.) No estaré ausente mucho
tiempo.
MiSTRESS Whitefield. —No le deje llevársela a Amé-
rica, prométeme que no le dejará.
Violeta.— (Muy decidida.) Descuideusted. ¡No faltaba
más! No llore, querida, que sólo voy al hotel.
—
MiSTRESS Whitefield. Pero marcharse así en ese tra-
je, con su equipaje, me hace pensar en que... (soiioza y
vuelve a estallar su pena.) ¡Cuánto desearía que fuese usted
mi hija, Violeta!
—
Violeta. (consolándola.) Vamos, vamos, que lo soy.
Ana va a tener celos.
MiSTRESS Whitefield. —¿Qué le importo yo a Ana?
Ana.— ¡Por Dios, mamá, no llores, que no hay para
qué! Además ya sabes que a Violeta no le gusta. (Mistress
Whitefield se enjuga los ojos y se tranquiliza.)
para ayudar a Violeta, pero no sabe qué hacer. Mrs. Whitefield vuelve
corriendo a la «villa». Octavio, Malone y Ramsden se acercan a Ana
jardín.)
Tanner.— (Levantándose.) Me inclino ante sus conoci-
mientos superiores de la fisiología, Enrique, (se retira hacia
el rincón del césped, y Octavio inmediatamente se le acerca.)
Octavio. --(Aparte a Tanner, apretándole la mano.) jSé díCllOSO,
Juanito!
Tanner. (Aparte a — Octavio.) Nunca la he solicitado, te
juro. Es un cepo que me han puesto. (Sube hacia el jardín.
Octavio se queda
—
petrificado.)
Mendoza. (Deteniendo a Mrs. Whitefield, que viene de la «villa»
con un vaso de coñac.) ¿Qllé eS eSO, SeñOra? (Se lo quita.)
MiSTRESS Whitefield.— Un poquito de coñac.
212 HOMBRE Y SUPERHOMBRE
mente a Mendoza.)
Ana. — (Hablando al oído de Violeta, echándole el brazo por el
desmayo.)
MiSTRES Whitefield.— ¡Ay! vuelve a desmayarse.
(Están a punto de precipitarse todos otra vez hacia ella, pero Men-
doza los para con un ademán de advertencia.)
Ana.— (En posición supina.) No, no. Soy completamente
dichosa.
TaNNER. — (Acercándose de pronto muy decidido y arrebatando a
—
Tanner. (continuando.) Declaro solemnemente que no
soy un hombre feliz. Ana parece feliz, pero está sólo
triunfante, victoriosa, gozando de su éxito. Esto no es fe-
licidad, sino el precio por el que los fuertes venden su
felicidad. Lo que los dos hemos hecho esta tarde es renun-
ciar a la felicidad, renunciar a la libertad, renunciar a la
tranquilidad, sobre todo renunciar a las probabilidades
románticas de un porvenir desconocido, por los cuida-
dos de una casa y una familia. Les ruego que nadie
aproveche la ocasión para medio emborracharse y pro-
nunciar discursos imbéciles y hacer chistes verdes a mi
costa. Tenemos la intención, Ana y yo, de amueblar
nuestra casa según nuestro propio gusto, por lo tanto,
y,
sepan que los siete u ocho relojes de pared, las diez do-
cenas de cubiertos y cuchillitos de postre, las innumera-
bles figuras de biscuit, los bastones y las sombrillas, los
musiqueros, los centros de mesa y todos los demás ar-
tículos que estén preparando para acumularlos sobre
nosotros serán vendidos sin tardar y el producto dedica-
do a poner en circulación ejemplares gratuitos de mi
libro Manual del revolucionista. Nuestro enlace se efec-
tuará tres días después de nuestro regreso a Inglaterra,
por licencia especial, en el despacho del funcionario del
registro civil, en presencia de mi abogado y su procura-
214 HOMBRE Y SUPERHOMBRE
dor, los que, como sus clientes, llevarán traje de calle or-
dinario...
Violeta. -
(con intensa convicción.) Usted está tonto, Jua-
nito.
Ana. — (Mirándole con grato orgullo y acariciando su brazo.) No
hagas caso, querido. Sigue contando.
Tanner.— ¡Contando!
(Risa general.)
FIN DE LA OBRA
MANUAL Y AGENDA DE BOLSILLO
DEL REVOLUCIONISTA
JOHN TANNER, M. C. R. H.
PRÓLOGO
Un
reuolucionísta (1) es un hombre que desea elimina!
el orden social existente y ensayar otro.
La Constitución inglesa es revolucionaria. Para un buró-
crata ruso o anglo-indio, unas elecciones generales
signifi-
can una revolución tanto como un referéndum o un plebis-
cito en el que el pueblo se bate en vez de votar. La revolución
(1) Shaw
dice «revolucionista» y no «revolucionario», tal
vez en sentido de que «revolucionista» es la persona de
el
aspiraciones revolucionarias, mientras revolucionario es e 1
que hace la revolución directamente.— ^N. del T.)
218 PRÓLOGO
Todo el mundo es un reuolucionista con respecto a la
cosa que entiende. Por ejemplo, toda persona que haya lle-
gado a dominar su profesión es escéptica con respecto a
ella y,
por consiguiente, es reuolucionista.
Toda persona verdaderamente religiosa es hereje, y, poi
lo tanto, reuolucionista.
Todos los que logran realmente descollar en la vida em-
piezan como revolucionistas. Las personas dé más vcdia se
hacen más revolucionarias a medida que transcurre el tiem-
po,a pesar de que generalmente se cree que se hacen más
conservadoras, debido a haber pedido la fe en los métodos:
de reforma convencionales.
Toda persona de menos de treinta arios de edad que, te-
niendo algún conocimiento del orden social existente, no
sea r evolucionista, es un ser inferior.
Y, sin embargo,
las revoluciones nunca aligeraron el peso de la tircmia
sólo lo trasladaron a otros hombros.
John Tanner.
MANUAL DEL REVOLUCIONISTA
SOBRE LA EUGENESIA
H.
220 MANUAL DEL^REVOLUClONIStA
II
PROPIEDAD Y MATRIMONIO
III
IV
VI
LA MOJIGATERÍA EXPLICADA
Vil
VIII
IX
EL FALLO DE LA HISTORIA
quiere efectivamente. Y
no querrá jamás hasta que no se
convierta en Superhombre.
Y así llegamos al fin del sueño del socialista sobre ^<la so-
256 MANUAL DEL REVOLUCIÓN ISTA
EL MÉTODO
17
258 MANUAL DEL RKVOLUCIONISTA
La regla áurea*
No hagas a los demás lo que quisieras que te hicieran a ti.
Puede que no tengan los mismos gustos que tú.
No resistas nunca a la tentación. Prueba de todas las co-
sas, y conserva la que sea buena.
No quieras a tu prójimo como a ti mismo. Si estás a bien
contigo mismo, sería una impertinencia. Si no estás, sería
una ofensa.
La regla áurea es la siguiente: no hay reglas áureas.
Idolatría.
Realeza*
Democracia*
Imperialismo*
Libertad e igualdad*
Instmeción*
Cuando un hombre enseña una cosa, no comprende que
haya alguien que no tenga aptitud para ella, y le da un cer-
tificado, como si, sin este último, la instrucción de un caba-
llero no pudiese ser completa.
Los sesos de un necio digieren la filosofía trocándola en
necedad, la ciencia trocándola en superstición, el arte tro-
cándole en pedantería. De ahí la instrucción universitaria.
Los niños mejor criados son los que han visto a sus pa-
dres como son. La hipocresía no es el primer deber de los
padres.
El peor de los abortos consiste en tratar de moldear el ca-
rácterde un niño.
En Universidad toda gran teoría se deja de enseñar
la
hasta que su autor haya logrado un juicio imparcial y un co-
nocimiento perfecto. Si un caballo pudiese esperar tanto
tiempo para ser herrado y pagase por ello anticipadamente,
todos nuestros herradores serían catedráticos de primera
clase.
El que puede, hace. El que no puede... enseña.
Un hombre erudito es uno que no tiene nada que hacer y
mata tiempo estudiando. Guardaos de su falsa erudición:
el
es más peligrosa que la ignorancia.
La actividad es el único camino que lleva al conocimiento.
Todo necio cree lo que sus maestros le dicen y llama a su
credulidad ciencia o moralidad, con tanta confianza como su
padre la llamó revelación divina.
El hombre que domina perfectamente su propio idioma
nunca dominará perfectamente otro.
Ningún hombre puede ser un puro especialista sin ser, en
absoluto, un idiota.
No inculques a tus hijos principios morales y religiosos si
Matrimonio*
Crimen y castigo*
Títulos.
Honor.
Propiedad.
Sirvientes.
Religión.
i 1
Guárdate del hombre cuyo dios sólo está en el cielo.
Puede averiguarse en lo que cree un hombre, no por sus
Virtud y Vieio.
Juego limpio*
El amor
al juego limpio es una virtud del espectador, no
del que actúa en el ring.
Grandeza*
Hermosura y felieidad*
El Arte y los ricos.
El perfecto caballero.
Moderación.
El yo ineonseiente*
Razón.
Decencia*
Experiencia.
Buenas intenciones.
El infierno está adoquinado con buenas intenciones, no
t on malas. Todo el mundo tiene buenas intenciones.
Dereclios naturales*
Los maestros del arte, con probar que nadie tiene dere-
chos naturales, se ven obligados a considerar los suyos como
otorgados.
Se abusa del derecho a la vida siempre que no se la expon-
ga constantemente.
«'Faute de Mieux*^^
Caridad.
Fama.
La vida nivela a todas las personas; la muerte revela a los
eminentes.
Dlseiplina.
Civilización.
El juego*
La euestión soeial*
Pensamientos sueltos.
periencia!
La compasión es el sentimiento'gemelo de la insensatez.
Los que comprenden el mal, lo perdonan. Los que lo re-
sienten, lo quitan de en medio.
Las nociones adquiridas del decoro son más extrañas que
los instintos naturales.Es más fácil reclutar gente para los
monasterios y los conventos que inducir a una mujer árabe
a descubrirse la cara en público, o inducir a un oficial britá-
MÁXIMAS PARA REVOLUCIONISTAS 277
Saerifieio de sí mismo*
FIN DE LA OBRA
PB-6-12
R-T-1
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