Medrano Antonio - La Luz Del Tao
Medrano Antonio - La Luz Del Tao
Medrano Antonio - La Luz Del Tao
ANTONIO MEDRANO
1
CONTENIDO
TAO-TE-KING ……………………………………………………………… 7
El Tao-Te-King ……………………………………………………………… 9
LIBRO DEL TAO …...………………………………………………….…… 15
LIBRO DE LA VIRTUD …...……………………………………………...… 53
EL TAOÍSMO Y LA INMORTALIDAD …...………………………….…… 99
I. Qué es el Taoísmo …...…………………………………………….…… 101
II. Orígenes del Taoísmo …...……………………………………………… 107
III. Taoísmo filosófico y religioso …...……………………………………… 111
IV. Lao-Tse, gran Sabio y Mago de China ……………………………...…… 115
V. Taoísmo y Confusionismo …...……………..…………………………… 123
VI. ¿Un individualismo anárquico …...…….………………………………… 129
VII. El Tao, Misterio Supremo .……………………………………………… 137
VIII. El Te, la Virtud Eterna …...……………………………………………… 147
IX. La Gran Tríada …...……………...……………………………………… 153
X. El Yin y el Yang …...………………..…………………………………… 159
XI. Visión sagrada del Universo …...………………………………………… 167
XII. El Templo-jardín cósmico …...……...…………………………………… 173
XIII. El Taoísmo como forma de vida …...…………………………….……… 177
XIV. El Hombre perfecto y auténtico …...…………………………..………… 185
XV. Más allá del bien y del mal …...……...…………………………………… 191
XVI. Naturalidad, sencillez y espontaneidad …...……………………………… 195
XVII. Los múltiples rostros de la humildad …...……………………………...… 201
XVIII. Wu-Wei: la No-acción …...……………………………………………… 209
XIX. Armonía con la Naturaleza …...…………………………………….…… 217
XX. Caridad universal y poder mágico (del Sabio) …...……………………..… 227
XXI. Una mística de la poesía y la alegría …...………………………………… 235
XXII. El sentido del humor del Taoísmo …...………………………………..… 241
XXIII. Un mensaje para tiempos de crisis …...………………………………….. 247
2
TAO-TE-KING
De
LAO-TSÉ
3
EL TAO-TE-KING
El Tao-Te-King es una de las grandes joyas de la espiritualidad oriental. Por la trascendencia y elevación
de su contenido, figura entre los nueve o diez libros más importantes del mundo. Nos hallamos ante
una obra literaria y filosófica de primer orden; un auténtico libro sagrado que comunica verdades del
más alto rango y que se nos aparece, sin lugar a dudas, como uno de los más valiosos textos que
hayan sido confiados a la humanidad. En él está contenida la quintaesencia de la sabiduría del
Extremo Oriente y la más honda doctrina de la Filosofía Perenne. Pocos libros hay que tengan la
profundidad y la fuerza que posee este pequeño tratado, cumbre radiante de la milenaria tradición
china.
El Tao-Te-King es de esos textos cuyo resplandor y atractivo sigue intacto a pesar del paso de los
siglos. Sus párrafos concisos y magistrales tienen una validez permanente, inalterable, que está muy
por encima de las contingencias o variaciones del tiempo y el espacio. Están ahí, ante nosotros, tan
frescos y actuales como cuando fueron escritos. Los destellos de sabiduría que encierran sus
enigmáticas páginas no han perdido nada de su resplandor. Este libro oriental semeja a una fuente
que no se agota jamás, por más agua que se saque de ella. No en vano es ésta una de las cualidades
que el Tao-Te-King destaca como más sobresalientes en el Tao, el tema fundamental de la obra, que
está presente hasta en su último rincón, reflejando su luz con la totalidad del texto. El taoísta Matgioi-
seudónimo de André Puyou, conde de Pouvourville- lo califica de “el libro más misterioso, el más
tradicional, y al mismo tiempo en más revolucionario que haya sido escrito nunca”.
Se trata en realidad de una recopilación de pensamientos, sentencias y aforismos expuestos en forma
de versos que llaman la atención por su laconismo, tan conciso como directo. En ellos se contienen
consejos para la vida, orientaciones para dirigir y gobernar, enseñanzas para que el hombre encuentre
su mejor relación con el orden cósmico y recobre así la armonía tanto interna como externa. Las
palabras de esos aforismos son como flechas certeras que dan en el blanco de las más palpitantes
cuestiones que pueda plantearse el ser humano.
Se le ha llamado la Biblia y el Evangelio del Taoísmo, y con razón, pues es el texto fundamental de la
tradición taoísta, aquel en el que se halla resumido lo esencial de su doctrina. Data probablemente del
siglo IV a. de C. y se atribuye a Lao-Tse, el mítico fundador o renovador del Taoísmo, aunque se ha
discutido mucho sobre esta cuestión (remitido a lo expuesto en el texto sobre el Taoísmo que sigue a
la presente traducción). Consta de ochenta y un capítulo y cuenta con cerca de cinco mil palabras. El
número de capítulos no es casual, pues ochenta y uno es una cifra de gran valor mágico y simbólico
para la tradición china, llevando implícitas las ideas de unidad y armonía, de integración de contrarios
4
y equilibrio entre Cielo y Tierra.
El título “Tao-Te-King” o “Tao-Te-Ching” quiere decir “Libro del Tao y del Te”, expresiones cuyo
significado analizaremos con detenimiento en el posterior ensayo sobre el Taoísmo. Baste anotar de
momento que el Tao es la Vía o el Camino de lo Eterno, el Principio, la Divinidad, la Realidad
Suprema, el Espíritu, la Razón o Verdad divina, lo Absoluto, Dios como Ser y Supra-Ser del que
brota la Creación, y que el Te es la Virtud, la Rectitud, la Fuerza o Energía a través de la cual actúa esa
Realidad Absoluta, la Acción o Eficacia del Principio, el Arte divino. Por lo que hace al término King
o Ching, es el calificativo que en la antigua china se aplicaba a los libros clásicos y textos sagrados que
tienen por autor a un sabio o un dios. Viene a significar “Canon”, “Obra venerable” o “Tratado
clásico”, y es equivalente a la voz budista Sutra, que es aplicada a las Escrituras sagradas en que se
recogen las enseñanzas del Buddha.
El título Tao-Te-King se ha traducido de muchas y muy variadas formas, tan diversas como las
traducciones que se han propuesto para las palabras- Tao y Te- que lo forman. Así, al verterlo a las
lenguas occidentales se le ha puesto como título, entre otros muchos: “Canon de la Razón y la
Virtud” (P. Carus); “Libro del Principio y su Acción” (L. Wieger); “Libro del Ser Supremo y del
Supremo Bien” (Grill); “Tratado de la Providencia y la Gracia” (Parker); “Libro del Sentido y la Vida”
(R. Wilhelm); “Libro de la Vía y de la Virtud” (St. Julien); “Libro de la Ley universal y su Acción” (A.
Franke); “El Camino hacia la Virtud” (R. von Plaekner); “Libro del Camino recto y de la recta
mentalidad (J. Ulenbrook). La traducción más fiel y aceptable, y también la más comúnmente
aceptada, sería: “Libro de la Vía y su Virtud” o “Tratado del Principio y su Acción”.
En realidad, el Tao-Te-King, está compuesto por dos libros: el “Tao-King” o “Libro del Tao”, que
abarca desde el capítulo primero hasta el 37, y el “Te-King” o “Libro del Te”, que comprende desde el
capítulo 38 hasta el último. En el primer libro se abordan más bien las cuestiones metafísicas y los
fundamentos de la cosmovisión taoísta, mientras que en el segundo se trata preferentemente las
cuestiones prácticas.
No es ciertamente un libro de fácil lectura, sobre todo si no está muy familiarizado con las formas de
expresión y de pensamiento propias del Extremo Oriente. Aunque hay frases clarísimas que
cualquiera entiende sin necesidad de aclaraciones de ningún tipo, abundan las afirmaciones y las
imágenes difíciles de asimilar por una mente occidental. Son muchos los fragmentos que resultan
abstrusos hasta para las mentes más ágiles y las habituadas a la reflexión filosófica. El ilustre filósofo e
historiador Hans-Joachim Schoeps decía que “este pequeño libro figura entre los libros más difíciles
de comprender del mundo”. Y un historiador de las religiones ha llegado a afirmar que se trata de “un
libro poco menos que incomprensible”. Creo, no obstante, que, conociendo el trasfondo filosófico en
el que se apoya dicha obra, ésta no se hace ya tan difícil de comprender, y en vez de parecer ardua e
5
inaccesible, resulta cristalina y transparente.
Es ésta una obra que ha tenido una inmensa repercusión sobre la espiritualidad china, sobre la historia
y la cultura del Extremo Oriente. Prueba de ello es la infinidad de comentarios que ha suscitado
durante los casi tres milenios que tiene de vida. No ha habido pensador, hombre de ciencia, dirigente
o místico del Imperio del Medio que no haya tratado de escudriñar el arcano de sus enigmáticas
sentencias. Y son muchos los que nos han legado reflexiones tan lúcidas como interesantes sobre las
enseñanzas de Lao-Tse.
Pero tampoco es despreciable el impacto que ha ejercido en la cultura occidental y el interés que ha
despertado en los círculos intelectuales de Occidente desde que fue traducido por primera vez a una
lengua occidental, en el siglo XVIII, por los misioneros jesuitas. Se dice que el Tao-Te-King ha sido el
libro más traducido después de la Biblia. Se ha traducido a todos los idiomas europeos, y con multitud
de versiones en la mayoría de los casos. En inglés, por ejemplo, se cuentan más de ochenta
traducciones diversas. Son muchos los autores europeos y americanos que se han visto
conmocionados desde lo más profundo de su ser al recorrer las páginas del Tao-Te-King. Sus párrafos
densos, luminosos, cargados de misterio y de profundas ideas han ejercido una verdadera fascinación
sobre generaciones enteras de occidentales. Y su encanto, lejos de disminuir, crece con el tiempo.
Cada día son más los que dirigen a él su mirada para encontrar en sus páginas una orientación para los
problemas que surgen en la vida cotidiana, una respuesta a los interrogantes que plantea la existencia
en una era convulsa y agitada como la que actualmente vivimos. De ahí que un autor inglés haya
sostenido que “este libro ha tenido sobre la humanidad una influencia quizá mayor que cualquier otro
libro que se haya escrito”.
Son varias las razones que explican el poderoso atractivo de este Libro-rey de la espiritualidad
extremo-oriental. Lo profundo de sus enseñanzas, la belleza y concisión de sus sentencias, su lenguaje
enigmático y poético, que despierta las más sutiles evocaciones en el espíritu del lector, aun cuando
no conozca nada de la civilización china ni de la tradición taoísta: he aquí algunos de los factores que
han contribuido al éxito de esta obra sin par. La multiplicidad de las interpretaciones a que se prestan
sus escuetos versículos, esa riqueza de matices y esa polivalencia de significados, que jamás se agotan
por mucho que se reflexione sobre ellos y por más que se trate de explicar su sentido, son otros
tantos motivos para seducir el ánimo del lector que se acerca a estas páginas divinas con espíritu
abierto y corazón generoso.
De lenguaje polivalente y con múltiples significados, como ocurre con todos los textos esotéricos, el
texto del Tao-Te-King se presta a multitud de interpretaciones, todas ellas legítimas. Su mensaje es
inagotable. Por muchos comentarios y análisis que se hagan de él, siempre quedará alguna nueva
perspectiva por descubrir, algún nuevo enfoque que nadie ha expuesto todavía. Según Marcel Granet,
6
los apotegmas recogidos en el Tao-Te-King, que eran fórmulas de alto valor y significado esotéricos,
estaban destinados sobre todo a servir de temas de meditación. “Esas fórmulas- afirma el sinólogo
francés- valían por las sugestiones múltiples que se podían encontrar en ellas”, y “sería absurdo tratar
de darles un sentido único, o incluso un sentido un poco definido”.
La mayoría de sus versículos son susceptibles de ser entendidos a diversos niveles: desde el metafísico
al cosmológico, desde el político y social al puramente personal que apunta a la realización espiritual
del individuo. Es lo que ocurre, por ejemplo, con aquellos capítulos en que se habla de tener siempre
presente que dicho lenguaje ha de entenderse también en sentido simbólico como una alusión al ser
humano, concebido como un reino o un estado en pequeño, de la misma forma que se le puede
concebir como un cosmos a pequeña escala (una forma de enfocar las cosas que, en Occidente, tiene
uno de sus más preclaros ejemplos en Platón, con su teoría del alma como “estado interior” o
“república en pequeño” que refleja las condiciones que imperen en la república o el estado dentro del
cual vive). “El gobierno del reino”, esa expresión que con tanta frecuencia aparece en el Tao-Te-King
puede referirse, además de al gobierno de un país, al gobierno de uno mismo, a la recta forma de
organizar y disciplinar la propia vida con vistas a conseguir la felicidad y la realización espiritual. Así
también, cuando Lao-Tse hace referencia al Imperio, conviene tener en cuenta que tal expresión
puede interpretarse como alusiva al Todo universal, el Imperio de lo real- no se olvide que en la
visión tradicional china, el Imperio es reflejo del orden cósmico en la realidad humana articulada
políticamente-, o a la vida de la persona que realiza la función de “Rey del mundo” y colabora a la
edificación del Imperio de la Verdad y del Orden que es el Imperio del Tao.
Para la preparación de la presente versión del Tao-Te-King, he manejado las mejores traducciones
existentes en los principales idiomas europeos, lo que creo ha permitido establecer un texto fiel al
original y, al mismo tiempo, asequible para el gran público. El estudio sobre el Taoísmo que sigue al
texto de Lao-Tse tiene como finalidad hacer más comprensible este importante libro sagrado de la
antigua China.
Sólo queda animar al lector a que penetre en este mundo fascinante de la Sabiduría taoísta haciendo a
un lado sus prejuicios, clichés mentales o ideas preconcebidas, dejándose guiar por la sabia mano de
Lao-Tse. Si así lo hace, si se deja llevar por la corriente viva de ideas y verdades que forma el Tao-Te-
King, no se verá defraudado y recogerá frutos para él insospechados.
7
EL LIBRO DEL TAO
En el perpetuo No-Deseo
Revela su Esencia oculta
Como Deseo permanente
Permite contemplar las cosas
En su apariencia y sus límites.
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4
Impregnándolo todo,
Es tan profundo,
Que parece existir eternamente.
No sé quién lo engrendró;
Parece ser anterior al Señor [Emperador].
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5
Al hablar de él,
Las palabras pronto se agotan.
Más vale conservar el justo medio.
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19
13
El favor y la desgracia
Son como el medio.
Dignidades y grandezas
Son como nuestro cuerpo.
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A quien lo dirige
Igual que se dirige a sí mismo,
Con amor y con fe.
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19
27
20
Renunciar a la erudición
Libera de la inquietud.
Entre asentir y consentir
Hay poca diferencia.
Pero qué grande es la diferencia
Entre el bien y el mal.
No puedes dejar de temer
Lo que inspira respeto
Y temor a los hombres.
Pero todo esto no son más que vanidades
Que no llevan a ninguna parte.
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Sólo yo parezco un huraño harapiento.
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25
No sé su auténtico nombre;
Pero la designo con el nombre de Tao.
Si tratamos de definirla, habrá que calificarla de “Grande”.
“Grande” significa avanzar;
Avanzar significa alejarse:
Alejarse significa volver.
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40
Que en las ceremonias fúnebres.
Quien ha matado a gran número de seres humanos
Deberá llorarlos con amargas lágrimas.
Y en vencedor de la batalla
Habrá de adoptar el ritual de los funerales.
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47
EL LIBRO DE LA VIRTUD
38
La virtud superior
No se tiene por virtuosa;
Por eso es virtud.
La virtud inferior
Está apegada a su virtud;
Por eso no es virtud.
48
De la fidelidad y la buena fe,
Y el comienzo del desorden.
El conocimiento prematuro no es
Más que una flor superficial del Tao
Y el principio de la necedad.
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39
50
El honor supremo carece de honor,
No desea ser finamente tallado
Como el jade,
Sino que prefiere ser arrojado
Como guijarro al borde del camino.
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50
Nacer es entrar,
Morir es salir.
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La devoción al Tao
Y la reverencia al Te
Son causantes y espontáneas
Sin que nadie las haya impuesto.
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56
No abrir la boca,
Cerrar las puertas,
Suavizar las asperezas
Desenredar sus trabas,
Atenuar el brillo
Unirse con el polvo.
Así se llega a la
Misteriosa unión con el Tao.
[A esto se llama
Armonizar la propia luz.
Ahí reside la Identidad misteriosa.]
En ella no se puede
Estar ni cerca ni lejos.
No se puede sufrir
Perjuicio ni beneficio.
No se puede ser
Honrado ni humillado.
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63
Practica la No-acción,
Ocúpate de no hacer nada,
Saborea lo insípido,
Mira lo pequeño como grande,
Considera lo poco como mucho.
Responde al odio con la virtud.
Emprende lo difícil
Cuando todavía es fácil;
Saca lo grande
Cuando aún es pequeño.
Las cosas más difíciles del mundo
Comienzan por lo que es fácil.
Las cosas más grandes del mundo
Empiezan por lo que es menudo.
Por eso, el Sabio no hace
Nunca nada grande,
Y puede así conseguir la grandeza.
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69
A esto se llama
Avanzar sin dar un paso,
Remangarse sin mostrar los brazos,
Desenvainar sin tener espada,
Conquistar sin dar un solo golpe.
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76
La dureza y la rigidez
Son compañeras de la muerte.
La flexibilidad y la blandura
Son compañeras de la vida.
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80
92
81
El sabio no es erudito,
El erudito no es sabio.
93
La Luz del Tao
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I
¿QUÉ ES EL TAOÍSMO?
El Taoísmo es una vía milenaria, genuinamente china, que ha sobrevivido con plena vitalidad hasta
nuestros días. Constituye una de las más puras expresiones de la Sabiduría extremo-oriental y una de
las más directas ramificaciones de la Tradición primordial. Junto al Hinduismo y el Shinto, con los
que tantas semejanzas guardan, se nos aparece como una de las formas tradicionales de Oriente que
conserva con mayor pureza el frescor, la fuerza y el resplandor de los orígenes. En ella parece
respirarse el aroma suave y sereno del Paraíso terrenal, el aire primaveral del amanecer hiperbóreo.
Geoffrey Parrinder define al Taoísmo como “la religión auténticamente nativa y personal de China, su
contribución original al desarrollo espiritual de la humanidad”. Frente al Confucionismo, que no es
propiamente una religión, sino más bien un culto social y político basado en la veneración de los
antepasados, el Taoísmo se presenta, según el citado autor, como “una vía del misticismo”, es decir,
una vía en la que pueden encontrar respuesta las profundas inquietudes religiosas y espirituales de la
persona. Se trata, por tanto, de “la religión genuina de China para el individuo”. (1).
Lo primero que llama la atención en el Taoísmo es la altura de sus formulaciones doctrinales, la
elevación y profundidad de su visión metafísica. Se trata, en efecto, de una tradición espiritual con una
considerable carga mística- en la genuina significación etimológica de la palabra, derivada del griego
mistos, “misterio sagrado”- y en la que resulta determinante el elemento de Gnosis o Conocimiento
trascendente de la realidad. En ella, aunque históricamente y en época tardía haya conocido otras
manifestaciones de rango inferior, prima la dimensión intelectiva, esotérica, mistérica e iniciática. De
ahí que se haya conceptuado siempre al Taoísmo como una “filosofía mística”. J.C. Cooper califica a
la doctrina taoísta como una religión más puramente intelectual del mundo” (2). Para Gai Eaton, el
Taoísmo se caracteriza ante todo por su “estructura metafísica” (metaphysical framework), una estructura
que “es pura y simplemente la transcripción china de los principales fundamentos de la Tradición
universal” (3).
A lo largo de la historia, el Taoísmo ha ejercido una enorme influencia en la configuración de la
cultura y la mentalidad chinas. Su impacto en el desarrollo de las artes y las ciencias en la antigua
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China fue decisivo. Pocas doctrinas espirituales han tenido una repercusión tan asombrosa sobre el
mundo de la ciencia como el Taoísmo. Casi todos los grandes científicos del Imperio del Medio
fueron seguidores del Camino del Tao, como ya pusiera de relieve el gran historiador Joseph
Needham. Y son los sabios taoístas los que darán el principal impulso a las investigaciones científicas,
ya se trata del estudio de la naturaleza o de la investigación sobre el ser humano. La herencia taoísta se
hace notar sobre todo en disciplinas como la medicina (especialmente la acupuntura), la farmacología,
la psicología, la astrología, la geomancia, la alquimia, o la higiene sexual. Como dato anecdótico cabe
mencionar que la pólvora- la cual, como es sabido, es una invención china- fue descubierta “en las
investigaciones sistemáticas, aunque misteriosas, de los alquimistas taoísta” (4).
En el campo artístico, hay que destacar el importante papel desempeñado por las concepciones
taoístas en la génesis de la poesía lírica, la caligrafía y la célebre pintura china de paisajes, donde la
veneración y el respeto sagrado ante la naturaleza, propios del Taoísmo, no podrán dejar de imprimir
su huella indeleble. Y no menos importante es la influencia del Taoísmo en un arte tan exquisitamente
extremo-oriental y que tan importante desarrollo tuvo en China como la jardinería. Numerosos juegos
típicamente chinos, en los que la significación simbólica se une una cualidad estética, deben asimismo
su nacimiento en la filosofía taoísta: es el caso del wei-chi o ajedrez chino, que se juega con piedras
blancas y negras. Artes de origen típicamente taoísta son asimismo las artes marciales chinas, como el
Kung-fu, el Tai-Chi-Chuan o el Boxeo de Shaolin.
El Taoísmo ejerció también una notable influencia política en la historia del Imperio chino. Aunque
suele ser presentada como una religión o una espiritualidad mística propia de individuos solitarios, de
pensadores y artistas, cuando no de individualistas que huyen de la sociedad, y por consiguiente
inaplicable en el campo social y político, la doctrina taoísta tuvo una tremenda incidencia en las
vicisitudes históricas de la gran nación asiática. El Taoísmo encontró excelente acogida en varias
dinastías imperiales, figurando entre sus adeptos numerosos emperadores. Acaso el más notable sea
Hui-Tsong, del siglo XII y de la dinastía Song, que fue un iniciado taoísta y se dio a sí mismo el
sobrenombre de “noble del Tao”. Otros muchos emperadores, aunque no expresamente taoístas,
mostraron especial interés por las doctrinas del Tao o tuvieron maestros taoístas. Maestros y sabios
taoístas figuran, por otra parte, entre varios fundadores de dinastías imperiales chinas. Baste recordar
que el fundador de la dinastía de los Han, el campesino Lieu Pang, que ascendió al trono en el año
202 con el título imperial de Kao-Tsu, estaba asesorado por Chang Lang, uno de los primeros
Inmotales taoístas. El Taoísmo llegaría incluso a convertirse en la religión oficial de China, en el siglo
V, bajo el gobierno de Tai-Wu, quien tomó el título de “Perfecto Gobernante de la Gran Paz”,
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Tomado de una célebre organización taoísta, la que llevaba al nombre de Tai-Ping-Tao, “Vía de la
Gran Paz”. Desde los primeros siglos de nuestra era, el Taoísmo propició además la formación de
importantes movimientos, organizaciones y sociedades secretas, que tuvieron un papel relevante en
determinados acontecimientos de la política china. Es el caso de la organización de los Huang-Chin
(“Turbantes Amarillos”), la cual, contando con cerca de trescientos sesenta mil miembros,
desencadenó una rebelión en el año 184 que puso en jaque al poder central y sólo pudo ser sometida
tras cruentas campañas militares.
Entre las sociedades secretas taoístas, merecen destacarse como las dos más importantes la “Sociedad
del Loto Blanco” (Pai-Lien Huei) y la “Sociedad del Cielo y la Tierra” (Tien-Ti Huei). La primera de
estas dos sociedades, tremendamente influyente, tuvo múltiples ramificaciones, algunas de las cuales
degeneraron en asociaciones desviadas y dedicadas a prácticas de tipo ocultista. De tales
ramificaciones, cabe mencionar la Kin-Tan Kiao (“Cinabrio de Oro”) y la Yi-Ho Kuan (“Puños de la
Justicia y de la Concordancia”). Esta última organización- en cuyas actividades ocupaba un puesto de
primer orden la práctica de las artes marciales, y en especial, el boxeo chino- es la de los célebres
Boxers, que se alzaron en 1900 contra la política colonialista de las potencias occidentales.
Ha sido tal el impacto de la tradición taoísta sobre la cultura china, que se ha llegado a afirmar que
cualquier individuo de raza china está imbuido, aun sin saberlo, del espíritu de esta milenaria forma
espiritual. “Todo chino es más o menos taoísta- escribe Jean Herbert-, al menos en ciertos momentos
y bajo ciertas circunstancias (5). Tadao Sakai, el mayor especialista japonés en historia del Taoísmo,
afirma que la impronta que éste ha dejado en la mentalidad del pueblo chino ha sido muy superior a la
del Confucionismo, más ligado a los estratos dirigentes y las clases cultas. “La relación del Taoísmo
con las masas chinas es tan estrecha- afirma- que podemos considerarlo como la religión nacional de
China, indispensable para entender al pueblo chino y a su sociedad”. Y añade que, siendo la religión
del pueblo chino, “el Taoísmo contiene las bases éticas de su vida, su conciencia y su
comportamiento” (6).
Durante el siglo XX el Taoísmo fue duramente perseguido por el régimen comunista, que temía sobre
todo la influencia de las sociedades secretas de inspiración taoísta, así como la respuesta hostil hacia el
totalitarismo materialista y colectivista que era de esperar de un credo profundamente espiritual,
místico y personal, tan reacio al intervencionismo y al control estatal, como el de Lao-Tse. Pero a
pesar de las persecuciones, el Taoísmo sigue vivo y atrae cada vez más la atención de amplios sectores
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de la población china, en especial de las nuevas generaciones. Es difícil, no obstante, evaluar su
vitalidad y pureza, así como su grado de influencia, dado el carácter esotérico de la parte más noble y
profunda de dicha tradición. Es esta una tradición que no podrá perecer en tanto siga existiendo la
nación china, con la cual ha estado ligada desde milenios hasta el punto de hacerse inseparables la una
de la otra. Como dice Eichhorn, el Taoísmo “ha sido, es y será siempre parte integrante de la forma
de vida china” (7).
Aunque es una tradición específicamente china, el Taoísmo llegó a irradiar sobre otras naciones del
Extremo Oriente especialmente influidas por la cultura china, como Corea, Japón y el Vietnam. Es
significativo que en la bandera de Corea figure el símbolo taoísta del Yin y el Yang: el círculo rojo y
azul sobre fondo blanco. Por lo que hace al Japón, se ha visto un residuo de la influencia taoísta en la
importancia que para la cultura y la espiritualidad niponas cobra el concepto de “camino” o “vía” (do
o michi, en japonés), y que da nombre a su misma religión nacional: el sin-to o kamino-michi, el “camino
de los dioses”. En el Vietnam, llegaron a penetrar con fuerza las sociedades secretas taoístas, como
por ejemplo la de los Boxers, lo que sería imposible sin una paralela penetración de la filosofía del Tao.
98
II
Normalmente se suele considerar a Lao-Tse el fundador del Taoísmo. Pero en realidad se trata de una
vía espiritual mucho más antigua, cuyos orígenes se pierden en la noche de los tiempos. Sus raíces se
confunden con los mismos orígenes de la civilización china.
Ya a principios de siglo en sinólogo húngaro E. Erdes afirmaba que el Taoísmo existió muchos siglos
antes de que naciera Lao-Tse. En realidad, habría que decir, con Pierre Grison, una de las máximas
autoridades europeas en la tradición espiritual china contemplada en su dimensión esotérica, que “el
origen del Taoísmo es intemporal”, al igual que ocurre con el resto de las tradiciones directamente
emanadas de la Tradición primordial y en las que hay una directa Revelación de lo Divino y Eterno
(1).
La misma tradición china sitúa el origen del Taoísmo en los tiempos míticos de los Tres Emperadores
Sublimes, cuyos reinados abarcan el período legendario de la fundación de la cultura china:
aproximadamente desde el 3000 a. de C. al 2570 a. de C. Estos tres Augustos Emperadores, Hijos del
Cielo, son Fu-Hi, Shen-Nung y Huang-Ti. Fu-Hi es el autor del célebre Yi-Kung (o “I Ching”) y se le
considera un inventor del arte de la pesca, así como el domesticador de los animales y el descubridor
del gusano de seda, que tanta importancia tendría más tarde en la cultura china. A Shen-Nung, “el
Labrador divino”, se le atribuye la introducción de la agricultura, así como de otras artes favorables a
la civilización. Y por último, Huang-Ti, “el Emperador Amarillo”, gran médico, mago y alquimista, es
algo así como un Hipócrates oriental, un sanador físico y espiritual de los hombres, siendo el autor
del primer texto médico taoísta, el Huang-Ti Nei-Ching, del que arranca toda la posterior ciencia
médica china.
Esto explica que la Vía taoísta fuera conocida antiguamente en China con el nombre de “Huang-
Lao”, resultante de yuxtaponer los prefijos de los nombres de Huang-Ti y de Lao-Tse. Con ello se
quería expresar la línea de continuidad que va desde los tiempos míticos a los tiempos históricos en
que surge la figura capital del legendario autor del Tao-Te-King. Según indica el Maestro taoísta Ni Hua
Ching, esas dos grandes figuras del Taoísmo lo único que hicieron fue “continuar el modo de vida
que les fuera transmitido a través de Fu-Hi, Shen-Nung y muchos otros sabios antiguos”. Ni Hua
Ching termina diciendo: “El origen del Taoísmo se remonta a las gentes sencillas y desconocidas que
vivieron esta forma de vida natural antes de que comenzara la historia escrita” (2).
99
Según esto, Fu-Hi puede ser considerado como el auténtico fundador de la tradición taoísta. Por su
misión fundadora de una nueva vía espiritual, este Primer Emperador de China asume el perfil de un
Profeta o Enviado del Cielo, portador de un mensaje revelado en el que se expresa la Verdad eterna.
En este sentido, Fu-Hi desempeña en la tradición china un papel semejante al desempeñado por
Jimmu-Tenno, el Primer Emperador del Japón, en la tradición sintoísta nipona y del cual Frithjof
Schuon afirma que, por haber dado al pueblo japonés la conciencia de su origen divino, “tiene
incontestablemente la calidad de ¨Profeta¨”(3).
La leyenda de Fu-Hi no puede ser más “reveladora”- valga la elocuente expresión, puesto que
hablamos de una figura mítica vinculada a la Revelación de lo alto-. Está cargada de detalles poéticos
y simbólicos que son sumamente elocuentes y que ponen muy en evidencia el carácter de la tradición
taoísta, tan sensible a la belleza y el orden del Cosmos. Según los antiguos relatos míticos, Fu-Hi fue
concebido por una virgen, la cual lo concibió caminando en solitario tras las huellas de Dios, por lo
cual es considerado como descendiente del Cielo. Tras ser llevado por su madre en el vientre durante
doce años- alusión simbólica a la longevidad del recién nacido, esa longevidad que va asociada a la
Sabiduría-, el mítico Emperador-Héroe nació bajo un Arco Iris cuya parte inferior se transformó en
un río. De este río surgió más tarde el Caballo-dragón que portaba el Ho-Tu o “Diagrama del Río”,
formado de puntos blancos y negros de los que sacaría los ocho trigramas y los sesenta y cuatro
hexagramas del I Ching, el libro básico de la tradición china.
La mayoría de los autores están de acuerdo en reconocer que las raíces de la espiritualidad taoísta
entroncan con la primitiva espiritualidad chamánica de la antigua China. Para Howard Smith, las
creencias y prácticas de lo que posteriormente sería la filosofía o religión taoísta propiamente dicha se
remontan a épocas muy remotas, encontrándose ya al menos en germen, en “las actividades del
adivino-chamán, las técnicas mágico-religiosas para curar las enfermedades y la preocupación por la
longevidad y la existencia post-mortem” (4).
En su documentada obra sobre el Chamanismo, Mircea Eliade ha puesto de relieve la conexión de
ciertas ideas y símbolos típicamente taoístas- como el “vuelo mágico”, el elevarse a las regiones
celestes, el viajar sobre una grulla o una nube- con el primitivo mundo chamánico que tanta
importancia tuvo en todo el continente asiático. Sobre la base de tales datos, el eminente historiador
de las religiones concluye que los taoístas pueden ser considerados como “los sucesores del
Chamanismo”, siendo muy verosímil que sus doctrinas hayan resultado de la elaboración y
sistematización de “las técnicas y la ideología chamánica de la China protohistórica” (5).
100
En la tesis sostenida también por el japonés Toshihilo Izutsu, destacada autoridad en la ciencia
comparada de las religiones y uno de los intelectuales contemporáneos que ha estudiado con mayor
profundidad y agudeza las filosofías de Lao-Tse y Chuang-Tse. Izutsu, que define al Taoísmo como
“una elaboración filosófica de la modalidad extremo-oriental del Chamanismo”, detecta numerosos
detalles en la biografía y en la obra de Lao-Tse que ponen en evidencia esta raíz chamánica de la
cosmovisión taoísta. El primer detalles significativo es, según el autor nipón, aquella indicación
biográfica que hace de Lao-Tse un nativo del Estado de Chum situado en el Sur de China; pues Chu
era precisamente una región de ríos, valles, lagos y montanas en el que estaba muy arraigada la
herencia chamánica, como lo demuestran las poesías del poeta-chamán Chu-Yuan. Hasta el punto
que se puede hablar de un “espíritu de Chu”, el cual no es otra cosa que “la tendencia chamánica de la
mente o el modo de pensar chamánico”. Todo el Tao-Te-King se halla impregnado, desde la primera a
la última página, por ese “espíritu de chu”, tan próximo a la vivencia sacra de la realidad natural.
Según Izutsu, a esta influencia del espíritu chamánico de Chu debe el Tao-Te-King esa riqueza de
imágenes y esa profundidad de ideas que le son peculiares: pues hay que tener en cuenta, añade el
profesor japonés, que “la experiencia chamánica de la realidad es de tal naturaleza que puede ser
acrisolada y elaborada hasta alcanzar un alto nivel de experiencia metafísica” (6).
6. T. Izutsu, Sufism and Taoism, Berkeley, 1983, págs. 290 ss, 479.
101
III
Dentro del Taoísmo se suelen distinguir dos ramas o modalidades claramente diferenciadas: el
llamado “Taoísmo filosófico”, que en chino se conoce con el nombre de Tao-Chia, y el “Taoísmo
religioso” o “Taoísmo popular”, que es designado con la expresión Tao-Chiao. En el primero se
ubican las grandes figuras del pensamiento y la espiritualidad taoístas, los llamados “Padres del
sistema taoísta”: Lao-Tse, Chuang-Tse y Lie-Tse, así como también sus seguidores y continuadores de
siglos posteriores, como Huai-Nan-Tse, Kuan-Yin-Tse, Wen-Tse, Ko-Hung, etcétera.
Aunque a veces se ha querido establecer una radical división entre uno y otro, como si de dos
mundos radicalmente distintos e incluso opuestos se tratara, hay un nexo de unión entre ambos que
los configura como dos dimensiones, la más interna y la más superficial, de una misma tradición o vía
espiritual. El “Taoísmo filosófico” o Tao-Chia, que más bien habría que llamar Taoísmo gnóstico o
sapiencial, constituye el núcleo esotérico, metafísico e iniciático, de la tradición taoísta. El “Taoísmo
religioso” o Tao-Chiao representa, en cambio, el elemento exotérico, más exterior y formalista de dicha
tradición. Es en el primero donde está contenida la doctrina más profunda y genuina del Camino del
Tao.
En este sentido, el panorama que presenta el Taoísmo no es muy diferente del que presentan otras
tradiciones orientales, como el Shinto o el Hinduismo, donde un núcleo esotérico convive con una
religiosidad popular de tipo más o menos acusadamente exotérico, siendo a veces extremadamente
difícil separar la una de la otra. Lo único que ocurre es que en la tradición china esta demarcación está
más claramente trazada, sobre todo a partir de una determinada época. Cabe concluir, por tanto, que
en la tradición china el exoterismo está integrado por dos corrientes espirituales: el Confucianismo,
sobre el que más adelante hablaremos, y el Taoísmo religioso o popular.
Normalmente se sitúa el nacimiento del Tao-Chiao o Taoísmo religioso-exotérico en el siglo II d.C.,
considerando como su fundador a Chang Tao-ling, un taumaturgo que curaba enfermos por medio
de fórmulas sagradas, el cual, influida por el ejemplo del Budismo recién introducido en China,
decidió crear una organización eclesiástica y monástica- con sus templos, su clero, su panteón y su
liturgia- que pudiera competir con el nuevo credo venido de la India. A tal efecto fundó la orden
taoísta de las “Cinco Fanegas de Arroz” (Wu-Tou-Mi Tao), así llamada por el hecho de que los
enfermos curados por Chang Tao-Ling le entregaban como donativo un saco de cinco fanegas de
arroz.
Pero, en realidad, el Taoísmo es muy anterior a esa época. La misma tradición china atribuye el origen
102
de esta modalidad de la espiritualidad taoísta a Huang-Ti, el “Emperador Amarillo”, el tercero de los
tres míticos Emperadores Sublimes, fundadores de la cultura china. Aquí se puede decir algo
semejante a lo apuntado al hablar del origen del Taoísmo en general. La obra de Chang Tao-Ling no
supone más que una institucionalización o cristalización de algo ya existente con anterioridad, si bien
de forma más caótica, desorganizada o espontánea. Cosa lógica y natural, por otra parte, si se tiene en
cuenta el origen chamánico de la tradición taoísta, pues el Chamanismo tuvo siempre una estrecha
vinculación con la religiosidad popular. Como bien apunta Pierre Grison, la institucionalización del
exoterismo taoísta responde a la necesidad, sentido con especial agudeza en una determinada fase
cíclica, de extraer del núcleo esotérico de la tradición taoísta una serie de elementos que resulten
asequibles a la masa y “reservar al mayor número una forma de actividad espiritual adaptada a su
mentalidad y a sus posibilidades” (1).
La organización fundada por Chang Tao-Ling suele ser llamada, de forma un tanto impropia, “Iglesia
taoísta”. Al frente de ella se hallaba un Jefe espiritual que recibía el título de “Maestro Celeste” (Tien-
Shih), al cual los autores occidentales han calificado de “Papa taoísta”. El título de “Maestro Celeste”
se ha perpetuado hasta nuestros días, siendo portado por los descendientes directos del fundador. Los
fieles de dicha organización eran llamados “demonios-soldados” y de sus filas surgirá más de un
movimiento político y social de cuantos agitaron la vida del Imperio chino; entre ellos, la rebelión de
los “Turbantes Amarillos”.
Aunque el exoterismo de esta rama taoísta, según indica Pierre Grison, estaba muy abierto a la
influencia budista, lo que significaba ya de por sí una gran posibilidad de renovación y de apertura
hacia lo metafísico, “su formalismo será, incontestablemente, un factor de decadencia” (2). Con el
paso del tiempo, el Taoísmo religioso fue cayendo en una progresiva decadencia, recogiendo en su
seno toda clase de supersticiones populares y cada vez más entregado a los exorcismos, las prácticas
mágicas y adivinatorias y la fabricación de talismanes. Ya desde un primer momento se había ido
creando un complejo panteón de divinidades- con Lao-Tse al frente- y se habían introducido
llamativas y vistosas ceremonias- como, por ejemplo, la confesión en público-, cosas todas ellas que
se alejaban bastante del auténtico espíritu taoísta. Todos estos fenómenos se irán acentuando en los
siglos posteriores, agravando la decadencia de esta rama taoísta exotérica. En su seno se va
afianzando, por otra parte, la búsqueda de la “inmortalidad física”, con un evidente olvido del
profundo significado de los antiguos símbolos de la tradición taoísta.
En las páginas que siguen prescindiremos de esta rama exotérica del Taoísmo y nos centraremos en el
análisis del Taoísmo filosófico, el cual, aparte de ser mucho más interesante, es el Taoísmo auténtico y
original, aquel que conserva más puras las riquezas del Camino del Tao.
1. P. Grison, La Lumiére et le Boisseau, París, 1974, pág. 17.
2. Ibid, pág. 18
103
IV
¿Fue Lao-Tse el fundador del Taoísmo o más bien desempeñó el papel de recopilador y depurador de
dicha tradición? ¿Existió en realidad un personaje con tal nombre o se trata, por el contrario, de una
figura mítica? ¿Puede considerarse a Lao-Tse el verdadero autor del Tao-Te-King? He aquí algunos
interrogantes a los que es difícil responder de manera clara y contundente y sobre los que los
especialistas no llegan a ponerse de acuerdo.
Lo que sí parece cierto, a tenor de lo expuesto en un capítulo anterior, es que, más que el fundador
del Taoísmo, Lao-Tse fue el refundador, reformador, revitalizador y renovador de dicha tradición en
una fase histórica en la que probablemente había entrado en crisis el legado recibido del pasado,
estando por aquel entonces necesitado de una reformulación vigorosa que depurara su mensaje y
cortara las ramas secas. Por eso mismo Lao-Tse podría ser considerado como el iniciador o
restaurador del Taoísmo en los tiempos históricos, y es esa labor tan decisiva la que hace de él una
figura central en la historia de la tradición taoísta.
¿Quién fue Lao-Tse? Los datos biográficos que poseemos sobre el gran patriarca taoísta son escasos.
Sólo en alguna fuente muy esporádica se habla de él, sin aportar demasiadas referencias. Casi todo lo
que sabemos de su vida pertenece al campo de la leyenda y el mito.
Según los datos dispersos que han llegado hasta nosotros, Lao-Tse nació hacia el 604 a. de C. en el
estado de Chum situando en el Sur de China, de una familia campesina. Esta fecha de nacimiento lo
hace contemporáneo de Confucio, el otro gran reformador espiritual de la tradición china, que vivió
entre los años 551-479 a. de C. Lao-Tse se aparece, pues, en una época clave de la humanidad, en un
momento crítico del Kali-Yuga o “Edad sombría”. La segunda mitad del primer mileno antes de Cristo
es, en efecto, un período de fermentación espiritual, en el que tiene lugar una profunda
reorganización de todas las tradiciones: surgen los Profetas de Israel; aparecen Buddha y Zaratustra:
en Grecia, difunden sus doctrinas Pitágoras, Heráclito y los presocráticos, y posteriormente Sócrates y
Platón.
Su nombre auténtico parece haber sido Li-Erh o Li-tan. El de Lao-Tse es, en realidad, un nombre
simbólico o un título honorífico, que quiere decir “el Viejo Maestro” o “el Viejo Filósofo” (Lao=
viejo o venerable; Tse= maestro). En los primeros escritos taoístas se le daba el nombre de Lao-Tan,
“el Viejo Tan”. Esa insistencia en la alusión a la vejez del legendario fundador o refundador del
Taoísmo se explica con facilidad si tenemos en cuenta que en la China tradicional la ancianidad era
sinónimo de autoridad y sabiduría. Esta nota se ve refrendada por sus dos nombres originales, en los
104
cuales van también implícitas las ideas de la sabiduría y longevidad, recogidas en las palabras Eul y
Tan: la primera quiere decir “orejas”, y la segunda, “largas orejas”, conteniendo ambas una alusión a la
Capacidad del Sabio para escuchar los susurros del misterio cósmico y la voz silenciosa de la
Divinidad. En la antigua China los viejos sabios eran representados con largas orejas (1).
Como ha quedado dicho, son pocas las cosas que sabemos sobre la vida del gran Maestro del
Taoísmo. Una de ellas es que fue funcionario de la corte de los Cheu, donde desempeñó el puesto de
archivero y cronista. Otra que tuvo una entrevista con Confucio, al final de la cual el fundador del
Confucionismo habría declarado: “Del pájaro sé que sabe volar; del pez, sé que sabe nadar; de los
cuadrúpedos, sé que pueden correr. Las bestias que corren pueden ser capturadas con trampas; las
que nada pueden ser capturadas con redes; las que vuelan pueden ser alcanzadas por la flecha; pero el
dragón, no soy capaz de conocerlo: se eleva al cielo por encima de la nube y del viento. He visto hoy
a Lao-Tse, ¡es como el dragón!”. Aunque ésta, como otras muchas anécdotas que nos ha transmitido
la leyenda, son bastante dudosas. El historiador Sze-Ma-Tsien, que es quien nos proporciona los
detalles antes referidos, dice al concluir su relato que es difícil saber qué es verdad y qué es falso en lo
que él mismo nos cuenta, pues “Lao-Tse era un sabio oculto”. Rasgo éste que, como veremos es
típico de los sabio taoístas, y alude al carácter esotérico, secreto, de su doctrina y al anonimato o
ausencia de ego que resulta de la práctica de la Vía del Tao (2).
El resto de las referencias que poseemos provienen del mito y la leyenda. Así se nos dice que su
madre lo concibió contemplando una milagrosa estrella que lucía en lo alto del cielo, que su
nacimiento estuvo acompañado de fenómenos extraordinarios y que permaneció ochenta años en el
seno materno, por eso nació con cara de anciano y largos cabellos canosos, lo que motivó el nombre
de La-Tse, que algunos autores interpretan como “el viejo Niño” (nueva alusión a la ancianidad del
Maestro como expresión de su sabiduría). De Lao-Tse se refieren numerosos prodigios y abundan
también los relatos que hablan de sus viajes y peregrinaciones por lejanas tierras.
La parte más decisiva de su biografía es quizá la que relata su retiro ascético y su desaparición
definitiva de la escena mundana. Cuenta la leyenda que, habiendo comprobado la degeneración
existente en el Imperio de los Cheu y hastiado de la vida palaciega. Lao-Tse decidió retirarse de la
corte y vivir en la oscuridad, como un ermitaño en un lugar apartado. A tal efecto, se retiró a las
montañas de Han Kuan, donde vivió en una modesta cabaña. A los ochenta años de edad abandona
su choza y emprende una peregrinación mística hacia el oeste, hacia el país de los Tsin, montado
sobre un búfalo negro de mirada penetrante; cabalgadura que simboliza la fuerza, la firmeza y la
105
estabilidad ganada por su jinete. Pero para alcanzar las lejanas tierras de Occidente, tiene que atravesar
la Gran Muralla por la puerta de Hien-Ku. Allí el guardián de la puerta, de nombre Yin Hsi, místico y
astrólogo que había conocido previamente la llegada del Gran Maestro al observar las estrellas y que,
al acercarse Lao-Tse, reconoció por la fuerza de su Chi o “energía vital” que se trataba de un
“Hombre verdadero” (Chen-jen), lo detiene y le pide que ponga por escrito sus enseñanzas. Lao-Tse
atiende a su ruego y escribe entonces el Tao-Te-King, el cual entrega al solícito guardián como obsequio
y último testamento espiritual. Acto seguido, cruza el umbral de la puerta que le llevará a lo
desconocido y ya no se volverá a saber nada más de él. Algunos relatos afirman que el mítico
fundador del Taoísmo vivió sus últimos días en el Tíbet o en la cordillera del Himalaya, entregado a la
contemplación del Tao, mientras que otros sostienen que llegó hasta la India donde tuvo como
discípulo a Siddartha Gautama, el que posteriormente sería el Buddha. De él se dice que vivió más de
doscientos años, alusión simbólica a la longevidad conexa a la sabiduría de que antes hablábamos.
Por lo que se refiere a Yin Hsi, el guardián del paso fronterizo, la leyenda hace de él uno de los
primeros discípulos de Lao-Tse. Posteriormente recibió el nombre de Kuan-Yin-Tse (“Maestro
Guardián del Paso”), atribuyéndosele una obra mística y filosófica que lleva el mismo título y que el
orientalista Alfred Forke considera la obra culminante de la mística taoísta. Yin Hsi terminará
siguiendo los pasos de su maestro Lao-Tse, y desaparecerá también viajando hacia el oeste, sin que
nadie vuelva a tener noticias suyas.
Son muchos los autores que han puesto en duda la existencia histórica de Lao-Tse. Aducen en apoyo
de su tesis que tal nombre fue en otros tiempos simplemente el título que recibió el libro que hoy
conocemos como Tao-Te-King y al que en un principio se aludía como “el Lao-Tse”. Y otros
especialistas sostienen que ha habido dos o tres personajes con tal nombre. El carácter honorífico del
nombre Lao-Tse- “el Viejo Maestro”- podría venir a confirmar dicha hipótesis. A este respecto,
Jacques Lionnet, autor de una excelente traducción del Tao-Te-King, dice que todas estas
disquisiciones carecen en realidad de importancia, pues “la influencia que ha ejercido el Taoísmo en
todos los campos del pensamiento y la civilización chinos superan con mucho el marco individual”.
Lionnet, buen conocedor de los entresijos de la tradición espiritual china, apunta que es muy posible
que el nombre de Lao-Tse sea puramente simbólico, representativo de una función o de un grupo de
iniciados. Y aclara que la indicación de que fue archivero y cronista podría significar que “una
organización, representada externamente por los analistas y los astrólogos del Tercer ministerio,
llamada “de los archivos”, designó, directamente o no, a un representante cualificado para escribir una
obra que resumiera la enseñanza antigua, o la produjo simplemente bajo nombre ficticio, lo que, en el
fondo, viene a ser lo mismo” (3).
106
Sería un caso semejante al de Zaratustra o Zoroastro, del que se ha dicho que es en realidad un
nombre simbólico para designar a un grupo de iniciados que fue el que en realidad llevó a cabo la
reforma de la primitiva religión persa. Al igual que ocurre con el mismo Zaratustra y con tantas otras
figuras espirituales de Asia, la obra de Lao-Tse consistió en una refundación o remodelación de la
herencia primordial. Más que de una fundación, se trataría de una renovación o revitalización del
antiguo legado espiritual de la tradición china al que antes aludíamos. Así lo reconoce el mismo Lao-
Tse cuando afirma: “no hago más que recoger lo que otros han enseñado”; “mi enseñanza tiene una
ascendencia”. (Capítulos 42 y 70).
Sea cual sea la realidad que se oculta tras el legendario y emblemático nombre de Lao-Tse- ya se trate
de una figura mítica o de un individuo de carne y hueso, ya tengamos que habérnoslas con un
personaje histórico cuya existencia sea constatable documentalmente o con la personificación
simbólica de una autoridad espiritual-, su importancia para la tradición taoísta sigue siendo la misma.
Se trata de un auténtico mojón en el Camino del Tao, tal y como ha sido expuesto y perfilado a través
de los siglos. Lao-Tse es y será por siempre el centro y punto de referencia del Taoísmo tal y como
hoy lo conocemos. Y en él podemos ver, por lo tanto, una de las figuras claves de la historia espiritual
de la humanidad.
Lao-Tse se nos presenta como la más pura encarnación del ideal de perfección humana cultivado por
el Taoísmo. Es el prototipo del “Hombre perfecto” u “Hombre auténtico” que es a la vez santo y
mago, místico y poeta, iluminado y hombre de ciencia, filósofo y líder espiritual. Es el hombre que
tiene un poder especial para comunicarse con el resto de los hombres y con las fuerzas ocultas de la
naturaleza; poder ganado a través de la ascesis espiritual que le lleva a la unión con el Tao.
Richard Wilhelm ha sabido caracterizarse en breves trazos el significado espiritual de Lao-Tse cuando
lo considera como la típica encarnación del Sabio taoísta, contraponiendo su imagen a la del hombre
faústico ansioso de expandirse en el mundo exterior y conquistar nuevos horizontes en la esfera
puramente terrena. Frente a la acción titánica de Fausto, prototipo de la moderna civilización
occidental que sólo piensa en someter la naturaleza a su poder y que está poseída por la fe en sus
herramientas de explotación y dominio, se alza “la acción metafísica de Lao-Tse, que escucha a la
naturaleza y sabe crear sin herramientas”: es “la acción del mago de Oriente” que sabe penetrar
gracias a su actividad contemplativa en “el tejido de las fuerzas cósmicas” y desentrañar sus más
hondos misterios (4).
El nombre de Lao-Tse aparece cargado de las más sutiles resonancias espirituales para cualquier
persona que tenga un mínimo de preocupación por el destino de la humanidad y del cosmos. La mera
4. R. Wilhelm, Lao-Tse y el Taoísmo, trad., Madrid, 1926, pág. 53; R. Wilhelm, Lao Tse Tao Te King, Málaga, 1992, pág. 171.
107
Pronunciación de ese nombre evoca la armonía de la vida humana con el Todo cósmico y con la
Realidad divina. Es un nombre que, como dice E. Schröder, “resuena en nosotros como una llamada
del universo” (ein Ruf des All), la misma llamada que brota con fuerza de su obra, el Tao-Te-King (5).
“Lao-Tse no vivió solamente para la china y para su época, es uno de los Maestro más puros y más
profundos de la humanidad”, afirma E.V. Zenker (6).
No sólo en la historia de las religiones, también en la historia del pensamiento y de la cultura el
refundador o renovador del Taoísmo ocupa un lugar prominente. En todas las historias de la filosofía
se reserva un puesto de primer orden al “Viejo Maestro de las orejas largas”. Baste citar, a título de
ejemplo, la obra del filósofo Karl Jaspers, Los grandes filósofos, cuyas páginas se abren precisamente con
la figura del Maestro oriental.
El arte chino ha inmortalizado para la posteridad la imagen del gran Sabio del Tao, con su rostro
sereno y sonriente, montado sobre su mansa cabalgadura, el negro búfalo asiático. Es todo un
símbolo de la esencia del Taoísmo: el animal violento e impetuoso convertido en dócil vehículo por la
poderosa fuerza espiritual del “Hombre auténtico”; el caminar amistoso, en pacífica y bondadosa
camaradería del Sabio y la bestia; el hermanamiento de la naturaleza y la humanidad por medio de la
No-acción o Wu-Wei.
A lomos de su majestuoso búfalo, Lao-Tse tiene todo el perfil de un Héroe vencedor y liberador, un
Emperador del Espíritu, un Pontífice o “constructor de puentes” entre Cielo y Tierra, un auténtico
Rey del mundo.
5. O. Schröeder, Laotse. Die Bahn des Alls und der Weg des Lebens. München, 1934, pág. V.
6. E.V. Zenker, Histoire de la Philosophie chinoise, París, 1932, página 108.
108
V
TAOÍSMO Y CONFUCIANISMO
Taoísmo, Confucianismo y Budismo son las tres principales tradiciones espirituales de China. Hasta
tal punto que se ha convertido ya en uso habitual referirse a ellas llamándolas, con expresión un tanto
inexacta, “las tres religiones de China”. Dicha expresión resulta incorrecta porque, aparte de ignorar
las otras religiones presentes sobre suelo chino- como el Islam o el Cristianismo, este último presente
desde los primeros siglos en su forma nestoriana-, puede dar la idea de que se trata de tres tradiciones
de tipo religioso situadas a un mismo nivel, cuando en realidad se trata de tradiciones muy diferentes,
alguna de las cuales- es el caso del Confucianismo- no responde al esquema de lo que normalmente se
considera una religión.
De estas tres vías espirituales, las dos típicamente chinas, existentes desde tiempo inmemorial en el
país de la Gran Muralla, son el Taoísmo y el Confucianismo. Ambos han convivido desde hace
milenios y han contribuido por igual a conformar el espíritu del pueblo chino desde la época en que
tiene lugar su plena cristalización histórica, hacia el siglo IV a. de C. La tercera de las vías
mencionadas, el Budismo, penetró en un período posterior, hacia el siglo I, importado por monjes
procedentes de la India.
La cuestión de las relaciones entre Taoísmo y Confucianismo reviste especial interés, siendo un tema
que ha atraído la atención de orientalistas e historiadores, acumulándose no pocos errores a la hora de
interpretar el nexo existente entre una y otra rama espiritual. Por lo general se las ha considerado
como dos escuelas de pensamiento o dos formas de espiritualidad radicalmente enfrentadas, siendo
sus fundadores, Lao-Tse y Confucio, presentados a menudo como enemigos irreconciliables.
Según esta manera de ver las cosas, Confucio (Kung-Tse o Kung-Fu-Tse), vendría a encarnar una
especie de conservadurismo espiritual, mientras que Lao-Tse se perfilaría como un místico herético,
un típico revolucionario religioso, protestante e inconformista. No es ajena a esa interpretación de la
realidad espiritual china como algo escindido, corroído y desgarrado por un insalvable conflicto
interno, la inveterada tendencia de la mente occidental a ver la diferencia como oposición, la
diversidad como antagonismo y la complementariedad como hostilidad.
Como ejemplo de esta errónea interpretación de las tradiciones confuciana y taoísta, así como de los
nexos entre una y otra, cabe citar lo expuesto por el orientalista alemán F.E.A. Krause, el cual define
al Confucianismo como un “dualismo inmanente”, en el que predomina el aspecto práctico y activo,
orientado hacia lo concreto, opuesto al Taoísmo, que el citado autor conceptúa como “monismo
trascendental”, inclinado a la teoría, a la abstracción y a la ociosidad inactiva. Para Krause, Confucio
109
es un hombre de acción y un optimista, de orientación “socialista”, con una innata capacidad para
convertirse en caudillo y educador de su pueblo. Lao-Tse por el contrario, es un típico pensador,
egoísta y pesimista para más señas: un intelectual, cuyo pensamiento riguroso le lleva a aislarse,
buscando “liberarse de cualquier intención práctica”, y cuyo pesimismo le enfrenta al juicio de las
masas. Algunos autores han creído ver en el Taoísmo una forma de expresión del individualismo de la
China del Sur, vinculado a la religiosidad popular y opuesta al comunismo de la China del Norte,
afianzador y propiciador del “culto del Estado”, tendencia esta última que habría encontrado su más
perfecta plasmación en la doctrina confuciana (1).
En realidad, las cosas deben plantarse de muy diferente manera. Taoísmo y Confucianismo no son
dos tradiciones rivales y hostiles, excluyentes entre sí, sino dos aspectos complementarios de una
misma tradición milenaria. Es cierto que a lo largo de la historia han existido numerosos conflictos,
roces, choques, discusiones y enfrentamientos entre los círculos taoístas y los funcionarios o eruditos
confucianos, pero tales tensiones no son muy diferentes de las que en otras culturas se han producido
entre órdenes religiosas diversas o, lo que resulta más importante y más extrapolable al caso de la
cultura china, las que han tenido lugar entre los representantes del esoterismo y el exoterismo dentro
de una misma tradición, como el Islam y el Cristianismo. Es también cierto que existen tremendas
diferencias entre la doctrina taoísta y la confuciana, pero tales diferencias obedecen a una legítima
diversidad de perspectivas: más superficial, externa, moral, social y política, en el caso del
Confucianismo; más profunda, interior, mística, gnóstica y realizativa, metafísica y cosmológica, en el
caso del Taoísmo. Pero se trata, al fin y al cabo, de perspectivas que, aun teniendo propósitos y
campos de aplicación distintos, se mueven dentro siempre de una misma ortodoxia.
Como ya pusiera de relieve René Guenón, el Taoísmo no es más que el lado esotérico, “la doctrina
interna”, de la tradición china, mientras que el Confucianismo constituye su aspecto exotérico, “la
doctrina exterior”. El Taoísmo representa “el conocimiento principal”, es decir, el conocimiento de
los principios más profundos en que dicha tradición se asienta. El Confucianismo, en cambio, viene a
ser una especie de aplicación práctica a un orden contingente, estando por tanto supeditado a la
doctrina taoísta, del mismo modo que, en un orden normal, la práctica se halla supeditada a la teoría y
al conocimiento que ésta proporciona. De ahí que así como el Confucianismo, que se entrega sobre
todo a la acción, “se manifiesta visiblemente en todas las circunstancias de la vida social”, el Taoísmo,
que descansa en la “No-acción”, desempeña un papel de “dirección invisible”, lo que hace que sea
mucho más difícil de conocer por los occidentales. Taoísmo y Confucianismo no son ni han sido
nunca escuelas rivales- agrega Guenón-, ni podrían serlo, “ya que cada uno tiene su campo propio y
1. F.E.A. Krause, Ju-Tao-Fo. Die religiösen und philosophischen Systene Ostasiens, München, 1924, págs. 143 ss.
110
netamente distinto” (2). En la misma línea se expresa el taoísta Matgioi, el cual conceptúa al
Confucianismo y al Taoísmo como las dos vías distintas pero armonizables- la “Vía social” y la “Vía
racional” respectivamente- a través de las cuales se expresa y trasmite una misma verdad espiritual;
dos vías que no sólo no se oponen, sino que se necesitan y complementan entre sí, completándose la
una a la otra (3). Es significativo que la jerarquía taoísta se superponga a la confuciana, como lo
prueba el hecho de que el grado inferior de aquélla- el grado de Cheng-Jen u “Hombre Sabio”- se
corresponda con el grado superior de esta última, lo que viene a probar que existe una continuidad
entre ambas, como formas esotérica y exotérica que son, respectivamente, de la misma tradición (4).
Confucianismo y Taoísmo tienen, por otra parte, el mismo origen, hundiendo ambos sus raíces en el
Yi-King (o I Ching), del que ya hemos hablado. El ya citado Jacques Lionnet le declara de forma
rotunda: tanto Kung-Tse como Lao-Tse son por igual “representantes de la Vía de la Antigüedad e
intérpretes cualificados del Yi-King”. De esta fuente común surge el Confucianismo como “la
corriente de superficie, conservadora y clásica”, mientras que el Taoísmo se perfila como “la corriente
profunda, a la vez transformadora y trascendente”. El Budismo actuará más tarde como puente de
enlace entre estas dos corrientes indígenas, que se alzan como “los dos polos” de la civilización china
(5). En una línea similar se expresa el ilustre sinólogo alemán Maximilian Kern cuando, tras haber
puesto de relieve el nexo umbilical de toda la espiritualidad china con el antiguo texto sagrado del Yi-
King, afirma que “Lao-Tse y Confucio no son en modo alguno reformadores al estilo de Lutero o
Zwinglio, sino tan sólo representantes de escuelas concretas y diferenciadas que, apoyándose en una
interpretación de la cosmovisión previamente existente, trataban de buscar una vía posible para el
restablecimiento de la Edad de oro de antaño”(6).
A pesar de toda la diversidad de enfoques y matices que presentan las perspectivas taoísta y
confuciana, puede detectarse un fondo común del que se alimentan ambas vías espirituales. Un fondo
común que las hace perfectamente conciliables. De ahí que no sea raro ver a destacadas figuras del
Taoísmo abogar por la validez y necesidad del Confucianismo, y viceversa. Así el gran alquimista y
médico taoísta Ko Hung afirmaba que para conseguir la unión con el Tao y alcanzar la inmortalidad
había que ejercitar las virtudes confucianas.
2. R. Guénon, “Taoisme et Confucianisme”, en Apercus sur l´esotérisme islamique et le Taoisme, París, 1973, págs. 110-122.
3. Matgioi, La Voie rationnelle, París, ed. 1976, págs. 79 ss.
4. R. Guénon, La Grande Triade, págs. 154 ss.
5. J. Lionnet, op. cit. Pág. 5
6. M. Kern, “Konfuzianismus und Taoismus” en Das Licht des Ostens. Stuttgart, 1924, pág. 328
111
Habría que decir, por último, algunas palabras acerca de las conexiones del Taoísmo con la tercera de
las tres tradiciones sapienciales de China, el Budismo. También entre budistas y taoístas surgieron
desde el primero momento pugnas y discusiones sin cuento, hasta que finalmente se fue forjando un
clima de comprensión y entendimiento. No obstante estos enfrentamientos, la conciencia de la
afinidad entre una y otra doctrina llevó a algunos taoístas, como Wang Fu, a sostener que Buda fue
una reencarnación de Lao-Tse, mientras que en ambientes budistas se llegó a insinuar que Lao-Tse
había sido discípulo de Buda durante su viaje a la India.
Las coincidencias que el Taoísmo presenta con ciertas ramas del Budismo, como el Chan o Zen, son
tan llamativas que numerosos autores han querido ver en esta vía genuinamente budista el resultado
de una penetración de ideas y métodos taoístas en el seno de las doctrinas budistas importadas de la
India. Aunque esta teoría no es admisible, el hecho es que Taoísmo y Budismo han convivido durante
siglos sobre el suelo chino, ejerciendo una influencia recíproca el uno sobre el otro. Lo cual no debe
llevar a la conclusión simplista de pensar que lo que haya de semejante en una de estas vías tenga que
haber sido tomado por fuerza de la otra.
Pese a ciertos momentos de tirantez y superadas las tensiones iniciales, las tres vías espirituales- la
taoísta, la confuciana y la budista- encontraron una perfecta armonización llegando a ser
contempladas como tres versiones distintas de una misma verdad. Para expresar esta idea se acuñó la
fórmula “las tres religiones son una sola”, ilustrada por un grabado en el que aparecían juntos los tres
fundadores: Buda, Lao-Tse y Confucio. Se afirmará que los tres tuvieron un mismo objetivo, que es el
perfeccionamiento del hombre y la realización de su verdadera naturaleza. No es raro encontrar
personajes de la historia china que participan de las tres tradiciones. Así vemos a un Emperador,
como Hsüan Tsung, autor de un extenso comentario sobre el Tao-Te-King, escribir una obra budista y
otra confuciana, mientras que el Emperador Wu declara que “en el origen todos los sabios son uno” y
que “la fuente de la verdad es una”. Wing-Tsit Chan señala a este respecto que el chino medio “lleva
una cruz confuciana, un traje taoísta y sandalias budistas”. Y recuerda que el taoísta Chang Jung
murió sosteniendo en su mano izquierda un texto confuciano (el Clásico de la piedad filial) junto con el
Tao-Te-King, al tiempo que en la mano derecha sostenía el Sutra del Loto budista (7).
Hay un dicho popular chino que ilustra muy bien la unidad y armonía existente entre las tres
tradiciones espirituales de China. Refiriéndose a la moneda que sirve para comprar la felicidad, la
salud y la libertad, la sabiduría popular afirma que el Taoísmo ha acuñado una de las caras de esa
moneda, el Confucianismo acuñó la otra y el Budismo les dio a ambas un baño de oro. Y se agrega
que la moneda, claro está, no puede utilizarse a trozos sino que ha de usarse entera (8).
7. Wing-Tsit Chan, Tendencias religiosas de la China moderna, trad., Madrid, 1955, págs. 201 ss.
8. S. Wolpin, La filosofía china según Confucio y Lao-Tse, Buenos Aires, 1978, pág. 55.
112
VI
Una visión muy difundida es aquella que concibe y presenta al Taoísmo como una corriente
heterodoxa, individualista y anárquica, casi anarquista. Sus rasgos más característicos serían la huida
de la sociedad, la hostilidad a la política, la evasión ante cualquier responsabilidad cultural o
civilizadora, el repudio de la moral, la actitud iconoclasta y rebelde ante cualquier forma de autoridad.
Es algo muy semejante a lo que tantas veces se ha dicho del Zen o del Sufismo, y que ha sido
radicalmente rechazado por los exponentes legítimos de ambas tradiciones.
Como ejemplo de esta manera de ver las cosas, puede citarse la caracterización que del Taoísmo hace
Luis Racionero, el cual define a esta doctrina oriental como una “corriente individualista, anarquista,
intuitiva y mística”. Fue precisamente, según dicho autor, a causa de ese individualismo por lo que el
Taoísmo nunca fue adoptado de forma oficial como norma de conducta por la sociedad china (1). En
la misma línea se sitúa Juan Marín, que conceptúa al Taoísmo como un “nihilismo anárquico”,
calificativo que resulta tan absurdo como inadmisible (2). Tampoco resulta aceptable, aun cuando en
ella se añada un elemento de mayor matización, la expresión “anarquismo sagrado”, acuñada por
Zenker para caracterizar a la filosofía de Lao-Tse (3). ¿Cómo puede ser calificada de “anarquista” o
“anárquica”, es decir, carente de principios o negadora radical de éstos- según la etimología de
anarquía: del griego an-arché= an, “sin”; arché, “norma” o “principio”-, una concepción espiritual que
parte de la afirmación de los más sólidos y hondos principios de la vida y que está centrada en el
reconocimiento del Gran Principio o Principio de los principios, que es el Tao?
El pretendido enfrentamiento del Taoísmo con el Confucianismo vendría a abonar esta hipótesis;
pues no en vano este último se presenta como el garante y custodio del orden social, defensor
acérrimo del orden establecido y de la moral. Así lo entiende el sinólogo norteamericano Herrlee G.
Creel, el cual contrapone “el tono anarquista de la filosofía taoísta”, señalando que ambos están en
abierto conflicto entre sí (4).
En este orden de ideas, se ha convertido casi en un hábito presentar al Sabio taoísta como un
excéntrico, casi en un hábito presentar al Sabio taoísta como un excéntrico, como un esnob
113
caprichoso, impertinente y mal educado, cuya única ley es su antojo de cada momento. Un ser que se
abandona a las fuerzas naturales, entendidas en toda su grosera inmediatez la deriva sin otra norma
que las geniales ocurrencias que vengan a su mente libérrima. De acuerdo con esta idea, los maestros
y ermitaños taoístas vendrían a ser así como los hippies pre-modernos del Extremo Oriente o una réplica
de los sofistas o cínicos griegos. Así, Lao-Tse es presentado como una especie de Rousseau oriental, y
de Chuang-Tse se pretende hacer un Diógenes o un Kropotkin de ojos rasgados- aunque, eso sí, con
una mayor vena mística.
Es totalmente inadmisible la descripción que del Sabio taoísta hace Krause, cuando califica su actitud
de “egoísmo negativo”, precisando que “rechaza toda relación con los hombre y las cosas”. Por
mucho que el citado autor luego calare que este egoísmo “no es brutal ni misantrópico” y que no es
“un egoísmo del goce de la vida, sino de la paz vital negativa”, el panorama que se nos ofrece del
Taoísmo y del tipo humano que lo encarna sigue siendo erróneo y falso, pues no tiene nada que ver
con el egoísmo, sino que constituye su más radical antítesis (5).
Especialmente frecuente es la comparación de Lao-Tse con Rousseau. Comparación que se ha
convertido en un lugar común de la moderna literatura de divulgación sobre el Taoísmo y la cultura
china. Casi todos los divulgadores que han tenido que tocar el tema del Taoísmo se han considerado
en la obligación de dedicar algunos párrafos a subrayar el parentesco entre estas dos señeras figuras de
la historia del pensamiento. Paul Masson-Oursel, en las páginas de su Historia de la filosofía oriental,
destaca que Lao-Tse y los taoístas despreciaban al mismo tiempo “la inteligencia y el conformismo
social”, al igual que “Rousseau execraba la filosofía de las luces y la hipocresía política”. Para el
profesor francés, “la antítesis Taoísmo-Confucianismo” es semejante al “antagonismo Rousseau-
Voltaire”, pues “los taoístas no alaban menos que Rousseau las tendencias del Romanticismo:
misticismo naturalista, horror hacia las convenciones, idolatría de la inspiración que brota del
subconsciente, lirismo desenfrenado” (6). En la misma línea van las ideas del español Juan Marín, que
no duda en afirmar que en Lao-Tse hay todo “un anticipo de Rousseau”. Tras citar algunos párrafos
de El Contrato social en los que cree descubrir extraordinarias coincidencias con “la Utopía taoísta”
trata de descubrir las coincidencias psicológicas y filosóficas entre el literato romántico y el maestro
taoísta. “Ambos- dice- eran unos desencantados de la vida en común, de la aglomeración ciudadana,
del exceso de leyes y de ritos, de la artificialidad de la vida” (7). Para Will Durant, hay una casi exacta
114
equivalencia entre las filosofías de Rousseau y Lao-Tse, como expresiones que son de una actitud ante
la vida que reaparece periódicamente en la historia: la actitud de rebeldía frente a la civilización y la
vida urbana, la actitud de querer volver a la ingenuidad de la naturaleza. Refiriéndose a Rousseau y
Lao-Tse, dice que “los dos hombres eran monedas del mismo metal y cuño, pese a la diferencia de
época”. Y más adelante añade: “La vida oscila entre Voltaire y Rousseau, Confucio y Lao-Tse,
Sócrates y Cristo”. Por lo que hace a Chuang-Tse, Durant ve en él una síntesis de rusonianismo y
volterismo: “Vertió en su filosofía la poética sensibilidad de un Rousseau sin dejar de aguzarla con el
ingenio satírico de un Voltaire” (8). El francés M. Etiemble ha llegado a calificar a Lao-Tse de
“Rousseau elevado a la enésima potencia” (9).
Pero semejantes afirmaciones distan mucho de ser exactas. Los autores que las emiten se apoyan en
una imagen muy distorsionada y errónea del Taoísmo, y por otra parte se fijan en detalles accesorios y
bastante superficiales. La comparación de Lao-Tse con Rousseau no es precisamente muy afortunada,
como no lo es ningún otro intento de equiparar la filosofía sacra del Taoísmo con cualquier filosofía,
teoría científica o ideología política surgida en el clima profano y profanado del mundo moderno.
Hay quien ha creído ver incluso en la doctrina taoísta del Wu-Wei un esbozo precursor del laisser faire,
laisser passer del liberalismo occidental. Así lo sostiene, por ejemplo, Truyol y Serra, el cual, junto a esta
idea, que se apoya en la interpretación del Wu-Wei como “inhibición que respeta el curso natural de
las cosas”, repite los consabidos tópicos sobre Rousseau, señalando que el Taoísmo, con su
“contraposición entre naturaleza y convención, autenticidad y artificio”, “conduce a un
anticulturalismo semejante al que más tarde defenderán los cínicos y Rousseau” (10). Aparentemente
ese paralelismo con la política resulta agudo y certero, pero si se analizan las cosas más a fondo se
comprobará que es completamente infundado. Convendrá recordar que el liberalismo, aparte de estar
asentado en un escepticismo espiritual y metafísico difícil de conciliar con el Taoísmo, ha ido unido
desde sus orígenes a la civilización industrial y capitalista, responsable de la actual crisis ecológica,
teniendo también como uno de sus productos el imperialismo explotador de los individuos, de los
pueblos y de la naturaleza, fenómenos todos ellos contrarios a la espiritualidad taoísta. Esta manera
parcial de ver las cosas, para descubrir similitudes en puntos concretos mientras se olvidan las
discrepancias de fondo, podrá parecer muy normal a la mentalidad fragmentaria de esta civilización
atomista y disgregadora, pero resulta inadmisible para la perspectiva holística, global y totalizadora,
del Taoísmo.
8. W. Durant, La civilización del Extremo Oriente, trad., Bueno Aires, 1960, págs. 33 ss., 73.
9. M. Etiemble, Prefacio a la traducción francesa del Tao-To-King de Liou Kia-Hway (Gallimard, París, 1967, pág. 27).
10. A. Truyol y Serra, Historia de la filosofía del derecho y del Estado. Madrid, 1961, Vol. I, págs. 62 ss
115
No han faltado tampoco quienes han visto concomitancias del Taoísmo con una ideología tan
furibundante antitaoísta como el marxismo o el comunismo, especialmente en sus versiones china,
vietnamita o coreana. Véase, a título de ejemplo, lo que el antes citado Luis Racionero dice acerca de
Mao-Tse-Tung y de Ho-Chi-Ming (11). Podría también mencionarse el opúsculo Maoismo e Tradizione,
del italiano Claudio Mutti en el que se exponen conceptos de este tipo. Y todo es cuestión de esperar
para ver surgir en nuestros días a algún exegeta que ensalce la figura del genial Kim-II-sung
norcoreano como abanderado de un Taoísmo nuclear y totalitario destinado a abrir la vía del progreso
de los pueblos asiáticos. Son las necedades a que conduce el pensamiento poco riguroso y el tratar las
doctrinas orientales como si fueran objeto de consumo o pieza útil para la manipulación
propagandística.
No es este el lugar para criticar todas estas peregrinas hipótesis, cuya inconsistencia creo que quedará
suficientemente demostrada conforme vayamos avanzando en el análisis del tema que nos ocupa.
Pero sí es quizá conveniente hacer algunas breves puntualizaciones a la teoría del parentesco o
similitud espiritual entre Lao-Tse y Rousseau, que es quizá la más frecuente y difundida, ya que al
hacerlo responderemos también a otros de los malentendidos que están tan en boga. A este respecto
hay que decir que la ideología rusoniana es un producto típico de la mentalidad moderna, profana y
secularizada, que se caracteriza por tres rasgos principales: el individualismo, el naturalismo y el
irracionalismo. Tres rasgos que no sólo no están presentes en el Taoísmo sino que le son totalmente
contrarios.
El Taoísmo no es un individualismo, puesto que éste consiste básicamente en rechazar cualquier
autoridad, principio o realidad que esté por encima de la razón o el sentimiento del individualismo
humano y convertir el criterio individual en norma suprema. El individualismo supone, en otras
palabras, la desvinculación del individuo de la cadena de trasmisión vivía que constituye una tradición
de origen no-humano y, con ello, su distanciamiento del orden cósmico. No es este precisamente el
caso del Sabio taoísta, que se inserta en una vigorosa tradición, cuya verdad se trasmite de forma
directa de maestro a discípulo a través de una cadena iniciática cuyos orígenes se confunden con los
de la misma Tradición primordial.
El Taoísmo no es tampoco un naturalismo. No niega, ni mucho menos, la existencia de lo
sobrenatural, no está ciego para lo que está más allá de lo simplemente natural. Y no aboga tampoco
por un retorno a la naturaleza de tipo sensiblero, romántico y puramente emocional, sino que
descansa en toda una visión sagrada, rigurosa y profunda. Y el Taoísmo no es, por último, un
irracionalismo porque sus raíces se elevan más allá de todo lo humano, ya sea racional o
116
Infrarracional, que engloba en su visión integral e integradora, el Taoísmo parte de un plano supra-
racional, trascendente, que el irracionalismo moderno- rusoniano o de cualquier otro tipo- desconoce
por completo. Está en las antípodas de Rousseau, cuyo pensamiento se reduce a un sentimentalismo
irracionalista sin horizonte espiritual.
Contra las teorías sobre el supuesto anarquismo, individualismo místico o pesimismo anticultural de
Lao-Tse alzó ya su voz Chan Wing-Tsit, cuando declaraba que “Lao-Tse no era un desertor de la
civilización”, y subrayaba que el autor del Tao-Te-King era al fin y al cabo “un yu ortodoxo”, es decir,
un letrado del tipo “sacerdote-profesor” vinculado a la cultura y la vida del pueblo. Por ello, Chan
Wing-Tsit concluye: “debemos ver en Lao-Tse más bien un predicador de la vida sencilla que un
desertor de la vida” (12).
El abismo que separa la postura romántica de tipo rusoniano de la concepción del mundo y de la vida
propia del Taoísmo ha sido muy bien analizado por Georges Rowley en su magistral trabajo sobre el
arte chino tradicional. Como nota fundamental de la filosofía de Rousseau y del romanticismo en
general, Rowley destaca “la tensión emocional existente entre la realidad y el anhelo”, “la rebeldía
contra las condiciones de la realidad”, así como “la exaltación del yo y sus deseos”. Los principios
básicos con arreglo a los cuales funciona el alma individualista romántica pueden resumirse en cuatro,
de acuerdo al citado autor: “Un yo agresivo, la emoción activa de la rebeldía, el anhelo de lo insólito y
la psicología del escapismo”. Elementos todos ellos que están en abierta oposición con los criterios
sustentados por el Taoísmo y que configuran la base de la actitud taoísta ante la vida (13).
12. Chan Wing-Tsit, “Historia de la filosofía china”, en Filosofía del Oriente, trad., México, 1975, págs. 78 ss.
13. G. Rowley, Principios de la pintura china, trad. 1981.
117
VII
La idea central de la doctrina taoísta, de la que deriva precisamente su nombre, es el concepto de Tao.
El Tao es el eje en torno al cual todo pivota, la piedra angular de ese grandioso edificio espiritual que
es el Taoísmo. No es casualidad que el libro de Lao-Tse, texto bíblico del Taoísmo, se titule
precisamente Libro del Tao y del Te (Tao-Te-Kig) y comience hablando del Tao ya en su primer párrafo.
Son muchas las traducciones que se han propuesto para la voz “Tao”: Richard Wilhelm la traduce
como Sentido o Significación (der Sinn, en alemán); John Koller considera más oportuno traducirla
como Norma o Ley; otros autores prefieren sustituirla por conceptos como Espíritu, Razón o Causa.
La inmensa mayoría de los comentaristas y traductores se inclinan, sin embargo, a utilizar las palabras
Principio, Camino o Vía, como aquellas que mejor expresan el sentido genuino de ese término rico y
misterioso; con un claro predominio de la última de todas ellas- la Voie, en francés; the Way, en
inglés; der Weg o die Bahn, en alemán-, que es la que expresa el significado literal de la voz china
“Tao”. Pero ninguna de estas traducciones resulta enteramente satisfactoria, ya que se limita a
destacar algún aspecto de esa realidad polivalente, ilimitada e inaferrable, que es el Tao. Nos
encontramos aquí, en suma, con una de esas palabras, tan frecuentes en las doctrinas orientales, que
no tienen traducción posible y que, por eso mismo, es mejor dejar sin traducir
La palabra china tao- equivalente a la japonesa do y a la vietnamita dao- significa literalmente
“camino”, “vía” o “sendero”. En un principio parece hacer significado el camino que recorren los
astros. El ideograma que en la escritura china sirve para escribir dicha palabra está compuesto por
dos elementos: una cabeza y unos pies, con lo cual parece ponerse en evidencia que se trata de un
camino que hay que recorrer usando la luz intelectual. Basándose en este dato, Leopold Ziegler
llega a la conclusión de que Tao significa “el Camino que recorre, o al menos, debería recorrer la
cabeza”. Pero, si tenemos en cuenta que el signo chino para indicar “cabeza” contiene también los
significados de comienzo, luz, sentido, espíritu, con todas las asociaciones de ideas a que se
prestan estos conceptos, entre los que Gustav Jung destaca la consciencia y el estar despierto,
tendremos que Tao viene a significar el camino, cauce o sendero que permite vivir con lucidez, en
actitud despierta y caminando hacia el despertar interior (1). Pero, por otra parte, dado que la
persona que muestra o señala el camino lo hace mediante la palabra, la voz “Tao” significa
118
también como indica Maz Kaltenmark, “la palabra que enseña y da a conocer”: evoca en primer
lugar, “la imagen de una vía a seguir” y, en segundo lugar y forma derivada, “la idea de dirección
de la conducta, de regla moral” (2).
Es éste un término complejo, polisémico, que escapa a ese afán sistematizador propio de la mente
occidental y en el que quedan englobados una multiplicidad de significados que a primera vista
pudieran parece inconexos, lo cual puede confundir a la persona no muy introducida en los modos
de pensamiento del Extremo Oriente. Así lo ha puesto de relieve John Blofeld, uno de los
occidentales que mejor conocen la tradición taoísta, cuando apunta que en el concepto de Tao se
combinan varias ideas como son las siguientes: “La unidad indiferenciada de la que ha emanado
el universo”, “el poder de creación y de conservación que nutre a las miríadas de criaturas”, “la
manera que opera la naturaleza”, y, por último, “la vía que deberían seguir los hombres para
elevarse por encima de la vida en el mundo y realizar la armonía con lo Último” (3).
En el Taoísmo el acento recae en la significación metafísica. El Tao, para la doctrina taoísta, es
ante todo y sobre todo, el Principio Supremo, la Realidad Absoluta que constituye el substrato y
fundamento de toda realidad, la Divinidad que da sentido a todo lo existente, la Verdad infinita y
eterna que anima al universo entero, el Origen y Fin último del devenir universal, la Totalidad
fuera de la cual no puede haber nada y en la que están contenidas todas las posibilidades, el Bien
Sumo del que brotan todos los bienes, el Verbo divino que engendra todas las cosas, la Fuente de
la que mana la vida universal, el Corazón o Centro vital del organismo cósmico.
Fung Yu-Lang, tras señalar que, para la filosofía china, cada ser o cosa “tiene su propio principio
individual”, señala que el Tao es precisamente el Principio único y originario que está detrás de
todos esos principios individuales, sustentándolos y haciéndolos posibles, y lo define como “el
primer principio omniabarcante por el cual son producidos todos los seres” (4). Es el Orden global
que impera en la Existencia universal y al mismo tiempo el Principio del Orden (5). Recordemos
que, en el campo del esoterismo cristiano, Swedenborg definía a Dios como el Orden por
excelencia: Orden que es tal por ser Verdad, Bien, Amor y Sabiduría. Algo semejante podría
decirse del Tao. Volviendo el significado etimológico del Tao como “camino”, cabría decir que es
el Camino del Orden, la Vía que hace posible el Orden cósmico; el Sendero por el que discurre la
marcha del Universo y que hace que éste sea algo ordenado y armónico. Como certeramente
119
observa Julius Evola, el Tao es “la Vía en la cual el Todo se mueve” (6). En este sentido, el Tao
viene a ser tanto el Camino del Universo, por el que discurre el devenir cósmico, como la doctrina
que permite al hombre insertar su vida en ese Camino universal y lograr así la total armonía con el
orden cósmico.
El Tao es lo Incondicionado e Indiferenciado, lo Infinito y Eterno, lo Inefable, lo absoluta y
supremamente Real que comunica a todas las cosas lo que éstas tienen de realidad. El Sí-mismo,
Self o Selbst, que constituye el substrato y esencia de todo cuanto existe. El Tao lo es todo, pues es
“la Verdad una y el Ser único” (7). Según Chang Chung-yuan, el Tao puede concebirse como “la
unidad superior”, “el uno-sin-contraste”, “la unidad de la multiplicidad”, “la unificación de la
posibilidad y la potencialidad infinita” (8). Por su parte, Krause lo define como “el Principio
trascendente y unitario, que no está contenido en la naturaleza, sino que está por encima de ella”;
“el Orden racional de las cosas que se revela en la totalidad del mundo”; “la Fuerza primordial del
Universo”, incognoscible para el hombre, que es el mismo tiempo “origen de todos los seres” y
“la fuerza vivificante en ellos” (9).
En los textos sagrados taoístas se le llama también “el Origen”, “el Misterio”, “el Uno”, “el
Espíritu del Valle”, “la Hembra misteriosa”, “lo Sin-Nombre”, el “Gran Extremo” o “Gran
Vértice”, “el Misterio de los misterios”. Para Matgioi, es “la Omnipotencia del origen”; “la Vía
primordial”; “el Ser-No-Ser”; “la Cosa” que no es cosa, que “aparece sola”, que n o cambia, que
va por todas partes y que no se para; el “Ello” que nadie conoce ni comprende (10). “Completo”,
“Omniabarcante”, “el Todo”, son otros nombres que, según Chuang-Tse, pueden darse al Tao
(11).
Según las enseñanzas de Lao-Tse y Chuang-Tse, el Tao es ilimitado, inmaterial, infinito y eterno:
no tiene fronteras ni límites; carece de forma y de cuerpo; es anterior al Cielo y la Tierra; no tiene
principio ni fin; no se lo puede captar con los sentidos ni con la mente; no puede ser visto, tocado
ni oído. Es inagotable: nunca se llena ni se agota; está siempre dando y cuanto más da más tiene.
Es innegable: no tiene nombre (la misma palabra “Tao” no es más que una aproximación para
referirse a él dentro de nuestra experiencia pobre y limitada); no se lo puedo definir ni concebir;
120
está más allá de las palabras y los conceptos. El Tao no tiene acción, pensamientos, deseos ni
afectos: permanece siempre impasible, inmutable, inamovible: su acción es la No-acción o Wu-
Wei, un No-hacer por medio del cual todo se hace. “Tiene en sí mismo su esencia y raíz” (12); es
decir, no necesita nada que lo fundamente o le dé el ser, sino que, al contrario, conteniendo dentro
de sí su propia razón de ser, es él quien da sentido, raíz y fundamento al resto de las cosas. El Tao
es el Manantial de la Existencia universal: de él surgen todos los seres y a él retornan todos,
describiendo ese movimiento circular que es característico del Tao. Siendo la Realidad Absoluta,
no hay nada que pueda estar fuera de él, pues, como certeramente señala Frithjof Schuonm “nada
es exterior a la Realidad Absoluta (13). “Si hubiera algo que existiese o viviese fuera del Tao, el
Tao, el Tao ya no sería el Tao”, proclama un maestro taoísta (14).
Por todo lo dicho, el Tao viene a ser el equivalente del Brahman de la tradición hindú, y también
del Nirvana, la Talidad (Tathata) y la Buddheidad o Naturaleza-Buddha (Buddhata) de la doctrina
budista. El concepto de Tao fuarda también una gran similitud con el concepto de Dharma, que
tanta importancia adquiere en ambas formas tradicionales de origen indio y que lleva implícitos
los significados de Orden, Verdad, Norma eterna y Ley universal, asimismo contenidos en la voz
“Tao”.
Se ha identificado a menudo el Tao con el Logos de la filosofía griega y la religión cristiana; es
decir, la Razón, la Palabra o el Verbo divino que hace surgir la Creación, cuyo orden y armonía
mantiene con su Luz y su Amor. Así lo hacen, entre otros, autores como Leo Wieger, Reinhold
von Plaencker, John Wu, Carmelo Elorduy o Abel Remufat. Y ciertamente son muchos los puntos
de coincidencia existentes entre una y otra realidad. El Tao es, en efecto, el Logos ordenador y
animador del Universo, la Razón reguladora del entero proceso cósmico, la Palabra silenciosa-
impronunciada e impronunciable- que da la vida al Todo universal, el Verbo eterno que unifica y
da sentido a la multiplicidad de lo existente. Al Tao resultan aplicables las palabras de Cristo,
Verbo encarnado, cuando decía: “Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida”. Pues eso es, en efecto,
el Tao: Camino, la Verdad y la Vida”. Pues eso es, en efecto, el Tao: Camino, Verdad y Vida para
el Universo y para la humanidad. No es extraño, por tanto, que las traducciones chinas del
Evangelio de San Juan empiecen con la frase: “En el principio era el Tao” (en lugar de la versión
occidental: “En el principio era el Verbo”).
121
Siguiendo en esa misma línea, se ha propuesto a veces la interpretación de la voz “Tao” como
sinónimo de “Dios”. Pero es forzoso aclarar que, aunque tal hipótesis no carece de ciertos límites,
sólo es parcialmente válida, ya que el concepto del Tao va más allá que la simple idea teológica
de un Dios personal, un Ser Creador, el Señor del Universo situado frente a la criatura. El
concepto de Tao rebasa el enfoque propio del nivel teológico, para penetrar en las cimas de la
pura doctrina metafísica, que ocupa un rango superior en el conjunto de cualquier vía espiritual
ortodoxa. El Tao es ciertamente el Creador o Manifestador, el Ser Supremo, el Uno sin segundo;
pero es también Aquello que trasciende el plano del Ser, lo anterior y superior a la Unidad, la
Realidad que está por encima de cualquier concreción o delimitación personal. El Tao es al mismo
tiempo personal e impersonal: se sitúa en el plano de lo supra-personal, más allá de las
elucubraciones lógicas y racionales, rebasando la capacidad de imaginación del hombre, como
corresponde a la Totalidad que contiene todas las posibilidades.
En la palabra Tao se funden los dos niveles de la Realidad divina: el del Ser (Yu) y el del Supra-
Ser o No-Ser (Wu). Así lo indica el Tao-Te-King en varios de sus capítulos; en los que se enseña
que el Tao, cuando tiene nombre, es el Ser y, cuando no tiene nombre, es el No-Ser, que el
universo surge del Ser y el Ser surge del No-Ser (Capítulos 1, 28, 40). El Ser es la “Suprema
Unidad”, el Uno o Ser supremo (Tai-ki), “el Tao con nombre” que es Principio de la
Manifestación. Pero por encima de la Unidad hay todavía un principio anterior, del que la Unidad
es la primera concreción o proyección hacia el plano de relativo: el Wu-Ki, el No-Ser, el Supra-
Ser, el Vacío trascendente, la Nada supra-esencial, el “Cero metafísico” (Wu= cero o nada), “el
Tao sin nombre” que está totalmente alejado de la Manifestación, con la que no tiene relación
alguna. El No-Ser o Supra-Ser recibe también el nombre de Wu-Wu, “la No-existencia no-
existente” o “la Nada-de-la-nada”.
En relación con la doctrina hindú, el Tai-ki tiene su exacta equivalencia con el Saguna Brahman,
“Brahman con atributos”, Apara-Brahman, “Brahman no-supremo”, o Ishwara, “el Dios
personal”, mientras que el Wu-Ki viene a ser idéntico al Nirguna Brahman, “Brahman sin
atributos”, o Para-Brahman, “Brahman neutro y supremo”. En el contexto de la tradición
cristiana, ambos aspecto de la Realidad Suprema se corresponden con las ideas de Dios y la
Divinidad, respectivamente: Gott y Gottheit en la terminología de Meister Eckhart y la mística
alemana. El Wu-Ki o No-Ser del Taoísmo, Principio y Origen del Ser, se identifica también con el
Shunyata o “Vacío” del Budismo, el En-Soph de la Cábala hebrea y el Ungrund o “Raíz
insondable” de Jacob Böhme,
El Tao es inmanente y trascendente a un tiempo. Está presente en todas las cosas, a las cuales da
la vida y el ser. Sin su presencia las cosas no serían nada, no podrían existir. Pero aunque
122
inmanente en la realidad universal, el Tao la trasciende; no se identifica con la manifestación ni
está contenido por ella. Lo que no quita para que, a veces, se use la palabra “Tao” para designar el
orden cósmico, en cuanto expresión del Orden Supremo que es el Tao eterno. El Tao está también
presente en el hombre, constituyendo su misma esencia, su más auténtico yo, y vivificando hasta
la última de sus células. En Tao es lo infinitamente pequeño que late en lo más recóndito de
nosotros mismos y, al mismo tiempo, lo infinitamente grande que nos envuelve por completo.
El Han-Fei-Tse, tratado del siglo III a. de C., explica en el capítulo dedicado a comentar las
enseñanzas de Lao-Tse: “El Tao es aquello gracias a lo cual todas las cosas son como son y con lo
cual concuerdan todos los principios. Los principios son las marcas de las cosas completas. El Tao
es aquello por medio de lo cual todas las cosas se vuelven completas. Por ello se dice que el Tao
es lo que da los principios. Cuando las cosas tienen su propio principio, una cosa no puede ser la
otra. Todas las cosas tienen cada una su propio principio diferente del de las demás, mientras que
el Tao hace que concuerden y funcionen al unísono los principios de todas las cosas” (15).
El Tao es el Principio Andrógino de la Creación. Macho y Hembra al mismo tiempo, anterior a
toda diferenciación, integra dentro de sí los polos negativo y positivo, femenino y masculino, que
en su seno permanecen en un estado de indistinción propio de la No-dualidad. En el Tao se
funden, como fuente común de la que proceden, el Yin y el Yang. Es Padre y Madre de todos los
seres; el Principio uno y único donde están contenidos el Cielo y la Tierra antes de bifurcarse para
llevar a cabo su acción creadora. En su calidad de Andrógino primordial y supremo, sería más
correcto anteponerle el artículo neutro y llamarle “lo Tao” (como ocurre en el idioma alemán,
donde se le designa como das Tao, al igual que al Brahman de la tradición hindú, das Brahman).
En el Tao se realiza la armonización de los contrarios. Como dice Wen-Tse, el Tao concilia en su
seno todas las contradicciones. Situado más allá de la dualidad, en él desaparecen los pares de
opuestos.
Resumiendo la cuestión, podemos decir, pues, que en el concepto de “Tao”, Vía o Camino,
quedan englobados tres significados principales: 1. El Camino Supremo que no puede ser
recorrido sino que más bien nos recorre a nosotros como aliento que nos da la vida; 2. El Camino
del cosmos, el Camino que es el orden del Tao o el Tao en cuanto se manifiesta como orden
universal; 3. El Camino que lleva al hombre a su fin último, a la unión con el Tao: el Camino del
Tao como disciplina, como vía de realización. A diferencia del primero, los dos últimos sí son
caminos que podemos y debemos recorrer, haciendo circular por ellos nuestra vida, para así
123
descubrir el Misterio de los misterios, ese Camino Supremo que es el Origen y Fin de nuestro ser.
Por consiguiente, el Tao es a la vez el Camino a recorrer y la Meta a la que conduce el Camino.
En la última de las tres acepciones apuntadas, la palabra “Tao” viene a ser sinónima de la
tradición taoísta. Es “el Camino recto” que viene del Tao y va haciendo el Tao; “el Camino de
Medio” que apunta al Centro metafísico de la existencia y armoniza la acción del hombre con el
orden cósmico. En este sentido, el Tao, como bien indica Ziegler, significa “el Camino que se
dirige desde el comienzo a la meta a través de un cauce ya desbrozado y convenientemente
preparado”; un carril firme e inalterable por el que podemos caminar con total seguridad y sin
miedo a errar. Es “el Camino de la Luz y del Cielo, del espíritu y de la vigilancia despierta, de la
consciencia y del sentido”; la ruta solar que conduce al Sol espiritual del cosmos; el Camino del
Héroe solar, el Camino del Hijo; el Camino regio que es Sendero de la Verdad y Vía de la Salud y
la Salvación (16).
El Tao es el Camino oculto y manifiesto a la vez que el hombre ha de recorrer para gozar de una
vida sana y normal; camino accesible para todos, pero recorrido tan sólo por aquello elegidos que
se esfuerzan por alcanzar el Bien Supremo y se dejan guiar por la Sabiduría eterna. Es “la
escondida senda por donde han ido los pocos sabios que en el mundo han sido”, que decía nuestro
genio Fray Luis de León; senda que conduce a la “descansada vida”.
124
VIII
El Tao se expresa y actúa a través del Te, término ésta tan difícil de traducir como el de “Tao” y que
suele traducirse como Virtud. Aunque aquí la palabra “virtud” no ha de entenderse en la usual
acepción moral o ética, sino en la primitiva significación del vocablo latino virtus o del griego areté; es
decir, como potencia, poder o energía. Se trata de la virtud como poder o cualidad inherente a una
cosa: como cuando hablamos de “la virtud de una medicina” para referirnos a su poder curativo.
En la antigua China la palabra Te te utilizaba para designar una fuerza con especial poder de atracción
o susceptible de producir tremendas repercusiones. Así se hablaba en numerosos mitos y ritos de
origen remoto del Te del Héroe civilizador, su fuerza o virtud, que se derrama a través de ciertas vías
o tao para llevar la bendición de la cultura a su pueblo y hacer fructificar la tierra. La expresión Tao-Te,
empleada a menudo en la terminología política, venía a ser sinónimo de “prestigio”, “ascendiente” o
“autoridad eficaz”; es la autoridad, el ascendiente o el prestigio- el encanto o charme, podríamos decir-
que de manera espontánea ejerce sobre el pueblo la fuerza o virtud contenida en la persona de un Rey
o un Príncipe (1).
En sus orígenes, la palabra Te (primitivamente tek) estaba estrechamente asociada a “plantar” (dhyek),
teniendo ambas el mismo ideograma y pronunciación semejante, por lo que parece aludir a la riqueza
potencial que contienen los campos, la potencia latente en la semilla o la fuerza en germen que se
siembra y más tarde producirá unas determinadas consecuencias visibles. De ellos deduce Arthur
Waley que la palabra Te lleva implícita la idea de “potencialidad” (2).
El ideograma de la palabra china Te se compone de cuatro elementos: en primer lugar, dos pies, uno
delante del otro, indicando la idea de movimiento; el segundo signo que interviene es la cruz que,
teniendo en chino la equivalencia numérica de diez, simboliza la perfección y la armonización de los
contrarios; a continuación figura un ojo, alusión a la visión espiritual; y, en último lugar, aparece un
corazón, símbolo de dicho ideograma, Max Hertsens llega a la conclusión de que el Te significa la
“Fuerza cósmica”, una en esencia pero múltiple en sus manifestaciones, que actúa por doquier: la
“perfección total del corazón manifestado” (3).
125
Para evitar las connotaciones erróneas que en sí lleva la palabra “virtud”, numerosos autores juzgan
oportuno recurrir a otra traducción distinta de la palabra china Te, que exprese mejor algunos de sus
aspectos fundamentales. En tal sentido se sugiere que sería más correcto usar términos como:
Rectitud, Eficacia, Ley, Fuerza, Poder, Potencia o Vida (este último término es el utilizado por
Richard Wilhelm). Otros autores prefieren mantener el término “Virtud” aunque añadiéndole algún
adjetivo que el malentendido moralista. Así, Marcel Granet traduce la palabra Te como “Virtud
Primera” o “Virtud divina” y Carmelo Elorduy usa la expresión “Virtud Eterna”. Por su parte, Ni
Hua-Ching considera como la traducción más apropiada “Virtud creadora”. V.E. Zenker, siguiendo
probablemente los pasos de Wilhelm, identifica Te con “Fuerza vital”: es la Fuerza que es Vida y la
Vida que es Fuerza.
El Te es, por consiguiente, la Virtud o Fuerza del Tao; la Rectitud o Eficacia que permite al Principio
Supremo engendrar y mantener al orden universal. Es por medio del Te como el Tao produce y
sostiene la vida de todos los seres. En el Tao-Te-King leemos: “El Tao da la vida a los seres; el Te los
nutre, los sustenta y asegura su crecimiento”. (Capítulo 51). Es el exacto equivalente de la Shakti
hindú, Energía sobrenatural mediante la cual el Brahman se manifiesta, dando a luz a la grandiosa
obra de arte o de magia que es la Existencia universal. Y es equiparable también a la Sophia o
Sabiduría divina del esoterismo cristiano, concebida asimismo como potencia que asiste al Creador en
la modelación del orden y la belleza de la Creación. El Te viene a ser, en este sentido, el Arte sublime
de lo Eterno, la Magia o Maya divina y sobrenatural del Tao que hace posible ese magnífico prodigio
mágico que es el Todo cósmico. Del Te, al igual que de la Shakti, se podría decir que es la Poesía del
Tao, la Fuerza poética gracias a la cual el Tao compone ese gran poema que es el Universo, el Energía
creadora y poetizadora que nutre y sostiene al Cielo y la Tierra, junto con el mundo de “los Diez mil
seres” situado entre ambos.
Contemplando desde la perspectiva de lo manifestado, es Te es la cualidad que cada ser recibe del
Tao. Es su naturaleza, fuerza o cualidad intrínseca: aquello que replandece en su interior como un
reflejo o rayo de la Virtud eterna y que le hace ser lo que es. Es la eficacia, poder o potencia que se
desprende un ser: no de lo que el ser en cuestión hace o tiene, sino de lo que es. Y por eso mismo, el
Te de un ser será mayor cuando más afianzado, auténtico y genuino sea su ser; cuanto menos
falsificada y adulterada esté su realidad; cuanto más en verdad sea lo que es y debe ser (4). “En todos
y cada uno de los seres- escribe Heinrich Haclmann- se hace sentir una determinación que le marca su
puesto en la existencia y su papel en la vida a través de un impulso natural interno. Este impulso es el
Te, la aparición activa y operante del Tao. El Te los conduce a todos por el camino seguro de su
desarrollo, los saca de la nada, estampa sobre ellos una particularidad individual y lleva estar
particularidad individual a su madurez y plenitud, para hacer finalmente que los seres particulares
regresen, desaparezcan y retornen a su origen” (5).
El Te es lo que hace posible la jerarquía y el orden universal. En la cosmovisión china el Universo es
concebido como un Todo que se disminuye en grupos jerarquizados y relacionados entre sí, y es el Te
propio de los diversos grupos, su potencia o eficacia, la que determina su posición en el conjunto:
“Cada grupo se distingue por la Eficacia que le es propia” (6).
A nivel antropológico, el Te será por tanto la manifestación del Tao en la naturaleza humana. Para
Matgioi, el Te es “la aplicación del Tao al compuesto humano sobre la Tierra”: la línea recta que se
proyecta desde lo alto, partiendo de la Voluntad Celeste, al centro del círculo vital de la humanidad. Y
añade que se puede llegar al Te más que a través del Tao (7). Con bellas palabras, aunque con una
terminología demasiado calcada de la teología cristiana para resultar aplicable al Taoísmo, Reinhold
von Plaeckner dice que, si el Tao es “Dios en el Cielo”, el Te es “Dios en el Corazón” (8). El Te le
126
Señala al hombre su misión en el Universo como mensajero del Tao y como intermediario entre Cielo
y Tierra. Una cualidad que se desarrollará y llegará a su máxima madurez cuando la persona alcance el
conocimiento realizativo del Tao.
Chuang-Tse define al Te como “la perfección de la armonía” (9). El Te es, en efecto, la Fuerza o
Virtud divina que mantiene la armonía del cosmos. El hombre tendrá una vida armónica, podrá vivir
en armonía consigo mismo y con el orden cósmico en la medida en que posea el Te, es decir, en la
medida en que se identifique con el Te y su existencia sea regida por el Te.
9. Chuang-Tse, V.
127
IX
LA GRAN TRÍADA
Tres son los poderes del Universo: el Cielo, la Tierra y el Hombre. En esta escueta frase se resume
toda la ciencia cosmológica y antropología del Taoísmo. Es lo que recibe en nombre de “la Gran
Tríada”, elemento clave de la cosmovisión taoísta y de la tradición china en general, que aparece a
cada paso, en el Tao-Te-King. Veamos cómo se engarza este concepto de “la Gran Tríada” en la
doctrina metafísica taoísta y su idea del Tao, así como en su concepción de la vida y su vía de
realización interior.
El Tao es la Unidad indiferenciada o, para decirlo más exactamente, la Suprema No-Dualidad que
engloba a la Unidad trascendiéndola. Del No-Ser, que es la pura indistinción y que está más allá de la
Unidad, surge el Ser, o Unidad primera y eterna, como primera determinación o concreción de la
Realidad total. El Ser es el Principio que hace surgir la Creación o Manifestación universal, la cual,
según la cosmogonía taoísta, nace al trocearse, partirse, dividirse o proyectarse hacia la multiplicidad
ese Uno trascendente y primordial que es el Tao en cuanto Ser.
Para producir la manifestación universal, la Unidad principal se bifurca en dos polos: un polo
superior, masculino, esencial o espiritual, que se halla por encima de la manifestación, y un polo
inferior, femenino, substancial o material, que se halla por debajo. Esos dos polos son,
respectivamente, el Cielo (Tien) y la Tierra (Ti). El Cielo recibe también el nombre de “Perfección
activa” (Khien), siendo la Tierra la “Perfección pasiva” (Khouen). Entre uno y otro polo, como
consecuencia de la interacción de ambos, brota la manifestación, que no podría existir sin el soporte
que le ofrece. La pareja formada por Cielo y Tierra forma la primera de todas las dualidades, aquella
de la que brotan y en la que tienen su fundamento el resto de las dualidades que se detectan en la
existencia cósmica.
Es forzoso aclarar, no obstante, que cuando el Taoísmo habla de Cielo y Tierra, en este nivel
cosmológico, no se refiere por supuesto al cielo visible que tenemos sobre nuestras cabezas ni a la
tierra sólida sobre la que apoyamos nuestros pies. Así lo indica Henri Maspero: “Este Cielo no es el
cielo materia y visible; es su esencia. Es una manera concreta de designar al Principio Activo, Li, que
hace moverse a todas las cosas”. Y otro tanto puede decirse de la Tierra, que aparece como el
Principio Pasivo, Qi, frente a este Primer Motor que es el Cielo (1). El Cielo y la Tierra de la
cosmogonía taoísta son dos realidades que están más allá de la manifestación y que, por tanto, son de
orden suprasensible: no se pueden ver ni tocar. Las apariencias sensibles que designamos con esos
nombres sirven a la especulación taoísta tan sólo como símbolo para expresar esas realidades de
orden superior.
El Cielo taoísta se corresponde con el Purusha de la cosmología hindú: es la Esencia o Espíritu
universal, que se halla por encima de toda existencia, y que aparece también descrito como Principio
viril, Fuerza luminosa, como Padre y Macho procreador. La Tierra, en cambio, tiene su exacto
equivalente en la Prakriti hindú: es la Sustancia universal, la Materia prima, el “Eterno femenino” de
Goethe, la Madre virgen o Alma mater que ha de recibir la influencia fecundante del Purusha masculino
para poder engendrar el orden cósmico y la pluralidad de seres que lo habitan.
El Cielo es representado simbólicamente con forma circular, mientras que la Tierra lo es por medio
de un cuadrado. El círculo representativo de lo celeste evoca la idea de la luminosidad, la perfección y
el movimiento acompasado y medido que en sí contiene el orden celeste, cuyo más claro emblema es
el Sol junto con los astros. El cuadrado, por su parte, sugiere la idea del equilibrio, la estabilidad y la
quietud, propias del elemento tierra.
128
En las antiguas monedas chinas, así como en las piezas de jade que constituyen una de las más típicas
muestras del arte chino, se halla reproducida de forma simbólica esta concepción del cosmos. Tanto
las monedas como las piezas de jade para uso ritual eran de forma circular y tenían en el centro un
espacio vacío de forma cuadrada. Ocioso es Decir que el contorno circular simboliza el Cielo,
mientras que el cuadrado central simboliza la Tierra, y el espacio situado entre uno y otro, la parte
sólida de la moneda, en la que están escritos los caracteres indicativos del valor, dinastía, etcétera,
representa la manifestación, totalidad del cosmos, siendo las letras, números y figuras grabadas sobre
la superficie de la misma una figuración simbólica de los seres y cosas que integran el mundo
manifestado: lo que la terminología taoísta designa como “los Diez mil seres”.
Este elocuente simbolismo indica con meridiana claridad, como bien ha puesto de relieve René
Guenón, que Cielo y Tierra- o, lo que viene a ser lo mismo, el polo esencial y el polo sustancial- están
fuera de la manifestación, ya que se corresponden con los dos espacios vacíos, externo e interno
respectivamente, de la figura. Es el Vacío del Tao, polarizado en los dos extremos, celeste y terrenal,
masculino y femenino, en que se expresa su No-acción.
Para completar el cuadro que nos ofrece la cosmología taoísta, hay que añadir un tercer elemento que
se sitúa entre los dos extremos superior e inferior constituidos por el Cielo y la Tierra. Ese tercer
elemento del sistema cosmológico es el Hombre (Jen), representado por una cruz situada debajo del
círculo y encima del cuadrado. Tenemos así la representación gráfica de “la Gran Tríada” o, lo que
viene a ser lo mismo, de “los Tres Poderes” que “regulan la marcha del mundo” (2). Cielo, Hombre y
Tierra constituyen, por tanto, la trinidad de poder del universo. Es lo que también suele designarse
como “el ternario de las grandezas”; un ternario que, al unirse al cuarto elemento del que todos ellos
brotan, el Tao, produce, “el cuaternario de realización” (3). Según el Taoísmo, la unión de los tres
elementos en su correcta jerarquía hace posible la “Gran Armonía” del orden cósmico bajo la mirada
protectora del Tao.
En ese esquema triádico, el Hombre es “el Tercer Poder”, poder central, situado entre la dualidad que
debe armonizar y equilibrar. De cómo funcione ese “Tercer Poder” depende el orden del conjunto.
Todo marchará bien si el Hombre no introduce el desorden con una conducta desarreglada y
anormal. “En tanto obre bien- comenta Maspero-, el mundo, bien gobernado, funciona física, social y
moralmente”; pero cuando obra mal, sus actos incorrectos introducen el desorden en el corro de la
danza de los cinco elementos y perturban la creación normal del Cielo y la Tierra (4).
Hay que añadir, para comprender mejor lo que acabamos de decir, que la cruz que en la Gran Tríada
aparece entre Cielo y Tierra es el símbolo del “Hombre universal”, el hombre que ha alcanzado la
plena realización de la naturaleza humana: el ser que ha logrado la armonización de los contrarios, que
ha conseguido la perfecta integración de la vertical Yang y la horizontal Yin. Esa cruz es también-
cuando se le suman dos líneas horizontales, una arriba y otra abajo, representación esquemática de la
superficie del Cielo y de la Tierra, respectivamente-, el signo ideográfico del Wang, el Rey, el jefe-
Sacerdote o Sumo Pontífice, que hace de puente o intermediario entre Cielo y Tierra (tal es la
significación etimológica de la palabra latina pontifex, “hacedor de puentes”, y tal es la función del Rey
en toda cultura normal: construir un puente espiritual, ser él mismo puente entre la realidad sensible y
el mundo trascendente). Esta idea es la misma que encontramos en la tradición judeo-cristiana,
cuando se define al Hombre como “Rey de la Creación”.
Como dice Matgioi, el “hombre Universal” o “Rey” es “la tercera grandeza”, “la creación sintética”
que une en sí las otras dos grandezas del cosmos, la Perfección activa y la Perfección pasiva. La
función de ese Rey del cosmos es “el retorno”, es decir, “devolver a la Creación, por una ascesis
continua, su perfección primitiva, o hacerla retornar o volver a su Origen”, que no es otro que el Tao,
la Vía y el Camino del Todo universal (5). Sólo ese “Hombre universal” puede realizar la misión que
129
tiene encomendada el ser humano en el conjunto del orden universal y mantener así la armonía del
orden cósmico. En el momento en que el hombre deja de cumplir su papel de puente o medio de
enlace entre el Cielo y la Tierra sobreviene el caos y la existencia entera se aleja cada vez más del Tao.
El Tao como Camino a recorrer y como Principio que inspira ese Camino adquiere aquí una
importancia de primer orden; pues el Jen, el Hombre, podrá desarrollar esa función reguladora,
ordenadora y armonizadora del cosmos en la medida en que se halle en sintonía con el Tao, es decir,
en la medida en que su vivir discurra por el Camino del Tao. Tal y como observa Frida Wion, “el Tao
es el principio que debe dirigir la conducta del hombre para que este se comporte de forma que no
perturbe la marcha del mundo, ya que el hombre es responsable de la armonía universal” (6). Sólo
cuando el ser humano está unido al Tao y sigue la inspiración que de él le viene, actúan bien, sin
exceso ni error, y sólo entonces puede desempeñar de manera legítima su misión regia en el Universo.
130
X
EL YIN Y EL YANG
“Una vez Yin, y otra Yang; eso es el Tao”, reza una vieja sentencia recogida en el I Ching. ¿Qué quiere
decir tan concisa fórmula? ¿Qué son el Yin y el Yang y qué relación guardan con el Camino del Tao?
Tratemos de desvelar el misterio que encierran estas dos voces gemelas que marchan siempre unidas,
como dos amantes que se dan recíprocamente la mano el uno al otro.
Según la doctrina taoísta, la nota distintiva de la existencia universal es la impermanencia. El mundo
de “los Diez mil seres” está siempre fluctuando; no hay en él nada que sea permanente y estable; todo
está sujeto al cambio, la alteración y el movimiento. El Universo entero es un perpetuo fluir: es el
reino del devenir incesante. La quietud y la paz perfecta sólo existen en el Tao, que no se ve afectado
por las alteraciones que tienen lugar en el plano de lo manifestado.
El devenir es, pues, la ley constitutiva de la manifestación cósmica. Y ese devenir, ese cambio que no
conoce reposo, está regido por la ley de la dualidad, por el choque de pares de opuestos y por la
interacción de fuerzas complementarias. A nivel cósmico, dicha ley de la dualidad, se expresa en el
juego del Yin y el Yang.
El Yin y el Yang son las dos fuerzas, tendencias o categorías que rigen el equilibrio universal y la
marcha de todos los fenómenos naturales. Su acción se deja sentir en todos los órdenes de la
naturaleza. Su acción se deja sentir en todos los órdenes de la naturaleza. No hay que interpretarlas,
sin embargo, en un sentido moral, debiendo evitarse el confundirlas con las ideas del bien y el mal
que encontramos, concebidas como tendencias irreductibles y en lucha perpetua, en determinados
sistemas dualistas como, por ejemplo, el Maniqueísmo y ciertas corrientes del antiguo Gnosticismo.
Más que fuerzas antagónicas- en realidad, tampoco son propiamente fuerzas, como veremos, sino
más bien matices o tonalidades del ser-, el Ying y el Yang son dos aspectos o tendencias que se
complementan. Son, como indica Marcel Granet, “dos manifestaciones alternantes y
complementarias” (1). Se trata, en definitiva, de una derivación de la complementariedad Cielo-Tierra.
Es yang, por eso mismo, “lo que procede de la naturaleza del Cielo”; es yin, en cambio, “lo que
procede de la naturaleza de la Tierra”. Todo lo que un ser tiene del primer aspecto es su parte yin;
todo cuanto en él hay del segundo aspecto, es su parte yang (2).
El Yin y el Yang están presentes en todos los seres. Se trata, como dice Guenón, de dos aspectos que
“se encuentran reunidos en todo lo que es manifestado”, pudiendo por tanto decirse que cualquier ser
es en cierto modo andrógino. El aspecto yang de un ser es lo que en él hay de “esencial” o
“espiritual” (no hay que olvidar que el espíritu es luz). El aspecto yin es lo que en él hay de
“sustancial” o “material”, es decir, lo que procede de la “sustancia” o “materia prima” (hay que tener
presente que la materia es “la raíz oculta de toda existencia). De acuerdo a esta idea, es yang en la vida
de un individuo concreto todo lo que en él está en “acto”; es yin, todo lo que en el mismo está en
“potencia” (3). No hay ninguna cosa que no tenga su aspecto yin y su aspecto yang. Y la proporción
incluso de uno y otro puede incluso variar de un momento a otro: unas veces predominará el yang y
otras veces predominará el yin; en ciertas ocasiones una cosa o un ser puede ser yang y en otras muy
distintas actuar como yin. Yin y Yang son, como puede apreciarse, conceptos relativos y dinámicos:
van el uno en función del otro y esta relación está variando continuamente, como corresponde al plan
cósmico en el que se mueven, que es el de la permanencia y el devenir.
131
El Yin es lo oscuro, sombrío, pasivo, negativo y femenino. El Yang es lo luminoso, claro, activo,
positivo y masculino (los adjetivos “positivo” y “negativo” no hay de entenderse como “favorable” o
“desfavorable”, “bueno” o “malo”, sino en un sentido semejante al de los polos positivo y negativo
de una corriente eléctrica o de un imán).
El Yin es la tiniebla física o simbólica: el Yang es la claridad natural o intelectual. Es Yin lo frío, lo
terroso y lo húmedo; es Yang lo caliente, lo vaporoso, o celeste y lo seco. Según Chuang-Tse, lo yin es
oscuro y glacial, mientras que lo yang es resplandeciente y ardiente. Es yin lo blando, suave, débil y
delicado; es yang lo duro, resistente, fuerte y grosero. Es yang la altura, el exterior, el movimiento, la
acción, el vigor; es yin la profundidad, el interior (no en vano el interior es lo que está oscuro), la
quietud, la tranquilidad, la pasividad, el retiro y la vida oculta. Es yang la penetración, el dar creador, el
poder procreador; es yin la absorción, la receptividad, la energía generadora. Es yang la dimensión
vertical; es yin la dimensión horizontal.
Es Yin la noche; es Yang el día. O, para ser más exactos, es Yin la medianoche y es Yang el mediodía,
siendo los distintos momentos de la evolución diurna y nocturna más i menos yang o yin según el
grado de oscuridad o luminosidad que les sea propio: así, por ejemplo, es yin el atardecer, es yang el
amanecer. Son yin la Luna, el agua y la Tierra; son yang el Sol, el fuego y el Cielo.
Es Yin la choza del campesino; es Yang la torre enhiesta desde la cual el guerrero vigila el horizonte.
En la vivienda es yang la casa, que se eleva sobre la tierra y está hecha de duras piedras o ladrillos; es
yin el jardín que la rodea, que es blando, relajante y vital, extendiéndose en horizontal. A su vez, en
una casa o edificio- y también en un jardín- es yin la puerta cerrada, protegiendo el interior, la
intimidad; es yang la puerta abierta, dando entrada a la luz (en invierno y de noche se cierran las
puertas; en verano y de día, se abren). En el matrimonio y la pareja, es yin la mujer, la esposa y la
amante; es yang el hombre, el marido o el amante. En la familia, es yang el padre en relación con el
hijo, y es yin el hijo en relación con su padre, aunque el hijo sea, a su vez, yang con respecto a sus
propios hijos.
En la geometría, son yin la línea curva y el cuadrado (símbolo de la Tierra); son yang la línea recta y el
círculo (símbolo del Cielo). En la geografía y el paisaje, son yin el valle, el río, el lago y la nube; son
yang la cima de la montaña, la cascada, el árbol que se eleva sobre la tierra y el cielo azul. En las
estaciones del año, son yin el invierno y el otoño; son yang, la primavera y el verano. En las facultades
humanas y la vida interior de la persona, son yang el espíritu, la razón, la inteligencia y la voluntad;
son yin, el alma, el fondo irracional, el sentimiento y la intuición. Entre las piedras y los metales
preciosos, son yin la plata y las pernas; son yang, el oro y el jade. Entre las virtudes, son yang la
injusticia y la rectitud; son yin el tigre; es yang el dragón. En los colores, son yin el negro, el azul
oscuro, el naranja y el verde; son yang el blanco, el rojo, el amarillo y el azul claro. En los números, es
yang la mónada, la unidad y los números impares; es yin, la díada, la dualidad y los números pares.
En la Realidad divina, en el Tao y su manifestación, es yin la inmanencia y es yang la trascendencia.
En la vía espiritual el yin está representado por la doctrina, la verdad que hay que asimilar, la ciencia
de los principios, la teoría o la filosofía; el yang, por el método, la disciplina realizativa, la práctica o
técnica yóguica que traduce en acción los principios teóricos.
La unión del Yin y el Yang es representada por un círculo dividido en dos mitades exactamente
iguales, una clara y otra oscura. Pero esas mitades no están separadas de forma terminante, rígida y
estática por una recta implacable, sino que se funden y entremezclan de tal manera que es imposible
separarlas, situándose entre ellas una línea sinuosa en forma de ese que, al mismo tiempo que marca
su diferencia, las une. Las dos mitades tienen perfiles circulares, que acentúan su carácter dinámico, y
las hace penetrar la una en la otra. Su forma semeja a la de gotas de agua efectuando un ágil
movimiento, de caída en un caso y de salto en el otro; lo cual hace que, al unirse ambas, dé la
sensación de que están persiguiéndose mutuamente, generando así un movimiento de giro que no
puede parar ni tiene ninguna meta. Para acentuar aún más la interconexión de ambos principios, la
mitad oscura tiene en su parte más gruesa un punto claro, y la mitad clara tiene asimismo un punto
oscuro en la porción más abultada de su superficie. Lo cual, viene a insinuar que no hay nada que sea
132
yin ni yang en toda su pureza: en lo que es yin hay siempre alguna semilla de yang y lo que es yang
contiene siempre algún germen de yin.
Por su firma circular y por contener las dos tendencias forjadoras del orden cósmico, esta figura, que
recibe los nombres de Yin-Yang y Tai-Chi, viene a ser la representación gráfica del “Huevo cósmico”:
aquel en que se hallan contenidas las posibilidades o potencialidades que se manifestarán y tomarán
forma para producir el orden universal, el mundo de “los Diez mil seres”. Las dos mitades, oscura y
luminosa, son la yema y la clara de dicho Huevo cósmico. Este significado oval y germinal del Yin-
Yang se ve subrayado por el hecho de que cada una de las mitades que contiene presenten la forma de
un embrión: parece como si fueran dos larvas a punto de salir del capullo, dos crías o pollitos en
formación que se prepararán para romper el cascarón. La figura del Yin-Yang sugiere asimismo la
pugna amorosa de dos peces, macho y hembra, que, nadando en el Océano cósmico son abrazados
por la red circular del Eros divino, intentan abrazarse o devorarse el uno al otro: el ojo de cada uno de
ellos contiene la huella que en él ha dejado el amor activo y pasivo del otro, que actúa como si fuera el
resorte o el punto impulsor de su movimiento hacia él; es el ojo que se siente atraído por lo que le es
semejante y que, orando en consecuencia, mueve su “media naranja” hacia la otra media.
El Yin-Yang o Tai-Chi representa el Todo cósmico, la Manifestación o Existencia universal. Es
también símbolo de la unidad, la totalidad, la perfección y la armonía: cosas todas ellas contenidas en
el Tao y que tienen su expresión en el orden cósmico. Explicando el emblema que aparece en el
centro de la bandera de su país, el coreano Jae Hwa Kwon, maestro de Tae-Kwon-Do, señala que, al
unirse las dos fuerzas primordiales, masculina y femenina, “configuran el todo completo, la Creación,
lo cual se expresa en el círculo” (4). La línea curva que, en forma de ese, separa a las dos mitades yin y
yang y que, por así decirlo, se continúa en la superficie envolvente de la circunferencia, emblema del
Cero metafísico, puede ser considerada el símbolo del Tao: el Camino de la No-Dualidad o, lo que
viene a ser lo mismo, el Camino de la Unidad que pasa a través de la Dualidad sin verse afectado por
ella; la Vía que integra, trascendiéndolas, la unidad y la dualidad. Convendrá añadir, por otra parte,
que la unión del Yin y el Yang se halla representada también en la tradición china por el Arco Iris,
emblema por excelencia de la armonía cósmica, de la paz entre el Cielo y la Tierra. Es como si en la
gozosa gama de colores formada por ese puente que une la existencia terrena con las alturas celestes
se plasmara la felicidad de las bodas de lo masculino y femenino cósmico, felicidad que brota del Tao.
“Como símbolo, el diagrama del Yin-Yang es la perfección misma- afirma J.C. Cooper-. Simboliza la
suma simplicidad y toda la hondura de la profundidad. Es inagotable porque contiene dentro de sí
todas las posibilidades” (5). Samuel Wolpin observa en el emblema del Yin-Yang la más completa
expresión de “la Síntesis cósmica”, en la que se concilian la Tesis (el momento inicial de lo Absoluto)
y la Antítesis (constituida por lo relativo, que en cierto modo niega lo Absoluto). Wolpin señala, por
otra parte, que dicho símbolo nos muestra que el Yin y el Yang forman “una unidad cíclica en la que
cada parte, cualquiera que sea la proporción en que intervenga, es una unidad en sí” (6).
La enseñanza que de forma visible y directa trasmite la imagen del Yin-Yang es que para que exista el
orden, la paz y la salud, ya sea en el individuo o en el cuerpo social, el Yin y el Yang tienen que estar
perfectamente armonizados. Cuando se altera el equilibrio existente entre esas dos partes y el Yin
adquiere predominio sobre le Yang, o a la inversa, sobreviene el desorden, la perturbación y la
enfermedad. Los grandes cataclismos naturales y las grandes conmociones sociales tienen como
origen esa alteración del equilibrio Yin-Yang.
En el campo psicológico, por ejemplo, el ideal es la perfecta combinación de la virilidad y la
feminidad, de lo intelectivo y lo sentimental. Un individuo en el que haya un exceso de yin será un ser
desequilibrado, excesivamente emotivo, demasiado sentimental, y quizá retraído e inclinado a una
acusada pasividad, lo que le hace fácil presa de la pasión y los movimientos subterráneos del alma. Un
individuo, en cambio, en el que predomine el Yang será demasiado intelectual, racional, frío,
4. Jae Hwa Kwon, Zen-kunst der Selbstverteidigung, Weilheim, 1971, página 116.
5. J.C. Cooper, Taoism. The Way of the Mystic, cit., págs. 20 ss.
6. S. Wolpin, Lao Tse y su tratado sobre la virtud del Tao, Bueno Aires, 1980, págs. 19-21.
133
calculador, o voluntarista y activista en extremo, a lo que probablemente se unirá un temperamento
agresivo.
La teoría del Yin y el Yang tiene afinidad de aplicaciones en las ciencias y artes tradicionales surgidas
al calor de la tradición taoísta: desde la medicina a la psicología o pneumatología, desde la música a la
higiene sexual, desde la política a la geomancia y la fundación de las ciudades (donde se tienen muy en
cuenta las corrientes yin y yang que recorren la tierra). La acupuntura china se basa en el
reconocimiento de que la enfermedad consiste en un desequilibrio entre las corrientes del Yin y el
Yang en el cuerpo humano, yendo orientada su técnica al restablecimiento del equilibrio entre ambas
corrientes.
La complementariedad Yin-Yang tiene incluso su aplicación a las dos ramas espirituales que integran
la tradición china, según la interpretación que nos ofrecen los propios representantes de dicha
tradición. Así, Confucio y la doctrina confuciana presentan un carácter predominantemente Yang,
mientras que Lao-Tse y la Vía taoísta ofrecen un tono típicamente Yin. Lo cual, habida cuenta de la
complementariedad del Yin y el Yang, viene a corroborar lo dicho anteriormente sobre la
complementariedad de ambas disciplinas espirituales.
134
XI
El Taoísmo descansa sobre una visión sagrada del Universo. Capta el resplandor de lo Absoluto y
Eterno en el mundo de lo manifestado, en el plano de lo relativo y efímero, en la riqueza de la
multiplicidad cósmica. Percibe la presencia de la Divinidad en los fenómenos naturales, en la belleza,
armonía y exuberancia de la Creación universal.
Para la visión taoísta, la naturaleza es una teofanía, un prodigio incesante en el que se revela el mundo
de lo sobrenatural y divino. Plantas y animales, rocas y ríos, bosques y montañas, nubes y truenos son
como el aliento del Tao cuajado en formas sensibles. Pocas religiones, afirma Rudolf Otto, están tan
imbuidas del sentido numinoso del cosmos; es decir; de la presencia de lo sobrenatural en lo natural
(1). El Universo es el Tao que se hace visible (das Sichtbarwerden des Tao, como dice Krause). Todo el
orden natural, junto con todas y cada una de las cosas que forman parte de él, es una manifestación,
expresión o revelación del Tao, de la Realidad Absoluta y Eterna. La Manifestación universal es
manifestación porque en ella se manifiesta el Tao.
“Todo es revelación. En todas partes está Dios. El Tao está en todo”, nos dice Henri Borel por boca
de su maestro taoísta (2). El Tao- leemos en el Huai-Nan-Tse- es “el Aliento vivificante” que da el ser
a todas las cosas y las recorre desde su interior. “Descansa en todas las cosas y las hace crecer; todos
los seres surgen gracias a su acción; circula como savia en árboles y plantas; impregna piedras y
metales. Los pájaros y los animales crecen en tamaño y fuerza gracias a él; gracias a su acción se
vuelve tersa y brillante su piel, se erizan sus plumajes y crecen sus cornamentas” (3). Es el Tao el que
susurra en las hojas de los árboles cuando éstas son mecidas por el viento; es el Tao el que canta en el
trino de los pájaros; es el Tao en que borbotea en el murmullo de las fuentes; es el Tao el que calla en
el silencio de las altas cumbres o en la inmensidad de los desiertos.
Es este quizá el rasgo más característico de la tradición taoísta o, al menos, aquel que resulta más
llamativo y al mismo tiempo más conocido. De ahí que el Taoísmo haya sido generalmente descrito
como una “mística de la naturaleza”. De “religión de la naturaleza” lo califica Marcel Granet, el cual
define el contenido de su doctrina como “monismo naturalista”, expresión no ciertamente muy feliz
(4). Cooper ve en el Taoísmo un claro ejemplo de “religión cósmica”, señalando que lo fundamental
en la doctrina taoísta es “el estudio del Universo, así como del lugar y función del hombre en él, junto
a todos los fenómenos y criaturas” (5). Es este un rasgo que el Taoísmo presenta en común con el
resto de las ramas de la tradición chamánica: desde los pieles rojas de Norteamérica a los pueblos
siberianos, desde el Shintoísmo japonés a la primitiva religión Bön del Tibet.
En su interesante y lúcida obra El hombre y la naturaleza, Seyyed Hossein Nasr ha descrito muy bien
este aspecto de la espiritualidad del Tao. En dicha obra, Nasr menciona al Taoísmo como una de las
tradiciones espirituales de la humanidad en que de forma más clara y patente aflora la percepción del
significado sacro del orden cósmico y la “visión contemplativa de la naturaleza”, lo cual hace de ella
un paradigma para la actual humanidad, hundida en una grave crisis a causa de su distanciamiento del
orden cósmico. Para el ex -rector de la Universidad de Teherán, la actitud taoísta ante el mundo
natural constituye un radiante ejemplo de lo que se ha dado en llamar el “naturismo” sacro y
tradicional. Como notas relevantes de tal actitud Nasr destaca una profunda “devoción hacia la
naturaleza y una comprensión de su significado metafísico”, junto con “un fuerte sentido del
1. R. Otto, Das Gefühl des Úberweltlichen (Sensus Numinis), München, 1932, págs. 288 ss.
2. H. Borel, Wu-Wei, Amsterdam, s.a., pág. 15.
3. A. Forke, “Die mittlere und neue Zeit der chinesischen Philosophie”, en Das Licht des Ostens, cit., pág. 361.
4. M. Granet, La Religion des Chinois, París, 1951, págs. 131-135.
5. J.C. Cooper, Taoism. The Way of the Mystic, cit. Pág. 10.
135
simbolismo y una conciencia de la lucidez del cosmos y su transparencia ante las realidades
metafísicas”. El Taoísmo insistió siempre en la estrecha vinculación existente entre la Gnosis o
Sabiduría espiritual y el estudio de la naturaleza, nos dicen el eminente intelectual iraní, el cual tiene
buen cuidado de distinguir este sano naturismo, transido de espiritualidad y dominado por una honda
visión trascendente, con el moderno naturalismo profano, negador de la realidad sobrenatural y
trascendente (6).
Se podría decir que en el Taoísmo hay un culto al Universo, una postura sacra y reverencial hacia todo
cuanto el Universo contiene, hacia las fuerzas misteriosas que operan en él, hacia el orden y la
armonía que son la sustancia misma de la realidad universal. Es una forma de ver las cosas y de
comportarse ante ellas que santifica hasta la última expresión de la vida universal y que trata de
desentrañar las conexiones mágicas que rigen el cosmos. Por eso se ha acuñado el término
“universismo mágico” para designar la experiencia espiritual que está en la base de la tradición taoísta
y, con ella, en la civilización china (7). Se ha hablado también de “cosmo-centrismo” a la hora de
tratar de delimitar el contenido o el rasgo más característico del Taoísmo frente a otras vertientes de la
tradición china (8).
El Taoísmo concibe al Universo como un Todo unitario y perfectamente ordenado, un cuerpo
armónicamente estructurado y pleno de sentido, un organismo vivo animado por el fluido del Tao.
Un organismo por cuyas venas corre el aliento divino del Tao y cuyas partes se enlazan unas con otras
para formar el gran tejido cósmico. Frente a la concepción mecanicista y materialista de la ciencia
occidental de los últimos siglos, en la que el Universo queda reducido a una maquinaria inerte fruto
del azar y movido por fuerzas ciegas, un caos sin propósito ni razón de ser y en el que todo se reduce
a un perpetuo choque de tendencias, la doctrina taoísta parte del principio de que el cosmos es una
manifestación de la Realidad Eterna y, como tal, inspirada por la inteligencia y el amor. El mundo en
el que vivimos constituye una totalidad y unidad viviente en la que se refleja la verdadera Totalidad, la
Unidad Suprema, que es el Tao. Cada ser ocupa una posición concreta dentro de ese organismo,
estando estrechamente conectado con el resto de los seres. Todos los aspectos, planos y órdenes de la
Creación están relacionados entre sí, de la misma manera que lo están los órganos y miembros de un
cuerpo vivo. El hombre se inserta en ese Todo orgánico como un elemento más del orden global. Su
existencia está íntimamente unida al orden universal: si intenta distanciarse de él, lo único que logrará
será sembrar el caos y destruir su vida.
La idea de orden, de totalidad, de unidad y de coordinación es pieza fundamental en la cosmología
taoísta. “Las ideas juntas de Orden, de Total, de Eficacia dominan el pensamiento de los chinos. No
se han ocupado nunca de distinguir los reinos de la naturaleza. Toda realidad es en sí total. Todo en el
Universo es como el Universo”. El mismo Granet resalta que, para la mentalidad china el Universo es
“una totalidad de orden cíclico” (9). Para el Taoísmo, el Universo no es un caos sino un cosmos: es
básicamente orden y armonía. Y este orden no es el resultado de un proceso causal abstracto y
mecánico, como suele pensar el hombre occidental, sino de un proceso circular orgánico, cíclico y
rítmico, semejante a ese proceso circular que se observa en todos los movimientos de la naturaleza: el
sucederse de las estaciones, el movimiento de los astros, la sucesión de vida y muerte. Es el
movimiento circular plasmado en el símbolo del Yin-Yang. A los ojos de los Sabio taoístas, la realidad
universal forma un gran círculo, integrado por círculos menores conexos unos con otros, en el que
todo funciona y se mueve de manera circular- recordemos que el círculo simboliza la totalidad, la
unidad y la perfección; es el emblema del orden perfecto, de la comunidad sana y rectamente
ordenada-. Se trata, como indica Lily Abegg, de un sistema de círculos concéntricos o superpuestos
136
que se interpenetran o se subordinan jerárquicamente para contribuir así a la armonía del Todo. Es
“una estructura de relaciones unitarias” formada por un conjunto de “eternos movimientos
circulares”, que no tienen principio ni fin (10).
En ese conjunto de relaciones circulares, que se traducen en toda una red de analogías y
correspondencias, no hay nada que sea independiente o que pueda funcionar separado del resto. La
ley que lo rige todo es la ley de la interdependencia o interrelación universal: todas las cosas están
relacionadas entre sí; todo influye en todo; cualquier acción o alteración, por nimia que sea, repercute
en el conjunto. Hay unas conexiones sutiles entre los diversos planos y órdenes de la realidad: lo que
ocurre en un momento o un lugar tiene su repercusión más o menos perceptible en momentos y
lugares distantes; la alteración que se produce en un plano determinado afecta inmediatamente a otros
planos que aparentemente no tienen nada que ver con él. Así, por ejemplo, una acción llevada a cabo
en el campo espiritual tiene su incidencia en el campo anímico y físico. Cualquier cosa que haga el ser
humano incide en el orden del cosmos.
Es el Tao el que sostiene todo ese sistema circular, cíclico, rítmico y orgánico. El orden, la unidad y la
armonía que rigen el Todo universal no son, en definitiva, sino una expresión del Tao. Es la presencia
del Tao la que los hace posible. No en vano, la acción del Tao se desarrolla en un sentido circular, con
un movimiento de retorno al origen para volver a empezar de nuevo. “El retorno es el movimiento
del Tao”, declara expresamente el Tao-Te-King (Cap. 40). Como certeramente observa Gai Eaton, el
Tao viene a ser “el volante o rueda conductora (fly-wheel) que hace que todas las cosas giren en el
momento adecuado”. Pues el Tao no sólo da a luz a todas las cosas, sino que una vez que éstas han
emergido, aunque se muevan con libertad, permanecen bajo su vigilancia (11).
El destino de los seres es circular por ese curso circular universal, hay que acoplarse a él sin rebeldía
ni reticencia, fluir en armonía con él y seguir relajadamente su trayectoria renunciando a cualquier
impulso egocéntrico. Cuando las cosas creadas desertan de ese su destino, cuando se sublevan y trata
de salirse de tal círculo para establecer su propio orden, se rompe el orden natural, sobreviene el
desorden y la violencia. La “Gran Armonía”, que es la meta ideal del Taoísmo, se produce cuando el
círculo que forma la vida de cada ser mantiene la conexión con su propio centro y se mueve centrado
en torno al Poder original, el Tao que es Centro de los centros, ajustando así sus revoluciones al
movimiento del resto de los círculos. Entonces nada chirría y todo marcha con la soltura de un
cuerpo joven en plena forma.
Pero que el Taoísmo vea al Tao presente por doquier en el Universo y que para él todo cuanto existe
sea sagrado, no quiere decir que la visión taoísta sea panteísta- calificativo que automáticamente surge
en la mente del hombre occidental al afrontar ideas de este tipo-; pues en ningún momento se
confunde la manifestación con el Principio. Los textos doctrinales taoístas, empezando por el Tao-Te-
King, proclaman sin ambages que aunque el Tao está presente en el universo, no puede ser contenido
por él, estando el Tao o Realidad divina muy por encima de todo aquello que se sitúa entre el Cielo y
la Tierra.
137
XII
EL TEMPLO-JARDÍN CÓSMICO
La concepción sacra del Universo que se halla en la base del Camino del Tao explica que el hombre
taoísta se sienta fuertemente atraído por la magnificencia y sencillez de la naturaleza que le rodea. La
naturaleza virgen es para él un libro sagrado en el que el Tao ha escrito su mensaje salvador para la
humanidad. Pisa con el mayor respecto la tierra que le sostiene, pues la siente como tierra santa. Mira
el entorno natural que le rodea como si fuera un templo o un jardín creado por la mano divina. A sus
ojos, no hay santuario que pueda comprarse al verdor de la vegetación rodeado por la brisa de los
montes y el sonido de una cascada. No cree que pueda existir una forma más digna y auténtica de
rendir tributo al Tao que sentir su presencia en la naturaleza que se encuentra todavía tal como ha
salido de su seno, sin haber sido todavía retocada o alterada por la mano del hombre.
Es, pues, natural que el Taoísmo ponga especial cuidado en situar sus construcciones y lugares
sagrados en plena naturaleza, procurando acondicionarlos de tal manera que parezcan una
continuación del paisaje. Resaltando la extraordinaria belleza de los templos de China, el portugués
Wneceslay de Moraes, que visitara ese país en el siglo pasado, hacía notar que en ellos “el arte de la
construcción se alía íntimamente con otro arte, completándolo, engrandeciéndolo”: el arte a la hora
de buscar el lugar de su emplazamiento; “el golpe de vista seguro para escoger el paisaje, para
aprovechar las bellezas naturales y ponerlas al servicio de la cabaña de ladrillo erigida por la piedad de
los fieles” (1). Los templos, monasterios y santuarios taoístas, al igual que las celdas de sus ermitaños,
no sólo respetan la belleza natural del paisaje, sino que, como indica Blofeld, contribuyen a realzarla.
Se acoplan de manera perfecta y armoniosa al ambiente natural, añadiendo su propia belleza a “los
naturales encantos de sus agrestes alrededores”. Esas construcciones que tanto abundaban en la
China anterior al régimen comunista, “lejos de quitar nada de la belleza natural”, habían sido
diseñadas “para embellecer los acantilados y riscos que adornaban” (2).
Es un dato sumamente elocuente, ya puesto de relieve por Joseph Needham, que la palabra china
usada para designar a los templos y monasterios taoístas- kuan, cuyo significado literal es “observar” o
“contemplar”- vaya ligada desde sus orígenes a la idea de observación o contemplación de la
naturaleza. Según la leyenda, el primer kuan de la historia del Taoísmo fue la cabaña que, en pleno
bosque de la montaña y a base de ramas- es decir, en plena naturaleza y con medios naturales-, se
construyó Yin Hsi para observar el cielo estrellado. Fue desde esta cabaña desde donde Yin Hsi divisó
la luz celeste que le hizo comprender que se acercaba su futuro maestro Lao-Tse. El sencillo y natural
observatorio de Yin Hsi, desde el que éste contemplaba las bellezas del cosmos y trataba de desvelar
sus misterios, aparece así como el precursor de los templos taoístas.
Esta actitud contemplativa ante el orden cósmico, hecha de fascinación mística y de respeto sagrado
hacia el mundo natural, está presente en todas las creaciones artísticas del Taoísmo, en las cuales la
vivencia de la naturaleza y la reproducción de sus bellezas obedece a razones mucho más profundas
que la simple búsqueda de un goce estético. En el arte taoísta, la pintura de un paisaje, de una planta o
de un animal, se convierte en una experiencia sacramental, a través de la cual el hombre entra en
comunión con lo divino. Como observa Seyyed Hossein Nasr, las pinturas de escenas naturales que
son tan frecuentes en el arte chino y que llegaron a alcanzar un nivel de perfección jamás igualado son
“verdaderos íconos”, es decir, “medios de comunicación con la realidad trascendente”, objetos que
vehiculan y trasmiten una gracia especial, una bendición de lo alto que ningún medio humano podría
comunicar (3). “El paisaje- ha escrito Michael Sullivan- no era únicamente un símbolo del Tao, era la
138
3. S.H. Nasr, op.cit. pág. 83.
Propia sustancia del mismísimo Tao”. Así lo cantaba el poeta Sun Cho, del siglo IV: “el Gran Vacío,
vasto y ancho, que no conoce límites/ Al derretirse, forma los ríos y los arroyos,/Al esperarse, se
convierte en colinas y montanas” (4).
Ocioso es decir que el Taoísmo siente, por tanto, aversión a lo que puede suponer perturbar el orden
natural, intentar manipularlo o intervenir en él de manera violentadora. Ir contra la naturaleza,
distanciarse del orden cósmico o actuar en contra de las leyes de la vida constituye a sus ojos el peor
de los pecados. Puesto que el hombre forma parte del Todo universal, no puede vivir contrariando
sus leyes. Atentar contra la naturaleza significa atentar contra sí mismo y sembrar la desgracia y ruina
en la propia vida. Ya el Tao-Te-King advierte que el Universo es “un vaso delicado” y que no puede ser
manejado a capricho. La consecuencia que se desprende de todo esto es que el hombre debe interferir
lo menos posible en los procesos naturales y respetar el desarrollo natural de las cosas evitando
injerencias perturbadoras.
Un buen ejemplo de lo que significa esta actitud nos lo ofrece la jardinería, arte que ocupa un puesto
de primer orden en el mundo cultural chino y cuya concepción contrasta con la dominante en
Occidente. La jardinería occidental- véase el caso típico de los jardines renacentistas o rococós, con
Versalles como extremos paradigma- trata de someter el jardín a criterios racionales, imponerle
formas geométricas y trazados rectilíneos, de tal forma que la naturaleza quede corregida y ordenada,
domada, humanizada. El objetivo de la jardinería taoísta, en cambio, es que la mano del hombre se
note lo menos posible, que el jardín esté dispuesto y crezca de manera natural, como si lo hubiera
creado la misma naturaleza sin intervención humana alguna. El jardinero se limita a colaborar con la
naturaleza: deja que los diversos ingredientes del jardín- plantas, piedras, estanques, riachuelos,
veredas, puertas, etc.- se dispongan como por propio impulso; procura no interferir en el crecimiento
de las plantas, podando y cortando justo lo indispensable, como pide Lao-Tse en el Tao-Te-King. Jamás
se le ocurriría a un taoísta podar las plantas para darle esas formas caprichosas, antinaturales y hasta
ridículas- esféricas, cónicas o cilíndricas- que nunca tienen en estado natural y que tanto se ven en los
jardines europeos.
Mientras en el jardín occidental lo que se ve ante todo es la acción humana, quedando la voz de la
naturaleza reducida a la mínima expresión, reprimida y prácticamente enmudecida, en el jardín taoísta
es la naturaleza la que tiene la palabra, quedando el hombre en segundo plano, reducido su papel a
actuar como su colaborador y servidor.
139
XIII
El Taoísmo es una forma de vida, una manera de ser y de actuar, un modo de ver la realidad y de
estar en el mundo. Es un camino que aspira a configurar el vivir humano para conducirlo a su
máxima culminación; una senda espiritual que pone la vida humana en contacto con sus más hondas
raíces, haciendo así posible que el individuo conquiste la armonía, la libertad, la felicidad y la plenitud.
Su objetivo fundamental es transformar la vida humana para unirla al orden cósmico del que forma
parte y hacerla una fiel expresión del Tao. Aquí cobra plena validez el principio básico de toda alta
doctrina esotérica, según el cual “la Vía es la vida”. Vía y vida resultan palabras sinónimas: se funden
en una indisoluble unidad. El Camino del Tao es un camino de vida.
Así lo indica el Maestro taoísta Ni Hua-Ching, el cual define al Taoísmo como “un modo de vida” o
“un camino de vida” (a Way of Life); un modo o camino de vida que descansa en el orden natural del
Universo y tiene como principal objetivo el “auto-cultivo” o “cultivo de sí mismo” (self-cultivation),
siempre con la vista puesta en la meta final, que es “la unión del Hombre con el Tao”. Se trata, aclara
el Maestro Ni, de una manera integral y armónica de vivir asentada sobre sólidos fundamentos
intelectuales: “el modo natural de vivir como un ser universal equilibrado y plenamente desarrollado”
(1).
Como ha quedado dicho más arriba, al comienzo de esta exposición, la doctrina taoísta es, antes que
nada, una vía de Gnosis, un sendero sapiencial, un camino de Sabiduría o de Conocimiento. Toda ella
va enfocada al logro del Conocimiento supremo, trascendente y metafísico. Ese Conocimiento que
permite descubrir el Misterio de los misterios, la Verdad de las verdades, el Principio de todo orden y
de toda vida, el Tao uno y eterno. La meta de la Vía taoísta es conocer la Realidad Suprema y, a través
de ese Conocimiento supremo, conocer la profunda verdad del ser humano y la ley que rige el orden
universal, lo que supone descubrir el vínculo que une a ambos.
Pero es importante subrayar que, para la visión taoísta, como para espiritualidad oriental en general, el
conocer es inseparable del ser. Ser y conocer son una misma cosa. Para conocer hay que ser, y para
ser hay que conocer. Se conoce aquello que se es, y se es aquello que se conoce. Conocer una verdad
es ser esa verdad: la conoceremos plenamente en la medida en que ésta penetre de manera efectiva en
nuestro ser. Conocer algo es vivirlo al nivel de experiencia personal; es serlo, poseerlo con el propio
ser y en la propia vida. Para conocer la nobleza hay que ser noble; para conocer la generosidad y sus
grandes frutos hay que ser generoso. Para conocer el Tao tenemos que ser el Tao, tenemos que
hacernos semejantes a él, reproducir en nuestro ser sus cualidad y virtudes.
El Camino del Tao es un auténtico camino de la Verdad y de la Vida. Un camino en el que la verdad y
la vida se funden por completo, haciéndose el hombre uno con la Verdad Suprema y Total, con la
Verdad Una y Única. En la Vía taoísta el hombre piensa la verdad, dice la verdad, hace la verdad, vive
la verdad, es la verdad. Esa unidad de la verdad y la vida, del ser y el conocer se halla plasmada en el
símbolo del Yin-Yang o Tai-Chi. La mitad yin es el ser quieto y pasivo, que simplemente es, que está
ahí y se contenta con ser lo que es; la vida femenina (en el mito hebreo el nombre de Eva quiere decir
“Vida”). La mitad yang es el conocer masculino, movimiento hacia la realidad, actividad
conquistadora de la verdad, acción descubridora del ser (el intelecto personificado en el Adán
hebreo). En un lado, el ser que necesita al conocer para ser plenamente; en el otro, el conocer que
necesita el ser para ser conocimiento efectivo. Unidas ambas mitades y encerradas dentro del círculo
1. Ni Hua-Ching, Tao. The Subtle Universal Law and the Integral Way of Life, cit., págs. 108 ss.
140
expresan ese íntimo hermanamiento entre lo que se es y lo que se conoce. Es la tríada védica del Sat-
Chit-Ananda, también predicable del Tao: la unión del Ser (Sat) y el Conocer (Chit), que al fundirse
engendran la Felicidad (Ananda), la cual rodea a ambos como un halo luminoso, representado por el
círculo envolvente del Tai-Chi.
Al Taoísmo no le interesa un conocimiento puramente mental, abstracto y teórico, desvinculado de la
vida, como es el que domina la vida del hombre occidental moderno. El Conocimiento que busca la
Vía del Tao es un conocimiento realizativo en el que participa la totalidad del ser humano, en cuerpo
y alma. Un Conocimiento que ha de ser realizado en y con la propia vida. El Camino del Tao tiene
que ser vivido para ser comprendido. La Verdad del Tao no puede ser descubierta mediante el simple
razonamiento o por medio de especulaciones filosóficas. No es una verdad para ser estudiada en
libros, ni para hablar o discutir sobre ella en cenáculos intelectuales. Es una verdad para ser vivida:
una verdad que hay que vivir con la totalidad del ser, que para ser realizada exige una participación de
la persona entera: con su cuerpo y su alma, con su inteligencia y con su sentimiento, con su estómago
y sus pulmones. Una verdad, por último, que sólo puede descubrirse siguiendo la estricta disciplina
que supone un camino o vía de realización.
Al hablar de “filosofía taoísta” o de “Taoísmo filosófico”, hay que tener bien cuidado en puntualizar
que la palabra “filosofía” sólo resulta aplicable al Taoísmo si se la entiende en su genuina significación
etimológica, como “amor a la Sabiduría”. Sabiduría que es, a su vez, una sabiduría vivida: que se nutre
de la vida y a la vida va proyectada. La Sabiduría que cultiva y ama el Taoísmo, aquella que constituye
su esencia y su norte, es básicamente potencia renovadora y trasmutadora de la vida, conocimiento
trascendente que abarca por entero el ser del individuo y lo transforma desde su raíz. Es un profundo
“saber vivir” lo que nos trasmite la Vía del Tao.
Habría que recordar, siguiendo a Heinrich Zimmer, que “la filosofía oriental va acompañada y
auxiliada por la práctica de una forma de vida”. Todo lo que Zimmer dice refiriéndose a la filosofía de
la India- la estrecha vinculación entre saber y vivir, la necesidad de que en el maestro que ensena se dé
una total correspondencia entre su enseñanza y su manera de vivir, etcétera-, resulta aplicable a la
filosofía china en general y a la taoísta en particular (2). “En Oriente- escribe muy atinadamente J.C.
Cooper- la filosofía es considerada inútil si no tiene repercusión sobre el carácter (3).
Hablando de lo importante que es esta unidad entre la Vía y la Vida para el Camino del Tao, Anne
Bancroft afirma: “El Camino es el camino de la vida misma y hay que irlo descubriendo de una
manera intuitiva, ya que no puede ser encontrado mediante la aplicación del intelecto; se revela en el
vivir real y concreto, en el acto de ver el Camino en cada momento de la vida”. Bancroft agrega que
cuando la vida es vivida como es debido, con arreglo al Tao, se revela como una pura expresión del
Tao. Entonces el hombre descubre que el Tao es la vida, la vida de cada día tal y como se nos
presenta en su inmediatez. “La vida, cuando queda desnuda en su pura esencia, es libre, incognoscible
e indiferenciada. Es Una, el Tao, completo, integral e ilimitado” (4).
Como modo de vida que es, la Vía del Tao hace especial hincapié en la experiencia vivida. “En el
Taoísmo el acento recae sobre la situación existencia”, asevera J.C. Cooper, subrayando que el
Camino taoísta no es una simple escuela de pensamiento, sino que exige la participación con la propia
vida. Tras llamar la atención sobre el hecho significativo de que en la disciplina taoísta no haya
dogmas, al tiempo que se insiste en cambio en la libertad total, la autora inglesa escribe: “El Camino
tiene que ser un camino de aventura en el vivir; una aventura del espíritu” (5).
En la filosofía taoísta, como en el resto de las filosofías orientales, la vivencia real y concreta se
antepone al pensamiento abstracto; la experiencia tiene primacía sobre la reflexión racional o
puramente teórica; el sentir y el vivir están antes que el pensar o teorizar. El taoísta no diría nunca,
141
5. J.C. Cooper, Taoism, cit., pág. 15.
como Descartes, “pienso, luego existo”, sino más bien: “vivo o siento, luego existo”. O mejor aún:
“vivo y siento, luego en mí hay algo superior que me hace vivir y sentir”; “Vivo, luego soy vivido por
el Tao”.
Esta cuestión ha sido muy bien tratada por Toshihiko Izutsu en su interesante y documentado estudio
comparativo de la filosofía mística de Ibn Arabi y Chuang-Tse, los dos destacados exponentes de la
sabiduría sufí y taoísta respectivamente. Tanto en un caso como en el otro, asevera Izutsu, la filosofía
no es entendida como actividad pensante sino como experiencia vivida. Para la filosofía taoísta, al
igual que ocurre con el Sufismo o con cualquier otra vertiente de la espiritualidad oriental, el filosofar
“tiene su origen último no en el razonar sobre la Existencia, sino en el experimentar la Existencia”.
Aunque Izutsu aclara a continuación que este “experimentar” que constituye la esencia y la base de la
Vía taoísta no se mueve en “el plano ordinario de la percepción sensorial”, es decir, el que se
corresponde con el modo de ver la vida propio del hombre vulgar, limitado a los datos de la realidad
material y sensible que le ofrecen sus sentidos, sino que se mueve “en el nivel (o niveles) de la
intuición supra-sensible” (6). Esa experiencia que tanta importancia adquiere en la Vía taoísta,
experiencia situada en el nivel de lo supra-sensible, en el plano de lo supra-mental y supra-consciente,
es precisamente la experiencia personal e incomunicable que constituye el contenido de toda vía
esotérica o iniciática, su secreto celosamente guardado.
Es importante señalar que el Camino del Tao se perfila como un camino hacia la felicidad. La
conquista de la felicidad es su tesoro y su secreto. El logro de la felicidad es lo que se halla en su
punto de mira y en el centro de todos sus esfuerzos. Como dice Vandier-Nicolas, la sabiduría taoísta
“se dirige sobre todo al más constante de los instintos humanos, el de la felicidad”. Y el mismo autor
agrega que, desde el punto de vista del Taoísmo, buscar la felicidad es no sólo un derecho, sino
incluso un deber (7). En el mismo sentido se expresa Matgioi, cuando afirma que, en el momento de
formular su doctrina, Lao-Tse, al igual que Confucio, no hizo otra cosa que “trazar las reglas de
felicidad que la humanidad podía alcanzar” (8). El entero mensaje del Tao-Te-King, la obra central del
Taoísmo, se resume en una invitación a la felicidad; esa felicidad que pocos encuentran, porque la
mayoría la busca por caminos distintos al Camino: los más ignoran el Tao y el Te, prefiriendo recorrer
fáciles y engañosos senderos que no conducen a ninguna parte. El Camino del Tao nos enseña cómo
tenemos que vivir para ser profunda y auténticamente felices, para alcanzar la auténtica felicidad que
no se marchita y que es una misma cosa con la realización integral de la persona. Y no podía ser de
otro modo, pues se trata de un camino que arranca de la Felicidad suprema. Y por eso mismo es un
camino que hay que recorrer viviéndolo, porque la felicidad es algo que hay que vivir, algo que cada
cual tiene que descubrir y experimentar por sí mismo.
Con razón Karl Jaspers ha calificado a Lao-Tse, y en su persona al Sabio taoísta en general, de
Leneskünstler, “artista de la vida”. Para el filósofo alemán, el Taoísmo se perfila como un auténtico arte
de vivir: el “refinado arte de gozar espiritualmente de la vida, toda clase de condiciones y a través de
manifestaciones especiales”; “el elevado arte de la quietud en la belleza de la vida”, arte basado en “la
quietud del Tao” (9).
142
XIV
El ideal de perfección del Taoísmo se encarna en la figura del Sabio o Inmortal, el Hsien. Es “el
Hombre” por excelencia; el ser humano que ha hecho realidad en su vida la verdad del Camino que
vive armónicamente inserto en el orden universal y totalmente identificado con el Tao.
Nada más aleccionador para desvelar la realidad que se oculta en esta figura sobrehumana que pasar
revista a los nombres con que se le designa en la tradición taoísta. Entre otros, el Sabio recibe los
títulos de “Hombre Santo” (Sheng-jen), “Hombre espiritual” u “Hombre trascendente” (Shen-jen),
“Hombre Superior” (Chih-jen). Se le aplican también los epítetos honoríficos de “Hombre perfecto”,
“Hombre real”, “Hombre realizado” y “Hombre universal”, en los que se traslucen algunos aspectos
del nivel o estado alcanzado por quien ha llegado al final del Camino, Chuang-Tse lo llama “Hombre-
Cielo”, “Hombre-Virtud” y “Hombre-Cumbre”.
En realidad, muchos de estos títulos son los nombres de los diversos grados de la jerarquía taoísta;
pero aquí podemos considerarlos todos ellos como equivalentes y aplicables al Sabio, ya que tales
grados no son más que los escalones por los que hay que pasar hasta llegar a la cima de la Realización
unitiva y suprema, que se corresponde con el grado superior, el cual incluye y comprende todos los
grados inferiores.
La conformidad con el Tao es la primera cualidad que los textos taoístas destacan en el Sabio. Es el
hombre, como dice Julius Evola, que “reproduce en sí mismo la ley metafísica del Tao” (1). No sólo
ha conseguido- escribe Reinhold von Plaeckner- que “su mejor Yo, la Razón, someta a los deseos
menos puros”, sino que su ser constituye “un yo construido armónicamente”, un yo verdadero que es
“un todo y no una fractura”. Y por encima de todo esto, “conoce en verdad el Tao y porta en su
corazón el Te” (2). Su vida entera y su misma manera de ser son una pura imagen del Tao: en todos
sus actos, pensamientos, movimientos, gestos y actitudes se hace patente la presencia del Tao. Es
verdaderamente un hombre hecho a imagen y semejanza del Tao.
El Sabio recibe el nombre de Hombre verdadero, auténtico y real, porque en él se realiza la naturaleza
humana en toda su plenitud y pureza. Recibe el título de “Hombre-Verdad” porque ha realizado la
Verdad Suprema: su ser se ha hecho uno con la Verdad Una y Única que es el Tao. Entre él y la
Verdad ya no hay diferencia. Por eso su vida es una vida auténtica, sin sombra de falsedad, de duda,
de error o de vacilación. La Verdad divina es la raíz de su fuerza, el manantial del que se nutre.
Quienes han conseguido la unión con el Tao- nos dice Chuang-Tse- se liberan de todas las ataduras,
se mueven en las alturas y consiguen la Iluminación. Su espíritu es transportado por la luz: la luz de la
Verdad o la que se hallan para siempre unidos. “Han muerto al mundo sensible; han cumplido su
destino; han realizado plenamente su verdad” (3).
Es llamado “Hombre Universal” porque en él se refleja la totalidad del Universo, el orden y la
armonía del Todo cósmico. Situado en el Centro de la rueda cósmica, en ese Centro en el que
resplandece la Virtud del Tao, en torno a él se configura la cruz de la perfección, del Wan o Rey del
mundo: arriba el Cielo, abajo la Tierra, a la derecha el Yin y a la izquierda el Yang. Por eso es, como
dice Lao-Tse, “la regla del mundo”. Sólo él merece el sobrenombre de micro-cosmos y sólo a él se le
puede aplicar legítimamente la vieja sentencia “el Hombre es la medida de todas las cosas”. Es, como
también afirma Lao-Tse, “la riqueza del mundo”, la garantía del orden universal: su misma presencia
mantiene la armonía del cosmos, evitando que avancen el caos y el desorden.
143
Es el Andrógino, que ha logrado el perfecto equilibrio del Yin y el Yang. En su persona tiene lugar la
unión armónica de la energía cósmica masculina y de la energía femenina, del Cielo y de la Tierra, del
Principio Activo y el Principio Pasivo. Como dice Lao-Tse: “Se reconoce gallo y se comporta como
gallina”; “reconoce en sí mismo la fortaleza masculina y se atiene a la delicadeza femenina”; aúna en sí
la blancura yin y la negrura yang (Cap. 28). Dicho con otras palabras, es el ser integrado que ha
realizado la unidad en la dualidad y la dualidad en la unidad. En este sentido, el Sabio viene a ser la
plasmación viva y concreta del símbolo del Tai-Chi o Yin-Yang: el círculo que contiene en su seno las
dos mitades clara y oscura que simbolizan el juego de los pares de opuestos. Y, al igual que en el Yin-
Yang, el perfil de su vida reproduce la forma del círculo. Es un ser redondo, esférico, circular,
entendiendo estas palabras en su significado metafórico: lo redondo como sinónimo de lo perfecto y
acabado, lo unido y armonizado en torno a sí mismo, lo que goza de una gran paz interior, lo circular
como símbolo de la unidad y la totalidad. Recordemos que, según Platón, el Andrógino primordial
tenía forma esférica; lo que hay que entender, por supuesto, en un sentido simbólico.
La circularidad del Sabio reproduce la circularidad del orden cósmico, del Cielo y del Tao. Es un ser
sin aristas, como ensena el mismo Lao-Tse: sin extremidades cortantes ni puntas hirientes. No tiene
roces más o menos violentos al entrar en contacto con los demás. Vive en paz perfecta con el
entorno: no entra ni puede entrar en conflicto con el mundo que le rodea. Como dice Lao-Tse, no
porfía, no discute, no lucha ni compite. Su vida sin ningún tipo de roce ni desgastes inútiles. Su
redondez se manifiesta en una doble dimensión: hacia dentro, como armonía de un ser en cuyo
interior los diversos aspectos de su realidad personal se acoplan unos con otros sin fricciones ni
tensiones dilacerantes; hacia fuera, como un ser que se adapta a las condiciones del mundo exterior y
se ajusta a las exigencias del momento y el lugar para producir la acción justa, necesaria y perfecta. El
Sabio taoísta “se adapta a todas las circunstancias, toma a los seres por lo que son y obra por el bien
de todos dejando a cada uno su oportunidad”.
El Hsien o Inmortal taoísta viene a ser el equivalente del Jivan-Mukta o “Liberado en vida” hindú.
Ambos han alcanzado la meta del Camino que es la Liberación, la Realización o Iluminación, la cual
resulta del descubrimiento del Sí mismo, del Self o Atman que mora en el centro del propio ser y que
es una misma cosa con la Realidad Suprema que anima la existencia universal. Ese Sí mismo, Brahman
o Atman, que no es sino el Tao eterno. En la terminología hindú se hace hincapié en la idea de
Liberación, mientras el léxico taoísta pone más énfasis en la idea de la Inmortalidad. Pero esto es
simplemente una cuestión de matices. En el fondo ambas expresiones aluden a un mismo hecho;
pues, así como la Liberación lleva implícita la conquista de la Inmortalidad, la Inmoralidad supone la
Liberación, que coincide con la realización cognoscitiva de la Identidad Suprema: realizar o hacer
realidad de modo efectivo, sin sombra de duda y de manera definitiva, que somos el Tao, la Suprema
Realidad.
El Hsien vive indisolublemente unido al Tao, que es la Verdad liberadora, la Libertad pura y absoluta.
Se ha realizado cognoscitivamente y de forma efectiva en esta vida terrena, en su propio ser. Y por
ello goza ya en esta vida de la inmortalidad- lo que los budistas llaman Amata, la No-muerte o lo Sin-
muerte. Ha alcanzado el estado incondicionado que está más allá de la vida y de la muerte. Para él,
vida y muerte no son más que dos aspectos o formas de manifestación del Tao: el Tao cuando sale y
el Tao cuando entra, respectivamente, según las palabras del propio Lao-Tse.
Tratando de describir al Hsien, al Sabio o Inmortal, Chuang-Tse nos dice que es como una primavera
para el resto de los seres; se sitúa en el Centro y desde ahí se conforma a todos los hechos y sucesos;
“reposa en su identidad celeste”: se ha liberado de todas las ligaduras y “reúne todas las cosas en la
unidad”; es impasible, pues no arde con el fuego ni se enfría con el hielo, y tampoco le altera la
mudanza de vida y muerte: no se asombra ante nada, ni siquiera ante los mayores cataclismos; nada le
afecta ni le puede dañar; se mueve en lo alto, fuera del polvo mundanal; camina sin dejar huellas; ama
144
y hace el bien, pero no se tiene por bondadoso; habla con el silencio y teniendo qué decir se calla.
“Hace que el gozo de la paz penetre por doquier sin perder nunca la dicha” (5).
145
XV
Habiendo superado toda dualidad, el Sabio taoísta está más allá del bien y del mal. La suya es una vida
que se mueve por encima de la moral. Como se ha dicho con acierto, el Sabio taoísta no puede ser
considerado en modo alguno como un hombre “moral”, puesto que no ajusta su comportamiento a
una serie de normas morales o preceptos éticos. Lo cual no quiere decir que sea un ser “amoral” ni
“inmoral”. Significa todo lo contrario: no es que el Bien le sea indiferente, y mucho menos hostil o
repulsivo; es que el Bien constituye la raíz misma de su ser y de su vida.
Es completamente absurda la interpretación del sinólogo Herrlee G. Creel, el cual sostiene que por
ese mismo situarse “por encima del bien y del mal” el Sabio taoísta puede llegar a ser un monstruo.
Para el taoísta iluminado, afirma Creel, el bien y el mal “son meras palabras usadas por los tontos y
los ignorantes”. Y, por eso mismo, “si le apetece, puede destruir una ciudad y masacrar a sus
habitantes con la concentrada furia de un tifón y no sentir más remordimientos de conciencia que el
sol que luce majestuoso sobre la escena de desolación después de la tempestad” (1). Pero esto supone
desconocer por completo la profunda realidad que encierra la figura del Sabio taoísta.
Al Sabio no le es indiferente hacer el bien o el mal. Lo que ocurre es que su ser está tan perfectamente
armonizado, que no necesita estar mirando si su comportamiento se ajusta a una ley moral exterior.
Para decirlo en palabras de Chuang-Tse, “el Sabio no tiene ninguna deficiencia en su carácter y por
eso no necesita moralidad” (2). Su vida está tan enraizada en el Tao y en el Te, que su acción es
espontáneamente justa y correcta: es la que debe ser en cada instante sin que intervenga ninguna
consideración sobre su bondad o maldad. Por eso Chang-Tse lo llama “Hombre-Virtud”. “Está tan
perfectamente ajustado a su entorno y tan en armonía con él- escribe J.C. Cooper- que obra con
espontánea perfección, yendo mucho más allá de cualquier “debes hacer” o “no debes hacer”,
quedando toda moralidad relativa adaptada a la situación particular” (3).
El Sabio sólo hace el bien, pero lo hace por instinto, como una expresión inevitable, libre y necesaria
a la vez, de su propia naturaleza. “El Hombre sabio, por el mismo hecho de su sabiduría- escribe
Matgioi-, manifiesta la piedad, que la bondad, la caridad, el altruismo desinteresado; y lo manifiesta
inconscientemente, como una emanación mecánica y necesaria de su virtud antecedente”.
(Afirmación certera, donde sólo habría que criticar el adjetivo “mecánica”, que sería más conveniente
sustituir por “orgánica”, pues realmente es de una “emanación orgánica”, algo vivo y no un proceso
mecánico e inerte, de lo que se trata) (4).
El Taoísmo no propone al ser humano un código ético de comportamiento. Más aun, considera
contraproducente cualquier sistema de normas morales rígidas; pues considera que esa ortopedia
moralista sólo sirve para asfixiar la espontaneidad natural y adulterar la vida. Chuang-Tse llega a decir
que la “virtud intencional” es nociva y perjudicial, ya que cuanto más uno se obsesione por hacer el
bien, más se alejará del verdadero bien (5). Lógicamente, como aclara Thomas Merton, esto no quiere
decir que el místico taoísta sea enemigo de la virtud. “Chuang Tzu no está en contra de la virtud (¿Por
qué habría de estarlo?), pero ve que la simple virtuosidad carece de significado y de efectos
profundos, tanto en la vida del individuo como en la sociedad” (6). La virtud del Taoísmo es la No-
virtud, de la misma forma que su acción es la No-acción y su pensamiento el No-pensar. Claramente
1. H.G. Creel, Chinese Tought, págs., 112 ss. (cit. Por H. Welch).
2. Chuang-Tse, V, VII
3. J.C. Cooper, Taoism, cit., pág. 20.
4. Matgioi, La Voie rationnelle, cit., pág. 83.
146
5. J.C. Cooper, Taoism, cit., pág. 20.
6. Th. Merton, Por el camino de Chuang Tzu. Madrid, 1978, pág. 26.
lo proclama Lao-Tse al decir que “la mejor virtud es la virtud no-virtuosa”, aquella que no tiene
consciencia de ser virtuosa.
En el camino del Tao- y con esto volvemos a tocar un punto ya expuesto con anterioridad: el de la
primacía del ser y de la vida para la filosofía taoísta- la realidad esencial de una persona prima sobre el
esfuerzo moral que la misma puede realizar. La rectitud plasmada en el propio ser es mucho más
decisiva que una rectitud forzada que trata de proyectarse siempre de manera superficial sobre la
acción y el comportamiento. Al Taoísmo no le interesa tanto lo que uno hace como lo que uno es.
Sabe que un individuo se comportará según su manera de ser. Sabe que un individuo se comportará
según su manera de ser. Y por eso pone todo el énfasis, según hemos visto más arriba, es la metanoia,
en la trasformación del ser. La doctrina taoísta hace suya la afirmación de Meister Eckhart: “Lo
importante no es el hacer, sino el ser, pues el hacer brota del ser”. Schiller, en un arrebato de
inspiración poética, lo supo expresar con frase certera: “Las naturalezas vulgares cuentan con lo que
hacen; las naturalezas nobles cuentan con lo que son”.
Por eso Lao-Tse insiste una y otra vez el escaso valor de las palabras, del saber teórico, de la erudición
y del pensamiento conceptual. Y por eso habla también de la facultad del Sabio para enseñar sin
hablar: no corresponde al Sabio dar recomendaciones morales; su enseñanza se expresa a través de su
persona entera; ensena con su manera de ser, con su mirada, con su gesto, con la postura de su
cuerpo, con su respiración y con el latido de su corazón, con la seriedad de su rostro o con la sonrisa
que a él asoma.
El Sabio taoísta no obedece una ley moral exterior; sólo obedece la ley de su Corazón, en el cual
resplandece la Verdad del Tao. Cuando el hombre obedece la ley de su Corazón- que es algo mucho
más profundo que un mero impulso sentimental, como hoy suele pensarse- su vida se ordena de
manera espontánea y entra en armonía con el orden universal. “Olvida la moral; sigue tu propia
naturaleza”, exclama en tono conminatorio Chuang-Tse. Comentando esta sentencia del “Platón
taoísta”, Holmes Welch escribe: “Nuestra naturaleza interior es una extensión de la naturaleza del
Universo. Seguir la una es estar en armonía con la otra” (7).
Un breve análisis de las cualidades del Sabio y Hombre perfecto nos permitirá detectar los elementos
capitales de la ética taoísta o, lo que viene a ser lo mismo, los rasgos básicos de la forma de vivir
propia del Camino del Tao. Es lo que trataremos de ver a continuación.
7. H. Welch, Taoism. The Parting of the Way, Boston, 1966, pág. 45.
147
XVI
La primera virtud o cualidad del Sabio taoísta es la naturalidad. “El Sabio es sobre todo el hombre
completamente natural”, afirma Cooper en su excelente estudio sobre el Taoísmo (1). Se trata de una
lógica y natural consecuencia del “naturismo sacro” que está en la raíz de la doctrina del Tao.
La naturalidad predicada por el Taoísmo significa, entre otras cosa: desprecio de todo lo que sea
complicación, artificio, falsificación o deformación de la vida; liberarse de las ficciones, las
abstracciones, las trabas, los disfraces y barnices superficiales que a menudo impone la vida social;
cultivo de lo natural, vivo y espontáneo; búsqueda de lo puro y auténtico; no reprimir los instintos e
impulsos naturales, sino depurarlos y encauzarlos convenientemente; no someter a una
racionalización, mecanización o control excesivo la propia vida, sino procurar ajustarla al ritmo
natural. Como indica Richard Wilhelm, la doctrina de Lao-Tse nos exhorta a alejarnos de todo aquello
que nos aparta del orden natural; nos enseña que no debemos dedicarnos al cultivo de una cultura
artificial, superficial y estereotipada, sino “someterse cándidamente a la armonía de la Naturaleza” (2).
El Taoísmo exhorta a adoptar una forma natural de vida, consciente de que esa es la mejor forma de
que el hombre se vaya purificando internamente y avance en el Camino espiritual. Una manera natural
de vivir que se exprese tanto en el comer como en el vestir, en el pensar y en el hablar, en el trato y en
el comportamiento, en el esfuerzo y en el descanso, en el recinto que se habita y en el ambiente que el
individuo va configurando en torno suyo. Así, por ejemplo, comer alimentos naturales, procurar vivir
al aire libre, practicar ejercicios naturales que tonifiquen el cuerpo, no pensar ni hablar de manera
retorcida o rebuscada. La Vía taoísta aconseja, por otra parte, vivir en armonía con los ritmos de la
naturaleza; adaptarse a los cambios naturales; fluctuar con el ritmo de las estaciones, no ir en contra
del curso natural de las cosas (como tantas veces se intenta en la actual civilización); aceptar la marcha
rítmica en la que se alternan armónicamente el día y la noche, la vida y la muerte; tener paciencia y
respetar el tiempo que requiere cada cosa; dejar que todo crezca de manera natural; no intentar forzar
la evolución y desarrollo natural de las cosas (frente a la tendencia hay dominante de la impaciencia y
la prisa que lleva a la violación de los procesos naturales: maduración artificial de las frutas, engorde
del ganado mediante hormonas, obsesión por parecer joven cuando se es viejo, ingeniería genética,
medicina química, manipulación del organismo y la mente, etcétera).
Se trata de una actitud que va vinculada a la “no-violencia”; pues consiste en evitar el uso de la fuerza,
huir de todo lo que sea violentar la propia realidad de uno mismo- su espíritu, su mente, su alma o su
cuerpo- o violentar el medio ambiente en que nos movemos y los seres que forman parte de él, Alan
Watts ha sabido captar y resumir muy bien esta postura ante la vida, cuando apunta que los taoístas
no encuentran motivo alguno “para someter o alterar el Universo mediante la fuerza física o la fuerza
de voluntad, ya que su habilidad consiste exclusivamente en acompañar el fluir de las cosas de un
modo inteligente” (3).
La naturalidad lleva consigo, como condición y como fruto a la vez, la espontaneidad, otra de las
cualidades típicas del Sabio y, con él, de la forma de vida taoísta. Para que la vida se desarrolle de una
manera natural es imprescindible dejar que fluya con espontaneidad, sin interferencias ni injerencias
perturbadoras. No se debe pretender regularlo y controlarlo todo. No hay que tratar de encorsetar o
encerrar la vida en esquemas conceptuales fríos y abstractos; hay que evitar a toda costa el someterla a
reglas fijas y artificiales, a esquemas estereotipados que lo único que hacen es desnaturalizarla y
148
2. R. Wilhelm, Lao-Tse y el Taoismo, pág. 41.
3. A. Watts, El camino del Tao, Barcelona, 1979, pág. 127
estereotipados que lo único que hacen es desnaturalizarla y pervertirla. Pero el Taoísmo deja bien
claro que la verdadera espontaneidad natural sólo es posible si l hombre tiene su vida enraizada en
la Verdad y Libertad Suprema del Tao.
Decir naturalidad es decir también sencillez, simplicidad, sobriedad y austeridad. Es este otro de
los elementos clave de la Vía taoísta. Basta echar una breve ojeada a las páginas del Tao-Te-King
para cerciorarse de ello. La sencillez es desprecio de lujo, de lo falso y superfluo, de cualquier
forma de recargamiento o adorno innecesario en lo que se hace o se dice. Es una forma de vivir
que se atiene a lo fundamental e imprescindible. Es un ir a lo esencial, un evitar cualquier forma
de exceso; un mantenerse en el “Justo Medio”. Muy certeramente el alemán Klabund reunió una
selección del Tao-Te-King bajo el título de Werde wesentlich (“Hazte esencial”), el lema con que el
místico cristiano Angelus Silesius encabezaba una de las más bellas y célebres estrofas de su
Peregrino querubínico. Animado por este amor a la sencillez, el Sabio taoísta se apropiaría sin duda
con agrado de la exclamación de Sócrates al pasear por el mercado de Atenas; “!Cuántas cosas hay
que no necesito!”.
El Taoísmo enseña a conformarse con poco; a no acaparar, acumular ni atesorar; a reducir a la
mínima expresión el afán de poseer; a anteponer el ser al tener; a saberse detener; a reducir los
deseos; a no apropiarse de las cosas; a no aferrarse ni apegarse a nada; a liberarse de la ambición,
la codicia y la envidia. “Contentarse con lo indispensable y desechar lo sobrante es lo natural”,
dice Lao-Tse. La sencillez taoísta significa no desear ni necesitar nada: el nothing-wanting que dice
Herrymon Maurer. Algo que consiste en un “estado del ser” y que, al igual que los conceptos
solidarios del “saber-nada” (nothing-knowing) y el “hacer-nada” (nothing-doing), con los que está
íntimamente unido, implica la idea de integridad y totalidad (4).
En el campo de las artes, la simplicidad taoísta tiene su máxima expresión en la pintura china del
“blanco y negro”, en el cual la austeridad se concreta en la ausencia de color. No sólo es que estén
ausentes los colores, creando un fondo ambiental de vacío y pobreza, materializado en el blanco,
sobre el que se mueven los trazos de tinta negra; es que, además, se busca representar la realidad
natural con la mayor parquedad de trazos posibles, con trazos que apenas se noten, casi como si
no se hubiera pintado nada: es lo que se designa como “frugalidad de la tinta”. Por eso, Toshihiko
Izutsu califica a la doctrina estética que se halla en la base de este peculiar y típico estilo extremo-
oriental “principio de la expresión a través de la no-expresión”. El pintor taoísta Yün Nan Tien,
explicando en qué consiste la extrema simplicidad al pintar, decía que quien consiga dar vida a un
lienzo con “ausencia total de tinta y pincel”, “no estará lejos de alcanzar la cualidad divina del
pintar”. Y de Lao Yung, otro pintor taoísta chino, se decía que “ahorraba la tinta como si se
tratara de su propia vida” (5).
El Taoísmo, que se apoya en una visión circular de la vida, donde lo que es meta se convierte a su
vez en origen, sabe muy bien que las virtudes de la simplicidad y la naturalidad sólo son posibles
si el individuo se armoniza con el Tao. Pero al mismo tiempo sabe que la práctica de las virtudes-
o, mejor, la asimilación de esas cualidades en el propio ser, puesto que de un estado del ser se
trata- acerca ya a esa armonización con el Tao.
Innecesario es decir que la naturalidad, la espontaneidad y la simplicidad que tanto ama el Camino
del Tao no tienen nada que ver con lo que hoy se entiende por tales cosas- concebidas
generalmente como un abandonarse de forma anárquica y grosera o como un dar rienda suelta a
los más bajos instintos-, y que para conseguirlas es imprescindible un Yoga, una disciplina o
técnica de realización, que permita ir eliminando poco a poco las complicaciones y las impurezas
que hemos ido acumulando sobre la vida, a causa sobre todo de la acción del ego y de la mente
egótica. Realizar esas virtudes en la propia vida supone recorrer un duro camino de
transformación personal.
149
4. H. Maurer. Tao. The Way of the ways, Cambridge, 1986,
pág. 34.
5. T. Izutsu, Toward a philosophy of Zen Buddhism, Tehran,
1977, páginas 234-237.
XVII
La naturalidad taoísta tiene muchos aspectos y facetas; es como un prisma de muchas caras. Una de
tales caras o facetas es la humildad, la modestia, lo que en la terminología taoísta se suele designar
como “blandura”, “debilidad” o “pequeñez”.
La enseñanza del Tao tiene muy claro que sin ser humilde no se puede ser natural, de la misma forma
que sin ser natural es imposible ser humilde. No es posible una forma de vida sencilla, espontánea y
auténtica allí donde se acumulan los desperdicios mentales generados por la soberbia, la altanería, la
presunción, la ambición, el orgullo y la egolatría. Todos estos son obstáculos que impiden el acceso al
Tao. La vanidad es el primer artificio del que hay que desprenderse para que la vida discurra con total
naturalidad y poder así vivir en conformidad con el Tao. Sólo la humildad puede liberarnos de ese
lastre molesto, inventado, excesivo, tan artificioso como perjudicial. Por eso la humildad aparece
como uno de los rasgos distintivos del Chen-Jen, el “Hombre auténtico”.
Pero la humildad taoísta es algo muy diferente de lo que normalmente se entiende por humildad.
Carmelo Elorduy ha puesto de relieve la distancia que separa a la humildad taoísta de la humildad
cristiana- aunque sus observaciones sólo son válidas si se entienden referidas a la perspectiva
moralista propia de las formulaciones más exotéricas de la tradición cristiana, que son aquellas a las
que estamos más acostumbrados, ya que en el esoterismo cristiano podemos encontrar una
concepción muy semejante a la del Taoísmo-. Mientras la humildad cristiana- nos dice Elorduy-
consiste en un sentimiento de indignidad de la criatura ante la majestad de su Dios, acrecentado por la
conciencia del pecado y de la culpa por haber ofendido dicha majestad, la humildad del taoísta
consiste en “no singularizarse, no querer destacar, no querer salir del Todo común al que uno
pertenece” (1).
Se podrían distinguir, a su vez, varios aspectos en la humildad del Tao. En primer lugar, la humildad,
para la Vía taoísta, significa amor a una modesta medianía, ausencia total de amor propio y de afán de
protagonismo. No querer sobresalir; mantenerse en el último lugar; posponerse o quedarse al margen;
permanecer en el anonimato; vivir en la oscuridad; situarse abajo en vez de enaltecerse y endiosarse;
no buscar las altas posiciones ni los lugares eminentes; no tratar de ocupar los mejores puestos;
ocultar las propias cualidades y velar los propios destellos; no compararse con los demás ni competir
con ellos para demostrar que se es mejor que ellos. El hombre humilde, nos dice Lao-Tse, no da
importancia a la propia virtud y no se tiene por sabio ni virtuoso (Capítulo 38); abraza lo que todo el
mundo desprecia y reclama para sí títulos que los demás aborrecen; como pobre, inepto, indigente,
huérfano.
Pero humildad significa también para la ética taoísta blandura, debilidad, ligereza, flexibilidad,
elasticidad, suavidad (2). Es rechazo de cualquier forma de dureza, tensión o rigidez; todo lo contrario
de la fuerza bruta y la tendencia a imponerse cueste lo que cueste. Ser humilde, de acuerdo a la visión
taoísta, es saber adaptarse a las circunstancias; no prestar resistencia violenta; esquivar con agilidad los
golpes y acloparse a la diversa superficie de las cosas. Para el Taoísmo la blandura quiere decir ceder y
doblarse, como el bambú, para recuperar después la posición inicial sin romperse ni sufrir merma
alguna; estar siempre con mente abierta y despierta, dispuestos a acoger lo que venga a nosotros;
150
2. La identificación de la humildad y la mansedumbre con la blancura puede encontrarse en algunos autores cristianos,
aunque sin la asociación a la idea de flexibilidad y relajación. Así, por ejemplo, en el Padre Nieremberg, el cual nos dice
que “los blandos” son los que vencen la ira o la violencia. Extirpándola de su ser: “Más se puede decir que la consumen,
que la reprimen (Del aprecio de la estima de La Gracia divina, VII, I).
liberarse de la pesantez, la inercia vital y la cerrazón mental; saber escuchar y no obsesionarse con las
cosas; vivir con lucidez, con un ánimo relajado y distendido. No hay nada más opuesto al espíritu
taoísta que el individuo inflexible, intolerante, extremista, fanatizado, tirano consigo mismo y con los
demás… o, también, en la otra cara de la moneda, el individuo plúmbeo, pesado, insoportable (ese
que aturde y aburre hasta las piedras).
Es la virtud del agua, en la que el Taoísmo ve el modelo que el hombre ha de imitar en su conducta
existencial. El agua se adapta a cualquier superficie y va buscando los bajos fondos; su fuerza consiste
en su debilidad, en su tremenda flexibilidad y blandura. Además de la imagen del aguan, Lao-Tse usa
otras muchas figuras simbólicas para ilustrar esta condición de blandura propia del Sabio taoísta;
hacerse arroyo del mundo; comportarse como gallina; ser hembra del mundo; ser valle o barranco del
Universo.
La humildad es también hacerse pequeño, aminorarse, achicarse, reducir las propias pretensiones y
aspiraciones. Para esta manera de ver las cosas la perfección consiste no en el acrecentamiento del
propio ser, sino en su empequeñecimiento. El Taoísmo siente una especial predilección por todo lo
pequeño, por lo ínfimo y minúsculo. Hace suyo el lema “lo pequeño es hermoso”; pues sabe que son
las pequeñas cosas las que hacen la felicidad del hombre y le ayudan a avanzar en el camino de su
elevación espiritual; que los pequeños detalles son lo decisivo en la vida de la persona. En
contrapartida, nutre una especial aversión hacia todo lo que sea gigantismo, macrodesarrollo,
crecimiento desmesurado, construcción ciclópea, aglomeración masiva, hipertrofia de cualquier
aspecto o dimensión de la vida, expansionismo arrollador, expresión o gesticulación grandilocuente.
La visión taoísta del mundo no mira con demasiada simpatía las grandes ciudades, las grandes
industrias, los grandes rascacielos, las grandes masas, las grandes ambiciones, los grandes bloques
políticos y militares. Prefiere la pequeña tienda al gran hipermercado, el pequeño taller artesano a la
gran fábrica de producción en cadena, la pequeña cabaña del campesino o el ermitaño al gran edificio
palaciego, burocrático o comercial. Este amor a la sencilla y modesta pequeñez queda magníficamente
recogido en el capítulo 80 del Tao-Te-King.
En la vida personal se recomienda moverse en un pequeño espacio vital y se propone como ideal la
pequeñez de la infancia. No es extraño, por tanto, encontrar en Lao-Tse y Chuang-Tse consejos que
van en la misma línea que la exhortación evangélica a “hacerse semejante a los pequeñuelos”. En los
textos taoístas abundan los pasajes en que el Sabio es comparado a un niño recién nacido o a un
pequeño que juega con despreocupación y soltura. En este sentido puede decirse, con Jean Grenier,
que la orientación vital del Taoísmo está inspirada por una “voluntad de impotencia” que va en
sentido diametralmente opuesto a la “voluntad de poder” o “voluntad de potencia” de Nietzsche.
“Lao-Tse tiende a la apología del mínimo, al igual que Nietzsche tiende a la del máximo” (3).
Pero por encima de todo esto, para el Taoísmo, la humildad es básicamente vaciedad, vaciamiento del
propio ser. Ser humilde significa vaciarse: vaciarse ante todo de sí mismo, del ego, de las
complicaciones y problemas creados por la inercia mental. Para conseguir la verdadera humildad, hay
que vaciar la mente de los contenidos tan inútiles como perjudiciales con que normalmente la
cargamos y que lo único que hacen es suprimir nuestra espontaneidad y cerramos la vía a la
percepción de la Verdad que mora en lo más profundo de nosotros. Este vaciamiento de uno mismo
resulta en realidad de imitar al Tao; que es en sí mismo Vacío, Wu, Nada o No-Ser, “Vanidad de la
vanidades” como dice la Biblia. Con su humildad vacía, el Sabio se hace semejante al Cero divino e
inmaterial, a la Nulidad Suprema que se oculta tras toda realidad y en la cual se disuelve toda
apariencia ilusoria. El Sabio taoísta se vacía de todo para poder ser llenado por el Todo.
El ego es el obstáculo por excelencia para entrar en comunión con el Tao. Estamos unidos al Tao,
pero la ilusión egótica nos hace creer que estamos separados de él, que somos entes aislados e
independientes. El ego es el separador, el que divide y distancia, el que enemista y crea barreras. El
mundo del Tao es el mundo de la unidad y la armonía; el mundo del ego es el de la dualidad, el
151
3. J. Grenier, L´Espirit du Tao, París, 1973, pág. 31.
enfrentamiento y el conflicto. El ego es lo irreal, la falsedad y la mentira; el Tao es la Verdad, lo
auténtico y genuino, la realidad por antonomasia. Por eso, para llegar a la unión con el Tao es
indispensable disolver ese ente ilusorio y perturbador que es el ego. El ideal es no ser nada ni nadie;
sólo así podremos serlo todo.
De lo que significa esa ausencia de ego, ligada a la unión con el Tao, dan idea las siguientes palabras
de un Maestro taoísta, el cual al ser preguntado sobre lo que sentía en su estado de éxtasis, tras haber
activado la circulación del Chi o energía cósmica, respondía: “Yo no siento nada. Hay una beatitud
que se produce, pero no me pertenece. Es un atributo del Tao que brilla en este fantasma que es mi
cuerpo” (4).
La idea de la humildad perfecta, del anonimato, de la mente pura y vacía, de la autoanulación o
supresión del ego queda concretada en dos símbolos: el de la seda cruda, que todavía no ha sido
coloreada, y el de la madera sin labrar o el leño en estado bruto. Lo que en el léxico taoísta se conoce
respectivamente como Su y Pu. Ambos símbolos hacen referencia al estado original de inocencia e
ingenuidad del hombre en su estado primordial, antes de ser trabajado o deformado por una cultura
defectuosa, acumuladora de vicio y errores.
En opinión de Elorduy, el signo ideográfico chino que expresa la idea de Pu es la representación
gráfica del tronco del árbol con sus ramas, el trozo de leña que no ha sido troceado: “Es el símbolo
del Tao y del Todo cósmico”; ese Todo con el que la persona vive plenamente fundida cuando vive
en la perfecta humildad. “Lo auténtico- escribe el citado autor- es el tronco donde vivimos la vida del
Tao. Singularizarse es el suicidio” (5). Es el tronco con el que, según el capítulo 28, luego se podrán
hacer recipientes útiles para los demás y que pueden ser usados precisamente por su vacío (Capítulo
11). El holandés J.J.L. Duyvendak destaca como cualidades del estado de “la madera bruta” la solidez
y la autenticidad: “No hay en él nada artificial”; quien vive instalado en ese estado “es amplio y
comprensivo en sus ideas” (6). Por su parte, Evola pone de relieve que la “simplicidad original”
representada por el concepto de Pu no supone en absoluto “una banal inocencia primitivista casi
animal idealizada”, sino el estado al que otras tradiciones aluden con el mito de la “Edad de oro” y en
el cual se funden “la naturalidad de lo sobrenatural y la sobrenaturalidad de lo natural” (7).
Son interesantes las reflexiones que sobre este tema hace Holmes Welch, según el cual el estado de Pu
o Su significa “un retorno al propio yo natural”, y para alcanzarlo hay que eliminar la ambición y los
patrones agresivos que impiden que en el individuo arraiguen las tres virtudes de la compasión, la
humildad y la moderación. La conquista de la condición de Pu o Su exige asimismo liberarse de
cualquier forma de alienación, heteronomía o other-directedness. Es decir, supone recuperar el control de
la propia vida en la sencillez y la naturalidad: dejar de estar dirigidos o manipulados desde fuera, poner
fin al sometimiento a cualquier poder extraño- la publicidad, la propaganda, la opinión pública, el
“qué dirán”, la incitación al consumo, etcétera-, y al mismo tiempo hay que abandonar la obsesión
por influir en el mundo. Aunque Lao-Tse dice “aprópiate del Pu y el mundo se dirigirá a ti por propio
impulso” (Capítulo 32), sólo conseguiremos el Pu si dejamos de preocuparnos por ver si el mundo se
rinde o no a nosotros (8). En este sentido el Pu taoísta viene a equivaler al Svaraj de los Upanishads, el
autodominio, el ser dueño o rey de sí mismo, lo que es tanto como decir, el disfrute de la verdadera
libertad.
La condición existencial de Pu, de leño que no ha sido trabajado por la mano del hombre, y de Su, de
seda aún sin teñir, es, por lo tanto, un estado de total pureza e integridad, un estado de vaciedad y
pobreza interior, apto para ser colmado por la riqueza del cosmos. Empleando la terminología
negativa, tan cara al Taoísmo, podemos decir que lo que hay dentro de tal condición es un No-Yo que
se manifiesta en un No-pensar, un No-actuar, un No-saber y un No-desear.
152
5. C. Elorduy, op. cit. Pág. 63.
6. J.J.L. Duyvendak; Tao Tö King. Le Livre de la Voie et de la Vertu, París, 1981, pág. 35.
7. J. Evola, Il Taoismo, Roma, 1976, pág. 16.
8. H. Welch, Taoism. The Parting of the Way, Boston, 1966, pág. 45.
XVIII
WU-WEI: LA NO-ACCIÓN
“El Sabio gobierna por la No-acción”; el Hombre superior “no actúa y sin embargo no permanece
inactivo”, proclama Lao-Tse (Cap. 2 y 48). En la misma línea se expresa Chuang-Tse: “No hagas nada
y todo se hará”; “la verdadera alegría consiste en la No-acción”; “la perfecta felicidad y la
conservación de la vida sólo puede encontrarse en la No-acción” (1). Enigmáticas palabras en cuyo
arcano pocos aciertan a penetrar y que para muchos resultan completamente absurdas e ininteligibles.
Topamos aquí con un concepto fundamental de la doctrina taoísta: el de Wu-Wei, la “No-acción” o
“No-hacer” (de Wu=no, Wei=acción, obrar o hacer). No se trata, como a veces se ha dicho, de
abogar por una actitud quietista, inmovilista y pasiva. La traducción que se suele hacer de esta palabra,
identificándola con la “inacción”, es completamente errónea y desvirtúa por completo el verdadero
significado de esta pieza clave del Taoísmo.
En Wu-Wei no es inactividad ni pasividad, sino todo lo contrario: es la forma más elevada, pura y
perfecta de actividad. Es la actividad o acción que se realiza sin ego, y por eso mismo es una acción
auténtica, profunda, libre de cualquier forma de apego, totalmente desinteresada, que se efectúa en
consonancia con el pulso del Tao. Como observa Chan Wing-Tsit, “es un error pensar que Wu-Wei
sugiere inactividad completa, renunciación, o el culto de la inconsciencia”; Wu-Wei es, más bien, “el
modo natural de conducta”, “la vía de la espontaneidad, en contraste con la vía artificial, la vía de la
astucia y la superficialidad moral” (2).
“Hacer la No-acción” significa actuar con total impersonalidad; sin ningún tipo de preocupación
egocéntrica, sin afán de protagonismo, sin buscar resultados de ningún tipo, sin motivo ni propósito
alguno. Más aún: sin tener siquiera la idea de ser un yo o un sujeto que hace. Es hacer todo aquello
que haya que hacer como si no se hiciera: actuar como si no se actuara; moverse como si uno no se
moviera. Efectuar las tareas diarias con total desprendimiento sin la sensación de que se está haciendo
algo. Es un obrar desde el Centro, en el Eterno Presente, imitando la actividad del Tao, el cual, como
dice Lao-Tse, “no hace nada y, sin embargo, no deja nada sin hacer”. En la acción del Wu-Wei no hay
nada que sea hecho, no hay nadie que lo haga, no hay nada por lo que se haga ni tampoco nadie para
quien se haga. Hay sólo la acción que se hace: una acción que se desarrolla por sí sola; la acción del
Tao o el Tao como acción.
Explicando el verdadero significado del Wu-Wei taoísta, John Blofeld puntualiza que no se trata de
eliminar la acción o huir de cualquier forma de actividad quedándose sentado o inmóvil todo el día
como si uno fuera “un tronco muerto o un bloque de piedra”. Como indica Blofeld, Wu-Wei significa,
en realidad, “evitar la acción que no sea espontánea”, “actuar de lleno y con destreza pero sólo de
acuerdo con la necesidad presente, siendo viva cuando se requiere, pero nunca tenso ni forzado”.
Implica, al mismo tiempo, huir de “la acción artificiosamente calculada”, así como de toda actividad
motivada por un deseo de provecho interesado. La acción del Wu-Wei es una actividad en la que no
hay ansiedad, preocupación ni cálculo de ningún tipo. Y por eso mismo es una acción que supone el
mínimo desgaste y el mínimo derroche de energías. A la aplicación del principio del Wu-Wei y su
considerable ahorro de energía se debe, según Blofeld, a esa increíble capacidad de los maestros
taoístas para mantener en plena forma sus facultades físicas y mentales hasta muy avanzada edad (3).
Sin la espontaneidad y naturalidad que brotan del Wu-Wei serían, en efecto, inimaginables esa lozanía,
153
1. Chuang-Tse, VII, XVIII.
2. Chan Wing-Tsit, Historia de la filosofía china, cit., pág. 79.
3. J. Blofeld, Taoísmo, cit., págs. 26 ss.
esa actitud risueña y relajada ante la vida, esa majestuosa serenidad y esa juvenil jovialidad que resaltan
como características de los ancianos sabios que recorren el camino del Tao.
El Wu-Wei taoísta viene a ser equivalente al nishkama-karma, “acción desapasionada” o “acción sin
deseo”, de la tradición hindú. Así lo ha puesto de relieve Ananda Coomaraswamy, uno de los mejores
conocedores de la tradición oriental, cuando observa que la idea de “no-hacer” o “no-actuar”
implícita en los conceptos de Wu-Wei y de nishkama-karma trasciende la acción y la inacción,
comprendiéndolas a ambas como consecuencia de haberse realizado en el propio ser la Suprema
Identidad en la que se resuelven todas las oposiciones y distinciones. Por medio de la “No-acción” el
ser humano imita esa Suprema Identidad del Tao o el Brahman, la Realidad Absoluta, que no conoce
diferencia entre movimiento y quietud, entre obrar y reposar. La inacción, el dejar de actuar, el
retraerse de la acción en el mundo- puntualiza Coomaraswamy-, “sería una imitación imperfecta de la
Suprema Identidad, donde el descanso eterno y el trabajo eterno son una misma cosa” (4).
Se podría decir que “la acción de la no-acción”, el Wei-Wu-Wei, es una acción que brota de la inacción,
que refleja y expresa la inacción, del mismo modo que el hablar profundo- ese hablar del que nos
habla en diversos pasajes el Tao-Te-King- brota del silencio y se identifica con él, pudiendo ser llamado
un “No-hablar”. En el Wu-Wei la acción se identifica plenamente con la inacción, lo expresa y hace
patente, al igual que la palabra viva no excluye el silencio, sino que lo representa y simboliza, según las
palabras de los Upanishads: “Es precisamente a través del no-sonido como se revela el sonido”. En
semejantes circunstancias, la acción deja de estar sometida a las limitaciones propias de la acción
humana y goza de libertad plena de la Acción divina, de la No-acción del Tao. Pues, como hace notar
Coomaraswamy, “ya no está determinada por necesidades ni impuesta por fines que haya que
alcanzar, sino que se convierte en una simple manifestación”. Una manifestación pura y poderosa de
la realidad más profunda de la persona, es decir, del Tao que está presente en el centro de su ser (5).
El Wu-Wei es la acción natural y espontánea que brota como una línea recta de las profundidades del
espíritu y que tiene en sí misma su razón de ser, es decir, que no necesita motivo o finalidad para
desplegarse. Es het vanzelve, lo evidente y autosuficiente, que dice Henri Borel. Todo lo que sea
apartarse de esa línea recta del Wu-Wei significa caer en la acción antinatural, falsa, perjudicial y
perturbadora (6). El historiador de las religiones Gustav Mensching, ha mostrado el paralelismo que,
desde este punto de vista, existe entre el Wu-Wei taoísta y la “recta acción de los místicos cristianos”.
Después de subrayar que el Wu-Wei es la manera de actuar que surge por sí misma, desde el propio
ser, y que “viene determinada desde dentro” una vez que se ha producido “el retorno a la Raíz”, es
decir, cuando el individuo ha conseguido reconectarse con lo Eterno, con el Tao, Mensching hace
notar que ésta es una forma de obrar que se identifica con lo que Meister Eckhart llamaba das Handeln
aus dem Grunde und ohne Warum, “el actuar desde el fundamento y sin ningún motivo” (7). Tanto en un
caso como en el otro, se trata, en efecto, de un actuar totalmente desprendido, que brota del espíritu
unificado con su Fundamento eterno, con la Realidad divina, fuente de toda acción.
Uno de los intelectuales europeos que ha sabido captar con mayor agudeza el auténtico y profundo
significado del Wu-Wei es Karl Jaspers, el cual ha dedicado lúcidos párrafos al análisis de este
importante concepto taoísta en su ensayo sobre la filosofía de Lao-Tse. Para Jaspers, el Wu-Wei
consiste básicamente en una manera de obrar que se realiza en la Unabsichtlichkeit, es decir, de forma
impremeditada e involuntaria, sin propósito ni intención alguna. Es “el obrar vivo partiendo de lo
profundo” del fondo del propio ser y de la hondura de la realidad cósmica. No es en absoluto “no
hacer nada”, ni tampoco “pasividad, apatía, embotamiento del alma, parálisis de los impulsos”. Antes
al contrario, es “la actividad que nace del origen”, y por eso mismo contiene en sí “la espontaneidad
misma del origen”. “Esta actividad- afirma el filósofo alemán- es el No-actuar que engloba dentro de
154
4. A.K. Coomaraswamy, “The Vedic doctrine of “Silence”, en Selected Papers, ed. Por Roger Lipsey, Princeton, 1977, Vol.
II, pág. 203.
5. Ibid.
6. H. Borel, Wu-Wei, cit., pág. 39.
7. G. Mensching, Die Religion, München, 1963, pág. 41.
sí todo acutar, envolviéndolo por completo, y que hace surgir de sí mismo el actuar, dándole pleno
sentido”. Lejos de suponer un mero permanecer pasivamente como espectador, semejante No-obrar
y No-actuar es “el fundamento dominador del obrar y actuar” (8).
Muy oportunas son las aclaraciones que sobre este tema hace Gai Eaton, las cuales disipan por
completo cualquier malentendido y nos dejan ver la gran profundidad que encierra este concepto de
la filosofía taoísta. Para Eaton, la traducción más exacta de la voz china Wu-Wei sería “actividad sin
acción” (actionless activity), una forma de actividad comparable a la acción por medio de la cual el sol da
a luz a todas las cosas por el simple hecho de brillar. El Wu-Wei implica “una acción por presencia”,
es decir, la capacidad de influir en el entorno a través de la fuerza espiritual que irradia la propia
persona, sin necesidad de que ésta se mueva ni haga nada en especial. Esa “acción por presencia” es la
acción típica del Cielo, de la Esencia universal, del Principio Activo o Polo superior de la
manifestación. Eaton recuerda que mientras la Tierra- sinónimo, como ya hemos visto, de Prakriti o la
Substancia universal- se mueve, cambia y fluctúa incesantemente, o sea, es activa, el Cielo- como
equivalente que es de Purusha, el Principio masculino-, que está por así decirlo más cerca del Tao,
permanece inactivo, inmóvil, no se mueve ni altera: “Actúa simplemente estando presente,
iluminando y midiendo la amplia expansión de las posibilidades”, de la misma forma que los rayos del
sol miden el espacio en el que se desarrolla la manifestación. El Sabio taoísta reproduce en sí esta
forma de acción, que por eso mismo merece ser llamada con toda exactitud “acción esencial”, puesto
que es reflejo de la acción de la Esencia. Habiendo dejado atrás las preocupaciones mundanas y
egóticas, “mantiene literalmente juntas todas las cosas y proyecta sobre la totalidad de los seres un
resplandor vivificante”. Vive realmente “en relación esencial con el mundo”. Esta era precisamente la
función del Emperador, en su calidad de Rey- Sacerdote, en la antigua cultura china. Por eso, el Sabio,
con su Wu-Wei desempeña también una función imperial, pontifical, si bien, como puntualiza Eaton,
“bajo una apariencia menos oficial”. Al igual que la acción del Emperador, la suya es una acción
restauradora del orden cósmico, que “al mismo tiempo refleja y mantiene la armonía universal” (9).
Actuar en la No-acción es actuar de manera semejante a cómo actúa el sol, que aunque ilumina al
mundo entero, lo hace sin el menor propósito de iluminar y sin tener siquiera consciencia de estar
haciéndolo. El hombre del Wu-Wei realiza sus actos con la misma espontaneidad e impersonalidad
con que operan las fuerzas cósmicas, como si en él actuara la fuerza impersonal de la Naturaleza.
Obrar, actuar y hacer en el sentido del Wu-Wei significa, como dice Giuseppe Tucci, actuar sin
ninguna clase de apego, “dejando que en nosotros actúe por necesaria operación el impulso cósmico”
(10). Comentando alguna de las citas de Chuang-Tse recogidas al principio de este capítulo, Liou Kia-
Hway subraya que el No-obrar del Wu-Wei es “la acción pura” que imita o mima la acción de la
Naturaleza. Sólo una acción de este tipo, agrega, “proporciona al hombre la alegría pura de la creación
que imita de cerca la creación cósmica” (11). Por eso la acción de la No-acción tiene toda la fuerza de
la Acción cósmica, natural y divina.
El Sabio, que es el Hombre del Wu-Wei, sabe que él no es más que un instrumento del Tao, y que el
Tao es el verdadero Hacedor, el auténtico Autor de todas sus obras y acciones. Funciona como si
fuera una dócil marioneta cuyos hilos son movidos por una fuerza superior de lo alto, por esa Fuerza
y ese Arte supremo que es el Te. Todos sus actos y sus gestos, como indica Gai Eaton, están
motivados no por su voluntad individual, sino por “el poder del Tao”, al cual obedece con total
espontaneidad y libertad. La naturaleza humana del Sabio es simplemente “la herramienta del Sí
mismo o Yo trascendente”, y por eso el bien y el mal quedan a sus espaldas (12). Parafraseando a San
Pablo y los místicos cristianos el Sabio taoísta podría decir: “No soy yo quien actúa, es el Tao quien
actúa en mí”.
155
8. K. Jaspers, Lao-Tse Nagarjuna, cit., pág. 43, 22 ss.
9. G. Eaton, The Richest Vein, cit., págs. 84 ss. 97 ss.
10. G. Tucci, Asia religiosa, cit., págs. 231 ss.
11. L. Kia-Hway, Tchouang-Tseu. Oeuvre compléte, París, 1969, página 329.
12. G. Eaton, op. cit., págs. 75, 98.
XIX
Para el Taoísmo, el ideal de perfección consiste en la comunión con la Naturaleza, en vivir de acuerdo
con el orden natural y armonizar la propia vida con el ritmo cósmico. La verdad de la naturaleza
humana- sólo puede descubrirse y realizarse en la proximidad a la Naturaleza. Mantenerse lo más
cerca posible de la Naturaleza, acercarse a ella con una actitud de afecto y recogimiento, hacer que la
propia vida no sea más que un reflejo de la vida de la Naturaleza, esa Madre que nos cuida y sostiene:
he aquí el único camino para vivir una vida auténticamente humana. Únicamente quien vive en total
armonía con el orden natural puede captar la verdad del Tao que le rodea por doquier y que está
presente en su mismo interior.
En la base de la antropología y la ética taoístas está lo que Maxilian Kern ha llamado “la visión del
mundo macro-microcósmica” (die makro-mikrokosmische Weltanschaunng). Es decir, aquella concepción
que ve al hombre como un ser íntimamente unido al Todo universal y en el que se refleja el orden
global del cosmos (1). Para el Taoísmo, como para la antigua sabiduría esotérica de Occidente, el ser
humano viene a ser un universo a pequeña escala; es un microcosmos, un cosmos en pequeño, del
mismo modo que el cosmos puede ser considerado un hombre a gran escala, un macroanthropos. Existe,
por tanto, una estrecha correspondencia entre Universo y hombre, entre macrocosmos y microcosmos.
Tanto el hombre como el Universo son reflejo y expresión del Tao. Por eso tienen una estructura
semejante. Como dice Marcel Granet, al explicar la concepción cosmológica y antropológica china,
“la conformación de los seres humanos reproduce la arquitectura del mundo”: su cabeza es redonda,
como el Cielo, y sus pues, cuadrados, como la Tierra sobre la que deben apoyarse con firmeza (2). El
hombre es un universo en miniatura, un pequeño Todo en el que está contenida la totalidad de la
existencia, a semejanza del Tao.
Para el Taoísmo, como subraya John Koller, “Universo y hombre constituyen una unidad”. A
diferencia del Confucianismo, que tiende a diferenciar al hombre de la Naturaleza para ver en la
acción de este último el origen de la bondad y de la felicidad, el Taoísmo ve la vida humana
“contenida en el ser y en la función de la totalidad del Universo”. Los principios que regulan la vida y
la acción del hombre son los mismos principios que regulan la Naturaleza (3). El filósofo chino John
C.H. Wu coincide en esta misma apreciación cuando, tras afirmar que el Taoísmo “ve la unidad de la
Creación entera”, escribe: “si el confuciano encuentra la alegría en la armonía de las relaciones
humanas, el taoísta encuentra la alegría en la armonía del hombre con el cosmos”. Y recuerda a este
respecto las palabras de Chuang Tse: “El cosmos y yo hemos sido engendrados juntos; todas las cosas
y yo constituimos una unidad” (4).
Por eso, el hombre no puede separarse en ningún momento del orden universal. Forma parte del
Todo orgánico constituido por el Universo y no puede intentar desvincularse de dicha totalidad
orgánica sin grave daño para su propia existencia. Para alcanzar la perfección y lograr una vida sana y
armónica, la vida humana tiene que desarrollarse en concordancia con las leyes que rigen el cosmos,
procurar estar en sintonía con el ritmo universal, fundirse con la Naturaleza y acoplarse a la cadencia
de su movimiento.
156
1. M. Kern, Konfuzianismus und Taoismus, cit., pag. 336.
2. M. Granet, La pensé chinoise, París, 1968, pág. 297.
3. J.M. Koller, Le filosofie orientali, trad., Roma, 1971, pág. 249.
4. J.C.H. Wu, La Goia nella filosofía cinese, trad., Roma, 1977, páginas 19 ss.
Seguir a la Naturaleza: he aquí el lema que podría resumir la norma de vida taoísta. Acompasarse a la
natura naturata, la Naturaleza creada o manifestada, para llegar a la natura naturans, la Naturaleza
creadora o manifestante. Esta vocación de aproximación a la Naturaleza aparece con toda claridad en
los textos fundamentales del Taoísmo, y en especial en el Tao-Te-King de Lao-Tse. Si el Cristianismo
ha tenido una “Imitación de Cristo”, la célebre obra mística atribuida a Thomas de Kempis, el libro
de Lao-Tse- observa con sagacidad el Padre Claude Larre- bien podría ser llamado “Imitación del
Orden natural” (5). El hombre taoísta quiere llegar a Dios a través de la imitación de la Naturaleza; se
acerca a la Divinidad a través del acercamiento al orden cósmico. Todo su interés es ajustar el propio
comportamiento a las eternas leyes de la vida, hacer que su vida fluctúe siguiendo los mismos ritmos
que regulan el sucederse de las estaciones, el crecimiento de las plantas o la marcha de los planetas.
El seguidor de la vía taoísta sabe que en la Naturaleza virgen, allí donde todavía el hombre no ha
puesto su mano, es donde mejor se manifiesta el esplendor del Tao. Es ahí donde se hace posible
vivir con la naturalidad, la espontaneidad y la simplicidad consustanciales al Camino del Tao. Lejos de
la Naturaleza, en el ambiente ruidoso, complicado, ajetreado y contaminado de la cuidad resulta difícil
la práctica de esa forma de vida auténtica y sencilla que el Taoísmo propone como modelo a seguir.
La enseñanza de los maestros del Tao a este respecto es clara y contundente: a medida que el hombre
se vaya alejando de la Naturaleza, su vida se irá haciendo falsa, mezquina y rebuscada y, en
consecuencia, se irá distanciando del Tao.
Resulta altamente significativo que el ideograma chino de la palabra Hsien, con la que se designa a los
Inmortales taoístas, es decir, a aquellos seres que han alcanzado el ideal de vida en conformidad con
el Tao, esté compuesta por dos signos, que son “hombre” y “montaña”. La voz Hsien, “Inmortal”,
viene así a significar literalmente, en su estricto sentido etimológico, “hombre la montaña”. El Sabio,
el “Hombre auténtico” u “Hombre-verdad” que constituye el arquetipo de la vía del Tao, es un
hombre que vive en la montaña, unido a ella por estrechos e íntimos lazos. Es en la montaña donde
encuentra esa Verdad que lleva dentro y que le ha de dar la Libertad suprema. La montaña es su
trono, la atalaya desde cuya altura contempla serenamente la vida como un auténtico Rey de la
naturaleza. Como certeramente indica Coomaraswamy- el cual recuerda las bellas palabras de su
admirado William Blake: “Cosas grandes se hacen cuando se encuentran hombres y montañas”-, los
Inmortales de la China taoísta son “hombres de las montañas” de la misma forma que los Rishis o
poetas videntes de la India védica son “hombres del bosque”. Tanto unos como otros viven en plena
naturaleza virgen, rodeados del esplendor y la grandeza de lo natural, percibiendo el mundo como
“una teofanía, una epifanía de cosas que en sí mismas no se ven ni se pueden ver”. Con su actitud de
recogimiento en la Naturaleza, el Hsien chino y el Rishi indio proclaman la misma convicción de que
“es imposible obtener la salvación a quien vive en la ciudad cubierta de polvo” (6).
La Vía del tao invita al hombre a fundirse de lleno con la Naturaleza, a perderse en ella para
encontrarse. La armonía con la Naturaleza es, en definitiva, una vía hacia la unidad; una vía para
encontrar el Tao que reside tanto en lo más hondo y recóndito del ser humano como en el fondo
misterioso e invisible del Todo cósmico. “Tienes que ver el Tao en todo, tienes que ser uno con todo
lo que existe y mirar a la Naturaleza como a una buena novia, como tu propio yo en torno a ti,
aconseja el maestro taoísta de Henri Borel. Y añade que, para alcanzar la paz y la felicidad, para
descubrir la más íntima verdad del propio ser, es necesario aceptar con agrado los cambios de la
Naturaleza, la alternancia de día y noche, de invierno y primavera, de vida y muerte; pues sólo así se
puede “entrar en el Tao, en el que ya no hay cambio” (7).
La meta de la Vía taoísta, afirma Marcel Granet, no es otra que “la identificación con el Todo” y “la
aprehensión directa de la Virtud Primera”, lo cual se consigue vaciando la mente de cualquier idea o
157
5. Cl. Larre, Tao Te King. Le libre de la Voie et de la Vertu, París, 1977, página 19.
6. A.K. Coomaraswamy, “Chinese Painting”, en Selected Papers, cit., Vol. I, págs., 313 ss.
7. H. Borel, Wu-Wei, cit., pág. 22.
sentimiento particular. Conseguido ese vacío interior, el individuo “se incorpora la Eficacia
Universal”, pudiendo así “hacer de sí mismo una especificación más perfecta del Todo” (8). Sólo
quien ha diluido su ego, quien ha superado el pensamiento dualista y ya no distingue entre yo y no-yo,
entre “lo mío” y “lo ajeno”, puede fundirse con el Todo universal, sintiéndose miembro, expresión y
parte de una Unidad superior que no es sino el reflejo del Tao, la Realidad total, una y única fuera de
la cual nada puede existir.
Cuando el hombre se libera del egoísmo, del individualismo y de la tiranía que sobre él ejercen las
pasiones, se abre a lo que María-Ina Bergeron llama “el impulso cósmico” (l´élan cosmique), el arranque
o empuje del cosmos: el hálito vivificante de la Naturaleza penetra en su ser, lo recorre por entero y
se apodera de su vida renovándola desde sus mismas raíces. Hasta las cosas más insignificantes y el
más ínfimo fragmento de la realidad cobran un inmenso valor para él. “Encuentra la obra de lo Real.
Entra en contacto con todas las pequeñas realidades. Toma conciencia del Todo que impone a las
partes su realidad. Capta el empuje cósmico, el Yuan-ki, el aliento primordial que, emanando del Tao,
le hace participar en ese Todo. Ya no tiene necesidad de preguntar a la Naturaleza. La Naturaleza
misma viene a él, su aliento entra en él”. Es lo que en la terminología taoísta se conoce como
“retorno al Ye”, la vuelta a la Tierra virgen. Hombre y naturaleza entran así en una dinámica en la que
ambos se complementan y perfeccionan recíprocamente. Según la doctrina taoísta, la Naturaleza
perfecciona al hombre que se deja enseñar por ella, que aprende dócilmente de su mensaje de
equilibrio, de fuerza, de pureza, de luz y de paz. Pero, a su vez, ese proceso de perfeccionamiento que
tiene lugar en el hombre revierte hacia la Naturaleza, con ese movimiento circular tan característico de
la cosmovisión taoísta: una vez que ha aprendido de la Naturaleza y que ha sido perfeccionado por
ella, el hombre contribuye a perfeccionar el mundo natural que le rodea, lo embellece, enriquece y
renueva con su actitud espiritual purificada (9).
Chuang-Tse explica con su habitual lucidez este proceso en el capítulo de su obra que lleva por título
Tener una plena comprensión de la vida. Cuando el ser humano perfecciona “su arte de adaptación”, o sea,
cuando mejora su capacidad para adaptarse a los ritmos de la naturaleza, se convierte en “el
colaborador del Cielo”, nos dice el místico taoísta. Entonces el Hombre completa y lleva a su
culminación la labor creadora del Cielo y la Tierra, Padre y Madre de la Creación universal. Cielo y
Tierra producen, crean todo cuanto existe; el Hombre lo perfecciona. (Capítulos 7 y 25).
En el arte taoísta, se insiste en la importancia de que el pintor, escultor, músico o poeta logre esa
fusión de su alma con la naturaleza que le rodea para que su obra llegue a ser una auténtica obra
maestra, capaz de revelar el secreto de las cosas. Así nos lo hace ver Oswald Sirén, uno de los
mayores especialistas en arte chino: “Cuando su conciencia está en perfecta armonía con la
Naturaleza (o con el Creador)”, es cuando el artista alcanza el ápice de la inspiración creadora;
“entonces puede realizarse el gran misterio”; pues a través de la unión con la naturaleza se une al Tao,
y “quien es una cosa con el Tao, conoce la verdad” (10).
El Sabio taoísta se funde en un abrazo amoroso con el Universo. Su vida fluye con el devenir cósmico
y su pulso late al unísono con el pulso de la Creación. Como dice Blofeld, el taoísta se siente “hijo de
la Naturaleza”. Busca la compañía de árboles, plantas y animales. Con especial predilección busca su
morada en las montañas. Es un hombre que vive en la alegría; una alegría que brota de su íntimo
contacto con las raíces secretas de la vida cósmica. “Lo que causa su alegría- escribe Nicole Vandier-
Nicolas- es la conciencia de estar en armonía íntima con la Naturaleza. No hay nada que se produzca
en cualquier punto del Universo sin que él lo perciba de manera misteriosa y, a la inversa, no hay
ningún lugar, por alejado que esté, en el que no pueda ejercer su influencia. Todo cuanto existe está
158
8. M. Granet, La Religion des Chinois, París, 1951, págs. 129 ss.
9. M.I. Bergeron, “La Mystique taoiste”, en Encyclopedie des Mystiques Orientales, París, 1975, págs., 223-226.
10. O. Siren, La scultura e la pittura cinesi, Roma, 1935, pág. 53.
en consonancia con él, y la creación se desarrolla en torno a él como una inmensa sinfonía cuyo ritmo
y variaciones puede regular a voluntad” (11).
El hombre taoísta experimenta la existencia como una danza. La Creación entera baila con él. Su vida
es una danza cósmica, un baile mágico, místico y sagrado en el que se siente acompañado por todas
las criaturas. Baila, como dice Richard Wilhelm, al son que toca el Gran Flautista con su flauta, es
decir, al ritmo que el Tao imprime al Universo con el soplo del Te o Virtud eterna (12). Es tal la
unión del Sabio con el orden cósmico, que se convierte en un elemento más de la Naturaleza: vive
como si fuera un árbol o una flor, como un pájaro que vuela sin impedimentos en el aire limpio y
luminoso, como una roca enclavada al borde del lago o como un arroyo que corre libremente por la
ladera de la montaña.
Para el Hombre del Tao, el Universo es su hogar. Se siente en la Naturaleza virgen como en su propia
casa. “Tengo el Universo entero como casa”, proclama Liu-Ling, uno de “los Siete Sabios del bosque
de bambú”, el Inmortal que solía vivir en su cabaña desnudo par estar más en contacto con la
Naturaleza. Y podría citarse también a este respecto los bellos poemas del poeta taoísta Li-Po en los
que describe el ambiente natural que le rodea como quien describe su casa o su jardín. Véase, por
ejemplo, aquel en el que describe su búsqueda de la residencia de un Hsien u ·Hombre de la
montaña”, amigo suyo: “Entre los picos cuya esmeralda toca el cielo,/ Se vive libremente, olvidando
los años./ Aparto las nubes para buscar la veja senda;/ Me apoyo en los árboles para escuchar a las
fuentes” (13).
En Universo es como una gran casa que ofrece cobijo incluso después de la muerte. Esta concepción
aparece en una de las anécdotas de Chuang-Tse recogida en su Libro verdadero del país de las flores
del Sur (Nan-Hwa-Ching). En cierta ocasión un amigo le preguntaba a Chuang-Tse, cuya esposa había
muerto, cómo podía estar tan sereno y tranquilo; como si nada hubiera pasado, después de tan
terrible pérdida. Chuang-Tse explicó a su amigo que al principio lloró desconsoladamente, pero luego
comprendió que la muerte no es más que una de tantas transformaciones que van sucediéndose en el
curso de la vida y que vio claramente que su mujer había entrado ya en la “Gran Casa” (Ku Shih) que
es el Todo universal, la Casa del Tao. Como comenta Henri Borel, con estas palabras Chuang-Tse
quiere dar a entender que en esa “Casa” que es “el Universo” o “el Todo cósmico” (het Helaal), y en
lo Infinito que tras él se oculta, hay un recogimiento y una intimidad eternos, y que, retornando al
seno del cosmos, su mujer “estaba siempre bien tratada como en una casa”. Borel critica a aquellos
autores que, como el inglés Herbert Giles, traducen la expresión china Ku Shih por “Eternidad” o
“Infinito”, con lo cual se pierde el sentido de familiaridad y calor hogareño que tiene en su
significación literal la expresión china (14).
Animado por esa visión sacra del orden cósmico propia del Taoísmo, visión hecha de respeto y
veneración, el Sabio o Inmortal es un hombre que no sólo vive en la Naturaleza, sino que vive con ella,
considerándola compañera, hermana, amiga, madre, amada y amante. Por eso, como anota Daniel
Giraud valiéndose de un certero juego de palabras, en contraposición al moderno hombre occidental
que, llevado por su impulso titánico y antinatural ha inventado esa modalidad de construcción,
mostruosa y aberrante, en la que parece materializarse el impulso a separarse de la naturaleza, que es
el “rasca-cielos” (gratte-ciel en francés), los taoístas prefieren vivir en “grutas-cielo” (grotte-ciel en
francés), moradas sagradas que son como un claustro materno, en las que queda como compendiada
la armonía de Cielo y Tierra y que reproducen en toda su pequeñez la sutil grandeza del cosmos (15).
159
12. R. Wilhelm, Lao-Tse y el Taoísmo, cit., pág. 38.
13. D. Giraud, Ivre de Tao, París, 1989, pág. 116.
14. H. Borel, Wu-Wei, cit., págs. 24, 71 ss.
15. Ibid, pág. 47.
160
XX
El Sabio taoísta es la bondad encarnada. Toda su persona rebosa de amor, caridad, delicadeza,
compasión y simpatía. Pero la suya es una bondad que se proyecta a la totalidad de los seres sin
excepción. A imagen y semejanza del Tao, que “a todos acoge y a nadie rechaza”, su caridad no
conoce límites ni fronteras, es un claro ejemplo de lo que la Tradición universal designa con el
nombre de “caridad cósmica” o “amor universal”.
El Taoísmo predica un amor imparcial hacia todas las criaturas: no hace distinciones a la hora de
irradiar su simpatía. Animales y plantas son para él tan dignos de amor como los seres humanos.
Incluso las piedras y los objetos inertes que acompañan al hombre durante esta vida quedan
abarcados en ese abrazo amoroso. No hay en el Taoísmo, hace notar Giuseppe Tucci, ese desinterés
hacia el resto de los seres vivos que puede existir en otras religiones ni tampoco esa radical
diferenciación entre hombre y bestias, entre seres racionales e irracionales, que podemos encontrar en
la mentalidad judeo-cristiana, y mucho menos la consideración de los animales como cosas con las
que el hombre puede hacer lo que le dé la gana, como tan lamentablemente han sostenido algunos
moralistas cristianos. Sabiendo que “el hombre ha sino hecho para amar y no para odiar”, el Taoísmo,
coincidiendo con Buda y con Cristo, enseña que la enemistad no se placa con el odio y el
resentimiento, sino con la benevolencia y el amor. “Y este amor- observa Tucci- lo extiende el
taoísmo a todas las cosas creadas” (1).
En realidad, para el Taoísmo, heredero de la primitiva visión “animista” de la tradición chamánica, no
hay nada en la Naturaleza que carece de alma y de vida. Todos los seres que pueblan el Universo son
seres animados; todas las cosas que nos rodean están vivas; todo está dotado de vida y de consciencia,
aunque esta vida y esta consciencia se expresen de muy distintas formas y a muy diversos niveles.
Todos están unidos por estrechos lazos de parentesco; todos exigen, por tanto, un respeto y todos
son merecedores de una caricia amorosa. El hombre, a los ojos del taoísta, no es ningún ser especial,
que sea merecedor de un especial cuidado: es uno más entre los miembros de la gran familia cósmica.
La discusión sobre si los animales tienen o no alma resulta, por consiguiente, totalmente baladí para la
mente taoísta.
Pieza clave en el ideario taoísta es el reconocimiento de la hermandad con todas las criaturas. El
Taoísmo concibe al ser humano como una criatura emparentada con el resto de los seres que pueblan
el planeta. “Los árboles, las montañas y el lago son vuestros hermanos, y también el aire y la luz”,
decía el viejo maestro taoísta de Henri Borel (2). Para exponer la idea de este parentesco universal,
algunos autores, como Lie-Tse, trazan un árbol genealógico en el que el hombre aparece como una
rama más del árbol de la naturaleza, junto a las ramas constituidas por otros seres, imagen simbólica
en la que muchos han pretendido ver absurdamente una premonición de la moderna teoría
evolucionista.
Movida por estas profundas convicciones, el seguidor del Tao, el “Hombre santo” y “Hombre
auténtico”, mira con amor a la “gente pequeña” que vive con él, a los que considera compañeros de
camino en el viaje por la vida. Se siente camarada y hermano de cuantas cosas comparten con él la
existencia. A todas las abraza con el mismo amor y de todas cuida con la misma solicitud fraterna. No
hay nada que le sea extraño. Todos los seres son su prójimo. Y hacia todos prodiga su ternura, al igual
que hace el Tao con todo lo que ha salido de su seno. Para el taoísta, el destrozar una piedra o
161
destruir una flor sin ningún motivo es ya un crimen horrendo, una blasfemia y una ofensa contra el
orden santo del Tao.
1. G. Tucci, Apología del Taoísmo, trad., Buenos Aires, 1976, pág. 64.
2. H. Borel, Wu-Wei, cit., pág. 15.
La visión del Taoísmo se mueve en lo que Chang Chung-yuan llama “la gran simpatía”. Esa simpatía
que brota de la mente totalmente abierta, el estado de “No-mente” o ausencia de “mente liberada”, y
que conduce a “la unificación del hombre y el Universo”. Chang Chung-yuan define dicha “gran
simpatía” como “una total unión a través de la experiencia ontológica, no-diferenciada y no-
discriminada” (3). Como pone de relieve Tucci, el taoísta mira la Naturaleza con una mirada cálida,
llena de amor y de ternura, presta al abrazo amistoso y amoroso. “No mira solamente con la fría
mirada del naturalista, sino con esa tierna simpatía que tiene a establecer arcanas relaciones entre él y
la criatura contemplada, y que es la única que puede permitirnos la más completa e íntima
comprensión” (4).
De acuerdo a su significado etimológico- del griego sinpathos: sin, “con”, y pathos, “sentimiento” o
“pasión”-, “simpatía” quiere decir “sentir-con” o “co-sentir”. Implica un estado interior en el que se
comparten los sentimientos de los demás y se participa en ellos como si fueran propios. Y eso es
justamente lo que hace el Sabio taoísta: piensa y siente con todos y cada uno de “los Diez mil seres”;
piensa y siente como ellos, sintiéndolos dentro de sí, como parte de su mismo ser. Ve las cosas no
desde una perspectiva exclusiva o predominantemente humana, de acuerdo a sus egoístas intereses
como homo sapiens u homo faber, sino tal y como las ven las distintas criaturas que integran la Creación,
ya sean animales, vegetales o minerales. Sabe ponerse en su lugar sin el menor esfuerzo, de manera
instintiva y natural. Sabe intuir, captar, comprender y adivinar sus necesidades y tendencias. Se siente
árbol con el árbol, piedra con la piedra, río con el río, pez con el pez, ardilla con la ardilla. Por eso no
le cuesta lo más mínimo respetar la actividad, la vida y el espacio vital de todas las criaturas, vivir en
paz y total armonía con ellas.
Para encontrar el Tao, “hay que identificarse con la vida de los seres”. Hay que practicar el “Gran
Arte” que conduce al Ye, a la Tierra Virgen, al hogar patrio y matrio que es el reino de la intimidad
cósmica, allí donde existen unos vínculos de familiaridad universal y donde se vive en íntima
comunión con todas las criaturas. Se trata de buscar el corazón de “los Diez mil seres” para sentir su
latido y sintonizar con él el propio ritmo vital. “Ama a los Diez mil seres. El Universo es uno”,
exclama Chuang-Tse. Para el místico taoísta no hay nada que no merezca atención sincera y profunda.
Como dice María-Ina Bergeron, “todo es para él querido y precioso”. Mira a todas las cosas con
especial ternura y se mantiene ante ellas en una postura de atenta escucha. Alcanzado ese nivel de
compenetración con el orden natural y la vida universal, se establece una relación cordial entre el
hombre y las criaturas: el hombre sigue a “los Diez mil seres” y “los Diez mil seres” penetran en él.
Siente la alegría- como bellamente observa Bergeron- de sentir ser a los seres y de sentirse ser entre los
seres. Es decir, experimenta el gozo de sentir el pálpito vital de las criaturas, de penetrar en su
intimidad y sentir como propia la vida de todas y cada una de ellas, y al mismo tiempo goza
sintiéndose uno más entre los seres que pueblan el mundo, como un hermano mayor de todos ellos
(5). El Taoísmo se nos presenta así como la más perfecta expresión de una ecología sacra e integral.
En el Kuan-Yin-Tse, obra atribuida el mítico Yin Hsi, se proclama abiertamente que el hombre que ha
alcanzado la unión con el Tao se halla también íntimamente unido a la totalidad de la Creación. “mi
simiente, mi espíritu, mi alma y mi aliento vital pueden mezclarse con la simiente, el espíritu, el alma y
el aliento vital del Cielo, de la Tierra y de todas las criaturas”, leemos en uno de los más sugestivos
párrafos de dicho texto místico. Y a continuación se añade: “Por eso el Cielo, la Tierra y las criaturas
todas son mi simiente, espíritu, alma y aliento vital”. He aquí el mensaje que, de forma en extremo
sutil y con ese gusto por la paradoja tan propio de los textos taoístas, nos trasmite Kuan-Yin-Tse:
desde un punto de vista, “yo soy las cosas y las cosas son yo”; pero, desde otra perspectiva, “yo soy el
Tao y estoy en todas partes”. Es la expresión de la Suprema Identidad, situada más allá de lo cósmico,
pero amorosamente presente en el cosmos. Y Kuan-Yin-Tse termina con una declaración de
162
3. Chuang Chun-yuan, Creativity and Taoism, cit., págs. 49 ss.
4. G. Tucci, op.cit., pág. 69
5. M-I. Bergeron, La Mystique taoïste, cit., págs. 213-233.
modestia y responsabilidad que está en las antípodas del afán de poseer típica del hombre ordinario:
“Nada en el mundo me pertenece, ni siquiera mi propio yo” (6).
Los límites que separan entre una especie y otra, entre lo humano y lo vegetal o animal, se difuminan.
Se vive la interpretación de todo lo existente y la intuición de su común raíz metafísica. Chuang-Tse
expresa este estado de conciencia al relatar un sueño en el que imaginó ser una mariposa. Se pregunta:
“¿Estaría entonces Chuang-Tse soñando que era mariposa o seré yo ahora una mariposa que sueña
ser Chang-Tse?”.
La figura del Sabio taoísta se perfila en nuestra imaginación como un anciano de barba blanca y
mirada infantil que vive como padre, amigo, compañero y buen pastor de la Creación. Una figura que
irradia amor a su alrededor, que mantiene y preserva la armonía de la naturaleza por medio del Wu-
Wei. La imagen de ese “Hombre-montaña” cuya silueta se destaca sobrehumana, pero pacífica y
amorosa, sobre un fondo paradisíaco de árboles frondosos y cascadas de agua clara, se nos aparece
como la personificación de la Gran Armonía tan cara a la Sabiduría del Extremo Oriente. Cuida de la
parcela del cosmos en la que le ha tocado vivir con el cariño y el esmero de un consumo jardinero.
Al evocar esta imagen de la lejana Asia, vienen a nuestra memoria otras figuras místicas de Occidente
con las que el Sabio taoísta, por este su amor hacia las criaturas, hacia los hijos del Tao, guarda un
sorprendente paralelismo. Figuras como la de un San Francisco de Asís- el místico que llamaba
“hermanos” a todos los seres, desde el sol al gorrión, desde el fuego al lobo- o la de un Serafín de
Sarov, el monje ruso de honda sabiduría y poderes milagrosos que jugaba todos los días con su amigo
el oso del bosque próximo a su celda. Hay que señalar, por último, que gracias a su unión con las
fuerzas naturales, el Sabio taoísta posee un poder especial para influir sobre las cosas. Una fuerza
“mágica”, en la amplia acepción de la palabra, susceptible de las más asombrosas repercusiones en el
orden natural. Lie-Tse cita varios ejemplos de esta capacidad de encantar y mover los más ocultos
resortes de la naturaleza. Es el caso de Hu-Pa que, cual Orfeo oriental, al tocar la cítara hacía que los
peces del río saltaran de alegría y los pájaros revolotearan a su alrededor. O el de Shi-Wen, el cual al
tañer una de las cuerdas de su instrumento hacía surgir un viento gélido en verano, acompañado de
hielo y nieve, de la misma forma que, tocando otra de las cuerdas podría hacer brotar un viento cálido
en otoño con el cual florecían las plantas. El máximo prodigio ocurrió cuando el cierta ocasión Shi-
Wen tocó juntas todas las cuerdas de su cítara: entonces “se levantó el viento benéfico del sur,
flotaron en el firmamento nubes de dicha, cayó del cielo dulce rocío y brotaron en la tierra
manantiales de prosperidad” (7).
El Huai-Nan-Tse, uno de los principales textos taoístas del siglo II a. de C., describe en breves trazos
cargados de poesía los poderes de que goza el “Hombre auténtico” por esa unión con las fuerzas
secretas del cosmos. “Los grandes Sabios- leemos en dicha obra- son tranquilos y carecen de
pensamientos; sosegados y ecuánimes, están libres de preocupaciones. Usan el cielo como techo y la
tierra como su carruaje, las estaciones como sus caballos, y el Yin y el Yang como sus cocheros.
Cabalgan sobre las nubes. Suben hasta las más altas regiones celestes y están en contacto con las
fuerzas creadoras de la Naturaleza. Usan el rayo como látigo y el trueno como rueda de su carro” (8).
Y el Kuan-Yin-Tse, libro místico del siglo XII, en unos párrafos no menos poéticos, nos dice que el
Sabio que está en posesión del Tao puede hacer que vuelva a reverdecer una madera seca, pescar en
un vaso, abrir una puerta pintada en la pared, someter tigres y leopardos, caminar por encima del
fuego y del agua (9).
163
Philosophie. Cit., p. 363
7. Lie Zi, El libro de la perfecta vacuidad. Barcelona, 1987,
páginas 114 ss.
8. A. Forke, op.cit., pág. 361.
9. Ibid, pág. 364.
XXI
Hay en el Taoísmo dos notas que atraen poderosamente y que difícilmente encuentran parangón en
otras tradiciones espirituales, al menos en esa combinación tan estrecha, tan natural y espontánea
como aparece en la tradición mística china. Estas dos notas son la poesía y la alegría; el lirismo y el
humorismo; el sentido poético y el sentido del humor.
El Taoísmo rezuma poesía por sus cuatro costados. Todo en él está transido del más sublime y
delicado aliento poético. Hasta el último rincón de la excelsa tradición de Lao-Tse rebosa de una sutil
poesía que encanta a cualquiera que entre en contacto con este mundo tan bello como enigmático:
desde las palabras que utiliza para vehicular sus ideas y su doctrina hasta su manera de mirar las cosas;
desde sus mitos y leyendas hasta el contenido de sus textos sagrados, que son verdaderas joyas de la
literatura universal, magníficos poemas cargados de sabiduría; desde las biografías de sus grandes
figuras hasta sus expresiones culturales y artísticas; desde los nombre de sus míticas sociedades
secretas hasta los valores que ensalza y cultiva. El mundo taoísta es como un arroyo o una cascada de
lirismo; todo él se halla nutrido por una intensa vena lírica. Una brisa de frescor poético, como
brotada de la fuente de las musas, acaricia nuestros oídos nada más oír los nombres de sus figuras
señeras, como si fueran la personificación misma de la poesía.
La misma palabra “Tao”, con sus innumerables y ricas connotaciones, con su inagotable profundidad
y su ilimitado horizonte, se nos aparece cargada de resonancias poéticas. Su mismo sonido y el bello
ideograma que la representa en el lenguaje despiertan nuestro dormido sentido lírico. El mero hecho
de escucharla o de pronunciarla rompe la costra de vulgaridad prosaica en que normalmente está
aprisionada nuestra existencia. Es como si en el acto irrumpiera en las venas de nuestra alma un
torrente de poesía.
La figura de Lao-Tse emerge en la historia, además de como un gran maestro espiritual, como un
poeta del más alto nivel. Tiene razón Luis Racionero cuando califica de poetas geniales a Buddha y
Lao-Tse. Es muy acertada su caracterización de Lao-Tse como “poeta que escucha el ritmo del
infinito gozo”- aunque ya no es tan acertada la contraposición que establece con el Buddha, al
subrayar que este, en cambio, “escucha el ritmo de la pena infinita”- (1). El Tao-Te-King es, en realidad,
una exquisita obra poética, un grandioso poema en el que se trasmite a través del verso y de la rima, a
través de la palabra bella y certera, hondas verdaderas espirituales. Son muchos los autores que han
puesto de relieve los valores poéticos del Tao-Te-King y ya se ha dedicado más de un estudio científico
a estudiar la rima, la riqueza del lenguaje, las imágenes poéticas y otros detalles similares del sin par
tratado de Lao-Tse.
John Blofeld desta ca la “cualidad poética” como una de las notas distintivas del Taoísmo, al que
califica de “encantadoramente poético”. Si algunas creencias taoístas pueden parecernos ingenuas, “su
encanto poético subsana con creces tal ingenuidad”, precisa el autor norteamericano. Blofeld recuerda
con cariño el impacto que sobre él ejerció el primer contacto que tuvo con el mundo taoísta chino,
rodeado de escenarios arcaicos de extraordinaria belleza y de gran poder evocador (2). Y en pocas
cosas queda tan patente tal encanto poético como en la persona y la vida del Hsien, el Sabio Inmortal.
El Sabio taoísta vive en un estado de perpetua inspiración poética. Todo lo que ve, toca, oye o huele
164
se convierte automáticamente en poesía. Es como un “Rey Midas” del espíritu que transforma en
oro- oro alquímico interior, el oro limpio de la poesía vivida- cuando pasa por sus manos o entra en
165
occidental al mundo del Extremo-Oriente y aplicarla a este aspecto del Tao que ahora estamos
analizando. Pues eso es lo que es el Tao: la Hipocrene cósmica y divina, la Fuente de la poesía
166
XXII
Del Inmortal Liu-Ling, se cuenta que en cierta ocasión recibió la visita de un moralista y erudito
confuciano que le recriminaba la impúdica costumbre de su desnudez. Liu-Ling zanjó el asunto con
las siguientes palabras: “Tengo el Universo entero como casa, y mi habitación como ropa. ¿Por qué te
metes en mis pantalones?” (1).
La ágil y bromista respuesta del sabio taoísta desvela otro de los rasgos típicos del Taoísmo, que va
inseparablemente unido a su sentido poético, como si de dos hermanos gemelos o siameses se tratara:
la alegría, la jovialidad, el humor. Es éste un aspecto tan notorio en el Taoísmo, que sin él casi no se le
podría concebir y quedaría por completo irreconocible.
La Sabiduría del Tao es una sabiduría riente. Toda ella se halla impregnada de un tono jocoso,
bienhumorado, a menudo bromista, a veces incluso hilarante. Es como si una gran sonrisa
suprasensible la inundara de arriba abajo. Un taoísta nos diría que es algo natural, pues esa sabiduría
no es otra cosa que el aliento cuajado de la Gran Sonrisa cósmica que es el Tao.
La Vía del Tao, junto con la actitud existencial que ella ha hecho posible y el tipo humano que ha
conformado, constituye un buen ejemplo de lo que un autor norteamericano ha llamado “la sonrisa
de los pueblos de Asia” y que el mismo autor considera como una de las más valiosas contribuciones
del continente asiático a la civilización mundial (2).
Como el Zen y el Budismo tibetano, el Taoísmo es, en efecto, una vía espiritual en la que predomina
un estado de ánimo risueño, campechano, un tanto informal, lleno de regocijo, proclive al chascarrillo
o el chiste iluminador. La ascesis del Tao se delinea como una ascesis lúdica y jovial que, aun siendo
consciente del dolor de la existencia, nada en la alegría y descubre por doquier razones para reír.
El temple del Taoísmo es diametralmente opuesto al ascetismo de semblante hosco y adusto, de gesto
triste y sombrío, incluso de vocación masoquista, que tantas veces se ha impuesto en otras latitudes.
Opuesto también al tono fúnebre y al sentimentalismo lacrimógeno, obsesionado por el dolor y el
sufrimiento, en que con harta frecuencia ha degenerado la postura religiosa no sólo de ciertos
individuos, sino también de pueblos y épocas enteras. El talante del hombre taoísta es el de un
humorismo sano y equilibrado, en el que nada chirría ni es ofensivo, en el que nada resulta denigrante
para uno mismo ni para el prójimo, y en el que todo tiende a resolverse en una gozosa armonía.
John Blofeld da cuenta del asombro que le produjo siempre el desbordante sentido del humor de
aquellos ermitaños que conoció a lo largo de sus múltiples visitas a la China anterior a la llegada del
comunismo. Dice de ellos que “poseían una alegría encantadora”, vivían “joviales y relajados” y en
sus rostros no aparecían los rasgos de solemnidad que uno habría esperado de hombres llegados a la
cumbre de la realización espiritual, sino, al contrario, “las líneas más marcadas de su rostro eran las
que provienen de la disposición a sonreír y reír con gusto”. El eco de sus risas se oía por doquier, en
los patios de los monasterios o en las inmediaciones de sus cabañas. Su jovialidad y sentido del humor
eran fuertemente contagiosos: en su presencia desaparecía cualquier rastro de tristeza o preocupación
y uno se sentía lleno de gozosa serenidad (3).
La sonrisa destaca como todo un emblema del Camino del Tao. Es rasgo distintivo del Sabio taoísta,
es decir, del hombre realizado. Por eso aparece en el rostro de Lao-Tse, como aparece también en el
167
de Buddha o en el de los grandes Gurúes de la India (Ramana Maharshi, Swami Ramdas, Sri
Ramakrishna, Ma Ananda Mayi). La leyenda nos ha trasmitido referencias muy oportunas sobre la
1. A. Bloom, “Far Eastern Religions Traditions”, en Religion and Man, Part III, New York, 1972, pág. 201.
2. M. Conrad Hyers, Zen and the Comic Spirit, London, 1974, páginas 23 ss.
3. J. Blofeld, Taoísmo, cit., págs. 206-218.
pacífica y serena sonrisa de Lao-Tse, sonrisa contagiosa, irradiante, irresistible. Del autor del Tao-Te-
King y gran renovador del Taoísmo, nos dice Herrimon Maurer que “la sonrisa era en él algo natural”.
Era la suya- añade- “una sonrisa que envolvía todo su ser”: una sonrisa de sabio, de ingenuo y de niño
que estaba no sólo en su rostro, sino también en sus hombros y en el movimiento de sus piernas, “en
los pliegues de su vestido y en el brillo de sus albas canas”. Era una sonrisa cósmica, en la que
participaba toda la naturaleza y en la que se reflejaba la felicidad del Universo: “La sonrisa de los
cielos al oscurecer, la sonrisa de la tierra en la alborada”. Fue esta sobrenatural sonrisa del “Viejo
Filósofo” lo que más impresionó a Yin Hsi, el legendario guardián de la puerta de Hien-Ku: cuando
éste se despidió de Lao-Tse sobre el puente que conducía a la otra orilla del mundo sintió que su
corazón se inundaba de alborozo al ver la sonrisa de su Maestro (4).
Como rasgo típico del Sabio taoísta, Cooper destaca la combinación del sentido del humor con el
pensamiento profundo. Característica del “Hombre del Tao”, señala la autora inglesa, es “el deleite
humorístico y festivo en todo lo que la vida pueda ofrecer”. Es un hombre que disfruta con las
pequeñas cosas, que encuentra una inmensa fuente de placer y de goce en todo lo que le rodea: con su
corazón sabio y bondadoso sonríe a cuanto le rodea y el entorno le sonríe a su vez, devolviéndole el
buen humor que sobre él ha derramado. Cooper agrega que este rasgo humorístico y jovial se refleja
incluso en los escritos filosóficos y espirituales de los grandes autores del Taoísmo, como por ejemplo
Chuang-Tse. No hay otros tratados metafísicos, fuera de los taoístas- afirma la citada autora- “que
hayan sido escritos con tal vis cómica y con tanta risa subyacente” (5).
Para la perspectiva taoísta, la sonrisa pacífica y serena es una clara señal de la Sabiduría que un
hombre ha conquistado o ha hecho realidad en su propio ser. Es decir, que por la risa y la sonrisa se
conoce al Sabio- como también por la risa, por la risa necia, se conoce al necio, según enseña
Salomón-. No es posible un sabio que no tenga sentido del humor. Un sabio taciturno o demasiado
serio, de rostro compungido o iracundo, no es demasiado sabio; algo falla en él, algo falta para que
sea auténticamente Sabio. En el estilo aforístico propio de Lao-Tse se podría afirmar que quien no ríe
no sabe y quien no sabe no ríe; que quien sabe ríe y sonríe con holgura.
El Sabio taoísta nada en ese “Océano de alegría” de que habla Rabindranath Tagore. Este Océano de
gozo en el que “esta orilla y la otra orilla no forman más que una sola y única orilla”. Está instalado en
el buen humor, en lo que Chuang-Tse llama “la Alegría regia”, “la felicidad de un rey” (6). La vida es
para él como un juego de humor y de amor, una continuada broma envuelta en el lienzo suave de la
compasión. Todo él es simpatía y afabilidad jovial. La sonrisa asoma con divina y natural facilidad en
su rostro como un resultado de la síntesis armoniosa del Yin y del Yang: del elemento yang que es la
Luz intelectual y del elemento yin que es el Amor cósmico. Hasta el detalle más nimio puede ser en él
acicate para un comentario jocoso y alumbrar un brillo risueño en sus ojos. Tocado por la Gracia
divina; por el Te o Virtud graciosa, vive con la chispa del mejor y más sano humorista.
Esa sonrisa que ilumina el rostro del Sabio es el resplandor de la Verdad con la que él se ha
identificado y unido por entero. Su sentido del humor, lúcido y cálido, es un reflejo vivo de la
sabiduría y el amor del Tao, de la luz y el calor que emanan de la Realidad divina. Este sentido del
humor es como el compendio o el humus de todas las virtudes que florecen a lo largo del Camino del
Tao. En él podemos ver la perfecta cristalización de la ligereza, la elasticidad, la soltura y la distensión
propias del estilo taoísta. Es la ligereza alada de la gracia que ríe y hace reír con un derroche de
generosidad, que invita a compartir la sonrisa, que incita a la risa y que, llegado el caso, provoca
incluso la explosión de la carcajada con su tremenda fuerza liberadora.
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Hay que tener siempre presente que, para la visión taoísta, el gozo y la alegría surgen cuando la vida
está anclada en el Tao. “La alegría- escribe Cooper- es el resultado natural de vivir de acuerdo con el
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XXIII
El Taoísmo nos abre las puertas a una sabiduría de la que carecemos en Occidente y de la que
estamos muy necesitados. A través de la doctrina taoísta nos llega toda la riqueza espiritual del
Extremo Oriente: su sabiduría de la vida, su profundo conocimiento del hombre y del orden cósmico,
su diamantina penetración en el Misterio divino. En los moldes sagrados de esa vía esotérica de la
tradición china podemos beber la más alta ciencia, una ciencia que no es de origen humano y que
tiene una validez intemporal.
La doctrina taoísta no es ninguna utopía, ni tampoco un saber propio de épocas pretéritas y ya
inservibles para la evolucionada mente del hombre contemporáneo. Aunque se trate de una forma
espiritual específicamente china, hay en ella un mensaje válido para los hombres de cualquier época y
de cualquier latitud. Un mensaje siempre vivo y actual que no pierde nada de su vigencia con el paso
del tiempo. No en vano el Taoísmo se nos presenta como una esplendorosa formad de la Tradición
universal, de la Verdad una y única que alumbra a la humanidad en su peregrinar terreno.
Pero el valor de las verdades vehiculadas a través del Camino del Tao se acrecienta aún más en una
época de crisis como la que actualmente vivimos. Es entonces cuando el tesoro que el Taoísmo porta
en su seno resplandece con su máximo fulgor. Jacques Lionnet, hablando del impacto que las
enseñanzas de Lao-Tse, contenidas en el Tao-Te-King, tuvieron sobre la cultura y el pueblo chinos,
afirmaba que “el ideal de los chinos ilustrados fue siempre imitar a Lao-Tse, sobre todo en tiempos de
“crisis“(1). Y ello porque es en tales momentos críticos cuando se hace más necesario contar con
unos firmes pilares y unas sólidas directrices con los que poder afrontar las convulsiones propias de
aquellas fases cíclicas en que todo se tambalea; pilares y directrices que son precisamente los que
ofrece Lao-Tse, encarnados en su vida y trasmitidos a través de la tradición taoísta. Surgidos en una
época de fuerte crisis espiritual, Lao-Tse y su obra hablan de manera especial a una época como la
nuestra en la que la crisis entontes ya iniciada llega a su punto culminante. En esta fase terminal del
Kali-Yuga que actualmente atravesamos, el Taoísmo ofrece alternativas y da respuesta a muchos de los
graves problemas que plantea el panorama inclemente de esta civilización inhóspita e inhumana en
que vivimos.
En esta era crepuscular que aparece caracterizada por la confusión y el desequilibrio, el Taoísmo pone
en nuestras manos una brújula segura con la que superar lo uno y lo otro. Nos proporciona unos
principios claros con los que orientar nuestra vida y nos da las claves de la estabilidad y el equilibrio.
En la presente época de irracionalidad, necedad y demencia colectivas, el Camino del Tao nos
devuelve la sensatez y la cordura, vuelve a despertar nuestro intelecto aletargado, poniendo de nuevo
en acción el atributo humano por excelencia.
En este mundo hundido en el materialismo, el Taoísmo nos lleva a descubrir de nuevo las fuentes
espirituales de la vida. Frente a la mentalidad superficial y anodina hoy imperante, que está aferrada a
las apariencias de lo sensible y que se halla firmemente convencida de que la realidad fenoménica que
percibimos por medio de los sentidos es “la realidad” sin más, el Camino del Tao nos hace
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comprender que la verdadera Realidad, la más importante y decisiva, la que sustenta toda forma de
realidad, lo auténticamente Real, está más allá de cuanto podamos ver, tocar, oír, pensar o imaginar.
Entrar en contacto con la milenaria sabiduría taoísta nos devuelve el sentido del misterio del que nos
privó el racionalismo, haciéndonos descubrir una racionalidad de mayor alcance y de más hondas
raíces que la “racionalidad” racionalista, estrecha y limitada, que ha dominado la existencia de
Occidente durante los últimos siglos. El Taoísmo, en una palabra, nos ayuda a conocernos mejor a
nosotros mismos y nos enseña a saber vivir.
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Junto al humor, el Taoísmo nos ayuda a recuperar otro elemento para una existencia sana, rica y
armónica: la visión poética de la vida. En un mundo prosaico y obtuso, en el que se ha apagado la
vena lírica y poética, y que, por eso mismo, se va empobreciendo y envileciendo a ritmo acelerado, el
Camino del Tao nos lleva a descubrir el sentido y el valor de la poesía como actitud ante la vida. Y
junto a la poesía, como parte inseparable de ella, el Taoísmo nos devuelve también la creatividad, esa
fuerza tan necesaria para la vida y que hoy tanto preocupa a pensadores y dirigentes, dado su
progresivo agotamiento, tan acusado que se ha hablado de una “crisis de la creatividad”.
Pero es quizá en relación con el problema ecológico donde las enseñanzas del Taoísmo revelan con
mayor fuerza su actualidad. La sabiduría taoísta, en efecto, no sólo nos permite comprender las causas
profundas de la grave crisis ecológica a la que ha de hacer frente la humanidad en nuestros días, sino
que nos muestra también las vías de solución para la misma. Nos hace ver con meridiana claridad que
la terrible obra de destrucción de la naturaleza llevada a cabo por la moderna civilización industrial,
tecnocrática y cientifista, tiene su origen en la pérdida de la visión sacra del orden cósmico, pérdida
que ha ido acompañada a su vez por el afán prometeico del hombre occidental de someter el mundo
a su poder. Al perder el respeto sagrado hacia la Creación, la Naturaleza se convirtió en simple objeto
para la explotación y depredación: de hermana y amiga, paso a ser enemiga y víctima. Convencida de
sus derechos sobre todo lo que existe y de la fuerza casi omnipotente de sus medios técnicos, la
humanidad moderna se ha entregado, como un irresponsable aprendiz de brujo, al saqueo del planeta,
trastocando por completo el delicado orden natural. Y hoy empezamos a pagar las consecuencias,
como ya sabiamente advirtiera Lao-Tse. La dramática crisis ecológica que hoy sufrimos sólo podrá ser
superada una vez que la humanidad haya recuperado la actitud reverencial ante el cosmos como
expresión del Misterio Supremo y actúe en consecuencia desempeñando su función natural de puente
entre el Cielo y la Tierra.
El capítulo 29 del Tao-Te-King encierra una severa advertencia, ciertamente profética, para la
humanidad de nuestros días que, llevada de su petulante ignorancia, obsesionada por su fanática fe en
el progreso y estúpidamente confiada en su capacidad de dominar la naturaleza, ha creído poder
modelar el mundo a su gusto.
El mensaje del Taoísmo resuena también como una voz de alerta y de esperanza en un mundo como
el actual cada vez más amenazado por las tendencias totalitarias, intervencionistas, represivas y
opresoras”. El él se respira un insobornable espíritu de libertad- de auténtica y profunda libertad-.
Pocas cosas hay tan contrarias al Tao como la obsesión de los gobiernos actuales- ya sean nacionales,
locales o supranacionales- por controlar, fiscalizar, reprimir, exprimir, perseguir, escudriñar,
manipular, tasar y gravar, expoliar, fastidiar, incordiar y molestar a sus súbditos. Una obsesión,
favorecida por los tremendos medios de información y control que la técnica moderna pone en
manos del poder, dando así lugar a la implantación de sofisticados sistemas policíacos desconocidos
hasta ahora en la historia; los cuales, a su vez, tienen como complemento una potente maquinaria
propagandística que tiene por misión ahorrar a los ciudadanos el trabajo de pensar y convencerles de
que están en lo mejor de los mundos, indicándoles en todo momento, por medio de un permanente
lavado de cerebro colectivo, qué es lo que deben creer, preferir, elogiar y despreciar. Nos hallamos
ante un poder que, en radical antagonismo con lo preconizado por Lao-Tse, corta lo más posible,
cercana y mutila sin cesar.
Desde la perspectiva taoísta, es ésta una de las peores amenazas que se ciernen sobre la humanidad de
hoy y una de las principales causas de los desórdenes que afligen a nuestro mundo. Como ensena el
Taoísmo, el orden coactivo, opresor, impuesto de manera artificial, es fuente de desorden. La vida se
burocratiza y automatiza al máximo. Queda aprisionada en un marasmo de leyes, normas,
reglamentos, prohibiciones, permisos, formularios, declaraciones, impuestos, exacciones, multas,
penalizaciones y un largo etcétera; una molesta telaraña que hace tremendamente difícil y complicado
vivir. Las personas se convierten en autómatas al servicio del Estado, robots que se mueven a
impulsos de las consignas y órdenes de la administración pública. En semejantes circunstancias
resultan imposibles la naturalidad y la espontaneidad; la libre iniciativa de los individuos y los grupos
se ve cohibida, impedida, asfixiada; las relaciones sociales pierden fluidez y se desenvuelven con
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tensión e incluso con violencia. Sobreviene la corrupción, la adulteración, la degradación y
falsificación de la existencia: ésta se vuelve mecánica, tensa, rígida y endurecida. Todo lo contrario de
lo que el Taoísmo predica como ideal.
Síntoma especialmente alarmante de este mal de nuestro tiempo es la acusada tendencia al aumento
de las burocracias y al incremento de la presión fiscal sobre la población, al servicio de los grandes
poderes económicos y financieros. El Estado tiende a convertirse en simple máquina recaudadora de
dinero y los súbditos se ven reducidos a la categoría de entes pagadores de tributos cada vez más
gravosos, esclavos que viven y trabajan exclusivamente para pagar impuestos. En este punto las
palabras de Lao-Tse producen asombro por su tremendo valor profético. El Tao-Te-King advierte
que en los tiempos de crisis los impuestos crecen de manera opresiva, de la misma forma que
aumenta el número de los criminales y bandidos en proporción al aumento de las leyes, las
prohibiciones y los reglamentos. Lao-Tse ve una directa conexión entre una cosa y la otra, pues al
mismo tiempo que afirma de forma insistente que no hay gran diferencia entre el robo y los
impuestos abusivos, señala que en las épocas de crisis los bandidos llegan a instalarse en las antesalas
del poder, no teniendo otro fin la opresión fiscal que ha de sufrir el pueblo que el sostener el lujo la
vida disipada de unas élites dirigentes corruptas (Capítulos 53, 57 y 75). Y un diagnóstico muy
semejante puede encontrarse en un antiguo texto hindú como el Bhagavata Purana.
Frente a todas estas tendencias, el Taoísmo propone como alternativa una profunda descentralización
de la vida social y personal que dé el mayor margen posible de la autonomía, la espontaneidad y la
libre iniciativa. La comunidad debe estar tan descentralizada y relajada, tan libre de trabas y controles,
como debe estarlo el individuo. Sólo viviendo de forma relajada y distendida puede el hombre vivir en
armonía consigo mismo, con los demás hombres y con la Naturaleza.
¿Y qué decir de los valores de la ética taoísta que hemos analizado en algunos de los capítulos
precedentes? Nada más urgente que el retorno a esas virtudes de la simplicidad, la naturalidad y la
humildad en esta sociedad del derroche, del consumismo, del lujo y la frivolidad, de las extravagancias
antinaturales, de la megalomanía destructora, del culto a lo superficial y banal, del desprecio suicida de
los recursos naturales.
El Taoísmo nos permite, por último- last but not least, como dicen los anglosajones-, recuperar la visión
de unidad y totalidad, algo de lo que hoy carecemos por completo y que es indispensable para dar
sentido a la vida y encontrar nuestro puesto en el cosmos. La visión del hombre actual es una visión
fragmentada, escindida, disociada, desintegrada: es una forma de ver las cosas en la que se hace
imposible percibir su interconexión y lograr un mínimo de unidad y coherencia. Esa desintegración y
esa pérdida de la unidad es uno de los rasgos básicos de la civilización moderna y un signo capital de
la crisis que padecemos. A ello se debe que la vida, tanto a nivel social como personal, esté desgarrada
por toda clase de tensiones y conflictos. La doctrina taoísta, con su visión holística, integral e
integradora, nos muestra la necesidad de superar tan anómala situación, al tiempo que nos señala, una
vez más, el camino para lograrlo.
Entre otras cosas, la visión global y unitaria, que es algo tan consustancial al Taoísmo, nos permite
entrever la interrelación que existe entre los diversos fenómenos o síntomas que presenta la crisis.
Gracias a ella podemos descubrir con nitidez que los males diagnosticados en los párrafos
precedente- y en los cuales muchos se fijan como si fueran hechos aislados que no tiene nada que ver
los unos con los otros- no son en realidad más que aspectos de una misma realidad, expresiones
diversas de un mismo mal fundamental. Se trata, en efecto, de las consecuencias y repercusiones que
en los distintos campos de la existencia ha provocado la honda expansiva de esa perturbación radical
que supone el olvido y desprecio de la Verdad o, lo que es lo mismo, el distanciamiento del Tao.
Hoy como ayer el Tao está ahí ante nosotros, imperturbable, inalterable, quieto y sencillo, majestuoso
y radiante, para guiarnos hacia la paz y la armonía. Sus principios y enseñanzas siguen tan vigentes
como hace miles de años. Desde dentro de nosotros mismos, como un profundo eco de la conciencia
cósmica, nos llama, nos invita a escuchar atentamente sus consejos, nos advierte de los peligros que
nos acechan y nos envían un mensaje de aliento y esperanza con su voz silenciosa.
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En este convulso siglo XX que nos ha tocado vivir, el Camino- ese Camino que arranca de la Verdad
y de la Verdad conduce- permanece a la espera de aquellas personas audaces que estén dispuestas a
recorrerlo con espíritu de aventura, con decisión y arrojo, con tesón y perseverancia.
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