La Magia Del Estado - Taussig
La Magia Del Estado - Taussig
La Magia Del Estado - Taussig
Zona Crítica
traducción de
juan carlos rodríguez aguilar
grupo editorial
siglo veintiuno
siglo xxi editores, méxico
CERRO DEL AGUA 248, ROMERO DE TERREROS, 04310 MÉXICO, DF
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siglo xxi editores, argentina
GUATEMALA 4824, C1425BUP, BUENOS AIRES, ARGENTINA
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anthropos editorial
LEPANT 241-243,08013 BARCELONA, ESPAÑA
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LA MAGIA DEL ESTADO
por
MICHAEL TAUSSIG
JL1866
T3818
2015 Taussig, Michael T.
La magia del Estado / por Michael Taussig ; traducción, Juan Carlos
Rodríguez Aguilar. — México, D. F. : Siglo XXI editores : UNAM, Dirección Gen-
eral de Artes Visuales : UNAM, Instituto de Investigaciones Estéticas : UAM : Palabra
de Clío, 2015.
232 p. — (Serie Zona Crítica)
Traducción de: The magic of the State
[9]
ADVERTENCIA PRELIMINAR
[11]
PRIMERA PARTE LA CORTE DE LA REINA
DE LOS ESPÍRITUS
1 LA REINA DE LOS ESPÍRITUS
[15]
16 LA CORTE DE LA REINA DE LOS ESPÍRITUS
Con una actitud más de analista que de artista, como pueden ver
por la ilustración que sigue, añadió:
—Éste es un diagrama del Otro Lugar
—¿Existe este lugar? —pregunté.
—No es más real ni menos real que cualquier otro lugar —aclaró,
con una sonrisa—; sólo hemos cambiado los nombres para proteger
a los inocentes. En todo caso, se trata más bien de qué hace que un
lugar parezca real —añadió, mientras con sus manos imitaba un mo-
vimiento como de olas—, un lugar cuya hermosa solidez de espacio
cede ante el significado —sus manos aleteaban como murciélagos so-
bre su dibujo—: sí… hermosa solidez. Digamos que los lugares son
bastante reales, a su manera —prosiguió, señalando el diagrama que
había dibujado mientras sus ojos se reducían a pequeñas flamas y
relucían en la oscuridad que nos envolvía entre destellos de lunas
crecientes—, pero lo que realmente está en entredicho aquí es la cua-
lidad crucial que se ha otorgado al Estado del todo. No se trata de si
algo es real, sino, más bien, surreal y esto —susurró— está más bien
relacionado con el miedo y la seducción.
Ella era un ser imposible: unía cosas disímbolas, juntaba lo de hace
mucho y lo de por allá, entremezclándolo con el aquí y el ahora; así,
oscilaba siempre entre el extrañamiento y lo familiar.
22 LA CORTE DE LA REINA DE LOS ESPÍRITUS
El hombre irrum-
pió con un salto, sa-
lió de la nada. Era
un día entre semana.
No había nadie, sólo
el zumbido de los
insectos: mariposas
iridiscentes que re-
voloteaban entre los
rayos del sol. Ella ha-
cía sonar su tambor-
cito, pausadamente:
¡tam!, ¡tam! Parecía
ser un esfuerzo; no
era en realidad un tambor, sino una lata vieja que había encontrado
detrás del altar. Haydée yacía extendida sobre la tierra, pálida como
un fantasma. Su pelo rojizo, rodeado por veladoras encendidas cuyas
flamas vibraban como insectos, ¡tam!, ¡tam! El indio nos contemplaba
desde el altar, sereno; debajo de él estaba el Libertador, al lado del Li-
bertador la media cabeza de la mismísima reina de los espíritus y, jun-
to a ella, la ilustración de la mano sagrada de Jesús… El hombre llegó
con un salto, de la nada, con sus piernas largas y su vara mágica, ¿o
era una espada? Se acercó directamente a Haydée (si aún podíamos
llamarla Haydée, claro, ahora que ya no tenía su espíritu y demás…),
la tocó con la vara mirándola desde arriba, mirándola en su trance,
pálida, inconsciente, y se puso a clamar en nombre de la reina de los
espíritus y de la Corte Africana y de la Corte Médica y así prosiguió
por mucho tiempo y luego desapareció, igual, de un salto. Años más
tarde, precisamente en ese lugar un guardia violó a una amiga mía.
Cuerpos abiertos… Diferente si eres hombre, supongo…
—¡Si no puedes enfrentar esto, nunca entenderás lo que mantiene
al todo unido! Déjame que te cuente —dijo.
Me ofreció un tabaco, encendimos cada uno el suyo; mi cabeza
daba vueltas; su voz se tornó distinta:
—No hay justicia sin fuerza —aclaró.
Su uso continuo de eslóganes me resultaba exasperante; entonces
me tomó de la muñeca:
—Y que te quede esto bien claro, amigo mío. No se trata de una
violencia ajena a ley o a razón.
A través del humo, alcanzaba a percibir su mirada fija en las ceni-
28 LA CORTE DE LA REINA DE LOS ESPÍRITUS
Nos tomó la mayor parte del día; en la cima, a un lado del arroyo,
había una gran roca del tamaño de una casa, ceñida completamente
por las raíces de un árbol. Una escalera permitía subir del arroyo al
peñasco, en cuya cima alguien había colocado una diminuta lámina
de fierro doblada, que hacía las veces de un techito, y la había pintado
con los colores patrios; bajo el espacio creado por la lámina había
una veladora encendida. Un letrero que colgaba del árbol anunciaba
que éste era el Palacio del Libertador: colgaba tan pequeño y, a la
vez, proclamaba algo tan majestuoso que el artificio asumía una lúcida
ternura.
Detrás de la roca una pequeña cascada corría, vigorosa, entre dos
piedras redondas que brillaban con el rocío del agua.
—Es la fuerza del Libertador —aclaró Ofelia Moscoso, la curande-
ra, con su modo directo, y señaló la cascada.
Ofelia recostó a Haydée sobre una piedra lisa que estaba junto.
—Es muy buena para los negocios, para el dinero, y para todo
asunto relacionado con el gobierno —añadió.
Al igual que millones de cortadores de caña, cavadores de zanjas,
fabricantes de camas, cocineros y trabajadoras domésticas, Ofelia Mos-
coso había llegado a este país rico en petróleo hace muchos años, pro-
veniente de la vecina república de Costaguana. En la época colonial
los dos países habían formado parte del mismo Virreinato, pero ahora
estaban cruelmente separados; los inmigrantes costaguanos eran in-
mediatamente tildados, como es habitual, de rateros, y las inmigran-
tes, de prostitutas: un encantador testimonio de esa efervescente ló-
gica del tabú que, a través de toda la historia mundial, siempre ha
asociado el sexo y el crimen con la frontera del Estado del todo.
Los costaguanos pagaban una suma para adquirir documentos mi-
gratorios falsos, aunque, a decir verdad, no había gran diferencia en-
[29]
30 LA CORTE DE LA REINA DE LOS ESPÍRITUS
tre hacer esto y “comprar” los documentos no falsos con oficiales del
Estado que aceptaban una “tarifa extraoficial” o “peaje”.
Al igual que lo oficial y lo extraoficial, lo auténtico y lo falso eran
dos caras del mismo ente estatal: ninguno podía existir sin el otro y
esta confusión estratégica, junto con el misterio que encerraba, se
mostraban, amplificados dramáticamente, en la frontera que dividía
a las dos repúblicas. ¿A qué nos referimos con “amplificados dramáti-
camente”? Nos referimos a la ritualización pero, más específicamente,
a la literalización (como si se tratara de un escenario) del misticismo
de la soberanía. El procedimiento es como sigue: tienes que pasar tus
documentos por un agujero semicircular que se ubica a la altura de
tu cintura en una pared de vidrio polarizado; ellos te ven a ti pero tú
no puedes verlos. Cabe la pregunta: ¿quién mira con más intensidad?
Luego, oyes un ruido sordo, un golpe: una fuerza primigenia ha sido
LA MONTAÑA 31
reflexión—, más bien ella misma era toda la nación. Así de sencillo.
Es más: su padre fue un vagabundo, su madre la golpeaba y un buen
día desapareció; se la llevaron los espíritus del agua, los encantados…
¿Y dónde podría estar ahora?, ¿dónde podría hallarse esta criatura
raptada?, ¿acaso daba vueltas?, ¿o se hallaba completamente perdida,
en el difuso reino de los encantados?, ¿y qué significaba semejante
destino para toda la nación? —se preguntaba y los ojos se le ilumina-
ban cada vez más.
Me temo que todas estas historias se habrían perdido en el relato
del gordo Zambrano: el cuento trágico que ahora nos contaba esta-
ba demasiado embebido del drama de los indios y la Conquista: la
muerte y la resurrección de la nación como mujer en un desgarrador
vuelco de la fortuna. Meneaba la cabeza tan sólo de considerar la ma-
ravilla y la belleza de semejante acontecimiento… A diferencia de los
peregrinos, afectados por alguna desesperación pasajera, Zambrano
vivía permanentemente en ese lugar; era un visionario y un perfecto
devoto. Año tras año lo veía ahí, en el mismo lugar, una suerte de
movilizador inmóvil, cada vez más y más gordo, sin afeitar, limpiando
continuamente el sudor que se escurría por sus anteojos. Dudo que
alguna vez se haya aventurado más allá de los confines de su cober-
tizo, dominado por el punzante y rancio olor del humo de su puro y
por las Tres Potencias; moraba en perfecta serenidad, enroscado en
el misterio de la raza, el sexo y la seductora violencia que caracteriza-
ba a esas historias de conquistas coloniales. Podía quedarse viendo al
vacío por horas enteras, una cabeza con lentes que, sostenida entre
las manos y apoyada en los codos, contemplaba a los peregrinos que
iban y venían en sus carros y en sus camiones alquilados. ¿Sabría él lo
que a mí me había contado Luis Manuel Castillo? Y si lo sabía, ¿qué
podía mantenerlo ahí todo el tiempo?
3 LOS ALTARES
[48]
LOS ALTARES 49
Lino Valle
Una y otra vez nos topábamos con perfiles dibujados con talco so-
bre la tierra y botellas de licor vacías junto a un mojón de piedras al
pie de algún árbol. A veces las marcas de talco tenían la forma de
algún difuso contorno de un cuerpo humano, otras veces formaban
patrones geométricos barrocos, como jeroglíficos que enmarcaban
los restos de alguna veladora, rodeada de fruta podrida y flores.
—Son vestigios de portales —explicaba Ofelia.
Era la primera vez que oía la palabra portal y su sonido me suscitó
una curiosa sensación; en vez de su sentido literal de “entrada”, “pór-
tico” o “zaguán”, aquí significa “altar” o “santuario”. Sin embargo,
¿a qué me refiero con “literal”? En realidad, un altar sí es una entrada y,
como “entrada”, la noción adquiere un sentido inesperado.
Para el neófito, cuyo oído no entrenado puede percibir la frescura
de las metáforas y alcanza a percibir aún, a través de la yuxtaposición
de imágenes, la entrada a un nuevo mundo, la misma palabra portal
50 LA CORTE DE LA REINA DE LOS ESPÍRITUS
era mucho más que una metáfora adecuada que vinculaba “entrada”
con “altar”. Se trataba de algo más allá de lo perfecto, la imagen —o
más precisamente la metáfora— de la metáfora misma; nada menos
que una asombrosa operación para conferir nuevo sentido a lo literal:
una maravillosa máquina productora de metáforas, específicamente
diseñada para implantar ahí mismo la escena de un espíritu que entra
a un cuerpo, la posesión como un acto de adquisición de corporali-
dad que activa imágenes que sólo la muerte y la memoria del Estado
pueden tornar preciosas.
Nietzsche aseveró que la metáfora es la operación constitutiva del
mundo humano gracias a que se olvida y queda absorbida en la rea-
lidad cultural que forma, como si fuera una verdad literal: “las verda-
des son ilusiones de las que se ha olvidado que lo son; metáforas que
se han vuelto gastadas y sin fuerza sensible, monedas que han perdido
su troquelado y no son ahora ya consideradas como monedas, sino
como metal”. La realidad es una suerte de truco, un conjuro por el
cual la iluminación poética se enciende por un instante sólo para lue-
go apagarse y convertirse en rutina, pero colmada de un valor mucho
mayor en virtud precisamen-
te de este acto de desvaneci-
miento. Así pues, ¿acaso no
basta la específica y singular
sacralidad de un portal para
resucitar del abismo esta va-
loración?
Arribamos a un claro inun
dado de luz y nos topamos
cara a cara con el primer por-
tal activo: el portal del Indio
Pluma Roja.
Se trataba de un hermoso
santuario: un diorama del
Estado como obra de arte,
que condensaba su magia
al grado de comprimirla
en una suerte de explosivo
montaje: un bucólico indio
de las llanuras de Norteamé-
rica con su tocado guerrero
de plumas estaba instalado
LOS ALTARES 51
• la Corte Celestial
• la Corte Médica
• la Corte Africana
• la Corte India.
Nunca volvió a ser igual, nunca jamás en todos los años en que regre-
só desde 1983. Siempre esperaba encontrar a Ofelia, pues ella podría
hacer la experiencia de nuevo perfecta: algo honesto y directo, enig-
mático y poderoso, hermoso y hasta acompañado de cierto humor:
dos señoras amables y dos gringos yendo hacia esa “otra parte”, meti-
dos en un autobús, de camino hacia la montaña mágica para extraer
una pizca de poder del Estado del todo en un calmado día entre
semana. Sin embargo, nunca la encontraba, no importa cuántas ve-
ces regresaba. En una ocasión los guardias le dijeron que acababa
de pasar por ahí, en otra ocasión escribió una nota pero no recibió
respuesta; es enteramente probable que la carta nunca le llegara. Un
día la fue a buscar a la dirección que le había dado en las afueras de
la ciudad:
[57]
58 LA CORTE DE LA REINA DE LOS ESPÍRITUS
Desde los rincones más distantes del país, la gente venía los fines
de semana y los días festivos, de celebración a la patria, en unas que
llamaban misiones o caravanas que consistían en tres a treinta inte-
grantes bajo la dirección de una persona. Acampaban en la montaña
pero normalmente nunca más allá de un kilómetro del río. En el
mismo campamento montaban su portal y muy rara vez se aventura-
ban más allá. Estos campamentos se armaban con lienzos y lonas de
plástico y cuando se juntaban varios de ellos aquello parecía una suer-
te de poblado medieval con estrechas callejuelas que serpenteaban
entre paredes coloridas, a veces blancas u opacas, a veces semitrans-
parentes, dependiendo de la luz que recibían y la hora del día. En las
noches, desde afuera alcanzabas a ver los colores brillantes del portal
y a las personas en sus grandes escenas de posesión. Otras veces, la
gente dejaba sus “teatros” de plástico medio abiertos a la vista de los
que pasaban, de manera que, en general, resultaba muy similar a lo
que podríamos imaginarnos como una feria medieval en la que pasa-
bas de una brillante escena a otra, de posesión en posesión, escenas
que brillaban débilmente, como tantas otras capas que componían
esa gran masa erigida en plástico que se meneaba suavemente bajo
los árboles al pie de la montaña. Es el reino del plástico que, móvil
y estremecedor, se proyecta densamente frente a nosotros y arraiga
profundamente en nuestro interior también, arrebatando la supre-
macía a lo original.
EN ESPERA DE OFELIA 59
Desde que tenía dieciséis años Katy solía escuchar voces antes de
dormir; eran voces de indios. Se lo contó a su mamá y la mamá se
asustó: pensó que su hija enloquecía. Las voces continuaron y su ma-
dre la llevó a que la examinaran doctores y luego la encerraron en un
manicomio, le dieron toda clase de drogas y la sometieron a “terapia”
de electrochoque, pero entonces ocurrió algo insólito: se hizo amiga
de una enfermera a la que también visitaban los espíritus y que a ve-
ces solía escabullirse al baño para fumarse un tabaco.
—¡Tú no tienes nada! —le dijo la enfermera y le tiró los medica-
mentos.
Un día las voces le contaron que sería libre, así que ella hizo su
maleta y se marchó, así sin más. A partir de ahí se fue adentrando en
el mundo de los espíritus y asistía a sesiones espiritistas en la ciudad.
Cuando oyó este relato, él se preguntaba cómo pudo saber que se
trataba de voces de indios y por qué las imágenes de los indios po-
drían albergar semejante fuerza espiritual. En este país apenas había
indios “verdaderos”, probablemente no era ni siquiera el 1% de la
población; ahora bien, las imágenes mágicas de los indios no tenían
nada que ver con los indios “verdaderos”: eran, más bien, un simple
calco de aquellas imágenes del mundo de fantasía de la historia de la
expansión norteamericana y consistían, esencialmente, en la figura
del indio piel roja, el indio norteamericano de las grandes llanuras
en atuendo de guerra.
Una vez fue con Katy al pico
de la montaña que llaman La
Escalera. Había una pendiente
muy pronunciada para llegar a
un precipicio rocoso con una
gran cueva que estaba pinta-
da por dentro con los colores
patrios. Una escalera ascendía
cincuenta metros hasta donde,
arriba del amarillo, el azul y el
rojo, se hallaba no el Liberta-
dor (como en la otra cima que
había visitado aquel día, hace
ya tanto tiempo, con Ofelia),
sino la estatua de la reina de
los espíritus. Francesco subió la
escalera para pagar una manda
EN ESPERA DE OFELIA 65
[71]
72 LA CORTE DE LA REINA DE LOS ESPÍRITUS
bol, iluminado por la luz de las veladoras. El joven que se halla frente
al banco, que aquí es como un director de operaciones, empieza a
temblar y a gritar. ¿Poseído? Por supuesto, aunque transportado es el
término correcto. Hay una diferencia, eh. Está siendo transportado
por un africano. Habla con una voz muy grave y se la pasa gritando:
“África. Viva África”. Las agujas que trae puestas tiemblan cada vez
que grita; las agujas son de unos diez cemtímetros de largo y le atra-
viesan las mejillas; en cada aguja hay un listón con los colores patrios;
se oye un tambor… “Viva África”… los listones se menean; la gente se
acerca para hablar con el espíritu.
Una joven que lleva una cinta en la cabeza con los colores patrios
empieza a sacudirse frente al portal. Fuma un puro: ¿será el espíritu
que llaman Rosa?
De la oscuridad sale, con paso decisivo, nuestro guía: un hombre
gordo y grande que se presenta como el guía de la caravana. Deja
claro que espera respeto y reta al espíritu para que se presente, ¿se
trata acaso de un visitante indeseable o adverso? Mission se ajusta su
parche.
El gordo lo intimida y lo sondea; se agacha y se inclina para acer-
carse; se dirige a los oscuros árboles y, más allá, al cielo mismo: es la
quintaesencia de todos los inquisidores y de todas las inquisiciones
que ha habido y que jamás habrá. Su cuerpo se dobla con el arrebato
y la agudeza de sus preguntas sin escrúpulos. La joven (o, más bien,
el espíritu que la transporta) es igualmente hábil: se asedian mutua-
mente entre los árboles, entran en duelo, se retan, disputan.
La gente siente que algo grave está a punto de ocurrir; corren al
portal para traer ataduras para sus brazos, ataduras para sus piernas,
le ponen un peto blanco y esponjado, hecho de cuerdas, y un pena-
cho fabuloso de plumas que es tan grande como él.
En este momento de necesidad ha quedado transportado por un
indio. Luce magnífico y actúa con igual magnificencia: un gran hom-
bre gordo de la ciudad petrolera en traje de baño rojo y un collar con
los colores patrios, helo aquí todo esponjado y emplumado.
Cuatro años más tarde las noticias internacionales reportarían
que ciento nueve prisioneros habían sido asesinados en la prisión
de máxima seguridad en aquella misma ciudad de donde él prove-
nía. Los reportes posteriores hablaban de más de doscientos muertos
pero nadie supo nunca la cifra exacta y muchos suponen que nunca
se sabrá. Se supone que unos cuatrocientos indios guajiros se escapa-
ron de su bloque de celdas y atacaron con bombas incendiarias a los
BILLY THE KID Y LA ECONOMÍA DE INFILTRACIÓN 73
prisioneros que no eran indios. Todos los relatos insisten en que los
indios atacaron con bestialidad.
“Los mutilaron, los desmembraron con sus machetes, los lincha-
ron, los decapitaron —dijo en una entrevista un Dr. Bonilla, pató-
logo—, algunos cadáveres son meros trozos de carnicería humana.”
“Fue un acto de venganza —afirmó el director de la prisión, Luis
Zambrano—: el jueves anterior un reo guajiro había sido decapitado
por algunos prisioneros no indios.”
No obstante, en la medida en que es posible afirmar algo de lo que
ocurre en una prisión, la verdad no es ésta. En vez de un levantamien-
to de los indios, lo que ocurrió fue una batalla sangrienta entre los
prisioneros no indios, organizados en mafias y coludidos con un des-
tacamento de la Guardia Nacional que controla la prisión y se aprove-
cha de las necesidades de comida, droga, alcohol y armas de los reos…
se trata de la misma Guardia Nacional que exalta la imagen del indio
guerrero, héroe de la lucha contra el colonialismo que jamás debe
olvidarse y cuya sangre corre por las venas de la mismísima Olympia.
Aquí en la montaña, todavía alcanzamos a ver su hermoso pena-
cho mientras se abalanza, con toda su mole, entre los árboles, en per-
secución de la veloz sombra de la muchacha. Mission observa la línea
de la pelea que va quedando marcada por el borde encendido de su
puro que se desplaza a través del sofocante aire nocturno.
Ella bebe la cera ardiente de las velas y su perseguidor hace lo
mismo. Alguien prende un fuego y ella salta hacia él. Las flamas se
elevan, luego camina sobre los tizones ardientes de carbón. Más tarde
no recordará absolutamente nada de esto; no tendrá ningún dolor y
sus pies estarán en perfecto estado.
Mission le explica al Presidente del Tribunal Supremo que ésta es
una señal inequívoca, una evidencia incuestionable de que se está
poseído: conoce bien a su interlocutor y éste es el tipo de expresión
legal que el Presidente del Tribunal podría captar y entender.
—Y es que hay una tenue diferencia, mire usted, entre fingir la
posesión y estar verdaderamente poseído; lo que es más, también hay
grados diversos de posesión: se puede estar sólo ligeramente “cubier-
to” por el espíritu, o puede haber posesión de una cuarta parte, de la
mitad, de tres cuartas partes, o de todo el cuerpo.
Para todo hay leyes, pero también existe una inevitable anarquía
creada por las mismas leyes.
—Es justo en ese espacio donde ocurren estas cosas.
El Presidente del Tribunal Supremo asiente.
74 LA CORTE DE LA REINA DE LOS ESPÍRITUS
Los reos, colgados entre los barrotes del segundo piso, hacían el
amor en lenguaje de señas, con las reas que estaban a varios cientos
de metros de distancia.
Unos jóvenes que llevaban en la cabeza cintas con los colores pa-
trios salieron de la oscuridad para pararse a un lado de él como res-
guardándolo.
Había una niña de unos nueve años que el indio levantó tomándo-
la de la cintura hasta que quedó cara a cara con la estatua de la reina
de los espíritus; la niña empezó a temblar.
La abatida madre angelical codeó a Mission y aseveró, conocedora:
—Cuando la niña cumpla trece años un espíritu descenderá sobre
ella.
Mission sonrió. El espíritu bajó a la niña pero ésta se quedó literal-
mente hipnotizada frente a la reina de los espíritus unos diez minutos
mientras el indio empezó a conversar con Mission, lamentando el
destino de los indios que los españoles habían cazado y exterminado
como perros.
—Adiós —dijo sin más y bendijo a Mission con un fuerte apretón
de manos.
Fue entonces cuando llegó Billy, Billy el de la Corte Malandra, es
decir, la corte de los criminales. Traía puesto un sombrero de fieltro,
sostenía una lata de cerveza en una mano y un cigarro en la otra.
Sacaba agresivamente la panza y entre una fumada a su cigarro y un
sorbo a su cerveza, pronunciaba, con inmensa satisfacción:
—¡Focky Fock! ¡Focky Fock!
Daba palmadas en el hombro a los jóvenes de junto y todos se
reían. La suya era una historia más bien triste: de bebé, su madre lo
abandonó en un montón de basura, lo salvó una negra pobre que lo
crió junto con sus muchos hijos. Al crecer, Billy veía cómo sus herma-
nos y hermanas se morían de hambre. No había en aquel lugar otra
manera de obtener dinero que darse al crimen, así que Billy se puso
a robarle a los ricos para darle a los pobres. Después de relatar su
historia, su voz se fue perdiendo en la oscuridad.
—Y robé a los ricos para poder darle a los pobres —repetía la aba-
tida madre de angelical rostro.
La niña dejó de temblar; era ya casi medianoche. Entonces un ru-
gido que podía destrozar los tímpanos llenó todo el valle; luego, la
chillante sirena de una patrulla. Era una redada: había motocicletas
dando círculos en un frenesí de sirenas y motores en plena poten-
cia… el motor se detuvo y entró (si una palabra tan banal puede em-
plearse para describir el ingreso de una divinidad) el joven policía
más apuesto, más inmaculado y con el uniforme más perfectamente
planchado que jamás había montado una motocicleta.
80 LA CORTE DE LA REINA DE LOS ESPÍRITUS
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82 LA CORTE DE LA REINA DE LOS ESPÍRITUS
ido la primera vez con Ofelia hace muchos años). Sin embargo, ¿aca-
so no estaba él, retrospectivamente, practicando esta misma manio-
bra sobre sí mismo, al manipular sus recuerdos, abrazando contra su
pecho la belleza y la gracia trascendental de aquel día en la montaña
con Ofelia, un recuerdo que se había tornado ahora mucho más pre-
cioso por la desaparición de ella y por la posterior esperanza de que
sus caminos se encontraran algún día?
La hija de Katy ya había traído aquí antes a Mission; habían deam-
bulado por la otra margen del río y en un punto habían encontrado
una hoja de periódico sobre la que se había quemado, con pólvora,
una cruz de Caravaca. Era magia para matar a un niño, le había acla-
rado ella, como si nada.
Mission recordó que esa primera vez que había estado en Quiballo
había encontrado verdaderas hordas de gente, gente con las barrigas
envueltas en los colores patrios y con trajes de baño de color rojo,
el rojo de la guerra y del indio, gente apiñada frente a los altares,
algunos apenas iban a ser poseídos, otros ya gritaban, otros entraban
en trance, algunos perdían el control y otros lo recobraban, o acorra-
laban al enemigo y eran purificados: el sagrado vaivén de las olas del
éxtasis y la decadencia a través de miradas vacías en el lodo bajo los
cielos imperiales, hedor de desperdicios, empapados periódicos, mo-
jados cartones de jugo, plástico rojo, contenedores de pólvora, latas
de refresco, cajetillas de cigarro, talco, fruta podrida y montones de
comida apilada sobre los altares evaporándose al calor tropical, raíces
que se extendían como venas varicosas por el suelo y que pertenecían
a árboles que goteaban allá arriba.
La siguiente ocasión Virgilio se negó a llevarlo. Arguyó que ya
estaba oscuro y negaba con la cabeza. No había manera de conven-
cerlo: explicó que era muy peligroso, que a un cura lo habían asal-
tado hace poco y le habían robado todo lo que traía. Virgilio sabía
exactamente la cantidad de dinero que le habían robado, hasta el
último centavo.
Así que Mission se encontró un asiento en un jeep repleto que lle-
vaba a doce personas y un niño en el toldo, empapado por la lluvia.
Llegaron como a las siete y media de la noche, se oía el sonido de los
tambores; en la distancia, las flamas proyectaban sombras saltarinas
sobre montones de estatuillas y altares, abajo, el suelo estaba resba-
loso; arriba, el cielo era de un negro profundo; cuando pasaron por
unos cobertizos resguardados olió a sudor viejo, había una reja de
acero de más de dos metros de altura que alguna oficina del gobierno
LETARGO SAGRADO 83
el ojo del huracán. Al otro lado del río, junto al puente había unas
treinta personas fumando puros, estaban en cuclillas frente a un al-
tar muy grande, en un espacio recubierto con azulejos, de unos cinco
metros de ancho y que parecía como si lo hubieran construido en la
década de los cincuenta. Continuamente rompía el silencio alguno
que carraspeaba, juntaba flema y luego escupía jugo de tabaco. Éste
era el lugar donde se solicitaba la venia a la reina de los espíritus para
cruzar el río e internarse propiamente en la montaña. Era el único
altar en el que literalmente todos se detenían antes de ingresar a la
montaña. Ninguno aquí pasaba más que un muy ligero trance.
Las Tres Potencias parecían surgir de la pared de azulejos, pre-
sentándose, hombro con hombro, en el centro del altar; parecían
emanar de la bandera nacional.
A su derecha, debidamente reservado y deferente, el Libertador se
hallaba de pie, espada en mano, sobre un promontorio de cemento
azul.
Junto a este impresionante portal había una casita de madera, era
como una casa de muñecas excedida de tamaño, pintada de rosa y
levantada un metro del piso; tenía un frágil balcón. La puerta delan-
tera era de vidrio pero tenía un candado, así que Mission tuvo que
poner las manos sobre el vidrio y pegar la cara para ver algo. A pesar
de que había una linterna que titilaba con una luz roja, adentro esta-
ba oscuro. Sin embargo, alcanzó a distinguir una estatua de tamaño
real de la reina de los espíritus con encajes y velos, rosas inmensas y
LETARGO SAGRADO 85
una cadena dorada (luego le contarían que éste era “un regalo de La
Guyanía”, una misión que provenía de aquel lejano estado del mismo
nombre). A todo su alrededor había regalos o, mejor, dicho, pagos
por las mandas que había concedido; había dinero y muchos, pero
muchos vestidos de novia, todos colgados a un lado.
El hijo de José le contó que eran vestidos de novias de verdad.
Oscurecido por los vestidos podía verse un cuadro de un oficial del
ejército. Parecía haber muchos retratos más detrás de los vestidos: los
oficiales del ejército pagan sus mandas con estos retratos. A un lado
colgaba también el retrato del Libertador.
De todas las cosas que Mission había visto en la montaña esta frágil
casita le pareció la más extraña: un relicario de milagros que se ha-
bían pagado con retratos de soldados y ondulantes encajes de novias,
todos almacenados junto al Libertador.
86 LA CORTE DE LA REINA DE LOS ESPÍRITUS
Más tarde, al hacer sus notas, Mission escribió sobre el letargo que lo
paralizaba. ¿Estaría condenado, como los poseídos, a nunca recordar
lo ocurrido?
LETARGO SAGRADO 89
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96 LA CORTE DE LA REINA DE LOS ESPÍRITUS
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ron y que todos debían tomar ron. ¡Podía tomarse siete botellas! Y era
muy vulgar. Le decía a las mujeres que andaban en busca de hombres.
Me llegaron tantos espíritus que no me acuerdo de todos, pero una
cosa sí te digo. Los espíritus ¡no son buenos para nadie! ¡Tú nomás
eres su instrumento! Luego vino María Lionza; ella llevaba una capa
y una corona, y luego, hubo un demonio disfrazado de María Lionza.
Ése fue el espíritu que me causó la enfermedad.
—Yo me la pasaba siempre llorando: ¡ya no era mi madre! —inte-
rrumpió de nuevo su hija Nieves.
Zaida se echó a reír. Esta conversación que Mission entablaba para
sondear la historia espiritual resultó una conversación muy peculiar
porque las posesiones quedan más allá de la memoria o, para ser más
exactos, están partidas entre dos zonas irreconciliables, una de las
cuales generalmente es imposible traer a la memoria. El sujeto se
partía y luego, por así decirlo, se evaporaba. Una vez una mujer se
acercó a Zaida y le dijo: “¡tú eres la que me curó!”, pero Zaida no la
recordaba en lo más mínimo; su hija dijo que sí, que la había tratado,
pero Zaida había estado poseída y no tenía ningún recuerdo de eso.
La primera persona a la que curó después de que se le metió el
espíritu de Lino Valle fue una pequeñita de un año y medio que nin-
gún doctor podía curar. Había contraído sarampión y tenía vómito y
diarrea y Zaida la curó en la casa con hierbas; no estuvo poseída pero
sí invocó a las Tres Potencias, fumó puros y recitó el Padre Nuestro.
Esa misma noche la niña empezó a mejorar y en tres días estaba total-
mente compuesta.
—Una vez, temprano en la mañana —continuó—, en un sueño
se me apareció un carro que venía de la capital con mucha gente.
Había dos niños que vomitaban sangre, un niño y una niña. En el
mismo sueño, yo preparaba una velación con muchas plantas y uvas y
manzanas… ¡Ese mismo día llegaron a mi casa! ¡De la capital! Fuimos
a la montaña, al mismo lugar cerca de Sorte que yo había visto en el
sueño, y reproduje la misma velación que había visto en mi sueño;
incluso el portal, todo igual.
Ella no usaba retratos ni estatuillas, pero sí usaba velas: rojas, azu-
les, amarillas y blancas.
—De ese color son los rayos que ves venir de allá arriba cuando
estás trabajando —explicó—. Un día me trajeron a una muchacha de
diecinueve años. Los doctores de la capital decían que moriría. En
Valencia decían lo mismo. Un compadre mío me recomendó con la
familia así que me la trajeron, vomitaba sangre. Me fumé un tabaco y
TRAICIÓN ESPIRITUAL 101
sido una faena muy difícil, tuvo que admitir, conseguir que el espíritu
de un indio hiciera esto. Lo último que un indio quería era curar a
un español.
Usó a su hijo como su banco. La cura fue tan exitosa que la fami-
lia del loco la invitó a España. Eran ricos y tenían un restaurante; le
mostró a Mission algunas fotos. En el trance, Tamanaco le reveló que
era la tía del loco quien le había causado esto por pura envidia de la
riqueza de su hermana. La madre del loco quedó impresionada.
—¡Sí! —aclaró Ofelia—. Hay muchos curanderos de aquí que se
van a las islas Canarias y trabajan con la reina de los espíritus.
No sólo había regresado, sino que ahora era la dueña de uno de
los cobertizos, el más grande que estaba al final de la hilera.
Construido con lámina, este cobertizo elevado era como un esta-
blo. Albergaba un restaurante: cuatro mesas, un refrigerador para
refrescos y, atrás, ocupando casi un tercio de todo el espacio, se halla-
ba el altar más recargado y más extravagante que cualquiera podría
imaginar. ¡Lo había armado todo la misma Ofelia! ¡Ofelia!
Era abrumador: te acometía desde una docena de ángulos al mis-
mo tiempo, como un escenario poblado de espíritus de todas las for-
mas y tamaños; con todos los colores radiantes, proyectaban sombras
y cada uno emergía de ellas cuando captaba tu mirada y descentraba
el cuadro que habías antes formado. La mirada de Mission se detuvo
en la estatua de yeso de más de un metro de la reina de los espíritus;
tenía la cara pálida pero alegre, una túnica color bermellón y una
corona de oro, llevaba adornos dorados y un gran crucifijo dorado
que colgaba de su cuello con un cordel de los colores patrios. A sus
pies estaba la efigie de yeso de las Tres Potencias, con ella misma en
el centro, y había otra figura suya con una bata azul y sosteniendo un
arco de satín rosa con las estatuas del Indio Guaicaipuro y el Negro
Felipe a cada lado. Había un Cristo con una túnica púrpura, con una
corona de espinas y cargando una inmensa cruz negra. A su lado ha-
bía una estatua de color bronce que representaba a una reina de los
espíritus desnuda, montando con muslos robustos un roedor de la
selva con hocico puntiagudo: una copia de la estatua que fue erigida
en el camellón de la carretera en la capital, frente a la universidad, en
la época del dictador en la década de los cincuenta. Bajo estas figuras
podían verse vikingos envueltos en diáfanos satines con los colores de
la nación, con brillantes yelmos y largas barbas rubias. Había al me-
nos dos versiones de Lino Valle, el célebre hierbero y ermitaño, una
arriba de la otra en un gabinete de madera con puertas de vidrio; en
104 LA CORTE DE LA REINA DE LOS ESPÍRITUS
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110 LA CORTE DEL LIBERTADOR
SE RESUELVE
Por decreto del ciudadano presidente de la República y de acuerdo
con las reglas de los órganos técnicos de la Presidencia y de confor-
midad con la disposición del Artículo 63 de las Reglas Generales de
114 LA CORTE DEL LIBERTADOR
No. 00146
mi compañera de luz
un puerto seguro en mis jornadas de aflicción.
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IGNOMINIA MUCOIDE 119
—Sí, mi general.
—Bien, ha sido entonces más afortunado que yo, pues yo aún no
la encuentro. Regrese a Francia…
Una noche, pues, lo oyeron decir:
—¡Vámonos!, ¡vámonos!… no nos quieren en esta tierra. ¡Vámo-
nos, muchachos!… suban a bordo mi equipaje.
No obstante, los que vinieron por su cuerpo años más tarde esta-
ban absolutamente determinados a encontrar continuidad. Camacho
llegó a oír a los muertos hablar (igual que Lino Valle bajo los árboles,
con la mano cubriéndose la boca) y nosotros, que estamos aquí mu-
cho tiempo después de esos doce años de supresión y exilio, nosotros
que llegamos mucho después de esos espléndidos años formativos de
olvido —seguidos por un siglo y medio de monumentalización ya no
con mucosa reseca, sino con bronce, mármol y yeso—, ¿necesitamos
ahora que nos instruyan sobre la importancia de la muerte para el
Estado del todo, sobre la importancia de los fundamentos espirituales
del ser estatal como una organización dentro del halo de los muertos
que se desprende y se proyecta?
No se diferencia en lo absoluto de aquel “segundo funeral” que el
etnólogo francés Robert Hertz describía en relación con las llamadas
“sociedades primitivas”. En el primer funeral el cuerpo se desecha
hasta que los líquidos se drenan y la carne se marchita y consume
para llegar a la pureza blanca del esqueleto. Luego, para el segundo
funeral, que ocurre meses o años después, en una ceremonia debi-
damente ejecutada con bombo y platillos, los ritualistas se ponen a
trabajar en la renovación ósea de las aspiraciones y fabulaciones del
grupo como un todo, así, se abalanzan a la escenografía de un cosmos
salvajemente desgarrado. En este punto la muerte puede con facili-
dad bifurcarse hacia lo carnavalesco, con el glorioso telón de fondo
de la transgresión e incluso el sexo licencioso, pero con el Libertador
este torbellino de muerte se reincorporó y recondujo, por el con-
trario, hacia la perfección del misterio perturbador: la patria vestida
toda de luto, bajo el estruendo de cañones que resuenan “lúgubre-
mente”, metrallas sostenidas verticalmente a lo largo de la costa, em-
barcaciones que “surcan las olas con un silencio sólo interrumpido
por el rechinido de los remos y el murmullo de las aguas”; los capitali-
nos jubilosos en su congoja presencian cómo los restos del Libertador
“retornan a su tierra natal con paso sosegado y dilación fúnebre”.
Sin embargo, cuando consideramos el destino de este cuerpo del
padre, más fuerte en la muerte de lo que jamás hubiera podido ser en
IGNOMINIA MUCOIDE 121
ilustración mágica, tan común que se puede adquirir por apenas unos
centavos en las perfumerías y en los mercados de toda la república:
es una tarjeta común que funge como imagen de lo que bien podría-
mos llamar la metamuerte titulada “Fragmento del Testamento del
Libertador”, en la que él mismo relata el abandono de su cuerpo y de
su alma mientras agoniza. No sólo es un testimonio de la enunciación
de su propia muerte, sino que además es prueba de la genialidad de
esta cultura popular que ha aprovechado esta imagen para insistir en
el poder de una presencia específica dentro de la disolución y, natu-
ralmente, la posesión espiritual subraya este circuito entre el ser y la
nada mediante la representación del mismo.
Es aquí propiamente donde la muerte, mediadora del espíritu del
Estado y el cuerpo del pueblo, encuentra su tarea más ardua, sin la
cual no existiría el lenguaje: la tarea de conferir vida a los ires y veni-
res de la figuración misma. La muerte, pues, acentúa las posibilida-
des imaginativas que pueden darse en el juego de sombras que tiene
lugar en el Estado del todo; es ella la que facilita esa sacudida de la
realidad que nos proyecta hacia lo desconocido y que subyace en toda
transformación mágica de una figura cualquiera en figura retórica.
Amén.
11 EL KITSCH SURGE DONDE EL MIEDO
EMPALMA CON EL ABSURDO MUDO
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130 LA CORTE DEL LIBERTADOR
los pueblos de nuestro país, donde hay una sola plaza, se llama la plaza del
Libertador, y si no hay más de una plaza construida, lleva el nombre del
Libertador.
Y así continúa…
A veces ha de parecer que todo el país se ha convertido en un mau-
soleo con estatuas del Libertador que, como clavos, aseguran rotunda
y macizamente al Estado del todo. Este nombrar, pintar y relatar, con
palabras y con piedra, con pintura y con bronce; todo este esfuerzo,
visible a través de las imágenes, denota un amor descomunal (si no
es que una ansiedad inquebrantable). Todo este esfuerzo (y no sólo la
meta en sí), esta constante dedicación a la imagen (que empezó con el
Congreso de 1842), su incansable ubicuidad es algo tan serio que uno
no puede más que reír y luego de reír, quedarse paralizado por el mie-
do de que recaiga sobre uno alguna anónima venganza; y precisamen-
te ese momento de miedo, ese momento de caída libre es sagrado.
ministerio de cultura
Estuvo toda la tarde esperando en el Ministerio de Cultura a que le die-
ran una carta con la que podría investigar en archivos la construcción de los
monumentos conmemorativos de la muerte del Libertador y de las guerras
anticoloniales. Había mucha gente esperando y el lugar se sentía como un
consultorio de dentista, sólo que aquí la gente se paraba, daba vueltas y esta-
ba más ansiosa. Un joven se quejaba amargamente: a pesar de ser compositor,
nadie había querido escuchar su requiem para el Libertador, compuesto re-
cientemente, porque el Libertador no está muerto…
si la naturaleza se opone,
lucharemos contra ella y haremos que nos obedezca
¿citas? ¿revelaciones?
¿obsesiones? ¿encantamientos?
¿graffiti? ¿extractos?
¿capitulares? ¿comerciales?
¿eslóganes?
conciencia de este rostro colectivo en nuestra juventud para que siempre nos
acompañe y nos otorgue la oportunidad de crear y recrear nuestra existencia
en el futuro.
El fortalecimiento de este sentido de pertenencia a nuestra historia y a
nuestro país produce hombres unidos por un cordón umbilical al proceso
histórico que nos ha formado en todo momento.
En el circuito de intercambio entre ese guiño del ojo que está por
ocurrir y la muerte que es inminente, en el intercambio entre lo ab-
surdo y lo oficial, el arte de lo ingenuo y lo ingenioso acumulan sus
medios para actuar; éstos se hallan congelados en la imagen de la
pared de la escuela, la estación de policía, la prisión y también el altar
popular. Es aquí donde se lleva a cabo el intercambio crucial, el mis-
mo intercambio de poderes que ocurre entre la reina de los espíritus
y el Libertador, icono de la violencia de las guerras anticoloniales
que crearon un Estado y que ahora se diluyen con el embate, ola tras
ola del kitsch pueril, mientras que ella, en su infraespacio silvestre y
marginal, de modos tanto obvios como oblicuos, también mantiene
la presencia de esa violencia fundacional.
Ahora bien, lo que verdaderamente resulta revelador, fascinan-
temente revelador es, por supuesto, qué elementos de esa violencia
fundacional ella extrae de las sombras del kitsch: todo lo seductor y
siniestro en la furia de reduplicación de esa imagen, por lo demás
desenfadada y alegre, de un hombre montado en un caballo blanco
que mueve las patas, piafando al ritmo que le marcan.
Mediante la elusiva asociación de esta pareja sagrada formada por
el Libertador y la reina de los espíritus, lo sagrado negativo que existe
en el interior de lo sublime estatal no es que se esconda sino, más
bien, resulta la representación misma del escondite, un secreto público
que queda expuesto de forma intermitente gracias a la presencia su-
mergida de una abyección feminizada en el seno de la misma violen-
cia fundacional de la Ley que está representada por el Libertador a
horcajadas sobre su montaña de muertos.
A veces ni siquiera hay que esperar la súbita revelación que proviene
del extraño emparejamiento de la reina con Él, porque ya en la cir-
culación de Su imagen, ya en la imagen por sí misma, puede darse esa
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LA PARTE MALDITA 139
• Confusión
• Amansa Guapo
• Dominación
es alguien que hizo historia, sino alguien que consiguió algo gran-
dioso… Para poner en acción el sistema de movilización lo primero
es el dinero: si necesitas resolver un problema, puedes tomar una
foto palpable del Libertador y un billete de alta denominación [de la
moneda nacional], y si tienes un problema personal grave o alguien
de tu familia está en prisión, hay que tener un retrato del Libertador,
poner un vaso con agua, encender una veladora y hacer la súplica con
toda devoción. Tu problema se resolverá.
—Es como si la imagen del Libertador fuera la que opera el mi
lagro.
—La fe es indispensable; siempre.
Es como si el Estado y la población estuvieran atados a la inmanen-
cia de un círculo inmenso de fuerza mágica reversible; en la prácti-
ca se da como el intercambio sin fin de cierta antigua fuerza que es
como un obsequio y que llamamos la parte maldita; es el mismo inter-
cambio que atrae la mirada del ciudadano hacia los ojos tristes del
Libertador, en espera del guiño del ojo que ocurrirá un día después
de nuestra muerte, el intercambio que oscila, una y otra vez, entre
él y la reina de los espíritus durante la escenificación de la escondi-
da interioridad: el intercambio que no sólo permite la reversibilidad
sino que, además, se edifica sobre su doble cara, como lo hace sobre
la muerte y su magia.
No debe alarmar a nadie el hecho de que esto es un relato, el rela-
to de la presencia estatal: no podría ser de otro modo, siendo los po-
deres tan poderosos, siendo sus unidades tan vinculantes, siendo su
circularidad tan perfecta que al final, como al principio, brilla en él
el poder fantástico del espíritu envuelto en la objetividad del cuerpo
y en la objetividad de la espada. Hobbes describió esta circulación de
la parte maldita en términos de un mítico pacto de alianza que crea
al Estado, un pacto que cada cual celebra con cada cual para escapar
de la violencia del Estado de naturaleza. Puesto que los pactos sin es-
padas no son más que palabras, el pacto requirió de que la violencia
del estado de naturaleza no sólo fuera abolida sino que, más bien, se
transfiriera al nuevo Estado y pasara a formar parte constitutiva de
esta nueva fuerza emergente de la historia mundial que, así, tenía las
cualidades para recibir el nombre de Leviatán, aquel monstruo bí-
blico que, aunque se había vuelto contra Dios, era visto por Hobbes,
en tanto que símbolo del Estado, como “ese dios mortal que no es
sino un hombre artificial, aunque de mayor estatura y robustez que el
natural”, el punto en cuestión es que, sin importar cuán obviamente
144 LA CORTE DEL LIBERTADOR
misma por medio de los altares diseminados a todo lo largo del cuer-
po de la montaña que es el pueblo.
Mas, ¿qué tipo de obra dramática es ésta?
Tenemos el drama de la circulación a través de la metamorfosis de
los obsequios como en el pacto sagrado en el que lo general se creará
a sí mismo mediante la entrega de sí mismo a una violencia superior y
concentrada, para fundar, así, el Estado y la sociedad.
Está también el drama “totémico” que se vincula con el de la me-
morialización obsesiva de la violencia fundacional y que se dramatiza
con un grupo de hermanos que crean la Ley a la sombra del cuerpo
de la madre y de ahí deriva esa avanzada de la Ley que conocemos
como la policía, con su cualidad de confusión ingeniosa, su cualidad
espectralmente borrosa, incluso podrida, abyecta, que se acomoda
tan bien al juego de la magia y la contramagia.
Sin embargo, el más importante y menos detectado por todos los
psicoanálisis y las filosofías políticas es el drama que está en deuda
con la silenciosa tensión del absurdo cómico salpicado de miedo, lo
indecible que brilla a través de los ojos del retrato del Libertador
que está en cada pared, cada estampilla de correos, cada billete que
emite el banco y cada estatua. Esta iconografía pueril ejecutada por
los adultos es la que detona e impulsa la teatralidad caricaturesca de
la posesión espiritual y su capacidad de literalización —como ocurre
en la montaña mágica— que introduce la metáfora y toda la historia
nacional a un cuerpo humano que gesticula. La iconografía del naïf
estatal, que combina el espacio de muerte con el niño y que permite
que el arreglo visual de la imagen (como en el dinero o en la pared
de la estación de policía) se dispare desde el absurdo oficial que ins-
pira miedo y, así, pueda ingresar, ya transformado, al dominio de la
posesión espiritual en la montaña mágica, no como tragedia, según
se entiende comúnmente (que es de donde la violencia del pacto
sagrado deriva) sino como un puro gasto del elemento del obsequio
en el pacto parecido a lo que Nietzsche reservó para el mimetismo
peculiar del abandono dionisiaco.
Así, la magia de la reversión, que está como incrustada en la magia
del Estado y que redirige la parte maldita, es una magia que encuen-
tra su quintaesencia en la caricatura y la literalización; una gestuali-
dad abrupta no para desmitificar, sino para acentuar grotescamente,
para representar su naturaleza escondida; esto se consigue mediante
una falsa insistencia que toma las cosas tal y como parecen y las ma-
terializa, como cuando se hace un fetiche de un líquido azul con el
148 LA CORTE DEL LIBERTADOR
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150 LA CORTE DEL LIBERTADOR
El trabajo vivo tiene que hacerse cargo de estas cosas [maquinaria, hierro,
madera y hebra], resucitarlas de entre los muertos, convertirlas de valores de
uso potenciales en valores de uso reales y activos. Lamidos por el fuego del
trabajo, devorados por éste como cuerpos suyos, fecundados en el proceso de
trabajo con arreglo a sus funciones profesionales y a su destino, estos valores
162 LA CORTE DEL LIBERTADOR
¿Qué extraña fuerza es esta que vaga, en los espacios públicos, con
la imagen del padre y que busca derechos de tránsito a través de la
memoria, una memoria luminosa gracias a la presencia de su consor-
te sombría, la reina de los espíritus, que sonríe enigmática desde su
montaña con los espíritus de los muertos? ¿Qué extraña fuerza es esta
que hace del espacio público una infinitud de réplicas de su montaña
encantada y elige puntos estratégicos para que la firma del Liberta-
dor marque la consumación de señales sagradas?
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170 LA CORTE DEL LIBERTADOR
redimido de esa extraña culpa que ser integrante del Estado moderno
parece implicar, de hecho, lo más probable es que uno se sienta afor-
tunado de haber aguantado con éxito el acoso de esta perturbadora
irracionalidad y, por lo menos en esta ocasión, haber sido bendecido
por el pequeño milagro de cruzar indemne. Bueno, hasta el siguiente
retén…
Hablar de lo milagroso en este mundo absolutamente secular, en
este mundo de fortines de concreto, sacos de arena, lentes oscuros y
chalecos antibalas, equivale meramente a plantear, de nueva cuenta, el
misterio de la presencia de Dios en la modernidad; el misterio, en otras
palabras, de la naturaleza problemática de Su muerte y, por lo tanto,
la posibilidad terrible de que en la modernidad Dios no ha dejado de
existir pero, a la vez, ya no está presente como Dios, sino que existe
como un Dios Muerto que, por lo tanto, está equipado con poderes
que rebasan con mucho los del Dios Vivo, puesto que, como todos los
muertos, tiene entre sus bendiciones, la capacidad para poseer a los
vivos, especialmente mediante la teatralidad que se da en lo cotidiano
del Estado.
Ocurre a veces que estas producciones cotidianas, por más rutinarias
que sean, estallan y alcanzan la escala de lo espectacular, sólo para man-
tener la explosiva promesa de Su presencia mortal que, de otro modo,
está contenida en detalles diminutos, en la promesa que subyace dor-
mida detrás del contrato que la estatua suscribe con la cara del gentío
en la plaza pública. Como nos demuestra Bataille en su ensayo sobre
aquella inmensa aguja de piedra, el obelisco, llevado del antiguo Egip-
to a la Francia moderna para proporcionar cierto cuerpo a la imagen
imperial del Estado, esta promesa de una presencia mortal, que no es
menos poderosa que la de un sol remplazado, es una fuerza que emana
de lo concreto de las imágenes “que una suerte de sueño lúcido pide
prestado al reino de la muchedumbre” (y no olvidemos aquí el más
concreto de todos los símbolos de la modernidad: el contreto mismo).
A veces una presencia que se esconde en las sombras de estos sue-
ños prestados del reino de la muchedumbre sale a la superficie, otras
veces las figuras que rutinariamente ignoramos repentinamente desta-
can. Esto debe recordarnos el punto esencial de aquel comentario de
Robert Musil (de hace ya muchas décadas) sobre la invisibilidad y la
media vida de los monumentos, que viven sin ser vistos por el gentío
que pasa.
Ahora bien, tenemos que subrayar más ese “pasar”, la naturaleza
atomizada pero fluida de este gentío, pues representa todo un nuevo
172 LA CORTE DEL LIBERTADOR
rito de paso: paf, paf, zas, zas. Es como un saludo ritual de metralla.
La sala está dominada por el sonido de un puño que, provisto de
un sello de goma entintado, golpea los documentos, y por un frotar
y arrastrar de los pies que produce cada individuo mientras sonríe,
agradecido, al individuo sin expresión que estampa los documentos,
y luego cruza en dirección al Otro Lado. Mission apela a alguien que
parece un oficial superior (nótese como se cuela inmediatamente la
terminología). El Superior declara:
—¡Él no necesita visa!
—¡Sí! La necesita —responde otro.
Luego otro, réplica viva del Libertador, con bigote y apretando los
dientes como si fueran la reja de una fortaleza, dicta.
—¡Momento! ¡Mantenga la calma señor!
Hela ahí, la estilística de último recurso de la violencia… “Manten-
ga la calma…” Mission espera “pacientemente” como aquel hombre
del campo que esperó toda su vida frente a la puerta de la ley. Trans-
curren veinte minutos, como dando tumbos por las compuertas de la
zona gris, intermedia… Recuerda:
en dios confiamos
Playa Cayagua: cuando llegaron, ellos eran los únicos en todo el lugar
(con excepción de la familia López) que tenían su propio quiosco en
la arena y han estado aquí por más de treinta y seis años. El primer
día Mission anduvo en trance, perdido entre tanta belleza, calor y
soledad. Comían galletas y jitomates y compraron cerveza helada con
el señor López. Sus dos hijos, de uno y tres años, nunca antes habían
visto el océano. El ocaso traía un fresco remanso después del calor
intenso del día y de la tensión de conducir por esa carretera angosta
que zigzagueaba por la pendiente montañosa. Alguien aseguraba que
la carretera se contruyó como una ruta de escape para el presidente
que había gobernado el país por casi treinta años, desde comienzos
del siglo, y que unía sus haciendas y bases militares con la costa (el
antiguo centro económico de la colonia, gracias a la exportación de
cacao de las plantaciones esclavistas, pero que ahora se hallaba total-
mente aislado excepto por el delgado listón de este camino proclive a
las avalanchas). La luna, suspendida por un instante sobre los acanti-
lados, era una delgada creciente que apenas dejaba adivinar su forma
esférica. Colgaron sus hamacas entre los cocoteros de la arena. Las
estrellas ardían en el cielo.
El primer auto llegó a las 11:00 de la noche. Luego llegaron más,
ocupando el trecho entre la playa y la selva. Encendieron fogatas que
alimentaban con gasolina: tenían que tener fuego… En la mañana
salieron de sus autos norteamericanos achaparrados, Fords y Chevies;
eran hombres barrigones en shorts y mujeres en biquini con paliacates
en el pelo, como las que salían en los comerciales de cerveza de la te-
levisión del quiosco de los López donde transmitían el concurso Miss
Universo frente a una multitud absorta. Algunos autos se atascaron
en la arena. Era sorprendente constatar cómo sus conductores ge-
nuinamente creían que sus autos podían —y debían— llegar a cual-
quier parte que ellos desearan. En la tarde bajaron a la playa algunas
camionetas: Toyotas y Range-Rovers de doble tracción, camionetas
de la clase media alta, con luminarias de ocho faros instaladas en el
techo, primas hermanas de aquellos Ford Broncos de los escuadrones
de la muerte en El Salvador y Colombia; se instalaron directamente
sobre la arena suelta de la playa. Una gran Range Rover roja pasó a
toda velocidad rozando la línea del agua apenas a un metro de donde
estaban jugando los niños. En la tarde los otros coches se fueron y las
ARTE A LA DERIVA 179
Lustroso y terso.
Impenetrable.
Tan pesado que los barcos crujen y se tambalean.
Y muy caro.
Hablamos del Mármol, un ser imponente ya nomás por su ánimo
franco y directo, moteado de una tortuosa historia: venas que sobre-
salen y se agotan en sinuoso frenesí, tales que, en un día de quietud,
con la oreja pegada a su fría superficie, podría aún revelarte los ru-
gidos de la tierra, su insolente compresión que todo lo retuerce. Sin
embargo, contémplalo ahora en su serenidad: excavado y cincelado,
fresco a la vista y fresco al tacto, liberado de la tierra ardiente y, como
el bronce, ideal para las estatuas.
Un comentario de 1942 reza: “En las plazas hay bustos y estatuas
que lo representan. En los días de agitación, en los días de alarma, en
los días de las grandes resoluciones, en los días de júbilo, la muche-
dumbre se reúne alrededor de su efigie: imagen del padre, rodeado
de amor y la confianza de su descendencia. La mera contemplación
de su estatua parece elevar el espíritu y dignificar el pensamiento de
los hombres”.
El escultor puede adivinar la forma que se esconde bajo el már-
mol; el escultor también crea el molde, a partir de una idea, y en
ella se vierte el bronce fundido. El esfuerzo se queda ahí adentro y
en todo momento se afana por irrumpir a la superficie, como si la
sustancia sustancial acentuara la antítesis de la sublime trascendencia
de una idea a la que la sustancia misma confiere límite y figura. Una
estatua es un sitio para la meditación filosófica, un sitio donde fuerza
e imagen pueden encajar.
La posesión espiritual comparte estas propiedades de la estatua.
La posesión espiritual encarna idea e ideales también, los encajona
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LA FE EN EL MÁRMOL 191
El pasaje que conduce al Arco del Triunfo está delimitado por die-
ciséis estatuas negras, ocho a cada lado y cada una sobre su pedestal
blanco: una por cada general o dirigente militar célebre de las gue-
rras anticoloniales de comienzos del siglo xix.
Entre estas dieciséis estatuas frente al arco del triunfo, sin embar-
go, hay una que no correponde a un oficial del ejército.
De ella sólo se consigna el nombre:
Pedro Camejo.
Y luego, abajo, se puede ver grabado: Negro Primero. Es exactamen-
te la misma figura que aparece, con este nombre o con el nombre
202 LA CORTE DEL LIBERTADOR
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208 EL TEATRO DE LA JUSTICIA DIVINA
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EL ROBO DE LA ESPADA 217
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224 EL TEATRO DE LA JUSTICIA DIVINA
obsesiva. Otras no sólo permiten la ruptura sino son justo eso, testimo-
nios del gasto improductivo, la necesidad del derroche.
¿Qué hay entonces del mundo imaginado que se despliega ante tus
ojos justo en este momento, provocado por mis palabras y mis imá-
genes? ¿Acaso no estamos, en la segura guarida de nuestra lectura,
viendo que nos ven y siendo poseídos, transformados por otros mun-
dos, en camino hacia otros mundos, primero ellos, luego nosotros? ¿Y
no es esto acaso (nuestra presencia, nuestros empujones para entrar,
nuestro testigo, nuestro ser mostrados) la más extraña de todas las
cosas de esta entera extrañeza o, si no eso, al menos el ingrediente
más crucial para la ocurrencia de lo extraño y, por lo tanto —lo que
es lo mismo pero dicho de otro modo—, acaso no estamos haciendo
lo carnal metafórico y la imaginación material, acaso no somos, aquí
y ahora, en nuestra precisa y ocupada corporeidad un arco en el vasto
circuito del intercambio por intensidades diversas, y transmutamos
sustancia y signo mediante un acto de transposición (con todos sus
ensamblajes, divisiones e intermitencias)? ¿Y no es ésta acaso la forma
de este texto que transpone y que tienes en tus manos… “la melo-
día talmúdica con sus preguntas […] una gran rosca, orgullosa en su
totalidad, humilde en sus espirales, desde unos inicios diminutos y
remotos se vuelve hacia el interrogado”?
Hacia el interrogado… esto nos trae de vuelta a la peregrinación
como método que circula entre lo sagrado y lo profano, que no tanto
explica como absorbe el choque de lenta descarga y da figura a las
figuras de otros ritos que oscilan en la desdibujada pero brillante luz
de la transgresión subyugada a la Ley del Padre, un blanco que nunca
se alcanza por la presencia de la madre, perturbadora, inmensa, ta-
chonada de altares centelleantes, portales hacia los secretos envueltos
con nubes que se elevan desde la llanura.
La tarea de una buena parte de la antropología cultural, así como
también de ciertas ramas de la historiografía, ha sido, y continuará
siendo cada vez más, el almacenamiento en la modernidad de esas
que se consideran prácticas premodernas, como la posesión espiri-
tual y la magia, contribuyendo así, para bien o para mal, al repertorio
de literalidades autoritarias y distanciadoras sobre el que se funda
tanto de nuestro lenguaje contemporáneo en su tendencia a conjurar
lo de aquel entonces y lo de más allá con propósitos contemporáneos
si no ya con iluminación profana.
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nota: los títulos añadidos por el traductor que aparecen marcados con asterisco
[*] son versiones canónicas en español, de textos cuyo idioma original no es el inglés, y
que son diferentes de los que se tomaron las citas textuales para la traducción.
[225]
226 BIBLIOGRAFÍA
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230 BIBLIOGRAFÍA
agradecimientos 9
advertencia preliminar 11
primera parte
LA CORTE DE LA REINA DE LOS ESPÍRITUS 13
segunda parte
LA CORTE DEL LIBERTADOR 107
[231]
232 ÍNDICE
tercera parte
EL TEATRO DE LA JUSTICIA DIVINA 205
bibliografía 225