Morgan Edmund S - La Invencion Del Pueblo
Morgan Edmund S - La Invencion Del Pueblo
Morgan Edmund S - La Invencion Del Pueblo
DEL PUEBLO
E l su r g im ie n to d e la so b e r a n ía
popular e n In g la terra
y E s ta d o s U n id o s
por
Edm und S. M organ
m
Morgan, Edmund
La invención del pueblo : el surgimiento de la soberanía popular
en Inglaterra y Estados Unidos - la ed. - Buenos Aires : Siglo XXI
Editores Argentina, 2006.
368 p. ; 21x14 cm. (Historia y cultura; 24 dirigida por Luis Alberto
Romero)
ISBN 987-]220-61-8
ISBN-10: 987-1220-61-8
ISBN-1S: 978-987-1220-61-8
Agradecimientos 11
Notas 327
A grad ecim ien to s
O ríg en es
Nada es más sorprendente para aquellos que se ocupan de los asuntos hu
m anos con mirada filosófica, que ver la facilidad con la que las mayorías
son gobernadas por las minorías; y observar la implícita sum isión con la
que los hombres renuncian a sus propios sentim ientos y pasiones a cambio
de los de sus gobernantes. Cuando investigamos por qué m edios se produ
ce esta maravilla, encontrarem os que así com o la Fuerza está siempre del
lado de ios gobernados, quienes gobiernan no tienen otra cosa que los
apoye más que la opinión. Es, por lo tanto, sólo en la opinión donde se fun
da el gobierno, .y esta máxima se aplica a los más despóticos y más militares
de los gobiernos, así com o a los más libres y populares.
* G rupo social de propietarios rurales ubicado inm ediatam ente por debajo d e la alta
nobleza. Aunque el grueso de sus ingresos procedía d e las rentas de la tierra, en m uchos
casos también estaban ligados a actividades económ icas urbanas. Gozaban de influencia
local, y ejercían funciones delegadas por el estado, pero a diferencia de la alta nobleza,
carecían de privilegios e inm unidades. Se trataba d e una posición social preem inente n o
hereditaria, adscripta a m edios econ óm icos. [T.J
prácticamente se había hecho cargo de la Cámara de los Comunes,
desplazando a los burgueses locales de las bancas de sus distritos mu
nicipales. Mientras esto ocurría, los monarcas de Inglaterra habían
sonreído, ampliando el número de bancas en la Cámara de los Co
munes, así como ampliaban el número de jueces en cada condado,
para conseguir de esa manera el apoyo de la geníry a las reformas
drásticas en la organización religiosa y política de todo el país. Pero
el apoyo político nunca se consigue a cambio de nada. Los hombres
exaltados yjueces de los tribunales del rey en los condados se mostra
ban cada vez menos como súbditos cuando eran convocados a West
minster para ayudar a redactar las leyes que ellos iban a hacer cum
plir. Si bien el rey se proclamaba como la fuente de toda ley y el
dador de todo lo bueno, él sabía y los Comunes sabían (y sabían que
él sabía) que ellos y sus pares eran una parte esencial de su gobierno,
que sin ellos, a menos que se desarrollara una nueva e inmensa bu
rocracia real, el gobierno no podía funcionar. Si el gobierno es el go
bierno de las minorías sobre las mayorías, los miembros de la Cáma
ra de los Comunes, en sus localidades o en Westminster, deben ser
contados entre los pocos.9
Sería erróneo, pues, aceptar en sentido literal la identifica
ción de la Cámara de los Comunes con los súbditos. Pero sería
igualmente equivocado descartarla como carente de sentido. Los
miembros de la Cámara de los Comunes no ocupaban sus lugares
por derecho propio, como lo hacían los miembros de la Cámara de
los Lores. Los Comunes era representantes, o como solían decir a
menudo “representadores”. Ellos, en efecto, alegaban representar a
todos los súbditos. La totalidad de las implicaciones de esa afirma
ción debe ser reservada para capítulos posteriores. Baste aquí seña
lar las limitaciones que esa representación imponía a los Comunes.
La representación es en sí misma una ficción, y al igual que otras
ficciones, podía restringir las acciones de aquellos que adhirieran a
ella. Porque afirmaban representar a todos los súbditos, los caballe
ros que ocupaban bancas en Westminster tenían que actuar no sim
plemente para los de su clase, sino para todos los demás. Si le daban
dinero al rey, lo daban en nombre de todos, y de la misma mane
ra, si luchaban por los derechos de los súbditos, tenían cierta obli
gación de luchar por todos los súbditos. No necesitaban hacerlo
por altruismo. No todo el pueblo de Inglaterra disfrutaba de los
mismos derechos, dentro o fuera del Parlamento. Los caballeros
tenían derechos que no eran propios de los hombres comunes. A
comienzos de su reinado, el rey Jacobo había insistido ante la Cá
mara de los Comunes para que se aprobaran leyes relativas a la ca
za, para que ésta “fuera sólo exclusiva para los caballeros, y eso
dentro del estilo de los caballeros. Pues no es adecuado que los pa
yasos practiquen estos deportes”.10 Y los Comunes, caballeros to
dos, habían respondido con penas estrictas para proteger a los fai
sanes de los campesinos. Pero cuando se trató de la libertad de
arrestar, cuando se trató de la seguridad de la propiedad, cuando
se trató del juicio por jurados, los Comunes no pensaron que estas
cosas fueran demasiado buenas para los payasos. Estaban, induda
blemente, más preocupados por proteger sus propias propiedades
que por proteger las de los hombres de m enor nivel, pero cuando
hablaban de los derechos de los súbditos, no decían, ni querían
decir, los derechos de los caballeros, ni siquiera simplemente los
derechos de los propietarios. Como representantes de los súbdi
tos, hacían todo lo que podían en su posición, reconociendo tal
vez que había cierta majestad en la humanidad misma que podía
ser colocada en la balanza contra la divinidad del rey.
El hecho de que afirmaran ser súbditos, simples hombres que
trataban con el lugarteniente de Dios, impulsó a los Comunes, co
mo incluso pudo haber impulsado a los barones en 1215, a expre
sar sus derechos en términos universales. Cuando enfrentaron al
reyjuan en Runnymede, se nos ha dicho, los barones reclamaban,
en realidad, derechos sólo para los barones, pero no fue eso lo
que dijeron. En su Carta Magna hicieron que el rey, ya en proceso
de deificación, prometiera que no haría varias cosas desagradables
a ningún hombre libre. De forma semejante, los Comunes del si
glo x v i i , en sus protestas, reclamos y peticiones, y particularmente
en la Petición de Derechos de 1628, afirmaron los derechos de to
dos los súbditos del rey a no tener que pagar impuestos ni a ser en
cerrados sin “el consentimiento común por ley del Parlamento” y
el “debido proceso legal”.11Limitar su reclamo lo habría debilitado.
El rey era el lugarteniente de Dios, y se decía que Dios no respetaba
demasiado a las personalidades. La Biblia, que los miembros del
Parlam ento eran aficionados a citar, no tenía mucho para decir
sobre los derechos de los caballeros.
Las afirmaciones de los Comunes sobre los derechos universa
les estaban de alguna manera dictadas por las premisas de las que
provenían. La ficción de su propio estatus como representantes y
la ficción del estatus del rey como lugarteniente de Dios exigían
que ellos hablaran en términos universales si es que iban a hablar.
Incluso cuando reclamaban un privilegio exclusivo del Parlamen
to, como la libertad de no ser arrestados durante las sesiones, los
Comunes tenían cuidado de declararlo esencial para los derechos
de todos los súbditos. “La vida del reino”, dijo sir John Eliot, “pro
cede del privilegio de esta Cámara”.12 “La libertad de esta Cáma
ra,” dijo sir Edward Coke, “es la libertad de todo el país”.13 Haber
dicho menos habría sido reducir su elocuencia a impertinencia.
Es muy posible que los miembros del Parlamento no tuvieran
la intención de ser tomados de manera literal, no más que los ba
rones en 1215, o que el Congreso Continental estadounidense en
1776 cuando declaró que todos los hombres habían sido creados
iguales. De todas maneras, a juzgar por lo que dijeron en los deba
tes internos y en su Petición de Derechos en 1628, la Cámara de
los Comunes aceptó las implicaciones de su posición. Ellos se con
sideraban representantes no sólo de su propia clase, y ni siquiera
de los votantes calificados, sino también del resto de la población.
Su insistencia en que ellos eran simples súbditos, por poco realis
ta que fuera, dio como resultado una definición de derechos que
se extendía a todos los ingleses. La Cámara de los Comunes no só
lo redactó la Petición de Derechos en términos absolutos y se opu
so con fuerza a todo intento de suavizar esos términos, sino que
obligó al rey a aceptarla de tal manera que finalmente debió in
cluirla en los libros de leyes, junto con la Carta Magna, donde to
dos los hombres pudieran reclamar sus beneficios.14
No es, quizá, sorprendente que la Cámara de los Comunes, al
interpretar su papel elegido, se haya sentido obligada a exigir los
derechos para todos los súbditos. Lo que es más extraordinario es
que ellos pudieran convertir el sometimiento de los súbditos y la
exaltación del rey en un medio para limitar la autoridad de éste.
Al poner la rectitud, la sabiduría y la autoridad del rey en el plano
de la divinidad, la Cámara de los Comunes negaba la posibilidad
de que’cualquier otro mortal compartiera estos atributos reales;
en particular, negaba la posibilidad de que el rey los transfiriera a
cualquier súbdito. La autoridad divina debía ser autoridad inalie
nable, y la Cámara de los Comunes se convirtió en su guardiana,
en contra de cualquier súbdito que pudiera arrogarse una parte
de ella. Aquellos que hacían cosas en nombre del rey las hacían por
su propia cuenta y riesgo, porque sería una especie de delito de lesa
majestad tomar alguna decisión en su nombre en un caso que él pu
diera probar. Nada podía ser más ofensivo que equivocarse en nom
bre de quien no puede cometer errores.
Esto no significa que el rey no pudiera delegar autoridad pa
ra hacer cumplir sus leyes. Thomas Egerton, que se iba a conver
tir en canciller del rey y quien ya era un campeón de la prerroga
tiva real, explicó en 1604 que el rey podía estar presente en sus
tribunales de justicia a través de sus jueces, porque los jueces tan
to como aquellos que eran juzgados tenían las leyes para infor
marse sobre la “conocida voluntad” del rey. Lo que el rey no po
día transferir era su “participación con Dios”, que lo dotaba de un
poder absoluto “sólo propio de él, de su posición y de su perso
n a ”. Era imposible que él “infundiera” en otros “la sabiduría, el
poder y los dones que Dios, debido a su posición, le había otorga
do”.15 Eran esta sabiduría y este poder sobrehumanos, no nego
ciables e inalienables, lo que los Comunes, aceptando la palabra
del rey, le atribuían a él y le negaban a cualquiera que actuara en
su nombre.
En el nivel más simple podemos ver cómo funcionaba esta estra
tegia en ocasión de la indignación de los Comunes en 1628 por una
elección parlamentaria en Cornualles, en la que un grupo de mag
nates locales trató de impedir la reelección de dos ex miembros, sir
John Eliot y William Coryton que se habían destacado en el Parla
mento por su insistencia sobre los derechos de los súbditos. Ambos
se habían negado a pagar el préstamo forzoso de 1626, que el rey ha
bía exigido de los principales ciudadanos después de que el Parla
mento le hubiera negado los fondos que necesitaba. Eliot y Coryton,
como muchos otros ingleses, habían considerado que esto era una
manera de tomar su propiedad sin consentimiento. Habían sido en
carcelados hasta que el rey, habiendo convocado a un nuevo Parla
mento, afortunadamente menos estricto, los liberó de mala gana co
mo una señal de reconciliación. En la época de la elección, Cornua-
lles estaba pidiéndole al rey la concesión de algunos privilegios, y
varios de los señores del condado se mostraban deseosos de dar una
señal de paz no eligiendo a los dos hombres para Westminster. Les
dijeron a Eliot y Coryton que se habían enterado de “cuántas mane
ras Su Majestad había expresado su desagrado contra ustedes. Y Su
Majestad interpretará que la elección de ustedes es una afrenta a su
servicio; y así atraeremos hacia nosotros el disgusto del rey”. Si Eliot
y Coryton insistían en presentarse a las elecciones, sus vecinos más
poderosos “nos opondremos a ustedes todo lo que podamos”. De to
das maneras, Eliot y Coryton, que no eran hombres menos podero
sos, fueron elegidos; y dado que eran hombres experimentados en el
Parlamento, no es sorprendente que sus adversarios fueran llevados
a la justicia y enviados a la Torre por un tiempo; además, exigieron
que hicieran una confesión pública de su culpa en el tribunal del
condado donde actuaban como jueces.36
Lo que es significativo no es que los Comunes castigaran un
intento de influir en las elecciones, sino los fundamentos sobre los
que lo hicieron. Sir Robert Phelips, quizás el miembro más astuto
de la Cámara de los Comunes en cada enfrentamiento con el rey,
explicó la necesidad de proceder con particular severidad contra
los poderosos de Cornualles: “Si la razón no me falla”, dijo en el
prim er discurso después de conocido el asunto de Cornualles,
“debemos ser muy precisos ante esta injuria para que ningún súb
dito se atreva a arrogarse el juicio de Su Majestad”.17 Los hombres
de Cornualles habían tratado de anticiparse al rey, y aunque eran
hombres im portantes en su condado, había que recordarles que
no eran más que simples súbditos. Como dijo sir Edward Coke, al
exigir que hicieran un reconocimiento público y local de su falta,
“lo que me conmueve es que han entrado en el pecho del rey como
si quisieran decir: ‘Su Majestad se sentirá justamente provocado, y su
pondrá que apoyamos a Eliot y Coryton en contra de él\ Así pues, se
trepan al corazón del rey”.18A ningún súbdito se le debe permitir su
bir tan alto como para que hable o actúe en lugar del rey. Deben ser
obligados a bajarse y a morder el polvo, y deben hacerlo en Cornua-
lies, de modo que los súbditos comunes del lugar sean testigos de su
humillación.
Los magnates de Cornualles fueron derrotados fácilmente, ya
que no pudieron alegar autorización del rey para lo que habían
hecho.19 ¿Pero qué habría ocurrido si el rey hubiera venido en su
ayuda y ratificado que tenían un lugar en su corazón y que habían
hecho lo que él en su sabiduría y rectitud había querido que ellos
hicieran o hubiera aprobado lo hecho por ellos? Algo parecido ya
había ocurrido en el caso de Richard Montagu en 1625.
Montagu era un clérigo que había argumentado que la Iglesia
de Roma y la Iglesia de Inglaterra estaban menos apartadas que
Cristo y el Anticristo, y podrían algún día reconciliarse. Los Comu
nes lo pusieron en prisión, lo censuraron por sus doctrinas, las
cuales, tuvieron el cuidado de señalar, eran contrarias a la demos
tración hecha por el rey Jacobo de que el papa era el Anticristo.
Por este leve deshonor hecho al rey, la Cámara de los Comunes se
disponía a presentar a Montagu a la Cámara de los Lores para un
castigo más grave del que ellos mismos se atrevían a imponer,
cuando Carlos I, que acababa de ascender al trono, los disuadió
con un mensaje en el que les informaba que había nom brado a
Montagu su capellán.20 ¿Había otra manera más clara de decir que
él aprobaba las doctrinas de Montagu? De todas maneras, aunque
los Comunes no estaban seguros de cómo continuar con el caso,
no sacaron precipitadamente la conclusión de que debían dejar ir
a Montagu porque el rey parecía haberle dado protección en su
propio círculo de intocable divinidad. Sea lo que fuere que el rey
pudiera decir, por muy alto que el rey pudiera tratar de elevarlo,
lo cierto era que Montagu era solamente un súbdito. Aunque no
estaba constitucionalmente claro que la religión estuviera dentro
del alcance de la Cámara de los Comunes, Edward Alford, uno de
los parlamentarios más experimentados de la Cámara, dijo que se
ria la ruina del Parlamento si ellos no procedían contra Montagu
simplemente porque el rey les había dicho que no lo hicieran.21
La Cámara de los Comunes continuó insistiendo en las acusacio
nes contra él en subsiguientes sesiones y solicitó al rey que lo cas
tigara e hiciera quemar su libro. El rey hizo quem ar el libro, pero
castigó a Montagu convirtiéndolo en obispo de Chichester.22
Aunque la Cámara de los Comunes quedó en segundo lugar
en el caso de Montagu, el hecho de que continuara insistiendo
muestra su decisión de impedir que el rey com partiera algún as
pecto de su divinidad con un súbdito. Otro ejemplo de esta deci
sión se produjo en 1629, cuando, al inaugurarse las sesiones, un
miembro hizo saber que los funcionarios de aduana le habían
em bargado algunos artículos por negarse a pagar tonelaje y una
tasa por cada libra de peso. El Parlam ento norm alm ente había
votado estos impuestos sobre las importaciones para el monarca
por la duración de su reinado, pero se había negado expresa
mente a votárselos a Carlos, y éste lo había convocado para pedir
la concesión de otros impuestos. Los miembros del Parlam ento
se dieron cuenta rápidam ente de que a menos que los artículos
embargados fueran devueltos, la concesión de nuevos impuestos
implicaría que el embargo había sido válido y que el rey podía
cobrar tonelaje y una tasa por cada libra de peso sin su consenti
m iento.25 Si el rey lo hacía, en opinión del Parlam ento estaría
claram ente com etiendo un error, pero el rey no podía cometer
errores. Por lo tanto, los que debían de estar equivocados eran
los funcionarios de aduana, por no m encionar al tribunal de ha
cienda, que había aprobado el embargo. Todos ellos eran súbdi
tos y habían hecho cosas malas en nombre del rey. Se necesitaba
un gran esfuerzo de la imaginación para disociar a estos funcio
narios del rey, particularm ente cuando éste las había encargado,
es decir, les había dado la concesión escrita que los autorizaba a
cobrar tonelaje y una tasa por cada libra de peso. Pero exaltar la
rectitud del rey a la vez que se condenaba la culpabilidad de los
funcionarios era una manera de confinar al rey dentro de su di
vinidad y m antener a los súbditos fuera de ella. El erudito John
Elden estaba seguro de que “aquello que hagamos de manera co
rrecta y justa no disgustará a Su Majestad”,24 y redactó la acusa
ción contra uno de los oficiales de esta manera: “Al no haber una
concesión de tonelaje y tasa por cada libra de peso por una ley
del Parlamento, el funcionario se concedió a sí mismo y a sabien
das el permiso para su propio beneficio”. Que quien no podía
com eter ningún error había, a sabiendas, otorgado una conce
sión, era algo que no podía admitirse.-0
Como en el caso del asunto Montagu, el rey también intervi
no. Al afirmar que los funcionarios habían actuado según sus ór
denes, aparentemente destruyó la acusación que los Comunes es
taban preparando.26 Esta vez la Cámara de los Comunes estaba en
suelo más seguro. Selden presentó otra vez el dilema: “Si un cri
men cometido por un súbdito es un acto suyo, o si al seguir las ór
denes del rey se nos impide a nosotros actuar”.27 No lo impidió,
aunque les dio un respiro. Al final fue necesario m antener al pre
sidente de la Cámara en su banca por la fuerza mientras aproba
ban resoluciones que condenaban no sólo a los funcionarios de
aduana, sino a cualquier otro súbdito que propagara opiniones
equivocadas sobre religión o sobre tonelaje y tasa por cada libra de
peso. Todas esas personas, incluyendo comerciantes que pagaran
los impuestos y ios funcionarios de aduana que los cobraran, las
personas que aconsejaran pagar esos impuestos y también perso
nas que trataran de introducir el papismo o el arminianismo; to
das debían ser consideradas enemigos capitales del reino.28 Sencilla
mente no se podía admitir que tenían órdenes del rey para lo que
hicieran o dijeran. Mientras el presidente de la Cámara se resistía en
su silla, sir John Eliot hizo la profesión de fe formal que disociaba al
rey de tales enemigos capitales. “Hemos manifestado en todo lo que
hacemos,” dijo, “obediencia a él como lo más alto por debajo de Dios
[...]. Nada se ha hecho entre nosotros que no sea aceptable para la
justicia de Su Majestad; y como él es justo, no tenemos dudas de que
hace lo que es justo, que es lo que deseamos de él”.29
Como se habrá observado, en tanto los Comunes castigaban
el atrevimiento de los otros súbditos, se habían trepado ellos mis
mos al corazón del rey. No se dijeron a sí mismos: “El rey es sabio
y bueno. Por lo tanto, hagamos lo que él quiere”, sino que dijeron:
“El rey es sabio y bueno. Por lo tanto, debe querer lo que quere
mos”. Su manera de pensar se manifiesta claramente en el caso de
Roger Manwaring, otro de los capellanes del rey, que había defen
dido e) préstamo forzoso en un sermón que se había publicado.
John Pym, al solicitar su castigo, dedicó la mayor parte de su argu
mento a demostrar que Manwaring en realidad había defendido
el préstamo. Para demostrar a la Cámara que esto era razón para
el castigo, era suficiente manifestar que el rey debe despreciar a
cualquiera que aprobara lo que la Cámara de los Comunes desapro
baba. “Grande es el amor y la devoción de Su Majestad para sus súb
ditos”, dijo Pym “se puede ver entonces fácilmente que él debe abo
rrecer a este hombre que lo aleja de la justicia y la devoción”.30 De
esta manera los Comunes daban por supuesto que sabían lo que que
ría el rey mejor que sus funcionarios designados, m ejor incluso
que el rey mismo.
De hecho, los Comunes estaban exaltando al rey hasta colo
carlo en un punto en que quedara fuera del alcance de cualquier
mortal, salvo el de ellos mismos; hasta un punto también en que
su cuerpo político podría perder contacto con su cuerpo natural.
Un gran núm ero de cortesanos ambiciosos, según la opinión de
los Comunes, continuamente se acercaban al oído natural del rey
para informarlo mal y así conseguir beneficios para ellos mismos.
Pero el rey, con su cuerpo político, deseaba siempre lo mejor para
sus súbditos, para todos ellos, y seguramente ningún súbdito esta
ba más capacitado para saber lo que era mejor para todos que los
representantes de todos los súbditos del rey reunidos. “Si algo no
sale como es debido,” dijo sir Robert Phelips, “no es el rey Carlos
quien se aconsejó a sí mismo, sino el rey Carlos mal aconsejado
por otros y engañado por consejos desviados”.31 Cuando se pre
sentaron pruebas de que el rey había actuado contra la ley vigen
te, la Cámara de los Comunes o bien se negó a creer en ellas (co
mo dijo sir Thomas Wentworth: “Detesto a quien crea que el rey
debe dirigir esto. Sabemos que el rey no puede tener conocimien
to directo de estas cosas”),32 o bien le echó toda la culpa a quienes
realizaron el hecho (como dijo John Glanville: “Nuestra ley dice
que una orden del rey que contraríe la ley es nula, y el agente del
acto queda solo. Si hubo una orden, fue en base a información
errónea 5 ).
>\
* Roundheads. A podo dad o a los partidarios del Parlam ento por su corte de pelo al esti
lo puritano. [T.]
algunos pequeños municipios y ciudades del país tenían asigna
dos representantes, algunos de los más grandes no los tenían.95
Pero incluso cuando ridiculizaban la idea de un pueblo-sobe
rano encarnado en un parlamento, los monárquicos no podían re
sistir la tentación y tomaban la idea en sentido literal, para volver
la contra sus adversarios. Supongamos que los ingleses salieron de
la tierra y se dispusieron de m anera unánime a delegar cualesquie
ra poderes que tuvieran, o parte de esos poderes, ¿qué parte ha
bían delegado al Parlamento y qué parte ai rey? ¿Y en quién, si es
que había alguien, habían delegado el poder para cambiar la dis
tribución original, cualquiera hubiera sido ésta?
Una referencia a las órdenes judiciales que convocaban a los
votantes a las urnas sugería una respuesta objetiva a estas pregun
tas. La pequeña minoría de la población que votaba lo hacía por
órdenes del rey, v su orden especificaba el propósito para el que él
necesitaba que ellos eligieran representantes, es decir, para acon
sejarlo y dar el consentimiento a los actos de su gobierno, “para
ser nuestros consejeros, no com andantes”. No había nada en
aquellas órdenes legales que indicara que a los representantes se
les otorgaban poderes para hacer otra cosa, y ciertamente no, co
mo el rey se los recordaba, para “cambiar el gobierno de la Iglesia
y del estado”.96 Si el pueblo efectivamente poseía el poder de crear
y destruir gobiernos y también podía otorgar ese poder a otros,
¿qué pruebas había de que alguna vez lo hubiera otorgado al Par
lamento? “Claramente”, dijo sir John Spelman, uno de los monár
quicos más capaces, “no hay ningún encargo de esa naturaleza im
partido a la Cámara de los Comunes. Su tarea está limitada por la
orden judicial impartida para aconsejar al rey, no para aprobar leyes
y ordenanzas que de ninguna manera vayan contra él”.97
Incluso suponiendo que la Cámara de los Comunes represen
tara a todo el pueblo con algún propósito, por el mismo razona
miento que le otorgaba soberanía al pueblo, aquellos que elegían
representantes debían también tener poder para despedirlos. Los
voceros del Parlamento argumentaron que el pueblo podía revo
car los poderes que supuestamente había otorgado al rey. Si ése
fuera el caso, decían los monárquicos, podían también revocar los
poderes que habían otorgado a sus representantes.98
Para confirm ar este último punto, los monárquicos asumie
ron la voz de los votantes y anunciaron su intención de volver a
llamar al Parlamento por “haber violado la confianza que depo
sitamos en vosotros”.99 “Nosotros aconsejamos a todos nuestros
caballeros y representantes13, dijeron, “no votar más contra nues
tro gracioso Soberano Y así como protestamos contra tales
ordenanzas dictadas contra el rey, o sin su consentimiento, retira
remos nuestra confianza y poder de representación a todos los
que continúen haciéndolo”.100 Un grupo de “caballeros y propie
tarios” de una docena de condados, ocho ciudades y cincuenta y
dos municipios se dirigieron a sus representantes por su nombre,
repudiando sus acciones, y declararon que “revocaban y recupera
ban toda aquella confianza, poder y autoridad que antes delega
mos y entregamos a ellos”.303 Los autores monárquicos llegaron
incluso a sugerir que el pueblo podía retirar todo el poder de la
Cámara de los Comunes y colocarlo en el rey solo.102 Si el pueblo
era soberano, podía poner el poder donde quisiera. Y ésta no era
ninguna amenaza estéril. A medida que la disputa continuó, aun
que el ejército parlamentario llevaba ventaja, sus voceros en la
prensa estaban dispuestos a reconocer que “el partido más grande
es el del rey”.103
En la medida en que los monárquicos rechazaban en general la
soberanía popular, estaban discutiendo una causa perdida. Pero al
desafiar la afirmación del Parlamento de ser el único depositario de
esa soberanía, ampliaron las dimensiones de la ficción y colabora-,
r¿>n en su futuro éxito como base del gobierno m oderno. Las ficcioJ
fles políticas, ya lo hemos observado, pueden imponer restricciones
a las minorías que gobiernan tanto como a las mayorías que son go
bernadas; y la soberanía del pueblo podía ser usada para refrenar a
los pocos que gobernaban en el Parlamento, así como el derecho
divino había sido usado para refrenar al rey. Los monárquicos fue
ron los primeros que trataron de usarla de esta manera, y a ellos los
siguieron otros con objetivos más grandes en mente.
El objetivo para ambos, en la medida en que aceptaban la
nueva ficción, era acercar los hechos de la vida política, no sólo pa
ra hacer que el Parlamento fuera más receptivo a quienes lo ha- ■
bían elegido, sino también para hacer más aceptable la existencia
misma del cuerpo imaginario que podía crear tanto reyes como par
lamentos y poner límites a sus acciones. Aun cuando ese cuerpo
mismo no podía ser visto ni oído en ningún momento o lugar, sí po
día dar, sin embargo, pruebas de su existencia, como la existencia de
Dios, si aquellos en el poder pudieran ser llevados a reconocer
que un conjunto de principios, mandamientos, límites, un conjun
to de “elementos constitucionales fundamentales”, superior al go
bierno mismo, emanaba de él. Semejante reconocimiento podría
requerir un acto de fe, como el hecho de considerar al rey lugar
teniente de Dios, pero podría haberle dado al Parlamento un de
recho más creíble para ejercer los poderes en nombre del pueblo
que el que habría podido conseguir en las décadas de 1640 y 1650.
El desarrollo de la soberanía popular después de que rev v Parla
mento fueron a la guerra estuvo más en los esfuerzos de los mo
nárquicos y los radicales contra el Parlamento que en la ciega
identificación de lo popular con el poder parlamentario como se
decía desde Westminster.
Las limitaciones de la opinión parlamentaria se pusieron en
evidencia en las primeras respuestas al desafio monárquico, que
no fue más allá de dolorosas sorpresas y dogmáticas negativas. A la
vez que reconocían implícitamente la popularidad monárquica,
los voceros parlamentarios se quejaban de deserción. Aquellos
que abandonaban al Parlamento para ir con el rey, decían, “se
abandonan a sí mismos, a su religión, a sus leyes y propiedades, y
todo aquello que puede ser llamado propiam ente suyo”.104 El Par
lamento no era simplemente el representante del pueblo, era el
pueblo: “los hombres del Parlamento no son otra cosa que noso
tros mismos y, por lo tanto, no podemos abandonarlos, salvo que
nos abandonemos a nosotros mismos”.103 O, como lo dijo otro
apologista parlamentario, “su criterio es nuestro criterio, y aque
llos que se oponen al criterio del Parlamento se oponen a su pro
pio criterio”.106Abandonar al Parlamento no sólo era autodestruc-
tivo, sino que era perverso. “Nada puede haber bajo el cielo”, dijo
Parker, “después de renunciar a Dios, que pueda ser más pérfido y
más pernicioso en la gente que esto”.507 Otros sugirieron que
* aquellos culpables “de falta de respeto desagradecida e indigna al
Parlamento [...} sólo podían ser corregidos con el látigo del Par
lam ento”.108 A partir de semejantes premisas no debe sorprender
que se encuentren abogados del lado parlamentario argumentan
do que el Parlamento “no puede equivocarse”, que “ninguna cosa
deshonrosa debe ser imaginada de ellos, y que “reyes seducidos
podrían perjudicar al bien común, pero los Parlamentos n o ”.109
, Oue^un cuerpo tan infalible pudiera estar sujeto a la destitu
ción o la reprim enda por parte de aquellos que lo habían elegido
era inimaginable. Aunque el Parlamento podría apropiadamente
apoyar al rey a quien, actuando en nombre del pueblo, había crea
do, el pueblo no tenía un derecho similar en relación con el Par
lamento, porque el pueblo y el Parlamento eran la misma cosa. 3^1
acto de otorgar el poder a sus representantes por parte del pueblo
“¡ana vez ejecutado era imposible de revocar”. Además, el poder
que otorgaron era total: “El pueblo”, según uno de los más ardien
te s portavoces parlamentarios, “no se ha reservado ningún poder
para sí, desde sí, en el Parlamento”.110
Al dotar al pueblo con la autoridad suprema, pues, el Parla
mento pensó solamente en dotarse a sí mismo. Esa intención do
minó su respuesta a la presión popular, incluso en la forma tradi
cional de las peticiones. Cuando “los más importantes habitantes
de la ciudad de Londres” hicieron una petición de una menor in
transigencia en las negociaciones parlamentarias con el rey, el Par
lamento respondió que su condición de depositario de los dere
chos de todo el reino no le perm itía satisfacer a una parte del
reino (es decir, los peticionarios), y en un estallido de franqueza
admitió que “no queremos que el pueblo nos solicite nada en ab
soluto, en ningún caso, salvo cuando nos apartemos manifiesta
mente de nuestro deber”.113 No decía quién iba a decidir que tal
apartamiento era manifiesto. Para 1647, cuando al Parlamento se
le hizo una petición de un amplio espectro de reformas, incluyen
do una mayor libertad religiosa, el cuerpo ordenó que la petición
fuera quemada por el verdugo com ún.112
El Parlamento que asumió esta arrogante posición es apropia
damente conocido como el Parlamento Largo. Votado en 1640, si
guió siendo el cuerpo gobernante del reino hasta 1653. Durante
ese tiempo la mayoría de sus miembros partieron para unirse al
rey, o murieron, o fueron expulsados, y la mayoría no fue reempla
zada en nuevas elecciones* El ejército que creó obligó a renunciar
a once miembros en el verano de 1647, y en diciembre de 1648,
durante la Purga del Pride, prohibió por la fuerza a más de 110
miembros el acceso a sus escaños, dejando a solamente unos dos
cientos miembros en la Cámara de los Comunes. Fue esta minoría
siempre en disminución. la mayoría de ellos elegidos en 1640. ja
qpe decidió expresar hasta 1653 la voluntad del pueblo.115
Gracias a sus ejércitos, el Parlamento sobrevivió al desafío mo
nárquico en el campo de batalla. Pero la debilidad misma de su
afirmación de representar al pueblo, combinada con su larga du
ración y la creciente lejanía de sus electores, invitaba a desafíos
que iban más allá del representado por los monárquicos, desafíos
en los que la relación de la soberanía popular con las personas
reales fue analizada de manera tan penetrante como jamás lo ha
bía sido. Mientras la cuestión de la guerra estuvo dudosa, los más
ardientes defensores de la nueva ficción se contentaron con cerrar
filas detrás del Parlamento.114 Para el verano de 1645, mientras las
fuerzas del rey trastabillaban hacia la rendición, voces desde den
tro de las propias filas comenzaron a exponer las deficiencias de la
pretensión parlamentaría y a solicitar reformas que achicaran la
brecha que separaba la ficción de los hechos.
Las voces venían de muchas direcciones. El derrocamiento in
minente del rey, su ejecución en 1649 y el establecimiento de un
gobierno republicano hicieron que muchos hombres reexamina
ran todas sus viejas suposiciones acerca de sí mismos y del mundo
en que vivían.115 Un grupo, creyendo que la Quinta Monarquía
anunciada en el Apocalipsis estaba cerca, solicitó el establecimien
to inmediato de un gobierno teocrático en manos de santos. Otro
grupo, que llegó a ser conocido como los diggers ('cavadores), de
cidió abandonar casi todas las relaciones y las instituciones que los
habían ligado a otros hombres hasta ese momento. Armados sola
mente con azadas y visiones místicas, empezaron a cavar en los te-
rrenos comunes y solicitan poner fin a la propiedad privada y a las
diferenciaciones sociales. Estas personas apacibles eran demasiado
pocas en número y demasiado imaginativas en sus objetivos como
para afectar seriamente la forma que finalmente iba a adquirir la
soberanía popular. Pero otro grupo, etiquetado por sus adversa-
nos como levellers (niveladores), aunque no logró conseguir la ma
de sus objetivos, estuvo m ucho más cerca,116 Los objetivos
y o r ía
que se propusieron no estaban fuera del alcance, y muchos, de he
cho, han sido alcanzados en el desarrollo de la soberanía popular
que todavía continúa.
Que los levellers llegaran a estar tan cerca del éxito como lo es
tuvieron en su propio tiempo se debió a la influencia que ejercie
ron sobre otro grupo que también estaba insatisfecho con el Par
lamento, concretamente el ejército que libraba las batallas de éste.
Tanto el ejército como los levellers, dentro y fuera del Parlamento,
estaban comprometidos con la supremacía del Parlamento sobre
ej rey. Pero al igual que los monárquicos, con los que en algún
punto casi unieron fuerzas, _se fueron sintiendo cada vez más des
contentos con el Parlamento tal como existía, Ysu descontento los
impulsó, como había ocurrido con los monárquicos, a pensar en
■áLsigmfieadP-.de la soberanía popular con más seriedad de lo que
los miembros del Parlamento estaban dispuestos.
Lo que inicialmente provocó la insatisfacción de los levellers y
del ejército, e incluso de otros grupos, no fue tanto lo que el Par
lamento era o no era, sino lo que hacía o dejaba de hacer. La dis
puta del Parlamento con el rey había estado fuertemente influen
ciada por sus políticas religiosas. Sus miembros temían que el rey
deseara conducir a la Iglesia de Inglaterra de regreso a Roma, y
que incluso pudiera llegar a convocar a las tropas católicas de
Francia o de Irlanda para lograr ese objetivo, un miedo agudizado,
si no confirmado, por sus esfuerzos por obtener ayuda exterior
después de iniciada la guerra. El Parlamento, en su hostilidad al
catolicismo, probablemente disfrutaba de un amplio apoyo popu
lar. Pero de ello no se sigue que los ingleses estuvieran de acuerdo
con las ideas religiosas de sus miembros. Con la abolición de las
restricciones después de 1641, las creencias religiosas y eclesiásti
cas se multiplicaron. Algunos apoyaron la continuación del epis
copado, algunos una cierta forma presbiteriana de Iglesia nacio
nal, y otros, que representaban una gran variedad de doctrinas
teológicas, se inclinaban por la libertad para que cualquier grupo
organizara su propia Iglesia independiente sin ninguna necesidad
de una organización que abarcara a todo el país.
Lo que ocurrió fue que los miembros del Parlamento se fue
ron inclinando cada vez más a favor de una Iglesia presbiteriana
nacional, y fueron empujados en esta dirección por la necesidad
de ayuda militar de Escocia, donde los presbiterianos tenían el
control. Hacia 1645 parecía que el Parlamento, dado su curso, iba
a im poner el presbiterianismo a todos. Pero, tal como estaban las
cosas, los hombres que componían el ejército se inclinaban cada
vez más a apoyar la Independencia, es decir, la libertad religiosa y
la independencia de las diferentes congregaciones. O.liver Croro-
well en particular, que condujo a la caballería en victorias especta
culares sobre las fuerzas del rey, apoyaba la libertad religiosa, al
igual que j^hn Lilburne, un teniente coronel tan intrépido con la
pluma y la tinta como lo era Cromwell con la espada. jLilburne,
junto con Richard Overton, u n impresor, y William Walwyn, un co
merciante de Londres, produjeron un torrente de escritos que íes
valieron el nombre de levellers a ellos y sus partidarios. Iiran todos
“independientes” en sus opiniones acerca de la Iglesia, y fue en
aposición a las políticas presbiterianas del Parlamento que formu
laron por primera vez sus propuestas de reforma.
Las propuestas mismas, aunque apuntaban a cambios en las
políticas parlamentarias, iban más allá de medidas específicas.
Proponían cambiar lo que el P a r la m e n t o h a c ía , c a m b i a n d o lo
que era y, al mismo tiempo, proponían ponerle límites, en nom
bre del pueblo, a lo que podía hacer. No sólo querían dar una
mayor participación a la gente para la elección del Parlamento, si
no también dar “al pueblo” una manera de ejercer su soberanía
finiera del Parlamento y con una necesaria superioridad respecto
dg éste. El hecho de que los levellers y la mayoría de los otros refor
madores del período fracasaran se debió a que tomaron las nue
vas ficciones demasiado literalmente, dotando a “el pueblo” con
capacidades de acción que un cuerpo tan ideal —ideal en sentido
filosófico—jamás podría poseer. Pero por ello mismo dejaron ex
puesto el fracaso del Parlamento en no tomar demasiado en serio
sus propias ficciones y alertaron a quienes aceptaban las nuevas
ficciones sobre la necesidad de limitar las acciones de cualquier
poder gobernante, cualquiera que fuera su supuesta fuente de
autoridad.
Las propuestas de los levellers desmentían el nombre que sus ad
versarios les habían puesto. La palabra 11leveller” (nivelador) implica-
lya un deseo de nivelar las diferencias sociales y económicas, y ha
bría descrito con mayor precisión a los dimers (cavadores), a quienes
e$ efecto se les aplicó en su primera aparición, probablemente co
mo parte del esfuerzo constante de desacreditar a los levellers. Tam
bién podría haber sido aplicada a algunos panfletistas aislados de la
época, que denunciaron a los votantes por votar para el Parlamento
“a los más nobles y más ricos del condado”, argumentando que “son
ellos quienes los oprimen, de modo que la esclavitud de los votantes
es la libertad de ellos, la pobreza de aquéllos es la prosperidad de és-
t o s 1i'LLos mismos levellers se quejaban muy poco acerca de la com
posición social de la Cámara de los Comunes. Ellos expresamente
negaban tener alguna intención de nivelar los patrimonios, y que
rían que la Cámara también lo negara.11^ Sus propuestas para refor
mar la Cámara estaban dirigidas, no tanto contra el hecho de que
estaba dominada por una elite social como contra la desigual distri
bución geográfica de las bancas y su larga duración. Querían elec
ciones anuales y una asignación de escaños entre los condados de
Inglaterra proporcional a su población. Habrían ampliado el dere
cho al sufragio, excluyendo sólo a las mujeres, a los niños, a los cri
minales, a los sirvientes y a los indigentes,119 y le habrían negado a
la Cámara de los Comunes el derecho de expulsar a un miembro
sin el consentimiento de sus componentes. A una Cámara de los Co
munes reformada de esta manera le habrían dado todos los poderes
del gobierno central, eliminando totalmente del gobierno a la Cá-
jn a ra de los Lores junto con el rey.120 ____________________
La extensión del sufragio y de la representación podría muy
bien haber dado como resultado una cierta ampliación en la com
posición de la Cámara de los Comunes para que incluyera a hom
bres de m enor rango, pero si ése fue el objetivo de los levellers, no
lo expresaron. La eliminación de la Cámara de los Lores, por cier
to, habría impedido a los rangos más altos de la aristocracia una
participación automática en la autoridad política. Pero al propo
ner la abolición de la Cámara de los Lores, los levellers no propusie
ron la abolición de la nobleza. Es más, invitaban a que cualquier
lord que todavía abrigara la ilusión del poder político se presenta
ra a las, elecciones para la Cámara de'los Comunes,121 y no es im
probable, dada la influencia económica de la mayoría de los lores
y la deferencia popular que en general se les dispensaba, que mu
chos podían haber ganado escaños en una Cámara del upo pro
puesto por los levellers. No es evidente que este resultado pudiera
haber molestado a los levellers. La soberanía del pueblo, tal como
ellos la veían, no requería ningún cambio radical en la estructura
social, de hecho, lo prohibía.
Sí se requería, sin embargo, más que una reforma en la elec
ción y la distribución de los representantes en una Cámara de los
Comunes más fuerte. Aunque la reforma de la Cámara de los Co
munes propuesta por los levellers apuntaba a perm itirle hablar
más sinceramente de lo que ellos consideraban la voluntad del
pueblo, nunca reclamaron, como hizo Henry Parker, que el Par-
lamento fuera “el pueblo” mismo. Y a medida que se fueron sin
tiendo más v más desilusionados con el Parlamento existente, fue
ron pensando cada vez más en términos no m eram ente de
reformarlo, sino de encontrar maneras adicionales, alternativas,
más directas, de expresar la voluntad popular, y con ello controlar
a cualquier parlamento futuro que escapara al control popular,
¡como lo había hecho éste.
Los levellers, efectivamente, habían identificado el problem a j
principal de la soberanía popular, el asunto de poner límites a un
gobierno que hacía derivar su autoridad de un pueblo por quien
sólo él, según aseguraba, tenía el derecho de hablar. ¿Cómo podía
el pueblo, suponiendo que existiera algo semejante, hablar por sí
mismo y dar órdenes al gobierno que supuestamente él había
creado? En particular, ¿cómo podía el pueblo dirigirse a un Parla
mento que reclamaba para sí, en nombre de ese mismo pueblo,
una autoridad que carecía de límites?
La primera línea de una aproximación a la limitación popular
del Parlamento provino de una dirección marcada por los m onár
quicos. Estos habían argumentado repetidam ente que el pueblo
podía otorgar a sus representantes sólo aquellos poderes, cuales
quiera que fueran, que ese mismo pueblo poseía. La visión monár
quica respecto a cuáles poderes poseía el pueblo era, por supues
to, limitada: el pueblo tenía el poder de aprobar la legislación y no
mucho más. Cuándo se volvió evidente que el Parlamento estaba
empeñado en establecer el presbiterianismo como la religión del
estado, aquellos que tenían una visión más amplia de los poderes
del pueblo, pero apoyaban la libertad religiosa, recogieron y am
pliaron el argumento monárquico. A comienzos de 1645, Walwyn
lo reformuló y transformó para prohibir toda regulación parla
mentaria sobre religión: “El pueblo de un país”, dijo, “al elegir un
Parlamento, no puede, entonces, otorgar más poder que el que él
mismo posee; la fórmula sencilla es que aquello que un hombre
no puede obligarse voluntariamente a hacer, o prohibirse hacer
sin pecar, no puede ordenar o hacer que alguien ordene a otro
que haga”.122 Richard Overton reiteró la idea el siguiente año al
decir a los miembros del Parlamento: “ni ustedes, ni nadie más
puede tener poder alguno para involucrar al Pueblo en los temas
que conciernen a la adoración de Dios [...] pues no podemos
conferir un poder que no estaba en nosotros, pues no hay ningu
no de nosotros que pueda sin pecar deliberadamente comprome
terse a venerar a Dios de ninguna otra manera, sólo así, según
nuestro particular entender, aprobaremos lo que sea justo”.123 El
argum ento fue presentado de manera más dramática en 1648
cuando los levellers en el ejército discutieron el tema con sus oficia
les. En respuesta a la sugerencia de los oficiales de que el magistra
do civil podría tener algún poder limitado para suprimir la blasfe
mia y regular la religión, Thomas Collier, un capellán con
tendencias baptistas, preguntó cómo el magistrado podía tener
ese poder. Dios mismo podía dárselo, reconoció: “Si Dios mismo le
ha dado ese nombramiento, nada podemos hacer para limitarlo”.
Pero el derecho divino tendría que ser demostrado: “ Si Dios mis
mo le ha dado ese nombramiento, entonces, que lo demues
tre”.124 No era necesario aclarar que nadie podía mostrar un nom
bramiento firmado y sellado por el Todopoderoso. La divinidad se
apartaba del gobierno.
Una vez que se admitió que había poderes que el pueblo no
podía conferir a su gobierno, era natural extender la limitación
aberra de lo qne e.1 pueblo podía otorgar, así como limitar la am
plitud de los poderes que otorgaba o había otorgado. Overton
proporcionó una base teórica para la prim era clase de limitación
postulando un poder igual en todos los hombres sobre sus propios
.cuerpos. A partir de esta propiedad individual del yo deben deri
varse todos los poderes confiados al gobierno. Todo el propósito
de ese otorgamiento de poderes era para los “diferentes benefi
cios, seguridades y libertades” de aquellos que los concedieron.
Por lo tanto, argumentaba, sólo se podían otorgar aquellos pode
res que servían a ese propósito, “pues por naturaleza, ningún
hombre puede abusar de sí mismo, atorm entarse o afligirse a sí
mismo, de modo que por naturaleza, ningún hombre puede dar
ese poder a otro, dado que no puede hacerlo consigo m is m o 123
John Cook, un abogado y simpatizante de los levellers, lo expresó
de manera más positiva: “los hombres libres no pueden entregar
su libertad más allá de lo que conduce a la justicia universal y a la
privada”.126 En otras palabras, en un lenguaje de tiempos posterio
res, algunos derechos y poderes humanos eran inalienables.
Mientras Overton y Cook estaban form ulando estas teorías
precoces, Overton, Lilburn y otros también estaban en busca de
alguna forma de materialización de los derechos específicos del
pueblo en leyes fundamentales que contrarrestaran cualquier
disposición en contrario que hubiera sido aprobada por el Parla
mento. En esta búsqueda se veían obstaculizados por las ficcio
nes históricas que habían creado ai argum entar a favor de la abo
lición del rey y la Cámara de los Lores. Mientras que los
monárquicos habían evitado en general basar los derechos de los
reyes ingleses en la conquista de Guillermo, los levellers adopta
ron esa atribución como un medio de desacreditar no sólo al rey
y a la Cámara de los Lores, sino también a gran parte de la legis
lación inglesa, incluyendo el derecho consuetudinario (que tra
dicionalmente había sido considerado el baluarte de la libertad).
Todo ello era producto del “yugo n orm ando”, del que los ingle
ses debían entonces librarse. Y los levellers continuaron atacando
el derecho consuetudinario y a los abogados que eran necesarios
para descifrar sus intrincados vericuetos en latín y francés.127 En
consecuencia, mientras Lilburn y sus amigos buscaban una ex
presión legal de la voluntad del pueblo fuera de Parlamento, tu
vieron que recurrir a lo ocurrido antes de 1066 para hallar “cons
tituciones y costumbres fundam entales”;128 de otra m anera
debían contentarse con las concesiones que habían logrado
arrancarles a los monarcas subsiguientes. Consideraban que es
tas concesiones, incluyendo la Carta Magna y la Petición de De
rechos, “no eran más que una parte de los derechos y libertades
del pueblo [...] arrancadas de las garras de aquellos reyes que
habían conquistado al país, habían cambiado las leyes y por la
fuerza los m antenían subyugados”.129
Los levellers habían llegado a adoptar esta posición incluso an
tes de que el rey fuera sometido. Después de que sus ejércitos fue
ron derrotados y ei rey mismo se había convertido en un prisione-
.rp. dejó de ser necesario buscar en el pasado las constituciones
fundamentales o hacer reposar las libertades del pueblo en las
¿eoncesiones de los tiranos. Había llegado el momento de hacer
una declaración completa de los derechos del pueblo y de estable
cer los límites de los poderes que la gente podía y debía conceder
a sus representantes en una Cámara de los Comunes reformada y
suprema. Lo que los levellers proponían era un “Acuerdo del Pue
blo” que debía ser firmado por todos los ingleses que estuvieran
de acuerdo con transferir a sus representantes los poderes allí es
pecificados. (No está del todo claro qué habría ocurrido con aque
llos que no estuvieran de acuerdo.)130
Las prohibiciones y requerimientos específicos para el Parla
mento sin rey y sin pares del reino que se iban a incluir en ese
acuerdo reflejaban la experiencia de los años precedentes. Entre
otras cosas, además de las limitaciones contenidas en la Carta Mag
na y la Petición de Derechos, el Parlamento no podía legislar so
bre religión, no podía reclutar hombres para el ejército o la mari
na, no podía otorgar privilegios o exenciones legales a ninguna
persona individual ni a ningún grupo, no podía enviar a prisión
por deudas ni im poner penas graves para delitos triviales, así co
mo tampoco podía exigir a los acusados que respondieran a pre
guntas que pudieran comprometerlos, “ni nivelar los patrimonios
ni destruirlos, ni convertirlos en com unes”.133 Muchas de las dis
posiciones eran imprecisas en su redacción, producto de los com
promisos y las discusiones no sólo entre los levellers mismos, sino
también entre los levellers de dentro y fuera del ejército, por una
parte, y los oficiales del ejército, por la otra.
Como consecuencia de tales discusiones, el Acuerdo sufrió un
gran número de metamorfosis y se publicaron varias versiones di
ferentes de él en distintos momentos. Para nuestros propósitos,
sin embargo, las-disposirion^ pspprífíra.s son menos im portantes
que la idea, en él contenida, del pueblo actuando separado de sus
^representantes en el Parlamento. En la primera versión publicada,
del 3 de noviembre de 1647, el razonamiento era claro: “Ninguna
ley del Parlamento es o puede ser inalterable, y por lo tanto no
puede constituir una seguridad suficiente para evitar daño a al
guien por lo que otro Parlamento pueda decidir, en caso de que
sea corrupto; y además, los Parlamentos deben recibir la totalidad
de su poder, y la confianza de aquellos que se lo otorgan; y, por lo
tanto, el pueblo debe declarar cuál es su poder y su confianza, que
es el propósito de este Acuerdo”.132 En consecuencia, la versión fi
nal expresamente prohibía que cualquier representante “entrega
ra, dispusiera o eliminara alguna parte de este Acuerdo”.133 La res
puesta del Parlamento existente a la propuesta fue como podía
esperarse: el Acuerdo del Pueblo, proclamó la Cámara de los Co
munes, es sedicioso, “destructor de la esencia de los Parlamentos y
del gobierno fundamental del Reino”.134 Un Parlamento que alega
ba poseer autoridad omnipotente otorgada por el pueblo no podía
permitirse admitir la posibilidad de que el pueblo se corporizara en
cualquier lugar fuera de las paredes de Westminster.
Si alguna vez hubo alguna posibilidad de que el Acuerdo del
Pueblo pudiera haber sido implementado, habría sido a través del
ejército, que para 1647 había empezado a verse a sí mismo como re
presentando al pueblo más directamente que el Parlamento. El Par
lamento había reclutado el “Nuevo Ejército Modelo” (Ñew Model
Army), como se lo llamó, en la primavera de 1645, y había logrado
un éxito casi inmediato. Tuvo menos éxito en lo que se refería a re
caudar el dinero para pagarlo. En la primavera y el verano de 1647,
cuando el Parlamento decidió, sin embargo, disolverlo, los soldados
reclutados formaron su propia organización para protegerse, eli
giendo a dos “agitadores” de cada regimiento. En junio los soldados
asumieron un “Solemne Compromiso” de no disolverse hasta que
sus exigencias fueran satisfechas, y sus exigencias incluían no sólo el
pago de sus propios sueldos atrasados, sino también algunos de los
cambios políticos que los levellers habían propuesto. El mismo día en
que asumieron el Compromiso, uno de ellos, el famoso Cornetjoy-
ce, secuestró al rey de manos de sus guardianes parlamentarios,
dándoles de esta manera a los soldados una carta de triunfo políti
ca, pues el rey, aunque ya no era una fuerza militar, seguía siendo
una fuerza importante desde el punto de vista político. Los soldados
crearon entonces un Consejo del Ejército, formado por sus agitado
res y dos oficiales de cada regimiento, junto con varios oficiales de
estado mayor. Fue en ese cuerpo y sus comisiones donde fueron ela
borados los términos del Acuerdo del Pueblo, y era ese cuerpo el
que podría haber encontrado una manera de instrumentarlo por
medio de alguna suerte de aprobación por voto popular.133
Aunque los levellers mismos continuaron insistiendo en la adop
ción del Acuerdo del Pueblo como una constitución fundamental,
el Consejo del Ejército, cada vez más dominado por Oliver Crom-_
well y su yerno Henry Ireton, desvió sus esfuerzos e hizo del ejército
rq-ismo el instrumento para el supuesto control popular del Parla
mento. Los soldados, en su Compromiso de junio de 1647, habían
señalado especialmente que ellos “no eran un ejército de mercena
rios contratados para servir a algún poder arbitrario de un estado,
sino que habían sido convocados y requeridos por varias Declaracio
nes del Parlamento, para la defensa de las libertades y derechos de
nosotros mismos y del pueblo”.136 Con el rey en sus manos, en
Hampton Court, habían marchado sobre Westminster en agosto de
1647 y forzado la dimisión o el retiro del Parlamento de los líderes
presbiterianos. Cuando el rey escapó a la Isla de Wight y los monár
quicos se unieron a él en una segunda guerra civil, el ejército actuó
otra vez no sólo para derrotar a los monárquicos, sino también para
poner fin a las negociaciones parlamentarias con él. El 6 de diciem
bre de 1648, el coronel Pride, en las puertas de la Cámara de los Co
munes, prohibió la entrada a todos los miembros del Parlamento
que apoyaban esas negociaciones. Al cabo de dos meses lo que que
daba del Parlamento Largo había juzgado, condenado y decapita
do al rey, y en marzo de 1649, había abolido tanto a la monarquía
como a la Cámara de los Lores.
Al hacerse cargo del gobierno, el ejército continuó actuando
a través del Parlamento. Fue un Parlamento que debía su existen-
cia más a los mandatos del ejército que a la elección directa, pero
el ejército justificaba sus dictados en nombre del pueblo. Incluso
mientras continuaban debatiendo un posible Acuerdo del Pueblo,
los portavoces del ejército explicaban que aunque era reclutado
por el Parlamento, en realidad era el agente apropiado del pue
blo: “Es verdad, el ejército recibió su mandato del Parlamento, así
como el Parlamento recibió el suyo del pueblo; de modo que el
ejército es igualmente nombrado por el pueblo, tal como lo ha si
do por el Parlamento, o el Parlamento por el pueblo”. Así como el
Parlamento había anteriormente afirmado estar apoyando al ver
dadero ser del rey al resistirse a él, en ese momento, el dominio
del Parlamento por parte del ejército no era “desobediencia y opo
sición al Parlamento, sino defensa del Parlam ento”. E¡ Parlamen
to, considerado correctamente, debe querer lo que el ejército que
ría, porque el ejército quería lo que el pueblo quería.137
Al comienzo de la Purga de Pride, se ofreció una identifica
ción más fuerte con el pueblo, quizá sin que el ejército tuviera que
buscarla. William Sedgwick, un capellán del ejército, después de
argumentar que el poder había pasado del Parlamento al pueblo,
declaró que “este ejército es realmente el pueblo de Inglaterra, y tie
ne la naturaleza y el poder de su totalidad en él”. Era, dijo, “el pe
cho y la fortaleza mismos de Inglaterra”. Tenía en él “el alma y la
vida de la nación”. Tenía “de manera incuestionable que recibir el
título de pueblo de Inglaterra’'. A la luz de tan perfecta identificación
con “todo el reino en su sentido verdadero y correcto” era ridículo
que el ejército se siguiera ocupando del Acuerdo del Pueblo.138
El razonamiento por el que Sedgwick llegó a esta conclusión re
veló una tendencia que iba a dar forma a muchas futuras apologías
para cualquier poder que alegara actuar en nombre del pueblo. El
habló del pueblo solamente “en su sentido verdadero y correcto”,
que no era el sentido más literal que los levellers tenían en mente. El
ejército, de acuerdo con Sedgwick, era “verdaderamente elpueblo, no
como torpe montón, o como un cuerpo pesado y tosco, sino de una mane
ra seleccionada, selecta. Es el pueblo en virtud, espíritu y poder, reunido
en corazón y en unión, y por ello muy capaz y apto para el trabajo
que tiene entre manos. El pueblo, en torpe montón, es un monstruo,
una inmanejable y rústica turba que no sirve para nada”.539
Como la autoridad del gobierno se alejaba cada vez más de to
da verdadera designación por elección popular, las caracterizacio
nes del pueblo se hicieron cada vez menos halagadoras. Era la
“m ultitud frívola”, “bestias en forma de hom bres”, que se iban a
destruir a ellos mismos a la m enor oportunidad. No era “vox, sino
saluspopuli” lo que debía predominar; “la mayor razón” debía pre
valecer sobre la “mayor, voz”,140 Éstos no eran los sentimientos de
los monárquicos, sino de los partidarios tanto del P.arla.me.nJ-n-r.o-
mo del ejército. Así pues, el reverendo John Goodwin, un frecuen
te vocero de los poderes de turno, justificó la Purga de Pride sobre
la base de que era correcto “salvar la vida de un lunático o de una
persona desviada, aun contra su voluntad”, y pasaba a argumentar
que “si un pueblo es depravado y corrupto, de modo que confiere
lugares de poder y confianza a hombres perversos y no merecedo
res, pierde su poder en este sentido, el cual pasa a aquellos que
son buenos, aunque sean pocos. De modo que nada que se quiera
argumentar a partir de la falta de acuerdo entre el pueblo y el ejér
cito tendrá sentido”.141 Que no se podía confiar en el pueblo en
masa para su propio bienestar era evidente a partir del "amor infan
til que la gente común y corriente deposita en la persona poco
atractiva de un rey”.142 Había que salvarlos de ellos mismos, pues
estaban “tan engañados con la grandeza del rey” que pensaban
que habría sido impropio resistirse a él.143
Los levellers no compartían esta opinión acerca del pueblo y
continuaron insistiendo en un Acuerdo del Pueblo, para ser im-
plem entado por el consentimiento expreso de los individuos en
toda Inglaterra y para ser tratado también como un contrato entre
los representantes y sus votantes. Después de la ejecución del rey, que
fue más allá de la deposición que los levellers proponían, protestaron
con vehemencia contra “las nuevas cadenas de Inglaterra” impuestas
por el ejército y por lo que quedaba del Parlamento Largo al gober
nar sin la autorización del pueblo y sin consideración de los límites
que habrían sido fijados por un Acuerdo del Pueblo.144 El ejército
respondió en marzo de 1649, arrestando a Lilburne, Overton,
Walwyn y Thomas Prince (un comerciante que había aparecido re
cientemente como líder del movimiento). Desde la Torre de Lon
dres estos cuatro continuaron denunciando al nuevo régimen, pe
ro la estridencia de sus protestas revelaba la inutilidad de su causa.
Aunque conservaban seguidores entre los soldados comunes, no
eran suficientes como para preocuparse. Un motín producido por
sus parddarios en mayo de 1649 fue rápidamente aplastado, y con
él desapareció toda esperanza de un Acuerdo del Pueblo. En sep
tiembre, el infatigable Lilburne hizo público un llamamiento a la
acción popular para elegir una nueva asamblea representativa que
reemplazara y derrocar al Parlamento existente y establecer los
principios del Acuerdo. Pero para entonces la debilidad de la res
puesta dejó en claro que la causa leveller estaba perdida.145
4. L os d o s cu erp o s d el p u e b lo
* Estrato m edio rural, integrado por propietarios y por arrendatarios que trabajan direc
tamente la derra. Estaban separados de la ggntrypor su estilo de vida antes que por su nivel
de riqueza. Yeoman es la expresiónen singular, yeomen en plural, y yeomamy alude al con
junto del grupo social. (T.j
Los representantes debían estar limitados a su carácter local de
súbditos. Debían ser los más aproximado posible a una réplica del
pueblo en general y, como sus votantes, serían no sólo demasiado
numerosos, sino demasiado incompetentes intelectualmente co
mo para crear leyes y desarrollar políticas. Serían, sin embargo,
completamente competentes para com prender de qué modo una
ley propuesta, diseñada por el senado republicano, los afectaría
como súbditos, y por lo tanto para aceptarla o rechazarla.
Harrington, como veremos, iba a tener una larga y continua
influencia en la historia posterior de la soberanía popular, espe
cialmente en las colonias norteamericanas, pero su senado delibe
rativo y su cámara de representantes de sí-o~no fueron quizá las
menos exitosas de sus propuestas. Aunque la separación de los po
deres dentro de la estructura de gobierno se convirtió en un in
grediente usual del gobierno anglonorteamericano, y aunque la
separación incluía la división del poder legislativo en dos cámaras,
no fue la separación que Harrington había previsto para proteger
al pueblo como súbdito del pueblo como gobernante. El futuro,
especialmente en América del Norte, estaba más cerca de la ruta
que los levellers habían empezado a explorar dando una voz de au
toridad al pueblo putativo fuera del gobierno que él creaba y ex
presando sus derechos como súbditos en los mandatos que de esa
manera le daba a su gobierno.
El plan de los levellers de un Acuerdo del Pueblo para lograr
este objetivo se había ido a pique con su aplicación demasiado li
teral. Para entrar en vigor, el Acuerdo del Pueblo habría requeri
do, estrictamente hablando, la firma de cada hombre, mujer y ni
ño para ser gobernado y protegido por él. Pero la idea detrás d e
él, de un pueblo que actúa separado de su gobierno para crearlo y
limitarlo es lo que está en el corazón de la soberanía popular.
Después de descartado ese acuerdo, varias personas continua
ron pensando en el tema de dar al pueblo una voz de control fue
ra de la estructura de gobierno.
Uno de los que pensó en las implicaciones teóricas de esa acción
popular extralegal o paralegal fue George Lawson, un clérigo mode
rado que había respaldado la causa parlamentaria.164 Lawson tomó
prestada la jerga de teóricos políticos anteriores para distinguir los
poderes del pueblo en su supuesta condición natural, antes de que
formara una sociedad, de los poderes del gobierno que la sociedad
creó. El pueblo en su “estado original de libertad” (lo que sería lla
mado después un estado de naturaleza) primero se había juntado
para formar una “comunidad”. Esa comunidad disfrutaría entonces
de una “legítima” majestad o soberanía, que era el poder para crear
un “estado común” (commonwealth.) con un gobierno de la forma que
la comunidad pudiera designarlo. El gobierno así creado tenía el po
der menor de la majestad “personal” o soberanía, de la que el pue
blo habría devenido súbdito. Como súbdito no podía resistir ni cam
biar el gobierno que, actuando como comunidad, había creado,
siempre que aquellos dotados con la majestad personal actuaran de
acuerdo con las condiciones impuestas por la comunidad al princi
pio. En Inglaterra, según Lawson, la comunidad había puesto la ma
jestad personal en las manos colectivas del rey y del Parlamento.
Cuando el rey abandonó al Parlamento, destruyó el gobierno y toda
la majestad personal que poseía. Al hacerlo dejó al Parlamento sin
poderes residuales. Una vez que el rey lo abandonó, el Parlamento
como tal dejó de existir, como dejó de existir también el “estado co
mún” del que era una parte.
'■■■Lo que quedaba era la comunidad, que no fue destruida por
la destrucción del “estado com ún” o Commonwealth. Después de
haber desarrollado este ejercicio de definiciones, Lawson llega a la
cuestión crucial de cómo la comunidad, privada tanto del rey co
mo del Parlamento, podía seguir funcionando. Aunque estaba de
masiado preocupado por sus definiciones como para ocuparse
con claridad de la pregunta, 3o mismo se ocupó de ella y sugirió en
publicaciones diferentes dos respuestas posibles.
La primera sugerencia de Lawson, hecha al pasar, sin elabora
ción alguna, era una que ya había surgido entre aquellos que estaban
desencantados con la sucesión de gobiernos que alegaban tener po-
der sobre ellos. Era simplemente una afirmación de la continuidad,
resistencia y superioridad de las instituciones locales cuando el go
bierno central fallaba. Ya en 1645, William Ball había argumentado
que “los condados, las ciudades y los pueblos, todos juntos” podían
alzarse en armas contra un Parlamento que los traicionara, porque
condados, ciudades y pueblos constituían la “esencia”.165 Más adelan
te, las .propuestas de los levellers habían incluido una reducción en el
poder del gobierno central y un aumento de los poderes administra
tivos locales, sugerencia de la que hicieron eco reformadores poste
riores.166 Lawson, al prever la destrucción del “estado común” y la su
pervivencia de la comunidad, sugirió que la comunidad estaba
corporizada en los condados. La comunidad, decía, no podía actuar
a través del Parlamento para modificar el gobierno porque el Parla
mento era parte del “estado común”. En cambio, “el pueblo debe re
gresar al estado original de libertad, y a una comunidad, que en In
glaterra no es un Parlamento sino los cuarenta condados”.157 La idea
resultaba atractiva porque era mucho más plausible concebir al pue
blo actuando sin el gobierno y aparte de éste en vecindarios locales
pequeños que en todo un reino o país, pero dejaba sin responder la
pregunta de cómo cuarenta condados podían constituir una sola co-
munidad en ausencia de un rey o Parlamento.
La otra sugerencia de Lawson, también sin desarrollar, era sim
plemente una repetición del juego de manos realizado por Henry
Parker al hablar acerca del pueblo que actuaba a través de un cuer
po como “es ahora nuestro Parlamento”. Sin identificar al cuerpo
que todavía seguía llamándose Parlamento, Lawson sugirió que “si el
gobierno es disuelto y la comunidad de todos modos sigue unida, el
pueblo puede hacer uso de una Asamblea como ésa, como un Parla
mento, para cambiar al anterior gobierno y constituir uno nuevo, pe
ro esto no lo puede hacer en cuanto Parlamento, sino concebida co~
mo otra idea, como un inmediato representante de una comunidad,
no como un ‘estado común* o CommonwealtK' En otras palabras,
si el Parlamento se llamaba a sí mismo “convención” o cualquier otro
nombre diferente del viejo, podría proceder con seguridad para eri
gir cualquier gobierno que escogiera, un procedimiento al que los
ingleses recurrirían en 1660 y otra vez en 1689.
Una sugerencia mucho más detallada y más audaz provino de
sir Henry Vane, que h abía adquirido experiencia en una contro
versia política veinte años antes al debatir con el gobernador John
Winthrop en la Bahía de Massachusetts. En 1656, en A Healing
Quesüon, propuso al ejército y a Cromwell una manera de dar sus
tancia al reclamo del ejército de ser el pueblo. Vane había perdido
la paciencia con la serie de gobiernos que habían asumido cada
vez más y más poderes en nombre del pueblo a la vez que se dis
tanciaban más y más del pueblo real. El ejército, decidió, era lo
que más se acercaba a una encarnación del pueblo. En cierto sen
tido, se podía pensar en él como el pueblo actuando en su capaci
dad militar. Y en esa capacidad se había convertido en “irresistible,
absoluto y comprehensivo en su poder, que por ello contiene en sí
la sustancia de todo el gobierno”.169 Había llegado el m om ento
para que el ejército usara ese poder y así alcanzara los objetivos
por los cuales había luchado contra el rey y destituido a un Parla
mento irresponsable; debí acelere er la soberanía del pueblo para
estahlerenx.oristi tuciones. fundamentales de gobierno^
Vane no entró en detalles acerca del contenido específico de es
tas constituciones, aunque dejó en claro que debían incluir una dispo
sición legal contra el establecimiento de alguna denominación reli
giosa en particular v que también impidiera a la legislatura participar
en la aplicación de las leyes que ella creaba. La manera de llevar a ca
bo el establecimiento de constituciones fundamentales era a través de
un “consejo general o convención de hombres fieles, honestos y capa
ces de discernir, elegido para ese propósito por el consentimiento li
bre de todo el cuerpo de partidarios de esta causa”.170 Correspondía
al general al mando del ejército encargarse de las elecciones y decidir
el momento y lugar de la reunión. Tal yez la más importante de las re
comendaciones de Vane fue la de que esta “convención no se ocupa
precisamente de legislar, sino sólo de debatir libremente y acordar los
detalles que, a modo de constituciones fundamentales, se establezcan
y sean inviolablemente observados, como condiciones sobre las cua
les todo el cuerpo así representado dé su consentimiento para incor
porarlo en la organización civil y política, y bajo la forma visible de go-
bierno allí decidida”. Cuando el documento estuviera terminado,
debía ser “subscripto por cada uno de los miembros del cuerpo de
manera individual en testimonio del consentimiento particular de ca
da uno o de todos dado por ese mismo acto”.171
Resultará obvio que lo que Vane proponía era diferente del vie
jo Acuerdo del Pueblo, que había sido redactado por agitadores ele
gidos en los regimientos del ejército y por el Consejo General del
ejército. No debe sorprender, pues, que esto le desagradara tanto
a Cromwell como Protector, como el Acuerdo del Pueblo le había
desagradado al Parlamento. Ninguno deseaba ser expuesto a una
expresión tan directa y dominante de la voluntad popular. Crom-
well y su Consejo de Estado sentenciaron que la propuesta era se
diciosa y encarcelaron a su autor.
La acusación de sedición tanto contra Vane como contra los
levellers puede recordarnos que la soberanía popular seguía sien
do, como las ficciones que la precedieron, una manera de conci
liar a las mayorías con el gobierno de las minorías, ge había origi
nado no tanto en el descontento entre las mayorías gobernadas
como en el desacuerdo entre las minorías que gobernaban. Aque-
llos que la invocaban temían que fuera invocada contra ellos, tan
celosos de su propio derecho de exclusividad para hablar en nom
bre del pueblo como lo había estado el rey cuando afirmaba ha
blar en nombre de Dios. Instalar una convención con un derecho
a una más alta autoridad popular que el Parlamento o el Protector
era un poco como ubicar al papa con una reivindicación mayor de
autoridad divina que la del rey.
Pero la soberanía popular, al igual que el derecho divino, te
nía una vida y una lógica propias que ponía exigencias a quienes
la usaban. En cuanto ficción, requería la suspensión voluntaria de
la incredulidad, lo cual significaba que la realidad percibida no
debía apartarse tanto de la ficción como para quebrar esa suspen
sión. Así como el rey no debía actuar de manera tal que traiciona
ra su derecho a ser el lugarteniente de Dios, un Parlamento (o un
nuevo estilo de rey) no debía aislarse tanto del pueblo como para
convertir en absurdo el reclamo de hablar en nombre de él. Por
otro lado, una ficción tomada demasiado literalmente podía des
truir al gobierno que se suponía debía sostener. Un gobierno que
se rindiera a la acción popular directa dejaría de gobernar. La fic-
ciónjdebe acercarse al hecho, pero nunca llegar a él.
Los gobiernos que se sucedieron desde 1642 hasta 1660 no
llegaron a lograr el equilibrio correcto. Cada cambio sucesivo
produjo un aislamiento más grande del pueblo y una mayor des
confianza de cualquier moción hecha por otro en su nombre. Las
propuestas de Vane y de los levellers pueden haber sido demasiado
literales al pedir la firma de cada persona individual para dar un
apoyo popular directo a las leyes fundamentales. Pero la idea de
una convención elegida que expresara la voluntad popular perdura
ble para constituciones fundamentales superiores al gobierno era
una manera viable de hacer que la creación y la limitación del go
bierno por parte del pueblo fuera creíble. Era ficticio, pues atribuía
a un conjunto de representantes elegidos reunidos en una conven
ción un carácter más popular, v por consiguiente, una mayor autori
dad que la de cada conjunto posterior de representantes que se reu-
niera como legislatura. Pero no era demasiado ficticia como pará ser
creída, ni tan literal como para poner en peligro la efectividad del
gobierno. Nunca se puso en práctica en Inglaterra, pero fue reinven-
tada en la revolución norteamericana. No hay ninguna prueba de
que los hombres que se reunieron en Filadelfia en 1787 supieran
que estaban poniendo en práctica la Healing Question de Henry Vane
o la distinción de George Lawson entre comunidad y “estado co
m ún”, Pero la dinámica interna de la soberanía popular recreó la
propuesta de Vane y las distinciones de Lawson (sin su desconcertan
te nomenclatura) en la Norteamérica de la década de 1780, como las
había creado en la Inglaterra de la década de 1650.
La falta de predisposición del Parlamento o del Protector para
considerar esas propuestas en las décadas de 1640 y 1650 es un sínto
ma de su fracaso en el intento de conseguir una suspensión volunta
ria de la incredulidad en su reclamo de tener derecho a hablar en
nombre del pueblo. Quizá ningún gobierno sin un rey podría haber
confirmado ese derecho reclamado, pues era ampliamente aceptado
en ese momento que el pueblo, si hubiera podido hablar por sí mis
mo, habría repudiado cualquier otro gobierno. Diecinueve de cada
veinte, se decía, habrían preferido el gobierno que tuvieron cuando
regresó Carlos II.172 Ese cálculo puede exagerar las proporciones, pe
ro incluso los apologistas de los diversos gobiernos del interregno re
conocían que carecían de una mayoría popular. Lo que era más im
portante, para fines de la década del 1650, probablemente carecían
de la mayoría de aquellos que importaban, aquellos cuya posición en
la sociedad les aseguraba la deferencia del resto. Harrington puede
haber estado en lo cierto al pensar que la redistribución de la tierra
en el siglo precedente había incrementado de manera notable el nú
mero de aquellos que importaban. Pero se trataba todavía de un pe
queño porcentaje de la totalidad. La mayor parte de la población ca
recía de propiedad, no tenía el fanatismo religioso que animó la dispu
ta con el rey y las disputas que siguieron entre los vencedores, ni siquie
ra la capacidad de leer los folletos en los que debatían unos con otros.
La mayor parte de la población pertenecía a lo que Richard Baxter lla
mó “la multitud turbulenta que no puede leer”, dispuestos a seguir a lo
que él llamó la “pandilla sensual” entre ellos más que a los santos.173
Mientras que los alfabetizados y los santos propietarios consti
tuyeran una mayoría de su propia clase, podían arrastrar al resto del
país con ellos. Por un tiempo podían suprimir las obras de teatro,
los bailes de primavera y el Libro de Oración Común. Por un tiem
po podían poner impuestos más altos que todos los anteriores. Pe
ro había límites en cuanto a las medidas que tenían tan poco entu
siasmo popular.174 Sin un fuerte apoyo de la gente im portante, los
límites se estrecharían. Y mientras se desgastaba la sucesión de go
biernos del interregno, más y más de aquellos que im portaban se
preocupaban por la falta de restricciones que habían protegido a
todos los súbditos bajo el rey.
Ninguna de las propuestas como las de Vane, Harrington y Pe
nington fue considerada seriamente, y era discutible que, si se hubiera
adoptado cualquiera de ellas, alguna habría brindado una seguridad
comparable a la que los ingleses habían conseguido bajo la “antigua
constitución”, bajo la Carta Magna, la Petición de Derechos y el dere
cho consuetudinario. Si la masa del pueblo prefería el gobierno de un
rey, Lores y Comunes antes que un Protector que no reconocía a nin
gún superior efectivo, quizás eso era lo que la soberanía popular recla
maba en Inglaterra como la manera más eficaz de mantener la volun
tad popular dentro de la ley fundamental. No era sólo la “pandilla
sensual” y sus seguidores de la “multitud turbulenta” los qué claramen
te abandonaban la buena y vieja causa para favorecer a la antigua cons
titución, sino también los hombres que tomaban en serio a la sobera
nía popular. Vista de esta manera, la Restauración no fue un repudio
de la soberanía popular, sino un triunfo de ella. Era la nueva ficción
que se establecía en una relación viable con los hechos. Lamentable
mente, ni Carlos II ni aquellos que organizaron su regreso pudieron
ver la utilidad de la soberanía popular de esta manera, y las lecciones
de las décadas de 1640 y 1650 tuvieron que ser aprendidas otra vez en
las décadas de 1670 y 1680, y una vez más en las de 1770 y 1780.
5 . La rev o lu ció n ca u telo sa
A m b ig ü ed a d es ú tiles
L a c o m i s i ó n a c e p t ó q u e t o d o e s t o e r a c ie r t o y p a s ó a h a c e r
u n a r e c o m e n d a c i ó n q u e p a r e c e r a z o n a b le . D ic e así: ;‘q u e la e le c
c ió n f u e in d e b i d a m e n t e e in j u s t a m e n t e p e r tu r b a d a p o r la c o n d u c
ta t u r b u le n t a y a m e n a z a d o r a d e lo s s o ld a d o s , y q u e el d e m a n d a n
te, q u e p e r d ió su e l e c c i ó n s ó lo p o r u n a m a y o r ía d e d ie z v o to s, n o
ha tenido esa oportunidad justa de obtener los sufragios de las
personas de ese distrito, a lo que todo candidato tiene derecho”.
La respuesta de los representantes al informe de la comisión
es uno de los más esclarecedores pasajes en el registro de los pri
meros debates en la Cámara de Representantes de los Estados
Unidos. El primero en hablar fue Thomas Scott, de Pensilvania.
Dijo que “No podía, desde lo más profundo, ver la más mínima ra
zón para invalidar la elección del señor Preston, ni podía com
prender ni concebir sobre qué fundamento tan extraña idea había
sido lanzada”. Sobre la conducta del herm ano del señor Preston,
el capitán, declaró que fue “la de un sabio”. En cuanto a los solda
dos, “tenían el derecho de estar allí, pues tenían el mismo derecho
de todo ciudadano estadounidense de dar sus votos en la elección
de un representante”. Nathaniel Macón, de Carolina del Norte es
tuvo de acuerdo con Scott. No podía ver que ninguna ley hubiera
sido violada.
Cuando William Smith de Carolina del Sur intentó defender el
informe de la comisión, recibió la inm ediata respuesta de Sa
muel Smith, de Maryland, quien expresó su asombro de que Wi
lliam Smith se molestara tanto por un tum ulto en una elección.
Samuel Smith había revisado las pruebas y no había encontrado
nada fuera de lo usual. “Se ha dicho mucho”, se quejaba, “sobre la
enormidad de derribar de un golpe a un juez de paz, y en el infor
me sobre este asunto, se habla como si el magistrado hubiera esta
do en el tribunal en su carácter oficial [...] él estaba ahí, ebrio, se
ñor; y él dio el primer golpe, señor, al hombre que lo derribó”. Y
“en cuanto a la amenaza de los soldados, [decir] que podían gol
pear a alguno de los votantes del coronel Trigg, es muy diferente a
aseverar que lo hicieron. Si un hombre se hubiera acercado al señor
S. en la calle y le hubiera dicho: ‘Señor, voy a golpearlo’, el señor S.
podría golpear a ese hombre; pero si él solamente dijera: ‘Puedo
golpearlo, señor’, la expresión sería muy diferente”.
En pocas palabras, Samuel Smith “declaró que no sabía de
ninguna elección en los estados del sur donde no hubiera habido
un poco de desorden. Lamentaba, por el honor de su parte del país,
dar esa descripción a los representantes del este [es decir, de Nueva
Inglaterra], pero para ser justos con el señor Preston, deben ser
informados de que una elección en el sur es algo muy diferente de
lo que es en sus tierras”. No fue éste el final de la lección sobre la
política en el sur. En las pruebas ante la Cámara, se había declara
do que una persona había sido vista en el tribunal con un garrote
bajo su abrigo.
“Pero, señor”, dijo Samuel Smith a Willian Smith,
L o s r e p r e s e n t a n te s e n las a s a m b le a s n o r te a m e r ic a n a s p a r e c e n
h a b e r s id o m e n o s c e lo s o s q u e su s h o m ó l o g o s b r it á n ic o s r e s p e c t o
del derecho exclusivo de hablar en nombre del pueblo y menos
propensos al uso de las peticiones para educar al pueblo o para au
mentar su influencia entre sus colegas. También estaban más dis
puestos a actuar a partir de los pedidos de sus votantes para pro
mover alguna legislación. Un estudio sobre las peticiones en la
Pensilvania del siglo xvin encuentra que el cincuenta y dos por
ciento de las leyes aprobadas entre 1717 y 1775 tuvo su origen en
peticiones, y esto incluía un número importante de peticiones de
interés para toda la provincia.473 Un estudio similar sobre el siglo
x v i i i en Virginia revela que la gran mayoría de las leyes allí aproba
das se originaron en peticiones.474 Aunque pocas de estas leyes pa
recen haber tratado de temas que afectaran a toda la sociedad, la
más famosa legislación de Virginia de todos los tiempos probable
mente no habría sido aprobada si no hubiera sido respaldada por
una gran cantidad de peticiones. El Estatuto de Libertad Religiosa
de Virginia fue primero redactado en 1779 por Thomas Jefferson,
pero fue aprobado (con enmiendas menores) para ser convertido
en ley sólo en 1786, después de que casi once mil personas firmaron
peticiones contra otro proyecto de ley que proponía un impuesto
general en todo el estado para sostener a la religión. Las peticiones
contra el impuesto no eran todas idénticas, pero al menos trece de
ellas, con 1.552 firmas, llegaron a la legislatura por pedido (y con las
palabras) de uno sus miembros, James Madison. Madison introdujo
el Estatuto de Libertad Religiosa en la legislatura después de que el
proyecto con el nuevo impuesto fue rechazado.473
Madison fue uno de los políticos más astutos (así como el más
sagaz pensador político) de los primeros tiempos de la república, y
diez años más tarde, al organizar la oposición del partido Republica
no contra el Tratado de Jay, otra vez descubrió en las peticiones un
arma útil. Su administrador en el partido, John Bedkley, distribuyó
una petición por todos los estados para conseguir firmas contra el
tratado, “todavía”, le confió a Madison, “sin despertar la menor sos
pecha de nuestros adversarios”.476 Reuniones públicas de todas par
tes del país pronto comenzaron a enviar peticiones y memoriales al
Congreso y al presidente denunciando el tratado. Los federalistas, si
guiendo el modelo británico, respondieron con reuniones que
aprobaron presentaciones leales en apoyo del tratado.
Que Beckley pensara que era ventajoso guardar en secreto su
campaña de peticiones no es sorprendente. Una petición que pa
reciera ser espontánea tendría más peso como una expresión de la
opinión pública que una de la que se supiera que había sido pro
ducida por el mismo cuerpo al que iba dirigida. Pero probable
mente pocos fueron engañados. Para 1795, las peticiones se habían
convertido, tanto en América del Norte como en Inglaterra, en uno
de los rituales del gobierno popular, mensajes en los que con fre
cuencia era difícil distinguir entre el origen y el destinatario, entre
el suplicante y el soberano.
Si las peticiones y las instrucciones eran a m enudo actos de
ventriloquia, de todas maneras servían para nutrir la ficción de la
capacidad del pueblo para hablar por sí mismo. Al hacerlo, reno
vaba la sugerencia de que la soberanía popular inevitablemente se
extendía a las personas de carne y hueso de fuera del Parlamento
que pensaban estar calificadas para hablar. Mientras las peticiones
y las instrucciones estaban dirigidas a un cuerpo gobernante reco
nocido, la soberanía popular enseñaba que tales cuerpos eran in
feriores en poder al pueblo mismo, que el pueblo poseía la ‘Verda
dera majestad”, en contraste con el m enor poder del gobierno, el
de la “majestad personal”, que los gobiernos podían hacer leyes,
pero sólo el pueblo podía hacer “constituciones fundamentales”
para gobernar al gobierno. Aquellos que se arrogaban el derecho
de hablar en nombre del pueblo fuera del Parlamento podían, en
tonces, ir más allá de las peticiones y las instrucciones. Si podían
dar directivas a sus representantes respecto a ciertas medidas en par
ticular, ¿por qué no emplear el lenguaje de la verdadera majestad
para reform ar y reconstruir el gobierno mismo?
En retrospectiva, se podría decir que la Convención de 1689
en Inglaterra había hecho precisamente eso, aunque la Conven
ción misma había declinado deliberadamente hacer tal reclamo.
Para la década de 1760 resultaba claro para muchos ingleses que
el trabajo de la Convención necesitaba ciertas reformas de todas
maneras. En una visión retrospectiva, la Convención había restitui
do la constitución original establecida por el pueblo en un tiempo
que escapaba a la memoria de los hombres. Desde su restauración
en 1689, la corrupción había subvertido otra vez la Constitución y
había alterado el gobierno sin la aprobación popular. Los republi
canos del siglo xvm que continuaron las ideas de H arrington y de
Sidney perm anentem ente hablaban del poder del pueblo para re
formar o reemplazar ese gobierno degradado, pero no organiza
ron ningún cuerpo popular eficaz, dentro o fuera del Parlamento,
para hacer el trabajo. Lo cierto es que no fue hasta que los nortea
mericanos abrieron el camino que los reformadores ingleses em
pezaron a pensar en algo semejante.
Los norteamericanos, por supuesto, eran un caso especial.
Ubicados a un océano de distancia del Parlamento, se les había per
mitido, y hasta se les había impuesto, la constitución de asambleas
representativas propias.
Cada colonia establecida por los ingleses tenía una, y su re
lación con el Parlamento nunca había sido claramente definida.
Cuando el Parlam ento comenzó en las décadas de 1760 y 1770 a
atar a los colonos con legislación contraria a sus deseos, éstos ya
contaban con cuerpos representativos a los que acudir para re
chazar el derecho de una Cámara de los Comunes inglesa para
hablar en su nombre. Y cuando Inglaterra disolvió las asambleas
coloniales, resultó muy fácil resucitarlas como congresos o con
venciones populares. Aquellos congresos podían, entonces, ha
cer lo que los levellers habían querido y lo que la Convención de
1689 no se había atrevido a hacer: ejercer la “verdadera majes
tad” del pueblo para crear constituciones fundam entales para
nuevos gobiernos (la m anera en que lo hicieron ocupará los si
guientes capítulos).
Incluso antes de que los norteamericanos declararan su inde
pendencia, la osadía de sus asambleas al desafiar la supremacía del
Parlamento hizo que los ingleses propusieran asociaciones extra-
parlamentarias o convenciones para dictar las reformas en el go-
bieno de su propio país. La repetida exclusión, por parte del Par
lamento, de John Wilkes, legalmente elegido por los votantes de
Middlesex en 1769, provocó la formación de la que parece haber
sido una de las primeras de esas organizaciones. La Sociedad de
los Partidarios de la Declaración de Derechos atrajo a reformado
res ingleses simpatizantes tanto de Wilkes como de los colonos
norteamericanos, pero su influencia no se extendió más allá de las
afueras de Londres. Aunque Wilkes mismo se convirtió en una fi
gura popular en todo el país y también en las colonias, esa Socie
dad no logró reunir demasiado apoyo popular, ni seguidores. A
medida que la resistencia norteamericana se expandía, la inade
cuación de la representación parlamentaria para ingleses tanto co
mo para norteamericanos llevó a un número cada vez más grande
de personas a participar del movimiento de reforma, y los congre
sos provinciales y continentales norteamericanos proporcionaron
un modelo para lograr la reforma.477
Hasta ese momento la mayoría de los reformadores había es
perado que el Parlamento se reformara a sí mismo y continuaron
presentando peticiones e instrucciones en ese sentido. Pero ya en
1771, Obadiah Hulme sugería que las asociaciones extraparla-
mentarias podían em prender la tarea si el Parlamento se nega
ba.478James Burgh recogió la sugerencia en 1775, en el último vo
lumen de sus Political Disquisitions, una larga acusación de
corrupción parlamentaria que logró una popularidad inmediata
en las colonias. Burgh repitió la habitual doctrina de la soberanía
popular de que “la mera absoluta y soberana voluntad y placer del
pueblo es razón suficiente para que haga cualquier cambio en su
forma de gobierno”. Pidió “una gran asociación nacional para res
taurar la Constitución”,479 y en las décadas subsiguientes hubo va
rios intentos de crear esa asociación. Las más influyentes fueron
la relativamente m oderada asociación de condados liderada por
Christopher Wyvill, un clérigo de Yorkshire, en 1779, y la más ra
dical Sociedad para la Información Constitucional, formada en
1780 y dirigida por John Jebb, otro clérigo y médico, y por John
Cartwright, un oficial de milicia.480
Aunque ninguna de estas asociaciones alcanzó sus objetivos,
su apelación aí público por encima deí Parlamento, combinada
con la más exitosa resistencia norteamericana, alertó a los ingleses
de espíritu menos elevado acerca de las posibilidades de la acción
popular extraparlamentaria para objetivos menos loables. En
1778, cuando el Parlamento, sin votos en contra, revocó algunos
de los muchos impedimentos que las antiguas leyes parlamentarias
imponían a los católicos, el resultado fue una creciente oleada de in
tolerancia, dirigida y organizada en una Asociación Protestante que
se originó en Londres, pero que ganó fuerza en Escoda, para ex
tenderse otra vez hacia el sur, con el objetivo de negar todos los
derechos civiles y políticos a los católicos. Su genio maligno era
lord George Gordon, que provocó los tumultos que sacudieron a
Londres durante una semana en junio de 1780 y sólo terminaron
después de que las muchedumbres descontroladas destruyeron ca
pillas, casas y tiendas que pertenecían a católicos romanos, sin
mencionar varias prisiones de Londres.481
Los tumultos de Gordon desacreditaron a las asociaciones po
pulares en Inglaterra, fuera cual fuere su orientación política, y las
multitudes descontroladas de la revolución francesa de la década
de 1790 reforzaron ese sentimiento. Aunque las sociedades para la
reforma parlamentaria continuaron existiendo, en última instan
cia sus objetivos podían ser conseguidos sólo por medio de leyes
del mismo Parlamento. La soberanía popular en Inglaterra conti
nuó siendo soberanía parlamentaria. La asociación más popular
de la década de 1790 fue la “Asociación para la preservación de la
libertad y la propiedad contra republicanos y levellersformada
con el apoyo del gobierno para apoyar al gobierno. Y apoyo al go
bierno significaba oposición a cualquier intento extraparlamenta-
rio de modificarlo.482 Así pues, la minoría que gobernaba Inglate
rra condujo incluso a la más radical manera de acción popular
para m antener su propia credibilidad, tal como hicieron con las
instrucciones y las peticiones.
Para fines del siglo xvm la soberanía popular, invocada origi
nalmente en Inglaterra para justificar la resistencia al gobierno,
había demostrado ser igualmente útil para asegurar la sumisión al
gobierno. Pero en el proceso había sido necesario ampliar, aun
que fuera de manera cautelosa, el espacio político. Las actividades
de las milicias, de las campañas electorales, de las reuniones masi
vas para firmar peticiones, enviar instrucciones y unirse a las aso
ciaciones, para cualquier propósito; todo tendía a atraer a cada vez
más personas reales para incluirlas en el proceso político. La ficción
dio forma a los hechos. Pero de todas maneras, la ficción siguió
siendo ficción. Las ambigüedades de la soberanía popular, sus pa
radojas y contradicciones, especialmente reveladas en el misterio
de la representación, podían ser manipuladas para dar forma a los
hechos en más de un sentido. Los estadounidenses, al igual que sus
antepasados ingleses, invocaron la doctrina tanto para justificar la re
sistencia al gobierno como para respaldarlo. Las instituciones políti
cas que resultaron de ello con frecuencia fueron muy parecidas en
tre sí. Pero los estadounidenses encontraron una manera que los
británicos habían rechazado para equilibrar la verdadera majestad
del pueblo contra la majestad personal de sus representantes.
TERCERA PARTE
La vía esta d o u n id en se
¿No sería absurdo hacer una declaración formal de que nuestros de
rechos naturales nos son concedidos por nosotros mismos, y no se
ría un solecismo muy ridículo decir que son el obsequio de esos go-;
bernantes elegidos por nosotros, y que han sido investidos por:
nosotros con todo el poder que tienen? Señor, considero un honor;
para la va terminada convención que este sistema no haya sido des
honrado con una declaración de derechos; aunque esto no significa
culpar o censurar a aquellos estados que han agobiado sus constitu
ciones con este instrumento insustancial y superfluo.576
ron p ropu estas u n a y otra vez, n o só lo en los m an ifiestos, sin o tam b ién en
las p u b lica cio n es d e L ilb u rn e, O v erto n y Walwyn.
121 R ichard O verton , A Defiance against allA rbitrary Usurpations orEncroach-
ments, L ond res, 1646, p. 21; A Remonstrance ofM any Thousand Citizens, and
other Free-bom People o f England, L on d res, 1646, p. 7.
122 A Helpe to the right understanding o f a Discourse concerning Independency,
L ondres, 1644, pp. 5, 4.
123 A Remonstrance o f M any Thousand Citizens, p. 12.
124 W ood h ou se, Puritanism an d Liberty, p. 164.
125 A n A n o w A gainst A ll Tyrants (L on d res, 1 6 4 6 ), p. 4.
126 Redintegratio Amoris, p. 32. Las sectas d e los “in d e p e n d ie n te s” c o n tin u a
ron d eb a tie n d o a favor d e la lib ertad religiosa sob re esta base, m ien tras
q ue los presb iterian os so sten ía n q u e el p u e b lo p od ía transm itir al g o b ier
no el p o d e r d e ju zg a r in sacris, así c o m o en otros asuntos.
127 E nglands Lamentable Slaverie, L o n d res, 1645, pp. 3-4; J o h n L ilb u rn e,
TheJust M ans Justification, L o n d res, 1646, p p . 11-13; L ilb u rn e, Regall Ty~
rannieDiscovered, L on d res, 1 647, p. 25; A n A la ru m to the Headquarters, L o n
dres, 1647, pp. 4-5; E nglands Proper a n d Onely Way, L o n d res, 1648; R. B.
Seaborg, ‘T h e N o rm a n C o n q u est an d th e C o m m o n Law”, The Historical
J ou rn al24, 1981, p p . 791-806.
128 La frase es usada e n The Copy o f a Letter from ColonellJohn Lilburne, L on
dres, 1645, p. 14.
129 Englands Lamentable Slaverie, L on d res, 1645, pp. 3-4.
130 Wolfe, Leveller Manifestoes, pp . 223-34, 2 9 1 -303, 311-321, 397-410.
151 Ibid., p. 301.
132 Ibid., p. 230. V éase tam b ién H a ü er y D avies, Leveller Tracts, p. 426: “L o
q u e está h e c h o p o r u n P a rla m e n to , en cu a n to tal, p u e d e ser d e sh e c h o
por el P arlam ento sig u ien te , p ero un A cu erd o d el P u eb lo , c o m e n z a d o y
term in ad o p o r el P u eb lo m ism o , n u n ca p u e d e caer d e n tro d e la ju risd ic
ción d e los P arlam entos para ser d e str u id o ”.
133 W olfe, leveller Manifestoes, p. 409.
134 R ushw orth, Historical Collections, vil, pp. 867, 887.
135 W ood h ou se, Puritanism and Liberty, pp. 1-178. M ark Kishlansky, ‘T h e
Army and the L evellers”, The H isto ric a lfo u rn a l2 2 ,1979, pp. 795-824, y The
Rise o f the New Model Army, C am bridge, Inglaterra, 1979, argu m en ta que la
in flu en cia de los levelkrs en el ejército n u n ca fu e tan gran d e c o m o se ha
supuesto. Cf. N orm a C arlín, “L eveller org a n iza tio n in L o n d o n ”, The His
toricalJournal 27, 1984, pp. 955-60; y Barbara Taft, ‘T h e C ou n cil o f Offi-
cers’ A g reem en t o f th e P e o p le ”, Ibid., vol. 2 8 ,1 9 8 5 , pp. 169-85.
136 R ushworth, Historical Coilections, vi, p. 565.
137 A Just Víndícation o f the Armie, L on d res, 1647, 5, I I . V éase tam bién En-
glands Remedy, L ond res, 1647, pp. 16-17; y A Gleare a n d fu ll Vindication of
the late Proceedings o f the Armie, L on d res, 1647.
138 A Second View of the Army Remonstrance, L on d res, 1648, pp . 11-12, 26.
139 Ibid., p. 13.
140 Salus Populi Solus Rex, p. 19.
141 Right a n dM igh t WellMet, L on d res, 1648, p. 15.
M2 ^ Perswasive to a M u tu al Compliance, O x fo rd , 1652, p. 22.
]4S E nglish, TheSurvey ofPolicy, pp. 17-18, 85.
144 Englands New Chains Discovered, L o n d res, 1648; The Second P art ofEn-
glands New-Chaines Discovered, L on d res, 1649.
145 Englands Standard Advanced, L on d res, 1649; The Levellers (Falsly so ca
llad) Vindicated, L ond res, 1649; A n Outcry o f the Youngmen an d Apprentices,
L ondres, 1649; The Remonstrance o f M any Thousands o f the Free-People ofEn-
gland, L ondres, 1649.
146 S. R. G ardiner (e d .), The Constitutional Documents o f the Puritan Revolu-
tion, O xford, 1889, p. 298.
147 J. D ., Considerations concerning the present Engagement, L o n d res, 1649,
p. 15. V éase ta m b ién The Bounds a n d Bonds o f Publique Obediente, Lon
dres, 1649, Plenary Possession M akes a L aw fu ll Power, L o n d res, 1651. Exis
te un cu rio so p a recid o e n tre los a r g u m e n to s e n favor d e l co m p ro m iso
y a lg u n o s d e los e sg r im id o s para la to le r a n c ia r e lig io sa , so b r e la base
d e q u e n o es p o sib le para lo s m o r ta le s d e c id ir cu ál r e lig ió n (o cu ál go
b iern o ) es la co rrecta . La ca su ística u sad a para d e fe n d e r el co m p ro m i
so es p u esta en u n a m ás a m p lia p er sp e c tiv a p o r J o h n W a lla ce, Destiny
his Choice, y p o r Q u e n tin S k in n er, “T h o m a s H o b b e s a n d th e E ngage-
m en t C on troversy”, e n Aylmer, The Interregnum, p p . 79-98. H o b b e s, en
L eviatán, 1651, al r e fle x io n a r so b re la co n tro v e r sia a cerca d e l co m p ro
m iso , p r o p o r c io n ó u n a ju s tific a c ió n filo só fic a para el g o b ie r n o ab solu
to q u e dejaba p o c o esp a cio para el d e r e c h o d iv in o p o r u n la d o , y para
la so b era n ía popular, c o m o se la c o n c ib e h a b itu a lm e n te , p o r el otro.
A u n q u e sus arg u m en to s eran p o te n te s, su in flu e n c ia e n el cr e cim ie n to
d e las fic c io n e s q u e e sta m o s s ig u ie n d o está m e n o s e n ios in te n to s d e
refutarlas q u e e n su sim p le r e c h a z o .
148 A D isingag’d Survey o f the Engagement, L o n d res, 1650, p. 21.
149 The Case o f the Common-Wealth o f E ngland Stated, L on d res, 1650, pp. 74-
79.
130 G ardíner, Constituiional Documents, p p . 187-90; R ushw orth, Historical
Collections, v, pp. 478-79.
151 A n Exerátation concerning Usurped Powers, ¿Londres?, 1650, p. 73.
152 Ibid., p. 8.
!r>3 A PleaforNon-Scribers, ¿Londres?, 1650, pp. 26-27.
1=4 G ardiner, ConstituiionalDocuments, pp. 334-45.
155 V éase ca p ítu lo 3, n o ta 103.
156 The Onely Right R uleforR egulating theljjuwes an d Liberties, L ondres, 1652,
pp. 4-5; No Return to Monarchy, L o n d res, 1659, 6-7; Speculum Lihertatis An-
gliae, L on d res, 1659, p. 6; A M ite o f Affection, L on d res, 1659, p. 10; H en ry
Stubbe, A Letterto an O fficerof theArm y, L o n d res, 1659, p. 61.
lo7 The Fundamental Ripht, Safely and Liberty of the People, L ondres, 1651, p. 3.
158 P ágina 27.
139 P ágina 5.
160 P áginas 5, 13-15.
1S1 P ágin a 13.
162 Mercurius Politicus, 1-8 d e ju lio d e 1652; R. V., Certain Proposals Humbly
Presented to the Parliament, L on d res, 1653, p. 8; M arch am on t N ed h a m , The
Excellencie o f a p re e State, L o n d res, 1656, p. 212; Lilburns Ghost, L on d res,
1659, p. 5.
163 L os escritos d e H arrin g to n están e n J . G. A. P o co ck (e d .), ThePolitical
Works offam es Harrington, C am bridge, In glaterra, 1977. Su tesis principal
es p rop u esta an tes en A Copy o f a Letterfrom an Officer o f the Army in Ireland,
(L ondres, 1 6 5 6 ). P osteriores fo r m u la c io n e s in clu y en xxv Queries Modestly
and Humbly [ . . . ] propounded, L o n d res, 1659; The Leveller: or, The Principies
an dM axim s concerning Government an d Religión, L on d res, 1659; The Armies
Dutie, L o n d res, 1659; A Commonvjealth an d Commonwealthsmen, L on d res,
1659; The Hum ble Petition ofD ivers Well-affected Persons, L on d res, 1659; A
Model o f a Democraticall Government, L o n d res, 1659; A Modest Plea fo r an
Equal Commonwealth, L on d res, 1659.
164 Las id eas d e Law son so n ex a m in a d a s e n d eta lle en Julián H. Franklin,
fohn Loche and the theory o f Sovereignty, C a m b rid g e, In glaterra, 1 978, pp.
53-86. S o n e x p u e sta s e n A n Examination o f the Political Part ofMr.: Hobbs his
Leviathan, L on d res, 1657, y Política Sacra et Civilis, L ondres, 1660.
165 \fVilliam Ball, Tractatus d efu reR egn an di et Regni, L ondres, 1645, p. 13.
166 W olfe, Leveller Manifestoes, pp. 190, 303; J. W. A M ite to the Treasury, pp.
10-11; The Fundamental Lawes and Libertyes o f E ngland, L o n d res, 1653, Sa-
grir. OrDoomes-day d raw in gn igh , L o n d res, 1654.
167 Examination o f the Polilical Parí, p. 15.
J6S Política Sacra, pp. 35-36.
169 A Healing Quesiion, L ondres, 1656, p. 10.
170 Página 20.
171 Página 20.
172 Copy of a Letter Concerning the Electíon o f a Lord Protector, L on d res, 1654,
p. 36. Para 1681, el o b isp o B u rn et estaba d isp u esto a d eclarar q u e el Pro
tectorado n o h abía g o za d o d e la ap ro b a ció n d e 99 d e cad a 100. A Sermón
Preached before the Aldermen... Jan. 30, 1680-1, L on d res, 1681, p. 16.
173 Richard Baxter, A Holy Commonwealth, L o n d res, 1650, 236; K eith T ho-
mas, Religión an d the Decline of M agic, N u ev a York, 1971, p. 162; Keith
W rightson, English Soáety 1580-1680, pp. 206-21.
174 David U n d erd o w n , R evel Riot, and Rebellion, N u eva York, 1986.
175 W illiam C ob b ett, Cobbett’s Parliam entary History o f England, L on d res,
1806-20, iv, pp. 53-54, 146-51, 1 6 2 ,1 6 4 .
176 Ibid., iv, pp. 207, 217, 242-44, 290-94.
177 Protestant Loyalty Fairly Drawn, L on d res, 1681, p. 6. La can tid ad d e ser
m on es y p an fletos q u e afirm an estas id eas es d em a sia d o gra n d e c o m o pa
ra citarlos. Cf. B. B eh ren s, ‘T h e w h ig th e o ry o f th e co n stitu tio n ín the
reign o f C harles II”, Cambridge Historical Journal, vil, 1941, pp. 42-71, y
J o h n M iller, “C harles II and his P a rlia m en ts”, Royal H istorical Society,
Transaciions, quinta serie, vol. 3 2 ,1 9 8 2 , pp. 1-23.
178 L. W om ock, A Short Way to a L asting Settlement, L on d res, 1683, p. 23.
179 T h om as R eeve, The M an ofValour, L o n d res, 1661, p. 111 (p a g in a ció n
con tin u ad a co n A D ead M an Speaking, L o n d res, 1661, d el m ism o autor).
Cf. ThePrim itive Cavalienistn Revived, L on d res, 1684, pp. 5-6.
18oJ. P. K enyon, Revohition Principies: The Poliiics ofP arty 1689-1720, Cam
bridge, Inglaterra, 1977. Cf. H . T. D ick in so n , ‘T h e eig h tee n th -c e n tu ry
deb ate on th e sovereign ty o f P arliam en t”, Royal H istorical Society, Tran-
sactions, q u in ta serie, vol. 26, 1976, pp. 189-210; H ow ard N e n n er , By Co-
lour o f Law: Legal Culture an d Constitutional Politics in England, 1660-1689,
C hicago, 1977, pp. 155-96.
181 V éase, p or ejem p lo , A n ch itell Grey (e d .) , Debates o f the House o f Com
mons, from theyear 1 6 6 7 to the year 1694, L o n d res, 1763, i, p. 213; vil, p. 49;
viii, pp. 34, 167, 213. Los folletistas p o lític o s tam b ién d iero n m uestras de
una so rp ren d en te fam iliarid ad c o n lo s a n terio res d e b a tes parlam en ta
rios. V éase, por ejem p lo A le tte r from M ajor General Ludlow to SirE. S. Com-
p a iin g the Tyranny of the First Four Years of K ing Charles the Martyr, with the Ty-
ranny o f the Four Years Reign o f the Late Abdicaled K ing, A m sterd am , 1691, en
la q u e L u d low cita a p ro p ia d a m en te lo s d iscu rsos e n lo s P arlam entos de
Carlos I, u n a é p o c a en la q u e el m ism o L udlow era u n n iñ o .
182 p ara ]a historia g en era l d e to d o el p e r ío d o d e sd e 1660 hasta 1689, q u e