Los Últimos Días de Los Templarios - Mario Dal Bello
Los Últimos Días de Los Templarios - Mario Dal Bello
Los Últimos Días de Los Templarios - Mario Dal Bello
La mañana del 13 de enero de 1129, Troyes, situada entre las dulces colinas
de Champaña, despierta blanca de nieve. Aunque hace frío, una multitud
compuesta de nobles, caballeros, magistri, prelados y monjes está ya reunida
dentro de la catedral. La luz entra por las estilizadas ventanas e ilumina el
púlpito junto al altar mayor. Ahí está en pie la alta figura de Bernardo de
Claraval, el abad cisterciense maestro espiritual de la Europa cristiana.
Precisamente él ha convocado en tierras de Francia este concilio, en el que
participan el embajador del papa, el cardenal Mateo de Albano, los
arzobispos de Reims y de Sens, diez obispos, siete abades, dos magistri de la
universidad, cinco caballeros y tres nobles laicos: Teobaldo II, conde de
Champaña; Guillermo, conde de Nevers, y el senescal André de Baudemont.
Sus palabras se esperan con impaciencia.
Bernardo empieza con tono decidido. Desea presentar a un grupo de
devotos que vienen de Tierra Santa, que han sido enviados por el rey
Balduino II de Jerusalén y se hacen llamar «los pobres caballeros de Cristo y
del Templo de Salomón». Cinco hombres con espada al costado, capa blanca,
cabello corto y barba larga suben a su lado. Algunos reconocen al caballero
que va a hablar. Es Hugo de Payns, nacido precisamente allí, cerca de Troyes.
Veinte años atrás también él había ido a Tierra Santa junto a muchos otros
caballeros para liberar Jerusalén de los herejes. «Recuerdo —dice
emocionado— los escalofríos en la espalda cuando el papa Urbano clamó en
Clermont: “¡Jerusalén, Jerusalén!”. Lo dejamos todo para irnos de peregrinos
a ver el lugar donde había nacido nuestra fe». Un entusiasmo sincero y una fe
ardiente habían convulsionado Europa: ¡liberemos el sepulcro de Cristo!, se
decía por todas partes.
Tras la conquista, Hugo ya no ha querido seguir viviendo como tantos
caballeros, arrogantes y violentos. Se ha quedado en Jerusalén «para hacer
penitencia y usar la espada para proteger a los peregrinos de los bandidos y
leones que infestan los caminos de Palestina», afirma convencido.
Ya son un pequeño grupo. Viven junto a los restos del Templo de
Salomón en la Ciudad Santa, pobres y castos como monjes, pero sin ser
sacerdotes. El mismo rey Balduino les ha donado una casa y Hugo ha sido
elegido maestre por los hermanos. El rey lo ha enviado a Europa para pedir la
bendición del papa sobre la nueva hermandad, pero también para buscar
hombres y bienes. En Tierra Santa siempre están en guerra y en peligro.
Esta novedad inquieta a la asamblea. Hasta ahora solo se conocía a
monjes que vivían en abadías. Estos caballeros quieren vivir como monjes y
además seguir siendo guerreros. Parece un contrasentido. Algunos lo meditan
mientras otros niegan con la cabeza. Reina el silencio.
La multitud sale de la iglesia comentando entre dientes lo que ha contado
Hugo, mientras el caballero se queda con sus compañeros a las puertas de la
catedral. Bernardo se les acerca; está convencido de que la Iglesia necesita
gente como ellos: un nuevo tipo de caballero. «Podréis usar las armas, pero
sin ferocidad y solo para luchar contra el mal», les susurra con la mirada
encendida. Mientras tanto, él se encargará de escribir una regla para
someterla al criterio del pontífice. «Os encomendaremos a la protección de la
Virgen María», dice en tono solemne. Hugo se inclina; sin duda el papa
escuchará a Bernardo.
El sol hace brillar la nieve de los tejados, y a los caballeros les parece un
buen presagio.
En este día, en la pequeña y fortificada Troyes, nace la Orden de los
Caballeros del Temple. Empieza su historia. Vivirán doscientos años de
gloria y dolor, de heroísmos y mezquindades.
Este libro narra la última parte de su historia, tratando de hacer justicia ante
las leyendas surgidas a raíz de la desaparición de la Orden, que la han
envuelto en un misterio aún hoy inquietante, basándose en estudios y
descubrimientos de documentos excepcionales, algunos recientes, con el fin
de aclarar la verdad. Será una aventura apasionante.
1. La última batalla
El mar que baña el puerto de San Juan de Acre, en el reino cruzado de Siria,
resplandece plácidamente en el mes de mayo del año del Señor de 1291. En
el bastión del castillo de los Caballeros del Temple ondean grandes banderas.
Han pasado casi ciento sesenta años desde la asamblea de Troyes. La Orden
se ha difundido desde Tierra Santa a toda Europa y se ha convertido en el
símbolo de una fe cristalina dispuesta incluso al heroísmo. Los caballeros son
audaces, valientes y orgullosos. Por todas partes poseen castillos y grandes
haciendas (las magiones). También tienen mucho dinero y se han hecho hasta
banqueros. Pero su corazón está en Tierra Santa, donde son de los últimos
defensores de los reinos cristianos que surgieron tras la primera cruzada.
Pero en estos días no están tranquilos, como tampoco los cuarenta mil
habitantes de la ciudad. De hecho, el sultán de Egipto, Al-Malik al-Ashraf, la
está asediando por tierra. Lleva un ejército de sesenta mil jinetes y ciento
sesenta mil infantes bien equipados para un largo asedio. San Juan es el
último baluarte de los monjes-guerreros en Tierra Santa. Hace cien años que
perdieron Jerusalén, desde que el genial e implacable Saladino se la arrebató.
El sultán no tocó a la población, pero a ellos, los caballeros, los exterminó.
Habían resistido al asalto, y Saladino llegó a admirarlos, pero eran «gente
incómoda, los peores de los infieles», decía. Así que llevó a cabo una
masacre con ellos y con los caballeros del Hospital de San Juan —otra orden
caballeresca nacida en Jerusalén—, que luchaban juntos.
Desde entonces había empezado la retirada. Los caballeros habían
perdido muchos castillos y al final se trasladaron a Acre, adonde llevaron las
armas, estandartes y reliquias sustraídas a la Ciudad Santa. Pero el sepulcro
de Cristo, en el que cada día se detenían a orar, lo han perdido. ¡Y pensar que
habían nacido para defender este santo lugar!
También han perdido el gran relicario con un fragmento de la Santa Cruz
que se llevaban a la batalla como protección del cielo: ha caído en manos
musulmanas. ¡Sabe Dios si lo recuperarán! Los más jóvenes así lo esperan.
Dicen que está sepultado bajo la arena y que hay quien conoce el lugar
secreto. Alguno estará pensando en volver de incógnito a recuperarlo…
El Islam parece invencible, mientras en Europa el espíritu de las cruzadas
se está debilitando. Está naciendo un mundo distinto.
Guillermo de Beaujeu es ahora el gran maestre de la Orden. Rígido en su
pesada armadura, con el cabello corto bajo el yelmo de hierro, la barba
amplia sobre el peto de la coraza y su gran capa blanca, este noble caballero
francés es una figura majestuosa. Se mueve por los muros de la ciudadela
fortificada dirigiendo las operaciones de resistencia. Al alba ha rezado en la
capilla junto a los hermanos: los caballeros, sus intendentes (los sargentos),
los siervos y las tropas auxiliares. El capellán los ha incitado a combatir con
valentía por «amor a Dios y a la Santa Iglesia», a la que se han entregado
mediante votos. Y así dice su lema: «La gloria no a nosotros, Señor, sino a tu
nombre». Nos les falta valor ni intrepidez. ¿Seguirá estando Dios con ellos?
Guillermo es un hombre abierto, nada hostil a los musulmanes. Los
respeta y a veces es respetado por ellos, pero no todos dentro de la Orden
aceptan semejante actitud. Cualquier relación con el Islam se considera en
Occidente como una traición a la fe: los musulmanes se han convertido en los
enemigos. Hay que resistir, rechazar el ataque y salvar a la población.
¡Se acerca el fin del mundo! Este grito recorre toda Europa con cada final de
siglo. Esta vez muchos creen en las profecías de un monje, Joaquín de Fiore,
que hace unos años había predicho una nueva «edad del Espíritu» y un «papa
angelical» que no se preocuparía de política ni de las cosas de este mundo.
Muchos lo quisieron ver en Celestino V, pero el duro Bonifacio, según
comentan sus enemigos, lo ha apresado y asesinado, y por eso el fin del
mundo podría estar cerca. En distintas partes se insinúa que un misterioso
Anticristo está a punto de llegar. Así lo creen también algunos caballeros del
Temple. En una iglesia suya de Perusa dedicada a un santo misterioso,
Bevignate, pintaron hace unos cincuenta años los signos misteriosos del
Apocalipsis. Es una construcción alta y de una sola nave, encima de una
colina, como suelen ser las iglesias de la Orden, dominando el horizonte
infinito de un amplio valle. En los frescos de su interior los caballeros
combaten por tierra y por mar mientras rezan. Domina las pinturas una gran
águila que sujeta un libro entre las garras. No basta con luchar contra
sarracenos y leones, en estrecha formación a caballo y empuñando largas
lanzas; hay que poner trabas a las fuerzas del mal, y ellos, los templarios, han
nacido para eso.
Un enorme anhelo de paz y de perdón envuelve a Europa, donde las
guerras y las continuas epidemias están cosechando víctimas. Desde hace
siglos los peregrinos acuden a Roma, pero, desde que Jerusalén ha sido
recuperada por los infieles, se ha convertido además en la nueva «ciudad
santa», la que alberga las tumbas de los apóstoles Pedro y Pablo. Bonifacio se
ha dado cuenta de ello y no puede permanecer insensible ante este deseo del
pueblo cristiano, tan difuso (y confuso). Consulta a teólogos e historiadores y
toma una decisión: seguir la tradición de los judíos de un año jubilar, de
perdón, para darle a Europa y al mundo un período de paz. Quien venga a
Roma obtendrá la absolución de sus pecados. También se declarará una
tregua con el rey de Francia: así lo ha pensado Bonifacio.
Tiempo atrás ha proclamado santo a Luis IX, abuelo de Felipe. Y no ha
sido una simple maniobra conciliadora, pues Luis era santo de verdad, un
hombre de fe convencido, que sufrió prisión durante la cruzada en la que
había participado. Desde luego, tenía un carácter muy diferente del de su
nieto Felipe.
Alto y rubio, tiene la barba y el cabello dorados, como la corona que lleva en
la cabeza, y de los hombros le cuelga con elegancia la capa azul con flores de
lis bordadas en oro, propia de Francia. Es joven, fuerte y resuelto. La gente
adora a su «hermoso» rey. Se agolpa a las puertas del palacio del Louvre
cuando sale, lleno de energía e ímpetu, flanqueado por una hilera de
cortesanos, a cazar con halcón, dirigiéndose hacia el bosque de
Fontainebleau, al castillo donde nació. Lo observa mientras reza con las
manos juntas en la Sainte-Chapelle, iluminado por un sol que se filtra por las
vidrieras multicolores, al lado de su mujer, la dulce reina Juana. Se casaron
hace unos veinte años y se quieren mucho. Ella le ha dado cuatro hijos
además de la dote, Navarra y Champaña, que han ampliado el reino. Mientras
rezan, él está erguido, muy devoto, envuelto en azul, y ella un poco inclinada,
la cabeza cubierta con una cofia de raso blanco y un manto larguísimo
forrado de armiño. Son imágenes esplendorosas que alegran al pueblo.
Pero el rey no siempre está sereno, ni tampoco está siempre tan luminoso
como parece. Sabe ser duro y su fría ira provoca pavor en quienes están cerca
de él.
El Año Santo ha pasado y se ha reanudado la lucha contra el papa
Bonifacio. Felipe se ha rebelado contra el arzobispo de Pamiers, Bernard
Saisset, que ha criticado sus continuas intervenciones contra los derechos del
clero. Está claro que el rey quiere una Iglesia dócil a sus intereses, pero el
obispo, de carácter fuerte, no se ha sometido. Y el rey lo ha mandado arrestar.
¿De qué lo acusa? De lo mismo que a todos los enemigos del rey: herejía,
traición y sedición.
Bonifacio ha intervenido: a él le corresponde juzgar a los obispos. Pero el
rey no ha cedido y la controversia se ha ido exacerbando en los meses
siguientes. «¡Fuera de la Iglesia −o sea, de la obediencia al papa, que es su
cabeza— no hay salvación!», ha escrito el pontífice en un documento titulado
Unam sanctam que ha dado la vuelta a toda Europa. No son ideas nuevas,
pero en este momento y con el tono perentorio de Bonifacio, irritan a Felipe.
Si no se somete al papa se expone a ser excomulgado.
Felipe pide consejo a sus abogados. Guillermo de Nogaret es un burgués
de cabello oscuro que le asoma bajo el birrete corto, con ropaje largo de
jurista. Tiene mirada de garduña y una ambición de persona sin escrúpulos,
con una religiosidad fanática que podría resultar muy peligrosa. Es los ojos y
los oídos del rey. Aconseja a Felipe que convoque a los representantes de la
nación para exponerles los problemas del reino. Y el rey lo escucha. Es
astuto, sabe esconder muy bien sus maniobras detrás de las sugerencias de
sus consejeros.
El 12 de marzo de 1303, en el palacio del Louvre, bajo sus altas bóvedas
y la luz que penetra por los ventanales, el rey se sienta en el trono envuelto en
su manto, con el rosto céreo y un ademán desdeñoso. Imagen de
impasibilidad. La reina se ha quedado en sus aposentos con sus damas y su
hija Isabel: las mujeres no deben meterse en política. Junto al rey están sus
hijos varones, Felipe, Carlos y el heredero, Luís, un muchacho difícil. Están
presentes también los caballeros del Temple, junto con los nobles y el clero.
Su sede, que tiene dos macizas torres y un recinto almenado, domina un
barrio entero de la ciudad llamado la Ville Neuve du Temple. Ahí está el
visitador de Occidente, el hermano Hugo de Pérraud, quien, en silencio,
escudriña atentamente la asamblea con ojos inquietos en un rostro impasible.
Rodean al rey sus consejeros más cercanos. Nobles y eclesiásticos se
sientan en dos filas, una frente a otra: los orgullosos nobles con sombreros
emplumados y espadas con empuñadura de marfil, y el clero con sus largas
capas violeta. Todos saben que las cosas entre el papa y el rey van tan mal
que están en guerra, aunque por ahora se limite a las palabras y los
documentos.
Como se sabe, Felipe no quiere tener a nadie por encima de él, y el papa,
este papa, es un hueso duro de roer. «Un hombre como él no cambiará
nunca», piensa el rey de Bonifacio. Por eso hay que eliminarlo como sea. Así
el rey pasa al ataque reuniendo una especie de concilio.
En medio del silencio general, el rey habla de su preocupación por la
independencia del reino. «Desde que Bonifacio es pontífice —dice con fría
calma— la libertad de Francia está amenazada por sus continuas
intervenciones en cuestiones de política interna. ¡Este papa se quiere igualar a
Cristo!». El rey hace un gesto y Nogaret se levanta de su asiento y comienza
con voz atronadora la lista de acusaciones contra Bonifacio: la abdicación
forzada de Celestino, la «persecución» de los cardenales Jacopo y Pietro
Colonna, el amor excesivo a sus parientes, los Caetani, la protección de los
prelados franceses hostiles al soberano… La lista es larga, y la acusación de
Nogaret lleva su tiempo. «Se hace llamar Bonifacio, pero en realidad es
maléfico en todos los aspectos», concluye el jurista con un golpe de efecto
muy bien calculado.
Y el discurso, frío como un cuchillo, cala en la asamblea. Los caballeros
han oído atentamente. Puede que alguno piense que, en realidad, el rey está
buscando un pretexto para hacerse con los bienes de la Iglesia, pues está sin
dinero a causa de la guerra contra los ingleses.
Pero Nogaret no ha terminado. El rey Felipe no necesita al papa para
gobernar su reino. ¿Acaso el primer rey de Francia, Clodoveo, no fue
consagrado por el Espíritu Santo, que bajó sobre él desde el cielo?
Obviamente es una leyenda devota, pero al rey y a sus juristas les viene muy
bien ahora. Por lo tanto, Felipe es soberano en su reino. Y además este
pontífice, Bonifacio, es ilegítimo. Así que proponen que se convoque un
concilio general para juzgarlo y, en caso necesario, deponerlo y proceder a
una nueva elección. ¿No ha de pensar el rey Felipe, como buen cristiano, en
el bien de la Iglesia universal?, concluye el jurista con hábil astucia.
El discurso ha sido muy violento. El rey no ha intervenido, pero seguro
que Nogaret le ha leído el pensamiento para usar palabras tan duras.
La gente hace comentarios en voz baja. Pero los susurros son
interrumpidos por la orden para todos de firmar el acto de convocatoria de un
concilio para procesar al pontífice.
Los templarios están perplejos. Dependen exclusivamente del papa, no de
Felipe; están unidos al papa por obediencia: hace unos años le dieron incluso
una suma fabulosa.
El hermano Hugo de Pérraud se levanta y, en lugar de salir de la sala —
como quizá algunos de sus colegas esperaban— se pone en fila con los
obispos, abades, doctos y nobles para estampar su nombre en el documento
para procesar a Bonifacio. Firmará como visitador del Temple en Francia.
Tiene que hacerlo a la fuerza para evitar represalias contra la Orden.
Este será el inicio de una grieta en el vértice del Temple, pues el hecho no
ha sido consensuado con el gran maestre. De Molay, que está en Chipre,
ignora que Hugo ya se ha puesto en secreto bajo la protección del rey junto
con su familia. Y es una acción que vulnera el código de honor de los
templarios, su juramento de solidaridad recíproca y absoluta obediencia a los
superiores.
Está claro: el rey Felipe —mejor dicho, Nogaret— ha encontrado el modo
de minar desde dentro la fuerza de la Orden, que es el código de unidad. ¿No
será esta la primera maniobra para apoderarse de los bienes de la Orden?,
piensan algunos caballeros.
Mientras tanto, Felipe ha vuelto a palacio y, junto con su grupo de
juristas, sigue tejiendo la red para eliminar de la escena al papa Bonifacio.
6. Una bofetada de más
Sopla en Burdeos el viento veraniego del Atlántico. Y con él han llegado los
mensajeros de los cardenales. Vienen de Perusa, donde, tras un año de
altercados, por fin ha sido elegido un nuevo pontífice. El sucesor de
Bonifacio, el manso dominico Benedicto XI, había durado poco, y los
cardenales, en desacuerdo entre sí, han esperado un año para elegir otro papa.
Los dos purpurados Orsini —el viejo Mateo y el joven Napoleón— han
discutido violentamente: el primero quería un pontífice fiel a la memoria del
pobre Bonifacio, y el otro era amigo de los franceses. El rey Felipe estaba en
guardia: aunque la bula de excomunión del papa Caetani no se había
publicado, pendía sobre su cabeza como una espada de Damocles, y además
Nogaret seguía excomulgado porque Benedicto no había querido levantarle el
castigo.
Así pues, se elige un pontífice que ni siquiera es cardenal: el arzobispo
Beltrán de Got, a quien los mensajeros han de llevar la noticia de su
elevación al pontificado, pero no lo encuentran. Está en Lusignan visitando la
diócesis que regenta desde hace seis años. Beltrán es un hombre de
conciencia. Viene de una familia de Gascuña, noble pero no rica. Un
hermano suyo es cardenal y le ha abierto las puertas de la carrera eclesiástica.
Hombre culto y amable, es un equilibrista nato, estimado por Bonifacio y
bien relacionado tanto con el rey de Inglaterra como con el de Francia. Tiene
un carácter paciente, propio de un gran experto en derecho internacional, lo
cual hasta ahora lo ha ayudado a llevar una vida ordenada, necesaria para
alguien de salud frágil, como él. Por eso le gustan las zonas frescas y
saludables.
Por fin lo encuentran el 19 de junio. Hace tiempo que ha cumplido los
cincuenta. El rostro regular y bien rasurado, la mirada serena, el tono cordial
y sus palabras bien elegidas hacen de él una persona amable. Los enviados
del cónclave le comunican su elección y se arrodillan ante él. Beltrán rompe
el sello del pergamino sin inmutarse y lee atentamente. «Santo Padre —dicen
los embajadores—, ¿aceptáis vuestra elección?». Beltrán responde con un
simple «acepto». El Sacro Colegio está esperando que elija un nombre, pero
Beltrán calla: lo comunicará en el momento oportuno. Luego da su primera
bendición papal y despide a los embajadores.
Ha sido una maniobra astuta. Beltrán conoce los enredos de la curia —ha
estado en Roma en su momento— así como las expectativas de ese hombre
peligroso que es el rey Felipe. Además, en el pergamino que los emisarios le
han entregado no figura la firma del cardenal Mateo Orsini. Evidentemente,
este no está de acuerdo con el resultado del cónclave. Es una señal: mejor
esperar para proclamar su nombre: como bien se sabe, este indica el
programa del pontificado.
Unos días después, el arzobispo-papa vuelve a Burdeos. En palacio se
encuentra en gran ebullición. Llegan los embajadores de Aragón, Portugal,
Inglaterra y, obviamente, de Francia ante todo: un ir y venir de felicitaciones.
Beltrán —aún firma así las cartas oficiales— recibe a todos con paciente
cortesía. Sentado en el trono episcopal de la catedral de San Andrés, con
mitra de seda dorada en la cabeza, una amplia casulla floreada y el pastoral
de plata en la mano enguantada, escucha atentamente los mensajes. Los
cardenales le han enviado a otro mensajero con el decreto de elección y le
hacen saber que, en Roma, el conflicto entre los Orsini y los Colonna se está
volviendo ingobernable. Beltrán responde con pocas palabras corteses y
bendice con un gesto delicado.
Aunque este ceremonial lo cansa, no lo demuestra. Por la noche, cuando
está solo, tiene tiempo de reflexionar. Debe continuar con la línea moderada
del papa Benedicto, buscando la paz con todos, en especial con Felipe.
Beltrán intuye que el rey no ha cerrado el asunto de Bonifacio y se lo confía a
sus íntimos: «El rey quiere tener a la Iglesia a sus pies y yo no puedo darle un
pretexto para que lo consiga».
En la corte esperan con ansia conocer el nombre elegido por el nuevo
pontífice. Nogaret, siempre al corriente de todo gracias a su red de
informadores, a final de mes puede comunicarle a Felipe que el arzobispo ha
decidido llamarse Clemente V. Una idea brillante: el último papa francés se
llamaba así, y además Clemente es uno de los primeros sucesores de san
Pedro. Los cardenales fíeles tanto a Francia como al papa Bonifacio se
habrán tranquilizado. Ahora hay que pensar en la coronación. El rey Felipe
apremia y envía mensajeros al papa para que elija una ciudad cercana a su
reino. Es una forma de tenerlo cerca, pues teme que Clemente esté pensando
en irse a Italia.
En realidad, el papa está dejando pasar el tiempo. Va de un lado a otro
por su Gascuña, la tierra donde ha nacido y de la que no logra deprenderse,
aun sabiendo que antes o después tendrá que ir a Roma. El continuo
peregrinar por castillos y ciudades regados por cursos de agua fresca le va
bien a la salud, le permite relajar tensiones, lo ayuda a reflexionar y a tomar
decisiones con calma. Para su coronación le gustaría mucho Vienne, una
ciudad de propiedad imperial, no francesa. Desde allí podría llegar luego a
Roma atravesando el Piamonte.
Muy pocos lo han visto y muchos caballeros dudan de su existencia. Será una
tradición o una leyenda de la Orden lo de ese ídolo barbudo encerrado en
estancias impenetrables que solo conocen los que lo adoran.
«Los caballeros tienen muchos misterios —comenta la gente en el
mercado cerca de su entorno, en Paris—; dicen que adoran a Satanás a
escondidas, en un templo secreto. Tienen un ídolo de tres cabezas al que
llaman Bafomet». Los rumores que Nogaret está esparciendo por ahí están
funcionando. El pueblo empieza a interesarse por el lado oscuro de la Orden.
«Hacen magia y practican ocultismo», aseguran unos. «Si es así, se merecen
la hoguera, son unos herejes», sentencian otros. Mientras tanto, el rey manda
a sus homólogos de Europa noticias preocupantes sobre la moralidad de la
Orden. Sin duda pretende implicarlos en su proyecto.
A finales del verano, en la cripta de la capilla, un pequeño grupo de
templarios está rezando. Ante ellos está expuesta la reliquia más preciada de
las muchas que la Orden custodia. Es una larga pieza de lino, tejida en espiga,
y en ella se observa la huella de un cuerpo desnudo con las manos cruzadas
en el pecho, cubierto de llagas, con el cabello y la barba largos, y con los ojos
cerrados de un muerto. Parece estar durmiendo un sueño plácido. Es una
imagen del Salvador.
Jacques de Molay ha convocado a los caballeros más fiables, los que
están dispuestos a morir antes que traicionar a la Orden. Rezan ante la imagen
para que los proteja en estos días difíciles. Los acusan de idolatría, y hasta el
mismo papa sospecha que son realmente herejes.
Clemente ignora que los caballeros poseen esa gran reliquia. Esta la
habían llevado a Europa los cruzados tras el desastre ocurrido en
Constantinopla en 1204. Cristianos contra cristianos, un hecho condenado por
el papa de entonces, Inocencio III. La reliquia se la había dado a los
caballeros un descendiente de quienes la habían robado del palacio imperial,
gente excomulgada, y por eso hay que conservarla en secreto. Los templarios
tienen auténtica veneración por todo lo relacionado con la pasión de Cristo.
Ahora que han perdido Jerusalén les queda esta «sábana santa» que ofrece la
imagen de aquel por quien están dispuestos a dar la vida. «¡Y pensar que el
rey y el papa —piensa amargamente De Molay— creen que tenemos un ídolo
barbudo!».
Ya es de noche cuando la preciada tela es enrollada de nuevo y
depositada en su relicario. Se apagan las velas y, a la luz de las antorchas, el
grupo sube de la cripta a la capilla. No hay nadie.
Jacques de Molay está preocupado.
El papa le ha escrito a Felipe, el cual está empezando a investigar la
Orden, diciéndole que tranquilice su conciencia de reinante devoto ahora que
él se va a ocupar personalmente del Temple. Y espera que el rey lo escuche.
Luego, Clemente ha intentado descansar.
Ahora, al final de los calores veraniegos, está a punto de terminar con las
curas que los médicos le han impuesto. Se ha visto casi al borde de la muerte
a causa de una dolorosa afección gastrointestinal y ha tenido de hacer un alto:
dieta rigurosa, nada de tensiones y descanso en lugares bien aireados. Por
supuesto, nada de audiencias. Y como es un hombre habituado a las normas,
Clemente había obedecido al pie de la letra. No recibía a nadie, iba de una
localidad a otra de su Gascuña para reponerse en lo físico y quizá también en
lo moral. Le había hecho saber al rey que no quería ser molestado. Felipe
había aprovechado la ocasión: con la ayuda de Nogaret, había seguido
reuniendo documentos contra el Temple; así, en cuanto se entera de que la
salud del papa está mejorando, envía una comisión al pontífice para hablar
sobre la «grave cuestión».
Es un día templado. Varios comisarios reales y el visitador de Occidente,
el hermano Hugo de Pérraud, suben por la colina donde el papa Clemente
está descansando. Sopla una suave brisa. El pontífice los recibe en un gran
pabellón ornamentado con sus escudos, decorado con valiosas alfombras y
tapices flamencos: escenas de caza, de caballería y episodios bíblicos.
Clemente tiene a su lado a dos cardenales, no hay alrededor ningún otro
dignatario. El encuentro ha de mantenerse en secreto. Jacques de Molay no
sabe nada de momento; más tarde un caballero lo informará de lo que ha
sucedido. Cómo se enteró es un misterio, pero el gran maestre tiene amigos…
El papa recibe con una sonrisa al caballero De Pérraud, a quien tiene en
gran estima. Concluidas las formalidades, la conversación se torna
apremiante. Clemente, muy serio, pregunta si existe entre los templarios la
costumbre para los nuevos miembros de renegar del santo nombre de Cristo y
escupir a la cruz durante la ceremonia de ingreso en la Orden. El papa sabe
que De Pérraud presencia con mucha frecuencia estas ceremonias como
supervisor de la Orden en todo Occidente.
Mientras, los comisarios reales están inquietos. Si la respuesta es
afirmativa, el pontífice optará por una rápida condena de la Orden, o bien
acelerará la conclusión de las investigaciones, y así el rey tendrá las manos
libres sobre los bienes de los templarios. El caballero mira a su alrededor con
la mirada perdida y solo ve en tomo ojos inquisitivos observándolo a la
espera de su respuesta. Con voz sumisa responde al papa que eso se
corresponde con la realidad, pero no es cosa sería: es una práctica de
iniciación de los más jóvenes, los reclutas, como suelen hacer los militares, y
además se han dado pocos casos.
«Pero ¿vos sabéis que con ese acto se reniega de la fe? —interviene
Clemente—. ¿Sabéis que hace unas semanas un hermano vuestro, en el
castillo de Loches, ha estado a punto de confesar algo semejante ante el rey y
el prior de la Orden de San Juan?».
El caballero sin duda lo sabe, pero calla.
La conversación prosigue. El papa quiere saber muchas cosas sobre la
Orden, y el caballero responde con precisión. Clemente escucha atentamente,
estudiando al hombre que tiene delante: es una persona que dice la verdad,
pero también es ambicioso, quizá demasiado. Y está claro que dentro de la
Orden no faltan rivalidades…
El pontífice despide al pequeño grupo. Cuando los comisarios y el
caballero abandonan la colina, las primeras nubes rojas del atardecer ya
cubren el horizonte. La reunión ha durado mucho.
Los agentes reales no han oído a Clemente pronunciar ninguna condena
de la Orden, como esperaban. Tendrán que informar al rey de que el papa ha
tomado las riendas del asunto de los templarios, pues es su soberano. Por su
parte, el caballero teme haber hablado demasiado: quizá debería haber
hablado solo con el pontífice y avisar al gran maestre. Ahora los comisarios
se lo contarán todo al rey. Hugo de Pérraud, tan perspicaz por lo general, no
se ha dado cuenta de la trampa que Felipe les está tendiendo a él y al
pontífice, y pronto verá las consecuencias.
12. El tesoro de los templarios
Las noticias sobre los caballeros están circulando por Francia: empiezan a
oírse extrañas historias sobre ellos. Como esa que tiene lugar en una noche
lluviosa de octubre en París.
Las calles de la ciudad están anegadas de fango y la gente apenas puede
caminar bajo la lluvia que desde hace días inunda la capital. Se anuncia un
duro invierno. A las puertas de la ciudad, la guardia no presta demasiada
atención al ir y venir de personas, carros y caballos. Y así todos los días: con
este tiempo, los controles son menos rígidos.
En la sede del Temple, Jacques de Molay está muy afanado en un extraño
quehacer. Lleva horas encerrado en las cuadras controlando doce carros
cubiertos de heno. Lo acompañan unos pocos caballeros. Se ha pasado toda la
noche con sus «hermanos» transportando decenas de cajas desde una estancia
de la torre más alta, y ahora está agotado.
—¿Lo hemos cogido todo? —pregunta a los caballeros.
—Sí, monseñor —le responden.
Se trata de Gérard de Villiers y Hugues de Chalons, los más fieles al gran
maestre.
Jacques levanta el heno. Debajo, dentro de las cajas, está el archivo de la
Orden y lo que queda del tesoro, con las preciadas reliquias.
Lamentablemente, no han cogido todo, pues han tenido poco tiempo para
prepararlo.
«Puede que dentro de unas horas todo haya acabado para nosotros —
añade—, pero al menos estos bienes estarán a salvo. Nuestros hermanos de
fuera de Francia sabrán custodiarlos bien. Les encomendamos sobre todo
nuestras santas reliquias».
Se abrazan. Quizá no se vuelvan a ver.
Los carros salen chirriando del castillo escoltados por cincuenta
caballeros, cruzan lentamente la plaza que está delante y se dirigen hacia la
puerta meridional. El capitán de la guardia ve la bandera de los templarios.
La conoce bien, y se dice: «Dónde irán los señores con este tiempo». Estarán
llevando provisiones a sus magiones del sur, como suelen hacer, dado que
está cerca el invierno. Es mejor dejarlos pasar. Y con una señal de
aprobación, el paso queda libre. El capitán de la guardia está tranquilo: los
templarios van y vienen con frecuencia entre la ciudad y el sur del país.
Nada más salir de París, el cortejo acelera ligeramente el paso para no
llamar la atención demasiado pronto. Los fuertes caballos tiran de los carros
con todas sus fuerzas y no se detienen ni para descansar. «Tenemos prisa»,
dicen los caballeros cuando alguien de la escolta sugiere hacer un alto, al
menos por los caballos. Solo cuando es noche cerrada se detiene el cortejo.
Ahora París queda lejos y ciertamente el rey no se habrá dado cuenta de nada.
Pero solo pueden descansar unas horas, pues hay que reanudar la marcha
antes del alba, y así la distancia entre la ciudad y el grupo será mayor.
Aún no ha salido el sol cuando el cortejo reanuda la marcha. Discurre por
caminos y senderos entre colinas y bosques que los templarios conocen bien,
pues son los atajos que utilizan en sus habituales traslados. Viajar por los
caminos normales es un riesgo: demasiada gente, demasiados controles. De
vez en cuando miran atrás:
—¿Nadie? —pregunta Hugues.
—Nadie de momento. Y esperemos que hasta el puerto —responde
Gérard.
El puerto es el de La Rochelle, en el Atlántico. Está muy lejos de París, y
la guardia real emplearía al menos dos semanas para alcanzarlos. Desde ahí
podrán embarcar hacia Inglaterra o Portugal. El rey Eduardo, si bien Felipe lo
ha informado rápidamente del «doloroso caso de los templarios», no da
mucho crédito al francés. Menos aún el rey de Escocia, Robert Bruce, que
incluso ha sido excomulgado por el papa. Tampoco le da mucho crédito
Jaime de Aragón. Los caballeros pueden ir tanto a Escocia como a Portugal,
lugares idóneos para poner a salvo sus bienes. De hecho, hay hermanos que
los pueden guardar muy bien en las iglesias.
Tras menos de una semana a marchas forzadas, el grupo llega al puerto.
Días antes los caballeros han enviado una avanzadilla para preparar los
contactos con los barcos que deben transportar la carga. Los templarios son
personas eficaces. Cuando el cortejo llega hacia el atardecer, las
embarcaciones ya los están esperando. Los caballeros de la casa provincial
cercana al puerto han tomado algunas precauciones. No hay soldados reales,
pues La Rochelle es una especie de puerto franco, pero podrían aparecer. Los
dos caballeros están al corriente de un hecho que no han referido a sus
«hermanos»: de un momento a otro el rey ordenaría su arresto. Por eso hay
que viajar tan de prisa.
Por la noche el cargamento es llevado a las naves. Al amanecer, dieciocho
barcos con unos pocos caballeros y los tesoros de la Orden toman dos
direcciones: Inglaterra y Portugal. Gérard y Hugues no han partido. Tampoco
el gran maestre ha querido huir, pues sería un deshonor para él y para la
Orden. Hasta que las naves no desaparecen en el horizonte, los dos
permanecen en el muelle del puerto.
¿Llegarán los barcos a Portugal y Escocia? Se dirá luego que algunos
caballeros llegaron a Escocia y fueron acogidos por la familia Sinclair —
donde, se dice, esconderán la reliquia del cáliz de Cristo—, mientras que
otros fueron recibidos por el rey Denis de Portugal.
Aún persiste el misterio sobre esta y otras historias —como la de unos
caballeros que huyeron hacia un destino desconocido en un barco—, y se
habla de ellas en voz baja. De dice que Gérard y Hugues, en su camino de
vuelta a la capital, fueron sorprendidos por la guardia del rey Felipe y
encarcelados. ¿Habrán sido ellos quienes contaron a los hermanos esta
increíble misión?
Mientras, el rey Felipe ha entrado en acción. Ha reunido a los suyos en la
abadía de Maubuisson, no lejos de París, donde va a menudo a descansar.
Hay poca gente, la más fiable, y lejos de la capital. Todo ha de quedar oculto.
El plan está preparado: hay que arrestar a los templarios porque son herejes,
«sin sabiduría ni prudencia, gente loca que ha caído en la idolatría», tal como
quedará escrito en la carta con la que ordena su arresto. El papa es demasiado
débil y no cumple con su deber. Así que lo hará él, el rey, «representante de
Dios en la tierra», como se considera. Él es el soldado de Cristo que combate
contra el demonio, y sus juristas son quienes lo ayudan a ser «ministro de
Cristo en este asunto», como en el asunto contra el papa Bonifacio.
Todos están convencidos de ello, incluso el pueblo, que ha oído las
barbaridades de los caballeros. Por eso, cuando el arzobispo de Narbona
señala que dicha tarea es competencia del papa Clemente y que conviene
esperar, el rey no lo escucha. Firma el documento para arrestar a los
caballeros precisamente el día de una fiesta que a ellos les gusta mucho: la
Exaltación de la Santa Cruz, el 14 de septiembre, e incluye directrices a los
magistrados y senescales para que procedan con el «golpe de mano» en todo
el reino. Máximo secreto. El Temple tiene las horas contadas.
13. El día más largo
Viernes 13 de octubre de 1307, al alba. En medio de una luz aún tenue, entre
la neblina, decenas de soldados se presentan simultáneamente ante las casas
de los templarios en todo el reino de Francia. Hace un mes que Felipe avisó a
sus guarniciones de cada ciudad fijando la fecha del arresto. Y el secreto ha
sido bien guardado. Ahora, en esta fría y húmeda mañana, los soldados entran
en las magiones de los caballeros y presentan la orden del soberano.
Irrumpen en la casa central de París y suscitan gran sorpresa y asombro:
«¿Cómo es posible?», se preguntan los caballeros entre sí. El gran maestre se
queda atónito. Precisamente el día anterior había venido a París desde Poitiers
para los funerales de Catalina de Courtenay, mujer de Carlos de Valois,
hermano del rey, junto al cual había sujetado el cordón de la tela fúnebre que
cubría el féretro de la dama.
Ahora ha venido Guillermo de Nogaret en persona. Se está vengando por
lo que los templarios han hecho a sus parientes años atrás. Con gesto
altanero, envuelto en su capa de piel y con el rostro sombrío, le tiende a
De Molay la orden de arresto sin decir una palabra. Aún sigue excomulgado
y está encarcelando a unos religiosos. ¡La prepotencia de Felipe, que ha
autorizado la operación, no tiene límites!
Los soldados cierran las puertas del castillo para evitar todo intento de
fuga y arrestan a todos los que allí se encuentran: caballeros, sargentos y
sirvientes. También son apresados Geoffroy de Charny, De Pérraud y los
preceptores de Aquitania y de Chipre, es decir, el estado mayor de la Orden.
Al parecer, unos cuarenta caballeros armados han conseguido escapar… Con
todo, no oponen resistencia, pues todos creen que el rey ha actuado de
acuerdo con el papa, a quien están acostumbrados a obedecer. Y aunque se
ven avasallados, se someten, de modo que la redada se desarrolla con rapidez.
Los emisarios son implacables: desde este momento, todos los bienes de la
Orden quedan requisados: los custodiará el rey…
Los caballeros están en arresto preventivo. En pequeños grupos son
aislados y conducidos a distintas prisiones. Unos permanecen en los locales
subterráneos del Temple rígidamente custodiados, otros en otras estancias, y
algunos en el castillo de Loches, como el propio De Molay. Algunos recorren
las calles de París, envueltos en sus capas blancas los caballeros, y negras los
sargentos. Una triste procesión sin ninguna solemnidad.
El Louvre abre las puertas de sus prisiones subterráneas. Uno a uno los
templarios son arrojados dentro de las celdas. Hace frío, y el Sena, que pasa
muy cerca, deja mucha humedad. Los van a tratar con dureza: pan y agua
para todos, así lo ha ordenado el rey. Y luego tortura hasta que los caballeros
confiesen sus culpas.
Mientras tanto, el pontífice no sabe nada. Sigue reponiendo fuerzas tras
una enfermedad que le causa fuertes hemorragias. Dentro de no mucho estará
en Poitiers y abrirá la investigación formal sobre la Orden. Felipe ha actuado
con astucia. Ha tomado las riendas de la situación: podrá transformar las
delicadas pesquisas de la curia papal en un proceso público y teatral, como
hizo con Bonifacio. Ha puesto al papa ante hechos consumados sin el más
mínimo escrúpulo.
Nogaret ha obrado como un zorro astuto al sugerirle las maniobras. Por
eso, cuando un mensajero real informa a Clemente de lo acaecido, el papa
apenas puede creer en sus palabras: «¡No es posible!», exclama. Él es el
superior de la Orden y a él le compete juzgarla. Pero el rey lo ha ignorado, lo
ha engañado. Y lo mismo ha hecho con Guillaume de París, el gran
inquisidor y confesor suyo, a quien compete juzgar los crímenes de herejía.
Le ha dado a entender que solo deberá juzgar a algunos templarios, y el fraile,
sin preocuparse por informar al pontífice, se lo ha creído y ha enviado una
carta al respecto a sus emisarios en todo el reino.
Clemente, que aún no se ha repuesto del todo, está postrado. Aún no sabe
que su pontificado ha enfilado un camino cuesta arriba. En efecto, en ese
mismo momento Nogaret ha organizado una gran puesta en escena en los
jardines del palacio real de París. Los templarios acaban de ser arrestados, ni
siquiera llegan a 140, de los cuales solo 14 son caballeros, pero al implacable
ministro le bastan. «El pueblo tiene que conocer la verdad», ha ordenado
decir por todas partes. Y la multitud ha acudido. El castillo de acusaciones
que ha levantado en los meses pasados con el consentimiento del rey y
gracias a sus espías y a las denuncias de algunos caballeros, está preparado
para que lo devore la opinión pública. De Pérraud, que ha jugado sudo con el
gran maestre, ahora se da cuenta de la astucia del rey y del engaño, pero ya es
demasiado tarde.
Nogaret es un orador que encandila: «El buen pueblo de París —clama—
debe conocer la monstruosidad de estos falsos y heréticas caballeros». Y
prosigue con la lista de acusaciones: renegar de Cristo, escupir a la cruz,
besar al preceptor en la boca, en el ombligo y en el trasero, actos
homosexuales con los hermanos que así lo desearan… «Por último —dice
con voz atronadora— adoran a un ídolo con forma de cabeza masculina de
larga barba y se lo ciñen al costado con un cordel consagrado».
Un escalofrío recorre la espalda de la gente de París y, sin duda, también
en todo el reino, donde la noticia del arresto y de las acusaciones hacen
estremecerse a todo el país. ¿Los caballeros unos idólatras y unos
pervertidos? Es verdad que las órdenes de caballería no gozan de muy buena
fama, sino todo lo contrario. Además, a los templarios se los acusa de ser
soberbios y ávidos, ¡pero esto es demasiado! Y la gente se lo cree, si bien
algunos —pocos, a decir verdad— piensan que están exagerando…
La redada cumple con su objetivo: de Caen a Bayeux, de Cahors a
Carcasona, Troyes, Clermont y Nimes, muchos templarios son arrestados, si
bien es cierto que no llegan a ese ejército de dos mil que la propaganda real
presenta como un «peligro para la monarquía». Ahora les espera el
interrogatorio. Nogaret ha ordenado encerrar solos, en celdas separadas, a los
miembros del estado mayor de la Orden, de modo que no puedan
comunicarse entre sí antes del proceso. Solo esto postrará a los caballeros,
habituados a estar unidos en cualquier circunstancia.
Después de esas monstruosas acusaciones, la vehemencia de Nogaret ha
hecho mella en la gente. ¿Habrá quien se atreva a defender a los templarios?
14. El interrogatorio
Esta vez Felipe se deja ver. Alguno de sus cortesanos que viven cerca de la
curia se lo ha soplado: hay amenaza de excomunión. Pero el soberano piensa
también que, si se reconoce la culpabilidad de los templarios, cosa de la que
está casi seguro, el papa disolverá la Orden. Por eso va a permitir a los
cardenales la facultad de verlos e interrogarlos. Le conviene.
Diciembre acaba de empezar, muy frío, con unos vientos del norte que
arrasan las calles de París. La corte recibe a los purpurados con honores. El
rey y Nogaret se muestran sonrientes en cuanto se encuentran con ellos. Los
cardenales responden al saludo con gélida cortesía. No tienen prisa; en contra
de lo que el consejo real se espera, hacen las cosas con calma. Comunican
que están trabajando a solas y no desean ser molestados. En realidad, están
esperando el momento oportuno para tomar las decisiones. Quieren ver si el
rey está en verdad dispuesto a liberar a los templarios de la cárcel y volverlos
a llevar al Temple, donde podrán interrogarlos.
Pasan las semanas y se acerca Navidad. Entretanto Felipe ha escrito una
carta a Jaime II de Aragón diciéndole que los caballeros se han declarado
culpables. Es una maniobra para atraerlo a sus propósitos, o sea, apoderarse
de los bienes de la Orden. Los dos soberanos juntos podrán ejercer mayor
presión sobre el papa. Pero Jaime responde de manera evasiva y fría, y el
orgulloso francés sufre una decepción. Ahora tiene que concederles a los
cardenales legados la custodia de los templarios. Los purpurados no son
ingenuos. Conocen los métodos de Felipe y de Nogaret, las sonrisas que
esconden golpes bajos.
Unos días antes de Navidad la corte se prepara para la solemne
celebración, en la que participarán los purpurados. El rey está muy ocupado
con los preparativos, las recepciones y las rogativas. Los cardenales se
aprovechan de ello y consiguen reunirse con Jacques de Molay.
Pero el día antes de la reunión, el gran maestre intenta una maniobra. Con
un pretexto, pide ver al hermano capellán Jean de Fouilley, que también está
detenido. Se lo conceden: el templario es un religioso, quizá necesite
consuelo espiritual… En cuanto el capellán entra en la celda, fray Jacques
habla con él en voz baja para que no lo oiga nadie: los espías de Nogaret
siempre están al acecho. Le susurra que es necesario hacer llegar a los
hermanos unas tablillas de cera. En ellas han de escribir que revocan sus
confesiones realizadas bajo tortura, pero luego han de borrar enseguida sus
nombres. El sacerdote no sabe cómo hacerlo, pues él también está controlado,
pero lo intentará. Sale de la celda y consigue reunirse con una persona fiable
que lleva las tablillas de cera a los templarios encarcelados.
A la mañana siguiente, con un pálido sol de invierno, los cardenales se
reúnen con De Molay. No pueden disimular su sorpresa cuando ven ante ellos
a un hombre envejecido y sufriente. El cardenal Berenguer lo observa bien: el
gran maestre está muy probado en el cuerpo y en el espíritu. ¿Realmente ha
confesado sus culpas?, pregunta con cierta ansiedad. Fray Jacques habla de
los brutales métodos que han ideado los hombres de rey. ¡Treinta y seis
caballeros han muerto a causa de las torturas! Luego pide a los dos
purpurados una gracia: poder reunir al pueblo de París para pedir perdón por
sus culpas y restaurar el honor de la Orden.
Podrá hacerse en cuanto el rey salga de la ciudad.
El 27 de diciembre de 1307, apenas pasada la Navidad, el rey está de
viaje hacia Poitiers para reunirse con el papa. El repique de las campanas de
Notre-Dame llama al pueblo de París. La multitud que entra por el inmenso
portón central se fija en las esculturas del Juicio Final: impresionan mucho
esos demoníacos monstruos alados en los pináculos de la catedral. La iglesia
se llena enseguida de gente corriente y también de profesores, teólogos,
notables, soldados y cortesanos.
Los cardenales hacen entrar a Jacques de Molay por una puerta lateral
junto a otros cuarenta caballeros. Es un cortejo lento pero decidido de capas
blancas y grises. El pueblo observa que los caballeros parecen probados, pero
siguen manteniendo intacta su dignidad.
En el centro de la nave central se ha erigido un entarimado muy alto, de
modo que todos puedan ver. Jacques de Molay sube con esfuerzo. Se
arrodilla mirando hacia la multitud con las manos unidas y dice: «Señores,
los aquí presentes y otros que no podéis ver hemos confesado nuestras culpas
al Consejo del rey de Francia». E inmediatamente abre la hebilla que sujeta
su blanca capa con una gran cruz roja y se quita la túnica. Los presentes se
miran unos a otros con cara interrogativa. Muestra los brazos dislocados, el
color azulado de los golpes, la espalda, el vientre y los muslos famélicos por
la tortura. Al final, con voz firme, exclama: «Señores, de este modo nos han
hecho decir lo que han querido. Así como me veis a mí, igualmente los
demás están sin culpa. ¡Dios y la Virgen Santa no han querido que el Temple
fuese deshonesto!».
La gente se queda muda. Los cardenales, con la cabeza gacha, están
conmocionados. Nogaret y los suyos, después de haber observado con
irritación creciente la escena, se precipitan hacia los purpurados: deben
cerrarle la boca a De Molay y emitir públicamente una sentencia de
culpabilidad para que la Orden sea disuelta. Pero los purpurados se niegan
con decisión: ¡no quiera Dios que hagan o digan nada contra unos inocentes!
Nogaret y lo suyos son rechazados y salen aprisa de la catedral. Encima de la
puerta, la escultura del Último Día resplandece con sus vivos colores, pero
solo le echan una ojeada. Están demasiado furiosos, aunque no se dan por
vencidos.
En los días sucesivos urgen a los dos cardenales a que se pronuncien a
favor de la condena, obviamente apoyándose en la voluntad del rey. Pero han
calculado mal: ha bastado esa sola mención para suscitar el desprecio de los
purpurados, que a estas alturas están convencidos de la mala fe del rey Felipe.
Ciertamente no se pueden considerar válidas las confesiones obtenidas bajo
tortura, así que se vuelven con el papa dejando al Consejo con la boca
abierta.
17. Clemente pasa al ataque
Bajo el sol de junio, una larga caravana está viajando de París a Poitiers. En
pesados carros bien custodiados por el pelotón de arqueros reales van
encerrados setenta y dos caballeros. Felipe los ha elegido uno a uno: ha
metido entre ellos a excomulgados, gente que ha de responder por su grave
comportamiento ante la misma Orden. La mayoría son sargentos y personas
de condición modesta, iletrados; no representan lo mejor de la Orden. Pero el
rey quiere impresionar al pontífice, mostrarle lo podrido que hay en el
Temple. No van libres, no obstante las declaraciones del papa: de hecho están
atados unos a otros de manos y pies, como delincuentes. Llevan la ropa ajada
y tienen ojeras.
El rey se ha mostrado implacable: quiere que la gente los vea pasar como
condenados, pues es el final que les espera. Entre esos setenta y dos va todo
el estado mayor de la Orden: el gran maestre, los visitadores de Oriente y
Occidente, el preceptor de Normandía y el de las provincias de Aquitania y
Poitou.
Jacques de Molay, con el cabello y la barba ya blancos por el maltrato
que ha recibido, tiene mucho tiempo para pensar durante el viaje. A este
guerrero de una pieza le vuelven a la mente los hechos gloriosos de la Orden,
y eso le sirve para mantener viva la esperanza. Rememora el asedio de
Almería, en el sur de la península ibérica. Entonces sí que los caballeros
habían sido imbatibles. Y también el valor que demostraron tras la derrota de
Hattin, en Palestina, cuando Saladino los asesinó a todos menos al gran
maestre y ninguno traicionó su fe…
Ya es de noche cuando el cortejo llega a la fortaleza real de Chinon, a
orillas del Loira. El comandante da orden de detenerse. Se hospedarán en el
castillo y al día siguiente reanudarán el camino. La antigua construcción,
predilecta del rey, es una poderosa plaza fuerte, con grandes murallas que se
elevan sobre un paisaje de colinas y las aguas del río. Los caballeros son
conducidos a las celdas del castillo, desatados de momento. El estado mayor
es alojado en una única habitación oscura. La noche transcurre veloz. Todos
están agotados por el viaje en carros que rebotan a cada piedra de esos
caminos polvorientos.
Al amanecer, el estado mayor de la Orden percibe una gran confusión,
pasos de gente corriendo, caballos relinchando, órdenes y ruido de carros en
movimiento. De Molay se pregunta qué estará sucediendo. Entra el
comandante del castillo: el viaje ha sido suspendido, la reunión con el
pontífice ha sido pospuesta. De Molay comprende que se trata de un plan del
rey para que no hable con el papa. Felipe no tiene ninguna intención de que el
proceso acabe bien y lo está boicoteando.
Mientras tanto, en el palacio episcopal de Poitiers, el papa, que no sabe
nada, está reunido con la comisión encargada de juzgar a los templarios. Son
personas de su confianza: los cardenales Berenguer y Etienne, el inglés
Thomas Jorz, Pierre de La Chapelle y los italianos Pietro Colonna y Landolfo
de Sant’Angelo. Los purpurados son personas de pareceres distintos entre sí,
de manera que así queda garantizada cierta imparcialidad. Mientras están
discutiendo, el secretario papal anuncia a un mensajero del rey. El joven,
elegante con su cota roja y su espada ligera al costado, trae un mensaje de
Felipe. Se inclina respetuosamente y entrega un documento al papa. Clemente
le quita el sello y su rostro se pone rojo de ira, le cuesta dominarse. El rey ha
retenido en Chinon al estado mayor de la Orden. Dice que están demasiado
cansados y con mala salud para poder seguir viaje, que no están en
condiciones de cabalgar.
El papa no se rinde. Si Felipe tiene la intención de detenerlo, se equivoca.
Comienza el interrogatorio de los caballeros. Cada día desfila una decena
de personas: se las interroga sobre los eventuales abusos, se escucha a los
testigos, luego los caballeros regresan a sus alojamientos, que no es una
cárcel, sino su sede en la ciudad. Clemente se sienta ante una mesa cubierta
de un tapiz oriental, vestido con su larga túnica blanca y una corta muceta
roja, su atuendo habitual. Tiene en la mano una campanilla con la que indica
el final del interrogatorio. A su lado, los cardenales y notarios toman nota
diligentemente de las declaraciones de cada templario.
Al cabo de un mes de interrogatorio, Clemente reúne a su consejo de
cardenales. El papa está serio, ha constatado que en realidad en la Orden se
comenten abusos, como renegar de Cristo o escupir a la cruz durante la
ceremonia de ingreso; sin embargo, la Orden en su conjunto no puede ser
acusada de herejía. De hecho, los frailes, que han podido hablar sin ser
torturados, se confiesan regularmente, adoran la cruz, ayunan, rezan la
liturgia de las horas, reciben los sacramentos y creen en la eucaristía. Los
casos de homosexualidad son muy pocos en realidad, y al famoso ídolo que
algunos llaman Bafomet nadie lo ha visto nunca. «Recordará vuestra
Santidad que el propio papa Bonifacio fue acusado de tener uno en una
habitación secreta… ¡Se lo inventó el rey de Francia!», suspira el cardenal
Thomas Jorz, confesor del rey de Inglaterra.
Clemente escucha y al final concluye: habrá que reformar la Orden y
unirla a otras formaciones caballerescas, pero no puede ser acusada de
herejía. Así pues, habrá que reunir a los caballeros y, si están arrepentidos,
serán absueltos públicamente.
Sucede el 2 de julio. Se siente el calor, más pesado de lo normal. El papa
Clemente lo padece, pero aun así convoca un gran consistorio público en su
palacio. El rey Felipe ha llegado unos días antes para poder descansar, según
dice. En realidad, está controlándolo todo, aunque reside en un castillo fuera
de la ciudad. No asiste al consistorio, pero ha enviado un nutrido grupo de
sus notables.
Sentado impasible en el trono revestido de un paño dorado, el pontífice
está rodeado por los cardenales al completo y los notarios de la curia. El
pueblo de Poitiers y los notables del rey están tensos, pues saben que
Clemente va a pronunciar su juicio sobre los templarios.
Desde el fondo de la sala se acerca a paso lento la procesión de monjes
caballeros, todos con la cabeza gacha, precedidos de un canónigo que lleva
una gran cruz astil. Llegan ante el trono papal y se arrodillan en silencio. El
cardenal Pierre de La Chapelle, que acaba de ser nombrado «guardián» de la
Orden, se levanta de su escaño y empieza a leer en voz alta la lista de
acusaciones contra esta. Realmente son muchas. Los caballeros escuchan con
las manos unidas y los ojos bajos. En la sala reina el silencio.
—Señores —dice el purpurado a los templarios apenas termina su lectura
—, ahora oiréis vuestras confesiones. Al final deberéis decir si las aprobáis, si
corresponden a cuanto habéis dicho durante los interrogatorios. ¿Se
corresponde con la verdad lo que hemos leído hasta ahora? —pregunta
solemnemente a continuación el cardenal.
—Se corresponde —dice el coro de caballeros—. Humildemente
arrepentidos, pedimos al Santo Padre la absolución de nuestros pecados y ser
readmitidos en la comunión de la Iglesia.
Clemente se levanta de su trono. Después de que el cardenal diácono le
quita la tiara, se pone la mitra dorada y aferra una gran cruz con su mano
izquierda. Luego, con voz fuerte, absuelve y bendice al grupo.
—Podéis llevar vuestra divisa de caballeros y recibir los sacramentos —
dice el pontífice— en virtud de nuestro apostólico perdón.
Ha terminado la ceremonia. El Temple ha sido absuelto. La multitud
comenta con satisfacción la resolución del juicio. En cambio, los notables de
Felipe están indignados: el papa no ha condenado a la Orden, si bien los
templarios siguen arrestados y bajo la custodia del rey.
19. Misión secreta
Un espectro aletea por la corte real: la memoria del papa Bonifacio VIII.
Felipe nunca ha olvidado su enfrentamiento con este papa y las condenas que
emitió, que la curia nunca ha retirado, la rabia por no haber podido deponerlo
mientras estaba en tierra francesa. Ahora, tras haber recibido la bula de
Clemente con la absolución de los templarios, está decidido a jugar la baza
decisiva. Así lo ratifica durante una reunión con el consejo real: la Orden
debe ser disuelta y no es necesario que el papa Clemente piense en
reformarla. Así las riquezas de los templarios quedarán definitivamente en
manos de la corona. Si el papa se niega, no habrá más que resucitar al
fantasma del papa Bonifacio. Es el consejo de Nogaret, a quien el rey ha
encomendado el asunto del Temple. Se hará como en siglos pasados:
exhumar su cadáver y condenarlo por hereje. De ese modo, los sucesores de
Bonifacio resultarán ilegítimos, incluido Clemente.
Es un plan diabólico, pero Felipe no tiene escrúpulos ni dudas. Se
comporta como un papa «laico»; quiere demostrar que la Iglesia de Roma es
herética y que la verdadera Iglesia está en Francia. Una auténtica extorsión.
Mientras tanto, los templarios, que han sobrevivido a las torturas, la
depresión y la muerte en la cárcel, están volviendo a adquirir confianza en sí
mismos tras su absolución y con vistas al concilio. Y esto irrita aún más al
rey. Felipe tiene prisa. Hay obispos y cardenales que están de su parte; ha
conseguido que el arzobispado de Sens, del que depende el de París, vaya a
parar a Felipe de Marigny, hermano de su consejero Enguerrand. Entonces
decide enviar a Italia al cardenal Napoleón Orsini —quien considera que el
papa Clemente es demasiado «bonifaciano»— con la orden de reunir pruebas
contra el papa Bonifacio. Sin duda será un espectáculo de gran efecto en las
masas populares, como había ocurrido con los templarios. Eso es lo que
piensa Felipe.
Al mismo tiempo envía ante el papa a su abogado, Guillaume de
Plaisians, un hombre fogoso y arrogante. Este es recibido en pleno
consistorio y, dejando de lado cualquier actitud reverente, inicia una larga
arenga en nombre de su soberano. Grita que el rey, preocupado por el bien de
la Santa Iglesia, ve con tristeza que no se piense en reformarla. Y le pide al
pontífice que proceda a la plena absolución de la excomunión de Nogaret por
el atentado de Anagni, a la canonización de Celestino V y a la condena
solemne del papa Bonifacio. «Más que un petición, suena a orden perentoria.
Se diría que tras los planes de este cortesano se esconda Felipe», murmura
irritado algún cardenal.
El papa sabe que el «caso» de Bonifacio es una pesada herencia sobre sus
espaldas, y por eso sopesa muy bien su respuesta. Habla con su estilo
compuesto, sin mover un músculo. Que el señor De Plaisians refiera a su
soberano que, en lo respecta a la canonización del venerado pontífice
Celestino, la ley de la Iglesia exige un justo periodo de tiempo para verificar
su santidad, por lo que son necesarias ciertas indagaciones serias que se harán
con mucho gusto. En cuanto al papa Bonifacio —a quien Clemente, mirando
al abogado a los ojos, llama «mi añorado señor»—, no cree en absoluto en las
acusaciones contra él; con todo, indagará a conciencia. Pero en cuanto a la
excomunión de Nogaret, Clemente, igual que el papa Bonifacio, es
inamovible. Por mucho que el abogado real insista, el papa no se retractará de
su decisión. De Plaisians sale desconcertado de la sala, bajo la mirada irritada
de los cardenales a causa de su tono ultrajante ante el pontífice y la curia.
Nogaret, que ahora es el guardián del sello del rey y domina sus acciones
con su modo invasivo de actuar, nunca olvidará la respuesta del pontífice,
que está pasando unos días dolorosos, y no solo porque le ha vuelto esa
enfermedad estomacal. Piensa en lo que puede llegar a ocurrir; es más, se lo
imagina.
Una mañana de ese año, en Roma, ante la puerta de la basílica de San
Pedro, delante del gran mosaico de Giotto que representa la Nave de la
Iglesia hundiéndose, salvada por Cristo, se presentan los cardenales Colonna
con Nogaret. Entran con un grupo de caballeros y obreros en el oratorio de
san Bonifacio, donde está sepultado el papa Caetani. Fuerzan el sepulcro y
extraen el cadáver momificado, lo envuelven en una sábana y lo depositan en
una caja. El grupo sale cuando el sol apenas ha despuntado. Comienza una
carrera de caballos y caballeros con destino París. Un mes después, el rey ha
convocado a notables y obispos, al clero y a las órdenes religiosas, a los
abogados, a los teólogos y al pueblo. Una muchedumbre multicolor llena la
gran sala del palacio del Louvre en medio de un aire fúnebre. Nadie se atreve
a respirar.
Clemente, pálido, está sentado en el trono entre los cardenales. Un grupo
de diáconos lleva en un féretro el cuerpo incorrupto del papa Bonifacio. Se
oye un grito de horror y sorpresa. El cadáver, colocado en un estrado elevado,
lleva en la cabeza la mitra alta de seda de damasco y viste dalmática y
casulla, guantes y sandalias, y su rostro parece dormir en paz. Nogaret lee
una lista interminable de acusaciones contra el papa Caetani. El juicio es
despiadado: Bonifacio es un papa ilegítimo, y por ello se le amputan
inmediatamente los dedos de la mano derecha, con la que bendecía y
consagraba, se le corta la lengua y se le quitan los paramentos pontificales.
Luego, en el patio del palacio, donde ya está ardiendo una hoguera, el
cadáver es atado a un madero y quemado, y sus cenizas arrojadas al Sena.
La escena está completa. No es mera imaginación: podría ocurrir de
verdad, como ya ha sucedido siglos atrás con el papa Formoso. Nogaret y
De Plaisains no bromean. El papa Clemente tiene que evitar la condena de su
predecesor —e implícitamente la suya y la de la Iglesia— así como un cisma
en Francia. ¿Qué hacer para evitar que todo esto ocurra?
El papa permanece con el ánimo triste y compungido.
21. La primera hoguera
Está convencido de ello. Fray Bernardo Gui, hombre de voz clara y aspecto
severo, no tiene arrebatos místicos, sino los pies bien plantados en la tierra.
El 16 de marzo de 1307 su provincial lo ha nombrado presidente del tribunal
estable de Toulouse. Este dominico que no sonríe nunca ha escrito el manual
del inquisidor, el primero de este tipo. Si bien los caballeros dependen
directamente del papa, Bernardo se mueve con autonomía. Para él los
templarios son demonios encamados: adoran a un ídolo atándose una
cuerdecita a la cintura, besan a un gato en el trasero, se les aparecen
demonios en forma de mujer y fornican con ella. Tremendos pecados de los
que nunca se han confesado.
Esto es el infierno en la tierra, según Bernardo. Pero el verdadero infierno
lo han pasado los pobres caballeros sometidos a sus interrogatorios. Izados en
lo alto de la polea, no han tenido más remedio que confesar. Si se niegan les
tensarán más la cuerda, y si se retractan de lo que han admitido les espera la
hoguera por relapsi, o sea, por reincidir en el error.
En el sur de Francia toda la luminosa zona que rodea Toulouse se ha visto
invadida por una gran oscuridad. El inquisidor ha instaurado un régimen de
terror: espías y delatores han hecho bien su tarea. Naturalmente las presuntas
culpas de la Orden han sido agigantadas por los cortesanos del rey, y fray
Bernardo se lo ha contado todo a su soberano antes que al pontífice.
Por esta razón, el gran maestre, después de ser absuelto en Chinon, se
niega a responder a los agentes reales que quieren interrogarlo. Solo
responderá ante el pontífice en persona, a pesar de que la amenaza de la
hoguera puede estar muy cerca después de la condena del pobre obispo de
Troyes. La táctica de Nogaret de demonizar al adversario y sugestionar al
pueblo con acusaciones de herejía y maleficio ya se ha cobrado su primera e
ilustre víctima.
En ultramar los acontecimientos adquieren un cariz distinto.
El eco del caso de los templarios llega tarde a Chipre, así como a toda
Europa. Los soberanos, a diferencia del rey Felipe, no son tan inmediatos en
encarcelar a los caballeros y procesarlos, tal como el papa ha invitado a
hacer. De modo que, fuera del reino de Francia y sus dominios, las
investigaciones sobre la Orden van lentas y no llegan a los excesos de Felipe.
En esta isla del Mediterráneo se conoce la voluntad de Clemente ya en la
primavera de 1308. El Temple posee allí numerosas fuerzas armadas,
hombres valerosos emplazados en distintos castillos. Los caballeros no están
preocupados: Amaury de Lusignan, a quien han ayudado a convertirse en
gobernador de la isla, estará de su parte.
Están tranquilos, pero se equivocan. Amaury no es un hombre leal; lleva
en la sangre el instinto de la traición. Su propio hermano Enrique, el rey
legítimo, lo ha podido experimentar y ha sido exiliado a Armenia. El
gobernador está decidido a respetar las órdenes del pontífice y por tanto
ordena el arresto de los caballeros. El 1 de junio son encarcelados en las
fortalezas de Jirokitia y Yermasoyia.
Ha sido inútil. El mariscal de la Orden, Aymon d’Oselay, ha hablado
extensamente con Amaury, recordándole todo lo que la Orden ha hecho por
él. Al final de la conversación en el salón del palacio del gobernador, que se
asoma a ese mar tantas veces surcado por las naves de los caballeros, Aymon
se rinde: solo puede obedecer al pontífice, pero al menos ha conseguido que
sus hermanos puedan quedarse en sus fortalezas. En ellas se llevan a cabo los
interrogatorios de los setenta y dos caballeros. Desfilan humildemente ante el
comisario episcopal, escuchan una tras otra las acusaciones y luego vuelven a
su celda. El comisario escucha a cincuenta y seis testigos no templarios y
todos testifican a favor de la Orden.
Algunos caballeros habían participado en la defensa de San Juan de Aere
años antes, y ahora aprovechan la investigación para contarle al comisario
historias de heroísmo, fortaleza y fe profunda. Muchos recuerdan la figura del
gran maestre Guillermo de Beaujeu y su gloriosa muerte. Los comisarios se
quedan atónitos, pues no conocían nada de estos acontecimientos; por eso
levantan acta concienzudamente de cada declaración.
El resultado de las investigaciones es remitido con celeridad a Francia.
Nogaret está expectante para recibirlos antes que el pontífice. Y lo consigue:
tiene sus métodos. Pero su curiosidad no queda satisfecha: los templarios
niegan toda acusación y no hay testigos contra ellos.
Con todo, los caballeros siguen encerrados en su prisión. Por dolorosa
que sea la situación, no es desesperada. Tienen con ellos un capellán y el día
transcurre entre oraciones. Los caballeros visten su hábito blanco de monjes y
recuperan su vocación contemplativa. Además, están juntos, pues no han sido
separados como ha ocurrido en Francia, y para ellos la cohesión es un arma
potente que los hace más seguros. Se han enterado de que algunos hermanos
en Francia han muerto bajo tortura y que otros han salido de la Orden. Una
docena de ellos se ha suicidado por no resistir el sufrimiento. Pueden
considerarse afortunados.
Es una mañana como cualquier otra. Los monjesguerreros se han
levantado pronto y han bajado a la capilla, que está en el centro de un
torreón: desde allí se divisa el ancho mar. Mientras las luces de la aurora van
invadiendo la oscuridad de la noche, los caballeros entonan los salmos
guiados por el sacerdote. Luego se arrodillan todos en el desnudo suelo de
piedra y empieza la misa.
El capellán está celebrando vuelto hacia el altar, que está dirigido a
Oriente, en dirección a Tierra Santa. En una gran cruz de madera colocada
encima del altar está representado Cristo sumido en el sueño de la muerte,
con sus sangrantes llagas muy evidentes. Los caballeros fijan su mirada en la
imagen: ¿acaso no representa el sufrimiento de la Orden? El sacerdote reza en
voz baja. Llega el momento de elevar la hostia consagrada.
Y ocurre un fenómeno extraño: la hostia se vuelve enorme en las manos
del sacerdote. Inmensa. Los caballeros se miran unos a otros, no creen a sus
ojos. La hostia se hace gigantesca, resplandece y brilla como nieve al sol.
Nadie es capaz de mirarla más de un instante, de tan cegadora como es su luz.
No es el sol, que aún no ha salido. Es un resplandor distinto. El fenómeno
dura unos minutos. Los guardias que vigilan a los caballeros están
descompuestos. Sorpresa y miedo. En cambio, los caballeros están
conmovidos: es un prodigio, una señal de que Dios está con la Orden. Luego
la hostia vuelve a su dimensión normal. El capellán termina la misa, aunque
él mismo está trastornado. Los caballeros salen de la capilla con los ojos aún
inundados de ese resplandor y con gran alegría.
Durante días y días hablan de ello. La cosa no puede quedar oculta. Los
guardias son los primeros en contarlo por ahí. La noticia se difunde por la isla
y también más allá, hasta Europa, y llega a los oídos atentos del papa
Clemente, que está a punto de tomar la decisión definitiva sobre el futuro de
la Orden. Quizá este prodigio podría aportarle luz. Clemente está recibiendo
los informes de los obispos sobre sus investigaciones. Lejos de Francia y de
sus métodos, la investigación se ha llevado a cabo con regularidad. La Orden
no está tan podrida como pretende el rey. Habrá que ver si al papa le quedan
fuerzas para resistir…
23. 1309, annus horribilis
Aviñón se extiende lamida por las abundantes aguas del Ródano. Es hermosa,
con sus murallas almenadas, sus iglesias góticas y la catedral con el palacio
episcopal en lo alto de la roca. Desde ahí se domina el valle hasta el
horizonte. El papa Clemente, en su continuo peregrinar buscando lugares
saludables para aliviar una enfermedad que no le da tregua, ha decidido dejar
Poitiers y establecerse aquí. Se alojará en el palacio episcopal o en el
convento de los dominicos, y el resto de la curia se establecerá en los
conventos de los alrededores y en las cercanías.
La tensión a la que se ve sometido no le sienta bien. Los mensajes de la
corte francesa son insistentes. El rey quiere mantenerlo informado sobre el
asunto del papa Bonifacio. Con una crueldad exquisita, pide a sus abogados
que le comuniquen que los Orsini han encontrado testigos contra Bonifacio y
están dispuestos a ir a París. Además, los juristas reales han elaborado
noventa y cuatro motivos de acusación contra el papa Caetani y los
cardenales Colonna han ofrecido abundante material, ¡tienen mucho que
desvelar! Con cierto sadismo, en enero los mensajeros comunican las noticias
a Clemente y lo ven palidecer. Todos saben que está mal.
El papa los escucha y los despide sin decir nada, sin enviar ningún
mensaje al rey. Se está convenciendo de que es inútil resistir. Felipe está
decidido a actuar contra la memoria del papa Bonifacio y Nogaret está
preparando el proceso. Será un espectáculo deshonroso para la Iglesia. El
pontífice debe tomar una decisión: o salva a los templarios y el rey se separa
de la Iglesia de Roma, acusándolo de connivencia con un pontífice hereje al
que mandará desenterrar y quemar, o bien, para salvar la unidad de la Iglesia
y la memoria de Bonifacio, tendrá que sacrificar la Orden, lacerada por las
acusaciones más absurdas.
En los días siguientes el papa da breves paseos, bien protegido y en
carroza, por las colinas provenzales. Ver el cielo sereno, aunque hace frío, le
descansa. Pasan los meses y llega el verano. Clemente, con algo más de
fuerzas, reúne a los cardenales más fieles en su estudio. La ventana abierta
sobre el valle deja pasar un aire fresco. Clemente les comunica sus decisiones
en tono solemne: ha pensado mucho en la Orden, queriendo salvarla,
reformándola, y así formar una única orden caballeresca. Pero no es una
orden herética, está convencido de ello. Lamentablemente ya no puede llevar
a cabo una reforma del Temple. Escribirá a los obispos para que inicien de
una vez su investigación sobre los caballeros de su diócesis, pues no todos le
han obedecido, esperando a que redactase una nueva regla para los
templarios.
Eso era lo que Clemente deseaba hacer, pero ahora no hay más opción: o
proceso al papa Bonifacio y cisma, o el fin de la Orden. No queda más que
esperar la conclusión del asunto. Tratará de salvar el patrimonio del Temple
de la avaricia del rey y la vida de los caballeros.
El 1 de agosto una carta papal es enviada a todos los obispos e inician las
pesquisas. Ha comenzado la lenta agonía de la Orden.
El 12 de noviembre, en París, la comisión instaurada por el papa se reúne
en la sede del arzobispo, en una de esas habitaciones revestidas de cortinajes
de cuero para mantener el calor. La preside Gilíes Aycelin, obispo de
Narbona, y está formada por los obispos de Mende, Bayeux y Limoges y
otros cuatro clérigos. Son personas concienzudas, no son títeres del rey,
aunque, obviamente, saben que están controlados por sus abogados. Tienen
que interrogar a los templarios. Extrañamente ese día no se presenta ningún
caballero, y eso que decenas de ellos se pudren en las prisiones de la capital.
Dos semanas después le llega el turno al gran maestre. Fray Jacques ya lo
ve claro, pero aunque el papa esté abandonando a la Orden, él no ha perdido
la esperanza. Su orgullo de antiguo soldado ha renacido en él, y combate ante
la comisión como un león.
Los obispos, con mitra y capa pluvial, mantienen una actitud severa en la
sala, en la que entra poca luz. De Molay mira a su alrededor. Desde la sombra
ve avanzar —¿casualmente?— a Guillaume de Plaisians. Ha venido por
iniciativa propia, claro está. Los comisarios no lo han llamado. Se acerca,
envuelto en su traje de terciopelo rojo, con sus maneras entre arrogantes y
melosas. Quiere hacerle creer que es amigo suyo y le aconseja que esté muy
atento para no contradecirse durante el interrogatorio, pues podría convertirse
en relapso: en ese caso, la hoguera está preparada.
Llega también Nogaret. En tales circunstancias no se puede decir que la
comisión se sienta libre. El guardián del sello se sienta en una butaca al lado
de los prelados y cerca de él se coloca Plaisians. Sin duda ambos están
compinchados.
El ambiente se toma tenso, incómodo. De Molay permanece de pie con
los brazos cruzados y la mirada inquieta. Un clérigo le lee a fray Jacques los
documentos del proceso de Chinon, con la confesión de las culpas imputadas
y la petición del perdón papal. Los obispos observan que el gran maestre se
hace la señal de la cruz dos veces y palidece mientras escucha. Qué le pasará
por la mente… ¿Acaso el texto de su confesión en Chinon ha sido alterado?
Luego reacciona con fiereza. La Orden es ortodoxa en su forma de celebrar la
liturgia, es generosa con los pobres. «¡Ahora y siempre, estoy dispuesto a
morir luchando por la fe!», dice con voz potente. Calla a propósito de las
acusaciones que se le habían hecho en el pasado —el papa ya lo ha absuelto
—, pero niega con decisión la consabida acusación de sodomía. ¡Hasta un
sarraceno mandaría cortarle la cabeza a su semejante si lo hiciera!
Nogaret está irritado por las palabras de defensa del gran maestre. Se
levanta de un salto de la silla y prorrumpe en una nueva acusación llena de
rabia: ¡los templarios han rendido homenaje a Saladino y él ha declarado que
son derrotados porque se dedican a la sodomía y a renegar de su fe!
Naturalmente no es verdad, pero De Molay se queda estupefacto y reacciona
enérgicamente. A partir de ahora solo responderá en presencia del pontífice,
tal como se decidió en Chinon.
Habla así porque tiene miedo. Si rechaza la acusación, lo espera la
hoguera, así que se encierra en un mutismo impenetrable. Se levanta la sesión
en medio de un silencio incómodo y lleno de rencor. Los dos abogados salen
con gesto sombrío. El camino del gran maestre se está poniendo demasiado
doloroso, pero le queda la esperanza de reunirse con el papa Clemente.
24. Los irreductibles
Hay una voz dando vueltas por toda la Orden, al menos entre los que no la
han abandonado. Es como un viento de renovación: ¡hay que defender la
Orden del Temple!
El Consejo real la deja correr. Está tranquilo; sabe que está destinada a
fracasar. Por eso deja a los caballeros libres de moverse, aunque bajo el
control de la guardia real. Siguen siendo prisioneros.
Pasa la Navidad, y la comisión de París reanuda las audiencias. Los
comisarios están serenos. Además, este año el mes de febrero no es muy
crudo, tampoco en la capital. De Macon, un pequeño centro al sur de
Borgoña, llegan dieciséis caballeros para ser interrogados. Los obispos los
escuchan atentamente y se quedan desconcertados cuando oyen a quince de
ellos gritar en voz alta que la Orden es inocente y que las acusaciones son
falsas. ¡Todo es un montaje!
Las sorpresas no acaban ahí. Con el viento fresco de marzo llegan hasta
546 templarios de los 600 que hay censados. La comisión se halla en un gran
apuro al no poder escucharlos a todos y pide a los caballeros que elijan
procuradores que presenten en su nombre la defensa de la Orden. Mientras
tanto el Consejo real observa. El asunto puede ponerse peligroso… Pero
Nogaret y Plaisians controlan todo con cuidado.
Los caballeros eligen a sus representantes. Son dos sacerdotes —Pietro de
Bolonia, un sacerdote del Temple experto en derecho, y Renaud de Provins—
y dos caballeros de Auvernia, Guillaume de Chambonnet y Bertrand de
Sartiges. En su momento, los dos sacerdotes habían confesado algunas
culpas, a diferencia de los caballeros.
Pero no todos los templarios están de acuerdo con los nombres elegidos.
Les gustaría que fuera el gran maestre quien designara a los procuradores,
pero De Molay se ha encerrado en el silencio y solo hablará con el papa. Los
caballeros se sienten perdidos, necesitarían la intervención de fray Jacques,
pero este se ha aislado y no se da cuenta de que quizá esta sería la ocasión de
alzar la voz y dar testimonio de la inocencia del Temple, ahora que muchos
tienen ganas de renacer.
Pasan los días y los interrogatorios avanzan. Para la comisión de obispos
la situación se toma difícil. La acusación, es decir, los abogados del rey, se
ponen nerviosos: las declaraciones, incluso las redactadas en la cárcel, son
todas favorables a la Orden. El peligro de que el Temple renazca corre como
reguero de pólvora por las estancias reales, y más aún porque el papa ha
aplazado el concilio por un año. Y con un hombre como Clemente nunca se
sabe, es tan imprevisible…
Entonces el rey vuelve a jugar sus cartas.
París, un triste día de mayo. Aunque la primavera florece en tomo a la
dudad y el cielo está azul, está a punto de ocurrir un hecho horrible. La gente
es convocada una vez más para asistir a un suplido. Cincuenta y cuatro
caballeros, con los pies descalzos y vistiendo solo la túnica blanca, con los
cuerpos esqueléticos, avanzan por las calles de la ciudad formando un triste
cortejo. Pero los caballeros no llevan la cabeza gacha. Mantienen su
dignidad.
En la gran plaza, un enorme foso lleno de haces de leña preparados para
arder. En el palco real, el obispo Philippe de Marigny, con mitra, capa pluvial
y pastoral, es cualquier cosa menos un pastor, pues este golpe de efecto es
obra suya, de acuerdo con el rey Felipe. El día anterior había convocado de
repente un concilio de su provincia: ha mandado desempolvar las viejas
declaraciones de 1307 de las que los caballeros se habían retractado porque
habían sido bajo tortura. Y falsamente han sido declarados relapsi. Se ha
dado mucha prisa. No se ha tenido en cuenta ni el parecer contrario de los
teólogos de la Sorbona ni el de los comisarios del papa. Así pues, el 12 de
mayo los caballeros son conducidos a la hoguera. En el palco, abarrotado de
cortesanos y abogados, reina la satisfacción, pero no es completa. Los
caballeros han clamado ante el tribunal que se los condenaba a muerte sin
motivo. Era una clara injusticia.
Ahora hay que moverse con rapidez. Un notario lee con voz sonora la
sentencia de herejía que condena a los caballeros a muerte. La multitud asiste
muda. Los soldados conducen a los condenados a la hoguera, les atan las
manos a los postes y prenden fuego a la leña. Humo, llamas crepitando y un
olor desagradable. En el estrado, prelados y cortesanos están impertérritos.
De pronto, llegan gritos de la hoguera. Algunos templarios claman entre
espasmos su inocencia y la de la Orden. Son gritos escalofriantes. Entre la
gente del pueblo, unos se asombran de su valentía y otros los consideran
endemoniados.
Poco después solo quedan cenizas y humo, y el viento se lo lleva todo.
Dignatarios y abogados descienden del estrado. Tienen más hogueras que
encender. Lo harán en los próximos meses. Al día siguiente los dos
sacerdotes defensores de la Orden desaparecen. ¿Asesinados, encarcelados?
¿O han conseguido escapar?
Las comisiones prosiguen con los interrogatorios, pero la hoguera ha
quebrado la resistencia de los templarios: algunos siguen defendiendo la
Orden con declaraciones angustiosas; otros, aterrorizados, confirman sus
confesiones precedentes. Caras desfiguradas de terror y cuerpos
descompuestos por el maltrato. En general son gente poco instruida, personas
ingenuas acostumbradas al trabajo manual y a las armas. Es un cortejo de
hombres que desconoce las sutilezas de los jueces: estas les dan miedo. Los
notarios los ven pasar ante ellos uno a uno, escuálidos, con el cabello revuelto
y la barba descuidada. Diligentemente transcriben en rollos de pergamino las
declaraciones: una inmensa cantidad de material que rezuma desilusión,
desconcierto y también ganas de resistir. Pero cada vez son menos los
caballeros decididos a luchar por salvar la Orden. Además, están en manos
del rey, y no todos están dispuestos a terminar quemados vivos.
25. Hacia al final
¡Jerusalén, Jerusalén!
El rey Balduino II de Jerusalén puso a disposición de la fraternitas formada
por un grupo de caballeros reunidos por Hugo de Payns (de Paganis o de
Paynes) —una decena de personas que había decidido dedicar su vida a
defender los Santos Lugares contra las incursiones de los «infieles» (o sea,
los musulmanes)— una parte del lugar que hasta ese momento había sido su
palacio, es decir, la mezquita Al-Aqsa, en el lado meridional de la explanada
del Templo de Salomón. De ahí el nombre de templarios. Hacia 1120 Hugo y
algunos de sus compañeros adoptaron los tres votos monásticos en presencia
de Gormondo, patriarca de Jerusalén. Añadieron luego un cuarto voto: luchar
contra los enemigos de Dios (cf. F. Cardini, I Templari, Giunti, Florencia
2011, p. 33). Hugo había llegado a Tierra Santa en 1105 en el séquito del
Conde de Champagne, pero no es seguro que participase en la primera
cruzada, cuando la toma de Jerusalén en 1099.
La idea de la «cruzada» surgió de un conjunto de situaciones: la crisis del
imperio bizantino bajo el emperador Alejo I Comneno, quien pidió socorro al
papa Urbano II y ofreció la unión entre Roma y Bizancio; las atrocidades
sufridas por los cristianos en Jerusalén a manos de los turcos; una sociedad
europea aterrorizada por caballeros violentos, en general cadetes de familias
nobles que guerreaban entre sí, aterrando a la población y destruyendo las
cosechas; y la urgente reforma de la Iglesia.
El 27 de noviembre de 1095, en el concilio de Clermont (Francia), el papa
lanzó un proyecto: partir hacia Tierra Santa y arrebatársela a los turcos,
encontrar una nueva patria para tantos caballeros rebeldes y liberar el
sepulcro de Cristo, presentándose como tropas auxiliares del emperador
bizantino. El entusiasmo popular sorprendió al mismo papa, pero se trata de
un fenómeno de fe provocado por la reforma eclesiástica anterior, por figuras
como Pedro Damián y por el aumento de las peregrinaciones a Jerusalén a
pesar del peligro.
Bernardo de Claraval, monje a los 21 años, funda un monasterio
benedictino reformado en Cister. Místico y soldado mercenario, quizá no
compuso la regla de los templarios, pero contribuyó a ello con su escrito
Elogio de la nueva milicia (1135-1137), en el que justifica la nueva orden de
monjes-guerreros como modelo de santidad armada, mística y heroica, que
sería aceptado por los papas Honorio II, Inocencio II y Eugenio III con
numerosos privilegios, como no someterse a la autoridad de los obispos sino
solo a la del papa, o contar con sus propios capellanes (cosa que les
procuraría la hostilidad del clero secular y de los soberanos). La figura del
«nuevo caballero» tendría una notable difusión iconográfica en las leyendas
de santos guerreros que luchan contra el dragón (el demonio de la herejía).
Capítulo 1.
Los años entre 1045 y 1216 marcan el periodo de máxima afirmación de la
Orden, junto con el esplendor del reino cruzado de Jerusalén. El territorio
cristiano de Siria y Palestina, llamado Outremar (Ultramar), donde se hablaba
un francés con inflexiones venecianas y genovesas, era una delgada franja
litoral que iba de Armenia a Egipto, con cuatro estados regidos de forma
feudal. El Temple poseía una tupida red de castillos por todo el territorio, en
especial a lo largo de los caminos que conectaban las principales ciudades.
Los caballeros, gracias a los conflictos internos del mundo islámico, gozaron
de periodos de relativa tranquilidad, pero mediado el siglo XII la reacción
musulmana empezó a provocarles problemas. Los templarios se manejaron
muy bien dentro de las complejas relaciones entre las potencias cristianas
occidentales y orientales, dando ejemplo de una disciplina llevada hasta el
heroísmo, además de tener notables capacidades para la mediación, como en
la segunda cruzada, a mediados del siglo XII. En definitiva fueron los fieles
guardianes de los reinos cristianos de Oriente, en especial del frágil reino de
Jerusalén, que defendieron durante dos siglos.
En 1183, Saladino, un genial caudillo que se había apoderado de Egipto,
entró en Damasco decidido a hacer retroceder a los cristianos hacia
Occidente. El 1 de julio de 1187 acampó en el poblado de Hattin, cerca de
Tiberíades, y el día 4 cercó a los cristianos. Templarios y Hospitalarios
cayeron a centenares. El 20 de octubre Jerusalén capituló. Para la Orden fue
una tragedia, el fracaso de su ideal. Así comenzó la crisis del Temple.
Siguieron luego otras cruzadas, como la de Federico II de Suabia y la del rey
francés Luis IX. Los reyes de Occidente culparon a los templarios del fracaso
de las cruzadas, aunque erróneamente, para «lavar su conciencia» (cf.
G. Bordonove, La tragedia dei Templan, Bompiani, Milán 2004, p. 9). En
realidad, lo que había entrado en crisis era la idea misma de cruzada.
Guillermo de Beaujeu era hermano de Humbert, condestable de Francia
en 1273, muerto en la cruzada de Aragón en 1285.
Tras la caída de Acre, el bailío de Tiro renunció a defender la ciudad, una
de las mejor fortificadas, y se refugió en Chipre. Los templarios defendieron
Sidón y salvaron a la población, pero la ciudad cayó el 14 de julio. En Beirut
acabaron ahorcados por los mamelucos el 21 de julio. Tortosa y Château-
Pèlerin fueron evacuadas sin lucha el 3 y 4 de agosto.
Los templarios procuraban mantener relaciones cordiales con los
musulmanes. El emir de Shaizar, Usama ibn Munqidh, hombre de gran fe,
había conseguido que los caballeros le permitiesen rezar dentro de la
mezquita de Al-Aqsa, que, como hemos visto, estaba en su cuartel general de
Jerusalén (cf. B. Fraie, I Templari, il Mulino, Bolonia 2004, p. 73), pero en
Occidente eso no se entendía.
Capítulo 2.
La vida cotidiana de los templarios es sencilla. Visten un atuendo apropiado
para proteger el cuerpo del calor y del frío (calzas, camisa, túnica larga, capa
blanca, armadura pesada en las batallas), comen dos veces al día, tres veces a
la semana toman carne para mantenerse en adecuada forma física. La oración
comunitaria les ocupa mucho tiempo. Los servicios litúrgicos y penitenciales
están asegurados gracias a los capellanes de la Orden, aunque los monjes
pueden recurrir a sacerdotes externos. Los domingos, después de la misa,
reúnen el capítulo, en el que se juzgan las culpas de los fratres. Las penas
menores contemplan el ayuno y las más graves pueden suponer la expulsión
de la Orden. Los caballeros no pueden ordenarse sacerdotes, pues hacen la
guerra y por ello no pueden tocar el cuerpo de Cristo. Tampoco pueden
practicar la caza con halcón —una diversión ruidosa— ni participar en
torneos, norma esta que más adelante fue suavizada. La Orden está regida por
un gran maestre vitalicio, asistido por el couvent. Otros cargos son el senescal
(su lugarteniente), el mariscal (jefe militar), el tesorero… Desde el punto de
vista territorial, la Orden estaba divida en encomiendas, cuyos comandantes o
preceptores guían las provincias de la Orden. La célula-base es la encomienda
o magione, una casa-madre con muchas fracciones, modestos asentamientos
pero que con el tiempo se van enriqueciendo gracias a donaciones y limosnas,
más parecidos a señoríos rústicos que a centros militares, en general
empresas agrícolas administradas de manera excelente. Las encomiendas
también poseen barrios enteros, tiendas y talleres que ceden en alquiler.
Todas las rentas confluyen en la casa central y sirven para financiar las
cruzadas y la defensa de Tierra Santa.
La Orden está compuesta de capellanes, es decir, sacerdotes (en número
reducido), caballeros (nobles e hijos de caballeros) y sargentos (no nobles, el
grupo más numeroso, procedentes de la burguesía urbana y sobre todo rural).
Todos se atienen a la misma disciplina (cf. A. Demurger, I Templari,
Garzanti, Milán 2005, pp. 175ss). Para la ceremonia de ingreso véase ibid.
p. 137.
La elección de De Molay —que entró en la Orden en 1265— fue
controvertida según la relación que testimonia el hermano Hugues de Faure,
que asistió al capítulo y vivió en Oriente (cf. B. Frale, I Templari, cit.,
pp. 117ss). Sin embargo, Demurger no cree demasiado en el testimonio de
De Faure (cf. I Templari, cit., p. 417). No es del todo seguro que De Pérraud
estuviese también en Chipre (cf. ibid., p. 571).
La discreción de la Orden en cuanto a su vida interna dio pie a muchas
leyendas y acusaciones infundadas.
Nicolás IV, primer papa franciscano, murió el 4 de abril de 1292. Tal
como había aconsejado el concilio de Lion de 1274, y como querían los
soberanos europeos —con Francia a la cabeza— propuso a los obispos la
unión de las distintas órdenes caballerescas (Templarios, Hospitalarios y
Teutones, que tenían entre sí una rivalidad muy áspera) para formar un único
cuerpo antimusulmán, pero su muerte interrumpió el proyecto. Los
templarios pensaban que la fusión de las órdenes los transformaría en órganos
de política y diplomacia al servicio de la corona francesa, pero se habían
sometido a la voluntad del pontífice.
En Chipre ya estaban los Hospitalarios, que tenían extensas propiedades,
y los Teutones se habían establecido en Prusia. Los templarios poseían pocos
bienes en la isla y sus «templerías» no podían albergarlos a todos.
Capítulo 3.
Sobre el papa Bonifacio VIII cf. A. Paravicini Bagliani, Bonifacio VIII,
Einaudi, Turín 2003. Nacido hacia 1235 en Anagni de barones del Lacio,
Bonifacio llegó a ser un hábil jurista encargado de misiones en el extranjero.
Su enfrentamiento con los Colonna se debió a motivos personales, pero en el
caso de Felipe IV fueron ideológicos. De Molay se reunió con el papa poco
después de su elección, en 1294.
Capítulo 4.
La imagen de Bonifacio VIII bendiciendo, fragmento de un fresco, quizá en
la logia del Palacio Lateranense y que hoy está en un pilar dentro de la
basílica, ha sido dudosamente atribuida a Giotto. La totalidad del fresco se
encuentra en un códice conservado en la Biblioteca Ambrosiana de Milán. La
pintura, más que el jubileo, parece representar la coronación de Bonifacio,
que se ceñía unas tiaras altísimas, como se puede observar en las esculturas
que mandó hacer de sí mismo, lo cual le procuró la acusación de idolatría.
La reliquia de la Verónica, muy venerada, era mostrada por los papas al
pueblo, tal como se ve hacer a Inocencio II en una miniatura de la Regula
Sancti Spiritus (Roma, Archivo de Estado). Además, fue este papa quien
entabló una estrecha relación con el Temple mediante concesiones en la
disciplina de su regla, hasta el extremo de convertirla en una especie de
milicia papal. Desde ese momento los templarios llamaron al papa «nuestro
padre el Apóstol, señor y patrón del Temple después de nuestro Señor
Jesucristo».
Sobre el rito templario de Jueves Santo véase más adelante las notas al
capítulo 22.
Sobre la estrategia de De Molay, cf. A. Demurger, I Templari, cit., p. 420.
Capítulo 5.
Felipe había nacido en Fontainebleau en 1268, hijo de Felipe III el Atrevido e
Isabel de Aragón. Subió al trono a los diecisiete años, se casó en 1284 con
Juana y siempre le fue fiel.
Guillermo de Nogaret nació en 1260 en Saint-Félix de Caraman, en el
Languedoc. Militar y jurista, a partir de 1291 enseña derecho en Montpellier.
Es suyo el concepto de que la autoridad del rey es soberana en todos los
campos. Murió por enfermedad en abril de 1313.
Bernard Saisset, obispo de Pamiers, era amigo del papa. De carácter
fogoso, había protestado contra los abusos del rey con palabras muy duras
contra el soberano («un pelele en manos de sus ministros»). Arrestado y
encerrado en la torre de Dordan, fue procesado por lesa majestad el 24 de
octubre de 1301. El papa intervino con la bula Ausculta fili, el obispo fue
liberado y acudió a Roma a ver al papa.
El comportamiento de De Pérraud, que actuaba como vicario del gran
maestre en Occidente, es comprensible. Tenía que unirse al clero para no
provocar represalias contra la Orden (B. Frale, comunicación oral, diciembre
de 2012).
Bonifacio, al igual que sus predecesores, favoreció mucho a su familia.
Lo de que mandó eliminar a Celestino V es una leyenda. En el cónclave de
1294 el primer elegido fue el cardenal Mateo Rosso Orsini, el cual renunció.
Bonifacio fue elegido posteriormente por unanimidad.
La célebre bula Unam sanctam, que aborda las relaciones entre Estado e
Iglesia, deriva de Gregorio VII con la interpretación de los papas anteriores a
Bonifacio, como Inocencio III, en términos de fuerte teocracia. Bonifacio no
entendió que esta visión ya no era aceptada en su tiempo. Sobre las etapas del
conflicto entre el papa y Felipe, cf. A. Paravicini Bagliani, Bonifacio VIII, cit.
El rey convocó los «estados generales» tanto en 1302 como el 12 de
marzo de 1303. El texto hace referencia a este último por motivos de síntesis.
Cf. A. Paravicini Bagliani, Bonifacio VIII, cit., p. 313.
Capítulo 6.
Para los hechos de Anagni seguimos a A. Paravicini Bagliani, Bonifacio VIII,
cit. Es conocida la reacción de Dante, quien, a pesar de ser contrario a
Bonifacio, condenó el atentado en el canto XX del Purgatorio. Que el papa
sufriera ofensas físicas sigue siendo controvertido. Su sucesor, Benedicto XI,
diría que «le habían puesto las manos encima», pero parece ser que en
realidad no lo tocaron, de modo que la bofetada ha de ser relegada a la
leyenda.
El monumento de Bonifacio está desmantelado: el sarcófago se halla en
las Grutas Vaticanas y un busto suyo está en el Palacio Apostólico. En 1605
la tumba fue abierta: el papa estaba incorrupto y con sus preciosas ropas
pontificales intactas. Medía 1,78, era calvo y estaba bien rasurado y de
mejillas firmes. En 1832 se volvió a abrir la tumba y solo se hallaron cenizas
y huesos.
En cuanto al temporal durante el funeral, quizá solo se trate de un topos
literario. Circuló por París un opúsculo difamatorio, quizá de Nogaret, con el
título «Vida, estado y condición del papa maldito».
Capítulo 7.
Algún cronista afirma que el papa Benedicto XI murió envenenado con unos
higos, quizá por Sciarra Colonna, o por otros, como Nogaret, que se hallaba
en Perusa. Fue sepultado en la iglesia de Santo Domingo de Perusa, donde
aún está su tumba. Fue beatificado en 1736. Su primer acto había sido la
excomunión solemne de los agresores de Anagni, es decir, Sciarra y Nogaret.
Beltrán de Got, arzobispo de Burdeos desde 1299, nació a mediados del
siglo XIII en Villandraut en una familia señorial de Gascuña. Su hermano
mayor, Bernardo, arzobispo de Lion, era cardenal y obispo de Albano.
Experto en derecho internacional (dos licenciaturas, una en Orléans y otra en
Bolonia), era amigo sincero del papa Bonifacio, que había conocido en Roma
en 1303, pero también tenía buenas relaciones con el rey de Inglaterra
(Burdeos era tierra inglesa) y con Felipe, gracias a su comportamiento
correcto y ecuánime.
Es una leyenda, escrita por Villani, que hubiera pactado en un bosque con
Felipe IV para ser elegido papa. Lo que sí es cierto es que a continuación
Clemente mandó raspar de los registros pontificios las expresiones ofensivas
contra Felipe que pronunció Bonifacio.
Capítulo 8.
Esquieu de Floyran o Floyrac recuerda el episodio de 1305 en una carta
enviada a Jaime II el 28 de febrero de 1308. Sabía que el rey no le había
creído y por eso le escribió: «Sepa vuestra real majestad que yo soy el
hombre que ha revelado los hechos concernientes a los templarios al señor
rey de Francia», y le pidió que le pagara el dinero que le había prometido en
su momento. De Floyran participaría más tarde en los procesos contra los
templarios.
Según las declaraciones del templario Ponsard de Gizy, durante el
interrogatorio del 27 de noviembre de 1309 hubo otros traidores de la Orden:
Guillaume Robert (un monje), Bernard Pelet (prior del Mas d’Agen), un
clérigo que refirió al rey inglés las acusaciones contra la Orden, Gérard de
Boizol (comendador de Andrivaux), el cual declararía haber sido amenazado
de muerte por revelar los secretos del Temple (cf. A. Demurger, I Templari,
cit., p. 434).
Capítulos 9-11.
La descripción del rey viendo las riquezas del Temple en las arcas no es
segura. De hecho, Felipe conocía muy bien el monto de su patrimonio, puesto
que allí había depositado hasta 1295 el tesoro real, así como que los
templarios actuaban de banqueros del reino. Por eso el rey, que estaba al
borde de la bancarrota, consideró justo imponerle a la Orden que
contribuyese a resolver la crisis (cf. B. Frale, I Templari, cit., p. 122).
El comportamiento de De la Tour, y aún más la connivencia de
De Pérraud, era grave y contrario a los estatutos. Jacques de la Tour tenía un
tío del mismo hombre que había dirigido las obras de construcción de la gran
torre del Temple; manejaba las finanzas templarías con estrechos lazos
económicos con las potencias del Mediterráneo.
Parece casi seguro que De la Tour actuó de acuerdo con De Pérraud, en
quien De Molay en 1298 había delegado verbalmente la facultad de hacer un
préstamo al papa Bonifacio y nunca la revocó, de modo que el visitador
actuaba como plenipotenciario.
El 6 de junio de 1306 Clemente V envió a De Molay una carta
convocándolo para el 1 de noviembre, con el fin de hablar de la cruzada y de
la unión de las órdenes. Fray Jacques envió al papa un memorial sobre ambas
cuestiones. Es contrario a la fusión de las órdenes, cosa que irrita al rey, pues
querría unificarlas y ponerlas bajo su protección. De Molay no tiene una
comprensión exacta de la situación. Según la narración del anónimo autor de
la Crónica del templario de Tiro, el encuentro entre el papa y De Molay fue
muy agitado (cf. B. Frale, Il papato e il proceso ai Templari, Viella, Roma
2003, p. 39; I Templari, cit., pp. 122ss.).
El 24 de agosto el papa escribe al rey: «El gran maestre y los
comendadores de la Orden han protestado y nos han suplicado que hagamos a
una investigación» (cf. A. Demurger, I Templari, cit., p. 437).
Lamentablemente, aunque el papa se arrogaba el derecho de juzgar al Temple
en lugar del rey, enfermó, dando así tiempo al soberano de completar el
informe contra los templarios.
Es una leyenda que De Molay, recién llegado de Chipre para hablar con
el papa, desembarcase con sesenta carros cargados con los tesoros de la
Orden. El tesoro se había quedado en Chipre (cf. G. Bordonove, La tragedia
dei Templari, cit., p. 107).
El rey creía que el Temple disponía de sumas fabulosas, lo cual no era
cierto. A su entender, una vez perdida Tierra Santa, los templarios no servían
para nada. Eran envidiados y también despreciados por su «soberbia», que
quizá era simple orgullo caballeresco.
Barbara Frale (cf. R. Giacobbo, Templari. Dov’è il tesoro?, Mondadori,
Milán 2010, pp. 116ss.) ha descubierto que la familia de Geoffroy de Charny
es la misma que en 1353 poseía la Sábana Santa de Turín, una familia
vinculada al Temple desde el siglo XIII mediante donaciones e hijos
convertidos en caballeros. Los De Charny estaban emparentados con los De
la Roche, herederos de aquel duque Otón que en 1204 se había apoderado de
la Sábana Santa durante el saqueo de Bizancio. Los altos mandos del Temple
mantuvieron escondida la reliquia porque procedía de un saqueo cuyos
autores habían sido excomulgados por Inocencio III. Hay pruebas de que los
templarios veneraban la reliquia desde 1260. Según esta estudiosa, parece ser
este el ídolo que muy pocos templarios llegaron a ver. No obstante, los
caballeros eran considerados en su época «especialistas» en reliquias cuando
se trataba de distinguir las verdaderas de las falsas. Con el final de la Orden,
muchas de estas (entre ellas una espina de la corona de Cristo) pasarían a los
Hospitalarios, hoy conocidos como Caballeros de Malta. Que la Sábana Santa
sea el ídolo es una tesis que no todos los estudiosos aceptan.
Para el encuentro secreto entre el papa y De Pérraud, cf. B. Frale,
I Templari, cit., p. 131.
Capítulo 12.
Aquí, para la narración, si es que es cierta, seguimos a R. Giacobbo,
Templan, cit., pp. 152ss. Según un documento de los archivos reales, doce
templarios, entre ellos Gérard de Villiers, maestre de Francia, huyeron con
cuarenta hermanos armados. Entre ellos iba el sobrino de De Pérraud, el cual
habría proyectado asesinar al rey (en A. Demurger, I Templari, cit., p. 440).
En realidad, los fugitivos fueron más, si bien algunos fueron apresados.
Según Barbara Frale (comunicación oral, diciembre de 2012), un grupo
escapó en barco hacia un destino desconocido, lo cual obviamente ha
alimentado distintas leyendas, como que los templarios habrían llegado a
América antes que Colón.
Capítulo 13.
El rey dio permiso a Nogaret de proceder con el arresto ya el 22 de
septiembre. La orden supuso una bofetada para el papa, dado que el jurista
excomulgado era el autor de los hechos de Anagni. Los historiadores se
cuestionan si el rey Felipe dejaba libres a sus ministros para hacer lo que
quisieran, o si se escudaba astutamente detrás de ellos (es la hipótesis de
B. Frale, comunicación oral, enero de 1013), o si sufría depresión tras la
muerte de su mujer, o simplemente era un indolente amante de la caza (cf.
P. Partner, I templari, Einaudi, Turín 1991, p. 81). Lo cierto es que Nogaret y
De Plaisians tenían una religiosidad fanática, siempre escudriñando hechos
para ellos demoníacos. La investigación sobre el papa Bonifacio trataba
también sobre este aspecto.
Solo tres años antes el rey había prometido a la Orden protección real,
una de las muchas que concedieron no solo él, sino los soberanos europeos
(cf. ibid., p. 70). El 16 de octubre escribió al rey Jaime II de Aragón sobre el
arresto de los caballeros como consecuencia de un acuerdo entre él y el papa,
los teólogos y el pueblo, exhortándolo a hacer lo mismo. El rey no le
respondió. Felipe le volvió a escribir adjuntando copia de las confesiones de
los caballeros (en B. Frale, I Templari, cit., p. 86). En realidad, se trató de una
cínica conjura por parte del rey, de quien De Molay se fiaba; este era un
idealista y pensaba que un rey consagrado en Reims nunca lo traicionaría. Es
difícil calcular el número de arrestos. Según las actas de los interrogatorios de
octubre y noviembre, tras el arresto resultan 138 en París, 13 en Caen, 6 en
Bayeux, 10 en Renneville, 49 en Cahors, 6 en Carcasona, 6 en Bigorre, 2 en
Chaumont y 2 en Troyes. El hecho de que los caballeros no opusieran
resistencia al arresto se explica por varias razones: se creían inocentes,
dependían solo del papa y pensaban que nadie se atrevería a ponerles la mano
encima. Despreciaban las críticas y pensaban solo en la reconquista. Lo
mismo De Molay.
Fuera de Francia hubo arrestos en Inglaterra el 10 de enero de 1308 y el 3
de febrero en Irlanda; en Navarra incluso el 25 de octubre, y el 1 de
diciembre en el Reino de Valencia. En Aragón los hubo en febrero de 1308,
aunque allí los caballeros resistieron en sus castillos. En Italia y en Flandes
los arrestos fueron lentos, de modo que muchos caballeros huyeron (cf.
A. Demurger, I Templari, cit., pp. 439ss.).
Capítulo 14.
Que se recurrió a la tortura es cierto. De Charny fue interrogado el 21 de
octubre, De Molay el 24 (cf. ibid., p. 446) y De Pérraud el 9 de noviembre.
Hicieron falta dos tentativas para que este último confesase que creía que
«todos los hermanos eran recibidos de este modo y que decía todo esto no
para retractarse (habría incurrido en la condena a la hoguera), sino para
corregir su propia declaración». También dijo que había tocado el ídolo: una
cabeza y cuatro pies. Es probable que hubiera sido torturado. Sin embargo, el
mismo día, otro caballero, Jean de Chateauvilliers, rechazó todas las
acusaciones. Pero siguieron las torturas: Itier de Rochefort, comendador de
Douzens, sí bien había confesado, volvió a ser torturado porque tenía más
cosas que decir según sus verdugos.
Las confesiones obtenidas de este modo confirman las sospechas del rey,
dado que son espontáneas y «concordes», si bien proceden por lo general de
personas sencillas (siervos y sargentos), iletradas y asustadas.
Es muy probable (B. Frale, II papato e il processo ai Templari, cit.,
pp. 75ss.) que la carta sea obra de Nogaret. Es un hecho que la declaración de
De Molay fue enviada inmediatamente por el rey al papa como prueba de las
culpas de la Orden. Puede que De Molay no fuese torturado (B. Frale,
comunicación oral, enero de 2013).
Capítulos 15-17.
El inquisidor de París era el confesor del rey y dependía mucho del soberano
(cf. B. Frale, comunicación oral, enero de 2013).
El tumulto de los cardenales derivó de que Felipe, ignorando las órdenes
pontificias, de hecho «se arrogaba la facultad de decidir en materia de fe»
(B. Frale, Il papato e il processo ai Templan, cit., p. 85).
El 22 de noviembre de 1307 Clemente emana la bula Pastoralis
Praeminentiae, donde anuncia el escándalo del Temple y ordena a los reyes
católicos que arresten a los templarios y custodien sus bienes en nombre de la
Iglesia. Fueron favorables a requisarlos el rey Felipe, pero también Jaime de
Aragón —a quien los templarios recuerdan que lo habían ayudado contra los
sarracenos— y el rey inglés. De todas formas, el papa ha tomado la situación
en mano mediante comisarios pontificios y diocesanos, restándole poder
efectivo a la Inquisición. Quiso reformar el Temple y unirlo a los
Hospitalarios. El motivo del criterio del papa es claro: quiere sustraer a los
templarios del arbitrio de los gobernantes seculares.
El episodio de Notre-Dame puede que ocurriese de verdad (cf.
A. Demurger, I Templari, cit., p. 448, y también B. Frale, Il papato e il
processo ai Templan, cit., pp. 99ss.), si bien algunos estudiosos dudan de la
tortura a De Molay (cf. B. Frale, supra). Sí ofrece dudas la escena de las
tablillas de cera, pero no el coloquio entre De Molay y los cardenales el día
anterior al discurso en la catedral. Lo cierto es que, tras este hecho, la Orden
recuperó la esperanza. Muchos templarios fueron liberados.
Por lo que respecta a la presunta relación entre el papa y la condesa
Brunisenda, si la hubo fue algo platónico (B. Frale, comunicación oral,
diciembre de 2012).
Capítulo 18.
El nombre de Bafomet es una probable deformación de Mahoma. De los
1114 testimonios de los templarios durante el proceso, el noventa y cinco por
ciento afirma que en la Orden no había ningún ídolo, aunque se usaba esa
palabra dentro de la Orden. Que el ídolo venerado tuviera «forma de
bafomet» lo declaran dos templarios en Carcasona en 1307; incluso lo
denominan con la palabra árabe Yalla, es decir, Alá. Pero se trata de muy
pocas confesiones y, evidentemente, nada espontáneas.
Capítulo 19.
En 2001 la medievalista Barbara Frale encontró en el Fondo de Castel
Sant’Angelo del Archivo Secreto Vaticano un documento original que se
creía perdido: el pergamino de la absolución del papa al estado mayor del
Temple, parte de la investigación de Poitiers de 1308. Fue redactado en
Chinon después del interrogatorio, entre el 17 y el 20 de agosto, realizado por
los cardenales enviados por Clemente. Los cinco caballeros, una vez
confesadas sus culpas, fueron readmitidos en la comunión eclesial y
absueltos. En cuanto a la presencia final de Nogaret y Plaisians, sigue siendo
dudosa: de hecho, solo aparece citada en un documento de la cancillería real,
habituada a las falsificaciones. Del coloquio da testimonio Jean Bourgogne,
enviado del rey aragonés, atento a informar a su soberano de todo lo que
ocurría en la curia. Este conoce los hechos de Chinon, pero una vez sucedidos
(cf. B. Frale, comunicación oral, enero de 2013; Il papato e il processo ai
Templan, cit., p. 146). En cualquier caso, Clemente entendió que la culpa del
estado mayor del Temple era real en el sentido de que había tolerado
prácticas militares degradantes aplicadas a los novicios.
El 10 de julio de 1308 el papa mandó repetir la absolución a los setenta y
dos templarios interrogados en Vespri en casa del cardenal De La Chapelle, a
quien cinco días antes había nombrado como guardián oficial de los
templarios.
La primera versión de la bula Faciens misericordiam es del 12 de agosto.
El papa expidió hasta 483 cartas a gobernantes, obispos e inquisidores para
que juzgasen a la Orden, autorizando el uso de la tortura (cf. P. Partner, I
templari, cit., p. 86), y un cuestionario de 127 motivos de acusación. Por el
tono de la bula, los obispos entendieron que el papa consideraba que el
Temple estaba en apuros, pero aún se podía salvar. Basándose en la bula, el
papa restablecía a los inquisidores, pero solo al lado del obispo de cada
diócesis y sin más intervención real. Las investigaciones diocesanas
concluidas por un concilio provincial servían para juzgar a los caballeros
como personas, y las pontificias, una por Estado, para juzgar a la Orden.
Lamentablemente, en la práctica se confundieron las competencias y algunos
se aprovecharon de ello (cf. Demurger, I Templari, cit., p. 452).
Capítulo 20.
El famoso «concilio del cadáver» ocurrió en febrero de 897 en perjuicio del
papa Formoso por obra de su sucesor y adversario Esteban VI, con un ritual
macabro de damnatio memoriae, y Nogaret y los suyos amenazaron con
repetirlo con Bonifacio.
Guillaume de Plaisians, abogado real, fue una de las «almas negras» del
proceso contra los templarios. Llegó a decir delante del papa que la condena
de la Orden representaba la victoria de la cruz contra «el antiguo enemigo».
Entre abril y mayo de 1308, en Poitiers, pediría oficialmente al papa —sin
duda, de acuerdo con el rey— que se exhumasen y quemasen los restos de
Bonifacio, tal como se hacía con los herejes (cf. A. Paravicini Bagliani,
Bonifacio VIII, cit., p. 372). Plaisians muere en diciembre de 1313.
Capítulos 21-22.
El papa había absuelto a Guichard el 3 de junio de 1307 al considerar
inconsistentes las acusaciones contra él.
La noticia sobre el culto de los caballeros a la sangre de Cristo, y por
tanto de que custodiaban la copa del Mesías (la de la Ultima Cena) o la que
recogió la sangre y el agua que brotaron de su costado después de la lanzada
que le infligieron cuando ya estaba en la cruz (conocida como Santo Grial),
ha generado un auténtico mito literario, cinematográfico y musical. En
realidad, los caballeros celebraban una liturgia especial el Jueves Santo, quizá
derivada del cristianismo primitivo de Tierra Santa, dedicada al culto de la
sangre de Cristo. Su secretismo dio lugar al mito. Hay quien sigue creyendo
que el Grial existe, quizá oculto en la columna del Aprendiz en la capilla de
los Sinclair de Rosslyn, en Escocia (R. Giacobbo, Templari, cit., pp. 160ss.).
En cualquier caso, el asunto del Grial está por investigar.
El milagro de Chipre es un hecho documentado (B. Frale, I Templari, cit.,
p. 163).
Nogaret recurrió a la tortura psicológica con De Molay: lo sabían todo,
luego era inútil mentir. Por ejemplo, un escudero suyo, W. De Giaco, había
confesado —bajo tortura— que el gran maestre había abusado de él hasta tres
veces en una noche. Pero luego se contradijo tantas veces que fue evidente
que estaba mintiendo. El cocinero del gran maestre, Pedro de Safar, confesó
el 21 de octubre de 1307 que había visto a un templario español, Martín
Martini, salir de noche de la habitación de De Molay. Pero se trata de las
artimañas del inquisidor para obtener confesiones capaces de agravar el caso
del gran maestre (cf. G. Bordonove, La tragedia dei Templari, cit., p. 153).
En realidad, De Molay fue sometido a dos interrogatorios, pero por razones
narrativas los hemos unificado. De Molay era un hombre ingenuo y nada
diplomático, y por eso cayó en las redes que le tendió De Plaisians fingiendo
ser su amigo. Al mismo tiempo tuvo miedo, pues conocía muy bien los
métodos de los carceleros. Por otra parte, no había querido huir en su
momento por cuestión de honor, y parece ser que el propio rey se lo aconsejó
en un principio.
Capítulo 23.
La comisión escuchó a De Molay por última vez el 2 de marzo de 1310. A la
petición de que defendiese el Temple, apeló al papa. Los comisarios le
respondieron que la investigación se refería a la Orden, no a él, pero él se
negó a hablar si no era en presencia del pontífice, de quien aún se fiaba y a
quien no volvió a ver. Fue un error, pues los caballeros se sintieron
abandonados por él, que sería escuchado no como acusado, sino como testigo
(cf. G. Bordonove, La tragedia dei Templari, cit., p. 218).
Capítulo 24.
El sacerdote de 44 años Pietro de Bolonia, procurador general de la Orden,
era templario desde hacía al menos veinticinco años. Su final es un misterio:
¿cárcel, asesinato, huida a Italia?
Es impresionante la declaración del hermano Aymeri de Villers-le-Duc:
ha visto a cincuenta y cuatro hermanos en la hoguera, ha admitido sus culpas,
¡pero dice que el miedo a la tortura le haría confesar incluso haber matado a
Jesucristo!
Entre noviembre y junio de 1311 casi un tercio de los seiscientos
caballeros se presenta ante los jueces para confirmar sus declaraciones
anteriores. Retractarse habría significado morir. Doscientas treinta y una
declaraciones sobrecogedoras están contenidas en unos sesenta metros de
rollo de pergamino en el Archivo Secreto Vaticano.
Capítulo 25.
El proceso contra Bonifacio se llevó a cabo en Aviñón en 1310 en medio de
un clima bastante tenso, entre golpes bajos de defensores y acusadores. Con
la bula Rex gloriae de 27 de abril de 1311, el papa reconocía que el rey había
procedido con «buen celo» contra Bonifacio y absolvió de la excomunión a
Nogaret, pero imponiéndole una gran penitencia. En mayo de 1313
canonizaría a Celestino V, pero no como pontífice —como quería el rey—
sino como Pietro de Morrone.
Clemente se vio sorprendido por la llegada de los siete templarios y los
mandó encarcelar; luego escribió al rey para prevenirlo de este desagradable
incidente y afirmando que temía por su seguridad personal. Las sospechas
indujeron a Felipe a convocar los «estados generales» en Lion, no lejos de
Vienne: los participantes «suplicaron» al rey que suspendiera el Temple.
La oración de la que se habla sobre De Molay la refiere B. Frale en
L’Osservatore Romano, 21-8-2008.
Guillaume Duranti, obispo de Mende, fue quien propuso a Clemente que
suspendiera el Temple sin proceso, en virtud de la plena potestad papal. El
papa reunió un consistorio secreto y el proyecto fue aprobado por cuatro
votos sobre cinco (cf. G. Bordonove, La tragedia dei Templan, cit., p. 313).
Capítulo 26.
Clemente emanó una serie de bulas relativas a la suerte del Temple. Con la
Vox in excelso lo disolvió mediante una providencia no definitiva. Con la Ad
providam Christi Vicarii, de 6 de mayo, adjudicó los bienes a los
Hospitalarios; ese mismo día, con la Considerantes dudum, los templarios
confesos quedarían «jubilados»: podían entrar en otra orden o quedarse en
sus casas. Los que no habían confesado y los relapsos serían castigados
duramente. Por su parte, los dirigentes quedaban bajo protección del papa.
Capítulo 27.
El papa, cuya enfermedad avanzaba rápidamente, nombró una comisión para
juzgar al estado mayor del Temple el 22 de octubre de 1313. En ella había
tres cardenales favorables al rey: Nicolás de Féouille, Armando d’Auch y
Arnaldo Novelli. Al llegar a Paris se les unieron obispos y teólogos, entre
ellos Felipe de Marigny.
La presencia del rey en la ejecución de De Molay no es segura (B. Frale,
comunicación oral, enero de 2013), si bien está representado en algunas
miniaturas.
Capítulo 28.
Parece que, a punto de morir, Clemente tuvo remordimientos por la
suspensión del Temple. Su tumba fue destruida y profanada en 1577 por los
hugonotes. Hay varias imágenes de él; quizá las mejores sean las de
Florencia, en la Capilla de los Españoles de Santa María Novella, y una
estatua en la catedral de Burdeos.
El final de Luis XVI con referencia a los templarios pertenece,
obviamente, a la leyenda.
La profecía del gran maestre se remonta a finales del siglo XV (cf.
A. Demurger, I Templari, cit., p. 626).
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—Le chiavi e la tiara, Viella, Roma 1998.
—Bonifacio VIII, Einaudi, Turín 2003.
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Vauchez, A. (ed.), Rome au Moyen Âge, Riveneuve, París 2010.
MARIO DAL BELLO es redactor de la revista Città Nuova, ha podido
acceder al Archivo Secreto del Vaticano. Fruto de su investigación es esta
crónica que se lee como una novela y esclarece hechos históricos aún poco
conocidos. Docente de literatura italiana y de historia, es periodista, crítico de
arte, cine y música y colabora con diversas revistas culturales.
Notas
[1]Siempre que nos ha sido posible encontrarla, hemos preferido citar la
edición en castellano, y, en su defecto, en la lengua original. [NdE]. <<
[2]Otras obras de este autor publicadas en España: Caballeros y caballería
explicados a mis nietos, Paidos Ibérica, Barcelona 2012; El último gran
templario, Jacques de Molay, Robinbook, Barcelona 2006; Auge y caída de
los templarios, Planeta — De Agostini, Barcelona 2005. [NdE]. <<
[3]Otras obras de este autor publicadas en España: Mercaderes y banqueros
de la Edad Media, Alianza, Madrid 2013; La civilización del Occidente
medieval, Paidós, Barcelona 2012. [NdE]. <<