Hazmelo Como Tu Sabes - Amanda Seibiel PDF
Hazmelo Como Tu Sabes - Amanda Seibiel PDF
Hazmelo Como Tu Sabes - Amanda Seibiel PDF
08005 – Barcelona
info@terraignotaediciones.com
ISBN: 978-84-948170-4-5
IBIC: FP FA 2ADS
«La agarró por la cintura y la besó apasionadamente hasta que ella y su cuerpo
cedieron por completo a la pasión que quemaba su interior. George la penetró
allí mismo sin compasión; solo ansiaba poseer el cuerpo que tanto deseaba…»
Cerré el libro de golpe y lo escondí con disimulo debajo del cojín del sofá.
Roberto había llegado antes de tiempo del trabajo y la novela que mi amiga
Nuria me había dejado el día anterior me tenía enganchada. Era la primera vez
que leía algo así.
―¡Cómo me cuidas!
Se acercó y me dio un beso en la frente. Sonreí como una tonta. Estaba
locamente enamorada de mi apuesto marido. Llevábamos diez años casados y
lo quería como el primer día. A su lado, el tiempo volaba. Con decir que nos
casamos con veinte años y ya había pasado una década…
―Cielo, este fin de semana Juan me ha invitado a un coto de caza con unos
colegas suyos. Es en un campo, no muy lejos de aquí.
―¿Y qué hago yo sola en casa todo el fin de semana? ―Me encogí de
hombros.
―¿Es que te parece mal? ¿No quieres que vaya? ―dijo él. Parecía molesto, y
eso que yo en ningún momento le había dicho que no fuese.
―Cariño, no he dicho eso… Claro que puedes ir, solo que no sé qué hacer sin
ti todo el fin de semana.
―Llama a tu amiga Nuria e id a dar una vuelta. Hace siglos que no lo haces.
No te vendría mal cambiar de aires.
Nos conocimos con dieciséis años en el instituto. Yo, en aquella época, era un
auténtico bombón. Delgada, con el pelo ondulado, castaño, los ojos verdes y
un cuerpo de infarto. Algunos años después me había convertido en una maruja
teñida de rubio, con diez kilos de más y el único entretenimiento de hacer
dobladillos y algún pespunte para las vecinas.
En aquel tiempo, Roberto era el chico más popular del instituto, el más guapo.
Se fijó en mí y empezamos a salir. Nos enamoramos tanto que, con veinte
años, nos casamos. No hubo ni embarazo ni historias raras de por medio. Fue
tan solo puro amor.
A sus padres no les hizo mucha gracia, ya que era su único hijo y querían que
terminara los estudios; y eso hizo. Yo no pude continuar con la carrera de
Periodismo porque no podíamos costearla, así que me conformé con un curso
de Corte y Confección y fuimos saliendo adelante. Roberto consiguió aprobar
las oposiciones y obtuvo plaza fija en el instituto, mientras yo me dediqué en
cuerpo y alma a hacerlo feliz.
El rubor me llegaba hasta los pies. Mi amiga estaba como una cabra, pero la
adoraba. Aunque estuviera bien fastidiada, siempre tenía una sonrisa en la
boca y una buena palabra cuando la necesitabas. Nunca estaba de mal humor.
Estar con ella significaba un constante chute de energía positiva.
Nuria gritaba a través del teléfono. Yo tampoco era una experta en hombres,
como mi amiga, así que no podía hablar de lo que desconocía. Únicamente
había estado con Roberto y era de lo que podía opinar.
―Luego hablamos. Vas a despertar a Roberto con tus gritos. Casi me perforas
el tímpano.
Nuria seguía perforándome el tímpano con sus gritos a través del auricular. No
entendía esa actitud tan agresiva.
―Perdona, cielito. Tienes razón. Este finde lo vamos a pasar en grande las
dos. Ya nos llamamos. Un beso.
Como Roberto seguía con su placentera siesta, fui en busca del libro, oculto
bajo el cojín del otro sofá, perpendicular al que ocupaba mi marido, y retomé
la lectura.
«Doris jadeaba con pasión mientras él la penetraba con la dureza del guerrero
que era. George devoraba su boca sin piedad mientras ella se arqueaba
buscando la profundidad de su pene. Su vagina estaba abierta y expuesta para
recibir otra penetración, aún más fuerte, de su rudo amante.
El sudor de los dos olía a puro sexo. Los dos jadeaban excitados por el
momento tan libidinoso que estaban compartiendo.
La poseyó toda la noche de mil y una formas como ella nunca antes había
soñado ni imaginado. Su cuerpo se estremecía con cada embestida».
―Ya lo veo. Voy a darme una ducha. ¿Me sacas la ropa limpia?
Roberto era el típico hombre al que se lo tenías que dar todo hecho. No sabía
ni dónde estaban sus calcetines.
―Tengo el marido más sexi del mundo, normal que me pongas cachonda ―le
dije para provocarle.
―Hazme cosas ―le pedí pensando en el libro. Estaba caliente y solo quería
que me empotrase como había hecho George con Doris.
Mi hermano Antonio, que vivía tres calles más abajo de mi casa, llamó para
preguntarme si podía recoger a mi sobrina Begoña del colegio. Le acababa de
entrar un pedido en la tienda de muebles que regentaba en el pueblo y se le
acumulaba la faena.
―Relájate. Tienes que tomarte las cosas con calma, hermano, te noto alterado.
Se mordió la lengua, aunque era obvio lo que iba a salir de su boca: que su
mujer no pegaba chapa y solo estaba en casa viendo programas de cotilleo.
―Gracias, Lucía.
Antonio era un hombre muy trabajador. A sus cuarenta años estaba hecho una
mierda, arrugado y castigado. Su error fue casarse con mi cuñada María, (alias
la Fregona). No la llamaba así porque fuese muy trabajadora, sino por lo seca
que estaba de la mala hiel que tenía y ese pelo alborotado y pasado de moda.
Su pasión era sacarle la piel a tiras a todo el mundo, dedicándose más a vivir
la vida de los demás que la suya propia. No entendía cómo mi hermano la
soportaba.
Tenían una niña de diez años que era un amor. Begoña era mi única sobrina y
siempre que podía, y mi cuñada lo permitía, me encantaba pasar el tiempo con
ella. Roberto y yo no teníamos hijos. Nos habíamos realizado pruebas y no
había ningún problema, pero la suerte no quería llamar aún a nuestra puerta.
Y todo por aquel libro. El guerrero George seguía muy vivo en mi cabeza. No
volví a abrirlo, pero me tenía enganchada y me hacía sentir viva cada vez que
esas páginas estaban entre mis manos. El guerrero se había colado en mi mente
y no lo podía sacar de allí, así que fui a coger el libro y lo guardé para seguir
leyéndolo más tarde. Me tenía embrujada y era incapaz de deshacerme de él.
***
Llegué media hora antes de la salida para poder ver a Roberto. Estaba en el
patio del instituto, dando su clase. Sudoroso y con el pelo húmedo, algunos
mechones le resbalaban por la cara y él, como si de un anuncio de desodorante
se tratara, se los apartaba con un gesto de la mano. Estaba guapísimo a rabiar
y a mí se me caía la baba cada vez que lo miraba. Entonces, me vio a través de
la valla metálica, me saludó con la mano y me sonrió. Yo le lancé un beso y le
dejé que siguiera con su clase. Luego fui al pabellón de primaria a buscar a mi
sobrina.
La chocolatería de Mercedes era una tienda, bar, súper… Era el Carrefour del
pueblo; tenía de todo. Todas las mamás llevaban a los niños allí a merendar o
a comprar alguna guarrería. Y a los niños les encantaba, claro. Mercedes era
una mujer afable de unos sesenta años. La recordaba de toda la vida. Siempre
estaba impecable, con su pelo rubio, sus ojos azules y sus gafas a la última
moda. Era la tía o la mamá que muchos soñaban tener, siempre dispuesta a
atenderte con una sonrisa. Abría todos los días sin excepción, hasta los
domingos y festivos. Era la mujer más trabajadora que conocía.
La pequeña estaba contenta, ya que era algo que no hacía muy a menudo
porque su madre tenía prisa por llegar a tiempo al cotilleo televisivo.
―Mercedes, pon dos chocolates y esos bollos que tienes ahí ―señalé el
mostrador.
Nos pusimos moradas con el chocolate y los bollos. Estaban de vicio. Seguro
que una lorza más se formaba en mi cintura, pero no lo podía evitar: el
chocolate era mi perdición. Después de merendar llevé a Begoña a casa de mi
hermano y fue mi cuñada quien abrió la puerta.
―Hola, Lucía.
―Adiós, tía.
Begoña me dio un beso y entró cabizbaja y con paso lento, como si fuera hacia
el matadero. Cuando la perdí de vista, miré a María.
***
―Hola, Chochona.
Nuria era tremenda, siempre con esa alegría y desparpajo desbocado. Sonreí
al escucharla.
―Hola, loca.
―¿Seguro?
―¿Lucía? ―insistió.
―Mi cuñada… Hoy he tenido unas palabras con ella. Bueno, mejor dicho,
digamos que me ha puesto fina.
―Pasa de esa bruja, siempre metiéndose en la vida de los demás. Yo se la
tengo jurada también. Se ha dedicado a ponerme a parir por todo el pueblo, la
muy…
―Ya lo sé, pero es que sabe ser tan mala… y lo hace tan bien.
Me mordí el labio con fuerza de la rabia que llevaba. Casi me hice sangre.
―¿Mañana?
La casa tampoco era tan grande. Era un piso de dos habitaciones, y una de
ellas la ocupaba su gimnasio.
―¿Tú?
Me sorprendió muchísimo. En los diez años que llevaba con él jamás le había
visto preparase la ropa y menos un bolso de fin de semana.
Juan tocó el claxon del coche para que Roberto saliera. Me despegué de él y
le di un último beso.
―Yo más.
Se fueron calle abajo y me quedé mirando hasta que mis ojos los perdieron de
vista. Entré en casa y el piso se me hizo enorme sin Roberto. No sabría vivir
sin él.
***
Eran las tres de la tarde y había quedado con Nuria a las ocho. Se pasaría por
casa y se quedaría conmigo hasta el domingo. Ya tenía la casa limpia y la
plancha hecha, así que no sabía en qué invertir el tiempo si no estaba Roberto.
Miré el reloj y vi que eran las siete menos diez de la tarde. Ya casi había
terminado el libro. Me faltaba el final y quería reservármelo porque me daba
una pena horrorosa tener que desprenderme de mi guerrero. El tono de llamada
de mi móvil me hizo regresar de mi nube.
―Hola, cariño. ―Era Roberto―. Perdona que no te haya llamado antes, pero
nos hemos puesto a charlar y aquí no hay cobertura. He tenido que salir fuera
para llamar.
―No te preocupes. Solo decirte que no podré llamarte tan a menudo como
quisiera, por el tema de la cobertura.
―Madre mía. ―Me llevé las manos a la cabeza―. ¡Pero si son las siete!
«―No pienses que te van a venir a rescatar, preciosa ―le decía el cruel
Tyler, que tenía retenida a Doris para poder acceder a George y matarlo.
El odio salía como puñales de los ojos de Doris, directo al corazón de Tyler.
Tyler miraba a Doris con deseo. Deslizó una mano por encima de su hombro y
ella se apartó de él, mirándolo con desprecio.
―No me toques. Me das asco ―le espetó Doris.
Tyler era muy apuesto. Era el guerrero del clan enemigo de George. Tenían una
lucha de poder y de territorio y ahora este, en un intento desesperado, había
recurrido al juego sucio secuestrando al amor de su rival.
―Pues tendrás que matarme primero para poder pasar la noche conmigo.
―No vuelvas a dejarme, nunca ―le dijo George a Doris mientras empezaba a
besarla, recorriendo su cuerpo desnudo.
―Nunca, mi amor.
Doris soltó un gemido de placer. Las lágrimas resbalaban por sus mejillas.
Nuca le había dicho que la amaba. Era una declaración y estaba emocionada.
Estaba enamorada de él desde el primer día en que lo vio y no imaginaba que
el gran guerrero, rudo e impenetrable, ahora fuera suyo de verdad.
Fin».
―¡Qué ilusión me hace pasar el fin de semana contigo! ―exclamó Nuria, que
era pura energía positiva. Al verla ya se me habían pasado todos los males.
―Perdona… Ya sabes cómo soy: una maruja más. Solo me faltan los rulos.
Era una broma, pero ella me miró de arriba abajo e hizo una mueca con la
boca.
Me puse roja como un tomate. Todavía estaba alterada por el efecto del
guerrero.
―Por favor, ¿cuatro olivas y unas patatas? ―la miré incrédula―. Tampoco es
para tanto.
―Tienes que empezar a cuidarte. Eres preciosa, solo que te has dejado un
montón.
―Eso me ha dicho mi cuñada, pero con otras palabras, que soy un adefesio y
que no sabe cómo mi marido se me arrima.
Nuria abrió los ojos como platos. Las mejillas se le encendieron como si
quisieran arder.
La verdad era que estaba hecha unos zorros y me había abandonado por
completo. Era una chica muy apañada y seguía siendo joven, pero aparentaba
mucha más edad de la que en realidad tenía. Sin embargo, oírlo de boca de mi
cuñada, y con esa mala hiel que tenía, hacía que fuera más real y que doliera
aún más.
―¿En serio? Me acabas de matar. ―Se dejó caer en el sofá con los brazos
estirados y la lengua fuera, como si acabara de recibir un disparo.
―¡No te burles!
―Nuria, no te entiendo.
Nuria sacó de su bolso otro libro. Nada más leer el título ya me entró algo por
el cuerpo. Lo que quiero lo consigo.
―Me dio una pena terminarlo… ―suspiró―. Por poco lloro. Creo que me he
enamorado de todos los hombres que aparecen en la novela.
―No te voy a contar nada. Tú lee y ya me dirás. Yo firmaba ahora mismo con
tal de encontrar a un hombre que me follara como cualquiera de los que salen
ahí.
Dio otro sorbo a la copa. Yo también hice lo mismo, más que nada para ver si
con el frío del vino conseguía bajarme un poco los colores.
4
Me dirigí a la puerta para ver quién era. Miré por la mirilla y me sorprendió
ver a mi hermano Antonio. Era preocupante. Abrí la puerta y dije:
Nuria y yo nos miramos sin entender nada, aunque intuíamos lo que había
pasado, sobre todo viviendo con una mujer así.
Antonio entró y vio entonces que no estaba sola. Se quedó cortado al ver que
se trataba de Nuria. Sabía que ella y su mujer se odiaban y la situación le hizo
sentirse incómodo.
―No seas tonto… Eres mi hermano. No tienes que llamar para venir a mi
casa. No te preocupes por ella.
Ya lo había soltado.
Se bebió el vino de un trago y me hizo una señal para que le echara más.
Rellené su copa y, de paso, también las nuestras. Tenía mucha curiosidad por
saber qué lío le había montado mi cuñada.
―Pero, ¿qué ha pasado? ―La curiosidad me mataba.
―Una joven de unos veinte años vino a comprar una almohada. Yo estaba en
la oficina y la dependienta, como siempre, no estaba. Por lo visto había salido
a tomar un café. Total, que la atendí yo.
Antonio se echó una mano a la cabeza mientras con la otra apuraba la segunda
copa de vino. Yo tuve que darle otro sorbo al imaginar la cara de mi cuñada al
toparse con mi hermano y una veinteañera en sus brazos.
―No es tan sencillo. La niñata, como tú dices, era un bombón que llevaba la
ropa necesaria para tapar lo justo. Cuando se cayó, el top se le deslizó y un
pecho quedó al aire… Nuria, estoy casado, pero no capado, y soy un hombre.
Evidentemente, los ojos se me fueron para donde tenían que ir.
―Joder…
―No tengo ni idea. ―Antonio negó con la cabeza―. Ya sabéis que yo, a esta
generación de ahora, no la conozco, pero mi mujer sí.
―Empezó a llamarle ramera, suelta…; le dijo que era como su madre, que iba
detrás de los hombres mayores, que ella la conocía bien. Y añadió que si no
tenía bastante con Juan para, encima, venir a robarle el marido. María le
dirigía toda clase de insultos que yo no podía soportar, porque la chica no
había hecho nada. Así que le grité y le dije que se callara la boca.
―Sí, hermana. Se puso hecha unos cirios y tuve que largarme porque no se
cortó ni media delante de esa cría. Me llamó de todo: adúltero, viejo verde,
pederasta… Imagínate.
Miré a Nuria, que estaba como ausente. Algo de lo que había dicho mi
hermano le dio que pensar.
―Me he quedado pillada con una cosa que ha dicho tu hermano. No tiene nada
que ver con su bronca; luego te lo comento. Ahora vamos a intentar solucionar
esto, si se puede.
―Poca solución tiene ―admitió Antonio resignado―. María es muy terca y
no atiende a razones. Cuando se le pone algo entre ceja y ceja no hay quien la
mueva de ahí.
―¿Y si intentas hablar con ella mañana? Quizá se le pase esta noche y
recapacite.
Sabía que eso no iba a ser así, pero tenía que intentar animar a mi hermano de
alguna manera.
Minutos después, Antonio se quedó dormido en el sofá. Lo tapé con una manta
y le quité los zapatos. Sin duda, el vino había hecho mella. Nuria y yo fuimos a
mi habitación.
―Ya ves, está hecho una mierda. Yo, en su lugar, me iría a celebrarlo.
―Oye ―dijo Nuria―, ¿te has dado cuenta de lo que comentó tu cuñada sobre
la chica? ¿Eso de que no tenía bastante con Juan para ir también a por tu
hermano?
―Golfilla ―corregí.
Nuria se casó, como yo, siendo muy joven. Estaba enamorada y era una mujer
de su casa. Su marido también era un chico del pueblo, Benito. Él trabajaba en
la ciudad y venía los fines de semana. Un día, Nuria decidió darle una
sorpresa y se presentó en el piso que tenía alquilado con otro compañero de
trabajo. Pero, cuando llegó, la sorpresa se la llevó ella: Benito estaba
viviendo con otra mujer.
―¿Estás de coña?
―Te dije que eres preciosa, solo que te has dejado. Tú eres mejor que yo,
solo que no lo ves. Empieza a valorarte. Y, respecto al tipazo, es cuestión de
dieta y de ejercicio, Chochona.
***
Eran las tres de la madrugada cuando sonó el teléfono de casa. Me asusté por
las horas tardías. Nuria también se alarmó. Descolgué y escuché a la Fregona
enfurecida.
Mi cuñada chillaba como una posesa, totalmente fuera de sí. Nuria estaba a mi
lado y también la oía perfectamente.
―María, cálmate.
―¿Que me calme? ¿Que me calme? ―repetía como una loca, sin atender a
razones.
Colgué el teléfono con tan mal humor, que por poco lo parto en dos. Nuria me
miraba sonriendo, haciendo palmitas con las manos.
―¿Se puede? ―Mi hermano asomó la cabeza por la puerta del dormitorio.
Sin duda, se había despertado con el teléfono y las voces.
―Nada, ha llamado hecha una furia. Pretendía darme un repaso por darte
cobijo.
Mi hermano me miró con los ojos muy abiertos, avergonzado.
―No seas como mamá, no sigas por ahí. Yo veré lo que hago con mi vida. A
mi mujer la manejo yo.
Me pegó un corte del copón. Ya no volvería a decirle nada más. Que hiciera lo
que quisiera, pero que luego no viniera a llorarme.
―Encima de puta, pones la cama ―escupió toda indignada con las manos en
la cintura.
―¿De verdad me ha dicho eso?
Estaba claro que, por ayudar, la que había salido perjudicada era yo. Por lo
visto, no se podía fiar una ni de su propia sangre. La Fregona estaría feliz,
encantada con la humillación que acababa de recibir por parte de mi hermano.
Solo de pensarlo me ponía enferma. Me la imaginaba riéndose de mí,
contándoselo a todo el pueblo: el poder que tenía sobre mi hermano y lo
mierda que era yo. Solo de imaginarlo me estaba poniendo enferma. Me hervía
la sangre de rabia e impotencia cuando pensaba que, de nuevo, ella había
ganado la batalla.
El domingo nos levantamos tarde y comimos fuera del pueblo. Hacía un día
maravilloso y me apetecía despejar la cabeza por lo ocurrido la noche
anterior. Nuria llevaba sus vaqueros márcalo-todo y una camisa de gasa negra
que le transparentaba un sujetador de encaje del mismo color. Un chico que
iba en bicicleta casi se la pega contra un árbol al girarse para mirarla. Nos
partimos de risa. Yo llevaba mis vaqueros rectos, acompañados de una
camiseta suelta de color verde. Nuria lucía sus zapatos de tacón de vértigo y
yo mis cómodas Nike.
―¿Te has fijado en cómo nos miran aquellos dos de allí? ―comentó Nuria,
señalando con la cabeza hacia la mesa que estaba al final de la cafetería, cerca
del estanque.
Nuria sacó del bolso la barra de brillo y se la pasó insinuantemente por los
labios mirando hacia ellos.
El coqueteo era tan descarado que me ruboricé. Los dos hombres eran muy
atractivos y nos miraban fijamente. Bueno, más bien miraban a mi amiga.
―Te están comiendo con la mirada. Vámonos ―le pedí toda avergonzada.
El más alto tenía el pelo oscuro y ondulado. Parecía tener buen tipo y, aunque
no le veía los ojos porque estaban lejos, hubiera jurado que eran claros. El
que miraba a Nuria era rubio, con el pelo liso y un pelín más bajo. Tenía la
barba rubia y sus ojos también parecían claros. Los dos se veían impecables.
Tendrían unos treinta y cinco años, quizá alguno más. El de la barba se levantó
y vino hacia nuestra mesa, lo que hizo que me pusiera muy nerviosa.
Pero antes de que pudiera darme cuenta el rubiales ya estaba de pie junto a
nuestra mesa.
Nos había hechizado. Al oír su nombre nos metimos de cabeza en el libro del
guerrero.
―Sentaos, por favor ―les invitó Nuria, que no le quitaba la vista de encima a
George.
―Nunca os hemos visto por aquí, ¿no? ―observó el rubiales.
―Nada, una loca que le quiere vender fregonas. Está pirada. Mira, la llama
incluso los domingos.
Las salidas de Nuria me dejaban sin habla. Tenía respuesta para todo. Silencié
el móvil y lo metí en el bolso. Al ratito vibró. Sería un mensaje. Miré lo que
ponía; era de mi cuñada.
Me quedé sin habla. Mi cara era un poema y estaba paralizada. Nuria se dio
cuenta y me quitó el móvil de la mano para leer el mensaje. Se puso a mirar de
un lado a otro para intentar descubrir quién nos había visto. Empecé a
imaginarme a la bruja de la Fregona mirándonos desde unos prismáticos
encima de su escoba o bien desde su bola de cristal.
―Será…
―Déjala, está como una cabra. Es peor que la CIA ―dije yo, todavía tocada.
―¿Estás bien? ―preguntó Ben al verme la cara de disgusto.
―Sí. Pero es que tengo una conocida a la que le da por amargarme la vida
últimamente; y no me da cancha.
―Lucía, por favor… ―suplicaba Nuria con la mirada. Ella estaba encelada
con George y era una faena dejarla sola.
―¿De verdad tienes que irte? ―soltó Ben de pronto. Esa pregunta me
sorprendió. No sé qué vio en mí (si es que había visto algo), pero supuse que
no quería quedarse de carabina y yo era entonces su única opción.
―Lo siento, Ben. Ha sido un placer conoceros, pero en otra ocasión… tal vez.
―Eso espero.
Me dio dos besos para despedirse de mí. Olía a las mil maravillas. Daban
ganas de comérselo. Yo amaba con locura a Roberto, pero Ben representaba la
tentación pecaminosa con traje. Me aparté de él como si fuera una enfermad
contagiosa y fui en busca de mi taxi. Nuria corrió detrás de mí.
Me desarmó. Sonreí.
―Eres una canalla. Pero me tengo que ir. Roberto no tardará y ahora, encima,
el lío de la Fregona… Iré mirando al cielo a ver si la veo por ahí, en su
escoba de bruja.
Las dos nos reímos imaginando la situación, que, por otro lado, conociendo a
mi cuñada, no sonaba para nada descabellada.
***
Acababan de llamar al timbre. Era Silvia, que venía a buscarme. Era la hora
de salir para el aeropuerto y sentí que me daría un parraque de un momento a
otro. Mientras bajaba por el ascensor, repasé en mi cabeza todas las listas que
había ido haciendo para que no se me olvidara nada.
―Verónica, ¿lo llevas todo? ―me dijo Silvia―. No te olvides del pasaporte
y de los tangas que compramos el otro día…
Mi amiga comentó esto último con cara descarada y soltando una sonora
carcajada.
―No me agobies ahora y vámonos, que para tonterías estoy yo ―le contesté,
metiéndole prisa con las maletas―. Lo único que quiero es tomarme cuatro
biodraminas y despertarme en Cancún. Estoy acojonada.
Al principio pensé que estaba soñando, pero entonces abrí los ojos como
platos cuando empezó a coger ritmo y fuerza. Me dio media vuelta y me dejó
boca abajo, con todo su peso encima de mí. Me estaba besando el hombro, la
nuca y el cuello. Me había inmovilizado las manos. Me tenía bien sujeta por
las muñecas y apenas podía moverme».
Estaba sudando y me quemaba la piel. Tenía una presión en la entrepierna y no
era precisamente porque tuviera ganas de orinar. Estaba muy caliente;
necesitaba desahogarme.
―¿Dónde estás Roberto? Ahora que te necesito más que nunca ―grité
desesperada.
6
Me apartó con suavidad para poder dejar la bolsa que traía y quitarse la
chaqueta de cuero. Yo lo miré; estaba guapísimo.
―No me pasa nada, amor. Tan solo estoy agotado por el viaje. Juan me ha
matado el fin de semana.
―Nena, estoy reventado. Déjame descansar hoy. Mañana lo que quieras, pero
ahora necesito una ducha y dormir.
Mi gozo en un pozo. Se me había ido el alma a los pies. Estaba caliente como
una plancha y mi marido no cumplía con sus deberes conyugales. ¡Menuda
mierda! Cogí el bolso con su ropa para lavar, pues no tenía otra cosa mejor
que hacer. Además, puede que si me ponía con las labores domésticas, quizá
lograra apartar de mi cabeza a Marco. Menudos días llevaba: primero un
guerrero y ahora un italiano.
***
A la mañana siguiente, cuando desperté, Roberto ya se había ido. Había
dejado una nota en la que ponía:
«No he querido despertarte. Tengo que preparar las pruebas para unos
exámenes. Hoy no vendré a comer. Estás muy guapa cuando duermes. Te
quiero.
Roberto».
Sonreí al ver la nota. Estaba claro que lo del día anterior había sido solo una
paranoia mía. Porque si tu marido te engaña no se preocupa en dejarte una nota
así, ¿verdad? Minutos después, cuando desayunaba, alguien llamó
insistentemente a la puerta.
En cuanto abrí la puerta, Nuria entró corriendo. Llevaba la misma ropa que el
día anterior y traía una sonrisa de oreja a oreja.
―Necesito un café ―me pidió―. Chochona, ¡qué noche! Te tengo que contar
un montón de cosas.
Se dejó caer en el sofá y comenzó a abanicarse sus partes con una revista de
deportes de mi marido. Yo la miraba con un poco de envidia, y más después
de la calentura con la que yo había tenido que acostarme.
―Ya te dije que perdí mucho tiempo con el imbécil de Benito. Ahora tengo
que recuperar todo lo atrasado.
―Cuenta.
Me sonrojé.
Pero, claro, entre la novela erótica y el calentón con el que me había quedado
por la noche, algo estaba cambiando en mí. Estaba resucitando sexualmente y
sí, quería saber más.
―Antes de nada, tienes que saber que Ben me estuvo preguntando por ti.
―Sí. Yo no le he dicho que estás casada, porque nunca se sabe, pero tiene un
gran interés en volver a verte. Los dos son ingleses, pero llevan más de diez
años en España.
―¿No tienes miedo a que te tome por una facilona y pase luego de ti? ―le
pregunté sin malicia alguna. Era solo preocupación por mi amiga.
―No, cielo, lo tengo asumido. Los hombres pueden follarse a mil mujeres y
son muy machos. Pero si lo hacemos nosotras, somos unas golfas. Yo soy una
mujer libre y no le debo explicaciones a nadie, así que, con mi cuerpo y con
mi vida, hago lo que me plazca mientras no le haga daño a nadie, ¿no?
En eso había que darle la razón a Nuria. Me habría gustado ser más como ella.
Yo estaba casada y era fiel, pero, de haber estado también en su lugar, hubiera
hecho lo mismo, y más en ese momento, con la libido de vuelta a mi vida.
―Pues sí.
―No seas tonta, que tampoco soy una monja. Que esté casada no significa que
no entienda esas cosas ―le aclaré―. No estoy de acuerdo con ese machismo,
pero yo soy así porque me gusta, no porque nadie me obligue.
―Bueno, que me desvías del tema. Lo hicimos en la ducha, en el salón, en la
cama y, esta mañana, en la cocina. Tengo agujetas por todo el cuerpo. Tiene un
rabo así de grande.
―¿Qué piensas?
―Es peor. Encima, ayer llegó Roberto y yo estaba muy caliente, pero me dejó
a dos velas porque estaba cansado.
Nuria puso cara de asombro y torció la boca. El gesto que hizo no me gustó
nada.
―Tía, eso no se hace. Un hombre siempre tiene que estar dispuesto. Para que
luego nos critiquen a nosotras de si nos duele la cabeza o estamos con la
regla…
―Esto… es…
―Sí.
―¡Joder! ―exclamó.
Puse cara de horror solo de pensarlo. Recordé que aún no le había contestado
al mensaje, ni pensaba hacerlo.
―Calla, loca.
―Y si fuera suyo, ¿piensas que me iba a decir: «Cariño, sí, es mío, vengo de
follar con otra»?
―Buena opción. Bueno, te dejo. Voy a pasarme por casa para cambiarme, que
he quedado a comer con George.
―¿En serio?
Me dio un abrazo y se fue. Yo me quedé allí. Como cada día, me puse con las
tareas de la casa.
***
Empecé a leer y devoré las páginas con ansia. Era una historia con suspense y
con un nivel máximo de erotismo. Lo tenía todo, vaya. Cuando se acercaba
otra escena de sexo, notaba cómo empezaba a excitarme. Mi corazón se
aceleraba porque sentía que la protagonista era yo y que todas aquellas cosas
me las iban a hacer a mí…
Con los pantalones por las rodillas, me levantó en el aire y me la clavó allí
mismo. Empezó a embestirme contra la pared del ascensor, sin reprimir su
deseo. Me empalaba una y otra vez y yo estaba que chorreaba. Mi vagina lo
recibía con deleite y mi boca lo devoraba con ansia. Parecíamos dos
adolescentes que lo hacían por primera vez, pero en versión porno y dura.
¡Cómo follaba!
―No pares, no pares ―le susurré al oído. Eso lo enloqueció todavía más.
Pulsó el botón de parada del ascensor. Empezó a sonar una alarma y yo ni la
oía; mi atención estaba en Marco y en la maravillosa follada que me estaba
dando. Yo jadeaba y él me follaba…»
Madre mía, no podía seguir así. Si continuaba leyendo aquello mis bragas iban
a incendiarse y me ocasionarían quemaduras de primer grado en todo el
chichi. Ese Marco era una bestia follando… Yo deseaba ser como Verónica:
tener a un hombre loco por mí que me hiciera sentir esas cosas a todas horas y
por todos los lugares de la casa. Nuria se había leído el libro y le había salido
uno, así que ¿por qué no? Mi mente se fue de inmediato hacia Ben. Pensándolo
un poco, era alto y moreno como Marco, pero él tenía los ojos claros y era
inglés. ¡Mierda, ya estaba fantaseando con otro hombre! Me disponía a darme
una ducha para quitarme el pijama, roñoso por haber estado limpiando la casa,
cuando oí vibrar el móvil encima de la mesita de noche, todavía en silencio.
Era Roberto.
―Hola, cariño. Qué raro que llames a la hora de comer.
Pero él no dijo nada. Al otro lado de la línea se oían voces de fondo. Estaban
en algún sitio público. Entonces, escuché la voz de mi marido.
―No me acaricies ―le oí decir―. Aquí nos pueden ver; tenemos que ser más
discretos. Debería haber ido a comer a casa.
Otro bofetón. Había estado el fin de semana cazando otra clase de conejos, el
muy…
Me escondí en la ducha para llorar. Solo quería morirme. De hecho, esa era la
única idea que se me cruzaba por la cabeza. Sin mi marido, nada tenía sentido.
Ya nunca tendría hijos, ya nunca volvería a hacer el amor con él, ni le lavaría
la ropa. Todas esas pequeñas cosas del día a día acababan en ese instante.
Apagué el teléfono y me tragué todas las pastillas que pude. No quería sentir
dolor. Era débil y no estaba preparada para afrontarlo. Imaginaba a la Fregona
regodeándose de mi desgracia y haciendo leña del árbol caído. Fue lo último
que pensé y dejé que las pastillas hicieran el resto…
7
Desperté en el hospital con un tubo metido por la nariz y una bolsa de suero
conectada a la vena. Estaba en una sala de recuperación y hacía muchísimo
frío. Mis dientes empezaron a castañetear. Una enfermera apareció a mi lado y
me tomó la temperatura. Yo no podía hablar porque aquel tubo cruzaba
también mi garganta. Quise quitármelo, pero la enfermera lo impidió.
―Tranquila ―me dijo―. La hemos cogido por los pelos. Ya puede darle
gracias a su amiga.
La miré y le hice señas para que me quitara aquel maldito tubo de la garganta.
―Déjame con ella ―le pidió Ben al otro médico, que desapareció con la
enfermera.
―Lucía, te hemos salvado por muy poco. Podrías haber muerto… Lo que has
hecho ha sido una barbaridad.
―Nuria y George te han traído por urgencias a la clínica privada. Nadie sabe
lo que te ha ocurrido, ni siquiera tu marido. Puedes quedarte tranquila.
―¿Tú crees que me importan los comentarios de la gente? ―dije con la voz
ronca―. Ha sido un error traerme aquí; teníais que haberme dejado morir.
―¿Oyes lo que estás diciendo? ¿Crees que eres la primera mujer a la que
engañan? Mientras tú te quieres morir, seguro que tu marido sigue tirándose a
la otra, ajeno a todo esto. ¿Crees que vale la pena?
Sus palabras eran duras, directas, sin piedad, pero también eran verdades
como puños.
Ben dio media vuelta y salió de la habitación. Entonces entró Nuria, con
lágrimas en los ojos. Fue corriendo a abrazarme.
―Chochona…
Es lo único que me salía, los únicos sentimientos que podía poner en palabras.
―Sé cómo te sientes. Recuerda que pasé por lo mismo. No le des el gusto.
Ahora tienes que ser más fuerte que nunca. No puedes venirte abajo, preciosa.
Me sentía morir lentamente. Era una agonía que dolía más que cualquier dolor
físico imaginable. No había medicamento que calmara el sufrimiento que
estaba sintiendo.
―Con tiempo y mucho odio, pero eso te hará fuerte ―contestó Nuria,
cogiéndome de la mano y mirándome a los ojos.
―Pero yo le quiero…
***
Mi amiga estaba muy preocupada por mí, pero yo no podía evitar esa
negatividad y la depresión en la que me había sumergido de lleno. Cuando
cerraba los párpados, la imagen de Roberto retozando con otra mujer, riéndose
los dos de mi desgracia, acudía a mi mente.
Nuria vino a verme como todos los días. Ella era mi madre, mi amiga, mi
hermana, mi todo…
―No vas a morirte. Vas a recuperarte. Lo que tienes que hacer es empezar a
comer y ponerte fuerte. Van a darte medicación y vendrá la psicóloga una vez
por semana.
―No ―repetí.
―Sí…
―Tenía que contártelo. Roberto ya sabe que tú lo has descubierto. Hablé con
él y no creas que le ha importado mucho. Lo noté hasta aliviado.
―Ni de coña. Tú no vas a dar pena a nadie. Le he dicho que te habías largado,
que no te buscara y que ya recibiría los papeles del divorcio. Ah, y que se
quedara con tu ropa vieja por si aquella muchacha quería vestir bien.
La miré alucinada. Todo ocurría tan deprisa que no podía asimilarlo. Estaba
viviendo una terrible pesadilla. Y me eché a llorar de nuevo.
―Yo te voy a ayudar, no estás sola ―me consoló mi amiga―. Ese cabrón
pagará por esto, te lo juro.
Las lágrimas inundaban de nuevo mi cara y las sábanas. Todo era un manantial
de sollozos y amargura.
―No vas a volver a pisar el pueblo. No antes de que estés preparada. Pero
todo a su tiempo, cielo, todo a su tiempo.
―Ahora todo se te hace grande, pero pasará. Hay mucha gente que se
preocupa por ti, ¿sabes? Ben apenas te conoce y está pendiente de ti a todas
horas, igual que George.
―Lucía, Ben y George estaban conmigo cuando hiciste aquella burrada. Ben
reaccionó al instante y te trajo volando a la clínica. Te salvó la vida. ¿Por qué
crees que estamos aquí y no en el hospital comarcal?
―Todo pasará.
Había pasado una semana desde aquel fatídico día. Estaba en cama, en el
apartamento que había alquilado Nuria, pero nada había cambiado. Yo seguía
sin comer, llorando todo el día e intentando matar las horas metida entre las
sábanas. Mi único paseo diario era de la cama al cuarto de baño. Si me
hubieran puesto una sonda, me habrían hecho casi feliz.
Como cada día, Ben venía a ver cómo me encontraba. Pero no me sacaba
ninguna palabra. Desde mi habitación, y ya que el piso era pequeño y con
paredes de papel, podía escucharlos hablar perfectamente.
―No, quédate por favor. No sé si podré salir de este bache, que para mí es un
socavón enorme que me está costando la vida, pero no puedo enterraros a
todos conmigo. Intento pensar en positivo y ver las cosas de otra manera, pero
me resulta muy difícil. Nunca antes había sentido algo tan desagradable. Es
una sensación que no se la deseo a nadie…
―Cielo, se pasará.
Ambos se miraron. Estaba claro que no había una respuesta científica para esa
pregunta.
―Me voy a ir a casa de mis padres hasta que se me pase esto; si es que ese
día llega… Necesito estar con mi madre. No puedo arrastraros a todos
conmigo. Además, poner distancia de por medio me vendrá bien.
Mis padres vivían a setecientos kilómetros del pueblo. Era una tirada lo
suficientemente larga como para que alguien se lo pensara dos veces si quería
dar por saco. Además, vivían en una gran ciudad y allí pasaría inadvertida.
Estaba hasta el moño de los pueblos pequeños.
―No, tú ahora empiezas algo con George y te quedas aquí. Si queréis podéis
venir a verme más adelante, pero ahora necesito reflexionar.
―¿Mamá?
Tuve que contarle a mi madre todo lo ocurrido. Sin eludir nada de nada. Al
terminar, mi madre se quedó muda y luego se echó a llorar. Me regañó, me
perdonó y, como buena madre, dijo que regresara a casa con ella para poder
cuidarme. Le respondí que no tardaría mucho y que fuera preparando mi
habitación, pero que no le hablara a nadie de que iba a la ciudad.
Tras hablar con mi madre me quedé más aliviada. Fue como quitarme un peso
de encima. Hacía tiempo que no los veía y un atisbo de alegría e ilusión
asomaban por mi mente, lo que consiguió animarme.
―Así es.
―Qué mala pécora sin piedad. A esa mujer no la tocan ni los rayos; la
repelen.
―Es tan mala que, si se muerde la lengua, se envenena con su propio veneno.
―Tiene gracia la cosa, que sea la víbora esa quien consiga arrancarte una
sonrisa.
***
El pobre no sabía qué decirme, así que vino hacia mí y me abrazó muy fuerte.
Me supo a gloria.
Se acercó a Nuria y le dio un achuchón, que fue respondido con una sonrisa
por parte de ella.
―Encantada de volver a verlo, señor Ramón.
―De señor nada. Llámame de tú, que no soy tan viejo y todavía estoy de buen
ver.
Estaba claro que mi padre no quería hablar del tema. Lo entendí: para él, eso
era un asunto de mujeres.
Aunque vivían en una ciudad, tenían una casa de planta baja con un pequeño
jardín y piscina. La habían adquirido hacía muchos años y había supuesto toda
una oportunidad. Se trataba de una casa vieja que mi padre fue reformando
hasta transformarla en una preciosidad de cuatro habitaciones. La piscina no
era demasiado grande, pero seguía siendo un lujo vivir sin nadie pegado a ti,
sobre todo en medio de una ciudad. Cuando llegamos a casa mi madre salió a
recibirnos con los brazos abiertos.
―Lucía, cariño…
―Mamá…
Me eché a llorar nada más verla. Ella me arropó entre sus brazos.
―¿Qué vas a sentir tú? ―me riñó ella―. El que lo va sentir es el imbécil de
tu marido. No sabe con quién se ha metido.
―Diga que sí, señora ―comentó Nuria, echando más leña al fuego.
Le guiñé un ojo.
―Ahora ya sé que no. Pero quizá más adelante sí. Hazme caso: quédatelo y
recupérate.
―Eso espero.
Mi madre no iba a dejar que se fuera tan fácilmente, pues tenía que averiguar
hasta el último detalle de lo que me había sucedido. Solo tenía la información
de la Fregona y lo que yo le conté por teléfono y no era una mujer que se
conformara con saber las cosas a medias; ella tenía que conocer cualquier
detalle para actuar después con todas las consecuencias.
***
―Hola, Lucía ―me saludó George, tan guapo y correcto como siempre―.
Ben te manda recuerdos.
―No me mientas, Nuria. Dijiste que no me ocultarías nada. ¿Tiene que ver
con Roberto?
Otra vez ese cruce de miradas rápidas entre los dos.
Nuria miraba a George como pidiendo auxilio, pero este le hizo un gesto y
asintió con la cabeza.
―¡Mamááá…!
―Lucía, por Dios. Cálmate ―decía Nuria, que iba con George detrás de mí.
Mi madre me dio un abrazo tan fuerte que casi me parte las costillas. Me besó
la frente y fue corriendo a por el teléfono. Nuria y George me miraban con los
ojos como platos. Les dediqué una sonrisa sincera; hacía tiempo que no me
nacía. Y ya iban dos.
―Gracias.
―Mírame bien, Nuria, porque hoy es el último día que verás a esta mujer. Ya
nunca volveré a ser la misma. A partir de hoy nace una nueva Lucía. Gracias,
porque tenías razón. Me faltaba sentir algo más fuerte que el dolor e incluso
que el amor. Hoy, por fin, lo he conseguido.
Mi amiga meneó la cabeza hacia los lados, tal vez tratando de entender ese
súbito cambio de actitud.
―Chochona, tú no eres así ―su voz era suave, me miraba como a una extraña.
La miré a los ojos. Hacía tiempo que no me sentía tan segura de mí misma. La
cogí de las dos manos y le dije:
―Cierto, te lo dije…
No sabía qué impresión les daría a ellos, pero a mí me encantaba sentirme así,
más que nada porque parecía que la puñetera agonía comenzaba a menguar. Si
me alimentaba de ese odio, el dolor disminuía. Y eso me hizo sentir
terriblemente bien.
Tal como le pedí, mi madre quedó con aquel abogado. Me tuve que poner un
chándal, ya que la ropa que había traído me quedaba grande. Aunque no me
había pesado, los michelines que llevaba adosados durante siglos habían
desaparecido casi por completo. Ya se sabe: «no hay mal que por bien no
venga».
El hombre tendría unos cincuenta años y era bien parecido, con el pelo muy
blanco y los ojos pequeños y castaños. Le daba un aire a Richard Gere. Se
levantó y me apretó la mano con firmeza.
Mi madre se puso colorada. Nunca la había visto así. Ricardo empezaba bien.
Y me cayó genial. Era un tipo legal, no había gestionado nada sin mi
autorización. Si hubiera sido por mi madre, habría estado divorciada hacía
mucho tiempo.
―Un placer.
―Para nada. ¡Ojalá estuviera divorciada de ese imbécil! Ricardo tenía que
haberte hecho caso a ti. Se habría ahorrado un viaje…
***
Siempre tenía una sonrisa en la cara y hacía que todos los males se esfumasen
de mi cabeza. Era la alegría personificada.
Cerré el libro y me puse el chándal, que era lo único decente que podía
acoplarme, cogí el bolso y le pedí las llaves del coche a mi padre.
A mi padre le costó dejarme las llaves de su Seat Ibiza, pero al final las soltó.
―Gracias, papá.
Ya era hora de tomar las riendas de mi vida, aunque fuera dando pasitos
pequeñitos.
***
Lo primero que hice fue ir a la peluquería. Mi pelo dejaba mucho que desear.
De haber seguido así podría haberle robado el puesto a la Fregona.
Fui a la peluquería de Sol, que era donde solía ir mi madre. Tenía unas manos
fantásticas. Cuando entré no me reconoció. Claro que hacía dos años, por lo
menos, que no la veía.
Sol era una mujer un poco más joven que mi madre, bajita, morena, guapa y
muy elegante. Tenía un gusto exquisito para la peluquería y sabía que ir a ella
era un acierto.
―¿En qué puedo ayudarla? ―preguntó mirándome como a un bicho raro. Y no
era de extrañar, dadas mis pintas y esa raíz de cuatro dedos que tenía en mi
pelo estropajoso.
Se puso las gafas que llevaba colgando del cuello y me volvió a mirar, esa vez
con más detenimiento.
―¡Por Dios! ¿Qué te ha pasado? Estás en los huesos. Y esos pelos que me
llevas…
―Mujer, es difícil, pero no hay nada imposible. Anda, ven aquí, que hace un
siglo que no te veo.
―Quiero ponérmelo de mi color. Estoy harta del rubio asqueroso que llevo.
Puso a una chica a trabajar con mis manos. Mientras tanto, mis pies eran
puestos a remojo en un aparatito que me iba dando un masaje vibratorio.
Me sentía como una marquesa. Sol tenía una labor ardua con mi pelo. Después
del tinte me aplicó una serie de bálsamos para intentar suavizar y regenerar el
mal aspecto de mi pelo. Estuve una hora con la cabeza debajo de un aparato de
calor para intensificar su efecto. Yo disfrutaba de cada cosa que me hacían.
Mis manos habían quedado preciosas y era el momento de mis pies, que
estaban ásperos y descuidados, con durezas asomando por todas partes. La
muchacha me pasaba un torno para quitar toda aquella cantidad de piel
sobrante. Seguro que calzaría un número menos de pie. Y eso me hizo sonreír.
―Nunca me la he hecho…
―Ahora me explico.
Por fin, la chica, después de una larga y dura pelea con mis pies, terminó. Los
miré y quedé encantada. Estaban suaves, finos, elegantes, con la misma
manicura francesa que las manos.
―¿Te gusta cómo han quedado? ―me preguntó la muchacha, aún sudorosa,
poniéndose de pie.
Los asientos eran de color rojo y las paredes de la peluquería estaban pintadas
con imágenes llamativas de peines, pelucas, siluetas de mujer… Todas las
pinturas eran de color rojo sobre un fondo gris clarito y llamaban la atención
por su originalidad. Me acomodé y me puse frente al espejo en forma de hoja.
Me miré al espejo.
Tenía una destreza con las tijeras y con el peine que más bien parecían una
prolongación de sus manos. Yo cerré los ojos y me relajé. Sobre mi cabeza,
sus manos eran puro relax. Me movía para un lado, luego para el otro.
Mientras, ella tarareaba algo entre dientes que me adormecía aún más.
Después vino el aire caliente del secador, los suaves tirones del cepillo sobre
mi pelo… Era un auténtico momento de dicha que bien valía lo que me
cobrasen y más. ¿Cómo me había perdido todo esto durante años? Mi madre
venía todas las semanas y, por diez euros, salía hecha un figurín. A mí me
saldría más caro, seguro, después de tantos años acumulados de dejadez que
no tenían justificación alguna. El odio volvió a invadirme.
Abrí los ojos de golpe. Cuando me vi en el espejo, no reconocí a aquella
imagen reflejada de mi persona.
―Ha costado, pero estás preciosa. Te has sacado varios años de encima
―sonrió Sol satisfecha. Y luego añadió―: Y al gato también.
No podía articular palabra. Me incliné hacia delante para verme más de cerca.
No podía creer lo que veía. Me había peinado el pelo liso, que ahora estaba
castaño oscuro y brillante. Volvía a ser una chica joven y atractiva. Y no pude
evitarlo: me eché a llorar.
―Mi niña, no digas eso… Eres una mujer preciosa. Solo había que arreglar el
desastre que llevabas. Pero el mérito es tuyo. Ahora lo que necesitas es
quitarte lo que llevas puesto, que no combina con lo que te he hecho.
Me sacudió el chándal, que bailó por todo mi cuerpo. Me reí, secándome las
lágrimas.
Le pagué. Dejé también una buena propina, que se habían ganado con creces, y
salí de la peluquería con más confianza y más segura de mí misma.
Entré en casa cargada de bolsas. De la primera tienda ya salí con unos pitillos
como los que usaba Nuria y una camiseta azul de efecto desgastado que me
caía sobre un hombro. Para los pies, unas sandalias de cuña de color blanco
que me estilizaban, haciéndome parecer más alta y que, además, me permitían
lucir la pedicura.
Me topé con mi madre en el salón. Iba con la colada en las manos y, en cuanto
me vio, todo se le fue al suelo.
Dejé las bolsas en el suelo y di un giro sobre mí misma para que me viera
mejor. Mi madre se llevó las dos manos a la boca, mostrando su asombro.
No hacía más que repetir eso mientras me despachurraba entre sus abrazos.
―Ha salido a dar una clase. Por cierto, ha llamado Nuria. Te has dejado el
móvil…
Había salido con tanta prisa que ni me percaté de que no llevaba el teléfono
encima.
―Ahora la llamaré. Voy arriba. Y así aprovecho para descansar los pies,
porque estoy agotada.
Mi madre se puso a recoger del suelo la colada. Quise ayudarla, pero me instó
a que fuera a mi habitación. Estaba emocionada y feliz por mi cambio y por mi
progreso. Cogí las bolsas y me metí en la habitación a ordenar mis nuevos
modelitos. Ya llamaría luego a Nuria.
Puse toda la ropa encima de la cama. La verdad era que había comprado de
todo y a buen precio. Tenía un par de vaqueros «levanta culos», un par de
vestidos para salir de noche, varias camisetas de diversos tipos, juveniles y
modernas, y también falditas, vestidos cómodos y algunas prendas variadas.
Los zapatos no podían faltar, ya fuera un par de zapatos de tacón de vestir,
sandalias bajas para andar cómoda u otras más altas para vestir más.
Igualmente renové toda mi ropa interior. ¡Adiós a las bragas de abuela! Ahora
tenía bragas brasileñas, culotes y tangas, conjuntos de encaje y, como nunca se
sabe, algún picardías.
Me quedé con la boca abierta cuando leí un fragmento. Sin darme cuenta, se
había hecho de noche y me había fundido casi medio libro. Lo que leí me
impresionó bastante; y esta vez no era una historia de sexo.
El mayordomo nos trajo algo para picar, porque se habían hecho las tantas y ni
siquiera habíamos comido. Y aún nos faltaba peluquería y maquillaje. Era
agotador eso de ser celebrity…
La gala era a las nueve de la noche y ya eran las seis. Teníamos que darnos
prisa. No sabía nada de los chicos y eso me tenía preocupada. No me gustaba
esa reunión tan urgente el mismo día de la gala.
Mientras tanto, las chicas siguieron trabajando conmigo. Les enseñé el vestido
que iba a llevar. Me aconsejaron el pelo recogido en un moño italiano. Casi
me dio la risa: todo lo italiano me perseguía, por todas partes.
―Está bien, si creéis que me va a quedar bien, hacérmelo. Vosotras sois las
profesionales…
―Con ese escote en la espalda, sería una pena no lucirlo. Si vas a llevar el
pelo suelto lo taparás y con el recogido lucirás tu figura.
Yo me dejaba hacer por aquellas dos chicas que eran fantásticas. Pasaron
volando otras dos horas.
Tenía que vestirme a toda prisa y esos dos seguían sin llegar. Me puse el
vestido y salí para que me vieran las chicas.
Ahí se narraba cómo me sentía yo, lo que acababa de vivir, pero a otro nivel
más modesto. Desde luego, podía sentirme perfectamente como la protagonista
de aquella novela. Cualquier mujer podía. Solo era cuestión de quererse a sí
misma y sacar lo mejor de una. Estaba claro que yo lo había hecho a una
escala más sencilla y económica, dentro de mis posibilidades, pero lo
importante era que el resultado había sido el mismo: yo también me sentía
como la Cenicienta, solo que ya no me volvería a transformar a las doce de la
noche. Ni de coña. Aquello iba a durar para siempre, iría a más y cada vez
sería mejor.
Miré el reloj y vi que eran las nueve y media. Llamé a Nuria para contarle mi
día, pero no me respondió. Estaría ocupada con su George… Me gustaba ese
chico para ella. ¡Ojalá que la relación se mantuviera mucho tiempo! En esas,
me sorprendí al oír el tono de mi móvil. Era Nuria.
―¡Chochona…!
―Mejor que nunca. Me muero por verte. Tengo muchas cosas que contarte.
―Lucía, ¿estás…?
―Sí…
―Ya mismo. Me muero por ver ese cambio. Hasta que no lo vea…
―Me alegro un montón. Voy a hablar con George y salgo para allá cagando
leches.
―Te espero. Tengo mucha ropa que estrenar y necesito de tus conocimientos.
―¡Hecho!
Yo no dije nada más y comí la ensalada muy despacio. Piqué un trozo de pan
con el jamón y, la verdad, me quedé llena. Puede que, después de todo, mi
estómago sí se hubiese encogido. Terminamos de cenar e iba a ayudar a
recoger la mesa con mi madre cuando ella me cogió del brazo y me indicó que
me sentara. Le obedecí, extrañada. Tenía la cara seria.
―No pasa nada y pasa todo. Estamos preocupados por ti y por tu futuro.
―No entiendo…
―No quiero dinero. Ya me las arreglaré. Además, con el divorcio tendrá que
venderse la casa, y la mitad es mía.
―Hija, por mí te puedes quedar a vivir con nosotros para siempre, pero
tendrás que rehacer tu vida. Mira, eres preciosa. Tienes a tu amiga, un
porvenir. Necesitarás una casa nueva, un futuro y eso no se compra sin dinero.
Lo del divorcio puede tardar, o no. Pero, mientras tanto, tendrás que
mantenerte.
Mi madre tenía razón. Además, la pensión que me pudiera dar Roberto sería
irrisoria y la casa tampoco es que valiera tanto.
La miré asombrada.
―¿Antonio te pidió la herencia?
―Si vosotros queréis eso para mí, que así sea entonces.
11
Nuria llamó para decirme que vendría la semana siguiente porque esta le
resultaba imposible. Para mí era casi mejor, pues me esperaba papeleo con el
abogado. Mis padres querían arreglar cuanto antes la herencia y, por otro lado,
Ricardo vendría a verme por el tema del divorcio. Para la cita me puse una
falda vaquera de peto con una camiseta negra muy ajustada que se ceñía a mi
cuerpo como un guante. Me sentaba de maravilla. Llevaba también un bolsito
de flecos monísimo, color camel. Me miré al espejo y parecía una
universitaria. Solo debía tomar un poco el sol, ya que estaba muy blanca y la
ropa siempre sentaba mejor cuando tienes un toque de color. Así que me dije:
«Falta que me dé un poco el solecito para estrenar los bikinis nuevos».
―No importa. No voy a volver a la ropa de antes. Ahora que puedo tendré
que lucirme.
Le di un beso y fuimos hacia el coche. Mi padre esperaba para llevarnos.
―Encantada, señora.
―No me digas señora. Me hace parecer mayor ―me susurró la mujer al oído.
Cinco minutos después, Fátima nos indicó que podíamos entrar al despacho de
su marido, donde Ricardo nos esperaba con otro hombre, aquel que había
visto antes entrar.
Era el hombre más guapo que había visto en la vida, con esa dentadura blanca
y perfecta, con el pelo castaño claro, con esos ojazos azules, esa barbita de
varios días… El traje le quedaba como una calcomanía y, a través de él, se
percibía un cuerpo atlético y un culo perfecto. Era tal la elegancia de aquel
abogado, que me hizo sentir, otra vez, como una paleta de pueblo. Sabía que
me estaban hablando, pero yo no les escuchaba. Martín me hacía sentir cosas
extrañas, como si estuviera resucitando algo que ya había olvidado y que, por
otro lado, me volvía torpe y confusa. Pero tenía que ser fuerte: no iba a dejar
que un hombre me confundiera de esa manera. Así que respiré hondo y volví a
la realidad.
―Lo siento ―me disculpé―, no sé qué me pasa hoy. Supongo que revolver
estos temas me afecta más de lo que creía. No me he enterado, perdón.
¿Puedes repetirlo?
Martín me miraba con curiosidad, como si pensase también que estaba un poco
ida. Mejor así, porque a esos guaperas había que tenerlos bien lejos.
Un jarro de agua fría cayó encima de mí. Era duro enfrentarse a la realidad.
De nuevo, el odio volvía a meterse en mi interior, contrayendo mi estómago.
―Pues que se joda. ¡Perdón! ―Tras dejarme llevar por la rabia y el odio que
le tenía a Roberto, me tapé la boca, tragué la saliva y dije―: Entonces, ¿cuál
es el problema?
―Nunca se sabe. Depende del juez, del juzgado… Ahora, encima, vamos de
cara al verano. Son muchos factores.
Levanté la mano para parar aquella conversación que tenía pinta de dilatarse
muchísimo en el tiempo.
―Yo lo único que quiero es no tener ningún vínculo con ese imbécil
―aclaré―. Perdonadme que hable así, pero es que ya no aguanto más. No
quiero ninguna pensión. Ahora, la casa sí. Quiero divorciarme y vender la
casa a partes iguales. No hay más trato que ese.
Martín fijó sus ojos en mí. Yo le sostuve la mirada; no iba a dejar que me
intimidara ningún hombre, por muy guapo que fuera.
Se refería a la herencia.
―Lo tengo todo preparado, Lucía ―contestó Ricardo―. Solo tenéis que
firmar y acompañar a Martín al banco.
No me gustaba nada ese asunto; me hacía sentir incómoda por quedarme con el
dinero de mis padres. Mi madre me había explicado, por activa y por pasiva,
que lo habían ahorrado para mí y que era mi legado, pero no podía dejar de
sentirme como una estafadora. Era dinero fácil caído del cielo. Me sentía mal,
así que me levanté y pregunté dónde estaba el baño. Necesitaba mojarme la
cara. Allí, ante el espejo, todavía chocándome ver esa nueva imagen mía que
lucía joven y atractiva, me mojé la cara y la nuca, evitando estropearme el
pelo. Respiré profundo. Ya estaba algo mejor. Salí del baño para volver al
despacho con tanta prisa que, en el pasillo, tropecé con Martín, que había
salido a por un café. Menos mal que me cogió en el momento o me hubiera
dejado todos los dientes clavados en el reluciente mármol blanco del suelo.
Me atrajo hacia su cuerpo y un hormigueo recorrió el mío.
―¿Estás bien? Casi te matas ―dijo mirándome a los ojos, sin soltarme.
Yo tenía las manos apoyadas en su pecho y pude notar lo duro y macizo que
estaba. El rubor subió de inmediato a mi cara. Tuve que apartarme de él como
si su contacto me produjera alergia.
―Sí, estoy bien. Gracias. No sé qué me pasa hoy. Estas cosas me ponen
nerviosa.
―Bueno… sí…
―¿Entramos?
―¿Cómo?
―¡Claro!
Al entrar, rozó sus dedos suavemente por mi cintura cuando me dejó pasar
primero. Toda mi piel se erizó. Era la tentación y el demonio en una sola
persona, porque aquella mano quemaba como las cenizas del infierno. El resto
de la reunión fue fatal. Martín me lanzaba miradas que yo rehuía, pero mi
cuerpo iba por libre.
Firmamos todo lo que Ricardo había preparado y solo quedaba bajar al banco
a ingresar el cheque en mi cuenta. Ni siquiera miré la cantidad que mis padres
me estaban donando.
Estaba claro que no me iba a librar del guaperas tan fácilmente. Qué tortura de
día…
Lo miré horrorizada, más que nada porque, en realidad, yo cantaba peor que
un loro afónico.
―No, no…
Él sonrió y se movió un poco, pegando más su brazo al mío.
Cuando por fin se abrió el ascensor, pude respirar. En el banco nos atendió
una chica joven de unos veinticinco años. Martín le sacaba los papeles y ella
se deshacía con él. No pude evitar pensar en Roberto y en Marta. Él tan guapo
y ella babeando como esa hacía frente el abogado. El odio volvió a mi mente y
me enfrié. Ahora veía a Martín como una amenaza. Y es que todos los
guaperas no eran más que problemas a corto plazo. La chica me llamó para
que firmara los papeles y así traspasar el dinero de la cuenta de mis padres a
la mía. Mi cara era seria, fría, impertérrita. Martín se quedó un poco
traspuesto ante mi talante, aunque me importó bien poco. Entonces me fijé en
la cantidad de dinero que me habían dado mis padres y casi me voy al suelo.
Me tuve que apoyar en la mesa.
―Pero… ¿Cómo…?
No podía entender cómo mis padres habían podido ahorrar tanto dinero. ¡No
podía aceptarlo!
―Mamá, no puedo…
Lo hice, con la mano temblorosa, y luego tuve que sentarme. Las lágrimas
corrían por mis mejillas. Quería a mis padres con locura, pero lo que estaban
haciendo por mí era mucho más de lo que merecía. Martín se acercó y puso su
mano encima de mi hombro.
No le contesté. Aún trataba de procesar ese acto tan generoso y brutal que mis
padres me habían hecho.
Abrí los ojos de par en par. No me esperaba algo así. Tampoco estaba
acostumbrada a que los guaperas me invitaran a comer. Iba a decirle que no,
ya que estaba escarmentada y no quería saber nada de hombres por el
momento, cuando mi madre, que había oído la pregunta, dijo:
Mi madre me lanzó una mirada de esas de lucha libre. Lo mejor era no llevarle
la contraria.
―Está bien.
Incluso le guiñó un ojo. Estaba alucinando. ¿Pero de qué iban esos dos?
Estaba allí delante y pasaban de mi cara. En fin, que al final me tocaba ir a
comer con el guaperas, sí o sí. Lo miré con cara de resignación después de
despedir a mi madre.
―¿Adónde vamos?
―¿Qué te apetece?
―Si me vas a responder con preguntas nos vamos a quedar aquí todo el día
―resoplé con poco ánimo.
No pude evitar ponerme roja como un tomate. Era guapo e inteligente. Tenía
las cosas claras y parecía saber lo que quería, pero no iba a dejarme seducir
por él tan fácilmente.
―Tú mandas. Aquí cerca hay uno de comida mediterránea muy bueno.
Al final cedí.
Llegamos al aparcamiento y no se veía nada. Por fin dio la luz. Los sitios
subterráneos me daban un poco de fobia, y más si estaban oscuros. Pulsó el
mando del coche y los intermitentes de un Audi A4 blanco parpadearon.
―Para nada…
La voz se me quebraba al tenerlo tan cerca, pues una no era de piedra y Martín
era un hombre terriblemente guapo y con un cuerpo diez. Lo siguiente que
ocurrió no me dio tiempo a verlo: me cogió por la cintura y, de un tirón, me
apretó contra su cuerpo. Se acercó velozmente a mi boca, robándome un beso.
Sus labios calientes se posaron sobre los míos. Yo hacía diez años que no
probaba otra boca que no fuera la de mi marido y me quedé bloqueada,
extasiada, con mil cosquillas subiendo por mi estómago.
Estaba enojada conmigo misma por sentir ese deseo irrefrenable hacia aquel
guaperas. Él dio un paso adelante para acercarse, pero yo alcé una mano.
Llegué a casa sin aliento, sofocada. No podía dejar de pensar en Martín, pero
no iba a encapricharme con el primero que me metiera la lengua en la boca.
Tenía que ser fuerte. Mi marido me había hundido la vida y no le iba dar tan
rápido el poder sobre mí a otro hombre. Jamás.
―Chochona…
Siempre descolgaba con la misma palabra. El día que la llamara mi madre con
mi móvil…
―Cuenta, cuenta…
―¿Estás ahí?
―Exacto.
―Lucía, tú lo que tienes que hacer es dejarte llevar. Utiliza a los hombres.
Disfruta de tu cuerpo y vive la vida. Eso sí, no te enamores. Sexo, solo sexo.
El odio adelgaza, el sexo rejuvenece. Te lo digo yo, que soy una experta en
eso.
―Eso te lo quita el Martín ese con un buen polvo. El comer y el follar todo es
empezar.
Lo dijo con voz baja y firme. Ahora no estaba alegre, se notaba tristeza en
aquella afirmación.
―La pregunta no es esa, Lucía. La pregunta es: ¿se puede vivir sin que te
lastimen? Y la respuesta es sí.
―Pues a la próxima que se te ponga a tiro, sin dudarlo, coge lo que quieras.
¡Ojo!, pero no te enchoches. Mente fría.
―De eso se trata, cariño: de que te tengan miedo. Y de que jamás vuelvan a
tenerte pena.
Nuria lo había pasado igual o peor que yo y se había convertido en una gata
escaldada que sacaba las uñas a la mínima. No le había quedado más remedio
que aprender a defenderse.
***
«―Marco, no lo hagas ―supliqué.
―Marco…
Las olas parecían que iban al compás de sus embestidas; era algo maravilloso.
Su boca no paraba de devorar la mía. Era pura pasión, no me dejaba apenas
respirar. Su lengua era como una víbora que se movía, entrelazándose con la
mía. Seguía con su ritmo dentro de mí, me penetraba profundamente y yo había
sucumbido una vez más al hechizo del italiano. Estaba muy excitada, nadie me
había penetrado tan profundamente como él. Mi vagina lo reclamaba y se abría
como una flor para recibir sus embestidas. Mis caderas se movían a su ritmo y
yo me abrí para buscarlo.
Marco estaba muy excitado. Parecíamos una postal erótica, los dos follando en
la orilla del mar. Me penetraba y yo estaba que no me podía contener más,
demasiado tiempo, demasiada excitación, demasiado deseo de Marco…»
Solté el libro y me puse de pie. Me llevé las manos al corazón. Parecía que
Verónica y yo nos leíamos la mente o estábamos conectadas. Me subió un
calor incontrolable por todo el cuerpo. Imaginaba a Martín haciéndome el
amor encima del coche y mi excitación subía más y más. Cogí el móvil para
contestar a su mensaje, pero me contuve. Tenía que ser fuerte y controlar esos
impulsos. El deseo estaba aflorando en mí y me hacía sentir viva como no
hacía en muchos años.
Se sentó con nosotras a cenar. Llevaban toda la vida juntos y se querían como
el primer día. De vez en cuando discutían, pero, más que nada, por no perder
la costumbre. Yo ya no tendría eso jamás.
Me daba mucha vergüenza que tocara esos temas, y más delante de mi padre.
―Ya, ya…
Cuando acabé de cenar, recogí mi plato. Empezaba a hacer calor por las
noches, así que decidí irme al jardín para tomar una manzanilla.
―Me ha caído pesada la cena ―resoplé.
―Toma, cielo.
―Gracias, mamá.
―Hija, que soy perra vieja. A mí puedes contármelo… Además, el chico está
bien. Tiene un culo bonito.
―Por Dios, mamá. Vas a hacer que tenga pesadillas. No me digas esas cosas a
estas horas.
Ya estaba a punto de irme cuando mi madre soltó la última noticia, que parecía
tener guardada durante mucho tiempo.
Tras desayunar algo, fui hacia una tumbona, donde me acomodé y me unté con
protección solar, pues no quería chamuscarme el primer día. Cogí el móvil y
busqué en las listas de reproducción una llamada «Música relax». Puse el
teléfono en modo avión, me coloqué los auriculares y me dejé llevar por la
suave música y el calor que acariciaba mi piel. No sé cuánto llevaría tumbada
cuando noté que el sol me quemaba. Necesitaba darme un baño. Dejé los
auriculares sobre la tumbona y me lancé a la piscina.
Abrí los ojos y el agua me enturbió la mirada. No veía ni torta. Con una mano
hice visera en la frente mientras con la otra trataba de cerrar el grifo. El agua
dejó de caer y oí a Martín a mi lado, tendiéndome una toalla.
No mentía, pero tampoco le iba a dar más detalles. Que lo interpretase como
le diera la gana.
―Ya sé que te parecerá una osadía ―se echó el pelo hacia atrás nervioso―,
pero me gustaría que cenaras conmigo esta noche. Quiero compensarte por lo
de ayer.
Lo miré con los ojos muy abiertos. Iba a decirle que no, pero, entonces, por el
rabillo de ojo vi aparecer a mi madre, que parecía espiarnos.
Le eché una mirada de aviso a mi madre, pero ella me ignoró por completo.
―Sí, señora Lucía. Ahora mismo estaba preguntándole si quería salir a cenar
conmigo esta noche.
―Pues claro que saldrá contigo a cenar. Necesita que le dé el aire, aunque hoy
está que le entra por todas partes.
―Sí, cielo, vas a ir ―insistió―. Es por tu bien. Martín te distraerá. Así dejas
de pensar en otras cosas que no te convienen…
La sonrisa de Martín regresó a su perfecta cara. Sus ojos azules cegaban del
brillo que desprendían, resplandeciendo más que nunca.
―A las nueve.
―Vale.
―¿Se puede saber qué tiene de malo ese chico? ¿Por qué no quieres salir con
él?
―Ya me dijo Nuria que harías eso. Menos mal que estaba yo aquí para
solucionar tus desastres…
―¿Nuria?
Pues ahora mismo estaba tan descolocada que lo único que pensaba era en
cortarle la lengua.
―Pero…
La miré con admiración. Tenía razón. Olvidaba que ella también era una mujer
y ahora, lejos de parentescos, me hablaba como una igual, como mi mejor
amiga.
―Mamá… No sé cómo reaccionar con él ni con ningún otro hombre. Creo que
les he cogido pánico.
―Cariño, eres joven, guapa y sé que ahí dentro hay una mujer fuerte. Roberto
te ha minado y te ha hecho sentir como un cero a la izquierda. Nunca debiste
dejar tus estudios… Te has dedicado a ser su sombra. Ahora es tu momento; te
toca brillar. Tienes que ser tú misma y dejar de ser la sombra de nadie. Así
que entierra tus miedos y… vive.
Las palabras de mi madre me daban más fuerza que ninguna otra cosa en el
mundo. Me levanté y la abracé.
Me quedé unos minutos junto a la piscina. Mi piel iba adquiriendo un tono más
de color. Me puse de nuevo los auriculares, unté más crema solar sobre mi
piel y dejé que el sol siguiera bronceándome. Mi mente y mi cuerpo se
relajaron, esta vez con un poco de más seguridad en mí misma. Y el día se me
pasó volando.
***
―Hay que ver lo que hacen unos euros de pintura en la cara ―sonrió mi
madre, complacida por mi aspecto.
Miré a mi madre con ojos de súplica. Recé para que no abriera la boca.
Era lo único bueno en que se había empecinado Roberto. Podía decirse que no
tenía ni un pelo de tonta; solo el de la cabeza.
―Tanta modernidad… luego vienen los cánceres y esas cosas ―soltó una
mujer mayor a la que estaban peinando al lado de mi madre. Me recordó a la
Fregona de mi cuñada.
Menos mal que habló mi madre. Los dos nos habíamos quedado idiotizados,
mirándonos mientras nos hacíamos un escáner el uno al otro.
―¿Nos vamos?
Una vez fuera, me abrió la puerta del coche. Notaba su mirada clavada en mi
cogote. En el parabrisas del coche vi una hoja de publicidad. Cuando me eché
hacia delante para quitarla, noté cómo el vestido se me subía de forma
indecente. Me giré de golpe y vi a Martín con la mirada clavada en aquella
sugerente imagen que le acababa de ofrecer. Me bajé el vestido y subí al coche
a toda leche.
De la vergüenza que me dio ni siquiera miré a Martín. Menos mal que tenía
aquel papelito… No me acostumbraba a esa ropa ni a mi nuevo look. Estaba
claro que todavía quedaban resquicios de la antigua yo; y eso me jugaba malas
pasadas.
―Es de un autocine. ―Miré el folleto―. No sabía que hubiera uno por aquí.
Martín me miró con cara de asombro, aunque enseguida esbozó una sonrisa.
―¿Quieres que te lleve? Tenía pensado ir a un restaurante que te pegara más.
Así podría lucirte y presumir de ti.
―Ya, pero así no veo la película ―le contesté a la defensiva y con mal
talante.
Volvió a poner los asientos como estaban, con cara de pocos amigos. La
película era entretenida, pero tenía que estar con cuatro ojos, pendiente de
Martín en todo momento. Se revolvía en el asiento, lo que me ponía nerviosa.
Me giré hacia él para decirle que parara y él aprovechó para saltar a la
acción. Pasó su mano por detrás de mi nuca y me atrajo hacia él velozmente.
Sus labios enseguida se acoplaron a los míos. No protesté y dejé entrar su
lengua para que se enroscara con la mía. Mi pecho empezó a respirar
agitadamente y él se aceleraba por segundos. Intenté mantener la mente fría,
pero mi cuerpo ardía en llamas. Martín dejó caer disimuladamente una mano
encima de mi pierna y empezó a deslizarla con intención hacia el interior de
mis muslos. Me ericé, pero me puse tensa y alerta. No podía evitarlo. Me
separé de él, apartando su mano de mis piernas.
―¿Qué haces?
―Llevarte a tu casa antes de que eches a correr como una loca entre los
coches y te lleven detenida.
Mi tono era chulesco. Eso de la mente fría me estaba dando fuerzas. Tenía un
reto ante mí.
Lo desafié con la mirada. Él se sentó en la orilla y puso sus codos sobre las
rodillas, apoyando la cara en las manos.
―Yo tengo mucha paciencia cuando quiero algo…
Me estremecí debajo del agua helada. No era el único que lo quería, pero
sería porque yo lo había provocado. Mi mente debía mantenerse fría y
diferenciar el placer del amor. Aquel hombre no me convenía, pero me llevaba
tan loca como yo a él y no me iba a torturar más. Me distraje un segundo con
mis pensamientos y me di cuenta de que Martín ya no estaba en la orilla. Oí un
chapoteo de agua detrás de mí. Estaba oscuro y noté sus manos agarrándose a
mi cintura. Aquello subió la temperatura de mi cuerpo, contrastando con el
agua fría.
Yo no podía hablar.
Su mano bajó velozmente para perderse entre mis braguitas. Un dedo invadió
mi intimidad. Puse mis manos sobre sus hombros y lo miré con la cara
encendida. En sus ojos solo había pura lujuria y la sonrisa blanca era reflejo
de su lascivia. Me lancé a su boca otra vez y sus dedos empezaron a poseerme
con habilidad y experiencia. Yo me movía buscando mi gozo y él se encendía
más y más. En un arrebato de pasión desenfrenada, me apartó las bragas y me
penetró. Yo sentí una oleada salvaje de placer al notar su miembro erecto
dentro de mi vagina, pero me salí de él. Aquello lo descolocó.
―No te muevas.
Me penetró sobre el capó de su flamante Audi A4. Yo me dejé caer con las
manos hacia atrás para que me hiciese lo que quisiera. Él se agarró a mis
nalgas y me acercó más hacia su sexo. Al principio me embestía
comedidamente, pero su excitación subió de grado y su ritmo aceleró. Perdí la
vergüenza en el mismo momento en que noté a Martín en mi interior. Cerré los
ojos e imaginé mi propia novela erótica. Ahora era yo la protagonista y el tío
bueno me estaba follando a mí.
―Lo siento.
Dio un paso hacia atrás. Me fui en busca de la ropa para vestirme. Menos mal
que estaba todo oscuro. No me sentía mal por lo que había hecho, pero andar
desnuda por allí era un poco bochornoso. Mientras me vestía, él me sujetó por
la espalda y me besó en el cuello.
―No puedo, no tengo bragas que ponerme. Te has cargado las que llevaba.
―Está bien, pero que sepas que me debes una noche con cama incluida ―me
dio un pequeño mordisco en el cuello.
Estaba agotada. Me hacía falta una ducha y dormir. Cuando llamara a Nuria y
le contara lo que acababa de ocurrirme esa noche, iba a flipar.
Al final bajé del coche y pude llegar sana y salva a mi habitación y, después
de una cálida ducha, dormir profundamente.
15
Unas agujetas horribles invadían todo mi cuerpo al día siguiente. Parecía que
hubiera corrido la maratón de Boston. Estaba claro que mi cuerpo reclamaba
ejercicio más a menudo, o esas palizas espontáneas acabarían por pasarme
factura. Me estiré en la cama y bostecé; hasta la mandíbula me dolía. Decidí
quedarme en la piscina todo el día, de relax y tomando el sol, sin hacer nada.
Necesitaba recuperarme.
―Chochona…
―¿Ha habido alguna novedad? ―preguntó con voz de guasa. Seguro que mi
madre ya la había puesto al tanto.
―Me imagino que sabrás que ayer salí con Martín, ¿no?
―¿Yo?
―Sí, tú. Ya me ha contado mi madre que las dos habéis estado haciendo de
alcahuetas a mis espaldas.
Nuria soltó un suspiro. Al final confesó:
―¿Qué? ―gritó.
―Pero, ¿el tío trabaja bien? Cuéntame los detalles y no me tengas en ascuas.
Tuve que relatarle todo lo ocurrido, con pelos y señales. Nuria iba cortándome
e interrogándome. Se asombraba de mi iniciativa y estaba contenta de que, por
fin, hubiera perdido mi «virginidad». Después de saber todos los pormenores
de mi encuentro sexual me preguntó:
―Espero que para ti haya sido solo un polvo, porque tú para él sí lo has sido.
Las palabras de Nuria fueron como una patada en el estómago. No sabía cómo
interpretar lo que sentía. Se suponía que no tenía que afectarme, que yo
deseaba tirármelo y punto, sin darle más importancia.
Me dio que pensar lo que me había dicho Nuria. Martín no daba señales de
vida. No me iba a romper la cabeza por ello, pues, aparte de un polvo,
tampoco era un hombre como para pasar el resto de la vida con él. Era
egocéntrico y solo sabía hablar de sí mismo. No me perdía nada.
***
Me puse el pelo por delante y fui a la piscina a tomar el sol. Mis padres
habían salido otra vez, así que la casa era para mí sola. Mejor.
Estaba tumbada boca abajo. Levanté la cabeza un poco y abrí los ojos. Mi
madre estaba de pie con mi vestido de rayas en la mano.
Me enseñó el vestido, todo manchado del barro del lago. Me puse colorada y
me levanté de golpe. No sabía qué decirle.
―Pues menudo sitio para llevar a una chica. A ver qué puedo hacer con este
desastre.
Se fue con el vestido para lavarlo y yo suspiré aliviada. Me sentía como una
adolescente a la que acaban de pillar en su primera vez. Me di un baño en la
piscina para quitarme el susto. Estuve nadando un rato, soportando las
agujetas. El agua fría me recordaba a la noche anterior y un escalofrío me
recorrió el cuerpo. Noté excitación al recordar el cuerpo de Martín, su torso
desnudo recién rasurado, su culito respingón y duro, su miembro dentro de
mí… Me estaba poniendo a mil pensando en él. «Mente fría Lucía, mente
fría», me dije.
***
―Déjame verte. No me puedo creer que seas tú. ¡Pero si eres un bombón!
―Cámbiate. Tenemos cosas que hacer, así que ponte bien guapa.
―A comer algo y de compras. Ese cuerpo que tienes hay que lucirlo ―sonrió.
―¿Cuántas veces has mirado el teléfono estos días esperando una llamada?
No contesté. Me callé. Y quien calla otorga. Qué zorra era cuando quería.
¡Cómo me conocía!
No entendía nada.
―Estás preciosa, me alegro de verte con tan buen aspecto ―me susurró
sensualmente al oído.
Luego se acercó Ben y me pasó la mano por la cintura, dándome también dos
besos. Aquella mano abrasaba como si fuera la del mismísimo Satanás.
―Me alegra que lo hayas superado todo. Yo siempre he visto lo preciosa que
eres. Ahora estás espectacular.
Ben seguía con su rectitud y seriedad particulares, pero hizo que me erizara
igualmente.
―Cielo, nos hemos hospedado aquí todos. Hemos venido por ti y, de paso, a
celebrar el cumpleaños de George, que es en un par de días. Ya te contaré más
tarde los detalles.
Me tapé la boca con las dos manos al momento. No podía creer que hubiera
dicho eso en voz alta. Nuria me miró con curiosidad. Se limitó a sonreír, pero
no sacó punta.
―¿Qué? ¿Cómo?
―Estás fuerte, pero no lo suficiente. Para lucir una carcasa como la tuya, hay
que tener un cerebro y una mente muy fríos. Si no, los hombres te van a
destrozar la vida… Ellos solo ven un objeto de deseo, pero tú tienes un arma y
debes saber usarla a tu favor.
―Ya lo entenderás.
―Es que esa mujer me hace sentir ridícula. Ella y esas tetazas. Es tan
perfecta… ―le susurré al oído.
Se me escapó un grito que los otros dos oyeron. George me miró a los ojos y
luego a todo lo demás que venía incluido en el pack. Me estaba desnudando
con la mirada y no se cortaba delante de mi amiga. Yo estaba muy roja, me
notaba el pulso en las sienes. Creía que me iba a desmayar del bochorno que
me estaban haciendo pasar. Era la situación más embarazosa que jamás había
experimentado.
Nos sentamos a la mesa. Nuria me puso al día de los cotilleos del pueblo. No
me habló de Roberto ni de nadie de mi familia, solo de chismes sin
importancia: si se había casado fulana, o si mengana estaba embarazada. Lo
típico. George contaba anécdotas y chistes de su trabajo y Ben, directamente,
no hablaba. De vez en cuando la rubia le dedicaba una carantoña, que él
ignoraba sin inmutarse. Estaba serio y, en más de una ocasión, le pillé
mirándome fijamente, lo que me ponía muy nerviosa.
Le apreté la pierna a Nuria por debajo de la mesa. Ella se dio cuenta de quién
era Martín. Le dijo algo al oído a George que no pude oír. Y es que yo estaba
tan centrada en Martín que mis sentidos se bloquearon. Bajé la cabeza e hice
que no lo veía, pero él sí que me vio. Se acercó a la mesa con Ricardo para
saludarnos con toda la naturalidad del mundo.
―Lucía, qué placer verte por aquí. Te veo muy bien acompañada. ―Mostró
su sonrisa perfecta.
Martín estaba encantado con ese coqueteo, pero yo solo quería estamparle un
plato en aquella bonita cara.
―Es que tenía unas ganas de verla… ―soltó, moviendo las pestañas y
poniendo las manos debajo del mentón.
―Ya veo, ya. Me voy a comer algo. Nos vemos por ahí.
Me lanzó una mirada de celos, digna de grabar, la misma mirada que también
tenía Ben. Yo no podía articular palabra. Aún tenía el sabor de los labios de
George en los míos y me daba vergüenza reconocer que me había quedado con
ganas de más. Me importaban poco los celos de Martín o lo que pasara por su
cabeza. Eso ya era historia para mí. Nuria me sacó de mi pelea mental:
―¿Perdona? No te he escuchado.
―¿En qué mundo estás? ―dijo, agitando las manos delante de mi cara para
que saliera de mi atontamiento.
Quería hablar a solas con ella. Vi cómo George esbozaba una amplia sonrisa.
Tuve que pasar por delante de la mesa de Martín para ir al aseo de señoras,
pero lo hice casi corriendo, sin mirarle ni decirle nada. Nuria sí le saludó con
la mano, en un tonteo de los suyos. Cerré la puerta del baño y comprobé que
estaba vacío.
Nuria se pintó los labios en el espejo, mientras yo explotaba como una loca.
―Contesta.
Nuria me miró desafiante y se pasó las manos por el vestido. Se atusó el pelo
y me dijo:
Parecíamos dos niñas del colegio jugando a ver quién puede más. Salió del
baño y yo me quedé ahí como una imbécil, contando mentalmente hasta cien.
Tenía miedo de salir y ver lo que me iba a encontrar. Pero cuando llegué a cien
abrí la puerta y en el rellano que separaba el aseo de caballero del de señoras,
vi a Martín morreándose con Nuria. Tenía una mano metida entre sus muslos.
Podía ver cómo Nuria se frotaba contra él y su mano también se metía en su
entrepierna. Oí jadear a Martín. Nuria vio que yo les miraba y aceleró los
movimientos de su mano dentro de su pantalón. Segundos después, oí un
gruñido que yo conocía bien. Martín se había corrido debido al pajote que le
había hecho mi amiga.
―Me lo pensaré.
Martín entró en el aseo de caballeros y Nuria volvió conmigo. Estaba a punto
de vomitar a causa de los nervios que me habían entrado.
―¿Qué te dije?
―No me has creído. Y solo tenías que verlo con tus propios ojos. No la tomes
conmigo por mostrarte la verdad…
―Sí que habéis tardado… ―dijo George, que sonreía entretenido. Por su
parte, Ben seguía seco como un ajo.
A partir de ahí, comer no comí mucho, pero, ahora bien, las copas de vino
blanco bajaban a pares por mi garganta. Solía beber vino y no era fácil
tumbarme, aunque aquel día me estaba pasando con la dosis. Me notaba con
chispa y contenta y la lengua se me soltó.
La rubia puso cara de ofendida. Por un momento pensé que me iba a tirar un
plato a la cabeza. Nuria se rio con el comentario.
―Lucía, creo que no deberías beber más ―me aconsejó sutilmente Ben.
Ben cogió a la rubia del brazo y la sacó del restaurante antes de que volviera a
abrir la boca. Se fue protestando a regañadientes. Nuria, George y yo nos
quedamos en la mesa partiéndonos de risa. Me dolía la barriga de tanto
reírme. Se me habían pasado todos los males y ya no pensaba en nada. Desde
la otra mesa, Martín no nos sacaba la mirada de encima. Nos observaba como
el halcón que busca a su presa. No soportaba verlo, me revolvía las tripas.
***
Al llegar al hotel, había que ir a por las llaves del Golf, así que subimos los
tres en el ascensor. Cuando entramos en la habitación aluciné con lo
impresionante que era. La cama extragrande estaba en el centro sobre una
plataforma de cristal de LED que emanaba una suave luz azul muy tenue y
relajante. Delante había un mural de espejo y, al fondo, en una doble altura, se
encontraba el fabuloso baño con una bañera de hidromasaje gigante. El baño y
la habitación se separaban por una cortina de luces LED del mismo color que
la plataforma donde reposaba la cama.
―Supongo.
―Nuria, ¿has visto mis gotas para los ojos? ―preguntó George tras abrir
algunos cajones.
Nuria le dio un beso detrás del cuello a George y los dos nos quedamos
esperándola.
Él se quitó el polo de manga corta que llevaba y fue hacia el baño. No pude
evitar mirarlo. Su espalda era perfecta, con los hombros anchos y la cintura
estrecha y marcada. Me estaban entrando sudores por todo el cuerpo. Cogí una
revista del hotel y empecé a darme aire.
―¿Tienes calor?
Abrí la puerta de la habitación y él, por detrás, la cerró de golpe, evitando que
saliera. Mi corazón se puso a mil, quién sabe si por miedo o por la excitación
de tener a ese hombre tan cerca.
Golpear aquella cara tan maravillosa me dolió. Se llevó una mano adonde le
había golpeado y sonrió. Aquella sonrisa volvió a erizarme entera. Noté que
me ponía cachonda, no sabía si por el vino o porque ya no podía resistir la
tentación de probar a un hombre tan sumamente varonil y atractivo. Lejos de
enfadarse, me agarró por la cintura y volvió a besarme otra vez. No lo
abofeteé, sino que yo misma me pegué a su cuerpo buscando el contacto de su
piel. Enseguida su excitación fue visible. Me cogió en brazos y me llevó hasta
la cama.
Sus labios quemaban los míos. Yo abrí la boca y su lengua entraba para
encontrase con la mía. Dios, cómo besaba… Sus manos recorrieron mis
hombros y deslizaron los tirantes de mi vestido hasta que cayó al suelo. Iba sin
sujetador y me quedé en tanga y tacones delante de él. George me miró
mientras pasaba su mano entre mis pechos hasta mi ombligo. Hacía que me
acelerara por segundos, pero él parecía no tener prisa.
―George…
Quise protestar y pararlo. Mi pudor seguía limitándome, pero él me tumbó de
nuevo en la cama.
Me bajó el tanga muy despacio. Cada caricia de George era una tortura sexual.
Estaba mojada a más no poder. Me iba a provocar un orgasmo sin tener que
metérmela. Subió por la parte interna de mis muslos, besándome, y cada beso
era un latigazo de placer que me excitaba a unos niveles impensables. Me
asusté cuando noté su boca entre mis piernas. Fue una sensación que hizo que
mi estómago se convulsionase de placer. Me aparté por instinto, pero él me
agarró por las caderas y volvió a llevarse mi coño a su boca. Creí
desmayarme ante esa sensación tan placentera. Notaba su lengua dentro de mí.
Entraba y salía con maestría. Me estaba follando con su lengua. Yo me movía
en busca del placer. Podía notar su excitación. Luego se encanó con mi clítoris
y yo jadeé como un animal en celo.
Me penetró y yo volví a sentir mil cosquillas ahí abajo. Lo que antes era
suavidad y tranquilidad ahora se había convertido en fuerza. Me dejé envolver
por la pasión. Puse mis piernas alrededor de su cintura para sentirlo bien
profundo. Él las cogió y las colocó alrededor de su cuello. Abrí los ojos como
platos al notar cómo me llenaba.
―Así mejor.
Estaba alucinada con lo que había pasado, y para nada arrepentida. George no
se podía comparar a Martín. Esto sí era un hombre y lo demás cuentos chinos.
Tenía que darle las gracias a Nuria por este favor. Me había hecho una reina.
17
Aprovechando que George dormía como un tronco recogí mi ropa del suelo y
salí de la habitación como una furtiva. Llevaba los zapatos en la mano para no
hacer ruido. Me los calcé en el ascensor y en recepción pedí un taxi. Ya
empezaba a oscurecer. Una vez en casa me fui directa a la ducha. Tenía aún
impregnado en mi cuerpo el perfume de George. Casi me daba pena
desprenderme de ese aroma tan sensual. Recordaba todo lo que me había
hecho y la piel se me ponía de gallina. Ni en mis mejores sueños había
imaginado estar con un hombre así, ya no por su físico, que era perfecto, sino
por sus artes amatorias. No me hubiera importado quedarme toda la noche
retozando con George hasta quedarme sin fuerzas. Me puse un pijama corto y
el móvil vibró dentro del bolso, encima de la cama. Era Nuria.
―Que sepas que le he autorizado a estar contigo cuando quiera. No tiene que
pedirme permiso. Las amigas estamos para eso…
―¿No quieres saber con quién he estado yo? No pensarás que me fui a jugar a
las cartas mientras tú y George os lo pasabais en grande.
Echó una carcajada maliciosa. No había caído en eso. Era tan ingenua que ni
se me había pasado por la cabeza que Nuria estaba con otro tío haciendo lo
mismo que nosotros.
―Sorpréndeme.
Me pedía permiso para algo que no era mío. No entendía el juego de Nuria,
pero le seguí el rollo.
―Buenas noches.
―Por cierto, que sepas que podías quedarte a dormir con George. Se ha
quedado solo y con ganas de ti. Yo voy a por el segundo asalto con el
Guaperas. Un besazo, Chochona.
Me quedé con el móvil pegado a la oreja varios minutos, como una idiota. Me
estaba imaginando a George en aquella enorme cama, solo. Su esbelto cuerpo
desnudo con ganas de sexo y yo con mi pijama de ositos en casa. Me dieron
ganas de pedir un taxi e ir para el hotel a perderme en los brazos de George,
pero ya la había cagado. Ahora me quedaba con las ganas en casita.
―Espero que seas feliz, Verónica. Gracias por ayudarme y compartir tu vida
conmigo. Ahora me toca a mí vivir mi propia historia.
―Es cierto, qué memoria la mía. ¿Qué tal con tu amiga, qué habéis hecho?
―Nada del otro mundo. Hemos ido a comer y luego de escaparates. Está con
su novio en un hotel de la ciudad.
***
―No me río. Sonrío, que es diferente. Estás guapísima con ese delantal.
No pude evitar reírme, ahora sí que lo hacía con ganas. Mi madre venía hacia
mí, pero tocaron el timbre y me salvé de una reprimenda. Por el pasillo oía la
voz festiva de Nuria. Yo estaba pegándole un bocado a un trozo de bizcocho
delicioso que había horneado mi madre.
―¿No ves que eso engorda un montón? Tienes que cuidar ese cuerpo
maravilloso que Dios te ha dado.
―Te recuerdo que Dios no ha tenido nada que ver en esto, precisamente ―le
espeté.
Casi me atraganto de nuevo. Estaba claro que Nuria traía las uñas bien
afiladitas.
―Yo me voy al súper con Ramón ―nos informó mi madre―. Ahí os quedáis.
Nuria, me alegro de verte. Come un poco de bizcocho que las piernas se te
están quedando como dos alfileres. Los hombres quieren mujeres a las que
poder agarrar.
Mi madre se la había devuelto por mí. Me guiñó un ojo y se fue. Nuria empezó
a mirarse las piernas de forma obsesiva. Yo no pude evitar reírme. Con tanto
movimiento, y a causa también de los taconazos que traía y del ajustadísimo
vestido de color verde esmeralda, casi se cae.
―No vine antes a verte porque estaba organizándolo todo ―contaba Nuria―.
Quería matar dos pájaros de un tiro. De paso que venía a visitarte, he
alquilado una casa rural a unos veinte kilómetros de aquí para celebrar el
cumpleaños de George. Me ha costado mucho conseguirla, porque está muy
solicitada.
―¿Y por qué te has venido tan lejos y no lo has hecho allá?
La miré con cara de gilipollas, porque que no había otra palabra para
describir mi expresión.
Nuria se sorprendió. Su cara se puso tensa. Luego se suavizó con una ligera
sonrisa y me agarró de la mano.
―Cielo, no pienses que es como una antigua fiesta romana, todos follando con
todos. Aquí cada uno tiene su habitación. Nosotros funcionamos, como tú
dices, de forma muy discreta. Si alguien se gusta, pues se va discretamente a
su habitación y nadie se tiene que enterar. No somos ni vulgares ni
exhibicionistas. Nos gusta disfrutar del sexo con otras personas, pero siempre
con educación y con autorización por ambas partes. Si quiero morbo y
espectáculo, hay locales especializados en eso, pero no es nuestro estilo.
―No sé, sigo sin verlo claro. Además, todos tenéis pareja y yo estoy sola.
―¿Quién te ha dicho que tú vas a ser la única que irá sola? También he
invitado a gente soltera. He pensado en todo.
Le puse ojitos de súplica y carita de gatita buena. Nuria no insistió más, pues
sabía que si seguía por ahí saldría mal parada. Y es que yo respondía muy mal
a la presión.
Después de recorrer todas las tiendas habidas y por haber de ropa interior,
Nuria se dio por satisfecha con su nuevo repertorio de moda íntima. Yo
también piqué y me compré alguna cosilla, pero lo de Nuria era obsesión por
la lencería. Íbamos cargadas como mulas con toda clase de conjuntos:
ligueros, picardías, bragas, tangas y otro tipo de piezas que no sabía muy bien
en qué parte del cuerpo encajaban.
Ella disfrutaba como una enana en cada tienda que entraba, pero yo estaba
agotada después de recorrer toda la ciudad en busca de los últimos modelitos
sexis. Nuria se dejó un dineral en todo aquello que se había comprado. Yo no
me lo hubiera gastado ni de coña, no por tacaña ni mucho menos, sino porque,
para mí, un tanga no dejaba de ser un tanga. Me dolía en el alma gastarme
cincuenta euros en una pieza tan minúscula, para que luego alguien te lo
arrancase en un arrebato de pasión.
―¿Qué te pasa?
―Es que estoy muerta, quiero irme a casa ya ―le mentí descaradamente. Lo
que no quería era enfrentarme a la mirada de George y caer en la tentación.
Metió las bolsas en el maletero del Golf y me llevó a casa. Por el camino no
dijo nada. Estaba pensativa. Yo también llevaba mis cosas en la cabeza.
Mañana se iban y me estaba portando como una niñata, pero no podía evitarlo.
Estábamos a punto de llegar a casa cuando rompió su silencio.
―Por Dios, Nuria. Fue fantástico. Lo que pasa es que me da vergüenza hablar
del tema.
Sentí un poco de cosilla al recordarlo. No eran celos, sino más bien rabia por
el imbécil de Martín. Me sentía traicionada y utilizada por él.
***
El sonido de mensaje entrante del móvil me despertó. Miré la hora y vi que ya
era mediodía. Me levanté de un salto. ¿Cómo había dormido tanto? Cogí el
móvil y abrí el mensaje, era de Nuria.
Espero que os lo paséis bien. Dile a George que felicidades. Seguro que
tendréis un finde muy especial todos. Siento no estar, pero es mejor así. Un
beso.
Pulsé enviar.
Serían las cuatro de la tarde y mis padres aún no habían llegado. Empecé a
preocuparme. Salí de la piscina cuando oí voces por el pasillo. Me tranquilicé
al ver que eran ellos, aunque creí oír más voces. Afiné el oído y casi me da
algo.
No podía ser. Aquella era la voz de mi sobrina Begoña. ¿Qué hacía la niña tan
lejos de casa? Salí disparada a mirar qué pasaba, pero di un frenazo cuando
me di de bruces con mi hermano Antonio y, detrás de él, la Fregona.
―¿Tía?
Mi madre miró a Antonio, quien por fin salió de su trance. Begoña vino
corriendo a mis brazos. Yo la cogí y me la comí a besos. La Fregona me
fulminaba con la mirada. Se mordía la lengua porque estaba mi madre delante.
Apreté las manos tan fuerte, que casi me parto todas las uñas. No entré al
trapo. Me fui a la habitación sin mirarla.
―Hija, voy a salir a comprar con tu padre ―oí a mi madre detrás de la puerta
de mi habitación―. Se quedan ellos contigo.
―Vale, mamá.
―¿No tienes vergüenza? ¿Ir así vestida delante de tus padres? ―Me espetó
con odio.
Daba golpes bajos y quería hacer daño. Era lo único que sabía hacer. Lo que
desconocía era que yo había aprendido a defenderme y que no me afectaban
sus comentarios ni maldades.
―La verdad es que me hizo el favor de mi vida ―contesté con una sonrisa―.
Mira qué cuerpo se me ha quedado. Ahora los hombres se vuelven locos por
mí y elijo a quién follarme. Qué pena que Antonio, cuando le cogió la teta a la
amante de mi marido, no la catara entera y se la tirase también. Así te habría
dejado de una puta vez. No me malinterpretes, pero es que te vendría de puta
madre un cambio de look como el mío y que te metieran cuatro polvos. Tienes
cara de mal follada…
―Puta.
Yo sonreí, le hice una reverencia y me pasé las manos por mi cuerpo a modo
de caricia.
―Y mi coño lo disfruta.
No pude evitarlo. Sabía que estaba siendo chabacana y vulgar, pero era lo que
se merecía la Fregona. Después de tantos años me tenía muy quemada. Ya no
podía con ella. Aquella fue la estocada mortal. Salió de la habitación dando un
portazo y pasé el pestillo para evitar más visitas inesperadas.
Me di una ducha para quitarme el cloro de la piscina. Era obvio que la
Fregona y yo no podíamos estar bajo el mismo techo, o acabaríamos a hostias.
Además, no quería problemas con mi madre; Antonio siempre había sido
siempre el niño de sus ojos y, para una vez que venían a verla, no quería
amargarle su momento.
Tras la ducha me ricé el pelo con el difusor. No me lo había hecho así desde
que me cambié el color. Estaba muy diferente, le daba un aspecto agresivo,
salvaje. Parecía una leona. Me iba que ni pintado en ese momento.
Del armario saqué un bolso de viaje y me preparé un poco de todo. Era más
fácil meter todo lo nuevo que me había comprado. Así acabaría antes. Me dejé
fuera un vestido de licra negro con unas flores estampadas en blanco. Era
ajustado, de manga sisa y espalda al aire. Me puse las sandalias negras de
tacón y salí de la habitación. Mi madre ya había regresado y estaban todos en
la cocina preparando la cena. Mi padre fue el primero que me vio y salió en
mi busca al pasillo.
―Me ha llamado Nuria para invitarme a una fiesta sorpresa de última hora. Es
el cumpleaños de su novio.
―Han alquilado una casa en las afueras todo el fin de semana. Me acabo de
enterar.
―¿Y te tienes que ir ahora que está tu hermano aquí? ―insistió mi madre.
No tardó en llegar el coche que había pedido. Un taxista de pelo canoso y piel
muy morena bajó la ventanilla y preguntó:
―¿Dónde la llevo?
―¿Está Nuria?
La puerta se abrió y crucé al otro lado del muro. Desde ahí, la casa era más
grande e impresionante. Estaba rodeada de jardines y había una piscina
climatizada a la entrada. Se veía que, en otro tiempo, había pertenecido a la
nobleza, pues tenía hasta un torreón. Era muy del estilo de Nuria: llamativa,
cara, elegante y peculiar. Daba la sensación de que, en un momento u otro, iba
a aparecer el guerrero George, de aquella novela que me prestó mi amiga,
cabalgando en su caballo. Solo que no me lo imaginaba en una piscina.
Fui hacia la puerta principal y, antes de llegar, apareció Nuria corriendo hacia
mí, loca de felicidad y con los brazos abiertos. Iba con un bañador negro y un
pareo atado a la cintura. Me agarró tan fuerte que casi me parte en dos.
De repente, el haber ido hasta ahí no me parecía tan buena idea. Me estaba
echando para atrás.
―No seas tonta… Claro que has hecho bien. ¿De verdad la Fregona se ha
presentado en casa de tus padres? Algo querrá, esa no hace visitas gratuitas,
solo se mueve por interés. Perdona que sea tan sincera, ya sé que son tus
padres, pero…
―¿Te crees que no lo sé? Eso es lo que más me revienta, pero no puedo
meterme en eso. Mi madre siente adoración por mi hermano y yo no voy a
malmeter.
―Lo sé, Chochona. Ahora olvida eso y desconecta. Intenta pasártelo bien.
Vamos a dejar tus cosas y a enseñarte la casa. George se va a poner muy
contento.
―Nuria, yo…
Me quedé algo más tranquila después de aquellas palabras. Nada más entrar
en la casa me llamó la atención el suelo. Formaba mosaicos con diferentes
figuras geométricas y brillaba tanto que te podías ver reflejada en él. En el
hall había una fuente que me recordaba a los patios de las casas andaluzas.
―Ya te dije que era difícil coger una reserva. Verás lo especial que es. Vamos
a ver tu habitación.
―¿Se puede?
―Me hace muy feliz que estés aquí ―me susurró al oído.
―No sé yo…
Torcí el gesto. Después de todo, había sido mi decisión ir hasta ahí. Tampoco
le iba a fastidiar la fiesta con mi mal humor.
―Eso no es problema. Ahora te dejo uno. Tengo para dar y vender. Espera un
momento.
―Yo creo que ya me has pasado y de lejos ―observó―, pero me encanta que
sea así. Te lo mereces.
―Venga ―le animé―, vamos a ver ese spa tan maravilloso que me estás
vendiendo…
Pude ver a George en el jacuzzi hablando con otro hombre. Estaba de espaldas
y con el vapor no lo veía, pero cuando me acerqué un poco lo reconocí al
momento. Era Ben. Enseguida se percató de mi presencia cuando George
sonrió ampliamente al vernos llegar. Sin embargo, Ben, en su línea, estaba
seco como un ajo.
―Mejor tomamos algo aquí fuera ―le esquivó Nuria―. Ahora iremos.
Nos volvimos a reír a carcajada limpia. El camarero nos trajo los mojitos.
Como una idiota, me puse a observar a Mariano. Alto, moreno, ojos negros,
cuerpo de gimnasio, veintipocos años… La verdad era que el tío estaba bien.
Quizá demasiado joven para mi gusto.
Me intimidó su seriedad. Me gustaba mucho, sí, pero era algo físico, nada
más.
Hice ademán de levantarme e irme, pero ella me cogió por el pareo y me sentó
de nuevo en la tumbona.
―Lo siento ―se disculpó―. Solo quería probarte. No quiero que te hagan
daño, y menos George. Busca tu satisfacción y pásalo bien, sin hacer daño ni
dejar que te lo hagan. Es la única forma de ser medianamente feliz. No
soportaría que te hicieran sufrir de nuevo.
Hacia nosotras vino una sirvienta y nos avisó de que habían llegado los
últimos dos invitados que faltaban. Nuria le dio órdenes para que les instalara
y luego los reuniera a todos en el spa. La mujer, de unos cincuenta años, rubia
y de buen ver, se marchó por donde había llegado.
A George había que apodarlo «El Lince», porque me agarró del brazo y me
llevó detrás de la cascada en un movimiento raudo. Allí nos quedábamos
ocultos de todo y de todos. De un tirón me atrajo hacia él y me besó. No tuve
tiempo para protestar. En cuanto sus labios tocaron los míos, mi cuerpo no
hizo una combustión instantánea porque estábamos en el agua, pero reaccioné
abriendo la boca para recibir esa lengua que insistía por entrar y jugar con la
mía. Pasé mis brazos alrededor de su cuello y él me agarró por mi cintura
desnuda para pegar su cuerpo caldeado al mío. Separé mis labios de los suyos
y solté un gemido. Le miré a los ojos y el deseo se reflejaba en ellos. Estaba
irresistible con el pelo lacio y húmedo tapándole la cara…
George hizo una mueca casi de dolor. Su deseo estaba a tope, igual que el mío,
pero no me iba arriesgar sin tomar precauciones.
―Te deseo.
―Pero… ―musité.
Se agachó tan rápido que no lo vi. Apartó el bañador, me separó las piernas y
metió su cabeza y su lengua se coló entre mis muslos. Me apoyé contra la
pared porque casi me caigo de espaldas. El latigazo inesperado de placer fue
devastador. Lo peor era mantenerme de pie, porque mi cuerpo se estremecía
entero. De nuevo su lengua invadía el lugar más recóndito de mi ser. Entraba y
salía de dentro de mí con una habilidad que me recordaba a la de la otra vez.
Luego fue sin piedad a por mi clítoris, duro e hinchado por la excitación y el
gusto que me provocaba.
―George, George …
George estaba sudando, pero no se le veía cansado. Estaba más activo que
nunca, listo para empezar otro de tantos asaltos sexuales. Pasó la punta de su
polla entre los labios de mi vagina. Enseguida encendió de nuevo mi deseo
sexual. Mi sexo se contraía y quería que entrara dentro, pero él me dejaba con
las ganas.
―Sí, sí…
Soltó un gemido y se corrió en una tremenda sacudida que hizo que diera un
respingo.
―Lo siento, ¿te he hecho daño? ―Me miró preocupado al ver que me había
movido de una forma rara.
Otra vez sus labios rozaron los míos y ya no había disculpa que valiese.
―¿Qué decías?
―Encantada.
Me acerqué como pude para tenderle la mano, pero Jaime me dio dos besos.
Visto más de cerca era un hombre realmente apuesto. De reojo me pareció
atisbar malestar en la cara de George, aunque quizá fueran imaginaciones
mías. Penélope era un poco más rancia y estirada. El nombre le iba que ni
pintado, porque le daba un aire a la actriz española que se llamaba igual, pero
no se lo iba a decir, claro, para no llenarle el ego del que seguramente iría
sobrada.
―Espero que bien. Porque con Nuria depende del día que la cojas…
Nuria bromeaba, pero en sus palabras había un tono que dejaba entrever algo
de pelusilla.
No pude ser ni más clara ni más sincera. Jaime me sonrió. Puede que le
gustara mi naturalidad y mi respuesta. Penélope resopló y puso los ojos en
blanco.
―Soy periodista.
Mis ojos se abrieron como platos. Jaime era lo que yo siempre había soñado,
el sueño que tuve que dejar por el imbécil de Roberto.
Ahora la que estaba con la boca abierta era yo. Nuria sonreía y George tenía
la cara larga. No entendía qué le pasaba. Bueno, ese sería su problema. Al
final, eso de ir a la fiesta me estaba dando buen resultado.
―Y tú, ¿en qué matas el tiempo? ―le pregunté a Penélope tratando de disipar
la tensión que George había creado.
Yo no era tan partidaria de esos juegos, pero era un día especial y, como
seguía en mi rol de romper tabúes, ese también lo tendría que mandar al
carajo.
―Hugh Jackman.
―¡Ese!
Ella me siguió.
―¿Yo?
―Sí, tú. No hay problema, ¿eh? Lo podemos compartir, como hacemos con
George…
―Pues deberías.
―No te entiendo.
―George me ha dicho que quiere pasar la noche contigo. Sabes que no hay
problema, está autorizado. Como amiga, no quisiera que te enchocharas con él
o viceversa. Así que interactúa con más hombres… o saldrás escaldada.
***
Nuria».
Levanté la tapa de la caja y miré su contenido.
―¡Hay que joderse…! ―exclamé en voz alta. Cuando quería Nuria podía
llegar a ser muy retorcida.
En la caja había dos disfraces totalmente opuestos. Uno era de bruja y el otro
de hada madrina. No eran los disfraces clásicos de Disney, sino que eran la
versión erótica. Hasta el de hada madrina dejaría a la Cenicienta avergonzada
de por vida. Desde luego, escogí el de bruja. Se había terminado lo de ser
buena y tonta. ¡Menuda mala leche había tenido Nuria asignándome este par
precisamente a mí…! Por otra parte, después de la fiesta se lo podía mandar a
la futura suegra de Roberto.
Me duché y me ricé el pelo. Esta vez le di más volumen. El vestido era muy
cortito, negro y ajustado. Lo único que llevaba suelto y con unos picos eran las
mangas. El pack también incluía una ropa interior de infarto. El sujetador y el
tanga eran de encaje negro, con un liguero que se acoplaba a las medias
tupidas y negras rematadas también con un ancho encaje negro. El vestido
dejaba a la vista el liguero y, por debajo del encaje de las medias, unas botas
de caña alta y tacón de vértigo que me llegaban hasta la mitad del muslo. Para
rematarlo todo, el disfraz no llevaba un vulgar sombrero de punta, sino una
especie de diadema tétrica en terciopelo y piedras. Me eché el pelo hacia
atrás, pegado a la cara con la diadema, y me dejé caer la melena alborotada.
Me pinté los ojos, los labios y las uñas de color negro. Una vez concluida mi
transformación, me miré al espejo y el resultado era una bruja que resucitaría
a un muerto sin necesitar ninguna poción.
Me sentí azorada, pero, al mismo tiempo, excitada ante aquella imagen mía
reflejada en el espejo. No era consciente del potencial que tenía hasta aquel
momento. Un simple disfraz, un poco de pintura, un peinado distinto… y el
resultado era el de una persona totalmente diferente. Me sentía fuerte, segura y
tenía ganas de gustar. Sabía que no iba a pasar desapercibida y que, en cuanto
me viera George, se me iba a tirar de cabeza. Me eché un último vistazo y
tomé aire para salir a celebrar su cumpleaños. Desde luego, la bruja que
llevaba dentro iba a salir al exterior.
―Así que has escogido el de bruja, ¿eh? Estás explosiva. Sí, esa es la
palabra.
―Me parece que todas las chicas hemos decidido ir por el lado oscuro.
Nuria se reía a carcajadas. Por lo visto, había tenido muy mala leche con los
disfraces.
―A los hombres los he puesto a todos iguales. No tienen más opción que una.
―¿Qué has hecho? ¿De qué los has disfrazado? Nuria, por Dios.
―Nuria…
―Los he disfrazado de espartanos, como en la película 300.
Fuimos hacia uno de los salones que tenía la casa. En él había un gran cristal
que daba al jardín y a la piscina exterior climatizada. A la primera que vi fue a
Charo, vestida de angelito. Casi me da un ataque de risa. Estaba exuberante y
guapísima. El minivestido blanco, el liguero, las botas altas y las alas eran
todo un puntazo. Pero me daba la risa el hecho de que hubiera cogido el
disfraz de ángel, cuando le pegaba más el de diablesa.
―¿Yo? Ni idea.
―¡Sí…!
21
Luego aparecieron George y Jaime. Tuve que beber un trago del cóctel porque
se me secó la garganta. ¡Madre de Dios, qué dos pibonazos! George estaba
espectacular. Ya me conocía bien su cuerpo. Además, se había puesto una cinta
de cuero en la frente, haciendo que varios mechones de pelo cayeran a ambos
lados de la cara. Noté cómo, nada más verlo, mi entrepierna palpitaba de la
excitación. Él también se fijó en mi atuendo y sentí que me comía con los ojos.
Se mordía el labio inferior, humedeciéndose los labios.
―¡Madre mía, cómo está Jaime hoy! ―oí que murmuraba Nuria.
Ahora era Penélope la que susurraba, tras dar un trago a su copa. Nuria y yo
nos miramos y nos echamos a reír. Estábamos en plena risa cuando volvimos a
escuchar a Penélope:
Nuria me agarraba del brazo para tranquilizarme. O evitar que me fuera. Había
aparecido un último y glorioso espartano. Las chicas se quedaron embobadas
ante tanta belleza y más cuando Martín les brindó la mejor de sus sonrisas. Yo
mantuve la compostura cuando vino directo hacia mí. Las otras se quedaron
heladas; George estaba tenso.
Martín me sonreía como si nunca hubiera pasado nada entre nosotros. Seguía
siendo el hombre más guapo que había visto jamás.
Vi venir a George hacia nosotros con cara de pocos amigos. Tenía que pensar,
y rápido, porque todas las miradas estaban clavadas en nosotros. Así que pasé
mis manos alrededor del cuello de Martín y George frenó en seco. Me acerqué
sensualmente a su oído, le mordí el lóbulo de la oreja y noté que se ponía
cachondo. Me apreté contra él y noté su erección. Le susurré:
―No te hubiera imaginado nunca con ese disfraz, pero tengo que reconocer
que te queda muy bien.
Era Ben, que me traía una copa y se sentaba a mi lado. Su expresión seguía
siendo la de siempre.
―Bueno, no me vendrá mal un poco de aire fresco. Aquí empieza hacer calor.
Apreciaba a Ben, pero había que reconocer que la facilidad de palabra no era
su fuerte.
―¿Has oído eso? ―Me llevé el dedo a la boca para que no hiciera ruido.
Ben arrimó su torso desnudo a mi espalda. Me rodeó la cintura con sus manos
y nos escondimos detrás del seto. Me estaba protegiendo, pero aquel contacto
tan directo hizo que me alterara enormemente. Agudizamos la vista y vimos a
Nuria y a Martín, que se besaban apasionadamente. Entonces, él le quitó el
corsé, dejando los pechos de mi amiga al aire. Los lamía y los saboreaba,
mientras ella gemía de placer. Al ver eso me puse nerviosa.
Por vez primera, Ben sonreía. Apretó mi espalda contra su pecho con más
fuerza y me dijo:
―No podemos. Si nos levantamos ahora, nos descubrirán; así que disfruta del
panorama.
Estaba cachondo; era morbo lo que salía de su voz. Volví a mirar a mi amiga y
a Martín. Nuria estaba sentada y Martín de pie delante de ella. Ella le bajó los
calzones del disfraz y empezó a masturbarlo. La enorme polla de Martín se
veía hasta en la oscuridad. Nuria se la metió en la boca y empezó a chuparla,
disfrutando con cada lametazo mientras él movía las caderas y empujaba la
cabeza de Nuria para que chupara con más ahínco. Nunca había visto nada
igual.
―Ben, me voy dentro. No haré ruido, pero no puedo seguir viendo esto. No
está bien… ―Intenté escabullirme.
Me miraba fijamente. Sus manos bajaron a mis caderas. Hizo presión sobre mí
para que notara su dureza. Mi cuerpo se estremeció.
―No tenemos porque mirar. Podemos hacer lo mismo y disfrutar igual que
ellos.
―No puedo más, eso es una tortura ―gruñó Ben y, acto seguido, se quitó la
capa y la puso en el suelo a modo de manta.
―Pero…
No me dio tiempo a decir más. En cero coma dos ya estaba tumbada sobre la
capa y Ben encima de mí. Mi corazón se aceleró cuando le vi sacar un
preservativo no sé de dónde. Fue todo tan rápido que no me dio tiempo a
reaccionar. Ni vi cómo se quitó los calzones. Yo había pasado una hora
colocándome los dichosos ligueros y él, en dos segundos, los desabrochó, me
quitó el tanga, se puso el preservativo y entró dentro de mí con una facilidad
que me tenía asombrada.
Cuando lo hizo, me sentí en el paraíso. Estaba húmeda. Ben pasó sus enormes
manos por debajo de mis nalgas y me elevó para entrar más profundo. Gemí de
placer. Me abrí de piernas todo lo que pude para que Ben me poseyera allí en
el suelo, a lo primitivo, mientras a escasos metros oía gritar de placer a mi
amiga.
Ben entraba y salía de mi interior de una manera muy excitante. Jamás imaginé
verme en esa situación con él, ahora que nuestros cuerpos gozaban
mutuamente, no quería que se separase de mí por nada del mundo. Me besó
apasionadamente. Lo notaba muy excitado; yo también lo estaba. Era algo no
planeado, aunque lo estaba disfrutando al máximo. Le di la vuelta y me puse
encima de él. Pude ver la lujuria en sus ojos. Me agarró los pechos y yo
empecé a moverme sobre él. Mis caderas hacían círculos alrededor de su
polla. Ben apretaba los dientes intentando contener gemidos de placer. Me
incliné para besarle y jugar con su lengua. Me gustaba su sabor y la forma de
besar que tenía, diferente a la de George, aunque también perfecta.
―Tu sabor supera al mejor postre que haya probado en mi vida ―gimió Ben.
Me levanté e intenté ponerme los ligueros que él había sacado con tanta
facilidad.
Ben pasó suave y sensualmente sus manos entre mis muslos, lo que me
provoco un calambre en el estómago. Cogió el tirante del liguero y lo abrochó
a la media sin ningún problema. Luego pasó a la otra pierna, acariciando otra
vez la cara interna de mi muslo con las dos manos, subiendo lentamente hacia
arriba, buscando el otro tirante.
Le di un beso.
Pasé por delante de la puerta del salón. Charo estaba comiéndole los morros a
Jaime. Nuria entraba en ese momento con Martín por la puerta y se iban a la
barra a tomar algo. De George y Penélope no había ni rastro. Estaba a punto
de entrar en mi habitación cuando oí risas y murmullos que venían de la de
Nuria. Me asomé para ver y vi a Penélope y a George saliendo de allí. Era
evidente que venían de hacer lo mismo que yo con Ben. Mi mirada se cruzó
con la de George; le cambió el gesto. Yo ni me inmuté. Le dediqué una sonrisa
y entré en mi habitación, cerrando la puerta.
22
La noche era joven, pero la había empezado con ganas. Me quité el disfraz de
bruja y me di una ducha. Procuré no mojarme el pelo, ya que era lo único que
podía salvar después de mi apasionado encuentro con Ben y no tenía tiempo
para ponerme con temas de peluquería. Tras el polvo que me había metido
Ben, mi disfraz y toda yo en general, habíamos quedado para el arrastre. Me
había dejado seducir por el pecado descaradamente; ahora tocaba dejar el
lado oscuro y unirse al club de las castas. Así que me puse el disfraz de hada
madrina erótica.
Era de color verde, corto, con un corsé que se ajustaba al cuello. Llevaba
también un sujetador del mismo color que se encajaba entre los tirantes del
cuello y el corsé. De la cinturilla salían volantes de tul verde que hacían juego
con las alas que ahora lucía, adosadas a mi espalda. Unas sandalias doradas
de tacón daban el toque final al disfraz. Así, por lo menos, no tenía que llevar
las agobiantes medias de antes. Hacía calor y se agradecía ir ligerita. Donde
antes tenía la diadema negra, ahora iba una tiara de color verde. Parecía
Campanilla cuando me miré en el espejo, aunque no estaba mal el disfraz y
daba su morbo.
―Me perdí por los jardines con Martín. Perdona que no te avisara que iba a
venir. Si te lo llego a decir, sé que te hubieras negando en redondo. Y te
habrías enfadado conmigo. Así que elegí el factor sorpresa. ¿Me perdonas?
―Ya sabes cómo son los hombres ―exhaló Nuria―. Solo basta con darles
con la puerta en las narices y rechazarlos para tenerlos rendidos a tus pies.
Yo flipaba con las clases de teoría masculina que me daba mi amiga, aunque la
verdad era que todo lo que me iba diciendo ocurría tal cual. Debería dar
clases particulares o montar una academia sobre cómo entender a los hombres.
Parecía una enciclopedia con tanga.
―Es un salón chill-out que tiene una piscina interior climatizada. Está en la
parte trasera de la casa. Es una preciosidad. ¿No lo has visto?
―No. Pues sí que es grande la casa. ¿Hay una piscina dentro, aparte del spa?
―Felicidades.
―Lo siento si he sido brusco ―se disculpó avergonzado―. Quería hacer una
broma y me he pasado.
―No pasa nada, George… El alcohol nos juega malas pasadas a veces.
―Por favor, Lucía ―me agarró de la mano―, perdona. Llevo loco, detrás de
ti, toda la noche.
―¿En serio? ―respondí con sarcasmo―. ¿Ahora me vas a venir con esas?
No tienes que darme ninguna explicación. No me debes nada, ni yo a ti. Solo
follamos, George. Así de simple.
No podía creer que de mi boca hubieran salido esas palabras. Hablaba como
Nuria; me había convertido en una mujer fatal, igual que ella.
―Soy tan especial como lo era, hace escasas horas, Penélope en tu cama. Así
soy yo. Cuando quiera y me apetezca, te buscaré. Ahora, cielo, disfruta de tu
cumpleaños.
Quien más y quien menos soltó una expresión de sorpresa y asombro. La sala,
o mejor dicho, el pedazo estancia donde estaba la piscina, era una especie de
santuario para el relax. Los bordes de la piscina eran de piedra artificial.
Tenía una forma semicircular en una parte y luego se estrechaba en paralelo al
salón como una piscina olímpica en miniatura. El agua debía de estar caliente
porque salía vapor de ella. Alrededor de la piscina, había elegantes sofás
blancos con chaise longue y puffs gigantes que invitaban a tumbarse.
Lo miré con tan mala leche que creo que contesté a su pregunta.
Negué con la cabeza. Nuria le dio una calada y puso cara de asombro.
Nuria me la pasó. Yo renegaba, pero insistía tanto que, al final, decidí probar
la dichosa cachimba. Para mi asombro, aquello sabía a cola y estaba bueno.
Por fin, cedí y fumamos los tres la cachimba. Mariano pasaba por allí y nos
sirvió champán. Yo me reía y Nuria también; nuestras risas resonaban por toda
la estancia.
―¿Pero…?
Martín salió disparado hacia la piscina. Se despojó de su disfraz y se
zambulló en la piscina.
―Ya te lo dije. Es la mejor idea de la noche. Aquí nadie hace nada que no
quiera hacer. Todos somos adultos y si alguien se siente incómodo, lo único
que tiene que hacer es retirarse. Ahora, si no te importa, yo también me voy a
la piscina. Deja tus tabúes y mójate.
Nuria fue hacia la piscina y se desnudó. Se metió en el agua como una diosa
romana. Martín la esperaba encantado. Un segundo después, ya estaban
besándose.
Sus manos empezaron a recorrer mi cuerpo, me tocaban por todas partes. Dos
minutos después, no tenía ni una pieza de ropa sobre mi piel. Cuatro manos me
habían desnudado por completo en aquel enorme sofá. Y Ben y George estaban
en la misma situación que yo, desnudos y calientes.
George me follaba con ahínco, con fiereza. Estaba desbocado. Los chorretones
de sudor le caían por las sienes. Me apretó fuerte por las nalgas y se corrió
enseguida dejándome a dos velas.
«¿Había dicho eso de verdad? ¿Dónde estaba la Lucía pudorosa que su única
emoción era prepararle la cena a su querido marido?» Me estaba tirando a dos
tíos macizos de una sentada. Ni en mis mejores sueños…
Ben me sonrió. Otra vez esa maravillosa sonrisa que tanto me gustaba y que
tan poco mostraba.
Se acercó y me besó con tal fuerza y pasión que me dejó sin aliento.
Se puso más cachondo, si es que eso era posible. Me dio la vuelta y me miró a
los ojos.
Estaba tan sexi… Me aferré a su cuello y lo besé con deseo. Mi lengua iba sin
compasión a por la suya mientras me frotaba ansiosa por sentir mi piel contra
su torso. Ben me levantó una pierna y me penetró de pie contra la pared de la
ducha. Mi vagina se contraía de gusto y atrapaba su polla succionándolo hacia
mi interior.
―Cuando tú me digas…
Fui sincera. Había pasado del Ben con cara de ajo a ese otro, apasionado, sexi
y agradable.
―¿Puedo quedarme contigo esta noche? Así te enseñaré más cosas sobre mi
personalidad.
Salí de la ducha y me envolví en una toalla. Mirar a Ben secándose las gotas
que rodaban sobre su pecho desnudo era una provocación para mis sentidos.
Se acercó y me cogió por la cintura.
―Entonces, ¿quieres que me quede? ―insistió de nuevo.
Lo miré de arriba abajo y pasé mis manos por la toalla que tenía envuelta
alrededor de su cintura. Tiré de ella y lo dejé desnudo ante mí.
No sé qué hora sería, pero el sol se veía alto a través de la ventana y podía oír
pasos y voces por la casa. Mi estómago rugía exigiendo comida. Intenté
levantarme sin despertar a Ben, pero enseguida cerró su brazo alrededor de mi
cuerpo y me llevó nuevamente hacia él. Me dio un beso detrás de la oreja.
―Ben, no sigas…
―Cómo me provocas…
Como dos lapas, la fricción de nuestros cuerpos y nuestros sexos era brutal.
Mi clítoris contra su pubis echaba fuego, se estimulaba al mismo tiempo que
su polla entraba y salía bestialmente de mi vagina.
―Por Dios, Ben. Me voy a morir. ―Me retorcí de placer agarrándome a las
sábanas.
Pensé que no era posible, pero mi vagina se empapó todavía más y en otra de
sus salvajes embestidas, en las que noté que a él le venía su orgasmo, me corrí
vaginalmente al mismo tiempo que él. Fue algo casi celestial, porque creí ver
estrellas y hasta el arco iris sobre nuestros cuerpos sudorosos. Las piernas
empezaron a temblarme de una manera incontrolable, como si estuviera
sufriendo un ataque epiléptico.
―Buena idea. Vete y ya nos vemos en el salón. Además, tendrás que cambiarte
de ropa…
***
Eran las tres de la tarde. Todos estaban en el salón menos George. Habían
colocado una mesa con comida, al estilo bufete. Cogí un plato y lo llené con
ensalada y un poco de pechuga de pavo. Los demás estaban sentados en la
mesa del salón. Me senté al lado de Nuria, que llevaba puestas las gafas de
sol.
―Uf, ni me hables ―gruñó mi amiga―. Tengo una resaca histórica. Ayer hubo
mucho sexo y demasiado alcohol. ¿Dónde te metiste tú, por cierto?
Nuria bajó las gafas hasta la punta de la nariz y me miró por encima de ellas.
Tenía los ojos rojos y unas ojeras espantosas.
―Por ahí…
En la mesa nadie hablaba. Todos llevaban gafas de sol. Solo queríamos comer
y no estábamos para muchas historias. Actuábamos de forma correcta, como si
la noche anterior hubiera transcurrido dentro de lo cotidiano. Era increíble ese
cambio de actitud; el día antes había sido una pura orgía en la piscina y esa
mañana todos permanecían correctamente comiendo, pasándose la sal con
educación y cortesía.
Entonces, George entró en el salón de muy mal humor. Dio un portazo al entrar
y todos nos sobresaltamos. No era propio de él, pero no pintaba nada bien la
actitud que traía. Fue directo hacia Martín, que estaba sentado al lado de
Nuria. Esta se puso tiesa en la silla y muy alerta.
―George, cielo ―dijo Nuria muy seria―, Martín está donde tiene que estar.
¿Por qué no te tranquilizas y comes algo? Creo que te vendría bien.
Nuria le obligó a sentarse con un gesto de su mano, que él acató sin rechistar.
―Ya veo que es tu invitado. Aquí todo el mundo ha dormido bien acompañado
menos yo. Y eso que soy el anfitrión y el cumpleañero.
Ahora George me miró con descaro. Así que tenía un rebote por haber
dormido solo… Menuda pataleta más tonta. Ben se dio cuenta del estado de su
amigo y se levantó. Fue en su busca y le puso la mano en el hombro,
diciéndole:
Ben ignoró sus palabras y lo cogió a la fuerza sacándolo del salón. Los dos se
enzarzaron en una discusión en inglés que yo no entendí. Los gritos se oían en
el comedor. Nuria se levantó de la mesa.
―Te acompaño.
Me levanté y fui detrás de ella hacia donde provenían los gritos de los dos
ingleses. Nuria abrió la puerta de la sala en la que estaban discutiendo y,
cuando George nos vio entrar, arremetió contra ella.
―Yo no te dejo por nadie, pero, desde luego, en este momento lo prefiero a él
y no al energúmeno que tengo delante.
Intenté ser fría como Nuria. No iba a dejar que me ridiculizara delante de
nadie.
―Supongo que sí. Por eso las dos hemos cometido el error de acostarnos
contigo. De todo se aprende ―le espeté fríamente.
―Bien, George, ya tenemos intimidad ―le espetó Nuria―. Así que si tienes
algo más que decir, aprovecha ahora.
George estaba errático y confuso. Nuria me miró y luego fue hacia él.
―Cielo, hasta aquí hemos llegado. Cuando se pierden las formas ya no hay
vuelta atrás. Me lo he pasado genial contigo, pero es hora de un cambio.
Ambos lo sabemos. Prolongar esto sería un error.
George asentía con la cabeza.
―Podemos quedar alguna vez… ya sabes ―contestó él, algo más tranquilo.
Yo flipaba con Nuria. Qué entereza tenía y cómo manejaba la situación sin
inmutarse ni alterarse. Comparando esa ruptura a cuando me enteré de la
infidelidad de Roberto, en la que casi pierdo la vida, ¡madre mía! Y ella
apenas se despeinaba. Nuria me indicó con una mano que nos fuéramos y
George me llamó:
―Quiero que me perdones. Ben me ha puesto las pilas. Sé que he perdido los
papeles. ―Parecía arrepentido.
―Ben va por libre, no tiene ningún derecho sobre mí. Solo ha habido sexo,
igual que contigo.
―¿Al pueblo?
―No… Todavía tengo el piso que alquilé cuando te pasó lo tuyo. Lo paga
George.
―Mamá, voy a pasar unos días con Nuria. Ha roto con el novio y ahora me
toca a mí estar con ella.
―Pobrecita, qué mala suerte que ocurran estas cosas y más si es en un día
señalado. ¿Él cómo está?
Luego había una puerta que daba acceso a las habitaciones. La principal, la de
Nuria, tenía baño propio, una cama de matrimonio, un armario y otro televisor
colgado de la pared. El baño no tenía bañera, sino una ducha de pequeños
azulejos grises y blancos con la mampara de cristal y el aseo independiente,
dividido por otra mampara más opaca. El plumón en seda negra y estampado
en letras chinas de azul turquesa que había sobre la cama vestía la habitación.
Era sencilla, pero elegante.
―Ya te dije que era hora de un cambio. No esperaba esa actitud de George,
pero, bueno, a lo hecho pecho.
―No sé, Nuria. Quizá ha sido precipitado dejarlo así. Estaba un poco
bebido…
―Lucía, cuando quiera echar un polvo con George, solo tengo que chasquear
los dedos. No puedo dejar que me ponga limitaciones; además, Martín me
encanta y no quiero privarme de pasármelo bien con él.
―Pero esta es tu casa. No tienes que irte a ninguna parte. Para mí no es ningún
inconveniente.
―Ah, ¿no? Martín te sigue teniendo ganas. Recuerda que con el Guaperas es
fácil volver a caer. Tiene muchos encantos.
Nuria se levantó y fue hacia la cocina. Cogió dos copas y sacó de la nevera
una botella de vino rosado. La abrió y regresó al sofá. Llenó las copas y
brindamos.
―El resto, ya lo sabes ―concluí―. Fue cuando apareció George hecho una
furia en el salón.
―¿Me estás diciendo que Ben y George se acostaron contigo? ¿Los dos a la
vez?
Se sentó a mi lado y me cogió las dos manos. Me miró a los ojos y me sonrió.
―Sí, a Charo le va ese tema, pero a Ben no. Por eso me acabas de matar con
lo que me has contado.
―¿Más?
―Te tengo envidia, que lo sepas ―me confesó mi amiga―. Ahora hablando
en serio, lo de Ben hacia ti no es normal; puedes sentirte la mujer más
afortunada del mundo. Si se te vuelve a presentar la ocasión, ni te lo pienses.
―Venga ya, yo mataría por pasar una noche con ellos. No me digas por favor.
Dos tíos sobándote, penetrándote, llenándote… ―Nuria empezaba a divagar.
―Pues deberías probarlo, es algo que no se puede explicar, hay que catar.
Hacerlo con Ben y George… Uf ―Nuria se daba aire solo de pensarlo.
La verdad que estar con ellos fue una experiencia muy excitante, pero llegar a
que los dos me lo hicieran a la vez, no me lo había planteado. Nuria a veces
era muy directa y yo no era capaz de seguirla.
***
Al día siguiente, ya era tarde cuando me levanté. Olía a café y mis tripas
reclamaban comida. Fui hacia la cocina y Nuria estaba desayunando. Me serví
una taza de un delicioso café y preparé una tostada para acompañarlo. El sol
ya calentaba.
―¿Has dormido bien? ―me preguntó Nuria, y luego le dio un sorbo a su café.
Hacía un montón que no iba. Mi madre vivía en el interior, así que pensar en
zambullirme en el mar se me antojaba espléndido.
―¿Y Martín?
―No llega hasta la noche; tenemos tiempo de sobra. Vístete que nos vamos ya.
―No seas antigua ―me riñó―. Odio las marcas. Y, además, aquí todo el
mundo hace toples. Lucía, no me digas que llevas las tetas como dos faroles.
Me daba un poco de cosa, porque tenía los pechos muy blancos después de la
panzada de sol que me había dado en casa de mi madre. Tampoco era mucho,
después de todo, ya que el bikini tapaba poco, así que me lo quité y mis tetas
resplandecieron ante los ojos de Nuria. Hizo el gesto de taparse los ojos,
como si le cegaran. Yo me reí y ella también.
***
Tenía los pechos colorados como dos tomates. De momento no me dolían, pero
la piel me tiraba un montón. Ya me había duchado, pero la rojez no se iba.
―Toma, échale aloe vera. Esto te calmará ―Nuria me pasó un bote de
plástico con el potingue.
―Serás…
Allí, Martín besaba a Nuria con pasión. Estaban abrazados y sus manos se
perdían debajo de la blusa de Nuria, directas a sus pechos. Me vio por el
rabillo del ojo y se separó.
―Chochona, no seas tonta. Ven, vamos a tomar una copa de vino. Además, yo
me voy ahora con Martín al hotel y ya te quedas tú solita.
―Lucía, tengo que hablar contigo ―dijo Martín cuando Nuria volvió con las
copas y el vino―. Es sobre tu divorcio. Tengo noticias.
Me puse tensa.
―Espero que sean buenas…
―Lo bueno es que, legalmente, ya eres casi una mujer divorciada. Tienes que
firmar estos papeles y mañana ir al juzgado conmigo.
―No quiere trato conmigo… ―repetí en voz baja, pensando en el imbécil que
me había robado los diez mejores años de mi vida
―¡Claro!
―Chochona, ¿seguro que estás bien? ―insistió Nuria.
―Sí que la hay, pero eso es cosa mía. Ahora necesito descansar y pensar. Ese
imbécil no se va a quedar con nada más de mi vida. Ahora, si me disculpáis…
Apenas pude dormir pensando en los últimos detalles del plan que le tenía
preparado al que desde ese día sería, por fin, mi exmarido.
Con el pelo estuve casi una hora, pero finalmente conseguí el resultado que
buscaba. Me lo sequé, lo alisé y luego le pasé la plancha que Nuria tenía en el
baño. Al final, mi melena estaba lisa, larga y brillante. No me gustaba el
maquillaje, pero un toque de sombra negra, un poco de color en los labios y
unas gotitas de buen perfume hacían de mí una mujer muy diferente de la que
Roberto conocía.
Minutos después llamaron al timbre. Cogí un bolsito negro y salí a abrir. Era
Martín que, puntualmente, venía a recogerme.
―¿Estás lista?
―Ya bajo.
―Tú hoy sales del juzgado divorciada. Si quieres, lo podemos celebrar más
tarde.
Martín rozó con su mano mi brazo. Yo me aparté con disimulo y subí al coche.
―Sí, señora.
―Joven, se nota que es usted de la ciudad. Aquí solo hay un juez. Al fondo a
la derecha.
―No tiene gracia, ese guardia es un paleto ―gruñó Martín todo ofendido.
―No te molestes. ¿A dónde crees que venías? Esto es el culo del mundo.
Bastante es que tenemos juzgado.
―No sé cómo has podido vivir aquí tantos años. Ahora comprendo que no
hubieras visto nunca un autocine…
Tenía ganas de fastidiar, pero ese no era el día. Me estaba buscando y me iba a
encontrar, pero no de la manera que él quería.
―Me lo pasé bien, pero he de reconocer que este fin de semana me lo han
hecho pasar muchísimo mejor.
Se quedó cortado y ya no siguió por ahí. No hay cosa que le duela más a un
hombre que el hecho de que jueguen con su virilidad.
―Acérquense, por favor ―nos pidió el juez que, efectivamente, era Armando.
Me acercó los papeles y firmé. Entonces miré a Roberto a los ojos y vi que
tenía la mirada clavada en mí. Me observaba con cara de asombro, me
revisaba entera y no perdía detalle de mi cuerpo. Yo me sentí aliviada, porque
ya no sentía nada por él. Le sostuve la mirada sin alterarme. Él, en cambio,
estaba hecho un manojo de nervios. Me acerqué a él y la jovencita se puso
detrás de él. Me hizo gracia, me tenía miedo.
―Lucía, estás…
―Estoy, Roberto, pero ya no contigo. Eso es lo único que importa. ―Le corté
en el acto.
―Eso ―le apremié―. Firma y no prolongues más esta agonía. Mira cómo
tienes a tu amada. No la hagas sufrir con un matrimonio angustioso.
―Dame un segundo, tengo que hacer una llamada ―me comentó Martín.
―Voy a sentarme. Me duelen los pies.
―Serás capullo, menudo susto me has dado. ¿Qué quieres ahora? ―Me salió
del alma.
―Mira, déjalo ―repuse―. Mejor no sigas, que lo estás arreglando. Una cosa,
me ha dicho mi abogado que no quieres dividir los bienes. Esa casa es tan mía
como tuya. ―Me estaba alterando.
―¿Y yo sí? Me he tenido que buscar la vida e irme a casa de mi madre. Tuve
que dejar hasta la carrera por ti. Tengo derecho a mi parte.
―Lo siento, no quiero que te enfades. Estás tan bonita… ―Se le caía la baba.
Ya está. Ya había picado. Los ojos de Roberto recorrían mi cuerpo otra vez y
el deseo brillaba en sus ojos. Cogí su mano entre las mías.
Saqué del bolso un papel y un bolígrafo. Apunté la dirección del piso de Nuria
y se la di.
―Ven hoy a las nueve a esta dirección. Te voy a preparar una última cena de
despedida. Hablamos y ya veremos a qué acuerdo podemos llegar. ―Puse voz
melosa.
―Allí estaré.
―Ni de coña. Llévame a casa que tengo faena. ¿Dónde está Nuria? Tengo que
hablar con ella urgentemente.
―Imagino…
***
Llegamos. Martín quería subir. Le dije que llamara más tarde a Nuria, porque
ahora necesitaba estar a solas con ella. No le hizo mucha gracia, pero lo
entendió. Le di las gracias y se fue al hotel. Abrí la puerta de casa agitada y
nerviosa. Nuria se sobresaltó.
―Estoy genial ―sonreí―. No me ha afectado para nada. Por fin soy libre.
Bueno, casi. Me falta solventar una cosa y te necesito para eso.
Nuria me llevó al sofá y nos sentamos como dos marujas que organizan un plan
maquiavélico.
―¡Pues claro! Se quedó como un imbécil con las piernas cruzadas del
calentón que tenía.
―La cuestión ―seguí―: al principio casi pierdo los papeles, pero logré
contenerme y calentarlo. Lo he invitado a cenar esta noche aquí. Necesito que
firme el acuerdo para repartir los bienes gananciales.
―¡Serás pérfida! ―exclamó Nuria―. Eso parece idea mía. Me has dejado de
piedra. ―Mostró una sonrisa traviesa.
―Había pensado hacerlo con el móvil, pero no sé muy bien cómo ocultarlo
para que no se dé cuenta.
―Para eso me tienes a mí. Madre mía, la que vas a liar, Lucía. Ese imbécil se
lo ha ganado. Vamos, que tengo la solución a tus problemas.
―Tú calla y entra. Vas a alucinar con las cosas que hay aquí.
Entramos y un dependiente friki, rubio, con el pelo largo y gafas nos atendió.
―Mi marido me engaña con otra y quiero pillarlo in fraganti. Necesito algo
para dejar grabando y que pase inadvertido. Son pruebas para después poder
divorciarme. ―Lo explicó como si nada.
―¿Eso hace ese bolso? ―pregunté asombrada con los ojos como un búho.
Me guiñó un ojo con picardía y me sacó los colores. Cogimos nuestras nuevas
adquisiciones y volvimos a casa a preparar el plan. Le tenía ganas a Roberto,
pero no como él imaginaba y deseaba.
Nada más llegar hicimos pruebas en el salón para ver si funcionaban. ¡Eran la
caña! Aquel bolso y el cargador sacaban unas imágenes en altísima calidad.
Dejamos el bolso en el mueble del comedor, como si lo hubiera olvidado allí
por casualidad, y el cargador en un enchufe lateral que daba otra perspectiva
del sofá, nuestro escenario del crimen ya estaba montado.
―Tendré que salir a comprar algo para preparar la cena y luego vestirme muy
explosiva ―contesté―. Debo causar buena impresión, aunque solo de pensar
en que me toque… ―Sentí un repelús.
―¡No vas a cocinar para él! ―alzó la voz Nuria―. Pediremos algo al
restaurante de aquí al lado. En cuanto a lo otro, tú caliéntalo mucho y, a lo
mejor, se va antes de que tengas que hacer nada. No está acostumbrado a tu
nueva forma de ser. Eso le va a imponer. Además, yo me voy a quedar en la
habitación por si me necesitas.
―Sí, dile que estoy indispuesta. Piensa que, si no, su instinto será llevarte a la
cama. Así no tiene escapatoria. ―Chasqueó los dedos al aire.
―Pues ahora vístete. Te voy a dejar algo que le quitará el hipo. Mientras, iré
llamando al restaurante y luego a Martín para avisarle de que llegaré más
tarde.
―Gracias por todo, Nuria. Eres la mejor amiga que podía pedir. A veces
pienso que no te merezco.
―Todo va a salir bien ―me tranquilizó―. Además, Roberto está muy bueno.
No es como enrollarse con un cardo borriquero. A mí no me importaría
hacerle un favor, aunque sea un imbécil.
―Tú tranquila. Sabes que estoy ahí al lado por si me necesitas. ―Me recordó
de nuevo.
―¿Quién es?
―Sube.
Fui hacia la cocina y cogí dos copas y una botella de vino tinto. Roberto
estaba guapo. Llevaba unos pantalones vaqueros gastados y una camiseta
blanca informal. Pocas veces lo había visto vestido con otra ropa que no fuera
la de gimnasia. Le acerqué su copa y le dio un sorbo, sin quitarme la vista de
encima.
Fui hacia el horno para sacar la cena, pero Roberto se me acercó por detrás y
me agarró por la cintura. Casi le meto un guantazo, pero me controlé y no hice
nada. Era lo que quería, a fin de cuentas, pero no lo esperaba tan pronto.
Dios tenía que darme mucha paciencia para no meterle la cabeza en el horno.
Me zafé de él sutilmente y serví otra copa de vino para ambos. Necesitaba
alcohol para poder hacer esto. Le agarré de la mano y lo llevé al sofá.
Él tiró de mí y me atrajo para besarme. Sentí sus labios sobre los míos.
Roberto estaba excitado, pero a mí no me producía ninguna sensación. Insistí
en el sofá y al final cedió. Respiré aliviada; ya estaba donde yo quería.
―Lucía, sé que no tengo derecho a pedirte nada, pero es que no puedo dejar
de pensar en ti…
―Repíteme eso.
Me abrí de piernas para él. Roberto se asombró ante mi descaro, pero acató
mis órdenes sin rechistar. Me quitó el tanga y su cabeza se hundió entre mis
piernas. Empezó a jugar con su lengua dentro de mi vagina. Yo no quería
excitarme, pero lo hacía bien. Seguro que había practicado con su joven
amante… Por mi parte, solo podía hacer una cosa: cerré los ojos y pensé en
Ben mientras la lengua de mi ex entraba y salía de mí, lamiendo mis labios
vaginales. Metió un dedo y me estremecí. Con su dedo y la lengua el placer
era ya muy intenso. El clítoris se me hinchó por la excitación y su boca fue a
por él. Yo me imaginaba que era la boca de Ben la que me succionaba, la que
me penetraba y me daba ese placer tan mágico.
―Lo siento. Nunca te había visto tan activa y sexual. Me has puesto muy
cachondo y no he podido aguantarme. ―Estaba avergonzado.
―Anda, mira la hora que es. Me temo que hoy no puede ser… Tengo una cita
dentro de una hora y aún debo ducharme y cambiarme. Mira cómo me has
dejado.
―¿Me hablas en serio? ¿Has quedado con otro? ―Su expresión no tenía
precio.
―Te lo he dicho: con quien quiera. Tú eres solo uno más. Ya no eres especial,
dejaste de serlo el día que me rompiste el corazón.
―Pero, ¿esto no ha significado nada para ti? ―Se quedó totalmente noqueado.
―Sí, un gusto para el cuerpo. Y nada más. Ya puedes irte. ¿No es así como lo
hacéis con las mujeres?
―¿Por ser igual que tú? ¿Qué le vas a contar a tu joven Marta cuando llegues?
¿Que has ido a cazar un conejo? ―Mis palabras eran puro veneno.
―Yo ya lo he pagado con intereses, hijo de puta. Aquí el que va a pagar ahora
eres tú. No me vuelvas a amenazar en tu patética vida o te arrepentirás. No soy
la idiota con la que te casaste. Ahora soy una mujer diferente y sé defenderme
yo solita. Sal de aquí, eyaculador precoz, y ve a lamerte las heridas a otra
parte.
Le di otro empujón hacia la puerta y salió disparado del piso. Nuria salió de
la habitación al momento. Se acercó para calmarme.
―Todo.
Era mi primer día como soltera de forma oficial. Me levanté de buen humor y
me preparé una taza de buen café. Nuria había pasado la noche con Martín y
yo, en cuanto me quedé sola en el piso, me di una ducha para desprenderme
del olor de Roberto y me quedé dormida. Por la mañana llamé a mi madre
para darle la noticia.
―Mamá, voy a quedarme con Nuria unos días. Así disfruto de la playa y
vosotros descansáis de mí. Aprovechad y haced un viajecito, por ejemplo.
Nuria apareció eufórica por la puerta. Iba con la ropa de la noche anterior y no
tenía cara de haber dormido mucho.
―¿Y eso?
―No seas mala ―repuse―. La bruja del cuento es una santa a tu lado…
―Oye, vámonos al centro comercial. Nos compramos algo bonito y esta noche
salimos y lo celebramos. ¡Eres una mujer libre!
―Ya, pero eso puede esperar unos días. Ya nos preocuparemos. Hoy vamos a
celebrar tu soltería.
No podía decirle que no. Nos duchamos y nos vestimos para salir al centro
comercial. Me puse un vestido estampado de florecillas, suelto y fresquito.
Nuria hoy iba muy similar, solo que el de ella era rojo pasión. Me recogí el
pelo en una coleta y me dejé unos mechones sueltos. Ya le iba cogiendo maña
a esto de peinarme y cada vez lo hacía mejor. Llamábamos la atención allí por
donde pasábamos. Nuria era un todoterreno de mujer, yo era la versión más
discreta; y la suma de las dos les daba mucho morbo a los hombres.
Menos mal que llegamos al centro comercial, nuestro refugio con aire
acondicionado, porque en la calle hacía un calor asfixiante. Nunca antes había
estado allí. Tenía tres plantas y estaba repleto de tiendas. Abajo el
hipermercado; en la segunda, las tiendas que le gustaban a Nuria, incluyendo
las de zapatos. Y arriba, en la tercera, la zona de restauración y los cines. El
lugar estaba muy bien. Además, no había demasiada gente y se podía disfrutar
de las tiendas sin agobios de multitudes. Nuria fue directa a una de la segunda
planta, en cuyo escaparate había vestidos sugerentes, bastante provocativos.
Justo de los que ella solía usar.
―¡Increíbles! ¡Divinas! Sabía que esos vestidos eran para vosotras en cuanto
os vi.
***
Ya casi era la hora de comer y ella seguía teniendo cuerda para rato.
Nos sentamos en una terraza y pedimos unas copas de vino blanco y unos
aperitivos. Sabía que ella se iba a molestar, pero le pedí al camarero que me
trajese unas olivas, porque me apetecían un montón. Mi amiga no puso pegas,
al contrario, hasta comió alguna.
―Lucía, ¿estás bien? ―preguntaba Nuria con voz angustiosa―. Dime algo.
Ben me miraba fijamente, al igual que George. Pensar que había estado con
aquellos dos hombres me erizaba toda la piel. Se hizo un silencio incómodo.
―¿Qué hacéis por aquí? ¿Es que hoy no trabajáis? ―preguntó Nuria para
romper la tensión creada.
―¿Os importa que nos quedemos a comer con vosotras? ―preguntó George.
Noté que a Nuria no le hacía mucha gracia, pero era lo menos que podía hacer
para agradecerles que me hubieran salvado la vida. A mí sí que me apetecía,
así que hice una seña para que se sentaran. George sonrió. Ben ni se inmutó,
volviendo a su habitual cara de ajo.
Ben, por el contrario, seguía con una actitud muy distinta. Era el hombre que
conocí en un principio: seco, rancio y de pocas palabras. Me costaba pensar
que había pasado toda una noche en la cama con él, riendo, follando y
divirtiéndome a tope, porque ahora no conseguía llevar una conversación de
diez palabras seguidas sin tener que disculparme o ruborizarme. Me ponía
nerviosa, me hacía sentir incómoda.
―Felicidades, preciosa ―me miró con cara de goloso―. Eso hay que
celebrarlo a lo grande.
―Cielo, no te emociones… que luego pasa lo que pasa ―le advirtió Nuria.
―Cielo ―le informó Nuria a George―, esta noche ya tenemos planes. Tendrá
que ser en otra ocasión.
Él torció la cara en un gesto de desagrado. Ben, que seguía sin mostrar ninguna
emoción, me puso la mano encima de la pierna. Me cogió por sorpresa, como
tenía por costumbre, pero mi cuerpo reaccionó al instante. Se acercó a mi oído
y me susurró:
―¿Es cierto que tenéis planes o es una estrategia para libraros de nosotros?
Apartó suavemente la mano con una leve caricia. El vello se me puso de punta.
―Es cierto ―contesté sin pensar―. Acabamos de comprarnos ropa para esta
noche.
No era cierto, claro, pero ya no me apetecía estar con ellos. Quería seguir con
mi día entre amigas. Ella puso cara de sorpresa un segundo, pero me siguió la
corriente de inmediato.
―Lucía, ¿puedo llamarte para quedar otro día? ―me preguntó George.
Notaba sus manos ahora con más fuerza. Me tocaban de forma diferente, pero
pensé que formaba parte del masaje. Cerré los ojos y seguí dormitando. Pero
los abrí de par en par cuando sus manos se acercaron peligrosamente al
interior de mis muslos y me excité. No podía ser. Me puse tensa e iba a decirle
que parase cuando un cuerpo desnudo, grande y que reconocía a la perfección
se puso sobre mí. Me cortó la respiración, fruto de la sorpresa y el peso.
Cogió mis manos y las pasó por encima de mi cabeza, dejándome
inmovilizada.
―No puedes entrar aquí y hacer lo que te venga en gana ―jadeé entre molesta
y excitada. No podía evitarlo, y más teniéndolo desnudo sobre mí.
Ben me sujetó las dos manos con una de la suyas, me separó las piernas
ayudado de sus rodillas y, con su otra mano, empezó a rozar el interior de mi
muslo hasta llegar a mi sexo, que ya estaba húmedo a su contacto. Solté un
gemido, que no pude reprimir. Ben me mordía el lóbulo de la oreja y encendía
mis carnes.
Me revolví debajo de su cuerpo, pero era imposible zafarse de él, cosa que no
quería. Ansiaba que me poseyera de una vez porque me estaba desquiciando
con tanta sensualidad.
Comenzó a pasar su polla por los labios de mi vagina. Era un placer casi
doloroso. Noté que estaba preparado y se había colocado el preservativo. Yo
intentaba levantar las caderas en busca de su penetración, pero no llegaba.
Mordí el tatami frustrada y excitada ante aquel imponente hombre. Ben seguía
jugando a torturarme y ahora frotaba su polla contra mi clítoris, por el exterior
de mi vagina, sin llegar a metérmela. Aquello me estaba enloqueciendo y sentí
un ligero mareo. Volví a morder el tatami de la rabia y del deseo.
El sudor caía por nuestros cuerpos y se mezclaba con el olor a sexo que se
había formado en el ambiente.
―Así no me arriesgo a que me digas que no. Como estás tan solicitada…
―Nada.
Hizo el gesto para que regresara con él al tatami, pero yo ya había conseguido
ponerme el vestido y las sandalias.
―No, Ben, estoy muy solicitada. La próxima vez pide una cita y no vuelvas a
invadir mi intimidad.
Nuria abrió los ojos de par en par y se llevó las manos a la boca.
―¿En serio crees que es suerte? Ese tío está como una cabra. ―Me enojó su
comentario.
―¡Ja! Una cabra que todas las mujeres del pueblo quisieran en su corral.
―Vale, vale…
Lucía, ¿podemos quedar a tomar algo? Siento cómo te hablé la otra noche,
perdí los papeles. Si quieres subo a tu piso esta noche y hablamos. Dame la
oportunidad de aclarar las cosas.
―¿Quién es?
Le enseñé el mensaje.
―Dile que sí, que vale. Vamos a dejarle las cosas claritas de una vez por
todas. Tendremos el vídeo preparado.
―¡Nuria!
―Hija, ¿qué mejor forma de celebrarlo que pegando un polvo con un tío
macizo?
Ahí sí que tenía razón. Había inaugurado mi soltería follando con Ben de una
manera exótica y atrevida. No se podía pedir nada mejor.
27
Pero eso sí lo oí, justo antes de que saliera dando un portazo de su habitación
en dirección a la cocina. Me acerqué a ella con cautela. Agitaba las manos
muy alterada y no hacía más que resoplar.
―No seas tonta, puedo permitírmelo. Lo que pasa es que está dolido porque
no quiero acostarme con él y anda como un gato escocido. Es su manera de
castigarme.
―Todavía no sé lo que voy hacer con mi vida. Ahora ya no hay nada que me
ate a ninguna parte.
Nos echamos a reír las dos, como si eso fuera pecado o, peor aún, una
enfermedad contagiosa.
―¿No te estarás poniendo tonta? ―Le di un codazo al verle poner los ojos en
blanco.
―Jo, Chochona, deberíamos montar algo así. Masajes para mujeres con tíos
buenos. Algo con clase y elegancia. Yo pagaría por vivir una experiencia
como la tuya.
―No, no estoy de guasa. Piénsalo bien. Los tíos tienen toda clase de servicios
para ellos: masajes, damas de compañía, servicios eróticos, lugares de
intercambio… Pero ¿qué tenemos las mujeres para nosotras? Nada. Siempre
somos la mercancía. Demos un giro y que sean ellos los que nos sirvan y
trabajen para nosotras.
―Nuria, tienes más cojones que un tío. A veces me das pánico. ¿Cómo vamos
a meternos en algo así?
―El tiempo pasa volando cuando te pegan un buen polvo. Piensa en lo que te
he dicho.
Volvió a sonar el timbre, esta vez el de la puerta del apartamento. Y allí estaba
Roberto, con unos pantalones chinos de color beis y un polo de color negro.
Lo invité a entrar e hizo un gesto de sorpresa cuando vio que no estaba sola.
―Ponme a mí también.
―No es mi casa. Por otro lado, solo has venido a hablar, puedes hacerlo
delante de ella.
Nuria vino con los papeles de la separación de bienes y se los puso delante
junto a un bolígrafo.
―¿Cómo has sido capaz? ―gruñó entre dientes, impotente ante aquellas
imágenes.
―Esa pregunta te la tenía que haber hecho yo, pero no me diste oportunidad
―le espeté―. He sido capaz porque tú me has obligado a ser así.
―Depende de ti. Si firmas, aquí se queda el asunto. Si no, puede que te hagas
famoso en las redes sociales.
―Eres una arpía ―me recriminó poniéndose de pie―. Las dos lo sois.
―Soy una arpía ―le miró sensualmente―, pero estoy muy rica. ¿Quieres que
te lama las heridas?
Nuria pasó la lengua por los labios de Roberto y él se excitó todavía más. Mi
amiga podía ser muy persuasiva y mi ex no sabía dónde se estaba metiendo.
Roberto me miró, pensando quizá que aquello me daba celos, y metió su
lengua dentro de la boca de Nuria. Ella respondió a su frenético beso y yo me
giré para reírme de lo tonto y fácil que era de manipular mi exmarido. Daría
gracias a Dios todos los días de mi vida por haberme divorciado de él. Tras
eso, corrieron a su habitación. Un minuto después, Nuria salió medio en
pelotas y me dijo que le llevara los papeles cuanto antes a Martín.
Pronto empezaron los gemidos y los jadeos. Cogí los papeles, el bolso y salí
feliz del apartamento. Nuria y yo habíamos conseguido las dos lo que
queríamos.
***
Martín iba de sport: vaqueros y una camiseta azul cielo. Era guapo a rabiar,
eso no se lo negaba nadie.
―Toma, te dije que lo conseguiría.
Le puse los papeles encima de la mesa. Los cogió y los leyó por encima. Los
reconoció enseguida. Vio la firma de Roberto.
―¿Y Nuria?
―No lo sé. Aún no he pasado por casa. Todo este tema me ha tenido un pelín
ocupada ―mentí.
Cogió el teléfono. Estupendo, la había cagado y bien. No sabía qué hacer para
no descubrirla, así que le quité el teléfono de las manos y lo besé. Martín se
quedó paralizado, pero enseguida me aplastó contra él y me devoró la boca.
Ya tenía su atención. En cuanto pude, me separé, pues en el bar nos estaban
mirando.
―Lo siento, habrá sido la emoción. Te estoy muy agradecida por todo.
―¿Sí?
―¿Nuria?
Me había colgado.
Salí del aseo y fui hacia Martín, que sonreía de oreja a oreja. Podía ser peor.
Al menos, ya lo conocía y estaba bueno. Pasar la noche con él no era tan mala
idea. Esto era como con los antibióticos: uno cada ocho horas. Por la mañana
no había tenido, al mediodía sí y ahora me tocaba el de la noche. Madre mía,
estaba recuperando diez años perdidos a pasos agigantados.
―Tengo que pasar primero por el hotel a recoger una cosa ―me insinuó
Martín.
Ya, la disculpa más vieja del mundo. En otro tiempo habría caído, pero, a esas
alturas, no. Le ahorré el mal trago.
―No sabes el tiempo que llevo esperando esto ―estaba ansioso y bastante
alterado.
―Martín, relájate o me voy. No me gusta que seas tan rudo. Tranquilízate, por
favor.
No sé qué le pasaba, pero lo notaba muy raro. No era el Martín que recordaba
del día del lago. Estaba nervioso y alterado. Entramos en la habitación. Era
clásica, con una cama de matrimonio de nogal con canapé, dos mesitas de
noche haciendo juego con la cama y dos lámparas blancas de pantalla cónica
de algodón. Frente a la cama había una cómoda con el minibar y un pequeño
despacho con una silla. Al lado, la puerta que daba acceso a un aseo
normalito.
Martín fue al baño nada más entrar. Me pareció raro, sobre todo tras su
insistencia en el ascensor. No cerró la puerta y eché un vistazo. Me quedé
muerta al verlo esnifar algo encima del lavabo. Supuse que sería cocaína. Me
giré lentamente para irme. Ahora me explicaba ese comportamiento tan inusual
y su nerviosismo. No me lo esperaba de él.
Me cogió en brazos y me lanzó sobe la cama. Casi me quedo sin aire del golpe
que me di. Se tiró encima de mí como un poseso, tratando de quitarme la ropa.
Yo peleaba por impedírselo.
Cogí un taxi sin saber adónde ir, pues no quería darle el gusto a mi ex de que
me viese con el golpe en la cara y la ropa rasgada. Tampoco conocía a nadie.
Así que llamé a George, ya que también me daba vergüenza de que Ben me
viera así.
No contestó.
―¡Joder!
―No llores. Espero que le hayas dado su merecido a ese hijo de puta.
Sabía que le había partido la nariz de la patada que le di, pues la oí crujir bajo
mi pie. Su labio tampoco tendría buena pinta después de mi mordisco.
―No me gusta la pinta que tiene ese ojo. ―Torció el gesto―. Mañana iremos
a la consulta, porque aquí no puedo examinarte como es debido. Quiero
asegurarme de que no hay ninguna lesión interna.
―Tendremos que llamar a Nuria o se pondrá como una histérica ―me recordó
George―. Además, no quiero que a ella le pase lo mismo que a ti. Hay que
avisarla sobre ese tipo.
No había caído en eso. Si Martín quedaba con ella, podía correr la misma
suerte que yo. Me puse nerviosa y me levanté.
George me abrazó.
―Tranquila. Yo iré hablar con ella. Tú ahora date una ducha y acuéstate.
―Sí. No puedo dejar que Nuria corra la misma suerte que tú.
***
―Tranquila, soy yo. No me saltes los dientes con una de tus patadas.
Me dejé caer en la cama y solté la tensión de la espalda. George se sentó a mi
lado, volvió a mirar mi cara hinchada y su cara se contrajo.
―No te preocupes por eso ahora; sanará. Vengo de hablar con Nuria.
―Relájate. Nuria está bien. Ya sabe que estás aquí. Se ha quedado desolada
por lo ocurrido; se siente responsable, ya la conoces. Mañana vendrá a verte y
habláis. Me ha dado un bolso con ropa tuya. Pero está bien, muy enfadada con
el capullo ese, pero más preocupada por ti.
―Lo sé, ya se lo he explicado. He pasado un buen rato con ella hasta que por
fin se ha tranquilizado.
***
Me desperté porque una mano me acariciaba el rostro con suavidad. Abrí los
ojos y me encontré con la mirada azulada de George. Estaba de costado,
pasándome la mano por el pelo y la cara. Sonreía ampliamente. Qué guapo
estaba por la mañana, con el pelo ensortijado y la barba sin arreglar.
―Al final he conseguido pasar una noche contigo ―dijo en tono divertido.
―La mejor noche que he pasado con nadie, te lo puedo asegurar. ―Susurré
adormilada.
George se acercó a mis labios y me besó muy despacio. Apenas los rozó, pero
fue suficiente para que mi piel se erizara.
―Tenemos que vestirnos… Hay que ir a la clínica a mirar bien ese ojo.
―¿Es necesario?
―Lo siento, no era mi intención. Además, ¿cómo voy a excitarte con esta
cara?
Me tapé el rostro con la sábana. Me daba vergüenza. George se acercó y retiró
la sábana despacio para no lastimarme. Me miró y acarició mi cara y mi ojo
malherido. Empezó a besarme por donde tenía la zona afectada, muy
suavemente, con delicadeza.
―Eres preciosa en todos los sentidos, por dentro y por fuera. Me excita tu
forma de ser ―me susurró.
Me abracé a George y esta vez fui yo la que lo atraje hacia mí. Fui directa
hacia su boca y lo besé con pasión. George reaccionó al momento. Su lengua
empezó a hacer magia con la mía. Solo él sabía besar de aquella manera. Me
quitó su camiseta y posó su boca sobre mis pechos. Me costaba no gritar de
placer, pero tenía que evitar los gestos con la cara, porque agudizaban mi
dolor. Se alejó un momento para coger un preservativo, se lo colocó y siguió
besándome con delicadeza. Me separó las piernas con las suyas y entró dentro
de mí. Me estremecí al sentirlo y me abrí para entregarme por completo a él.
―Sí, George…
Se dejó llevar por la pasión del momento.
―Eres maravillosa…
George había hecho que se me fueran todos los miedos y dolores. A pesar de
los roces que habíamos tenido, nunca dejó de atraerme. De hecho, me gustó
desde el primer día que lo vi, al igual que Ben. Entonces, George se incorporó
en la cama de mala gana. Me miró fijamente y me cogió de la mano.
―Llevarte a la ducha.
―¿Juntos?
―¡Por supuesto!
―¡Ah, no!
―Si nos vamos juntos a la ducha, no salimos hoy de casa. Tú dúchate abajo y
yo lo haré en el baño de invitados.
***
Menos mal que Nuria me había mandado ropa. Me puse un vestido blanco
entallado a la cintura y con la falda de vuelo. Era corto, pero no demasiado.
No llevaba mangas y tenía un estampado lateral de una flor en color granate.
El escote, que no tenía, se cerraba en un cuello redondo. Era discreto, elegante
y sugerente. Conociéndola, menos mal que no me había mandado nada estilo
pendón. Me puse unas sandalias de cuña altas, también blancas y un culote de
color blanco sin sujetador. Me dejé el pelo suelto y rizado y me coloqué unas
gafas de sol con las que apenas se apreciaba el golpe de la cara.
Nuria se disponía a subir las escaleras, pero bajé yo antes. Se quedó parada.
Estaba avergonzada y bajó la mirada.
―Lucía…
Las lágrimas corrían por sus mejillas. George nos miraba sin saber cómo
reaccionar. Le hice una seña para que nos dejara solas y él asintió y se fue.
―Chochona, lo siento.
―No ha sido culpa tuya. Estaba muy preocupada por ti. No llores, por favor.
Nuria me miró y me quitó las gafas de sol con cuidado. Cuando me vio, se
tapó las manos con la boca. Comenzó a llorar de nuevo.
―No…
―¡Sí!
―Sabes que me importáis las dos, podéis contar conmigo siempre. ―Le
dedicó una sonrisa sincera.
―Si quieres ―le dijo a Nuria―, tráela tú. Yo me voy yendo, que ya llego
tarde. Nos vemos allí. Decidle a mi secretaria que os pase nada más llegar.
Nuria me apretó el brazo para que me relajara y sacó la mejor de sus sonrisas.
―Sí ―afirmó Nuria―. Vengo a ver a George para que me haga una revisión
de la vista. Ya me toca y le he llamado por si podía atenderme.
―De paso ―respondió Ben―, dile que le eche un vistazo al ojo de tu amiga,
porque no tiene buena pinta.
―¿Tanto se nota? ―le pregunté a Nuria cuando la puerta del ascensor se cerró
―Para nada. Ese tío parece que tenga rayos X en los ojos. Me he quedado tan
cortada como tú.
―Claro que me he fijado. Pero no te hagas pajas mentales. Vamos con George
y que te vea ese ojo.
La consulta de George era toda blanca: los muebles, los sofás, el despacho de
la secretaria… No daba la sensación de que estuviéramos en un hospital, sino
en un espacio cálido y luminoso que te daba paz.
―Dile al doctor que Nuria y Lucía han llegado. Nos está esperando.
―En principio, parece que es un simple derrame. Te voy a echar unas gotas
para tomarte la tensión ocular y, si está bien, dentro de una semana vuelvo a
verte.
Respiré aliviada. Solo era algo incómodo y estético. Me echó las gotas, que
escocían un poco, y me volvió a colocar tras ese aparato. Un soplo de aire me
llegó a ambos ojos y él sonrió. La tensión estaba bien.
Le di un abrazo.
―¡George!
―En serio, pídele cita a Alice y en una semana te quiero ver en la consulta,
aunque espero disfrutar de tu compañía antes.
Me quedé alucinada.
Nuria y yo nos miramos atónitas ante aquella situación, que era de lo más
surrealista. Ben hablaba como si yo no existiera. Seguía sosteniéndome la
cara, observándome y yo allí, quieta como una idiota. Le di un manotazo y le
quité la mano de mi cara. Se quedó un poco traspuesto. Se despidió de George
y se fue. Yo no entendía nada. Y Nuria estaba tan sorprendida como yo.
―¿Es cierto, George? ―Lo miré a los ojos―. ¿Estáis ocultando algo? Yo no
puedo con más mentiras… Dime qué ocurre, por favor.
―Lucía, ante todo no te enfades y escucha bien lo que te voy a contar. Tienes
que entender las circunstancias.
―Ayer, cuando te dejé en casa, fui a buscar a Nuria y llamé a Ben. Le conté lo
que había ocurrido y se puso colérico. Cuando salí del apartamento de Nuria,
fuimos a hacerle una visita a Martín.
―Pues a mí sí. Lástima que no le hubieran hecho una foto. Ese cabrón se
merecía eso y mucho más ―confesó George.
―Ahora entiendo porque Ben está cabreado ―comentó Nuria desde el sofá,
dejándome a cuadros.
Yo debía de estar espesa, porque seguía sin comprender el cabreo que tenía
Ben conmigo.
―¿Y qué le pasa conmigo? Llamadme tonta, pero no termino de pillarlo.
Ahora sí que me sentía fatal. Me dejé caer en el sofá al lado de Nuria y apoyé
la cabeza en su hombro. Suspiré.
Así que hoy tenía la labor de fabricar bebés… Pues menudo día llevaba el
pobre para asesorar a las parejas, y menos para fertilizar a nadie. Volví a
coger el ascensor y pulsé el número 2 del panel. Una vez allí me dirigí hacia
el área de fertilidad. Me apunté en la mente que debía coger cita para
ginecología, pues acababa de ver el cartel y me vino a la memoria. Llegué a
una sala enorme de color lila. Las paredes estaban llenas de fotografías de la
anatomía de la mujer: úteros, vientres embarazados… Había muchas parejas y
yo me quedé fascinada con la cantidad de gente que quería tener un hijo a
través de ese método. Yo, en su día, también me lo planteé, pero Roberto lo
descartó. Él decía que podía engendrar sí o sí. Estaba embobada mirando las
paredes y a las parejas que esperaban impacientes su turno cuando oí que me
llamaban. Me giré y vi a Roberto y a Marta sentados en la esquina de la sala
de espera.
De repente, todo me encajó. El muy imbécil estaba con esa cría para hacerse
una revisión o para llevar a cabo una fecundación in vitro. Al final, él era el
que no podía tener hijos. Diez años de pruebas con mi ginecólogo, diciéndome
siempre que estaba bien. Diez años esperando a ser madre y, en tan solo unos
meses, se decidía a venir con esa muchacha. El odio me invadió y el veneno
me corrió por las venas. Me había anulado como mujer haciéndome creer que
no servía para tener hijos. Lo miré envenenada.
―¿Lucía…?
―Señor, me temo que su cita de hoy ha quedado cancelada. Llame y pida una
nueva para otro día.
Ben me agarró como una marioneta y me metió dentro de la consulta. Pude ver
cómo Roberto se quedaba con la boca abierta, avergonzado ante todo el
mundo.
―¿Para qué quieres saberlo? ¿Vas a darle también una paliza? ―le espeté
enrrabietada.
Ben me clavó la mirada más siniestra que había visto nunca. Me puso los
pelos de punta.
―No, no es justo ―asentí―. Venía a darte las gracias por preocuparte por
mí, hasta que me encontré con mi exmarido y su amante en tu consulta.
―Exmarido ―corregí.
―¿Por qué te has puesto así con él? Habéis perdido los papeles.
―Puedes contármela.
―Lo sé. No te llamé ayer porque no quería que me vieras así ―admití y
aparté la mirada.
―Pero podía evitar que volviera a hacérselo a otra persona. ―Su mirada
estaba más gris que nunca―. Gente como Martín no debería andar suelta por
la calle. Ya le dejé claro que no se le ocurriera volver a repetir lo de anoche
con ninguna otra mujer. Si se acerca a ti o a Nuria, iré a buscarlo. Y ya no seré
tan indulgente…
―Ben, ¿qué te ha ocurrido para ponerte así con Martín? Se portó como un
capullo, pero tampoco creo que mereciera tanto.
Él apoyó las manos en la mesa y me miró con los ojos fuera de sí.
―No lo sé.
Dio un golpe en la mesa con el puño cerrado que hizo que me sobresaltara.
Me puse de pie y las lágrimas asomaban por mis ojos. Quería salir de allí.
Ben rodeó la mesa y me abrazó. Me abrazó con fuerza. Me estrujaba con sus
brazos enormes y apoyaba su mentón encima de mi cabeza. Yo tenía una
ansiedad que me moría, me costaba respirar. Tanta tensión me estaba matando.
―Lucía ―me dijo más tranquilo―, mi hermana mayor salía con un tipo como
Martín. En Inglaterra. Un día fueron a una fiesta de un amigo, bebieron de más
y la cosa se caldeó. Aquel tío violó y mató a mi hermana y luego decía que no
recordaba nada debido al alcohol y a las drogas. Le echaron siete años y lo
soltaron. Ahora está casado, tiene hijos y vive feliz en Londres, mientras mi
hermana se pudre en el cementerio. Y yo no pude hacer nada…
Era una historia muy triste y dolorosa y sentía mucho que la hubiera revivido
por mi culpa. Volvía a sentirme fatal por partida doble, sobre todo por haberlo
juzgado erróneamente. Entonces, George y Nuria aparecieron por la puerta del
despacho. Se quedaron parados bajo el umbral, observándonos. Ben preguntó:
―Nada, amigo ―contestó George―. Pero hoy es un día de esos en los que es
mejor no levantarse y quedarse en cama todo el día.
―Todo bien.
Cinco días después de mi encontronazo con Martín mi cara había vuelto más o
menos a la normalidad. Solo quedaba una pequeña rojez en el ojo, que se iba
disipando con la medicación que me había recetado George, y mi cara, al estar
morena, pasó a un tono medio amarillento donde antes había estado morado.
Esos días me había bajado la regla y aproveché para descansar, estar con
Nuria y hablar con mi madre.
De Martín no tuve noticias directas, pero de Ricardo, su jefe, sí. Por lo visto,
Martín le había pasado el testigo de mi divorcio. No quería ni un euro por los
servicios prestados. Lo dejó todo arreglado, incluso lo de la partición de
bienes. Ricardo se encargaría de la venta y me mandaría el cheque con el
dinero en cuanto se ejecutara. Además, me sorprendió la noticia de que
Martín, al final, había conseguido sacarle a Roberto una pensión mensual de
quinientos euros.
Con George y Ben había hablado por teléfono, pero no los había vuelto a ver.
Necesitaba espacio y un poco de desconexión para poder reorganizar mi
cabeza. Mi cuerpo iba reclamando un poco de compañía masculina, y la de
George y la de Ben eran las que más deseaba y anhelaba.
Un día, viendo en pijama por la tele un programa de esos de supervivencia,
con un tío intentando hacer una hoguera con dos palos, me quedé tan embobada
que no oí llegar a Nuria.
―Ostras, qué susto me has dado. ―Me llevé una mano al corazón.
Colgó. Tenía mala cara. Se quedó sentada mirando el móvil sin hablar. Me
acerqué a ella y le acaricié las manos.
―Hace mucho que no la veía. Era mi tía favorita. Tenía un glamur y una
elegancia… pero de nada le sirvió. Ha muerto sola, soltera y sin hijos. Quizá
ese sea el futuro que me espere a mí también.
―Tú no te vas a morir. ―La mecí entre mis brazos―. Ni te vas a quedar sola.
Lo de soltera y sin hijos está en tu mano, porque pretendientes te sobran. Eso
ya es decisión tuya, como lo fue de tu tía. Aunque tú no sabes si ella eligió
eso. La mujer quizá llevó una vida sin complicaciones, disfrutó hasta que pudo
y murió en paz. No la juzgues, seguro que no tuvo suerte en el amor. Además,
no necesitamos un hombre e hijos para ser felices. Ya ves lo bien que nos lo
pasamos…
―Sí, gracias a ti. Ahora vamos a preparar un bolso de viaje y nos vamos.
―Gracias…
***
Salió a recibirnos la directora, una mujer de unos sesenta años, con el pelo
rubio canoso, algo gordita, alta y con una cara muy agradable. Se acercó a
nosotras con una sonrisa y nos preguntó:
Yo también le di la mano.
Lourdes hacía aspavientos con las manos al referirse a Celia. No pude evitar
esbozar una sonrisa, segura de que Nuria y su tía se pacerían un montón.
―Hija, tu tía podía estar donde quisiera. Aquí vivió como una reina. Tenía la
cabeza lúcida y hasta que le fallaron las piernas no hubo abuelete que se le
resistiera.
Nuria respiró aliviada y sonrió complacida al oír aquella respuesta. Una vez
en el despacho de la directora, nos sentamos en un sofá de piel oscura.
Aquella habitación, con cortinas de visillo, una mesa enorme de madera
maciza y muebles clásicos, era lo único que le daba un aire sobrio y
deprimente a aquel lugar.
―Pero…
―Déjame que te explique ―levantó la mano Lourdes―. Tu tía dejó todo por
escrito. Lo ordenó así. No quería un entierro clásico ni gente falsa que viniera
a llorarla sin sentirlo. Eso era lo que siempre decía.
―Pensaba como pienso yo. ¡Ole tú, tía Celia! ―aplaudió Nuria, con una
lágrima rodando por sus mejillas.
―Ella no lo quería. Celia llevaba años aquí. Era mi amiga, aparte de ser
paciente y residente. Me contó muchas cosas de la familia y siempre hablaba
con predilección sobre ti.
―No es cierto. Tus llamadas le daban la vida. Tus historietas, tus penas y
alegrías… Ella sabía que sufrías, me lo contaba. Se veía reflejada en ti de sus
años jóvenes. Así que, Nuria, no te hagas mala sangre. Tu tía era muy
inteligente y estaba cuerda. Todo lo que ha hecho lo hizo consciente y con
plena capacidad de sus facultades, no le niegues su última voluntad.
―¿Puedo verlo?
―Pues claro.
Lourdes nos acompañó a una parte del jardín. Habían construido una especie
de pie de hormigón y una puerta de cristal. Dentro estaba la urna con las
cenizas de la tía de Nuria y una fotografía de ella de joven. Aparecía sentada
encima de una moto, con una falda negra con vuelo, una blusa blanca y el pelo
largo y negro peinado a ondas. Sonreía y sostenía un cigarrillo en la mano. Me
impresionó el parecido que tenía con Nuria, era asombroso.
―Sí que lo era, sí. Descansa en paz, tía. Siento no haberlo hecho mejor
contigo. Te quiero.
―Regresemos ya. Aquí no tenemos nada que hacer ―la abracé de nuevo.
―Claro, tonta.
***
Nuria rasgó el contenido del sobre. Dentro había dos sobres más. El primero
llevaba también su nombre escrito. Era una sola cara, a mano. La desdobló
con sumo cuidado. Le temblaban las manos. Nuria empezó a leer en voz baja
para que yo la oyera:
«Querida Nuria:
No te digo que te quedes solterona como yo. Un día conocí a un hombre que
me enamoró y, por orgullo, lo rechacé. No cometas ese error. Al amor, cuando
ocurre por ambas partes, hay que atraparlo y no dejarlo ir. Si luego no dura, no
pasa nada, pero has vivido y disfrutado ese momento.
Celia».
Nuria abrió el otro sobre. Allí estaban, en efecto, las escrituras a su nombre y
las llaves. La casa estaba en las afueras de la ciudad, en una zona que se había
revalorizado mucho, rodeada de urbanizaciones de lujo. Nuria estaba blanca.
―Me ha dejado una casa. Mi tía me ha dejado una casa… ―repetía como un
loro una y otra vez.
―Gracias, Lucía.
―¡Chochona, despierta!
Me dolía todo el cuerpo. Tenía el cuello tenso y la espalda me crujía por todas
partes. Nuria me miraba y se reía de mí. Lo bueno era que se había levantado
de buen humor.
Me dio un abrazo tan fuerte que hizo que mi espalda se hiciera añicos por
varias partes.
―¡Ay…! ―protesté.
―Perdona. Eso se arregla con una buena ducha de agua caliente. ―Estaba
radiante.
―Y si te lo da Ben, mejor.
Era una pena ver cómo se había abandonado a las inclemencias del tiempo.
Nos costó abrir la enorme puerta de madera tallada. Afortunadamente, no
habían entrado ni habían hecho ningún destrozo. Al menos había luz, pues la
tía de Nuria siguió pagando los gastos de la casa hasta el último día de su
vida. El suelo era de mármol, pero todo lo que había allí dentro era antiguo y
viejo.
―¿Es que no lo ves? ―Abrió los brazos mostrando algo que no veía.
Ella me cogió de la mano y me llevó a un sofá lleno de polvo tapado con una
sábana vieja.
―Esta casa está en una de las mejores zonas de la ciudad ―me explicó―.
Podemos reformarla y montar aquí el negocio que queramos. Ser
independientes. Es nuestra oportunidad.
―Nuria, no te sigo.
Parecía decidida.
―Te propongo otra cosa. Para mí eres mi hermana. Aceptaré tu dinero si dejas
que ponga la casa a nombre de las dos. Es lo justo. Así, sí que iremos al
cincuenta por ciento. ―Era una testaruda.
―Así no vamos a ninguna parte. Ya somos mayorcitas y hay mucho trabajo por
hacer. ¿No tienes reparos en compartir un hombre y sí los tienes con el dinero?
Ahí sí que me había dado. Nuria era muy jodida cuando quería. Me había
desarmado. Le tendí la mano para cerrar el trato.
―¿Socias?
―Socias ―afirmó con un buen apretón de manos.
―No, por mí bien… ―Se me hacía la boca agua solo de pensar en ellos.
***
Estaba encantada con cualquiera de los dos. Quedamos con ellos para cenar,
que estaban embelesados con la invitación.
―¿Le vas a contar a los chicos lo de nuestra sociedad? ―le pregunté a Nuria
mientras me ponía el vestido con cuidado.
―Supongo que sí. George es muy bueno en los negocios y conoce a mucha
gente. Nos puede asesorar y echar una mano.
―No seas mala, ya nos conocen. ¿Cómo has quedado con ellos?
Nos dimos los últimos retoques al maquillaje, cogí mi bolso y nos fuimos para
el restaurante.
***
Había muchísima gente. Los turistas habían invadido todos los lugares y la
playa era su lugar favorito. El restaurante estaba en primera línea de costa. A
la entrada había dos velas enormes de barco y grandes peceras con langostas y
pescado vivo, que llamaban la atención de todos los comensales. El lugar era
muy amplio y abierto, con diferentes reservados en forma de semicírculos y
las mesas dentro para ganar intimidad. Plantas exóticas dentro del propio local
daban la sensación de estar en una jungla tropical. Tenía también acceso
directo a la playa, donde había camas, tumbonas y varias mesas y sofás, todo
en color blanco. Era la zona reservada de copas chill-out. Una barra de cristal
con motivos marítimos cruzaba todo el restaurante.
Al vernos entrar, uno de los camareros y varios hombres que tomaban algo en
la barra, nos pegaron un buen repaso. Nuria se estiró y sacó pecho. Uno de los
que estaba en la barra se relamía al vernos, pero se le cortó el rollo cuando
aparecieron George y Ben, que nos miraron con el mismo descaro con el que
lo había hecho aquel hombre. Yo me sentí desnuda al momento. Ben tenía
clavada la mirada en mí, luego pasaba a Nuria. George hacía lo mismo. Me
sentí violenta, y eso que estaba harta de que esos dos hombres me vieran sin
ropa, pero aquel día se estaban deleitando a conciencia.
―No seas cursi. Lo que pasa es que te acabas de poner cachondo. Venga
cielo, vamos a cenar.
―Ya, ya…
Ben llevaba unos pantalones vaqueros claros y una camiseta gris de manga
corta. Tenía ese efecto gastado que hacía juego con sus ojos. Por su parte,
George iba con unos chinos azul marino y un polo blanco con el cuello del
mismo color que el pantalón. Los dos olían divinamente y estaban guapos e
impecables, como siempre.
Noté una mano en mi muslo por debajo de la mesa. Me puse tensa y miré a
Ben, que estaba a mi lado.
Le miré con mala leche. Ya estaba con sus jueguecitos… Nuria y George se
traían los suyos propios también por debajo de la mesa. No se cortaban, ni
trataban de disimularlo. Ben volvió al ataque y su mano se posó en mi muslo.
Esa vez tampoco me corté y entré en su juego: mi mano fue directa a su
entrepierna. Ni me inmuté cuando él dio un respingo hacia atrás. Mi mano
seguía ahí y pude notar cómo se empalmaba.
Yo me hice la loca.
―¿Estás bien?
Mi mano se movió en su entrepierna y él apretó los dientes. Se arrimó a la
mesa para ocultar su inminente erección.
Tragué saliva. Me estaba poniendo cardiaca. Seguimos con la cena, que fue
una verdadera tortura. Las miradas, los pies por debajo de la mesa, los
toqueteos… Estábamos los cuatro encendidos como dioses del infierno. Yo no
podía con la comida: George me hacía pies por debajo de la mesa, Ben me
metía mano por el otro lado. Nuria estaba recibiendo la misma tortura que yo.
Su vestido rojo se había incrustado en su piel de lo caliente que estaba.
―Vamos a mi casa a tomar una copa ―sugirió George desesperado por salir
del restaurante.
***
George cogió a Nuria, besándola con pasión nada más entrar por la puerta de
su casa. Ella le iba quitando el polo por el cuello y George le desataba el
vestido, dejando los pechos de Nuria al aire. Su boca se tiró a por ellos y ella
gimió de placer. Luego la cogió en brazos y desaparecieron camino de su
habitación. Yo me quedé en la puerta mirando sin reaccionar; ni se dieron
cuenta de mi presencia.
―Ahora me vas a pagar el mal rato que me has hecho pasar toda la noche
―me amenazó Ben, que pasaba su dedo entre mis pechos y bajaba hacia mi
estómago y mi ombligo.
―Tú también has sido malo ―susurré provocándole―, así que estamos en
paz.
―Dios, Lucía, estás muy cachonda. ―Un lametazo fue directo a mi pezón.
Todo en él era una fábrica de dar placer. Sus manos acariciándome, sus labios
besándome, su lengua chupándome…
Sabía que no iba a aguantar mucho esa estimulación. Nos embargaba a los dos
una nube de sexo y deseo que nos estaba llevando al límite. Su polla estaba
perfectamente acoplada en mi vagina y yo me movía y la absorbía por
completo, sin darle margen a salir.
Hacía un calor horroroso y los dos sudábamos como pollos. Ben acabó de
quitarse los pantalones que le colgaban de los tobillos, me arrancó el vestido,
me cogió en brazos y en tres zancadas de las suyas nos sumergimos en la
piscina de George. Cogí aire al salir del agua. No me esperaba esa
zambullida, aunque la agradecí.
―Y tú como una moto. Estabas muy caliente y necesitabas agua para enfriarte.
¡Ven aquí!
―Eres un granuja, ¿lo sabes? ―Le miré con admiración. Ben cada día me
gustaba más.
Ben estaba calentándome de nuevo. Era más que evidente que me encantaba y,
lo peor de todo, él lo sabía.
Yo lo miré, asombrada al principio, pero luego le hice un gesto para que fuera
hacia ellos.
Ben quería interactuar con los dos y Nuria iba a ver cumplido su sueño. Se
acercó a la pareja y George se dio la vuelta. Él estaba apoyado ahora en la
pared de la piscina y Nuria tenía las piernas alrededor de su cintura. George le
abrió las nalgas y Ben se introdujo dentro de ella también. Nuria chillaba de
placer. La escena me hizo sentir un cosquilleo en mi entrepierna. Era de lo más
erótico ver cómo dos hombres penetraban a Nuria. Ella se retorcía de puro
éxtasis.
Me di una ducha de agua fría para bajarme el calentón. Jamás había visto algo
parecido y sentí curiosidad por probarlo, aunque me daba miedo, porque no
sabía si mi vagina soportaría la cabida de dos pollas como las de George y
Ben. Nuria tenía camino recorrido; la envidiaba de buena manera. Volvía a
sentir que había perdido diez años viviendo en un mundo paralelo, fuera de la
realidad. Hasta Roberto estaba al día en artes amatorias. Solo que él no las
había practicado conmigo, sino que se había encargado de hacerlo siempre
fuera de casa.
32
―¿Quieres más?
Estaba muy excitada y los dos hombres que más deseaba, estaban a mi
disposición. George se apartó y se sentó en la cama.
―¿Quieres más? ―me preguntó George de nuevo con un brillo especial en los
ojos.
George me separó un poco las nalgas y Ben iba a intentar penetrarme. Abrí los
ojos por completo.
―Relájate ―me dijo Ben con la voz ronca―, no voy hacerte daño. Si no
puedo, lo dejo.
―Ben, no seas cabrón, que ya llevo un rato y esta mujer me vuelve loco ―se
quejó George.
―Dios mío… ―jadeé yo, las únicas palabras que salían de mi boca.
George volvió a separar mis nalgas y quedé expuesta para Ben. Pasó su
flamante polla por las paredes de mi vagina y jugueteó con mi clítoris. Iba a
hacer que me corriera sin metérmela. Lancé un gemido, mordiéndome el labio
para tratar de contener aquella experiencia nueva y placentera. Ben metió la
puntita y mi vagina se abrió para recibirlo. George seguía moviéndose con
cuidado para no hacerme daño. Me estremecí al sentir a otra polla en mi
interior. Era una sensación asombrosa. Estaba tan húmeda que ni me dolió.
¡Fue la hostia!
―Ven aquí, vamos a probar otra cosa ―Ben tenía los ojos encendidos en
fuego.
―¿Recuperando líquidos?
―Supongo que igual que tú, guapa ―contesté, con la misma sorna.
―Los tengo rotos durmiendo en mi cama. Soy tan culpable como tú. ―Mostré
una sonrisa de oreja a oreja.
Cogió dos botellas de agua y me llevó a rastras hacia el sofá del salón, donde
nos sentamos a charlar.
―¿Tú estás enchochada de Ben? Lo digo por si te molesta que le vea más
veces.
Me sorprendió su pregunta.
―Es que parece que tenga predilección por ti. No sé, siempre te mira de una
manera especial.
―Chochona, me tienes que prometer que nunca dejaremos que ningún hombre
rompa nuestra amistad. Si hay algo que te moleste por mi parte, no te lo calles.
Yo haré lo mismo, pero siempre nuestra amistad por encima de todo.
―No estaría mal… ―pensé―. Nuevo negocio, nueva casa, nueva vida…
Nuria les hizo un gesto con la mano para que se sentaran a nuestro lado en el
sofá. Tenían el semblante serio.
―Hace unos días falleció mi tía ―contó Nuria―. Me dejó en herencia una
enorme casa en las afueras de la ciudad, en la zona residencial nueva, la de
más alto standing. Lucía y yo vamos a montar un negocio allí y, seguramente,
nos quedaremos a vivir en la parte superior. Claro que habrá que hacer
reformas.
Ben y George nos miraban alucinados. Pensarían que les estábamos tomando
el pelo o algo así.
―No te pongas a la defensiva. Es por echaros una mano. Conozco a gente que
podría ayudaros; no quisiera que os estafen con los presupuestos.
―Ben…
Habían pasado quince días desde que George y Ben decidieron ayudarnos con
el tema de las reformas de la casa. George, que entendía mucho de ese tema y
tenía muy buenos contactos, se enamoró de la casa en cuanto la vio y nos
acompañaba siempre que podía. Para Ben era más complicado, pues su
trabajo lo absorbía más.
George lo había tomado como algo personal: pegaba broncas a los obreros,
rectificaba al arquitecto… Era excitante verlo en plena acción. Y, tras ese
corto y provechoso tiempo, la casa no tenía nada que ver con la que nos
habíamos encontrado al principio.
Por todo eso, George y yo pasábamos muchas horas juntos, haciendo el trabajo
más pesado y duro de la casa. Nuria se dedicaba al tema legal y al tiempo
buscaba la decoración. Ben la ayudaba con estos menesteres. Mi amiga iba a
su despacho y, desde allí, veían catálogos y gestionaban transferencias, de
paso que descargaban su tensión sexual. Por nuestra parte, George y yo
inaugurábamos cada rincón de la casa. Lo hacíamos a diario, como si fuera un
ritual. Cuando se marchaban los obreros cerrábamos la casa y cualquier sitio
era bueno para dar rienda suelta a nuestra pasión.
Al llegar a casa Nuria y yo nos contábamos la batalla del día: ella me decía
que Ben la había puesto mirando hacia Cuenca, o que la había empotrando
contra el armario.
Desde la última vez que estuve con los dos juntos no volví a estar con Ben ni
tampoco Nuria con George. No teníamos tiempo de cuadrar una cita a cuatro o
de intercambiarnos, aunque no me importaba demasiado porque me sentía muy
a gusto con George. Claro que Ben siempre me había gustado y a veces le
echaba en falta…
Una tarde quedamos los cuatro en la casa, que ya estaba con las divisiones
hechas, lista para pintar. Nuria venía para ayudarnos a elegir los colores de
las estancias.
Sin trastos por en medio y con todas las habitaciones vacías, la casa se veía
gigante y el enorme pasillo parecía no tener fin.
―Está quedando preciosa ―le dije a George, rodeando su cuello con mis
brazos―. Y en un tiempo récord.
Sus labios se posaron sobre los míos y nos fundimos en un apasionado beso.
George estaba metiendo la mano por debajo de mi vestido corto de estilo
ibicenco. Era lo más cómodo a la hora de venir a verlo: algo suelto y fácil de
quitar.
―George… ―susurré.
―No puedo aguantar… ―gemí tras un largo rato recibiendo sus acometidas
ardientes.
―Ya veo que estáis entretenidos con la casa… ―comentó Nuria con una
sonrisa pícara.
―Hola, ya era hora que os dignarais a ver cómo está quedando esto. ―Le
recibió George, dándole un suave beso en los labios.
―Más o menos. George y yo nos hemos hecho una idea; queremos aprovechar
el máximo espacio.
―En fin ―resoplé―. Aquí en la entrada irá la recepción y, al otro lado, los
vestuarios, las duchas y la zona de descanso de los masajistas. Porque hay que
habilitar una zona para ellos.
Mientras caminaba a través del ancho pasillo de la casa le fui explicando qué
función desempeñarían los huecos que muy pronto llenaríamos y decoraríamos
con esmero.
―En el centro tenemos tres estancias a cada lado. Estas serán nuestras salas
de masajes. Todas ellas llevarán su bañera de hidromasaje y estarán
perfectamente equipadas para el confort y el bienestar de nuestras futuras
clientas.
―No, ahí me diste tú la idea. Vamos a hacerlo en unos tatamis especiales que
tenemos encargados ―respondí al tiempo que le guiñaba un ojo a Ben.
Mi amiga había puesto los puntos sobre las íes. Se hizo el silencio. Yo quise
deshacer esa tensión y seguí con mi recorrido, como si fuera una guía turística.
―Al final, veréis que esta estancia que ocupa todo el ancho de la casa es para
una zona de spa, baño turco y sauna. Aquí pueden venir a relajarse las mujeres
antes o después del masaje.
―No lo sé. Si seguimos a este ritmo en un mes puede estar todo terminado.
Quizá antes. Pero falta nuestra vivienda; eso está más retrasado.
―¿Cómo que vuestra vivienda? ―Ben abrió los ojos muy sorprendido.
―Nuria, ¿es que no le cuentas nada? ¿No le has dicho que nos vamos a mudar
aquí en cuanto esté listo?
Nuria puso los ojos en blanco. Ben la miró en busca de una explicación.
Mientras, George se tapaba la boca escondiendo una sonrisa.
Quise darle la réplica, pero se salvó porque me sonó el móvil. Era un número
desconocido, pero contesté por si tenía que ver con la obra.
Me sorprendió su llamada.
―Hola. ¿Alguna novedad?
―Han vendido la casa del pueblo. Ya no tengo ningún lazo con Roberto y soy
un poco más rica.
Me puse a bailar como una niña, feliz por todo lo que me estaba deparando la
vida. Por fin empezaba a ver luz al final del túnel. Me sentía ilusionada, con
ganas de comerme el mundo.
―No lo sé, papá. Estoy muy ocupada, pero en cuanto pueda me escapo.
―¿Quieres hablar con tu madre? Está aquí empujándome, quiere quitarme el
teléfono.
No quería hablar del pasado, ahora estaba en una nueva etapa de mi vida.
―Mamá… Para una vez que salís, déjalo que disfrute. Ahora un poco de dieta
y ya.
―Yo también estoy deseando mudarme. Estoy muy orgullosa de ti, Chochona.
Has evolucionado en todos los aspectos: como persona, como mujer, como
empresaria. Eres grande.
―Bueno, las dos hacemos buen equipo. Vamos a dejarnos de ñoñerías, que no
quiero estropearme el maquillaje.
Nuria se retiró disimuladamente una lágrima que asomaba por uno de sus ojos.
Le salió espontáneo.
***
George hizo una mueca de desagrado. Yo me quedé hecha polvo. Con todo el
trabajo que teníamos, ahora era el peor momento para irse.
―Es uno de los congresos más importantes del año. Además, pocas veces lo
realizan en el extranjero. Me ocupará una semana.
―No te preocupes ―me levantó el mentón con la mano para que le mirase―.
Ben y yo hemos estado hablando de esto mientras estabais fuera. Esto sigue
para delante, aunque yo no esté.
―Yo voy a coger vacaciones ―añadió Ben―. Además, las necesito. Vendré a
ayudarte con todo lo que queda por reorganizar en la casa. George y yo
habíamos pensado que Nuria podía ir a Londres con él y aprovechar para
mirar las cosas de decoración. Tenemos contactos allí y nos podrían hacer un
buen precio.
―Ben, llévame a casa que tengo que preparar la maleta. Me voy a Londres
―Nuria daba saltitos de felicidad.
―Tú te vienes a dormir a mi casa hoy. Quiero pasar la noche contigo ―me
susurró al oído.
La semana pasó volando. Nuria y George regresaban un día después y con Ben
me había ido todo fabuloso. Después de pasar una noche tórrida con George y
despedirlo en el aeropuerto junto a Nuria se me quedó el corazón un poquito
vacío. Por mucho que una decida que solo tendrá sexo con una persona, estar
todo el día con ella hace que al final nazca algún sentimiento. Y quien diga lo
contrario, miente.
George había despertado en mí algo a lo que aún no sabía qué nombre ponerle,
pero el caso era que lo eché de menos nada más irse. Aquel día regresé fatal a
la casa. Cuando apareció Ben me dediqué a centrarme en el trabajo y nada
más. Esa primera noche la casa se me vino encima. No estaba George y Nuria
tampoco. Ben me acompañó y le pedí que se quedara a dormir conmigo,
porque no me apetecía estar sola. A partir de ese día, se quedó todas las
noches y, evidentemente, no dormíamos mucho…
El Ben de esa semana era un hombre diferente, cariñoso, que me hacía café
por las mañanas, sonreía y me volvía loca de placer. Si George me enloquecía
con sus besos, Ben era muy rápido para meter sus manos entre mis piernas a la
primera de cambio. Nunca lo veías venir, pero cuando querías darte cuenta te
estaba follando en cualquier rincón.
―Si quieres podemos probar luego uno de los jacuzzis… ―me sugirió Ben,
abrazándome mientras me mordía un hombro suavemente.
Veía el deseo reflejado en sus ojos. Cuando se ponía así era imposible
pararlo. Sus ojos grises brillaban, me ponían caliente y me encendían. Me
cogió entonces de la mano y fuimos al piso de arriba. La que iba a ser nuestra
vivienda ya estaba también bastante avanzada. Solo estábamos esperando los
muebles de la cocina. Los baños ya estaban puestos y solo faltaba pintar. La
distribución se había quedado muy amplia: una cocina muy grande, salón
comedor, baño principal con jacuzzi, cuatro habitaciones, dos de ellas con
baño completo, y una estancia grande que no sabíamos todavía el uso que le
daríamos. O bien un gimnasio o un despacho. Ya lo pensaríamos.
―Ben… ―protesté.
―Ven aquí.
Ben me apretó más, embistiéndome más fuerte. Me estremecí entre sus piernas.
Luego me bajó hasta el suelo y quedé de pie. Me dio la vuelta y me puso
mirando a la pared. Sus manos recorrían mi cuerpo y yo me excitaba en cada
caricia. Al separarme las piernas se me escapó un gemido. Paso su mano por
mis nalgas y luego acarició todo mi sexo. Todo ello lo hizo con suma lentitud y
mordiéndome el lóbulo de la oreja.
―Me encanta verte tan mojada. Me la pones muy, muy dura ―jadeó sobre mi
cuello y sentí su aliento febril de deseo.
Entonces se agachó un poco, me separó las piernas y tiró mi culo hacia atrás.
Me empotró literalmente contra la pared mientras gemía, acelerando su
respiración.
Ese hombre me volvía loca con aquella forma ruda de follar. Me recordaba al
personaje de la novela que tanto me había motivado y ayudado en mis peores
momentos. Ahora estaba allí con uno de verdad, me estaba follando como lo
había imaginado mil veces, como toda mujer sueña y no se atreve a decir
nunca. Una buena follada, abierta de piernas y contra la pared. No podía haber
mejor polvo que el que me estaba echando Ben en aquel instante.
―Lucía ―me dijo nada más responder―, han dejado una carta certificada
para ti. Como ya has vendido la tuya el cartero me dijo si no le importaba que
la recogiera yo. Ya sabes que en el pueblo nos conocemos todos.
―Intentaré pasarme.
―Gracias.
―Tengo que ir a mi pueblo a por unos papeles ―le dije a Ben con voz
cansina―. Mi hermano me ha dicho que los han dejado en su casa. Creo que
puede ser la sentencia del divorcio.
Bajé la cabeza. Ben me puso su mano debajo del mentón y levantó mi cara
hasta que mis ojos se encontraron con los suyos.
―Te llevo ―lo dijo tan seguro, que no daba opción a discusión.
***
Ben aparcó su BMW azul dos casas más abajo de la de mi hermano. Insistí en
que se quedara en el coche, pero él se negó y me acompañó a buscar la
dichosa carta. Pulsé el timbre y mi hermano abrió la puerta, para mi alivio. Mi
sobrina salió corriendo a curiosear.
―La cosa más guapa de la tía ―respondí yo, llenándola de besos―. ¡Qué
ganas tenía de verte!
―Hola, soy Ben ―se presentó él mientras le tendía una mano a mi hermano.
Era la primera vez que vi quedarse muda a la Fregona. Miraba con adoración
a Ben. ¡Se la había camelado!
Ben me rodeó con su brazo. La Fregona miraba sin perder detalle. Él le dijo
adiós con la mano mientras íbamos calle abajo en dirección al coche.
―Gracias.
―¿Por qué?
Me encogí de hombros y suspiré. Era algo que ya tenía asumido. Así que no
iba a darle más vueltas.
―¿Por qué no has tenido hijos? ―preguntó Ben―. Hubieras sido una madre
estupenda. Tienes el instinto maternal muy alto. Te lo digo porque de eso
entiendo un poco.
―¿Y por qué no los has tenido tú? ―repuse―. Te dedicas a eso. Es tu pasión
y ya tienes una edad; no es que seas mayor ni mucho menos, pero, por cierto,
¿cuántos años tienes?
Ben se echó a reír. Nunca antes lo había visto hacerlo de esa manera. Y me
excité al oírlo.
―¿En serio?
Mis sentimientos estaban divididos entre George y Ben. Había sido una
semana explosiva, sexual, con su punto romántico. Así era Ben. Pero, por otro
lado, tenía ganas de ver a George, al que también echaba de menos. No estaba
enamorada de ninguno, pero los necesitaba a los dos.
Con todo, mi cabeza, mi mente y mi cuerpo estaban con Ben, que me llenaba y
me penetraba y cuyos brazos me rodeaban por completo mientas su pasión
entraba en mi interior. Los dos estábamos en la ducha. Como siempre, Ben se
había colado y me había sorprendido. Sin pedir permiso entraba en mi cuerpo
y lo poseía sin más. Le gustaba hacerlo de pie, era su posición favorita. Me
empujaba contra la pared mientras me levantaba una de las piernas y la pasaba
alrededor de su cadera. Entonces, mientras la sujetaba, se impulsaba para
penetrarme con rudeza. Jadeaba y la lujuria acentuaba el gris de sus ojos. El
agua caía entre nuestros cuerpos y él me lamía los pezones, tiesos ante el
contacto de su lengua. Otra embestida de las suyas hacía que mi vagina
temblara de excitación. Yo gemía. Me relamía. Pasaba mi lengua entre mis
labios y Ben se lanzaba a por ella para succionármela.
―¡Oh…!
Ben empezó a empujar como un desesperado. Me agarré a su cuello para no
perder el equilibrio y él me embistió con lujuria. Mi vagina empapó su polla
con un orgasmo. Él se estremeció y aceleró el ritmo para correrse en mis
entrañas. Nos abrazamos y nos besamos con pasión. Había sido especial.
Ambos lo sentimos.
Tras secarnos me llevó a la cama en brazos. Esa noche Ben no me dio tregua.
Sentí que me hacía el amor por primera vez. Sus caricias, sus besos y
posesiones eran más personales, me penetraba con una calidez y una intimidad
que no me había hecho sentir antes. Se comportaba como si no fuera a verme
más en la vida, o tal vez como si estuviera dejando su territorio bien
marcado… Nos dormimos agotados, abrazados el uno al otro.
***
―Veo que no me has echado mucho de menos ―me soltó la pullita con ironía.
Por fin estábamos todos de nuevo; me sentía más feliz que unas castañuelas.
En ese momento Ben salió de la habitación. Ya se había vestido y arreglado,
pues ese día regresaba al trabajo. Lucía guapísimo con su traje verde oscuro,
que se pegaba a su cuerpo como un guante. Le estrechó la mano a George y le
dio un beso en los labios a Nuria. Ella le agarró la cara y prolongó el beso un
buen rato, casi hasta dejar a Ben sin respiración.
―Pues tendremos que solucionarlo luego ―añadió él, pasándole una mano
por sus caderas. Mi amiga dio un respingo. La había puesto como una moto.
―Ya está todo listo ―le comenté―. No nos queda nada. Solo hay que poner
un anuncio de trabajo y empezar con las entrevistas.
Otro que también se iba, al igual que Nuria. Todos cansados. Así que
aproveché y me fui sola a la Majestuosa Casa de los Masajes.
35
Una semana después, el trabajo en la casa había avanzado tanto que estaba
prácticamente terminada. Los camiones estaban a punto de llegar de Londres,
cargados con todo lo que habíamos comprado allí. En la casa, una empresa de
limpieza daba los últimos retoques a los baños, suelos, azulejos, cristales,
puertas… Después de colocar los muebles que venían, volverían a dar un
segundo repaso, pues la limpieza y la desinfección eran esenciales en nuestra
casa.
El de las velas también llevaba los aceites para masajes. Me explicó las
funciones y las propiedades de cada uno.
Iba vestida con una falda vaquera de peto, un top naranja de tirantes debajo y
unas zapatillas de lona vaqueras. Llevaba también un pañuelo en la cabeza,
para apartarme el calor y el pelo. Sí, parecía un albañil, o a saber qué…
―No me hagas esto ahora ―le supliqué―. Tengo el camión fuera esperando.
Prométeme que luego seguirás.
―Voy de camino. Me he levantado fatal esta mañana. Creo que estoy pillando
algo.
―Eso va sobre unas camas japonesas que hemos comprado. Llevan sus
somieres y encima van los futones.
―¿Los qué…?
Los chicos del camión empezaron a montarlos en las salas que les
correspondían, indicados por George. Yo miraba cómo iba cogiendo forma
aquel montón de piezas de madera y paja. Al final, el resultado fue
satisfactorio y no tenía nada que ver con lo que yo me había imaginado: una
cama bajita, casi al ras del suelo, con motivos japoneses tallados en la
madera; el pan de arroz, que apenas se veía; y el futón, o colchón, encima.
Todo daba una sensación de calidez y confort que resultaba extraordinaria.
―¡Qué maravilla!
―Ya no queda nada. Mañana le diré a Tom que empiece con las entrevistas.
―Tom Lee ―aclaró Nuria―. El coach tailandés que he contratado para que
se encargue del personal.
Miré a mi amiga. Se le veía buena cara, pero ella sabía fingir muy bien.
―¿Cómo estás?
Me guiñó un ojo. Seguro que había estado con Ben. Ayer ni la oí llegar.
Mientras, seguían colocando los tatamis. Luego pasaron a la recepción, los
sofás para la sala de espera, el despacho, las figuras y jarrones de decoración,
todo en estilo japonés. Las cajas entraban llenas y salían vacías. La casa se
iba vistiendo y, por minutos, se volvía, fiel al nombre con el que la habíamos
bautizado, más majestuosa. Había de todo: biombos japoneses en las cabinas
para poder cambiarte con intimidad, mesitas auxiliares para guardar los
desechables, aceites, toallas… Todo pensado hasta el último detalle. En la
entrada, una cascada de agua caía por un mural de cristal y suaves luces de
LED. Así, el rumor del agua te inundaba de paz nada más entrar. En el hilo
musical sonaba un mantra. La temperatura era la ideal, el olor del incienso te
envolvía los sentidos. Todo funcionaba a la perfección.
Al día siguiente empezaríamos con las entrevistas. Nuria había mandado hacer
por encargo el nombre de la casa en madera, tallado a mano, pues había que
poner algo elegante y no podíamos recurrir a los carteles de vinilo o a los
luminosos. El camión con los muebles de nuestra vivienda llegaría también a
la mañana siguiente.
―Me voy contigo… ―se apresuró a decir George, cogiéndome del brazo; y
luego me susurró al oído―: Me has prometido algo.
―Ya veo ―repuso Nuria con una sonrisa―. Mejor te espero en casa.
―Habrá que estrenar los tatamis ―pensó él con una voz que era puro sexo.
Me miró con deseo y se acercó. Me bajó los tirantes del peto y me quitó el
top. Mis pechos quedaron al descubierto ante sus ojos. George los acarició y
yo solté un gemido de placer. Busqué su boca y él me la ofreció encantado. Su
lengua caliente y húmeda jugaba con la mía. Sabía a café y estaba
increíblemente delicioso. Su mano bajó a mi cintura y George me atrajo hacia
su cuerpo con firmeza sin dejar de besarme. Yo subí mi pierna un poco para
restregarme contra su muslo. Él me enderezó y pegó sus caderas a las mías.
Pude sentir su erección. Lanzó un suspiro. Luego se sentó en el futón y yo me
quedé de pie delante de él.
Lamí aquella perfección que crecía por momentos. De pronto, una gotita de
semen asomó y mi lengua la capturó, dejándolo limpio y reluciente de nuevo.
George estaba que se le salían los ojos de la cara.
―Lucía… ―gimió.
Yo aún seguía caliente, y él lo sabía. Así que se metió entre mis piernas.
Ahora estaba más cómodo y yo me abrí por completo para recibirlo. Con una
mano separó los labios de mi vagina y su lengua comenzó a hacer círculos
sobre mi clítoris. Apreté con las manos el futón. Su boca cálida me quemaba
las entrañas. Me humedecí al contacto de aquella lengua y me contraje por el
orgasmo que venía en camino. Entonces, George me cogió por las caderas y
abrió su boca, metiendo su lengua de lleno. Parecía que estuviera devorando
el postre especial. Una explosión de placer sacudió mi cuerpo. Temblé sobre
su boca, pero George no me soltaba. El orgasmo se prolongó unos segundos y
yo creí que iba a perder el conocimiento.
Él sonrió, pero siguió perdido entre mis piernas durante unos minutos.
George era especial para mí, al igual que Ben. Se quedó abrazado a mi cuerpo
y me sentí segura entre sus brazos. No sé si esa relación extraña que mantenía
con ellos me convenía o no, pero jamás había sido tan feliz como en ese
momento…
***
Más tarde me llevó a casa. Me despedí de George con tristeza. Me hubiera
gustado dormir con él, pero había mucho trabajo y tenía que descansar para el
día siguiente. Cuando llegué al apartamento, Nuria estaba pálida.
―No me gusta esa cara que tienes ―la miré con preocupación.
Claro que lo sabía. Ben y sus posturas de pie… Así como te cogía, te
empotraba contra la pared. Solo de pensarlo se me ponía el pelo de punta.
―Lo mismo que tú con George. ―Se delató ella con una sonrisa―. ¿Qué tal
se hace sobre el tatami?
―¡Pues claro!
Ya era una realidad. Todo había sucedido muy rápido, pero estaba ahí: nuestra
nueva vida iba a empezar.
Volvió a sonreír con malicia. Fuimos a descansar. Por delante teníamos mucho
trabajo, las entrevistas, disponer los muebles de la vivienda… Y, además, si
aparecían Ben o George, sexo asegurado. Era mejor dormir para que nos
cogieran con las pilas bien cargadas.
***
A primera hora del día siguiente Tom Lee nos estaba esperando en la
Majestuosa Casa de los Masajes. Era un tailandés de unos treinta años, de un
metro ochenta de altura, con rasgos orientales, atlético, moreno y muy
atractivo. Me sorprendió que un asiático fuera tan tremendamente atractivo y
alto. Aunque, pensándolo bien, si lo había escogido Nuria no podía ser de otra
manera… Fuimos al despacho, que ya estaba completamente instalado.
Mientras mi amiga se adelantaba con Tom, yo encendí el aire, la fuente, puse
música, coloqué los inciensos… Luego me reuní con ellos, porque los
candidatos no tardarían en llegar. A pesar de que Tom había hecho una
preselección, nosotras teníamos que dar el visto bueno.
―Solo es marketing ―me indicó Nuria con media sonrisa―. Además, así
tendremos más tiempo para otras cosas… Las mujeres se sentirán más
cómodas si son atendidas por un hombre atractivo y exótico. Nosotras somos
las dueñas y señoras. Bastante tendremos con las cuentas, el papeleo y con
estar pendientes de que no falte nada. Que trabajen ellos; nosotras mandamos.
Tú preocúpate solo de estar guapa, gestionar dinero y disfrutar de los masajes.
Nuria tenía una mente increíble. Y mucha razón. Las mujeres se sentirían más
cómodas con el exótico Tom.
Nuria sonreía con cara de golfa mientras le echaba el ojo con descaro a uno
que medía dos metros, calvo y muy fuerte. Yo miraba a uno rubio, más o menos
de mi edad, que tenía el pelo de punta y los rasgos suaves, casi infantiles.
―¿Cómo te llamas?
―Juan, señorita ―respondió, dedicándome una sonrisa perfecta.
Una vez en el tatami, Juan empezó a darme el masaje. Sus manos trabajaban
sobre mí y eran un bálsamo para mi cuerpo y mi mente. Me relajé al momento.
Tenía una sensibilidad especial. Luego pedí que hiciera pasar a otro y entró un
chico moreno. Se llamaba Dave, tenía treinta y ocho años y era delgado y
normalito. Cuando empezó a hacerme el masaje y puso sus manos sobre mí, me
ericé al instante. Era un chico del montón, pero sus manos eran fuego, te
encendían nada más tocarte. Le pedí que parase. Dave me miró con cara de
preocupación.
Dave salió como un pavo real. Ese chico era un diamante en bruto. De los tres
que entraron después, solo uno me hizo sentir algo parecido a lo de aquel
chico. Se llamaba Luis y tenía veintiocho años. Era muy moreno, con rasgos
agitanados y el pelo largo recogido en una coleta. Mediría como Ben y tenía
muy buen cuerpo. Ya tenía a mis tres candidatos. Tras la elección me di una
ducha y me vestí. Solo faltaba Nuria.
―Pues ya tenéis equipo ―afirmó Tom Lee―. La semana que viene podéis
abrir, si tenéis todos los papeles en regla.
―Entonces, ¿cuál es el problema? Ellos están bien con nosotras. Deja la cosa
como está.
―No lo pienses. Recuerda lo que decía tu tía en la carta: el amor llega cuando
menos lo buscas, así que no lo apartes. A ti te ha llegado a pares.
Los últimos quince días habían sido mortales: desde el primer día estábamos a
tope. Todas las mujeres que venían se iban encantadas y esa era la mejor
publicidad, la del boca a boca. Muchas veces teníamos que decir que no a
algunas citas porque ya no había más hueco. Eso hacía que nuestros masajistas
no pararan, aunque estaban felices y trabajaban contentos. De vez en cuando
Nuria y yo bajábamos a hacernos algún masaje y nos contaban cómo las
clientas se deshacían en elogios con ellos y las instalaciones. Además, les
daban muy buenas propinas y así se sacaban un sobresueldo astronómico.
―¿Vas a bajar a darte un masaje con José? ―le pregunté a mi socia desde el
cómodo y nuevo sofá.
―No me encuentro bien…
Llamé a Tom para que me ayudara a bajarla, pues me daba miedo que se me
cayera por la escalera. Él acudió de inmediato. La metimos en el coche y fui a
la clínica Lances. Estaba más lejos, pero allí la atenderían mejor. Por el
camino llamé a Ben, para avisarle de que iba hacia allá con Nuria. George
comunicaba.
―No corras como una loca; es puro agotamiento ―se quejó mi amiga―.
Últimamente no como mucho.
Llevaba un buen rato en la sala de espera cuando apareció George con su bata
blanca, tan guapo como siempre.
―Me ha llamado Ben. Tranquila, ahora la suben a una habitación. Hay que
esperar los análisis. Pero estaba muy deshidratada; le han puesto suero.
―Gracias ―suspiré.
―Estás preciosa.
―Ben… ―gemí.
―Lucía…
Las puertas se abrieron y tuvimos que recomponernos ante una enfermera que
nos miraba atónita. Seguí a Ben hasta donde estaba Nuria, que tenía puesto el
suero. Su cara tenía mejor color.
―Bien, esto ha sido una tontería. Nada que un par de días de buen reposo no
cure.
Respiré aliviada, pero lo hice tan fuerte que me mareé. Me fui hacia un lado y,
por suerte, Ben me sujetó. Me miró con cara de preocupación, también Nuria.
―Que os mareéis las dos no es buena señal. Puede que sea algo de carácter
vírico ―Ben hablaba muy serio.
Ya estaba Ben en plan doctor. Su semblante era serio y la cara de ajo había
vuelto.
―Ya veremos…
―¿Ya sabéis algo? ―mostró una sonrisa radiante. Era tan guapo… Ben lo era
también, pero solo en la intimidad. Cuando estábamos con gente, su cara de
ajo lo dominaba y sus ojos grises se oscurecían.
―Tenemos que esperar también los resultados de Lucía.
―Sí, se ha mareado también ―le informó Ben―. Hay que descartar que no
sea nada vírico.
―De nada.
Sin embargo, de pronto, los dos clavaron la mirada en la hoja. Ben se acercó
más al papel y luego George le quitó la carpeta de las manos para verlo mejor.
Ambos se miraron y pusieron cara de susto. Me estaban acojonando. Algo iba
mal, podía verlo en sus ojos. Me dio un vuelco en el estómago. Los nervios me
estaban matando.
―¿Qué pasa? ¿Por qué os miráis así? ―siseé entre dientes, para que Nuria no
me oyera.
Ben fue hacia ella con el semblante serio. De todas las caras que le había visto
poner, esa era la que menos me gustaba. Se acercó a ella y le cogió la mano.
Mi estómago se contrajo por los nervios. Tenía muy mala pinta.
―Estás embarazada.
―¿Qué…?
***
Oía a Ben y a George que me llamaban. Abrí los ojos por completo y vi sus
miradas clavadas en mí. Me encontré recostada en un sillón de la habitación y
seguía teniendo mucho calor. Recordé entonces la noticia de Nuria. ¡Estaba
esperando un hijo!
―Bueno, ahora falta saber de quién es. ―Se encogió de hombros mientras
miraba a George y a Ben.
―¿Hablas en serio?
―Totalmente.
Mi tono era de puro sarcasmo. Estaba enrabiada contra él. Ben me miró
fijamente. Ya no estaba enfadado. Ahora me miraba de una manera rara que me
hacía sentir incómoda.
Mis ojos se encontraron con los de Ben. Estaba pensando lo mismo que yo,
seguro. Me miraba fijamente y él sabía que mi hijo era suyo también. Podía
leérselo en la cara.
***
Teníamos que disipar esa duda. Nos pasaron de carácter urgente a la consulta
del ginecólogo para que nos hicieran una ecografía. Yo estaba que me moría
de los nervios, por el cariz que estaban tomando las cosas.
―Nuria ―comentó George meloso―, quiero que vengas a vivir conmigo, que
formemos una familia, criar a ese hijo juntos.
―No creo que sea el momento de hablar esto ahora ―intervine yo con voz
pausada.
Ben me cogió por los hombros y me obligó a que le mirara a los ojos.
―¡Oh…!
Le cogí la cabeza entre mis manos y me puse de puntillas para llegar hasta sus
labios. Lo besé con pasión, me derretí en sus brazos. Él gimió. Luego fui hacia
George e hice lo mismo: lo besé con fervor, con amor. Ben me miró alucinado.
Nuria sonreía.
―No puedo escoger entre dos hombres que quiero con locura. Voy a tener un
hijo tuyo, Ben. Ya lo sabes. Pero no cambia el hecho que quiera a George tanto
como te quiero a ti. Y no voy a renunciar a él.
George y Ben se miraron desconcertados, sin saber qué decir ni qué hacer. La
noticia de los dos embarazos no era fácil de encajar.
―Ir.
―Pues tenéis que seguir pensando igual. Pensad que nada ha cambiado…
―Pero nos vais a hacer padres ―protestó George llevándose el pelo hacia
atrás.
―Nuria y yo nos vamos a casa. Necesitamos tiempo para digerir todo esto y
con vosotros delante es imposible.
George vino todo alterado hacia nosotras y nos miró con el semblante serio.
Pocas veces lo había visto así.
―Nuria, ese hijo es mío y exijo que te vengas conmigo. Quiero cuidar de los
dos. No seas imprudente y deja que te cuide.
―Tarde o temprano tendréis que escoger ―afirmó Ben en un tono muy severo.
―Si eso es lo que quieres, por mi parte la decisión ya está tomada. No escojo
a ninguno.
***
―¡Joder! Llevo un alien en mis entrañas. Como sea así todo el embarazo, me
muero ―se quejó y se sentó en el sofá de nuestra nueva casa.
―¿Crees que hemos actuado bien con ellos? ―les echaba de menos.
―No. Yo los quiero a los dos por igual. Sería incapaz de elegir, ya lo
hablamos en su momento ―arrastré las palabras.
―No entiendo por qué el embarazo tiene que cambiarlo todo. Seguimos
siendo las mismas personas con los mismos sentimientos. Yo no quiero volver
a un matrimonio tradicional con ataduras. Ya tuve uno y no voy a volver a
pasar por eso.
―Ay, Chochona. Lo que has cambiado y cuánto has aprendido. Estoy orgullosa
de ti ―me dio un beso en la mejilla ―. No te preocupes; estando juntas,
siempre estaremos bien. Como decía mi tía: El hombre que te quiera, tendrá
que aceptarte tal y como eres y no pretenderá cambiarte. Si nos quieren, ya
vendrán a buscarnos.
―Voy.
―Mala mujer, cuanto te he echado de menos ―oí que le decía con cariño.
―Se criarán juntos y nosotros seremos sus padres, claro ―afirmó Ben muy
seguro.
―Pues que me harías el hombre más feliz del mundo ―respondió George y
Ben asintió.
―Nos mudaremos aquí si nos lo permitís. También están nuestras casas para
poder disfrutar de la playa. Todo es cuestión de organizarse, pero lo que
queremos, es que seamos una familia ―George besó a Nuria y esta se derritió
en sus brazos.
Ben me pasó la mano por detrás de la nuca y se acercó hasta que sus labios
rozaron los míos.
―¿Por qué?
***
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El plan Bérkowitz
J. Les, Mario
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Verónica Ruiz es una chica normal y corriente que vive en Madrid, trabaja
como dependienta y lleva una existencia bastante rutinaria. Esto cambiará
cuando, durante unas vacaciones en Cancún junto a su amiga Silvia, se
encuentra con Marco, un italiano de voz sensual y físico impactante. Lo que en
un principio es un simple coqueteo, se convierte en una mutua obsesión donde
el sexo adquiere un gran protagonismo, y que derivará, por parte de Verónica,
en un conflicto emocional de amor y odio hacia Marco. Además, todo se
complicará aún más para ella con la aparición de un tercero en discordia y un
pasado que la persigue… Ambientada en España, Italia, República
Dominicana, México o Estados Unidos, Amanda Seibiel, autora que cuenta
con más de 55.000 seguidores solo en Facebook, te invita a adentrarte y
dejarte llevar por esta trama repleta de intriga y erotismo.
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Carla lleva una vida monótona y algo tediosa. Trabaja como secretaria en una
oficina y su novio, Pedro, además de aburrido, es adicto al trabajo. Para
colmo, ese verano no tiene vacaciones y el sofocante calor de Madrid no
ayuda a refrescar la situación. Todo cambia cuando Carla se acuesta con Pere,
un compañero de trabajo con el que apenas había cruzado unas palabras. A
partir de ahí, el concepto de "verano en la ciudad" cambia por completo y
comienza a disfrutar de la sensualidad como nunca antes lo había hecho.
Gracias a los cursos de verano a los que su novio le apunta para que esté
entretenida, vivirá, junto a su frívola amiga Lidia, aventuras de todo tipo que
harán que sus pensamientos se aclaren y tome una decisión para afrontar una
nueva vida. En definitiva, una novela cachonda, en los dos sentidos.
Sensualidad y humor se conjugan perfectamente para servir al lector una
historia fresca y entretenida, ideal para los días de verano o de cualquier otra
estación.
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¿Alguna vez oíste hablar del amor impío? ¿Sabes por qué se les negó a los
ángeles la libertad de amar y decidir sobre sus actos? ¿Por qué se exilió a la
raza de los nefilim en El Olvido? Éstas y muchas cuestiones más se verán
reveladas a través de estas líneas. Yo, el ángel Dekkar'iël, fui designado por la
madre creadora para custodiar y salvaguardar la vida de Julie, una joven que,
en su vida anterior, puso en jaque tanto a Dios como a Lucifer por culpa del
amor impío. Por amor me vi obligado a emprender un viaje sin retorno, en el
cual tuve que abandonar toda esperanza e ilusión, tan sólo para poder
otorgarle a un alma atormentada la oportunidad de redimirse ante los ojos de
nuestra creadora.