Lorenzo Dominguez, Diego Pro PDF
Lorenzo Dominguez, Diego Pro PDF
Lorenzo Dominguez, Diego Pro PDF
P R Ó
LORENZO
DOMÍ NG UEZ
T U C U M Á N
1952
Q u e d a h e ch o e l d e p ó s i t o q u e m a rc a l a l ey N ° 1 1 .7 2 3
Printed in Argentine
Impres o en la Arge nti na
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Platón: Hipias Mayor, 304, E.
En una linda mañana de junio de 1941, las gentes que pasaban junto a
las verjas de hierro del edificio de la Universidad Nacional de Cuyo, podían
ver, a ambos lados de la puerta central, algo nuevo claramente recortado
sobre los claros de la fachada y los oscuros de sus ventanales. Allí estaban
Los esclavos de Miguel Ángel con todos los blancos cantando entre la luz
apenas amortiguada por las sombras que proyectaban los muros coloniales.
Esas sombras no ensuciaban las esculturas: eran como un cielo nubloso,
combado, que transformaba la luz torrencial en un remanso tranquilo, suave
y neutro. Las estatuas tenían el valor de un símbolo. En la verdadera Uni-
versidad se liberan los hombres de los provincialismos. Los estudiantes que
atravesaban el portal, con su mimbreral de flechas fijas, y más tarde el
umbral de la casa achaparrada, veían, desde unas sombras frescas, de viejos
muros, que el patio parecía aquella mañana una enorme terraza, con negros
dibujos geométricos, armonizados con otros rojizos y compuestos por una
fantasía pictórica. Las formas y los colores triunfaban a plena luz. A un cos-
tado, a la izquierda, verdeaba un gran ombú montañés. Equilibrando los
elementos lineales de las baldosas, y la sencilla, fresca e inconsciente
belleza del árbol, se levantaban en calcos fieles y prolijos bellísimas esta-
tuas griegas. La Venus de Milo, La Diana Cazadora, el Torso de Belvedere,
la Venus de Gnidos, el Apolo del Tevere, Los Luchadores, eran una maravi-
lla en aquella atmósfera tan envuelta y llena de claridades. Los volúmenes
estaban colmados de matices. En los muros del patio colgaban seis o siete
frisos del Partenón y algunos relieves egipcios. Con aquel cielo de transpa-
rencia africana las reproducciones de esculturas egipcias no se podían ver
mejor. Las obras griegas a la vez que organizaban el espacio luminoso de la
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terraza, triunfaban sobre todas con sus formas claras, alegres, ideales. De
tanto en tanto, allá al final, el paso de algún estudiante dibujaba líneas que-
bradas, rotas, que comenzaban en cualquier parte e iban a terminar junto a
las estatuas. Algunas reaparecían después en la boca de la biblioteca.
En aquel ambiente de arte, en el lugar justo, sin deshacerlo ni descompo-
nerlo, un grupo de personas escuchaba a un hombre maduro, que de lejos
parecía un hindú, pero que de cerca era un español de tipo oriental, aceitu-
nado, de voz dulce y ademán elegante. Su vestimenta muy personal y con
algunos toques brillantes. Hablaba con un tono medio, casi conversacional,
sin el arco iris de la oratoria. Sus palabras no eran abrillantadas ni opulen-
tas, pero sí precisas, claras, elásticas, hermosas. Condecían con aquel marco
artístico. Sobre el fondo español, su lengua tenía tono y modismos chilenos
que le daban color americano. Aquel artista chileno hablaba porque embe-
llecían entonces el corazón de la Universidad con reproducciones de escul-
turas griegas y egipcias. Sus palabras nacían, hechas aire e inteligencia, e
iban a recorrer el espacio aparentemente abierto, pero plásticamente
cerrado y clauso. Iban y venían y volvían a salir colmando, integrando y
ponderando el claustro invisible del arte. El arte —decía aquel hombre— es
una de las formas de la vida, es una manifestación viva de la vida misma.
“La vida está en la obra de arte. La obra de arte es un ser vivo, con una vida
particular, que no es la biológica, sino que actúa como un ser vivo espiri-
tual, nuevo, distinto. No es nunca la representación de algo, aunque pueda
estar hecha a su imagen y semejanza. Un cuadro o una escultura no tiene
función representativa. Un cuadro o una escultura son precisamente eso: un
cuadro o una escultura. Empiezan a dejar de serlo cuando comienzan a
representar algo determinado para el artista y para el contemplador. Si
ponemos —decía— a alguien delante de la Venus de Milo, mientras más esa
persona relaciona la estatua con la mujer, menos verá la estatua y, a la
inversa, mientras menos vea a la mujer más verá la obra de arte. La mujer
es el principio que la estatua tiene en la naturaleza. Las cosas nacen con un
cordón umbilical que las liga a su origen. Hay que saber cortarlo a tiempo.
Y esto reza lo mismo para el que las hace como para quien las contempla.”
Aquel hombre dice después que el arte es invención humana que
expresa, en términos de belleza, un contenido espiritual. “Este contenido o
mensaje —añade— no es sino la interpretación, el sentido nuevo que el
espíritu da, o es capaz de dar a las cosas o a determinadas cosas que, dentro
o fuera de él, suceden. El vehículo de ese contenido es el medio o lenguaje
que le da realidad exterior. Tal lenguaje puede estar expresado en el espacio
o en el tiempo, o participar de ambos.” Y sobre el artista asienta palabras
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precisas y sabias. “La primera condición del artista, es tener algo que decir.
Una semilla puede ser el germen de un bosque, pero también puede per-
derse. Un río, como dice Cajal, puede ser fuente de energía y de enorme
riqueza, pero también puede perderse en el mar. La disposición artística es
una semilla, es un músculo, es un río que hay que cultivar para que no se
pierda. La condición es un don de Dios. Su cultivo es arduo y trabajoso. No
hay, sin embargo, que desmayar. El camino es largo y dura lo que la vida
del artista. La belleza es alta, es cúspide, es lunar”. No se la puede circunva-
lar para siempre. Es movediza y tornátil como la luna. Y termina su ense-
ñanza contando la parábola del hondero mallorquín: “Un pastor de
Mallorca, que es una isla de pastores, dió un buen día en la extravagancia
de tirarle piedras a la luna. En las noches claras subía a los riscos y colinas
y con su honda disparaba vigorosas pedradas. Las gentes del pueblo empe-
zaron a decir: ¡Pedro está loco! ¡Pedro está loco! ¡Mira que tirarle piedras a
la luna! Pedro nunca pudo darle a la luna, pero al poco tiempo era el mejor
hondero del pueblo. Así también con el arte y con la vida. Hay que tener
siempre a mano una luna y una honda”.
El hombre aquel era el escultor Lorenzo Domínguez y aquel público los
alumnos de la Academia de Bellas Artes de Mendoza en una bella mañana
cordillerana.
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eso?”, pregunta don Ramón. La noticia viene de París y es muy escueta. Las
hijas encontraron muerto a su padre, después de volver de misa. “¡Ah, ya sé
lo que ha pasado!”, exclama Valle Inclán. Y agrega: “Antes de ir a misa, sus
hijas van a verle y como no se mueve, se dicen: padre está con la cogorza”.
De vuelta de misa, van a verle de nuevo y como sigue en el lecho, creen que
sigue con la cogorza. Al fin descubren que se trata de la cogorza defini-
tiva”.
Durante los años que Lorenzo Domínguez trata a Valle Inclán, el escri-
tor vive con desahogo, de lo que le producen sus obras. Sus días de estre-
checes son del pasado. Muchos recuerdos y huellas le vienen de esos
tiempos. Una huella definitiva es su tuberculosis renal. El escultor va a
verle en sus achaques de enfermo crónico. Lo encuentra en un lecho
labrado y con relieves versallescos. Una colcha roja de damasco lo cubre.
La conversación es espléndida y lujosa. Sus dones de creador son estupen-
dos. La palabra escrita, sus obras, son la sombra de su palabra hablada.
Estiliza su figura, sus gestos, sus movimientos. Su persona “era una
manera, otra manera de creación”. Subraya las palabras con ademanes jus-
tos y nobles. De pronto parece olvidar su mundo de arte y se suena la nariz
con la vistosa colcha roja. No se sabrá nunca qué había de verdad y qué de
fantasía en su pasado, en su vida y en su obra.
Valle Inclán tiene obras extraordinarias. Son de firmes calidades artísti-
cas los cuadros goyescos que corren con el nombre de Esperpentos. La serie
del Ruedo Ibérico, El tirano Banderas, Tragedias Bárbaras, son brutales.
“Es un Solana de las letras” —dice el amigo de tantas noches de tertulia.
“Tan brutal como Goya. El tirano Banderas es la novela más americana que
se haya escrito. ¡Lástima que las gentes sólo conozcan sus obras de juven-
tud, las más flojas! Esas obras ocultan las auténticamente grandes.”
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ESPAÑA EN SU ARTE
1. MIGUEL DE UNAMUNO: Del sentimiento trágico de la vida. Conclusión, pág. 230. Espasa-
Calpe. Buenos Aires, 1938. Ensayos, tomo I, pág. 892: Sobre la europeización. Edic. Aguilar.
Madrid, 1942.
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A la puerta de mi casa
tengo una silla dorada
pa que se siente mi novio
con corbata colorada.”
Los campesinos no tienen instrucción, pero poseen extraordinaria sabi-
duría de la vida, acuñada por siglos de convivencia, de dolores y sufrimien-
tos, de afanes y alegrías comunes. Tienen una cultura substancial, hecha no
de signos gráficos, sino de experiencias profundas, que se trasmiten de unos
a otros, de las generaciones que se van a las generaciones que llegan. Hasta
la manera de dar los buenos días es inconfundible. Las palabras saltan
redondas, certeras, sin esfuerzo. Llevan siglos rodando entre los humildes,
que las toman del río común de la lengua, la levantan un momento a los
labios y las sueltan de nuevo para que sigan rodando, ágiles y briosas, en las
aguas del idioma.
España es primordial. La fuente de donde sube la gran vitalidad espa-
ñola es el pueblo. Las fiestas populares son tremendas. Son de amplia fama
las corridas de toros de San Fermín, en Pamplona. Hombres, mujeres y
niños torean en las calles con valor y riesgos sin cuento. De ellas muchos
salen estropeados y maltrechos. Sin embargo, se repiten todos los años, por-
que por ellas hincha sus botones el alma española. “Escuche usted —dice el
maestro— lo que me ocurrió una mañana mientras desayunaba en el café
Klutz, en plena Gran Vía de Madrid, entre el Casino Militar y el café de
Molineros. Miraba a través de las vidrieras el trajín de las gentes, cuando vi
un bravísimo toro plantificado en medio de la calle. ¡Un toro de lidia en el
corazón de Madrid! Quedé pasmado. Me parecía increíble. La gente entre
tanto se apeñusca en las veredas y en la calzada. Un guardia trata de capear
al animal. De pronto sale un hombre del amontonamiento, pide el capote al
guardia y torea al bicho durante diez minutos. ¡Diez minutos! ¡Figúrese!
Manda a buscar un estoque, torea un rato más con gran regocijo y voceo del
público y luego lo mata. Aquel hombre era el torero Fortuna”. El mismo
humor de los españoles es brutal. La literatura y el teatro es buena ilustra-
ción de ello. El humor intelectualizado de los franceses no prende ni es
comprendido en España.
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1. R. GÓMEZ DE LA SERNA: José Gutiérrez Solana, pág. 13. Edic. Poseidón, Buenos Aires,1944.
2. EMILIANO A. AGUILERA: José Gutiérrez Solana. Edíc. Iberia, Barcelona,1947.
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con la móvil malla de las relaciones de convivencia, con sus afinidades, con
sus exclusiones, con sus cambios, con su historia. Había también en el
ambiente de Santiago tradición de arte. Por la Escuela pasaron buenos
maestros de escultura, que conocían su oficio, que a veces se perdieron no
por falta de condiciones, sino por la mala escultura de fines del siglo
pasado. No hay que olvidar que Rodin fue el gran liberador durante esa
época. Entre los maestros del pasado, Lorenzo Domínguez recuerda a Car-
los Lagarrige, Virginio Arias, el español Coll y Pí, Nicanor Plaza y otros.
En ese clima comienza su enseñanza. En seguida el taller de escultura se
convierte en su taller. Hay, entre otros, dos tipos de hombres entre los artis-
tas. Los hay que necesitan encontrar las cosas organizadas para poder traba-
jar. Son casi incapaces de salir de sí mismos para solicitar, pedir o adquirir
elementos de trabajo. Se desconciertan cuando no encuentran un ambiente
ya hecho. Los otros proyectan su personalidad hacia afuera, son de firme
voluntad, aunque sean de maneras suaves y dulces, se vuelven centro de
atracción y encuentro. Lorenzo Domínguez es de éstos. Aunque no hubiera
hallado cierto ambiente plástico en su patria, él lo hubiera producido a la
larga, con radio cada vez mayor, a semejanza de los círculos que engendra
una piedra arrojada a un estanque. Ahora el artista y el hombre irradian
sobre las cosas y los hechos, sobre su labor y el ambiente. Esa irradiación
singular, característica, inconfundible que surge de los hombres originales.
El taller es su taller, no porque vaya a él según horarios fijos o porque se
trate del único taller de escultura de la Academia. Es su taller porque está
lleno de humanidad, de lo que impregna y da orden hasta a las cosas inertes,
hasta a los detalles mínimos. Aunque aparentemente ese orden sea el de un
desorden ordenado. El taller es un trozo de vida, es la vida misma con su
fisonomía de arte. Los alumnos son aprendices que, al par que la escultura,
edifican y maduran su espíritu. Algunos son rebeldes a cualquier disciplina:
perduran en ellos los rasgos de la adolescencia o esa seguridad y engrei-
miento que dan el haber entrevisto alguna vez París. Otros marchan confia-
dos en su vocación, buscando el dominio del idioma plástico. Después,
como en todas partes, los alumnos señoritos, los blandos, los tibios, los que
nunca acertarán a decir su palabra de belleza. Quizá lleguen a poseer el len-
guaje, pero nunca serán elocuentes porque no tienen nada que decir. Es lo
que ocurre con muchos artistas de nuestro tiempo. Pero todos a la postre,
cada uno a su modo, levantan como pueden el mirador hasta alturas donde
los horizontes parecen alejarse y volverse amplísimos. Sólo los que tienen
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la puede considerar limitada por seis planos. Es decir como un cubo. Dentro
del conjunto se distingue la cabeza del cuello. Una se puede ver como un
huevo; el otro como un cilindro. Después les muestra las relaciones de
medida. Relaciona la cabeza con el cuello en altura, ancho y profundidad.
Esas relaciones cambian de un modelo a otro, de un niño a otro niño, en el
niño y en el hombre, en el hombre y en el cisne… Hace que los alumnos
vean la importancia de la ubicación de los volúmenes. El escultor tiene que
saber situarlos. Ello requiere mucha observación. Por último, el escultor
enseña los secretos del movimiento del volumen. Indica cómo si el cráneo
tiene cierta inclinación, la cara acompaña el movimiento. Si el alumno no
estudia el movimiento, los volúmenes traquetean en la obra. Si se mueve el
conjunto, los elementos también adquieren movimiento. La cara, la nariz,
las orejas se mueven con relación al todo, cambian las relaciones entre sí,
fugan de otro modo. Y lo que Lorenzo Domínguez dice de la cabeza a sus
alumnos, lo dice del busto y la figura entera. “¡Claro —oyen decir al maes-
tro sus alumnos— con este método no se puede modelar una cabeza en una
mañana!”
La escultura tiene una vertiente empírica, manual, de modelado, y otra
de inteligencia, concepto y doctrina. No se puede separar una de la otra sin
daño para ambas. Si falta la segunda, la primera se vuelve ciega, porque
carece de los principios racionales de su acción. Si falta la primera, hay teo-
ría pero no obras que se sostengan por sí mismas desde el punto de vista
plástico. El escultor auténtico es el que domina a ambas: la experiencia y
los principios del arte, el punto de apoyo desde el cual mueve el mundo
plástico. Por eso Lorenzo Domínguez atiende en su enseñanza de la Acade-
mia a los dos aspectos. Junto con la práctica van los principios que la expli-
can. Así, en ocasión ciertamente justa, habla a los alumnos de las aptitudes
fundamentales que el escultor tiene que poseer: el conocimiento del mate-
rial y de la materia propia de la escultura, vehículo y asiento de la expresión
plástica; el de la naturaleza, trampolín de la invención artística; y el conoci-
miento de lo que el artista quiere decir. La ausencia de cualquiera de ellas
vuelve manco e incompleto al escultor. O insiste en la importancia de la
materia, del conocimiento amoroso de la misma, de la piedra, de los meta-
les, de la madera. O habla de la forma, que tiene que ser plena. O de la cla-
ridad, o de la simplificación, o del retrato, o del busto, o del monumento, o
de la composición… Y con los ayudantes y alumnos de los últimos cursos,
que van a visitarle a su taller individual del tercer piso, conversa sobre la
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Todo eso es más terrible que todo mi dolor y mis angustias. Allí pude haber
muerto, sobre la tierra mía y de mis padres. Y hubiera sido un fin bien bello
para mí.
“El hambre, la angustia, el andar por las calles desoladas, los refugios,
los bombardeos, los incendios terribles, el aire y las diversiones, la con-
quista de una taza de café o de un pitillo, los muertos destrozados como en
Granollers, las aventuras con las muchachas; las sirenas de alarma, todo
enredado y revuelto. Y el trabajo y el heroísmo y la traición y el sacrificio,
la cobardía, el valor, la locura, la fuerza. Y allí estarán ellos todavía, cada
día más acentuados todos estos rasgos, más tenaces y aferrados cada uno a
lo suyo”.
EN PARÍS
Lorenzo Domínguez llega a París en los promedios del año 1938. Su
vida se desliza hermosamente, de momento. Después sobrevienen dificulta-
des que ponen a prueba su ejercicio de la libertad. Esos obstáculos no pro-
vienen del arte. Nacen de su efusión afectiva y de sus recursos económicos,
que, de día en día, se tornan más escasos. Platón en el Simposio pone en
labios de Aristófanes un bello mito. Los hombres al principio tenían todos
la forma redonda; el pecho y la espalda como una esfera; la cabeza con dos
caras opuestas y el cuerpo con cuatro brazos y piernas. Eran gentes robustas
y vigorosas y de ánimo esforzado. Concibieron osadamente una ascensión
hasta el cielo para combatir contra los dioses. Zeus decidió, para dominar-
los y disminuir sus fuerzas, dividirlos en dos. Así marcharían erectos, dere-
chos, apoyados en dos piernas. Surgieron entonces los hombres y las
mujeres tales como los conocemos. Y con ellos el amor, porque cada parte
trata de encontrar la otra de la que ha sido separada. Lorenzo Domínguez
apenas puso los pies en París creyó reconocer la otra porción platónica.
Llega a esa convicción lentamente, entre viajes por la ciudad, que lo llevan
a los museos, los talleres, las exposiciones, los salones de arte, las catedra-
les, las iglesias, los paseos, las ferias de libros, los cafés, los lugares de
esparcimiento. Los días corren apacibles y hermosos. Son días de bellísi-
mas rondas, provechosas y despreocupadas. Aun las cosas indiferentes se
nimban con un halo magnífico, delicado y tierno. Todas las cosas se embe-
llecen. Un efluvio maravilloso llena su vida de alegría y de luz. Son los días
en que va a ver, observar y aprender a los talleres de Bourdelle, de Bran-
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Muy vulgar la imagen que presentó del pueblo americano; pueblo joven,
alegre, sano, sin prejuicios ni desigualdades, antitrágico. Pueblo de indivi-
dualidades en contraposición con Alemania, pueblo trágico y obediente,
con espíritu y necesidad de obedecer. Roosevelt siempre ríe y Mussolini y
Hitler cada día aparecen más feroces. Y eso fue todo, más dos o tres piropos
para Francia, muy fabricados y artificiosos”. Lorenzo Domínguez continúa
comprando libros. Ha gastado ya en ellos 3500 francos. Uno, el Miguel
Ángel, de Romain Rolland, le parece malo. Es enfermiza y mala la exalta-
ción que el autor hace del sufrimiento.
La idea de volver al trabajo y con ella la de su regreso a Chile, se hacen
cada vez más vigorosas. Su estado de ánimo le estropea el estudio y la labor
en París. Además se da cuenta de que su obra tiene que crecer y arraigar en
América o no crecerá ni arraigará en ninguna parte. Advierte el peligro que
es la extraversión o la evasión de América para los americanos. Conserva
fiel la imagen de su patria. No quiere ser un hombre des-pai-sado, transat-
lántico, que ni se salva por su obra en Europa ni se salva acá, quedando
como las boyas que flotan en las llanuras del mar. “Tengo todo mi pensa-
miento puesto en mi vuelta a Chile”, escribe. Hace un año y medio que
deambula por tierras europeas: Francia, España, Bélgica, Holanda, Inglate-
rra. Vive una gran experiencia humana que revuelve hasta sus pozos más
profundos. Confía, sin embargo, en que esos trastornos forman parte de su
proceso de maduración. “Tengo fe en que todo lo mío —dice en sus anota-
ciones—, en que todo va a arreglarse bien, muy bien”. Y con razón, porque
la autenticidad de corazón y la inteligencia vigilante, terminan por encon-
trar el puerto debido y de vida. Lo demás es perifollo. Hubo momentos en
que no sabía lo que era, porque ya no sabía lo que quería ser. Ahora
comienza a serenarse. Ha sufrido dolores inmensos, pero trae en sus manos
y en su alma el relampagueo de los mármoles y de los bronces de los gran-
des artistas del mundo. Ha visto mezcladas las cosas más opuestas. Los
grandes hombres, las grandes catedrales, el amor, el dolor, la ira, la verdad,
la poesía y la podredumbre. En cifra: la bondad y la maldad que atraviesan
el mundo.
Marzo de 1939. Retorna pacificado. Son días terribles para el mundo. El
barco que lo trae a su patria, va lleno de inmigrantes judíos, que las dictadu-
ras expulsan de Europa. Las mujeres tienen más nobleza en general. Casi
todos van a Bolivia. Los que no han podido viajar en tercera clase van en
segunda y los que no en primera. Todos visten bien y llevan equipaje nume-
roso. Van también muchos españoles que escapan de las barracas y campos
de concentración de Francia (vergüenza de Francia). Van desnudos y sin
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directo, más que de la crítica plástica. Tienen el interés de una visión des-
nuda y desprejuiciada. Leamos lo que dice sobre Picasso:
“Hay en él algo tan extraordinario que nuestra sensibilidad queda des-
lumbrada y atónita a su sola presencia. Picasso es por sobre todo un poeta
genial. Indudablemente que en todas las cosas que existen, en las materiales
y en las del espíritu, hay un elemento poético, un hilo sutil, una veta de poe-
sía pura. Picasso descubre en cada tema, abstracto o concreto, el hilo sutil;
destruye furiosamente todo lo que lo envuelve, oculta o encubre, exponién-
dolo en color puro y desnudo. Pinta sólo la poesía de las cosas, en el alto
sentido de la palabra; poesía, es decir, lo fuerte, lo verdadero, lo eterno, lo
amado. Es por eso que no sólo todo el cuadro, sino todos los detalles, tienen
en él una vitalidad que contempla la nuestra con infinitos ojos, que a cada
momento descubrimos que nos están mirando desde todos los planos, lo
que nos obliga a bajar la vista muchas veces. Es profundamente español. Su
poesía plástica se expresa en cánones clásicos, folklóricos o propios y revo-
lucionarios. ¡Oh, qué difícil es explicar y expresar el contenido de Mujer en
el balcón! Sí, la mujer está sentada en su balcón, con la luz, el espejo y la
maceta. La luz no es allí ese elemento lleno de accidentes líricos o dramáti-
cos que va y viene recorriendo el cuadro. No, ella no entra por el balcón
abierto. Está allí desde el principio, en comunión con las cosas, como un
dios, es decir, que en cada parte, por pequeña que sea, está toda la luz. No
es la mujer en abstracto: es concretamente una mujer. Inexorablemente es
esa mujer, pero en comunión con la luz; está deificada de poesía. Y su
belleza ya no es la belleza cercana a los ojos físicos. Al contrario, ha sido
desnudada y rota la raíz de la belleza y fijada por ella firmemente allí. La
arbitrariedad producida es deducida de la destrucción y de la construcción.
Toda la luz del mundo está en las manos. Hay dos ojos en el perfil y porque
son ojos tienen que estar siempre allí, y allí estarían aunque la figura estu-
viese de espaldas. Y allí estarían aunque la mujer se hubiera ido, porque los
ojos y la clorofila son para la luz y la luz para los ojos. Esto ocurre en el
mundo maravilloso del color. Y allí está el jarrón con la rama verde y el bal-
cón abierto con la sombra, mejor, con la baranda en la mujer y la sombra
abierta del balcón. O es la naturaleza muerta de la paloma, el libro y el
velón, violentamente descompuesta y organizada, como pintada por el
Greco y contada por Valle Inclán. Hay el cuadro que es la expresión justa y
precisa en color de la copla del cante jondo, con el ¡ay! vibrando en todo él,
trágico y obsesivo, pero como la copla rico, violento, con estallidos de ojos
y de gritos en las cosas. Y lo que no es folklórico ni clásico en él es revolu-
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cionario, como la mujer que llora, o el cráneo del toro, con la flecha inexo-
rable. Picasso me inquieta enormemente en la escultura, obscureciéndome
cuando yo creía empezar a ver claro su enigma. ¿Todo esto está fuera de la
pintura? Hace unos meses, yo hubiera dicho que sí, que todo esto pertenecía
a la literatura, pero no a la poesía, aspiración suprema del arte, vértice y
cumbre donde se encuentran todas las artes. Esta nueva experiencia viene a
hacerme todavía más peligroso, elevado y lejano el terreno de la escultura”.
En esas apreciaciones y en otras que aparecen a cada momento en la
conversación de Lorenzo Domínguez, hay cierta nostalgia de la pintura. Es
como si hubiese en él una disposición contrariada, una inclinación contro-
lada. A veces confiesa que alguna vez ha tomado los pinceles. Tras mucha
insistencia se logra también que muestre algunos cuadros. Son de expresión
moderna, con gran sentido del color y muy interesantes en el tratamiento
del material. Uno, con una mujer que sostiene un botijo, es muy hermoso.
Esa inclinación soterrada hacia la pintura le lleva a mezclar continuamente
sus ideas sobre la escultura con sus pensamientos sobre la pintura y los pin-
tores. No hay que pensar, sin embargo, en una vocación rechazada. Lorenzo
Domínguez es un artista del espacio y del volumen, no del plano y el color.
EN REIMS
UN MES EN LONDRES
Las mesitas circulares, sostenidas por un pie central, tenían cuatro sillas, las
estrictamente necesarias para que nadie pudiera escapar a la transfusión
humana más inesperada. En torno de aquellas mesitas coincidían por unas
horas las cuatro esquinas del mundo. Y nunca de la misma manera. Se iba
allí a compartir el diálogo, el trato cordial, las alegrías, las desdichas, el
café… No había manera de anticipar los encuentros en aquel lugar. Resulta-
ban casi siempre azarosos, sin orden previsible y estable, de modo que el
diálogo no se retomaba casi nunca, porque todas las noches comenzaba de
nuevo, con gentes llenas de interés, muchos ennoblecidos por la guerra.
Una de aquellas noches, una de las artistas chilenas topa con un capitán
inglés de las reales fuerzas aéreas. El aviador simpatiza con la pintora,
mujer muy española, de grandes ojos negros, de tez aceitunada y con el
cabello partido en dos bandas. Mujer de mucha expresión. El capitán parte
para Londres a los pocos días y la relación se prolonga a través de algunas
cartas. Se viven los tiempos de la preguerra. Todas las naciones están aler-
tas.
Un día de octubre de 1938, Lorenzo Domínguez y Enrique Cooper par-
ten hacia Londres. La pintora, que no puede viajar de momento, lo hará des-
pués. Van el escultor y el arquitecto a estudiar los museos y las calles
inglesas, las universidades de la vida. Llevan una semana allá cuando reci-
ben una citación de la policía. Tienen detenida a la artista chilena como pre-
sunta espía. A la policía inglesa le resulta rara aquella mujer, su traza, su
lengua y su viaje a Londres. Para colmo le encuentran algunas libretitas con
anotaciones raras. La pintora tenía la costumbre de tomar notas breves, con
letra menudita y a veces en cifra, de lo que iba viendo en sus viajes. Ade-
más allí, en sus maletas, aparecen algunas cartas del capitán de aviación.
Todas esas circunstancias reunidas producen una complicación tan grande
que les lleva a todos dos o tres días el resolverla. La desconfianza, los con-
troles y las medidas de seguridad crecen por todas partes en Europa. Se
siente ya el miedo de la guerra. La guerra se acerca como una fatalidad, sin
que frente a ella puedan hacer nada las buenas gentes de la calle.
En ese clima se mueve Lorenzo Domínguez en Londres. Va a los
museos y exposiciones. En el British Museum, estudia principalmente el
arte arcaico babilónico, egipcio, tibetano, griego, romano. Anota en su
libreta impresiones sucintas y retiene con el dibujo soluciones de composi-
ción y problemas de color que le interesan. Juicios breves sobre obras grie-
gas, como éstos: “Dos cabezas de dioses. Una de Apolo y otra de mujer,
muy deterioradas (s. IV), pero maravillosas”. “Demetria de Knidos. Estatua
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de la diosa sentada (s. IV). Muy bella de proporciones”. Estudia también los
grandes relieves egipcios con escenas de caza y de guerra, de costumbres y
de motivos religiosos. Encuentra escenas vigorosísimas. El friso de Shahna-
neses II (859-824, a. C.) alcanza un grado tal de violencia, de fuerza interna
y de explosión plástica, como sólo puede encontrarse en el Greco, Goya,
Solana y Picasso. En la National Gallery recorre las salas de la pintura ita-
liana y de la pintura española. En las primeras le interesan obras de Paolo
Ucello, de Piero della Francesca, de Baldobinetti, de Andrea del Verroc-
chio, de Ludovico de Parma. De la escuela española le impresionan las
obras de El Greco, de Velázquez, de Morales, de Goya. En la Royal Acad-
emy of Arts lo que más le gusta es el maravilloso relieve en mármol repre-
sentando la Virgen con el Niño y San Juan. Hay también allí un magnífico
dibujo de Leonardo.
Concurre a varias exposiciones. Dos de ellas muy importantes: una del
famoso escultor inglés contemporáneo Epstein y otra de Picasso. Resulta
interesante conocer cómo los escritores y artistas americanos ven a Europa,
como réplica de lo que los europeos dicen de América. Es de la mayor
importancia saber cómo los espíritus americanos han pasado por aquel
mundo y cómo aquel mundo ha pasado por los espíritus americanos. Así se
sabría que los grandes hombres de América siempre creyeron en ella y
siempre le fueron fieles. Por muy viajeros que fueran y por mucho que se
remitieran a Europa, nunca miraron de reojo y más o menos oblicuamente
la magna tierra americana. Cosa que es frecuente entre los europeos, aun en
aquellos que ponen cierta dosis de bondad en sus juicios. Lorenzo Domín-
guez ha palpado el arte europeo con su ojo de escultor. Importan, pues, sus
impresiones. A las obras de Epstein se acerca el 16 de octubre. En sus notas
leemos:
“Epstein es pintoresco en la factura, pictórico en el empleo de los ele-
mentos, antiplástico. Tiene manera, no estilo. Construye, dibuja, compone.
Exceso de elementos gráficos, poca claridad en la expresión del volumen
total y mucho menos en la presentación de los volúmenes parciales. No hay
análisis ni síntesis volumétricos. Falto de estilo y sobrado de manera, pues
todas sus soluciones formales están hechas por receta. Es espectacular
cometiendo el error de convertir la escultura en teatro. Su factura es com-
pletamente antiplástica, pues en vez de exaltar el material lo transforma por
el empleo de una técnica completamente pictórica”.
En la exposición de Picasso hallamos al escultor chileno varias veces: el
16, el 21, el 24. Interesa su reacción porque allí ve a Guernica y todos los
estudios previos de dibujos y pinturas que hizo el pintor para la realización
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D I E G O F. P R Ó
de ese cuadro. En las obras de arte hay siempre un orden. Sin orden no
existe obra de arte. Ese orden puede ser imitado o sugerido por el natural o
bien enteramente concebido por el artista. El primero es de captación fácil
para las gentes. El otro tiene dificultades, aunque la obra sea en sí misma
muy clara. La claridad es otra de las condiciones imprescindibles de la obra
de arte, la que, por cierto, no se confunde con la facilidad o la sencillez.
Tampoco tiene que ver con el hermetismo. Si se conoce el lenguaje y el
clima donde vive la obra, siempre resulta clara. Es lo que ocurre con el
surrealismo y con el cubismo. En las obras abstractas de Picasso, hay tam-
bién un orden, una organización plástica que se consigue con elementos que
resultan de la descomposición del natural. El orden, la organización artís-
tica están en sus obras. Lo que ocurre es que no es el orden ni la organiza-
ción del natural. El orden de sus cuadros y dibujos está al servicio de lo que
el artista quiere decir; Para un hombre de formación plástica española,
como la de Lorenzo Domínguez, donde se aúnan lo directo y la belleza,
aquellas obras abstractas estaban, en sus primeros pasos por París, fuera de
la pintura. Ahora, después de ver y digerir mucha pintura, ya no lo están.
Ha comprendido su sentido. Por eso no sorprende que escriba en Londres:
“Su cuadro La mujer que llora es de una potencia y de una fuerza pictó-
rica tales que, por momentos, cree uno que el cuadro va a estallar. Nadie ha
expresado la angustia como Picasso en Guernica. No imaginé nunca que
una forma cualquiera de expresión humana pudiera alcanzar concreción tan
poderosa. Ante él faltan las palabras para explicarlo o definirlo. ¡Hay que
verlo!”
Y en otro lugar dice:
“El arte es poesía. Ser artista es ser poeta. Porque la poesía es la aspira-
ción suprema y ulterior del artista. Es el vértice o cúspide en que se reúnen
todas las artes. Es el infinito y el fin, ángulo de paralelas y encuentro de lo
opuesto. Es el punto de la Gracia y. el Verbo. A esa cumbre sólo se puede
arribar por la ruta del conocimiento, ascendiendo a fuerza de cojones, de
corazón y de cabeza. Inmóvil, alto, lejano, suspenso como el vuelo de un
águila en el vértice, allí está Picasso”.
Después de un mes vuelve Lorenzo Domínguez a París con el recuerdo
de los intensos días londinenses. En arte es preciso ver mucho. Londres lo
confirma en su ascenso vocacional. Y por grande que sea su devoción a
París, el regreso es duro. Por algún tiempo le ronda la nostalgia de ciertos
paisajes, de ciertas obras, de ciertos rostros. Quiere regresar a tierras ingle-
58
LORENZO DOMÍNGUEZ
sas, pero atina a situarse entre los que no creen que tienen derecho a todo.
Sabe que ante ciertas cosas hay que poner una pausa y hacer el esfuerzo de
volver a merecerlas.
Esto tal vez explique el que gusten, porque halagan. Dado el concepto de
eternidad que se tiene de la escultura, verse dentro de ella halaga nuestro
deseo de perdurabilidad, pero esto es una estafa barata. Sin embargo, la rea-
lización formal es perfectamente tridimensional en casi la totalidad de las
obras de Brancusi. La construcción, atendiendo a los órdenes de proporción
y movimiento, es perfecta. El estilo claro y limpio. El análisis y la síntesis
perfectos”.
Pero la admiración es incondicionada para Maillol, esta vez en los Jardi-
nes de las Tullerías:
“Estuve andando por las calles hasta ir a dar a las Tullerías, donde vi
otra vez las estatuas de Maillol. ¡Qué maravillosos el monumento a
Cézanne y la Venus Mediterránea! Cada vez admiro más esas obras. Claras,
puras, limpias, precisas, potentes, finas, expresivas, fuertes. Tienen todas
las condiciones de la belleza. Con ellas he tranquilizado mi espíritu. Vol-
veré a hacerles fotografías desde nuevos ángulos y con esta maravillosa luz
del otoño parisiense”.
A la vuelta de más de doce años, la admiración juvenil perdura inaltera-
ble. El juicio se ha condensado, pero la admiración es la misma. Maillol
sigue siendo para Lorenzo Domínguez un escultor formidable. Es el escul-
tor ciento por ciento, porque sólo comprende en tres dimensiones. Es ciego
para ver en el plano. Eso explica que sea un mal dibujante, un pésimo dibu-
jante. “Los que han escrito sobre Maillol —expresa el maestro— se sienten
en la obligación de hablar y reproducir sus dibujos, aunque no valgan nada.
La confusión viene de muy lejos: de considerar el dibujo como una disci-
plina básica de la escultura. Charles le Blanc en su Gramática de las Artes
del Dibujo1 dice que la pintura, la escultura y la arquitectura son artes del
dibujo, lo cual es completamente falso. Con ese criterio, Maillol tendría que
ser por fuerza un gran dibujante. El dibujo y la escultura no se suponen
necesariamente. Desde el primer día que comencé a hacer escultura me di
cuenta que ella no tiene nada que ver con el dibujo. Ahí están los casos de
Maillol y de Mestroviç. En el último el dibujo estorba a la escultura. Su
escultura está pensada, encerrada y limitada en el dibujo. En Maillol, no. En
él es arte del espacio, del volumen. Por eso es que sus dibujos son malos, a
pesar de que el prejuicio lleva a muchos a pensar que son buenos y dignos
de acompañar a sus esculturas en las reproducciones de los libros. Se me
puede objetar —agrega Lorenzo Domínguez— con el ejemplo de Miguel
Ángel. Pero Miguel Ángel fue un dibujante y un escultor. Tuvo las dos
1. CHARLES LE BLANC: Gramática de las artes del dibujo. Edic. Víctor Lerú, Buenos Aires,
1947.
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LORENZO DOMÍNGUEZ
61
4
El clima humano es otro, como que es otro el país, otros los alumnos, otra la
atmósfera cultural. Su orientación de la enseñanza es, en lo fundamental, la
misma: hace del taller un centro de vida y de arte, donde las tareas son gra-
tas y provechosas al corazón y la mente. La enseñanza es funcional. Nada
de modelos de yeso, pues los alumnos se acostumbran a copiar resultados y
no rehacen el proceso que lleva a los mismos. El aprendizaje a través de
calcos y reproducciones adocena a los alumnos. Terminan por ver —mejor
mirar— con esquemas que paralizan toda actividad espontánea y los hacen
trabajar superficialmente. La enseñanza con modelos vivos los obliga, en
cambio, a observar, a detenerse, a estudiar, a investigar. Los hace observa-
dores. La primera labor del maestro con sus alumnos es limpiarles la sensi-
bilidad de influencias perniciosas. Desnudarlos. En trato directo con la
naturaleza y la arcilla, el yeso y la piedra surgen las dificultades, los errores,
los problemas. El camino para el aprendizaje del volumen, la ubicación y el
movimiento es largo. La escultura es antes que nada expresión plástica de
volúmenes. Las explicaciones se apoyan siempre en la realidad concreta de
cada alumno. Así los estudiantes avanzan según un ritmo propio y modali-
dades personales. Hay un proceso de progreso en profundidad y no se res-
bala siempre en el mismo lugar. El arte es hacer y no copiar
superficialmente. Cuando se procede así, los alumnos insisten en la superfi-
cie, corrigen a más no poder, cansan el material y, al fin, sale un trabajo que
parece de jabón. Lorenzo Domínguez integra su enseñanza con los elemen-
tos conceptuales que pide la vida activa del taller. Esos conocimientos no
forman parte de ningún programa más o menos rígido. Los trasmite conti-
nuamente, en dosis distintas según las circunstancias, de manera flexible,
con tono conversacional. La biblioteca del taller tiene un papel importante.
Allí se va para las consultas bibliográficas, para la verificación de datos,
para estudiar las obras de los grandes maestros. Los alumnos se acostum-
bran a manejar los libros, a nutrirse con ellos, a convertirlos en preciosos
medios de formación espiritual y plástica. Con ello el maestro no pretende
hacer de sus alumnos librerías, pero sí que edifiquen su espíritu, que culti-
ven y desarrollen al máximum su sensibilidad artística.
Corrige errores fundamentales en la enseñanza de la escultura. Es
común afirmar que el arte es intuición, temperamento, pasión, goce de
los sentidos, etc., rechazándose lo que llaman arte conceptual. El arte
implica siempre para Lorenzo Domínguez un apoyo conceptual. No se
puede prescindir de la inteligencia en la actividad creativa, porque ella
es la que capta la belleza intuitivamente, sin abstraerla de los elementos
sensibles donde se manifiesta. El arte es conocimiento, aunque de otro
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LORENZO DOMÍNGUEZ
1. JAMES JOHNSON SMEENEY: Henry Moore. Ed. The Museum of modern art, New
York, 1947.
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LORENZO DOMÍNGUEZ
TRABAJO EN EQUIPO
Lorenzo Domínguez trabaja en Mendoza durante ocho años. En los últi-
mos había ya a su alrededor un conjunto de alumnos formados y capaces de
andar por sí mismos. Entre ellos José Carrieri, quien en 1950 termina un
hermoso busto de Sarmiento en el Liceo Agrícola, fundado por el mismo
Sarmiento en Mendoza; Carlos de la Motta, quien obtiene el tercer premio
en el Salón Provincial de Mendoza, en 1948, el primero en el Salón del
Norte, en 1950, y mención honrosa en el Salón Nacional de 1951, al que
concurre por primera vez. También hay que mencionar a Beatriz Capra y
José Mariano Pagés, con grandes condiciones para abrirse camino en la
estatutaria argentina. El último ha realizado un monumento al cacique Gua-
ymallén, con tres figuras en piedra. Comenzaban a darse las condiciones
que hacen posible el trabajo en equipo que requiere el monumento. A esta
clase de obras el maestro ha dedicado larga atención. Hasta se puede decir
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D I E G O F. P R Ó
ahí están los museos de cera”. En los jurados, cuyos miembros son general-
mente profanos en arte, predomina el criterio antiplástico. Cuanto más
indios aparecen en los bocetos, más buenos les parecen. Otros factores
estorban, además, la existencia de buenos monumentos. Tales obras no sólo
expresan o exaltan plásticamente una idea, un acontecimiento o un perso-
naje histórico, de interés en la vida de un pueblo, sino que supone un
esfuerzo económico y plástico colectivo. El monumento no es como la
cabeza, el busto o la figura, que se ejecutan con el esfuerzo individual del
artista. De ahí que el gran desarrollo de la escultura monumental pertenece
a épocas y pueblos que prestaron apoyo social. Para ellos el monumento
expresaba valores sociales. Es lo que ocurre en Egipto y la Edad Media,
donde el monumento tiene espíritu colectivo. Desde el Renacimiento en
adelante, la vida social se caracteriza por su individualismo cada vez más
acentuado, hasta el punto de que los valores sociales son completamente
olvidados. El arte y los artistas terminan por no tener ningún lugar social.
Es la situación de los románticos, donde lo individual está exacerbado, de
los impresionistas y de los que llegan después. Como no hay lugar social
para ellos, viven en lucha con la sociedad, siempre incomprendidos, a la
sombra, mientras la ciencia y la economía lo invaden todo. Si esa cultura ha
creado un tipo humano es el hombre de ciencia y el técnico. En esas condi-
ciones, las manifestaciones artísticas dependen de las energías individuales.
El monumento no tiene clima propicio precisamente porque los valores
sociales están en última fila. Eso acontece en todas partes, pero se acentúa
en la América hispana porque somos por temperamento individualistas.
Además, por razones de cultura: su raleamiento hace que las gentes vivan
en función de sí mismas, y se tornen hurañas y esquivas a la sociabilidad.
No existe el trabajo en equipo y el sentimiento y la comprensión de que el
trabajo de cada uno forma parte del trabajo de la totalidad. La inmensa
mayoría de los hombres, en todos los sectores de la cultura, creen que el
mundo comienza con ellos. La atmósfera cultural enrarecida es, desde
luego, negativa para la existencia de buenos monumentos. Esto no significa
que se confunda el trabajo en equipo con la presencia del espíritu colectivo
en la obra. Un artista solo puede dar a su obra la huella de lo colectivo,
como en el caso de Miguel Ángel, con mayor, fuerza que el trabajo en
equipo hecho en cualquiera de los famosos talleres del Renacimiento. El
trabajo en equipo es el coronamiento de la enseñanza, pero eso no quiere
decir que se haya alcanzado la conciencia colectiva.
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D I E G O F. P R Ó
ARTE E HISTORIA
gencia sorprende allí el hilo de belleza que circula a través de las obras, lo
sorprende con una especie de estupor que la detiene, que la fija, que le pro-
duce gozo. Porque es un gozo del espíritu y no de los sentidos, es definitivo,
sin nostalgia, desinteresado. Para ese conocimiento intuitivo de la indivi-
dualidad artística no hay sustitutos, en la percepción empírica ni en el cono-
cimiento científico. Este último está hecho de conceptos abstractos y
mostrencos, mientras que el conocimiento artístico es concreto, directo e
inmediato. Los conceptos científicos son buenos para aquellas zonas exte-
riores y comunes de la obra artística. Hay problema en saber, sin embargo,
sí los elementos del conocimiento de la belleza no se encuentran de algún
modo en la percepción de los sentidos. Los filósofos responden en uno y
otro sentido. Es conveniente precisar la participación de ambos aspectos.
Los sentidos no conocen propiamente la belleza. En la percepción empírica
viven los elementos objetivos de la realidad. En ellos viene envuelto y en
cifra, por decirlo así, la belleza. Pero es la inteligencia quien ve la belleza
como surgiendo del ser de la obra o de la naturaleza. La organización y la
estructura de la intuición artística es así sensible e inteligente, sensible y
espiritual. Los ingredientes de la misma pueden tener su origen en la reali-
dad o bien en la pura invención. En la percepción ordinaria no intervienen
elementos espirituales. Entre ambas existen elementos comunes, pero su
naturaleza las separa. La intuición de la belleza brota de las profundidades
del alma; la empírica es superficial y atada a la realidad. Una es contempla-
tiva, definitiva, inextinguible, gozosa y no tiene interés en la realidad del
objeto artístico; la otra no remonta del plano sensible y por eso su desapari-
ción va acompañada de nostalgia. Es interesada. Una atiende a lo peculiar,
personal y creativo de las obras de arte; es riquísima de contenido; la otra es
pobre y globalizadora.
Otra raíz del desconcierto que producen las obras de arte renovadoras y
sus doctrinas, es el influjo que ejerce el pasado artístico inmediato. Es el
problema de la tradición y la renovación en artes. El pasado inmediato
impone ciertas maneras de ver y estimar las obras de arte. Las representa-
ciones, que al principio luchan por su existencia, se tornan familiares, nor-
males y normativas. Terminan por adquirir cierta imperatividad social.
Toda innovación expresa, en cierto grado y medida, discontinuidad con el
pasado. Discontinuidad total no existe en la historia. Las obras que son
renovadoras chocan naturalmente con ese pasado inmediato y con el pre-
sente social circunstante. También chocan las maneras de ver y estimar del
pasado remoto. Así se explica que resulten poco accesibles las obras de arte
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D I E G O F. P R Ó
oye decir: “La forma debe ser plena, tiene que estar como empujada desde
dentro del material; tiene que ser de tal modo lograda que parezca que está
a punto de estallar, sin que esto signifique que tenga que parecer inflada o
soplada y, por ende, vacía. La forma será plena desde dentro, desde lo
íntimo del material, para que se sienta el volumen plenamente ocupado. Eso
independientemente de cualquier factura o técnica que se emplee. Depende
sí de cómo se establecen los planos de superficie como límites extremos del
volumen apresado y no de la manera de tratarlos en cuanto a técnica o fac-
tura”. O cosas como éstas a propósito de la simplificación: “Simplificar es
resolver en un volumen, un plano o una línea, la expresión de varios volú-
menes, planos o líneas diferentes. La simplificación inteligente obedece a
un sentido, a una razón de ser, que cuando no existen llevan a lo tonto y lo
vacío. Cuando se resuelve la relación de dos planos vecinos por una arista
de conjunción, esa arista tiene una expresión que está ordenada, ligada y
atada al resto y total de la obra, obteniéndose una simplificación deducida,
profunda, con raíces, una manera de ser de la escultura y no una manera de
hacerla, una manera de resolver los problemas y no una manera de soslayar-
los, una conducta, un estilo”. Otros días son de actividad ruidosa. Se escu-
chan golpes de martillo por todas partes. Trabajan en hierro. De las
planchas negras surgen peces, cabezas de profetas, lanzas y Quijotes,
muchachas garridas, la tierra y la guerra, Judith y Holofernes. Cobran pre-
sencia muy viva, cosas que en la actividad silenciosa pasan inadvertidas. El
aparejo que levanta las piezas pesadas, sus cadenas, sus roldanas, los enre-
dos de cuerdas, se alzan entre el ruido y el olor de alquitrán caliente. Claros
resplandores ladran en la fragua. El taller se multiplica con la virilidad del
fuego y con los ecos de la artesanía más noble y enérgica.
que buscar soluciones originales, que no coincidan con las conocidas. Con
el tema del general San Martín ocurre lo propio: no es un tema plástico
inédito ni mucho menos. Otra cosa es el tema de la Antártida Argentina,
que también desarrolla Lorenzo Domínguez.
La solución del problema plástico que plantea el tema no es fácil. La
solución depende, primero, del concepto plástico que tenga el escultor, de
su concepción de la escultura, del punto de apoyo desde el cual mueve su
mundo plástico. No todas las soluciones caben en todas las doctrinas. Cada
actitud artística tiene sus amplitudes y sus estrecheces. Lo que sí importa
saber es con cuáles se alcanzan soluciones más vigorosas. Lorenzo Domín-
guez concibe la escultura como el arte de la ordenación de los volúmenes
plenos y vacíos. No es el dibujo, que construye las imágenes con líneas, ni
pintura, que es ante todo color, ni literatura ni historia. Tampoco es mode-
lado. Se puede modelar bien y ser un mal escultor. La escultura es construc-
ción con volúmenes. Dentro de esa orientación, busca el maestro la
solución del problema plástico. El maestro piensa en una figura, en una
estatua. La idea de la figura depende de lo que el artista entiende por escul-
tura. En el caso de Lorenzo Domínguez, la estatua, sus volúmenes y sus
planos deben tener un sentido arquitectónico. Para ello simplifica los volú-
menes, los planos y las líneas. Tal simplificación está destinada a subrayar
la expresión arquitectónica de la estatua. Dentro de ese horizonte tiene que
encontrar finalmente la solución de su problema. El maestro busca en estos
días la solución original, la busca con empeño. No siempre la solución se
presenta rápidamente. Hay siempre necesidad de estudiar, porque en ella
intervienen elementos racionales, de fantasía, sensoriales, documentación
histórica e iconográfica. La solución se concreta primero en un dibujo, en
un plan, en un proyecto. Lleva tiempo dar forma al plan. A veces ocurre que
tras búsquedas afanosas se presenta de súbito. Se habla en tales casos de
azar, pero la verdad es que se trata de un azar muy… buscado. Cuando el
escultor tiene la solución la realiza en un boceto de yeso, pormenorizando
problemas de composición, de equilibrio, de aplomo, etc. Dejo al maestro
indagando la solución de su problema plástico.
10 de octubre, 1949. La estatua del general San Martín tendrá entre 3,80
y 4 metros. No será monumental en el sentido de querer competir con el
Aconquija, pero será plásticamente monumental. Ya tiene el boceto con la
figura del prócer. Tiene un leve movimiento de barco que avanza. La figura
estrecha contra el pecho el sable corvo. La simplificación de los volúmenes
y de los grandes planos le da un carácter arquitectónico. Unos ramos de lau-
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LORENZO DOMÍNGUEZ
piedra. Los grandes planos de luz que se observan en la obra son muy pro-
pios de la piedra. Su carácter arquitectónico es también de piedra. El brazo
derecho, el que estrecha el sable, es muy enérgico y está ya colocado con
relación al conjunto y a los demás elementos. Tiene, en cambio, que mover
el izquierdo para darle más movimiento. Aún le queda mucho que trabajar:
la cabeza, los adornos del traje, las piernas, todavía un poco débiles, y las
botas.
Un mes más tarde. La estatua ha ganado mucho. Tiene la justa y necesa-
ria relación de volúmenes y planos. Es notable el adelanto que se nota
viendo la obra a distancia de días. La figura impresiona como más dueña de
sí, como más concentrada, como más vigorosa. El escultor tuvo problemas
serios: al asentarse la arcilla, la figura bajó y se quebraron las relaciones
entre las distintas partes. Ahora todo está de nuevo en su justo orden. Tra-
baja en el conjunto y en los fragmentos. Mantiene así la unidad de la obra
que cada vez parece más vigorosa. Hay porciones más trabajadas que otras:
el brazo que aprieta el sable contra el busto, el lado derecho, la pierna. La
pierna izquierda, que no ha sido tocada, parece débil. Cuando todo haya
sido vigorizado, la estatua aumentará su dominio sobre el espectador. Los
laureles que cubren los huecos y se levantan por detrás de la figura, están
como en los primeros días. Al ganar la obra en fuerza arquitectónica, en
imponencia y verticalidad, los ramos, resultan muy abiertos y las hojas muy
chicas. El maestro tendrá que apretarlos y agrandarlas.
29 de junio de 1950. Idea, concepción y solución plástica o proyecto,
más el boceto y la realización en arcilla, son las etapas que ha vivido la
estatua. Una metamorfosis ha ocurrido después. La figura abandonó su
rojizo soporte de arcilla y se presenta ahora surgiendo entre los blancos del
yeso. Sobre la greda soplaba el espíritu. Verlo diluirse y desaparecer tras los
moldes de yeso daba cierta tristeza. La arcilla volvía a su condición de tal y
lo que alentaba entre sus granos desaparecía. Un poco lo que ocurre con el
hombre: ceniza enardecida. Es el destino de lo que tiene el papel de una
etapa en el proceso escultórico. La arcilla es material blando y se modela
fácilmente. No ofrece las resistencias de la piedra, material definitivo, ni
sus posibilidades plásticas. Con la piedra se consiguen cosas maravillosas.
Basta recordar las catedrales medievales. Lorenzo Domínguez no termina
la obra en la arcilla. La prepara en ese material intermediario, sin atender
mucho a su lavado y decantación. Si el proceso terminara en ella, la colora-
ción, el lavado y la decantación tendrían importancia. Es el caso de la terra-
cota.
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LORENZO DOMÍNGUEZ
1. The Sculptures of Michelangelo. Phaidon Edition, Oxford University. Press, New York, 1940.
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LORENZO DOMÍNGUEZ
figura doblega la materia tanto como necesita para lograr la expresión rea-
lista de los gestos, del cabello, del traje, etc. Con mayor sabiduría la situa-
ción vuelve en Cupid (1496-1497), en Bacchus (1497), donde con el
mármol llega a la representación de elementos tan realistas como los raci-
mos de uvas. La Pietà (1498-1500) es una maravilla de arte y de oficio,
pero la materia no cuenta para nada. Pudo ser una cerámica. Esa actitud se
prolonga en David (1504), en Moses (1513-1516), en el Dying Captive
(1513-1516). Desde luego que la maestría del escultor es genial. Entremez-
clada con esa actitud, se desarrolla la lucha con la materia. La lucha
comienza en el Rape of Dejanira (1492), donde Miguel Ángel trata de
sacarle partido a la materia. No le preocupan los elementos externos, sino la
expresión de la materia. Pero la expresión que logra es superficial, obra de
la herramienta aplicada. La materia no aparece tratada desde adentro; está
peinada por la gradina. Tal conducta frente a la materia no tiene fuerza
escultórica. La situación retorna en Madonna with child and little Saint
John (1504). Es el caso de Saint Matthew (1504-1506), donde es de una
evidencia notable. Miguel Ángel deja en esa obra que la materia sugiera
ideas y sentimientos en el contemplador. La escultura está, por decirlo así,
pidiendo que se intervenga en ella completándola. La expresión del mate-
rial es superficial. En el grupo de Los Esclavos (después de 1519), la actitud
es la misma. En The Victory (después de 1519), Miguel Ángel lucha por
alcanzar la expresión profunda de la materia y por su liberación. En la
cabeza de la figura, abandona la expresión representativa y clásica, y tam-
bién la superficial, la romántica pudiéramos decir, para presentar otra que
prescinde de todos los elementos naturalistas y de todos los elementos sub-
jetivos, quedándose con la expresión simplificada. Se siente que el mármol
y la materia están vivos allí. En otras obras el genial artista retrocede a la
expresión primera. Es lo que ocurre con The Risen Christ (1519-1520), con
Lorenzo de Médicis (1524) y Giulano de Médicis (1531-1534). Hay detalles
del segundo monumento, como la cabeza y la mano de El Día, que son
extraordinarios como exaltación de la materia. Otro tanto puede decirse de
la cabeza de El Crepúsculo y de Brutus (1540). Son de un vigor que no se
encuentra en las obras anteriores. Pareciera que la naturaleza se hubiera
hecho artista y hubiera esculpido esas cabezas. Otra vez retoma la expre-
sión de la forma en Active and Contemplative Life (1542-1543) y la ponde-
ración superficial de la materia en la Pietà (1550-1556). Finalmente, en su
última obra, en la Pietà Rondanini (1555-1564), en la que estuvo traba-
jando hasta pocos días antes de morir, afirma rotundamente la expresión de
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D I E G O F. P R Ó
EXPOSICIÓN RETROSPECTIVA
En los comienzos de octubre de 1950, Lorenzo Domínguez presenta en
Tucumán, en el Instituto Superior de Artes, una magnífica exposición
retrospectiva de sus obras. Por rica, amplia y artísticamente sólida, consti-
tuye un acontecimiento extraordinario. Están en ella todos los materiales
recios de su arte, todos sus cauces, desde la cabeza y el busto hasta el
monumento y la mayoría de los logros plásticos y estéticos de la escultura
más actual. Aun la atención menos acuciosa puede observar que entre los
materiales, no cuentan los que se doblegan y ablandan fácilmente bajo la
mano o el cincel, los que no requieren años de amoroso asedio para llegar al
conocimiento de sus caracteres y posibilidades plásticas. Están, eso sí,
aquellos que no hacen concesiones al artista: la piedra, los metales, la
madera. El mármol aparece tratado como lo que es, como piedra, y el yeso
como material de tránsito. Cosa importante: predominan las piedras ameri-
canas, cuyo conocimiento y cuyos nombres, de interés y resonancia artísti-
cos, le pertenecen. Son nombres intencionados. Y como materia y forma no
son indiferentes entre sí en la unidad inescindible e indestructible de las
obras, eso es como decir que allí reside uno de los acentos americanos de
parte de su labor.
Siempre las esculturas son difíciles de ver en sus puros méritos artísti-
cos. La apreciación común liga las obras con la realidad, mirando a aquéllas
a través de ésta. Reconoce, pero no conoce. Olvida así que el arte es inven-
ción humana. Esa dificultad se acrecienta en el caso de obras como las que
constituyen la serie de El Planetario. Las otras piedras son más familiares,
aunque —no hay que llamarse a engaño— el conocimiento de sus valores
estéticos no siempre es fácil.
Tres son las principales corrientes plásticas que aparecen en la exposi-
ción de Lorenzo Domínguez. Hay una, expresionista, que viene de los años
de formación del artista en España. Allí están Julia (1929), Cajal (1929),
ambas expresionistas y con elementos góticos de la imaginería española.
Fueron realizadas en Madrid. Dentro de esa misma corriente están también:
el busto del Arzobispo Errázuriz (1931), las cabezas de Elisa Bindhoff
(1932), Elena Bezanilla (1938), Augusto Eguiluz (1941), Retrato de mi
madre (1945), Víctor Delhez (1940). A través de esos trabajos el expresio-
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T E RT U L I A E N E L C A F E C E LTA : 1 9 5 0
LA TERTULIA EN EL CAFÉ “CELTA”1
1. Estas conversaciones muestran los problemas, las preocupaciones y las ideas en que se debaten
los artistas plásticos de nuestro tiempo. Ellas no pretenden dar soluciones uniformes a tales
dificultades. Por eso conservan los diferentes puntos de vista de los artistas que intervienen en
ellas. Enseñan también que en el arte actual no se abordan únicamente los problemas de ejecu-
ción, que siempre plantean las obras, sino las corrientes que cruzan superficial o profunda-
mente la cultura actual. Documentan, además, la labor artística que desarrollan en Tucumán
algunos de los plásticos que viven en ella.
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NOCHES DE TERTULIA
NOCHES DE TERTULIA
Alguien trae un librito con reproducciones de escultores franceses actua-
les. Hay una de Le Philosophe: un desnudo de hombre joven, sentado sobre
sus piernas flexionadas. Levanta un brazo con la mano abierta hasta la
altura de la cabeza. Vean ustedes esta obra, dice el escultor. Todos conveni-
mos en que nada tiene que sugiera el nombre. Es simplemente un desnudo.
Szálay. — ¡El filósofo! Lleva una vida más desesperada que la de los
artistas.
Spilimbergo. — Yo no creo en los filósofos. No somos nada. Nadie sabe
nada. No sabemos lo que somos. El hombre es una cosa pequeñísima
y tiene un orgullo tremendo.
Szálay. — La situación del hombre no es de tanta indigencia. Tiene la
capacidad de conocer y puede conocer.
Spilimbergo. — Eso es literatura. El hombre es nada, todo es nada, por-
que todo está condenado a la aniquilación. El mundo asquea. Los
artistas nos sacrificamos por nuestro arte, lo ponemos al servicio del
pueblo, ¿pero dónde está el pueblo? Una guerra, otra guerra y otra
guerra.
Szálay. — El hombre es algo más que la nada. Entre los hombres hay
distintos niveles y capacidades.
Spilimbergo. — A ver, ¿cómo es eso? No lo entiendo. ¡Pucha, qué
macana!
Szálay. — El hombre está sobre la nada. Eso le permite conocer, hacer
arte, ciencia, filosofía, etc. Le permite diferenciarse y cualificarse.
Spilimbergo. — Yo digo que el hombre es nada al margen de dignidades
o estamentos sociales.
Szálay. — Esa actitud es nihilista.
Spilimbergo. — ¡Epa, compañero! El nihilismo es destrucción. Yo soy
un constructor. ¿Qué es el hombre frente a la vida? Nada.
Pró. — Los artistas se aquietan, siquiera momentáneamente, con la pro-
ducción de sus obras y la visión de la belleza. Desde los griegos se
habla de la catarsis o serenidad que producen la belleza y el arte en el
contemplador. El apaciguamiento de las pasiones se explica porque
la belleza no pertenece a los sentidos, aunque se aprehenda por inter-
medio de algunos sentidos, ni a la voluntad. Cuando las obras intere-
san a los sentidos o despiertan el deseo de posesión, producen un
gozo que no es el de lo pulcro o el de la belleza. La belleza es tran-
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D I E G O F. P R Ó
NOCHES DE TERTULIA
NOCHES DE TERTULIA
(Zurich, 1937). Hay que reunir varias mesas y el libro se asienta en el cua-
dro que forman las cabezas inclinadas. La conversación se llena de truenos
y se vuelve disputa. Unos despelechan obras y autores; otros los tornan a
pelechar. Unos se arrebatan, otros sonríen y callan, todos guisan sus impre-
siones como mejor pueden. Las ideas van y vienen, con provecho de todos,
mientras la noche arde con toda su arboladura irisada.
Domínguez. — Las reproducciones presentan esculturas con formas
nuevas, algunas recogidas en la naturaleza, muchas tomadas de la
geometría y otras inventadas. En los buenos escultores el material
conserva su energía y su carácter. La materia vive en comunión con
la forma, a la que levanta expresivamente. En los otros, que son los
más, las obras son blandas y pobres. La forma aparece empujada
desde afuera y la materia sobada, como si fueran trabajos de plasti-
lina, de jabón o de queso Gruyère. Hay formas que se ven en las pie-
dras y pedregullos de la naturaleza. ¡Pero qué distancia en vigor, en
energía, en sabiduría! En la naturaleza la materia es noble. No hay
más que verlo en estas piedras pequeñas que traigo conmigo. ¡Qué
riqueza de formas, qué vida, cómo resbala la luz! La naturaleza tra-
baja la materia conforme a leyes. La acción del viento, del agua, del
arrastre, etc., sigue leyes sabias. Eso explica que la materia tenga una
expresión en la naturaleza. El hombre, que es más sabio que la natu-
raleza porque posee el espíritu, tiene que trabajar la materia con
grandiosidad, con el espíritu, con leyes tan sabias y, si fuese posible,
más sabias, que la naturaleza. No debe rebajar la naturaleza, destru-
yéndola e imponiéndole un dominio y un señorío torpe, insulso y
grosero. Cualquiera sea la doctrina plástica del escultor, la materia
tiene que ser respetada en su expresión. La obra de arte es algo vivo,
artificial en el sentido de que es el resultado de una actividad que
sigue leyes generales, pero de una espiritualidad que mantiene viva
la presencia de la materia propia. Ésta no es extraña ni indiferente a
la obra; es, por el contrario, inmediata a la realidad de la misma, de la
cual no se puede escindir. No es tampoco el material, que es inerte,
pasivo y sin relaciones vivas con la actividad artística en cuanto tal.
Durante el proceso de esa actividad el material se torna materia pro-
pia de la obra y entra como presencia fundamental de su realidad.
Existen épocas históricas que han respetado la materia: la egipcia,
con sus pirámides y sus esculturas de piedra, la asiria, con sus anima-
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D I E G O F. P R Ó
arte sea más profundo que la ciencia. Tiene más contenidos de ontici-
dad. El artista capta el hilo de belleza, que es hilo de ser, a través de
los seres y las cosas.
Domínguez. — Estoy de acuerdo con usted. Sólo disiento en algunas
cosas. No me parece que el arte tenga que atender exclusivamente a
la manifestación del meollo, desatendiendo los elementos accidenta-
les y exteriores. También tales elementos pueden vivir plásticamente,
vivificados por la naturaleza profunda. Eso sí, el arte tiene que dar-
nos los jugos y no la cáscara, la vaca y no el cuero. En ese sentido el
arte es conocimiento, claro que no como el de la ciencia. El artista
tiene que conocer la naturaleza, los materiales y su propio espíritu.
Sólo así está en condiciones de manifestar la profundidad de la natu-
raleza y de su propia alma. El aprendizaje artístico adquiere valor
cuando responde a esa orientación. Se torna entonces inteligente,
vidente y sabio. Trabajar por trabajar conduce a naderías en arte.
Szálay. — Picasso y la escuela de París han hecho una extraordinaria
labor de limpieza de la mala pintura. Es como si la pintura se hubiera
flagelado a sí misma. Las academias de arte se han impregnado de la
orientación científica. La ciencia ha terminado por ocupar el alma de
los artistas y ha atrofiado el órgano artístico. A eso atribuyo la deca-
dencia del arte actual. En 1948, asistí en París a un fenómeno
curioso. Se realizó una exposición de cien obras maestras del arte
contemporáneo. Los artistas representados tenían más de sesenta
años, salvo dos o tres excepciones. La exposición reflejó en cierta
medida la situación de la pintura. Cada país de Europa y los Estados
Unidos, enviaron seis obras de sus mejores pintores. No había pinto-
res de cuarenta años. Ese hecho me confirma en mi convicción de la
decadencia del arte de nuestros días. No existen pintores de cuarenta
y dos años que puedan compararse con lo que eran a la misma edad
Picasso, Matisse, Braque, Chagall, etc. Hay decadencia del poder
creativo de los artistas.
Hirch. — Mira, Szálay, yo quiero que me aclares en qué te fundas para
sostener que el arte de hoy está en decadencia. A mí me parece que
no, porque la obra de Picasso, Matisse, Braque, Chagall, etc., es de
nuestro tiempo. Pero me parece interesante comparar el arte actual
con el arte anterior para estimar sus méritos y deméritos. La edad de
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D I E G O F. P R Ó
están construidas no desde dentro de ellas, sino desde dentro del alma del
pintor y las gentes que allí viven. Lo mismo puede decirse de las mujeres
criollas con sus pesados haces de leña. En el fondo con viñedos hay cierta
amabilidad de color. En Seres humildes existe la misma orientación y el
mismo vigor en el color y en la construcción de las figuras. Son figuras
cuyo paisaje es interior, que miran sin ver, que miran hacia adentro. Ojos y
manos fuertemente construidas, que no por eso pierden su vigor expresivo.
Son figuras construidas con planos rectos y curvos, por donde se extienden
colores cálidos: marrones, ocres y tierras. Un muchacho recostado sobre un
asno, de grandes ojos que miran sin ver, tiene un rostro que es casi una más-
cara. El tema es el mismo que el del lienzo del mismo nombre de 1923. El
color y la línea hablan un lenguaje puramente plástico y exaltan la fuerza
expresiva del cuadro casi hasta hacerlo estallar. Hay una lucha tremenda
entre las formas y el color, ponderados ambos al máximo de la expresión.
La simplificación de los elementos naturales, los grandes planos geométri-
cos, levantan el contenido humano de la obra. Las mujeres marchan bajo el
peso de los haces de leña, las largas fatigas del trabajo que reflejan sus figu-
ras curtidas, el contraste violento entre el color y la luz, todo pondera el
doloroso destino de esos seres sencillos. El color adquiere tonos bajos. Las
figuras se hacen cada vez más escultóricas. En este grupo de obras se obser-
van cuarteamientos, sobre todo en algunos negros que parecen betuminosos
y que secan con ritmo distinto a los otros colores.
FASE DE CONSTRUCTIVISMO ESCULTÓRICO. — Esta etapa del desarrollo
de la pintura del artista reúne paisajes, figuras y naturalezas muertas. El
constructivismo es total. No aparecen aquí como en la fase precedente, ele-
mentos intuitivos reales y concretos. El color persiste en los tonos bajos. No
se advierte la puja desenfrenada entre el color y las formas construidas. Las
formas cobran peso, son táctiles, plásticas, escultóricas. En el color predo-
minan los grises, los perlas y los marrones. El constructivismo, por el domi-
nio de los volúmenes, da carácter escultórico a los cuadros de esta etapa. En
ella se insertan Calle de Trinidad, un paisaje en óleo; Joven vendedor, tem-
ple; Figuras, óleo; Figura, óleo; Maruja, temple; Mujer y Niños, temple;
Planchadora, óleo; Figuras de niños y Figuras, óleos los dos; Asombro y
El escultor, también óleos. A la misma fase pertenece Mujer, gran premio
nacional en el salón de 1937. Todas esas obras fueron realizadas por el pin-
tor en la década que va entre 1928 y 1938. En la serie de las figuras todo
está construido vigorosamente, dando al espectador la impresión de una
121
D I E G O F. P R Ó
123
7
El padre traslada los dibujos, que casi siempre son de personajes de relatos
infantiles, a un libro para dibujos. Hay algunos muy lindos de color. El
maestro les pone los nombres que le dicen sus hijos. Cuando se equivoca,
ellos corrigen y anotan debajo: “pero se sabe que es el lobo”…
En la poquedad de aquel ambiente, he visto apagarse muchas noches
hermosas. A la luz dorada de una lámpara, junto a libros revueltos, he visto
poblarse el aire con las figuras y las obras de Rodin y Maillol, de Moore y
Picasso y cien más. Venían de países lejanos y de años que se perdieron en
el pasado. Rodin quebraba el muro de los recuerdos y se hacía realidad con
sus ideas del siglo XIX. El término que más aparecía en la conversación era
el de modelado. No hablaba más que del oficio. “La escultura es dibujo,
dibujo, dibujo”. De pronto se detenía para decir: “yo soy un gran modela-
dor”. Y se marchaba al país de la lluvia. Maillol llegaba con su boina vasca
y exclamaba: “la escultura es forma e idea. La forma me place y la hago;
pero para mí no es más que el medio para expresar una idea. Lo que yo
busco, es eso: ideas. Me sirvo de la forma, para llegar a lo que está en la
forma y tiendo a decir lo que no es palpable y no se toca”. Y ya al mar-
charse agregaba: “Yo entré tarde a la escultura, a los cuarenta. Por eso no
llegué a conocer bien el material. Pero ahí tenéis mis obras que son más elo-
cuentes que yo”. A Picasso lo traíamos a viva fuerza. Cuando era presencia
no decía sino paradojas y guasas. Sus obras hablaban por él. “Nuestro autor
es —decían ellas— ante todo un pintor. Cuando hizo pintura monumenta-
lista, realizó el volumen con energía de escultor. En escultura no domina las
tres dimensiones. Por eso sus esculturas son un poco pintorescas. Reparad,
sin embargo, en el tratamiento que da a la materia. Consigue expresarla con
una energía que no conocen muchos escultores. Tiene un gran respeto por la
materia y en eso es un maestro”. Picasso se marchaba sin despedirse. Cho-
rreando brumas llegaba Moore. “¡No sabéis lo que es la escultura!, decía.
La escultura es arquitectura. Es arte del espacio. Por eso mis obras son las
más escultóricas. Exalto en ellas el valor de los espacios hasta darles más
valor que a los plenos. Mi escultura es del espacio”. Y nos dejaba sus obras
que desfilaban bajo nuestros ojos. Al maestro Domínguez se le aceraban los
ojos y corregía polémicamente: “A mí me carga la que llaman escultura
espacial. También yo sostengo el valor arquitectónico de la escultura, sobre
todo de la monumental. Pero no identifico ambas artes. Cada una tiene su
propia naturaleza. Los huecos y los plenos no tienen la misma significación
plástica en la arquitectura y en la escultura. En la primera los huecos son de
primera importancia. Por eso las pirámides egipcias, donde los huecos no
son funcionales, se acercan mucho a la escultura. Nadie puede desconocer
129
D I E G O F. P R Ó
CARACTERIZACIÓN
Figuran en la producción del escultor chileno las obras que vienen de los
años de formación del artista. Y es preciso agradecérselo, porque permiten
conocer el itinerario que ha seguido para alcanzar resultados plásticos más
actuales. Son años y trabajos españoles. Unos y otros son los que van entre,
1920 y 1930. Las obras son de inclinación expresionista, con acentos góti-
cos de la imaginería española de los siglos XVI y XVII. No se trata de un
expresionismo bien definido, que por su intensidad y su amplitud de
influencia, abra un verdadero cauce en la producción de Lorenzo Domín-
guez. Es visible, sin embargo, en Julia (1929), en Cajal (1929), en Valle
Inclán (1929), en el Monumento a Cajal (1930), en el Boceto de monu-
mento a Servet y en el estudio para una Cabeza de Servet (ambos de esos
años), así como en el Busto de Novais Teixeira, también de entonces. Tiene
además varios retratos: los de Ricardo López Barroso, Manuel Ortiz Picón
y Gerardo Riancho. Y las cabezas de Martín Luis Guzmán, escritor meji-
cano, Víctor Domingo Silva, poeta chileno, Carlos Asencio, Antonio
Meana. La línea expresionista, se prolonga luego en Chile y Argentina,
junto a otras obras y tendencias plásticas. Esa corriente expresionista se
prolonga en el busto del Arzobispo Errázuriz (1931), en la cabeza de Elisa
Bindhoff (1932), en la de Magdalena (1937), en la de Víctor Delhez (1940),
en la de Augusto Eguiluz (1941), en el busto Retrato de mi madre (1945) y
en el de La señorita (1950). El expresionismo no circula con el mismo
vigor y la misma calidad a través de esas obras. Existe un notable proceso
de maduración. Para observarlo no hay más que comparar a Julia, de expre-
sión muy envuelta, donde los ojos quedan velados, y con defectos de mode-
lado, a Errázuriz, donde el expresionismo es fuerte, intenso, hasta barroco,
pero donde se advierte cierta confusión de elementos, con la cabeza de Del-
hez (1940) o con La señorita (1950), trabajos limpios, claros y depurados.
Son obras de un expresionismo sin violencias, simplificado, donde no hay
contraste de expresión y volumen.
Otra corriente vincula algunos trabajos de la producción de Lorenzo
Domínguez, tan rico en expresiones ponderadas y distintas: el impresio-
nismo. No remonta hasta los días de España, sin embargo. Enhebra escultu-
ras que aparecen casi todas en Chile. Son los años de crisis y maduración
del artista. Van poco más o menos desde 1931 hasta 1941. Tampoco se trata
esta vez de un impresionismo rotundo, que, por el número de trabajos abra
cauce en el conjunto de las obras del maestro. La expresión de la superficie
es impresionista, pero la construcción es vigorosa. Los años en que apare-
cen la mayor parte de tales obras son de crisis y desconcierto para el escul-
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LORENZO DOMÍNGUEZ
LA OBRA: VALORACIÓN
plástica. Junto a ese torso puede colocarse el Fragmento (1943), una cabeza
en mármol de Carrara. Es magnífico. Por su contención no llega a ser senti-
mental. Al aire libre la luz lo levanta en bellísimas modulaciones, a pesar de
ser una obra más bien íntima, para lugares cerrados. Está sabiamente cor-
tada. Jacqueline (1937) es felicísima en su pureza de formas y de líneas.
Hay en ella inflexiones del Renacimiento.
La elección es difícil en las obras de orientación monumentalista. En los
retratos hay que observar que el escultor tiende no a la expresión puramente
individual, sino a las de los tipos humanos. O lo que es lo mismo: su meta
es lo general, lo universal. En esa línea plástica está Lilión (1937), una
cabeza en mármol verde, vigorosa y construida. Sus formas son geometri-
zantes, aunque no por eso menos viviente — con la vida del arte—, lo cual
le permite una recepción atrevida de la luz. El parecido surge de la cons-
trucción, del enlace o unión de los volúmenes y los planos. La materia es
riquísima en calidades, que por momentos parecen metálicas. La cabeza del
poeta Ramponi (1944) tiene una intensa exaltación psicológica del yo y sus
volúmenes parecen querer restallar en la superficie. La Cuyanita (1944) es
una cabeza de niña de gran unidad plástica. Es un tipo humano: el niño crio-
llo con su mixtura indígena, con sus ojos tristes, con sus particulares rasgos
físicos y psíquicos. La de Sergio Sergi (1945), donde la monumentalidad de
la forma es tan plena que parece empujada desde adentro. Es un granito
pulido al máximo, de tal modo que refleja los objetos exteriores. Su pulido
es muy brillante. Sus formas son simples y su concepto monumental. La
oreja izquierda es casi un trozo de materia. La de Paco Correas es una
bellísima piedra dorada, llena de carácter y muy juvenil. Es una de las obras
más felices del escultor. La de Clara Federica (1947) es una piedra dorada,
muy sólida de construcción, bien modelada y muy rica en calidades. Es una
hermosa cabeza. La de El Fundador (1948), con algo de iluminado, de
santo y de labrador. Todas esas obras se agigantan y llegan a su total expre-
sión al aire libre.
Junto a tales obras, y dentro siempre de la línea monumentalista, existen
algunos trabajos con gran asimetría en sus planos y volúmenes. Esa asime-
tría no se siente, porque el escultor consigue magistralmente la perfecta uni-
ficación de las obras. Se destacan las cabezas de Marjorie (1947) en
mármol, la de Argentina Gómez Cornet, plenísima y de gran unidad. Tiene
algo de La Luna (su bonhomía, su placidez, su serenidad). También son
hermosas Leonor (1950), un granito en tono mate, de gran dureza psicoló-
139
D I E G O F. P R Ó
indica la mano. La relación directa, atenta y paciente con las obras es insus-
tituible. Ni siquiera la fotografía y tampoco las reproducciones, por fieles
que sean, pueden trasvasar la augusta peculiaridad de las obras de arte. En
comunión con ellas, revelan lo que tienen de único, de personal y subyu-
gante. Si se logra entrar en ellas, los conceptos de caracterización y de eva-
luación son como briznas secas que, luego de prestar su servicio, hay que
arrojar al viento. Después de todo, quizá sea el artista quien mejor las
conozca. Fue en el arte, con Leonardo, donde nació primero la intuición y
luego la idea de que conocemos de verdad sólo lo que hacemos: verum et
factum convertuntur inter se. Y no es por azar que autor y autoridad tienen
el mismo origen.
Hay, desde luego, tratados sobre los materiales de las distintas artes, pero
desde un punto de vista científico y técnico. Faltan las reflexiones sobre la
significación estética que tienen los materiales en las artes y la función
artística de la materia en el proceso de producción y en la obra conseguida.
Se sostiene, sí, que ciertos conceptos son insuficientes, tales como los de
materia y forma, y se los reemplaza por otros que no resuelven nada: los de
forma y contenido. La significación de esos términos es inestable en las
obras de filosofía del arte y casi siempre muy vaga. Se intenta salvar el des-
ajuste con integración de conceptos: universal concreto, “forma riempita”
(Croce), contenido objetivo y “temple” (Pfeiffer), etc. También hay autores
que mantienen el valor de tales distingos antes y durante el proceso de reali-
zación de la obra, pero que prescinden de ellos delante de la obra termi-
nada. Y hablan de “forma” como equivalente a la obra de arte concreta. Sus
razones son atendibles. Los materiales —dicen— son realidades físicas y
como tales son provisoriamente consideradas por el artista. Durante el pro-
ceso de creación se transforman en imágenes que ocultan o desvían lo
físico. Y lo que de físico quede o deba quedar ayuda o tiene que ayudar a la
expresión artística de la obra. Las obras de arte auténticas son, en cierto
modo, resultados metafísicos, porque todo lo físico ha quedado convertido
en imagen o a su servicio inmediato. En ese sentido se puede llamar a la
obra terminada “la forma”. Claro que entonces el concepto de forma tiene
un valor filosófico que se aparta de su uso en el lenguaje artístico. En escul-
tura la forma es el límite del volumen con el espacio y está determinada por
la ubicación del plano en el espacio1. El modelado es de la superficie del
volumen y la calidad es la expresión superficial. Todas estas cuestiones no
se pueden resolver si no se estudia la presencia estética de la materia y el
material en el arte. Tampoco se ve claramente en tales estudios cuál sea el
elemento que especifica y diferencia el arte frente a otras actividades y
objetos culturales. Sobre la finalidad del arte, las respuestas son innumera-
bles. En ellas se mezclan los fines del hombre con los del artista y los de sus
obras. No es de su naturaleza el conocimiento de la verdad, de Dios, o del
bien, ni el placer de los sentidos, del sentimiento o el gozo de la voluntad.
Se sustituye la belleza como destino del arte, al fin de cuentas sin ninguna
ventaja, porque los sustitutos son insuficientes y confusos. Eso no quiere
decir que la belleza sea la finalidad inmediata del artista. Su fin es la obra
perfecta y todo lo perfecto es, en alguna medida, bello. La belleza es la fina-
lidad metafísica del arte, pero lo que el artista realiza es una obra concreta e
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D I E G O F. P R Ó
individual, que constituye para él un fin en sí. El fin inmediato del artista y
de su arte es la perfección de la obra, que, por lo mismo, es una realización
original y bella. El estudio de la finalidad última del arte conduce, natural-
mente, a la metafísica, a la que casi siempre se aborrece sin conocerla. O
quizá con más ajuste: el artista tiene un fin que es el de hacer arte, y no la
realización de la belleza metafísica como tal. Él encuentra la belleza como
una manifestación en los seres. No la busca, porque no es un objeto directo
de su apetito o de su voluntad.
Otra cuestión que tampoco está aclarada en la filosofía del arte, es la
intervención que tienen las distintas actividades anímicas en el conoci-
miento de lo bello. El conocimiento de la belleza natural o artística no per-
tenece a los sentidos exclusivamente, aunque se obtenga por mediación de
algunos de ellos: la vista y el oído. Los sentidos entran en relación con la
existencia de los seres y el placer que producen es interesado. Despiertan en
la voluntad el deseo de la posesión, porque la voluntad sólo se colma con la
posesión del objeto. El gozo que produce la belleza, en cambio, es desinte-
resado, pacífico, luminoso. Lo bello no se deja atrapar ni poner la mano,
porque su encantamiento y maravilla se produce en la inteligencia intuitiva,
que prende la belleza de un modo directo, sin abstracción alguna, en lo sen-
sible concreto. Por eso los antiguos decían que la belleza es difícil. El error
de los sensualistas consiste precisamente en sostener que la belleza es
objeto de los sentidos, cuando éstos rozan y poseen, por decir así, el cadá-
ver de la realidad. La belleza tiene origen metafísico y resplandece en los
seres hecho cuerpo y realidad. No fatiga la inteligencia como fatiga el pla-
cer sensible a los sentidos y la carne. La inteligencia capta la belleza por
medio de la intuición sensible. Los sentidos tienen un papel intermediario.
La intuición de lo bello no está vinculada, pues, al discurso conceptual, que
puede tener un valor preparatorio, ni a la voluntad. La belleza no despierta
el deseo de posesión. El gozo que siente la voluntad y el sentimiento en el
conocimiento de la belleza, depende del acto intuitivo de la inteligencia que
la pone en relación gozosa con lo bello. Desde el punto de vista de la natu-
raleza de las cosas, el placer del sentimiento y el gozo de la voluntad depen-
den en la contemplación de la belleza, de la actividad de conocimiento de la
inteligencia intuitiva. Según eso, el arte hecho con sensaciones o con pasio-
nes o con objetos orientados a los sentidos y el apetito, no es auténtica-
mente arte. Tiene el ropaje del arte, pero no contiene la maravilla de la
belleza o de la poesía. Así se comprende que sean inauténticas todas las
148
LORENZO DOMÍNGUEZ
1. Es mensajero. La obra concreta es mensaje y cuando está conseguida, y por tanto es bella, pro-
duce su efecto o impacto estético. De allí lo de bellum.
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1. Pero nadie las entendería. De allí el sentido de la expresión aristotélica de que el arte es imita-
ción. El arte es imitación en el sentido de que se tienen que tomar temas o motivos conocidos
por todos para componer el artificio o imagen estética.
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D I E G O F. P R Ó
ducción artística, pero sin valor para expresar los lados singulares y pro-
pios. Porque las obras de arte constituyen algo nuevo, se explica la
existencia de los devotos de las mismas. Es común en los museos de
Europa, gentes que viven subyugadas y estupefactas, extrañadamente paci-
ficadas por algunas obras, por las que se hallan como imantadas. La belleza
se difunde, se irradia, se trasmite al espectador o al lector. Lo cual indica
también que no existen obras herméticas. Si realmente son oscuras, si no
sacan chispas, no son auténticamente obras de arte. Lo que no quiere decir
que la vida de las obras de arte haya de estar forzosamente en la superficie y
a flor de piel. Para comprender las obras es preciso ponerse en el punto de
apoyo desde donde el artista mueve su mundo plástico. Después se podrá
ver, estimar y juzgar, lo cual no siempre es fácil. Supone una educación que
la gente no siempre tiene y un esfuerzo que no siempre hace. Esto no signi-
fica algún grado de privación en la objetividad y universalidad de la obra.
Son normas para el crítico de arte.
Los errores no circulan únicamente en los trabajos de filosofía del arte,
sino también en los que tratan de las distintas artes particulares. Los moti-
vos son los mismos. En el libro de Bruno Adriani (Los problemas de la
escultura. Primera parte. A., p. 46, Edic. Argos, Buenos Aires, 1949) se lee:
“El tamaño de la obra no tiene importancia”. “Yo diría —corrige el maestro
Domínguez— que el tamaño real tiene importancia, pero mucha importan-
cia. El trabajo de escultura de mayor dimensión que el natural debe ser tra-
tado con un criterio distinto que el de igual tamaño. A fin de que no se
sienta lo monstruoso, toda escultura mayor que el natural debe ser conce-
bida con sentido monumental y no íntimo o naturalista, aunque sea un
retrato. Lo mismo pasa con las obras más pequeñas que el natural: deben
compensar la reducción monstruosa con una vigorización conceptual de
tipo monumentalista, so pena de caer en el adorno del velador y el tintero.
Otro tanto ocurre en la pintura. No se puede tratar con el mismo criterio la
pintura de caballete que la pintura mural”. La afirmación de Adriani tam-
poco puede hacerse en el caso del monumento. En este tipo de obras existe
una relación de dominio con el contemplador. El monumento domina al
observador, al revés de lo que acontece en las obras de dimensiones peque-
ñas. Tal dominio tiene un ámbito espacial, más allá del cual no se extiende.
Para que exista esa relación de dominio importa, y mucho, el tamaño de la
obra. Puede haber expresión monumental, obras pequeñas, pero de sentido
monumental. No monumento en estricto rigor. Claro está que el observador
puede salir del ámbito de dominio de la obra. En tal caso dominará a la
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nes de Hulme acerca del artista. Son sus palabras (o. c. p. 160): “Por su
intensidad, el artista nos da una realización íntima del objeto. En la vida
ordinaria yo comprendo un objeto con una intensidad llamada dos. Un
artista comprende con una intensidad cuatro y con su manera de acentuarla
me hace comprender con la misma intensidad. Esto me regocija porque me
comunica un sentido de capacidad creciente”. Esto —comenta el maestro
Domínguez— es una teoría peregrina. Considera el artista como una espe-
cie de amplificador de emociones, cuya función consiste en hacernos sentir
con mayor fuerza.
Hay muchos problemas que comienzan a plantearse en nuestros días y
que no están discutidos en la filosofía del arte. Algunos son nuevos y habría
que investigarlos minuciosamente. Nadie ignora que vivimos el apogeo de
la ciencia y la técnica. Ellas están en todas partes. El arte lleva, en cambio,
una vida escondida y oscura. Es conveniente averiguar hasta dónde y en
qué medida el pensamiento científico influye en el arte actual. Y a la
inversa. Desde el punto de vista de la capacidad creadora habría que inqui-
rir también si el espíritu científico que impregna la época, impulsa o
molesta el desarrollo del órgano de captación de la belleza.
158
CRONOLOGÍA
1901. Nace Lorenzo Domínguez el 15 de mayo en Santiago de Chile.
1921. Viaja a Madrid a estudiar medicina. Se aplica a los estudios médi-
cos durante cuatro años.
1926. Abandona definitivamente sus estudios médicos e ingresa en el
taller del escultor Juan Cristóbal.
1928. Gana el concurso para el monumento a Santiago Ramón y Cajal.
1930. Regresa a Santiago de Chile.
1931. Se inaugura el monumento a Cajal (en piedra novelda), en la Facul-
tad de Medicina de Madrid.
1931. Comienza su enseñanza de la escultura en la Escuela de Bellas
Artes de la Universidad de Chile.
1931. Inaugura un monumento a Jaime Pinto Riesco (en bronce), en el
Hospital San Vicente, de Santiago de Chile.
1931. Inaugura una cabeza en bronce de Jaime Pinto Riesco, en la Facul-
tad de Medicina de la Universidad Católica de Chile.
1936. Inaugura el monumento (en piedra rosada) al doctor Valenzuela
Basterrica, fundador de la Escuela Dental de Santiago de Chile.
1937. En las postrimerías de ese año viaja a Europa, recorriendo los cen-
tros de arte de Bélgica, Holanda y Francia.
1938. Llega a España en el mes de mayo y permanece en Cataluña
durante tres meses.
1938. Vuelve a Francia. Vive en París. Hace viajes de estudio a Londres.
1939. Regresa a Santiago de Chile. Retoma la cátedra de escultura en la
Escuela de Bellas Artes.
1941. Inaugura el monumento (en piedra azul de Santiago) al doctor Luis
Calvo Mackenna, en el Parque Providencia de Santiago de Chile.
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