Dos Princesas Sin Miedo PDF
Dos Princesas Sin Miedo PDF
Dos Princesas Sin Miedo PDF
preocupaciones en un hermoso castillo y sus únicas aventuras son las que leen
o sueñan. Pero la desgracia acecha… Meryl cae enferma y nadie conoce la cura
de su misterioso mal. A pesar de los buenos propósitos de todos, en la corte
nadie parece muy capacitado para emprender un peligroso viaje en busca de
un remedio. Adelina no es valiente, ni fuerte, ni demasiado intrépida, pero
daría la vida por su hermana. Pese al miedo que le inspira lo desconocido, se
lanza sola a esa aventura incierta, adentrándose en un mundo asombroso
repleto de peligrosos dragones, ogros, grifos y espectros. Gracias a la ayuda de
algunos regalos mágicos y de su buen amigo Rhys, el aprendiz de brujo, la
tímida princesa logrará superar pruebas dificilísimas y derrotar a los enemigos
más fieros… e incluso descubrir el valor y la fuerza de los sentimientos…
Gail Carson Levine
Un millón de gracias.
1
Desde una tierra yerma
hasta un país agreste,
de monstruos siempre plagado,
el joven Drualdo condujo
a una cuadrilla de astrosos.
En los brazos acunaba
al pequeño y tierno Bruce,
que llegaría a ser rey,
el primero de Bamarre.
Así comienza Drualdo, poema épico sobre el héroe más célebre de Bamarre. Nadie
sabía si las historias que refería eran verdaderas o si eran invención de un trovador
que vivió en tiempos lejanos. Ni siquiera sabíamos si alguna vez había existido un
hombre llamado Drualdo.
No importa. Representaba el ideal de Bamarre. Drualdo era fuerte y valiente.
Además, tenía buen corazón y temperamento alegre. Luchó contra los monstruos de
Bamarre —los ogros, grifos, espectros y dragones que aún infestan nuestra tierra— y
ayudó a su monarca a fundar nuestro reino.
Por esos días Bamarre necesitaba un héroe, más que nunca. Cada año los
monstruos mataban salvajemente a cientos de bamarros, y la Fiebre Gris segaba la
vida de muchos más.
Yo no tenía un espíritu heroico. Lo que más anhelaba mi corazón era disfrutar de
paz y seguridad. El mundo era un lugar peligroso, impropio para personas como yo.
Una vez, cuando tenía cuatro años y estaba jugando en el patio del castillo, una
sombra pasó sobre mí. Me puse a chillar, convencida de que se trataba de un grifo o
un dragón. Meryl, mi hermana, corrió hacia mí y me rodeó con sus brazos, que apenas
conseguían abarcarme.
—Se ha ido, Addie —me susurró—. Ahora está muy lejos. —Y me cantó con voz
suave una estrofa del Drualdo:
Bella estaba haciendo ganchillo a solas en mis aposentos. Me puse a bordar, pero
me costaba concentrarme. Mis pensamientos vagaban entre Trina, Rhys y las arañas.
Media hora después, Meryl regresó de su entrenamiento con la espada. Se quedó
de pie detrás de mí, observando mi bordado.
—¡Me gusta! —rió—. ¿Cómo se te ocurrió?
Por lo general bordaba escenas de la vida de Drualdo, pero en esta ocasión estaba
trabajando en la imagen de una de las numerosas gárgolas que adornaban el castillo de
Bamarre. El resto de la fortaleza aparecía al fondo, con sus muros coralinos, sus torres
de tejado azul, sus estrechas ventanas superiores y sus arcos ojivales entre torres
contrafuertes.
En primer término, la gárgola representaba la cabeza de un grifo de ojos fieros y
desorbitados que sujetaba cruelmente un hueso en el pico. Junto a él se cernía un grifo
de verdad, atónito, con el pico abierto de par en par. El monstruo auténtico tenía un
aspecto mucho menos amenazador que su réplica en piedra.
—No sé cómo se me ocurrió —respondí, aunque lo cierto es que sí lo sabía. Me
había imaginado aquella escena para reconfortarme, con la intención de amansar por
lo menos a un monstruo. Decidí cambiar de tema.
—¿Ha sobrevivido alguien que haya pillado la Fiebre Gris? —le pregunté.
—De vez en cuando llegan a oídos de vuestro padre noticias de curaciones —
contestó Bella—, pero siempre resulta que el enfermo no tenía la Fiebre Gris.
—¿Crees que las hadas podrían curar a Trina? —inquirí.
—No tengo idea.
—¡Bella! —le reprochó Meryl—. Desde luego que las hadas pueden curar la
Fiebre Gris. Lo pueden todo. —Tomó su grueso libro sobre batallas contra monstruos
y se sentó en la silla dorada que nos servía de trono.
Hacía cientos de años que ningún humano avistaba un hada. Se creía que se
habían retirado a su hogar, situado en la cima del invisible monte Ziriat. De vez en
cuando todavía visitaban a los elfos, los brujos y los enanos, pero nunca a los
humanos. Todos coincidían en echarlas mucho de menos. Antiguamente teníamos
hados padrinos y hadas madrinas. Conocían nuestras cualidades más positivas mejor
que nadie y nos infundían ánimos cuando surgía algún problema. Se hablaba de hadas
en el Drualdo, y se contaba que el mismísimo héroe las había visitado en el monte
Ziriat, convirtiéndose en el primer humano en merecer tal honor.
—Algún día encontraré a las hadas y las convenceré de que vuelvan con nosotros
—aseguró Meryl—. Si para entonces no he dado con el remedio, se lo pediré a ellas.
—Pasó una página del libro—. Addie… ¿te gustaría que las buscase ahora para que
salven a Trina?
El corazón me dio un vuelco. ¡No! No quería que las buscase. No quería que se
marchase a ningún sitio.
—¡Buscar hadas! —estalló Bella—. Eres una princesa, no un caballero ni un
soldado. ¡Una princesa!
—¿Quieres que lo haga, Addie?
—No —dije rápidamente—. Creo que Trina se salvará sola. Ha prometido que
tendrá en cuenta mi método. —Y añadí en voz baja—: Además, no puedes irte. Aún
no me he casado. Tenemos un acuerdo.
4
Esa noche, después de la cena, volví a la alcoba de Trina, pero ella estaba durmiendo
y Milton no me permitió despertarla. A la mañana siguiente, antes de que me
levantase, un carruaje se la llevó del castillo de Bamarre.
Pensé mucho en ella durante las semanas siguientes. Me convencí de que debía de
estar plantando cara a la Fiebre Gris. Quizá dudaría un poco al principio, pero
conforme se debilitase empezaría a asustarse y entonces se pondría a luchar. La
imaginaba esforzándose por ponerse en pie y andar, por salir al aire libre. La
imaginaba disfrutando de su recobrada salud.
También pensaba mucho en Rhys. Había cumplido su promesa, y ya no me había
encontrado con más arañas. Me sentía agradecida cada vez que entraba sin vacilar en
una habitación o caminaba confiadamente por un pasillo. Le hablé a Meryl de la
erradicación de las arañas, y ella se alegró mucho por mí, pero Rhys le interesaba
poco porque no montaba a caballo ni portaba espada.
Me preguntaba cómo habría realizado Rhys el milagro de las arañas y el truco de la
nube. Sabía muy poco sobre brujos aunque, por supuesto, estaba al tanto de su
espectacular nacimiento. Nacían cuando un rayo alcanzaba el mármol, fenómeno muy
poco frecuente. No tenían padres ni hermanos.
Las personas lo bastante adineradas como para permitirse el mármol dejaban una
losa de este material a la intemperie durante las tormentas con la esperanza de
presenciar un nacimiento. Padre siempre colocaba fuera nuestro trozo de mármol,
pero nunca tuvimos suerte.
Cuando se producía un nacimiento, el rayo y el mármol engendraban una llama
que crecía y se abría como una rosa, pero mucho más deprisa. Dentro de la llama
aparecía el brujo, totalmente desarrollado, resplandeciente aún, con su desnudez
cubierta por una envoltura brillante.
El recién nacido miraba en torno a sí y luego dirigía la vista a su interior. Al
descubrir su naturaleza, un arrebato de júbilo lo hacía salir disparado hacia el cielo
tormentoso, entre una lluvia de chispas. La envoltura se le quemaba debido a la
velocidad de su vuelo, pero un rescoldo de la llama que le había dado vida ardería en
su pecho hasta su muerte.
Eso era todo lo que sabía. Para aprender más, fui a la biblioteca y consulté la
entrada sobre los magos en el Libro de los seres. Después de la descripción de su
nacimiento, decía:
Esperanza de vida del brujo: Los brujos sólo necesitan aire para vivir.
Pueden comer y beber por placer, pero no les es necesario. Son incapaces de
dormir. Aunque nunca se ponen enfermos, pueden morir por muchas de las
causas por las que fallecen los humanos: por accidente, por asesinato o en una
guerra. Sin embargo, si no media desastre alguno, su llama se extingue
transcurridos quinientos años, y mueren. Pasan sus primeros doscientos años
como aprendices, viviendo en el mundo exterior. Al final de ese período se
convierten en oficiales y se retiran a su ciudadela, de donde rara vez vuelven a
salir.
Aspecto: Su rasgo más característico es la blancura de sus pestañas. Todos
los brujos, tanto varones como hembras, ya sean jóvenes o viejos, tienen
cabello negro y ondulado. Los individuos de esta especie tienden a ser altos: la
estatura media de un varón es de un metro con ochenta y siete centímetros.
Todos poseen dedos largos y afilados, así como cuellos estilizados y gráciles.
Entre ellos no hay dos rostros iguales, pues presentan la misma variedad de
rasgos que se aprecia en los seres humanos. Los brujos que no han alcanzado
la madurez tienen el semblante franco y terso de la juventud.
Temperamento y relaciones con los humanos: No puede decirse que los
brujos sean buenos o malos. Ha habido algunos héroes y algunos villanos
entre ellos, pero el carácter de la mayoría, como en el caso de los seres
humanos, se compone de una mezcla de cualidades y defectos.
El artículo finalizaba en este punto, así que cerré el libro de golpe. No explicaba
toda la magia que los brujos eran capaces de hacer, qué conocimientos asimilaban en
su etapa de aprendizaje, qué sucedía en su ciudadela, ni siquiera cuántos brujos había.
Volví a hablar con Rhys, pero no a menudo. Padre lo enviaba con frecuencia a
lugares remotos para que ayudase a los granjeros con el tiempo y lo mantuviese
informado sobre los estragos causados por monstruos.
Me topé varías veces con Rhys en los corredores del castillo. Entonces,
charlábamos, y en una ocasión me habló de una feria de Dettford donde un artista
había bailado una giga sobre la cabeza de diez aldeanos que reían tan fuerte que a
duras penas se aguantaban de pie. En otro momento me describió un tapiz que había
en el castillo de un conde y que representaba el encuentro entre el rey Wilardo y el
espectro que predijo el hallazgo de un remedio para la Fiebre Gris. Comentó que el
tapiz era casi tan primoroso como mis bordados.
No obstante, nunca me buscaba. Donde lo veía con más frecuencia era en el salón
de banquetes, a la hora de la cena. Con su atuendo de pavo real, resultaba difícil
pasarlo por alto.
Era muy diferente de mí. Tenía una actitud teatral. Sonreía con frecuencia, fruncía
el entrecejo con soltura y se reía con espontaneidad y desenfado, echando la cabeza
hacia atrás y sacudiendo los hombros.
En una ocasión lo vi volar. Me encontraba en mi asiento de ventana, haciendo un
bosquejo. Era un día gris, y una tenue neblina había descendido sobre el castillo. Rhys
se hallaba en el patio con mi padre, conversando. Padre le leyó algo del Libro de las
verdades hogareñas, de donde sacaba todos los refranes que citaba constantemente. A
continuación cerró el libro y alzó la mano en señal de despedida. Rhys se elevó sin
esfuerzo, como el humo. Desde unos pocos metros de altura hizo una reverencia a
padre y, acto seguido, se alejó volando de espaldas. Como ya empezaba a conocerlo,
sospeché que intentaba lucirse. Me pregunté si sería consciente de que lo estaba
mirando.
Antes de conocer a Rhys, había estado enamorada de Drualdo durante años. Solía
dormirme imaginando que me encontraba con él. En estas fantasías le desgranaba mi
larga lista de miedos y él me reconfortaba y me narraba sus aventuras.
Sin embargo, ahora me imaginaba encuentros con Rhys. A él no le revelaba mis
miedos, pues quería que se llevase una buena impresión de mí. En cambio le hablaba
de mis bocetos y mis bordados, y él me contaba sus experiencias vividas en Bamarre.
Siempre, en algún momento, me aseguraba que le encantaba hablar conmigo, y
entonces yo me sonrojaba y balbucía que a mí también me gustaba hablar con él.
Nunca me había encaprichado de alguien que estuviese vivo, de un ser de carne y
hueso. No obstante, encapricharse de Rhys era tan insensato como encapricharse de
un héroe legendario. Yo era todavía una niña, y Rhys era un brujo.
Cuando yo tenía dieciséis años, mi padre empezó a construir un ala nueva del
castillo de Bamarre, y para ello a menudo requería los servicios de Rhys a fin de
enderezar paredes y evitar que las piedras cayesen encima de los albañiles.
La ventana de la sala que había sido nuestro cuarto de juegos daba a las obras.
Siempre que tenía tiempo, me sentaba allí con mi bordado para observar. En una
ocasión, Rhys me saludó con la mano al verme.
Una semana después movió cielo y tierra para encontrarme (y para encontrar a
Meryl y a Bella también). Se apostó en el jardín, en el camino que tomábamos en
nuestros paseos de las tardes.
Los lirios se hallaban en flor, y yo estaba pensando en hacer un bosquejo de ellos
cuando enfilamos el sendero de los rosales. Allí estaba Rhys, sentado en un banco,
con la cabeza echada hacia atrás, aspirando tan profundamente el aire perfumado que
vi su pecho subir y bajar. Se levantó de un salto, y noté que Bella se ponía rígida.
Consideraba forasteros a los brujos y desconfiaba de ellos. Cuando nos acercamos,
Rhys se inclinó respetuosamente.
—Princesas, doña Bella… —saludó. Lucía un jubón con rayas verdes y azules, y
espuelas doradas en las botas.
Las tres hicimos una reverencia.
—Si me permitís, tengo unos presentes para vosotras. —Recogió algo del banco:
una espada en una vaina de plata. Se arrodilló para entregársela a Meryl—. Tengo
entendido que os gusta la esgrima, alteza.
Ella tomó la espada y la desenvainó.
—Es preciosa. —La sostuvo de modo que yo pudiese verla—. ¿A que es
magnífica?
Lo era, pero no me gustó. Ella no necesitaba una espada, por lo menos mientras
yo siguiese soltera. Debió de notar algo en mi expresión, porque me tocó el hombro y
susurró:
—Deja de preocuparte, Addie. —Acto seguido, se puso a practicar esgrima con un
rosal—. Tomad esto, rosas cobardes. Tomad esto. —Simulaba golpes y estocadas,
manejando la espada con soltura y movimientos tan elegantes como los de una
bailarina.
—Meryl, las princesas no… —comenzó Bella.
—¿Has visto cómo refleja la luz del sol? Espada, te bautizo como Muerdesangre.
—Así se llamaba el acero de Drualdo—. Siempre he anhelado una espada, pero… —
Levantó la vista hacia Rhys—. ¿Cómo lo has sabido?
—Me cuentan que os han visto ejercitándoos con una espada de madera —
respondió él con una sonrisa.
—Gracias. La guardaré como un tesoro y haré buen uso de ella.
«¡No hagas uso de ella!», pensé.
—También tengo algo para vos, doña Bella. —Rhys se llevó la mano a una bolsa
que llevaba al cinto.
—No puedo aceptar… —Su voz perdió firmeza cuando Rhys sacó un objeto que
yo jamás había visto. Meryl dejó la esgrima y se acercó a mirar.
Era del tamaño de mi mano, de un blanco perlado con tonos rosados y azules;
tenía un extremo ancho y se adelgazaba hasta acabar en punta.
—¿Es…? —preguntó Bella sin aliento.
—Sí, la escama de la cola de un dragón.
Bella extendió la mano para cogerla.
—Tened cuidado, es muy puntiaguda.
—¿Mataste tú al dragón? —inquirió Meryl en un tono bajo y reverencial.
—Gracias, Rhys —dijo Bella tomando la escama por el extremo ancho y haciendo
una zalema.
—No —respondió él, al tiempo que correspondía a la reverencia de Bella—. No
maté al dragón. La escama procede de la ciudadela de los brujos, donde guardamos
muchos objetos maravillosos.
—¿Puedo tocarla? —pregunté, esperando que también tuviese algo para mí.
Bella me la alargó. Resultaba tibia al tacto, y tan seca que parecía absorber la
humedad de mi dedo.
—¿Tiene algún poder? —quiso saber Meryl.
Bella abrió la boca para contestar, pero Rhys se le adelantó.
—Tiene múltiples usos, princesa Meryl. Si la sujetáis en un día frío, os dará calor.
Si la colocáis sobre la repisa de la chimenea, los ratones y las ratas se mantendrán
alejados del hogar. Si la hervís en una olla, obtendréis un caldo sabroso, picante y
ligeramente amargo. Si después la sacáis de la olla y la dejáis secar, os servirá como
un excelente abrecartas. —Se inclinó una vez más.
Bella guardó la escama en su bolsa de mano con sumo cuidado.
—Y lo mejor —terció Meryl— es que el dragón al que pertenecía esa escama está
muerto. Eso es lo mejor de todo. —Y echó a andar hacia el castillo, embistiendo y
dando estocadas al caminar. Nosotros la seguimos.
—Ten cuidado —le advirtió Bella, y se alejó de mi lado a toda prisa en pos de
Meryl.
Rhys avanzaba junto a mí.
—Tengo un obsequio para vos también, princesa Addie.
Sacudí la cabeza, avergonzada por haber deseado uno.
Metió la mano en un bolsillo de su jubón y sacó una bola lisa de madera no
mucho más grande que una cáscara de nuez. Advertí que una fina juntura la recorría
por el medio.
—Esto es más de lo que parece. —Desenroscó la bola y la abrió en dos mitades.
Del interior salieron metros y metros de tela de color azul intenso, tan increíblemente
fina que cabía en un recipiente tan pequeño. Me la pasó para que la tocase. Era suave
como el aliento de un gatito—. Fijaos en eso —señaló.
En una esquina de la tela estaba ensartada la aguja más delgada que yo había visto
en mi vida. Alcé la vista hacia él. Sonreía y, cuando nuestras miradas se encontraron,
su sonrisa se ensanchó. Parecía de lo más satisfecho, como si yo le hubiese hecho un
regalo a él. Enrolló la tela en torno a su dedo y la guardó de nuevo dentro de la bola
de madera.
—Tomad.
La cogí, imaginando ya lo que bordaría en ella. Una escena en un bosque
iluminado por la Luna… Drualdo con un espectro…
—Gracias. —No bastaba con eso—. Intentaré hacerla más bella. —Alargué el
brazo y le acaricié la mejilla. Al sentir el calor de su piel, retiré la mano.
—Vamos, Addie —me llamó Bella.
—Debo irme. —Corrí a su encuentro, apenada por marcharme y aliviada por
alejarme.
5
En nuestra sala, les mostré el regalo a Meryl y Bella.
—Rhys me cae bien —comentó Meryl—. Es el mejor brujo que ha tenido papá.
—A mí también me cae bien —murmuré.
—Deberíamos regalarle algo a cambio —agregó.
—Es cuestión de elemental cortesía —coincidió Bella—. Escogeré uno de mis
pañitos para él.
—Quizá le guste esa funda de cojín que terminé la semana pasada —dije,
encantada—. ¿Creéis que los brujos usan cojines?
—¿Qué podría darle yo? —Sus puntadas más bien semejaban nudos
enmarañados.
—Podrías recitarle algo —sugerí. Sus recitaciones eran magistrales. Cuando
declamaba en nuestra sala, los cojines del sofá se mullían, las sillas enderezaban el
respaldo y la mesa se hacía un par de centímetros más alta.
Esa noche, Meryl abordó a Rhys en el salón de banquetes. Acordaron que los tres
nos veríamos tres días después, el jueves. Yo estaba deseando que llegara ese
momento. Quería que Rhys y Meryl se conociesen mejor para que los tres fuésemos
amigos.
El martes Bella no pudo impartirnos nuestra clase debido a uno de sus dolores de
cabeza. Meryl aprovechó la oportunidad y me convenció de que cabalgase con ella
hasta el lago Orrinic.
Rara vez me aventuraba más allá de los campos que circundaban el castillo de
Bamarre, pero el lago se hallaba a tan sólo ocho kilómetros, y ningún monstruo se
había acercado tanto. Tenía muchas ganas de ir porque quería vistas nuevas para mis
bordados, y el lago Orrinic bañaba un terreno cubierto de pinos, al pie de un
acantilado.
Era un día soleado y caluroso. Tendimos una manta en la orilla.
—Me voy a explorar. —Meryl apuntó a una cueva del acantilado, blandiendo a
Muerdesangre—. Quizá los murciélagos sepan de esgrima.
Cuando se hubo marchado, me puse a bosquejar un episodio del Drualdo. En mi
dibujo el paladín se erguía encima de una roca que sobresalía del lago Orrinic,
luchando contra una bandada de grifos. El aire estaba repleto de plumas, y Drualdo
reía mientras peleaba. Uno de los grifos tenía un ala herida y, sobre el ojo, un corte del
que manaba sangre.
A veces mis imágenes cruentas y brutales incomodaban a Meryl, pero a mí no me
afectaban. Presenciar una batalla auténtica contra un monstruo me habría matado de
miedo, pero esos combates pintados o bordados sólo me proporcionaban placer.
Mientras dibujaba me olvidé de todo, pero al terminar empecé a preocuparme por
Meryl. Para entonces, ya debía haber salido de la cueva. Corrí hasta la entrada y la
llamé. No obtuve más respuesta que el eco de mi voz. Di unos pasos hacia el interior y
alcancé a distinguir los huesos de una ardilla muerta que yacían en la sombra, a unos
metros de distancia.
Una galería se adentraba en la cueva. Esperaba que Meryl no se hubiese metido allí
a explorar. La llamé a gritos de nuevo. El eco resonó, desalentador. Retrocedí,
diciéndome que seguramente ella había salido de allí.
Me encaminé a toda prisa hacia el pinar, el único sitio donde ella podía estar. Los
árboles se erguían enormes; algunos eran más altos que las almenas de nuestro
castillo. Me quedé en el borde del bosque, echando un vistazo hacia dentro y
sintiéndome pequeña como una peca. No veía nada que se moviese ni oía sonido
alguno. El silencio me atemorizaba. Me parecía precario, como si estuviese
conteniendo el aliento, esperando.
«Meryl está bien», me dije, y eché a andar de regreso hacia el lago, preguntándome
si debía correr a casa y volver con guardias para buscarla en la cueva y en el bosque.
—¡Señora!
Me volví. Un niño surgió de las sombras, a varios metros de mí, entre los árboles.
—¡Señora! —Corrió hacia mí e hizo una torpe reverencia. Debía de tener unos
seis años, llevaba unos pantalones desgarrados y una camisa sucia. Era un crío
gracioso, con un rostro dulce y regordete. Su cabello se rizaba en tirabuzones
ambarinos y estaba despeinado en la coronilla, como si se hubiese enganchado en
unas zarzas. Me pregunté qué estaría haciendo en el bosque. Quizá su padre era
leñador.
—¿Sois vos la otra princesa? ¿La princesa…? —Sacudió la cabeza—. Lo he
olvidado.
—¿Has visto a mi hermana? —El corazón me latía con fuerza.
—¿Cómo os llamáis? Me ha obligado a prometerle que…
—Soy la princesa Adelina, Addie. Y ahora, contéstame. —Se le formaron
hoyuelos al sonreír.
—Me ha dicho que…
—Dime, ¿está bien?
Asintió con la cabeza.
—Quiere que vengáis. Ha encontrado algo. Dice que debéis verlo.
—¿De qué se trata? —Gracias a Dios que estaba bien. Se le formaron hoyuelos de
nuevo al sonreír.
—No debo decíroslo.
El bosque ya no me dio tanto miedo. Meryl jamás habría enviado a alguien a
buscarme si hubiese algún peligro. ¡Me alegraba tanto de saber dónde estaba!
El muchacho me tendió la mano, y la tomé. Estaba húmeda y sorprendentemente
fría, teniendo en cuenta el calor que hacía. Comenzó a hablar, conduciéndome
resueltamente de la mano. Le sonreí. Había visto a Meryl haciendo algo, aunque no
quiso especificar qué, y ella le había pagado para que me encontrase. Abrió la otra
mano y me mostró una moneda de plata.
—Voy a comprar pan de jengibre.
Avanzamos unos pasos hacia el interior del bosque. Las agujas de pino
conformaban una suave alfombra bajo nuestros pies. Me detuve de golpe. Allí podía
haber arañas. El niño me miró con curiosidad. Meryl no me habría mandado llamar si
allí hubiese arañas. Eso no se le olvidaría.
—¿Está muy lejos?
—No mucho. Quizás a medio…
Una piedra le golpeó detrás de la oreja, y advertí que sangraba. Los dos nos dimos
la vuelta. Meryl corría en dirección a nosotros desde las cercanías de la cueva.
¡Meryl! Pero si se hallaba en el bosque… ¿cómo podía estar aquí?
Se detenía cada pocos pasos para recoger una piedra y lanzarla. Con la mano
izquierda blandía a Muerdesangre.
Un guijarro le dio al niño en la frente, que también empezó a sangrar. El chico se
puso a llorar.
—¡Meryl! ¿Qué haces? ¡Para! —Con mi mano libre encontré mi pañuelo y le
restañé la herida de la frente.
—¡Suéltalo, Addie!
¡Era sólo un niño! Aun así, dejé caer su mano. Meryl nos alcanzó y apuntó al niño
con la espada. Sus gemidos se hicieron más agudos. Yo deseaba abrazarlo y
consolarlo. ¿Qué estaba haciendo Meryl?
—¡Aléjate de mi hermana! ¡No te apoderarás de ella!
El niño dejó de llorar y soltó una risita malévola. Entonces cambió. Se volvió
translúcido. Podía ver los árboles a través de su boca abierta y carcajeante.
¡Un espectro! Reculé, atónita. Empezó a desvanecerse.
—¡Detente, monstruo! —dijo Meryl—. Te lo ordeno.
La cara del espectro se materializó de nuevo, pero su cuerpo conservó su aspecto
fantasmal, transparente. Me estremecí. ¡Tenía un monstruo justo enfrente!
—Dime —le exigió Meryl—, ¿cuándo comenzarán mis aventuras?
El espectro continuó riendo, y entonces atisbé su maldad.
—Acabas de vivir tu primera aventura, así que ya han comenzado. Sin embargo,
la próxima no será como esperas. —Soltó una risotada más fuerte y empezó a
disiparse de nuevo.
—¿Y cuándo ocurrirá eso?
—Sólo una pregunta. —Con una última y estentórea carcajada, desapareció del
todo.
—¡Oh, Meryl! —Me habría ido con él. Me habría perdido para siempre. Habría
estado condenada a vagar hasta morir de hambre o de desesperación—. ¿Cómo lo has
sabido?
—Era demasiado hermoso, así que me puse a pensar en cómo habría llegado aquí.
Cuando me acerqué, noté que no dejaba huellas.
Aunque estaba asustada, me entraron ganas de llorar por la desaparición de un
crío tan encantador. Me habría matado, pero yo estaba triste por haberlo perdido. Eso
sí que era poder. Temblaba sin parar.
—¿Lo ves, Addie? —señaló Meryl, acuclillándose.
Eché una ojeada. El suelo que bordeaba el bosque era blando y húmedo. Había
unas cuantas pisadas mías y de Meryl, pero ni una sola del chico, del espectro.
—¿A qué supones que se refería con eso de mi próxima aventura?
Sacudí la cabeza sin dejar de temblar. Se refería a algo horrible, de eso estaba
segura.
—Podría haberme dicho cuándo —gruñó Meryl—. En realidad eso formaba parte
de la misma pregunta.
—Ya sabes cuándo —susurré—. Después de mi boda.
Entonces, en mi fuero interno, juré que jamás me casaría. Bamarre sería un lugar
muy peligroso sin Meryl.
6
Pasé el resto del día temblando y con ganas de llorar. Menos mal que los espectros
nunca entran en las casas, pues de lo contrario habría sospechado de cualquier elfo o
sirviente que no conociese bien.
No perdía de vista a Meryl en ningún momento, y al anochecer ya estaba de mal
humor conmigo. Nos encontrábamos en nuestra sala, y ella intentaba desarrollar una
estrategia de batalla para una compañía de cuarenta caballeros contra una manada de
siete ogros. Yo estaba acariciando distraídamente la tela de Rhys, sobre mi regazo.
—¡Deja de preocuparte, Addie! No puedo concentrarme.
—No estoy haciendo nada.
—A cada rato te estremeces y luego me miras.
El mero hecho de verla me tranquilizaba. Observaba su perfil, su mandíbula
cuadrada y firme, su nariz respingona. Estaba inclinada sobre nuestra mesita,
marcando con el pie un ritmo sobre la alfombra trenzada. Junto al codo tenía una
lámpara de aceite, y alcancé a distinguir una mancha de tinta en sus nudillos y en la
manga. Sus vestidos daban auténticos dolores de cabeza a las lavanderas.
—Tengo que resolver esto. Escucha, Addie. —Levantó la vista—. Si el terreno es
escabroso y los ogros arrojan piedras, ¿qué deben hacer los caballeros para
defenderse?
—¿Huir al galope?
—Sabía que no debía preguntártelo. —Se inclinó de nuevo sobre su cuaderno.
Aliento de fuego,
dientes feroces, saliva volcánica,
vientre mórbido
bordeado de púas vivientes con
veneno en la punta;
alas correosas, piel cubierta de escamas,
cola restallante.
Paciente, implacable
como la arena del desierto árido,
este dragón, Yune,
inflige la muerte
con amargos bocados.
»Volvemos al dragón:
El tesoro de Yune:
huesos de héroes,
roídos y blancos;
huesos de doncellas,
calcinados y negros;
diademas de rubíes;
coronas con gemas;
zapatillas de oro.
El tesoro de Yune
se yergue alto como una torre.
»Y de nuevo a Drualdo:
Meryl estaba realizando una interpretación fascinante. Nunca había estado mejor.
La introducción se prolongó unos minutos más, seguida por el desafío de Drualdo y la
réplica burlona de Yune. Héroe y monstruo se enfrentaban en el desierto que rodeaba
la cueva de Yune.
A mi lado, Bella movía los labios articulando en silencio las palabras que
pronunciaba Meryl. Miré furtivamente a Rhys. Estaba inclinado hacia delante,
prestando mucha atención, asintiendo con la cabeza conforme Meryl hablaba.
Ella prosiguió con el poema. Drualdo se ocultaba tras la nube para meterse
sigilosamente bajo el ala de Yune y asestarle una puñalada en el vientre. Se enzarzaban
en una larga lucha y ambos resultaban heridos. Entonces la balanza se inclinaba en
contra de Drualdo. Derribado del caballo, un golpe le arrancaba a Muerdesangre de la
mano. Antes de que pudiese recuperar la espada, las llamas de Yune la fundían.
Meryl palideció, y me pareció que se estremecía. «Se está agotando», pensé, sin
entender muy bien por qué. Sin embargo, su voz permanecía firme, más profunda y
sonora que de costumbre.
Drualdo sabía que sólo su ingenio lo salvaría. Arrancó a correr hacia el tesoro de
Yune, con el fuego lamiéndole los talones, y se hundió en él. Yune se tragó las llamas,
pues no deseaba dañar sus riquezas. Empezó a revolver entre el montón de huesos y
joyas con la pata, buscando a Drualdo.
En aquel tesoro
mohoso y dañino,
la mano de Drualdo
encontró la espada
de Arkule, el héroe,
muerto hacía tiempo.
Yune removía con las garras
aquella pila putrefacta
y apunto estuvo de sacar a Drualdo
el ojo derecho.
La zarpa halló en cambio
el hombro abrasado.
El dragón soltó un alarido de triunfo:
«¡Ahora eres mío!
Estás a mi merced y puedo quemarte,
acabar contigo».
Levantó a Drualdo,
que, mientras subía,
directo a su muerte,
hincó a Sacasangre
en la piel de Yune
y clavó…
… y clavó la larga
y antigua espada del difunto Arkule
en el pétreo corazón del dragón.
A Bella se le quebró la voz, y se sonó la nariz con su pañuelo. Meryl recitaba por
lo bajo, pero pese a la debilidad de su voz, declamaba con más sentimiento que nunca.
Esquivando dentelladas
y zarpazos de los grifos,
Drualdo alcanzó a su amada,
y arrodillado ante ella
quiso restañar el flujo
incesante de su sangre.
Un monstruo picoteó
los mustios labios de Freya.
Drualdo, lleno de ira,
lo mató con un mandoble
de su espada furiosa.
Drualdo da rápida cuenta del resto de los grifos. Cuando ya todos están muertos,
las puertas de Surmic se abren y algunos aldeanos salen con paso vacilante. Drualdo
los amenaza con el puño.
Bella recitó, ahuecando la voz:
Drualdo recoge a Freya en sus brazos y da la espalda a los aldeanos. Echa a andar,
sangrando por sus múltiples heridas. Una anciana sale en pos de él y le da alcance,
para preguntarle si volverá a ayudarlos cuando surja la necesidad.
Bella cerró el Drualdo. Milton se enjugó los ojos. Yo me habría secado los míos
de no ser porque Meryl aún me sujetaba las manos y yo no quería retirarlas.
10
Después de la clase, Meryl se quedó dormida. Yo me dirigí a mi alcoba, donde me
dejé caer sobre la cama, demasiado cansada incluso para llorar.
¡Demasiado cansada! Así se había sentido Meryl tras su declamación. Me levanté
de golpe, aterrorizada, y salí al pasillo a toda prisa. Vislumbré a Milton, que se alejaba
a paso cansino. Lo llamé, y él se detuvo, aguardándome.
—¿Sí, princesa Addie?
Los elfos habían notado que Trina estaba enferma con sólo ver su forma de andar.
Milton me había observado mientras corría hacia él, de modo que ya lo sabría.
—Milton… —No acertaba a preguntárselo—. Esto… no me siento mal, pero estoy
tan agotada que me preguntaba si… me preguntaba si…
—No habéis contraído la Fiebre Gris —me aseguró Milton con una sonrisa—. No
estáis enferma en absoluto. —Cuando sonreía, las arrugadas mejillas se le ponían
redondas como nueces, y sus ojos quedaban reducidos a rendijas de placer.
—Entonces, ¿por qué estoy tan cansada?
—Las enfermedades resultan agotadoras, aunque las padezca otra persona. —
Levantó el brazo y me tocó el hombro—. Lo he presenciado a menudo. La gente no se
siente segura cuando un ser querido está…
—Meryl no morirá. —Me volví y me marché casi tan deprisa como un minuto
antes había corrido hacia él. Al enfilar el pasillo siguiente, aminoré la marcha, y mis
pasos errantes me llevaron al jardín.
Al cabo de unos minutos llegué al viejo patio donde hacía tan sólo un día Meryl
había llevado a cabo su recital. Me senté en el banco de madera y alcé la mirada al
cielo. Seguía nublado, pero no había caído una gota. ¿Estaría el destino —o la
profecía— a la espera, evaluando los actos de padre, manteniendo listas las nubes? Si
él se conducía con valor, la lluvia caería y se descubriría el remedio; de lo contrario,
permanecería oculto y el cielo se despejaría.
Contemplé el revoloteo de una mariposa sobre la hierba que sobresalía de las
grietas de las baldosas. El insecto se alejó volando y yo me quedé con la vista fija en el
suelo. Ignoro cuánto tiempo estuve allí, sin pensar ni sentir nada. Al final levanté la
cabeza. La tarde tocaba a su fin. Las parras y la fuente se destacaban a la mortecina luz
del anochecer. El frío aire vespertino me produjo escalofríos.
—Las capas de los brujos abrigan mucho.
Me sobresalté. Rhys me cubrió los hombros con su capa.
—Suele hacer frío cuando volamos.
—Gracias.
Me pregunté si llevaría mucho tiempo observándome. No. ¿Qué motivo tendría
para ello?
Me arrebujé en la capa. Era calentita como la lana y suave como el terciopelo.
Rhys rodeó el banco para ponerse a mi lado.
—Tengo algo que deciros. He hablado con Orne, mi maestro, sobre la enfermedad
de Meryl.
¡Su maestro conocía el remedio! Me levanté de un brinco.
—¿Te ha revelado…?
—No pretendía daros esperanzas —murmuró Rhys, cariacontecido—. Orne no
sabe cómo ayudarla, pero me ha dicho: «Soplan vientos de cambio en Bamarre». Le
he preguntado qué significaba eso, pero él se ha limitado a repetirlo. Creo que debe de
tratarse de algo bueno, pues casi sonreía al decirlo, y no acostumbra a sonreír.
El viento… ¡Tal vez los vientos de cambio traerían la lluvia! Y quizá se podía
hacer algo para ayudar a esos vientos.
—Rhys, ¿recuerdas que ayer hiciste música con nubes y lograste que de una de
ellas cayera lluvia? ¿Podrías hacer que lloviese en todas partes?
—No. Ojalá pudiese. Es una idea estupenda.
—¿Y Orne? ¿Podría hacerlo?
Negó con la cabeza.
—¿Y todos los brujos juntos?
—Si hubiese nubes por doquier, que no es el caso, y si hubiese suficientes brujos,
que tampoco es el caso, sí. Yo sólo puedo extraer lluvia de unas pocas nubes a la vez.
Orne puede dominar un kilómetro y medio de nubes, algo realmente increíble. —
Rhys parecía asombrado, pero acto seguido dejó caer los hombros—. Sin embargo,
no sería suficiente. Lo lamento, princesa Addie.
—No importa. —Me senté de nuevo.
—La princesa Meryl es extraordinaria —aseguró—. Si hay alguien capaz de
vencer la Fiebre Gris, es ella.
—Eso creo yo —dije, aunque en realidad ya no sabía qué creer—. Me pregunto si
Trina consiguió vencerla.
Guardó silencio. Lo miré, y su semblante lo delató.
—Murió, ¿verdad?
Asintió con la cabeza. Pobre Trina. Me pregunté si habría intentado poner en
práctica mi método.
—Princesa Addie… —Rhys hablaba muy deprisa, yendo y viniendo por el patio
—, se me acaba de ocurrir algo. La profecía sobre el remedio se cumpliría aunque el
rey fracasara. Podría cumplirse incluso sin que vos os enteraseis.
—¿Cómo?
—Un desconocido podría cobrar valor a cien kilómetros de aquí.
«Hay cientos de cobardes en Bamarre —pensé—. Miles».
—Es verdad —dije.
—Es más, podría llover en medio de la noche. No haría falta que lloviese más de
un minuto. —Me dedicó una sonrisa triunfal.
Le sonreí a mi vez, sintiéndome un poco más animada. Su sonrisa se hizo más
amplia, pero por lo visto no le pareció suficiente, pues se elevó un metro en el aire. Su
expresión cambió entonces y bajó al suelo.
—Es tarde. Debo encontrar el campamento de vuestro padre. Seguramente me está
esperando. —Hizo una reverencia y alzó el vuelo. En unos instantes desapareció en la
creciente oscuridad del cielo.
«Soplan vientos de cambio en Bamarre».
La profecía tenía que cumplirse, tarde o temprano. ¿Por qué no ahora?
Hacía un viento frío, así que apreté más la capa en torno a mi cuerpo. ¡Me había
quedado con la capa de Rhys! La sujeté con fuerza y me fui del jardín.
El día siguiente también amaneció nublado. Meryl cruzó diez veces su alcoba y
después tuvo que recostarse. Al mediodía intentó caminar hasta el comedor, pero no
logró llegar a la escalinata. De nuevo le fue imposible empuñar a Muerdesangre con
una sola mano, aunque aún podía levantarla con las dos. Resultaba insoportable
presenciar aquellos pequeños logros y dirigirle una sonrisa alentadora, cuando lo que
deseaba era estrecharla en mis brazos con mucha fuerza para traspasarle mis energías.
Mi único consuelo era que no sufría dolor. Comentó, medio en broma, que la Fiebre
Gris no dolía, sólo mataba.
Rhys regresó a primera hora de la tarde y nos informó de que padre había cubierto
la cuarta parte del trayecto hacia el castillo de la reina Sima. Por el momento, ningún
monstruo había molestado ni a su séquito ni a él. Padre había olvidado las zapatillas,
así que Rhys debía llevárselas esa noche.
El domingo vimos el sol, aunque el cielo aún estaba salpicado de nubéculas
esponjosas. Intenté convencerme de que no importaba que hiciese sol, siempre y
cuando quedasen algunas nubes.
Por la mañana, Milton nos preguntó a Meryl, a Bella y a mí si nos apetecía
escuchar una leyenda élfica sobre Drualdo.
—¡Sí, por favor! —exclamó Meryl, incorporándose en la cama.
Milton dejó lo que estaba tejiendo y se dirigió al centro de la habitación.
—Siempre empezamos nuestros relatos con estas palabras: «Gozad de buena
salud», y esas mismas palabras componen el estribillo. —Entrelazó las manos sobre su
barriguita y comenzó:
Milton agitó los brazos, corriendo en zigzag, intentando sin éxito voracidad y
fiereza. Meryl lo observaba, asintiendo con la cabeza y sonriendo.
«Gracias, Milton —pensé—, por regalarnos un momento que no tiene nada que
ver con la Fiebre Gris».
Retomó el hilo de la historia. Los grifos descienden. Algunos engullen el almuerzo
campestre de las elfas mientras otros devoran la cosecha.
—Creía que los grifos sólo comían carne —lo interrumpí.
—No, Addie —replicó Meryl—, comen casi cualquier cosa.
Milton continuó:
El relato prosigue. Drualdo mata a varios grifos y mantiene a los demás a raya,
mientras la reina y sus doncellas huyen a su castillo.
Gozad de buena salud.
Como muestra de agradecimiento, la reina Iola curó a Drualdo de un juanete.
Meryl soltó una carcajada, y yo también. ¡Así que nuestro héroe tenía un juanete!
La reina le preguntó qué otra cosa podía hacer para saldar su deuda con él.
—Nada me debéis —contestó Drualdo—, pero podríais cuidar del rey Bruce y de
sus súbditos cuando lo hubiesen menester.
Aunque la reina Iola y Drualdo nunca volvieron a verse, desde entonces los elfos
han atendido a los humanos enfermos.
Gozad de buena salud.
Tenía un miedo atroz a los espectros, pero me asustaban aún más los dragones, así
que decidí encaminarme primero hacia el bosque de Mulí. Ningún ser humano vivía
allí, de modo que cualquier persona con la que topara sería un espectro. Para estar
más segura me internaría en el bosque de noche, envuelta en mi capa mágica, que me
ocultaría a la vista de todos excepto de los espectros… y de los dragones, si es que
había alguno en las cercanías.
Jamás llegaría al Mulí a tiempo sin el regalo de madre, las botas de siete leguas.
Saqué el catalejo del saco. Había comprendido por qué venía con las botas: debía
usarlo para ver adónde iba y cerciorarme de no acabar en medio del mar o estampada
contra una montaña.
Me pregunté si Meryl ya habría despertado. Sería el primer día de mi vida sin ella.
Examiné el catalejo. Detrás del ocular había tres ruedas. La primera tenía muescas
numeradas del uno al cincuenta. En una letra pequeña y fluida estaban escritas las
palabras «Siete leguas». Deduje que cada muesca incrementaba en siete leguas la
distancia de lo que se veía a través del catalejo. Por tanto, el anteojo me permitiría ver
un lugar situado a un máximo de trescientas cincuenta leguas, o sea, unos mil
quinientos kilómetros. Era más que suficiente.
La siguiente rueda llevaba la indicación «Kilómetros» y estaba numerada del uno
al veintiuno. La tercera rueda no presentaba marca alguna.
El bosque de Mulí se encontraba a unos quinientos kilómetros. Ajusté la rueda de
las leguas a dieciséis, enfoqué al sur, y miré por el ocular.
El bosque estaba oscuro. Los árboles, enormes, estaban tan juntos que me tapaban
la vista. Unas gruesas lianas colgaban entre ellos y serpenteaban por el suelo. Se veían
borrosas a través del catalejo. En el bosque crecían unas flores amarillas, que tampoco
se apreciaban con nitidez, y aparecían como puntos fijos de luz en la penumbra de la
arboleda. Era una escena plácida, en absoluto terrorífica. Un borrón morado se posó
en una rama baja. Sabía que se trataba de un pájaro, pero me habría gustado verlo
mejor. Di vueltas a la rueda que no estaba marcada, y de pronto la imagen se volvió
más definida.
¡Oh, no! ¡En una de las lianas había una araña marrón y peluda!
¡No podía ir allí! Sería mejor que me dirigiera al desierto para encontrarme con un
dragón. Empecé a reajustar el catalejo, pero me puse a pensar. ¿Una araña era peor
que un dragón?
No.
Me quedé muy quieta. Así que mi primer monstruo sería una araña… Con los
dedos temblorosos, me desaté los cordones de las botas y saqué las mágicas del saco.
La suela de la bota derecha se había desprendido en parte, y el talón de la otra estaba
medio gastado. Para colmo, las botas eran tan grandes que temía que se me cayesen en
cuanto diese un paso.
Deslicé un pie dentro de una de ellas… ¡y la bota encogió hasta el tamaño
perfecto! Gracias por el regalo, madre.
Ajusté la rueda de siete leguas del catalejo a la primera muesca y eché una ojeada
para ver adónde me llevaría el primer paso. Un lago. No quería ahogarme nada más
empezar mi búsqueda. Giré la cabeza ligeramente y miré de nuevo. Una aldea. Giré un
poco más. Un prado con ovejas. Perfecto. Sujeté con fuerza el saco y me puse de pie,
procurando afianzar los pies para que no se moviesen.
Mi expedición estaba a punto de comenzar.
Alcé el catalejo y levanté el pie derecho. «Meryl —pensé—, voy a salvarte».
Un caballo enjaezado enfiló el sendero, unos metros por delante de mí. El animal,
sobresaltado, se encabritó, y yo me tambaleé hacia atrás. Las botas salieron
disparadas, llevándome consigo. Logré atisbar la cara de sorpresa del labriego antes de
alejarme hacia atrás a toda velocidad.
Me sentía como una muñeca de trapo arrastrada por un torbellino, con los pies
muy cerca del suelo, dando brincos sobre rocas, tierra…, demasiado rápido como
para distinguirlas. Crucé un arroyo, un pantano, salté sobre una valla y pasé rozando
una fortaleza de piedra, levantando a mi paso una estela de viento, polvo, hojas,
arbustos y barro.
Las botas frenaron bruscamente y se detuvieron en una colina, pero no logré
recuperar el equilibrio. Dando traspiés, salí disparada de nuevo.
Luché por recobrar el control, para poder quedarme quieta en cuanto las botas se
parasen otra vez. Mientras rebotaba sobre el escabroso terreno —más rocas, hierbas
altas, un camino, un río—, hice un esfuerzo por levantar los brazos. Todavía llevaba el
catalejo en la mano izquierda, y aferraba el saco con la derecha.
Al cabo de unos tres minutos, las botas redujeron la velocidad. Choqué con algo y
caí de rodillas. Por un momento me alegré de haber conseguido detenerme por
completo. Pero entonces vi contra qué me había estrellado.
Era un ogro gigantesco (el doble de alto que yo y cinco veces más ancho). Por
unos instantes nos miramos fijamente, atontados, pero enseguida empecé a apartarme
a gatas. Debería haberme levantado y usado las botas, pero el miedo me había
paralizado la mente.
El ogro sonrió y me agarró el brazo izquierdo. Intenté soltarme, pero no pude.
Dijo algo, con una voz que sonaba como el choque de dos rocas. Alguien le
respondió, con una voz parecida. Tenía tres compañeros, todos con amplias sonrisas
en sus rostros pastosos y pálidos.
El que me sujetaba recogió su garrote y lo alzó amenazadoramente. En ese instante
reaccioné. Me puse en pie y di un paso.
¡Arrastré al ogro conmigo! Sentía que me iba a arrancar el brazo de un momento a
otro. Notaba un dolor lacerante en el hombro.
Lo peor fue ver lo que se aproximaba rápidamente: ¡un muro de piedra! Me
preparé y pasé por encima, golpeándome con el borde. ¡Una arboleda! Nos
internamos en ella a toda velocidad, desgajando ramas y esparciendo la hojarasca.
Eché un vistazo hacia atrás. El ogro intentaba protegerse con el brazo que le
quedaba libre. Tenía la cara azul y los ojos desorbitados.
Las botas aminoraron la marcha y se pararon. El ogro profirió un rugido y levantó
su garrote. Entonces di otro paso, aullando del dolor que sentía en el hombro.
¿Cuánto tiempo más aguantaría tirando de él?
A lo lejos, hacia la izquierda, divisé una atalaya. La pasaríamos de largo, a menos
que… Me incliné con todo mi peso hacia ella. Las botas cambiaron levemente de
dirección. Continué inclinándome. El rugido del ogro se volvió más agudo hasta
convertirse en un gañido y después en un chillido. Estábamos a pocos segundos de la
torre. ¡Íbamos a estrellarnos!
15
Con las fuerzas que me quedaban, cargué mi peso a la derecha. El ogro impactó
contra la torre y me soltó. Yo continué mi frenética carrera, pero poco después las
botas disminuyeron la velocidad y me dejé caer en el suelo. El dolor en el hombro no
me dejaba pensar en nada más.
La manga se había desgarrado, y la piel de mi brazo estaba amoratada, con tonos
negruzcos y anaranjados. Lo tenía hinchado, al igual que el hombro. La manga me
apretaba mucho, lo que aumentaba aún más el dolor. Podía mover los dedos, pero no
levantar el brazo. Estaba segura de que se me había dislocado el hombro. Ojalá que
Milton estuviese allí.
Cerré los ojos. No podía hacer nada mientras no se me pasara el dolor.
¡Milton! Quizá su regalo, la hierba moila, me serviría. Me desabroché la bolsita de
la enagua y conseguí abrirla con mi mano sana. El aroma de la hierba resultaba
relajante. Me puse una flor en la lengua. Su perfume me llenó la boca, y por un dulce
momento desapareció el dolor. No tardó en volver, pero al menos no me abrumaba.
Me tendí de espaldas y me sumí en un desvanecimiento. Soñé que un amigo venía
a verme desde el norte. Sabía que era un amigo, aunque era la primera vez que lo veía
en mi vida. Aun así, me alegraba mucho de verlo.
Sentado a mi lado, me desprendió la manga del vestido y, con mucha delicadeza,
me recolocó el hueso del brazo en la articulación del hombro. Por un instante creí que
se trataba de Rhys, pero rápidamente me percaté de que no era él.
El sueño se disipó y abrí los ojos. Era media tarde, y el dolor que sentía en el
hombro se había vuelto muy suave. Tenía el brazo desnudo, todavía hinchado, pero
menos que antes. Me sentía lo bastante bien como para tener hambre.
La manga del vestido yacía arrugada a unos metros de distancia. Las botas estaban
apoyadas contra el saco, aunque no recordaba habérmelas quitado. Habían recuperado
su tamaño original y de nuevo parecían demasiado grandes para mis pies.
Eran un medio de transporte peligroso, pero me habían ayudado a deshacerme del
ogro. Me incorporé. Lo había matado, o como mínimo lo había herido gravemente y
tardaría mucho tiempo en curarse. Sonreí. ¡Addie, la miedosa, Addie, la timorata,
había vencido a un ogro! Por fin sabía lo que había sentido Drualdo al derrotar a un
enemigo. Ahora comprendía por qué lo llamaban «el riente».
Drualdo, el riente
se reía del brillo
del sol en su escudo,
de la luna en su espada,
del latir de su corazón.
Se reía de la muerte
vista desde lejos.
Drualdo, el riente,
se reía de la risa.
Aunque yo no era todavía lo bastante valiente para reír, esbocé una sonrisa. Como
si detectase mi satisfacción, Vollys soltó un gruñido mientras seguía durmiendo. La
sonrisa se transformó en una expresión de miedo, pero entonces…
Sentí que una mano se posaba sobre mi hombro, una mano grande, que me
infundía ánimos y una enorme reserva de coraje. Me volví pero no vi más que la
llama de las lámparas, danzando alegremente junto a las paredes de roca.
¿Danzando alegremente?
El aire del interior de la cueva se estremeció como en un espasmo de hilaridad. No
se trataba del tañido de campanas de Vollys sino de una risa humana auténtica, tan
grata para mí como la luz del sol después de muchos días de lluvia; era como regresar
a casa después de superar mil peligros.
Y entonces se retiró la mano y cesó la risa. Las llamas de las lámparas
parpadearon. Ya no danzaban. ¿Me habría traído Rhys un momento de regocijo, o lo
había hecho algún espíritu jovial? Esperaba que fuese obra de Rhys. Sea como fuere,
me había proporcionado alivio.
Vollys pasó dormida tres de los once días que le quedaban a Meryl. Me devoraba
la impaciencia, pero me daba miedo despertar al dragón.
Cuando por fin volvió en sí, yo dormía, repantigada sobre mi montón de cojines.
Me despertó arrojándome un chorro de vapor apestoso y muy caliente. Me incorporé
y sacudí los brazos para despejar la humareda. Me lloraban los ojos, la garganta me
quemaba y el terror volvió a apoderarse de mí.
—Algo ha cambiado —observó—. ¿Qué has hecho mientras dormía?
¿Estaría refiriéndose a las botas?
—No… No he hecho nada —tosí—. Me he puesto un vestido y…
—No se trata del vestido. Es otra cosa. —Olisqueó el aire y recorrió la cueva con
la mirada—. Hmmm… —Se dirigió pesadamente hacia el armario detrás del cual
había escondido las botas y lo abrió. Rebuscó con cuidado entre los vestidos que
colgaban en el interior. A continuación, se enderezó y cerró las puertas.
—Pequeña… —Avanzó hacia mí.
Me levanté y retrocedí un paso.
—No debemos reñir —dijo con voz más dulce—. Ya descubriré qué es lo que has
hecho. No es necesario que confieses. Quizás hasta me sorprenda agradablemente si
descubro que has sido astuta.
¡Si encontraba las botas, estaría perdida! ¿Qué podía hacer?
—Eso me dirá muchas cosas sobre ti, que es lo que más deseo. —Se interrumpió
mientras se sentaba cerca de mí—. Ahora cuéntame cómo llegaste a estar en una
ladera junto a una bandada de grifos muertos. Dímelo o me enfadaré.
Me humedecí los labios, los abrí y expulsé aire, pero no logré articular una
palabra. Advertí que se le encendía una llama entre los dientes y que movía la cola.
Aspiró. Dentro de un segundo me lanzaría una llamarada.
—Me estás asustando —dije en un susurro áspero—. Si… —Tragué saliva—.
Si… si quieres que hable —mi voz cobró fuerza—, no debes asustarme tanto. No
puedo hablar si me amenazas con achicharrarme. Reducirme a cenizas sólo te
proporcionará una diversión muy breve. —Mi propia osadía me asombraba—. Será
mejor para las dos que te tragues tus llamas.
¡Me hizo caso! Se tragó el fuego y de nuevo comenzaron a repicar las campanas.
Estaba riendo.
Me sentí tan aliviada que incluso me atreví a respirar hondo. Ahora que la abertura
de la cueva estaba despejada, entraba un aire mucho más fresco que el que había
respirado desde que estaba allí. Volvía a ser de día.
Sentada sobre sus patas traseras, Vollys me recordaba al perro salchicha de lord
Tully, el consejero de padre. Floppet también tenía las patas delanteras cortas y,
cuando se sentaba, le colgaban hacia delante de un modo muy gracioso, como a
Vollys…, aunque, a decir verdad, no me apetecía demasiado reír.
—Pensé que lograrías despertar mi interés, pequeña, y no me equivocaba. Te
recompensaré. ¿Ves esa vitrina vacía? Te la cedo. Te doy permiso para sacar un objeto
de una de mis vitrinas y meterla en la tuya. Adelante. Escoge algo.
Esto era un poco raro. De nuevo hice acopio de valor.
—Si quieres hacerme un obsequio, dime cuál es el remedio para la Fiebre Gris y
déjame marchar.
—Quizá más tarde lo haga, pero ahora debes escoger algo para ti. Tendrás tu
propio tesoro, una parte del mío. Tener cosas tuyas te hará sentir como en casa. Y
ahora, escoge. —Oí crepitar el fuego en su garganta.
Pasé de vitrina en vitrina, procurando no imaginar qué muerte espantosa habrían
sufrido los antiguos propietarios de aquellos tesoros. Algunos concederían un enorme
valor a los objetos que les pertenecían. Se me ponía la carne de gallina sólo de
pensarlo.
Había una talla de marfil que representaba a una doncella tocando un arpa de oro
con incrustaciones de zafiro. Por contraste, la doncella no presentaba ningún adorno,
y no llevaba más que un vestido sencillo y un gorro. Únicamente los dedos que
tocaban el arpa tenían diamantes en las puntas. Mostraba una expresión embelesada.
Era la encarnación visible del placer de la música.
Había también un cáliz de plata grabado con la escena de una cacería. Tres bravos
arqueros y sus perros de caza tenían acorralado a un ogro.
Un tercer objeto era un cerdo de jade con alegres ojos de ámbar, una boca
sonriente, una barriga abultada y guirnaldas de flores con joyas engastadas en torno al
cuello.
No quería nada de eso. El permiso para apropiarme temporalmente de algunas
cosas era una farsa y un insulto a los muertos. Elegí el objeto menos llamativo que
encontré, una caja de madera vacía con incrustaciones de nácar. La coloqué en uno de
los estantes que ella me había cedido.
—Gracias.
—Interesante elección, princesita.
Debí de poner cara de sorpresa, pues sus campanas volvieron a sonar.
—Bueno, supe que eras de la realeza, o como mínimo de la nobleza, al verte con
ese vestido. Las criadas y las campesinas siempre escogen ropa adornada con piedras
preciosas. Piensan que, puestos a morir, mejor morir ricos que pobres. Ahora
enséñame lo que llevas en el saco.
¿Qué haría cuando viese a Muerdesangre? La mano me tembló cuando la saqué.
No rechistó. Cuando el saco hubo quedado vacío, me indicó que pusiese todo en
los estantes de mi vitrina.
—Espero que compartas conmigo el botín de tu mantel.
—Por supuesto.
—Bien. Y ahora cuéntame tu historia. Y nada de mentiras.
Volví a perder la voz por unos instantes, pero aspiré a fondo y comencé:
—Soy la princesa Adelina, pero me llaman Addie… —Le hablé de la enfermedad
de Meryl y de mi búsqueda de un remedio para la Fiebre Gris. Vollys preguntó de
dónde procedían los objetos especiales que llevaba en el saco. Le contesté que todo,
excepto los mapas, formaba parte del legado que mi difunta madre nos había dejado a
Meryl y a mí. Temía que si mencionaba a Rhys y a Bella quizá los pondría en peligro.
Le aseguré que los mapas habían salido de mi biblioteca.
—Sé que la reina murió y que el cobarde de tu padre, el rey Leonel, vive aún. ¿Te
dejó partir en esta misión? ¿Acaso desea que mueran sus dos hijas? —El fuego
regresó a su voz—. No me mientas, princesita.
—N… no. Me escapé y me llevé estas cosas conmigo. Pero le dejé una nota
pidiéndole que no saliese a buscarme. Creo que dio resultado. —Le hablé del Libro de
las verdades hogareñas y le cité la sentencia que había incluido en la nota, entre otras.
Le encantaron. Sus campanas repicaban sin parar cuando dije: «La pobreza
significa más para el pobre que para el rico. La riqueza significa más para el rico que
para el pobre». Como muestra de gratitud, me dejó añadir otro objeto a mi tesoro
personal. Cuando se me acabaron las sentencias, comenzó a inventarse algunas.
—¿Qué te parece ésta? «El hombre impetuoso acaba dominado por sus apetitos».
Ésa sería una buena verdad hogareña, ¿no?
—Muy buena —dije, tratando de prestar atención mientras observaba su boca
buscando algún atisbo de llama.
Se rió de buena gana.
—¿Y ésta? «Para darle vueltas a una idea hace falta tener una cabeza giratoria». Lo
que más me gusta de las mejores es que casi significan algo. —Estuvo carcajeándose
durante un buen rato, hasta que por fin alzó la cabeza y olisqueó.
—Ahora lo noto. —Continuó olfateando el aire—. Ya sé lo que hiciste mientras
dormía. —Se acercó a la parte posterior del armario y sacó las botas de siete leguas—.
Nadie había encontrado nunca un escondrijo tan excelente.
Se bamboleó hacia la entrada de la cueva, extendió la pata hacia arriba y bajó un
llavero. Abrió el baúl más grande y guardó bajo llave las botas. Acto seguido,
devolvió las llaves al saliente situado encima de la entrada… unos diez metros por
encima de mi cabeza.
22
Sin las botas estaba acabada.
—Más vale que me mates. No me importa —dije. Ya no tenía miedo. Era mujer
muerta, aunque todavía respiraba.
—Oh, princesita, sólo estás disgustada por haberte quedado sin tus preciosas
botas. Estoy pasándolo demasiado bien para hacerte daño. —Inventó cinco sentencias
más y se rió mucho con cada una de ellas.
Cuando por fin cesaron sus risotadas, apoyó el vientre en el suelo y extendió el
cuello hasta acercar mucho el morro al dobladillo de mi vestido. Sus ojos quedaron a
la altura de mi hombro. Tenía que sostenerle la mirada ardiente e intensa; no podía
desviarla.
—Créeme cuando te digo que quiero que te quedes mucho tiempo conmigo —
susurró—. Me pongo triste cuando estoy sola. Lo paso muy mal después de matar a
un invitado. Recuerdo al primero de todos desde hace más de setecientos años. Tuvo
una vida muy corta, pero sigue vivo en mi pensamiento.
Asentí con la cabeza, esforzándome por no recular. Nos miramos fijamente.
—Te creo —musité.
Al fin apartó la vista de mí.
—Nunca les miento a mis invitados. Sería tan absurdo como mentirles a estos
montones de huesos. —Señaló un baúl abierto—. Ahora dime cómo piensas
entretenerme. —Recogió un hueso, lo acarició y lo colocó de nuevo en el baúl.
—No… no puedo divertirte con palabras —tartamudeé—. Pe… pero tal vez… Se
me da bien… —Me dirigí al sitio donde había hecho un dibujo en el suelo y retiré las
alfombras. Las líneas que había trazado seguían allí, aunque más tenues. Las repasé
con el dedo—. Me tomé la libertad de… Mientras dormías, yo…
—Déjame ver. —Se acercó. Retrocedí, hablando atropelladamente.
—Tengo cierta habilidad para bordar. He pensado que a lo mejor podría retratarte
en un bordado. Tengo una tela… —Corrí a mi vitrina y saqué la bola de madera que
me había dado Rhys—. Y hay hilo de sobra en el armario si…
—Calla.
Observó atentamente mi dibujo. En él había puesto de relieve su elegancia, las
líneas definidas de sus alas plegadas, su aspecto gatuno mientras dormía. Pero quizá
no le gustaba verse así. Tal vez prefiriese dar una imagen más feroz. Tal vez habría
debido…
—Me has retratado con dulzura, con ojos de amiga. —Su voz sonó más suave y
sosegada de lo que la había oído hasta entonces—. Quiero un bordado donde
aparezca exactamente así, rodeada de mis tesoros. —Su voz recuperó su habitual
timbre nasal—. Y también quiero uno que me muestre en batalla, escupiendo fuego a
una docena de valerosos caballeros. Ya encontraremos un trozo de tela para ello. Me
has complacido, princesita. Puedes añadir diez objetos más a tu tesoro.
—Gracias, pero no los necesito.
—Cógelos. Ya los necesitarás. Tarde o temprano me volveré contra ti, y entonces
los necesitarás.
¡Drualdo no era cruel! Tenía un talante más bondadoso que nadie, y el hecho de
que los dragones lo odiasen lo convertía en un gran héroe para nosotros. Aun así,
resultaba extraño oír la versión de los dragones. Era como descubrir lo que piensa un
jabalí de sus cazadores.
—Hothi y Zira sufrieron muertes horribles y lentas. —La voz de Vollys recuperó
su timbre metálico de siempre—. Yo no era más que una cría en aquel entonces, pero
quedé conmocionada. Aunque los dragones nos peleemos a veces (reconozco que no
me caen bien muchos congéneres), nos sentimos muy unidos. Mi madre quiso
vengarse de Drualdo. Ahora te recitaré unos versos sobre ella.
Yo habría preferido que me revelase el remedio contra la Fiebre Gris, sin más
preámbulos, pero ella continuo:
Yune, la Artera,
la Resistente,
ansiaba agregar
los verdes ojos de Drualdo
a su nutrido tesoro.
Al fin lo halló
y se lo llevó volando
sobre las montañas,
a través de las llanuras,
hasta su dulce guarida.
Afanosamente llevó
la muerte a su hogar.
—El poema no acaba ahí, princesa Adelina, pero es muy largo y estás ansiosa por
conocer el remedio.
Lo estaba, pero en otras circunstancias me habría gustado oír el poema entero para
representarlo en una serie de bordados.
—Te haré un resumen. Mi madre cometió un solo error en su batalla contra
Drualdo, pero lo repitió una y otra vez. Tuvo su vida en sus manos en varias
ocasiones, pero deseaba que muriese lentamente, como habían muerto Hothi y Zira.
De modo que se limitaba a herirlo, a chamuscarle la cabellera, a fundirle la armadura
sobre el pecho.
Sentí lástima por Drualdo.
—Él no tuvo tanta clemencia con mi madre. Aprovechaba cualquier oportunidad
para herirla con todas sus fuerzas y, cuando se escondió cobardemente entre los
objetos preciosos de mi madre, ella tenía varios cortes en el vientre. Sin embargo, en
cuanto profanó su tesoro, ella decidió rematarlo. Pero, como ya sabes, se resistió a
quemar su tesoro.
De modo que la Fiebre Gris no había llegado del mar, como algunos creían. No
era un castigo infligido a los hombres por los males que habían causado, como
pensaban otros. ¡La había introducido Yune!
Vollys prosiguió:
Transcurrieron tres días más, los últimos que le quedaban a Meryl antes de
contraer la calentura. Para mí fueron tres días de tortura, pues ahora que conocía el
remedio, no podía hacer nada.
Aunque me había quitado algunas cosas después de revelarme el remedio, Vollys
no parecía enfadada conmigo. Por el contrarío, me trataba muy bien. Aseguraba que
mis bordados «le encantaban», y no paraba de ofrecerme regalos, muchos más de los
que me había quitado, hasta que llegué a tener setenta y ocho artículos en mi vitrina.
Pero entonces amaneció el cuarto día, el día en que le subiría la temperatura a
Meryl. Después de tres días de fiebre, llegaría su fin.
En cuanto me levanté, cogí el catalejo, como hacía cada mañana. Vollys me
observaba, como siempre. Antes de que aplicase el ojo al ocular, dijo:
—Empiezo a cansarme de la aburrida devoción que tienes por tu hermana. —El
fuego la enronquecía—. Dame ese catalejo. No volveremos a mirarla. —Me lo
arrebató antes de que pudiera protestar y lo guardó bajo llave en el mismo baúl donde
había metido mis botas de siete leguas.
Le supliqué que me lo devolviese. Le prometí que antes de usarlo le pediría
permiso, pero nada de lo que le decía surtía efecto. Me ordenó que trabajase en el
bordado, y así lo hice, aunque con los ojos arrasados en lágrimas.
Ahora mi obra no acababa de complacerle. Se quejó de que había elegido los
colores equivocados, de que trabaja muy despacio, de que no era lo bastante
cuidadosa. Durante esa mañana tuve que devolverle veinte artículos de mi vitrina.
Quedaban cincuenta y cuatro que no durarían mucho si ella continuaba
quitándomelos de veinte en veinte.
Además de enfurruñada, estaba inquieta. Se ponía a narrarme historias y las
interrumpía de golpe. Comenzó a contar los huesos de un baúl y se detuvo
bruscamente, dejando un montón sobre la alfombra. Salía a toda prisa de la cueva y al
poco rato irrumpía de nuevo.
Por la tarde se llevó treinta objetos más, entre ellos Muerdesangre, mi ejemplar del
Drualdo y mi capa mágica. A este ritmo me mataría antes del anochecer.
A la hora de la cena me quitó el mantel mágico.
—De ahora en adelante le hablaré yo. —Lo depositó en el suelo—. Amable
mantel, por favor, extiéndete.
Nada ocurrió. Vollys repitió las palabras en un susurro furioso. Sus ojos se
encendieron con un brillo rojizo. Yo estaba aterrorizada, deseando que el mantel se
desplegase. El dragón gritó las palabras, fulminándolo con la mirada. Rugió de nuevo,
y esta vez pronunció las palabras en el orden adecuado. El mantel empezó a
extenderse en su sitio.
—Así está mejor. —Los ojos recobraron un tono amarillento—. Pero he cambiado
de idea. No quiero comer ahora. Amable mantel, te doy las gracias por los sabrosos
alimentos.
Empezaron a aparecer platos.
—Amable mantel, más vale que obedezcas, por tu bien. Amable mantel, te doy las
gracias por los sabrosos alimentos.
«Dilo bien. —Rogué en mi fuero interno—. Di: “por tan sabrosos alimentos”».
—¡Te arrepentirás! —Una lengua de fuego lamió una esquina del mantel.
Nada sucedió. Ni siquiera se chamuscó.
—Amable mantel —empecé—. Te doy…
Vollys se volvió hacia mí. Sus ojos despedían un centelleo anaranjado.
—He dicho que yo daría las órdenes al mantel. Amable mantel —bramó—, te doy
las gracias por los sabrosos alimentos.
No paraba de aparecer comida.
—¡Detente! —aulló, y seguidamente escupió una bola de fuego. El mantel no se
quemó, pero sí los alimentos. La sopa se puso a hervir, una hogaza quedó
achicharrada y el fuego chisporroteó sobre un pavo asado. El fuego prendió en la
alfombra situada debajo del mantel.
Vollys chilló y comenzó a agitar la cola, esparciendo varios baúles por el suelo.
Estaba obstruyendo la salida de la cueva, de modo que retrocedí, esperando no captar
su atención ni acabar aplastada o abrasada por error.
El fuego de la alfombra se propagó hacia el fondo de la guarida, donde yo me
encontraba, contra la pared de roca. Vollys lanzó otro fogonazo. El mantel quedó
envuelto en llamas que redujeron la comida a cenizas, pero la tela seguía resistiendo.
Yo esperaba que se quemase; tal vez eso la tranquilizaría un poco.
Varios baúles ardían como hogueras. A escasa distancia de mí se prendió una
vitrina. En cualquier momento le ocurriría lo mismo a mi vestido.
Vollys iba y venía por la cueva a grandes zancadas, con el mantel entre los dientes.
Lo mordía y flameaba al mismo tiempo.
Al ver que la boca de la guarida estaba despejada, eché a correr hacia ella. Un baúl
en llamas se interponía entre la salida y yo. Lo rodeé a toda velocidad. Pisoteé la
alfombra encendida y reanudé la carrera.
Fuera estaba oscuro. La suela de mi bota derecha estaba quemada, y me dolía el
pie. Corrí alrededor de la roca que había fuera de la guarida. Volví la vista atrás:
Vollys no me seguía. Vislumbré su silueta oscura en la cueva incandescente.
Corrí sin parar. No volví a mirar atrás. Si ella venía a por mí, no tardaría en darme
cuenta. Tenía la garganta reseca. Según el mapa, había un oasis a unos trece
kilómetros. Me dirigiría hacia allí y encontraría algún lugar donde esconderme.
Seguí corriendo.
Salieron las estrellas y la Luna. Me quedé sin resuello. Aflojé el paso y me permití
el lujo de echar un vistazo sobre mi hombro. No alcancé a ver la guarida. Ni siquiera
era capaz de distinguir en qué barranco se encontraba.
Pasé de la sombra de un despeñadero a otra, esperando no haber errado la
dirección. Cuando recuperé el aliento, eché a correr de nuevo.
A esas alturas, Meryl debía de estar despierta y calenturienta. Era imposible que
llegase a tiempo para salvarla, aunque lograra salir del desierto con vida. Tampoco
estaría con ella cuando muriese.
Noté una ráfaga de viento y Vollys aterrizó justo delante de mí, impidiéndome el
paso. Me arrojó una llamarada y yo retrocedí, ilesa. Sus campanas repicaron.
—Ah, pequeña Adelina, te he encontrado. He apagado el fuego; ya puedes
regresar a casa conmigo. —Me levantó con la cola y me llevó volando a la cueva.
El incendio se había extinguido, en efecto, pero la cueva estaba caliente como un
horno. Lo primero que vi fue una torre de comida sobre el mantel, que continuaba
suspendido en el aire. Seguían apareciendo platos, aunque lentamente y en pocas
cantidades. Algunos habían caído sobre la alfombra, que todavía humeaba aquí y allá.
—Sé buena chica y pídele a esa cosa que pare.
—Si me sueltas, yo…
—Pequeña —las campanas sonaron de nuevo—, jamás te soltaré si me amenazas.
Ya encontraré otra guarida si tu mantel se empeña en producir comida para siempre.
Por otro lado, te agradecería mucho que me ahorrases esa molestia.
No sacaría ningún provecho si me negaba.
—Amable mantel, te doy las gracias por tan sabrosos alimentos.
El mantel dejó de preparar platos y desapareció el revoltijo de comida. El mantel
se plegó y quedó flotando en el aire.
—Cógelo, princesita. Lo necesitarás para alimentarte mientras yo esté ausente.
¿Ausente?
—No acertaba a entender por qué hoy estaba de tan mal humor —prosiguió—.
Sin embargo lo supe en cuanto le escupí fuego a tu mantel. Por culpa de ese mantel no
he salido a cazar, y tengo que hacerlo. Después de todo, soy un dragón. Así pues, eso
es lo que voy a hacer ahora, Adelina. —Encendió las lámparas que aún permanecían
en pie y salió bamboleándose de la cueva.
¡Iba a marcharse!
La seguí al exterior y me quedé apoyada en la roca, con la esperanza de que… de
que…
Se dio la vuelta.
—Ya sé que sólo quieres acompañarme un trecho, pero me conformaré con
imaginarme tu afectuosa despedida. —Sus campanas sonaron de nuevo. Me sujetó
con la cola y me llevó de regreso a la cueva.
Le golpeé la cola con los puños, lo que no hizo sino aumentar el volumen de su
risa.
—Princesita, no puedo dejarte marchar. Te echaría mucho de menos. —Empujó la
roca para tapar la salida de la cueva.
Me había dejado encerrada.
25
Un ratón habría podido escabullirse por algún resquicio, pero yo era demasiado
grande. Corrí hasta la roca y le propiné varías patadas, pero lo único que conseguí fue
un fuerte dolor en el dedo gordo del pie.
La cueva estaba hecha un caos. El armario del que había sacado mi vestido yacía
en el suelo, sin nada dentro salvo cenizas. Había baúles desperdigados por doquier,
algunos de costado, otros al revés, muchos de ellos con la madera carbonizada y el
contenido desparramado.
Me senté en uno que sólo estaba un poco chamuscado. Me levanté de un brinco.
¿Dónde se encontraba el baúl grande en el que estaban guardados el catalejo y las
botas de siete leguas? Rebusqué en toda la cueva, rogando que las botas no se
hubiesen calcinado y que el catalejo no se hubiese fundido. Encontré el baúl, volcado
y medio hundido en la charca del fondo de la guarida.
No estaba demasiado quemado. Algunos de los listones de madera parecían un
poco socarrados, y uno se había aflojado. Me lastimé las manos intentando arrancarlo,
sin éxito. Corrí hacia la vitrina de las armas, que estaba un poco ladeada pero no se
había caído. Empuñé una espada y regresé a toda prisa junto al baúl. En un abrir y
cerrar de ojos desprendí el listón.
Sin embargo, sólo me cabían la mano y el antebrazo. Palpé una bota, pero el
hueco no era lo bastante grande para sacarla. Tumbé el baúl y vi que la madera en
torno a las bisagras se había ablandado por el calor y el agua. Tardé sólo unos minutos
en machacarla y soltar las bisagras.
Al fin conseguí abrirlo y cogí el catalejo.
Meryl estaba despierta, sentada en el sillón rojo, frente a la chimenea. Se hallaba
envuelta en mantas y, aunque el fuego estaba encendido, le temblaba la mandíbula y
advertí que le castañeteaban los dientes. Tenía los ojos abiertos y brillantes, demasiado
brillantes. Se le habían puesto las mejillas cenicientas, del color de la Fiebre Gris.
Milton le aplicó una compresa fría en la frente. Bella irrumpió en la habitación con
otra manta. Meryl movió los labios. Bella le respondió, y Milton dijo algo. Meryl se
rió. Mi Meryl, riéndose en la cara de la Fiebre Gris. Meryl, la riente.
¿Qué podía hacer yo? Ojalá Rhys estuviese allí conmigo. Le diría cuál era el
remedio, y él podría llevar a Meryl volando hasta la catarata.
¿Y si me preparaba para cuando Vollys regresara? Quizá volvería antes de que
Meryl… ¡Tenía que volver antes!
Apartaría la roca de la entrada, que quedaría libre por unos instantes. En ese
momento yo podría dar un paso con las botas mágicas. Iría a buscar a Meryl y la
llevaría yo misma al valle de Aisnan.
Saqué las botas del cofre. No se habían quemado; sólo estaban empapadas. Me
senté en el baúl para ponérmelas. Ya estaba. Me puse de pie… y me senté de nuevo.
Más valía que tuviese cuidado. Si daba un solo paso, me estamparía contra la pared de
la cueva o contra la roca de la entrada.
Permanecí allí sentada, pensando. ¿Cuánto tiempo me quedaba? ¿Cuánto le
quedaba a Meryl? Si la calentura la había atacado hacía unos minutos, viviría tres días
más, pero si le había dado esa mañana, le quedaban poco más de dos. Si Vollys
regresaba al día siguiente…
Había demasiados condicionantes como para trazar un plan preciso. Lo único que
podía hacer era estar lista. Me puse de rodillas (como precaución, ya que llevaba las
botas) y comencé a buscar el resto de las cosas que guardaba en mi saco. Encontré a
Muerdesangre, mi ejemplar del Drualdo y mi bordado. Estaba demasiado oscuro para
localizar mi capa mágica, pero, por suerte, mi mano la rozó al hurgar en el baúl donde
estaba la espada. No logré encontrar el saco ni los mapas, que tal vez se habían
quemado. Daba igual; la ubicación del valle de Aisnan estaba grabada en mi mente.
Hice un lío con todos estos objetos, menos con Muerdesangre, atándolos con una
falda. Si mi plan fracasaba, atacaría a Vollys antes de que me matara. No volvería a
convertirme en su mascota.
Me puse en pie y alcé la espada. Hendí el aire con ella. Me disponía a lanzar una
estocada… cuando algo me propinó un empujón y me derribó. Intenté ponerme en
pie, pero aquello no me dejaba. Forcejeé, pero aquello era mucho más fuerte y me
mantenía inmovilizada en el suelo. Al final me di por vencida. ¿Habría dejado Vollys a
alguien en la cueva para que me hostigara? Me quedé sentada, jadeando.
Entonces caí en la cuenta de que aquello, fuera lo que fuese, me había salvado la
vida. Si hubiese llegado a lanzar una estocada, las botas habrían creído que estaba
dando un paso.
—Gracias —susurré.
Por toda respuesta, aquello me levantó hasta depositarme sobre mis rodillas. La
espada se elevó, y yo lancé una estocada con una fuerza que ignoraba que tenía.
Estaba contenta, o más bien eufórica.
Todos corearon los versos siguientes; Rhys con su voz profunda, Meryl con su
ronquera, y los aldeanos.
Ya casi habíamos llegado al fondo, y Gavin nos hizo una seña para que nos
detuviésemos.
—Aquí está el saliente. En cuanto saltemos al suelo, estaremos al nivel del valle.
Nos sentamos en el saliente. Me parecía oír el rugido de la catarata, y
definitivamente comenzaba a clarear. El alba llegaría pronto. Contemplé el rostro
cenizo de Meryl. Sonreía. El corazón empezó a latirme con fuerza.
Los aldeanos saltaron primero, desde una altura de unos dos metros. Después salté
yo y caí en brazos de Gavin. Rhys bajó a Meryl en brazos, volando y haciendo caso
omiso de sus protestas.
—Allí está el Centinela —dijo Gavin, señalando una roca elevada.
Tomé de nuevo a Meryl de la mano y nos adentramos en el valle.
Una roca se estrelló en el suelo, un metro por delante de nosotros. Llovían piedras.
Una de ellas golpeó a Gavin en el pecho, derribándolo.
Había ogros por todas partes, arrojándonos rocas, árboles y enormes puñados de
tierra, profiriendo voces atronadoras en su pétreo idioma.
Gavin logró ponerse en pie. Un tronco impactó contra la roca que teníamos
encima, rebotó y al caer atrapó el pie de Eliza bajo las raíces.
Ayudé a los aldeanos a liberarla. Agudos chillidos inundaron el aire. Más de cien
grifos bajaron en picado hacia nosotros.
Meryl gritó con voz entrecortada:
—¡Victoria para Bamarre!
28
Meryl echó a correr hacia la catarata. Rhys la levantó y empezó a volar con ella
mientras tres grifos lo atacaban. Yo me puse a rebuscar en mi fardo para sacar el
mantel mágico.
—¡Bájame! —exigía Meryl—. Quiero pelear.
—¡Llévala a la catarata! —le grité a Rhys.
Pero se vio obligado a dejarla en el suelo para repeler el ataque de los grifos.
Advertí que Meryl se ponía la capa mágica y desaparecía, salvo por un tenue brillo en
la penumbra que precedía al amanecer.
Corrí hacia ellos mientras seguía buscando el mantel. Casi los había alcanzado
cuando una piedra me golpeó el hombro. Perdí el equilibrio y mordí el polvo. Un
ogro se erguía imponente sobre mí, con la cara contraída por la risa. Intenté alejarme a
gatas. Extendió la mano para agarrarme y falló por pocos centímetros. Desenvainé la
espada mientras él cogía una roca. Me tambaleé hacia atrás. Él alzó la roca y, con un
alarido, la dejó caer. Le manaba sangre a borbotones de la rodilla.
—Toma eso, ogro —oí que decía Meryl—. Corre, Addie.
Y corrí… hacia ella, hacia la sombra en la que la había convertido la capa. El ogro
levantó la roca de nuevo.
De pronto cayó, con la garganta cortada, y vi que Rhys se alejaba volando, para
enfrentarse a un grifo.
—Llévate a Meryl —le grité, pero no me oyó.
Un grifo aterrizó sobre mí, derribándome. Le lancé una estocada. La espada se
clavó en su carne, y después… el grifo desapareció. Sonó una risa apagada.
—¡Un espectro! —me dijo Meryl al oído, y acto seguido les avisó a todos en voz
alta—: Algunos de los grifos son espectros. —Y en un susurro, añadió—: Cuídate. Me
voy a la catarata.
Una sombra se movió, y Meryl ya no estaba allí. En ese momento me atacó otro
grifo. Le hundí la espada en el vientre, y cayó de espaldas, sangrando. Con la otra
mano, yo seguía intentando dar con el mantel.
Un grifo me derribó. Blandí la espada con violencia y le corté una zarpa. El grifo
me mordió la mejilla, y con un ala me inmovilizó la mano que empuñaba la espada.
Me mordió de nuevo. ¡Estaba devorándome!
Su ojo vidrioso e inyectado de sangre se encontraba muy cerca de mí. Le hundí el
dedo en él y noté su humedad. Echó la cabeza hacia atrás, chillando. Lo agarré del
cuello y apreté. Al intentar alzar el vuelo, me arrastró y me liberó el brazo. Lo apreté
con ambas manos. Me propinaba aletazos. Yo apretaba. Una roca cayó muy cerca,
pero no aflojé: seguía apretando con todas mis fuerzas. El grifo soltó un gañido.
Apreté aún más. Se ahogaba. Sus músculos se relajaron y su cabeza quedó colgando.
Lo solté y se desplomó.
—¡Meryl, he estrangulado a un grifo! —grité, aunque esperaba que ella estuviese
demasiado lejos para oírme.
Metí la mano en el fardo. Al fin di con el mantel. Otro grifo se abatió sobre mí.
Saqué el mantel de un tirón.
—Extiéndete, mantel amable, por favor.
Nada ocurrió.
El grifo me clavó las garras en el hombro. Las palabras brotaron precipitadamente:
—Amable mantel, extiéndete, por favor.
El mantel se desplegó. El grifo se detuvo a escasos centímetros de mi mejilla
ensangrentada. De pronto apareció un asado. El grifo se abalanzó sobre la comida. Se
materializaron más platos. Otro grifo aterrizó sobre el mantel. La bandada entera se
lanzó en picado.
¿Dónde estaba Meryl? ¿Habría llegado a la catarata? En cualquier momento saldría
el sol.
Eché a correr. Un tronco pasó rozándome la oreja. Eliza lanzó una flecha. Un ogro
dejó caer una roca y se vino abajo.
¿Dónde se encontraba Meryl?
Allí estaba Gavin, a medio camino de la catarata, combatiendo contra un grifo. Un
ogro se dirigió pesadamente hacia él.
—¡Gavin! —grité.
El ogro soltó un bramido y se llevó las manos a la espalda. Al volverse descubrí
entonces a Meryl cabalgando sobre él, apenas protegida ahora por la capa. Vi
centellear su espada, y un chorro de sangre brotó del cuello del ogro, que cayó de
bruces. Meryl se levantó y salió disparada hacia la catarata.
Apreté el paso para darle alcance pero entonces un ogro con la cabeza y los
hombros envueltos en una espesa bruma se plantó entre las dos. Otro ogro brumoso
se bamboleaba cerca de nosotras.
Rhys flotaba ligeramente por encima de la cabeza de los ogros, apuntando con la
varita primero a uno, luego a otro, envolviéndolos en nubes.
Pasé corriendo por donde estaba. Un ogro se aproximó a Meryl al tiempo que la
atacaban dos grifos. Ella logró mantenerlos a raya, riendo.
Una roca se estampó contra el suelo. Las piedras llegaban de todas direcciones,
golpeándome la frente, el hombro y las doloridas costillas. Me tambaleé sin aliento.
Meryl corrió hacia mí y me sostuvo en sus brazos.
—Addie…
Yo boqueaba, intentando respirar.
—¡La catarata! —La tomé de la mano y nos lanzamos a la carrera.
Rhys volaba a mi derecha, protegiéndonos. Noté sangre en el ojo y parpadeé para
quitármela.
«¡Espera un poco, sol! ¡Espera un poco!».
Eliza y Gavin corrían a mi izquierda, propinando estocadas y mandobles. Un grifo
bajó en picado hacia nosotros. Meryl y yo le lanzamos sendos golpes, y el monstruo
desapareció.
Oí el rumor de la catarata. Seguimos corriendo sin parar.
—¡Morid, monstruos! —reía Meryl—. ¡Victoria para Bamarre!
—¡Victoria para Meryl! —grité yo.
«¡Espera un poco, sol! ¡Espera un poco, amanecer! ¡Victoria para Meryl!».
Un ogro se interpuso en nuestro camino. Eliza y Gavin se abalanzaron sobre él.
Eliza cayó al suelo. Gavin profirió un alarido.
Meryl y yo sorteábamos árboles caídos, rocas, peñas. Rhys mató a otro grifo.
No dejábamos de correr. Aviste la catarata, que aún se hallaba a unos cuatrocientos
metros.
Una sombra se cernió sobre nosotros. Percibí un olor metálico y reconocí el tañido
de unas campanas.
Vollys.
Aterrizó delante de nosotras, impidiéndonos el paso. Contempló la batalla.
—He preparado esta ceremonia para ti, princesita. —La hierba que se extendía
entre su vientre y su pata delantera estaba tiñéndose de rojo. Todavía sangraba por la
herida que yo le había infligido.
—¡Un dragón! —murmuró Meryl—. Qué hermoso es.
—Así que ésta es tu hermana, ¿eh? Tan valiente como mi Wilardo. Qué pena que
el sol vaya a salir dentro de siete minutos. —Con un barrido de su cola, nos atrapó a
Meryl y a mí—. Y ahora nos iremos a casa. —Extendió las alas—. Pequeña, mientras
volamos, despídete de tu hermana, yo…
Rhys llegó volando a toda velocidad, apuntando con su varita. La cabeza de Vollys
quedó envuelta en bruma. La nube se tornó naranja cuando empezó a despedir fuego
por la boca.
Un ogro nos arrojó una roca que cayó sobre la cola del dragón. Vollys se elevó, y
sentí un tirón hacia delante, en la cabeza. La cola nos estrelló contra el suelo. Un dolor
agudo me recorrió las piernas. Sin embargo, la cola aflojó la presión, y tanto Meryl
como yo logramos escabullimos. Las escamas raspaban como pequeños cuchillos.
—¡Corre, Meryl!
Vi la garra de Vollys, curvada, con la parte vulnerable hacia arriba. Blandí la
espada, pero Meryl la hirió primero.
Vollys soltó un terrible aullido y se dispuso a acometer a Meryl.
Rhys envió más nubes en su dirección. Vollys le escupió una llamarada,
bramando:
—¡Todos moriréis antes que yo!
Rhys le clavó la espada en un ojo. Ella le lanzó otro fogonazo, que prendió en su
capa, y él se precipitó desde lo alto.
Me giré hacia Meryl.
—¡A la catarata! —le grité, y ella echó a correr.
Vollys retrocedió, con el ojo chorreando. Vi una de sus negras fosas nasales y su
boca encendida.
—¡Corre, Meryl! —Arrojé mi espada con todas mis fuerzas a la garganta de
Vollys.
Se ahogaba. No salió una sola llama de su boca. Trastabilló. Sangraba
abundantemente.
Meryl corría hacia la catarata. «¡No salgas, sol!».
Vollys dio con su cuerpo en tierra. Su cuello cayó sobre mi brazo y quedé
atrapada, mirando su enorme cara.
—Llora por mí, princesita —jadeó. Intenté soltar mi brazo—. Yo habría llorado
por ti.
—Quita el cuello y te lloraré todo lo que quieras —resoplé.
Sus campanas sonaron débilmente.
—Ah, princesita, todavía me haces reír. —Hizo un esfuerzo. Se le hinchó una vena
en el cuello. Logró levantarlo un poco. Fue suficiente.
¡Meryl! Vislumbré una espada sobre la hierba. Era la espada de Rhys. La recogí.
—Llora… por… —resolló Vollys, y oí su último estertor. «¡No salgas, sol!».
Rodeé su cadáver a toda velocidad.
Allí estaba Meryl, intentando correr mientras acuchillaba a un grifo. Aceleré el
paso hacia ella y vi que el grifo se desplomaba, daba un aletazo en el suelo y luego se
quedaba quieto, sin vida. Meryl continuaba avanzando a toda prisa.
Yo corría también, luchando por recobrar el aliento. La catarata me rugía en los
oídos. A Meryl sólo le quedaban algunos metros. Un tronco pasó zumbando por
encima de su cabeza.
«¡No salgas, sol!».
Unas manos enormes me rodearon las costillas. Un ogro me levantó contra su
pecho, y oí su pétrea risa. Apretó, y yo solté un alarido de dolor.
Hasta el día de mi muerte lamentaré haber gritado. Al oír mis gritos, Meryl se dio
la vuelta y echó a correr hacia mí.
—¡No! ¡Sigue! —Descargué varios mandobles sobre los brazos del ogro, que
soltó un gruñido pero sin dejar de apretarme.
El sol asomó por detrás de una cima del este. Meryl se tambaleó. Los rayos
dorados bañaron el valle. Meryl cayó boca abajo.
Asesté un golpe hacia arriba con la espada. El ogro lanzó un chillido y me soltó.
Me dejé caer junto a Meryl y con suma delicadeza la volví boca arriba.
—¿Addie? —Parpadeó varias veces. Su voz apenas resultaba audible—. Éste ha
sido nuestro mejor día. —Exhaló un suspiro y sus ojos se cerraron.
—¡Meryl! ¡No te mueras!
Me levanté, aullando, en el preciso instante en que una roca impactaba contra mi
pecho.
Me vine abajo. Noté unas gotas de lluvia. Y después me sumí en la oscuridad.
29
Percibí un olor a peonías. Alguien estaba cantando.
Meryl. Rhys. Me deshice en llanto, con los ojos muy apretados.
—¿Princesa Addie? ¿Estás bien? —No reconocí aquella voz masculina, aunque
me resultaba familiar—. No llores. Ríe. ¡Ríe!
—Puedes abrir los ojos. No hay nada que temer. —Conocía aquella voz. ¡Era la de
Meryl!
Abrí los ojos. Allí estaba, sonriéndome. Recuperada. En buena forma.
Un joven gigantesco se hallaba de pie a su lado, mirándome con una enorme
sonrisa. ¿Quién era?
¿Dónde estaba? Me encontraba en una cama, pero no en el castillo de Bamarre.
Daba igual. Meryl estaba bien. Lloré con más fuerza que antes. Aunque estaba
contenta, no podía contener el llanto.
—Todavía está débil. Dadle esto.
Giré la cabeza y vi a Milton.
—¿Cómo has llegado hasta aquí? —pregunté, sorprendida.
Le pasó una taza humeante a Meryl.
—Vuestra hermana me mandó llamar.
Meryl se sentó junto a mí y me rodeó los hombros con su brazo libre para
ayudarme a incorporarme. Me apoyé en ella y cogí la taza. Era una infusión de hierba
moila. Milton apiló varias almohadas detrás de mí. Tomé un sorbo de té sin dejar de
lagrimear. Eso era todo cuanto podía hacer: beber té, contemplar a Meryl, sollozar.
Me recosté en las almohadas para verla mejor. No mostraba el menor indicio de
haber estado enferma. Yo había supuesto que la Fiebre Gris la dejaría marcada, pero
estaba en un error. Tenía la mirada despejada, y el tono grisáceo había desaparecido de
su tez.
Sin embargo, algo había cambiado. Parecía mayor. No estaba muy segura; después
me pareció más joven. ¡Qué más daba! Estaba sana. Y por eso yo quería dejar de
llorar.
—Tómate el té antes de que se enfríe.
Era la voz de Bella. También estaba allí, a la derecha del joven gigantesco. Tenía
los ojos rojos. También había estado llorando.
Rhys no se encontraba allí. Quería verlo. Más lágrimas cayeron en el té. Meryl me
posó una mano fría en la frente. La última vez que la había tocado, estaba ardiendo en
calentura. Me tranquilicé al notar su tacto, y el flujo de lágrimas se detuvo.
Recobré la voz.
—¿Y Rhys?
—Está descansando —me dijo Meryl.
—Estaba en llamas —murmuré—. Estaba…
—Se pondrá bien, princesa Addie —me aseguró el desconocido, echándose a reír
—. Pronto estará listo para enfrentarse a más dragones.
De nuevo me pregunté quién sería aquel hombre. Me resultaba conocido, y no
obstante sabía que jamás lo había visto hasta entonces. Sobrepasaba en altura al más
alto de los guardias de padre, y tenía el cabello y la barba negros y rizados.
—Se pondrá bien, princesa Addie —repitió, haciendo que me acordase de los
demás.
—¿Y los aldeanos? ¿Están bien?
—Gavin murió —me informó Meryl—. Un ogro lo mató. Los demás están bien.
Tragué saliva.
—Fue el primero en ofrecernos su ayuda.
—Gracias a él —dijo el desconocido—, Surmic ya no es un pueblo sin honor.
Pensé que tenía razón, pero…
—Prefiero a los héroes vivos —repuse.
—Para eso te tenemos a ti —dijo Bella, y la voz se le quebró al final de la frase.
—Y a Meryl —señalé, ruborizándome.
—Yo no soy una heroína como tú.
Por un momento me dio la impresión de que no estaba contenta, y me pregunté si
me envidiaba por haber encontrado el remedio. Resultaba bastante curiosa la idea de
que Meryl me tenía envidia. Sin embargo, cuantas más vueltas le daba, más me
convencía de que no era verdad.
Sonrió y recobró su aspecto alegre.
—Estoy tan orgullosa de ti, Addie…
Me sonrojé de nuevo, incapaz de sostenerle la mirada. Eché un vistazo a la
habitación para disimular la vergüenza que sentía.
Al parecer era un dormitorio, ya que había una cama. Sin embargo, la estancia
estaba construida a una escala mayor que cualquiera de las del castillo de Bamarre.
Las paredes eran de mármol blanco y estaban decoradas con tapices enormes que
representaban las aventuras de Drualdo. El piso era de mármol de color coral. No
alcanzaba a ver el techo, pues me lo tapaba el dosel de la cama de cuatro columnas
sobre la que yacía, pero el dosel en sí estaba a la altura de cualquier techo normal.
Algo me extrañó: no vi ninguna chimenea.
—Todo esto es muy bonito —comenté, apurando lo que quedaba de té.
Bella prorrumpió en un sollozo.
—¿Qué ocurre? —pregunté.
—Estás demasiado débil para… —Se interrumpió—. Estás demasiado débil.
Empezaba a asustarme. Me volví hacia Milton.
—¿Me estoy muriendo y nadie se atreve a decírmelo?
—No os estáis muriendo —aseguró—. Necesitáis descansar un poco, eso es todo.
Decidí no preocuparme por lo que había dicho Bella. Ya me sentía mejor. La
hierba moila había surtido su mágico efecto como siempre. Me incorporé.
—¿Cuánto tardó en curarte el agua de la catarata? —le pregunté a Meryl.
—No me curó. Era el remedio, pero no fue la catarata lo que me curó.
Eso me dejó muy confundida.
—Vollys te dijo la verdad —prosiguió—. Recuerda la profecía…
—El remedio para la Fiebre Gris se descubrirá cuando los cobardes cobren valor y
la lluvia caiga sobre todo el reino de Bamarre.
—Tu valor hizo posible la cura. La lluvia en sí era el remedio. Las hadas, mientras
os salvaban a ti y a los demás, hicieron llover el agua de la cascada sobre todo el reino
de Bamarre. La Fiebre Gris ha sido erradicada para siempre.
—¿Nos salvaron las hadas? —inquirí, inclinándome hacia delante—. ¿Hadas de
verdad?
—Hadas de verdad, princesa Addie —rió el desconocido.
—Ellos…
—¿Llegaste a ver alguna? ¿Por qué no me despertasteis? —dije lanzando miradas
de reproche a Meryl y a Bella.
Pero el desconocido contestó de nuevo:
—Tenías que dormir. Habría sido una crueldad despertarte. —Soltó una carcajada
—. Pero quizás aún llegues a conocer a un hada. Puede que incluso a un hado…
¿Un hado? En ese momento lo comprendí todo.
—¿Estamos…? ¿Es posible que esto…? ¿Estamos en su castillo?
Meryl asintió con la cabeza, sonriendo. Me pregunté por qué no mostraba más
entusiasmo.
—Has cambiado —le dije—. La Fiebre Gris te ha dejado marcada.
—Noooo —replicó Meryl muy despacio—. La Fiebre Gris no me ha cambiado.
—Entonces, ¿qué es lo que te ha cambiado? Estás distinta. ¿Y a qué te refieres con
eso de que el remedio no te curó? —Empezaba a ponerme nerviosa. No era sólo por
su falta de entusiasmo respecto a las hadas; había algo más…, que me tranquilizara
con sólo ponerme la mano en la frente, y que pareciese mayor y a la vez más joven.
Nadie me respondió. La sonrisa de Meryl se volvió vacilante. Bella lloraba, e
incluso a Milton se le veía triste.
—Cuando te encuentres mejor, Addie, ella te lo explicará —dijo Bella—. Mientras
tanto…
—Estoy bien. Dímelo ahora, Meryl: ¿las hadas no te salvaron a ti también?
—En cierto modo. —Me pasó un mechón de cabello detrás de la oreja, y su
contacto volvió a relajarme—. La lluvia curó a todos los que padecían la Fiebre Gris,
excepto a uno o dos que estaban al borde de la muerte… como yo. —Su voz sonaba
más sosegada que de costumbre.
—¿Y qué les sucedió? —pregunté, casi gritando—. ¿Qué te sucedió a ti?
—Está demasiado débil, Meryl… —terció Bella—, quiero decir, milady. Espera
hasta que…
¿Por qué la había llamado «milady»? Me eché hacia delante.
—¡Dímelo!
—Los demás murieron, Addie. —Meryl era absolutamente dueña de sí; estaba más
serena de lo que jamás la había visto. Antes, cuando vivía, siempre estaba luchando
por algo.
¡Cuando vivía! ¿En qué estaba pensando? Ahora estaba viva, hablando conmigo.
Aunque no quería hacer la siguiente pregunta, la hice:
—¿Cómo te curaste, si los demás no lograron salvarse?
—Tengo hambre —comentó el desconocido—, y os garantizo que nos espera un
banquete. —Me sonrió—. Sois una doncella valiente y única. —Me dio unas
palmaditas en el pie, sobre la manta, y su contacto me tranquilizó tanto como el de
Meryl. Acto seguido salió de la habitación, moviéndose con mucha elegancia para su
enorme tamaño.
Milton me alisó el cubrecama y salió detrás del desconocido.
—Addie… —comenzó Bella, sacudiendo la cabeza, y una lágrima me cayó en la
mano. Se dirigió a Meryl—. Recuerda que no es tan fuerte como eras tú. —Dicho
esto, se marchó.
—Sí que eres fuerte —afirmó Meryl en cuanto Bella cerró la puerta a sus espaldas
—. Eres más fuerte de lo que yo era, más fuerte de lo que jamás imaginé.
—Yo tampoco lo imaginaba. Podrías haber emprendido tus aventuras hace años y
haberme llevado contigo. —Ahora que ella estaba dispuesta a responder a mis
preguntas, yo me resistía a formulárselas—. Pero iré contigo en el futuro. —Lo decía
en serio. Había hecho una promesa en la cueva de Vollys, y la cumpliría. Ayudaría a
Meryl a salvar el reino de Bamarre. Rhys nos ayudaría también.
Meryl negó con la cabeza.
—Sí que iré contigo —insistí—. De ahora en adelante quiero estar a tu lado.
—Siempre estaré a tu lado.
—Bien, pues entonces estamos de acuerdo. Ahora me siento cansada. Creo que
dormiré un poco más. —Me arrebujé en las mantas y cerré los ojos.
—Addie… —Su tono cambió—. Escucha… Abre los ojos, por favor. —Ahora
sonaba como la Meryl de siempre.
—¿Meryl?
Tenía exactamente el mismo aspecto que cuando tramaba algo prohibido:
emocionada, contenta y rebosante de energía. Tomó mi mano izquierda y pasó los
dedos con suavidad por encima de mis nudillos. —Imagínate que se me presentara la
oportunidad de correr aventuras mejores aún que luchar contra monstruos, mejores
que cualquier cosa que pueda ofrecer Bamarre. Imagínate que tuviese la seguridad de
que no moriré ni recibiré siquiera un rasguño en esas aventuras, de que, aunque no
gane, incluso aunque pierda…
—Vaya aventura más rara ésa en la que no recibes ni un rasguño. —Reflexioné
sobre ello—. No sería una aventura de verdad.
Frunció el entrecejo, aparentando disgusto.
—No me dejas terminar. Imagínate que las aventuras fuesen de verdad. Imagínate
que hubiese mucho en juego, aunque no corra un peligro real. Imagínate que yo
deseara, por encima de todo, embarcarme en esas aventuras. Imagínate que estuviese
tremendamente agradecida por poder embarcarme en esas aventuras. Pero imagínate
que no puedes venir conmigo, que ni siquiera puedo hablarte de ellas. ¿Tú crees
que…?
—Pero tengo que ir contigo, ya te lo he dicho. Quiero estar a tu lado. —Me reí,
sujetándole la mano con fuerza—. Y si no podemos sufrir ningún daño, con más
razón quiero ir contigo. Oh, es tan maravilloso que vuelvas a ser tú —añadí
impulsivamente—, la misma de siempre. —Le apreté la mano.
—No lo estoy haciendo bien. —La voz de Meryl había cambiado de nuevo, a un
tono intermedio entre el de la Meryl de toda la vida y el de la nueva y serena Meryl—.
No soy la misma de siempre. Es decir, una pequeña parte de mí aún lo es, pero la
mayor parte no. Las hadas no pudieron curarme, Addie; estaba demasiado cerca de la
muerte, así que me ofrecieron una solución para vivir, una solución diferente. Era un
gran honor para mí… Se ofrecieron a transformarme en un hada, y yo accedí.
30
¡Imposible! No podía ser un hada. Estaba allí sentada, junto a mí, respirando como
yo, tan humana como yo. Sí, era distinta: se había vuelto loca. En eso radicaba la
diferencia. La Fiebre Gris le había robado la razón.
—Sé que es difícil de creer, Addie. Yo nunca…
¿Por qué me habían dejado Bella y Milton a solas con ella para que me enterase de
que había perdido el juicio?
—… No soy la primera persona en convertirse en hada. Recordamos lo que
sentíamos al ser humanos… Las otras hadas no lo saben. Además, Addie, el amor
permanece.
No se me ocurría nada que decir.
—Debe de resultar agradable ser un hada —comenté, tratando de hablar con
normalidad—. A mí también me gustaría probarlo.
—Addie, Addie —rió—. Te estoy diciendo la verdad. Ahora soy un hada.
Quizás estaba tomándome el pelo, pero la broma no tenía gracia, y ella nunca me
había tratado con crueldad.
—¿Cómo puedo demostrártelo? —dijo, poniéndose en pie.
—No puedes.
Empezó a ir y venir por la habitación. Al cabo de un par de minutos, dijo:
—Quizás esto te convencerá. —Cogió mi taza vacía de la mesita de noche y la
puso al revés sobre su mano. Cayeron algunas gotas. Una de ellas conservó su forma
en la palma de su mano y empezó a agrandarse. Meryl se sentó de nuevo a mi lado—.
Fíjate bien.
La gota creció hasta convertirse en una enorme burbuja del tamaño de una col.
Dentro cobró forma una imagen. Me vi a mí misma cruzando el puente levadizo del
castillo de Bamarre, vestida con la ropa de una criada y con un saco en la mano. La
escena se fundió y cedió el paso a otra. Allí estaba yo, con las botas mágicas, dando
tumbos a toda velocidad y arrastrando a un ogro.
En la siguiente escena me vi avanzando cautelosamente por el bosque de Mulí. Se
sucedieron más escenas de mi viaje. No podía apartar la mirada, aunque no paraba de
pensar que estaba soñando o, peor aún, delirando.
Por último apareció la escena del valle de Aisnan. Era el final de la batalla, o por
lo menos el final de mi participación en ella. Vi cómo me escapaba de la cola de Vollys
y a Meryl clavarle la espada en la garra. Luego Vollys lanzó una llamarada a Rhys, que
cayó, y yo hundí la espada en la garganta del dragón; ella me soltó entonces el brazo y
la roca me golpeó el pecho.
La escena proseguía, mostrándome lo que había ocurrido después, la parte que me
había perdido. El cielo se oscureció, cayeron unos rayos y comenzó a llover. El agua
apagó el fuego que había encendido el dragón.
—Ahora, observa —me indicó Meryl, como si yo estuviese mirando para otro
lado.
El valle se iluminó de nuevo, no por el sol, sino por unas espirales de luz que
descendieron de una montaña que, por alguna razón, no había visto antes. Dentro de
cada espiral luminosa, alcancé a ver una figura no humana, pero sí de forma humana.
Aquellos seres de luz se agacharon sobre nosotros, nos levantaron en vilo y
subieron flotando, llevándonos consigo. Yo mantenía la vista fija en los seres que nos
transportaban a Meryl, a Rhys y a mí. De pronto cambió la escena y vi a uno de
aquellos seres acostarme en una cama, la misma en la que ahora me encontraba. El ser
se inclinó sobre mí, y su resplandor me envolvió por unos breves instantes. Luego se
enderezó y salió flotando de la habitación, dejándome sola. La escena cambió de
nuevo, y vi que a Rhys le aplicaban el mismo tratamiento que a mí. Otro cambio, y
apareció Meryl en una cama, rodeada de una multitud de seres luminosos. Vi que
Meryl se incorporaba. ¡Meryl, mi Meryl!
—Tenían el poder de sanarme durante un rato, lo suficiente para que tomase una
decisión.
Dentro de la burbuja, Meryl escuchaba algo, con el rostro embelesado. Un
momento después se rió mientras las lágrimas le resbalaban por las mejillas.
—Fue entonces cuando me dieron a elegir entre la muerte o la transformación.
Antes me habría parecido una decisión muy fácil, pero no lo era. Sus consecuencias
durarían para siempre, para toda la eternidad… No habría vuelta atrás. Ya no podría
cambiar de parecer. Pero, en cierto sentido, no tenía elección. Decidiera lo que
decidiese, te perdería a ti, dejaría de ser tu hermana humana, y tú dejarías de ser la
mía.
La Meryl de la burbuja dijo algo.
—En ese momento decidí convertirme en hada.
La vi recostarse en la cama, y la luz de los seres la envolvió por completo. Al cabo
de unos segundos se apartaron de la cama. Un nuevo ser, una nueva espiral luminosa,
se levantó del lecho. Solté un grito ahogado.
—¡No!
Y entonces todo terminó. La burbuja se encogió hasta quedar reducida de nuevo a
una gota. El ser que estaba a mi lado, el que se parecía a Meryl, se secó la mano en el
vestido.
Le di la espalda y me eché a llorar sobre las almohadas. Una mano me acarició el
cabello y me dio palmaditas en la espalda. Noté el efecto reconfortante, pero seguí
llorando. No había logrado salvar a Meryl. Mi misión había fracasado. Al final, la
Fiebre Gris la había matado. Si yo no hubiese gritado cuando aquel ogro me atrapó,
ella habría llegado a tiempo a la catarata. Si yo no hubiese tardado tanto en emprender
la búsqueda, ella habría sobrevivido. Si yo hubiese llegado al valle de Aisnan antes de
que ella entrase en fase terminal, el amanecer no la habría matado y el agua la habría
curado. Ahora la había perdido, y todo era culpa mía.
El hada me acarició la espalda mientras yo sollozaba desconsoladamente. Echaría
de menos a mi hermana. Mi amor por ella me había cambiado, me había infundido
valor. Mi amor por ella era lo mejor de mí.
No sé cuánto tiempo estuve llorando. Al final me di la vuelta y miré al hada, con
un fuerte escozor en los ojos.
—¿Por qué conservas el mismo aspecto de siempre? O prácticamente el mismo.
—Estoy acostumbrada a él. Hay otras hadas que fueron humanas alguna vez, y
también prefieren adoptar esa apariencia.
—¿Echas de menos a la Meryl de antes?
—La llevo dentro de mí.
Sin embargo, la Meryl humana se había quedado anclada en el pasado, encerrada
dentro del hada. La Meryl humana ya no tendría sensaciones propias, no crecería ni
cambiaría.
De nuevo se me saltaron las lágrimas.
—¡Todo es por mi culpa!
—No es por tu culpa. Tú me salvaste. De no ser por ti, estaría muerta.
—Si hubiese salido antes de casa, estarías viva y serías humana.
—Tal vez. Aun así, nada de esto es culpa tuya. La Fiebre Gris me eligió a mí. —
Me acarició las mejillas mojadas por las lágrimas—. A menudo me preguntaba por
qué me alegraba en secreto de haberte prometido no embarcarme en aventuras hasta
que estuvieses casada. Pensaba que quizá te lo había prometido porque en el fondo
era una cobarde.
Eso era absurdo. Meryl nunca fue una cobarde. Además, aunque ella no se
hubiese dado cuenta, todo era culpa mía.
—Si yo no hubiese gritado cuando me agarró ese ogro, habrías seguí…
Me puso los dedos sobre los labios.
—No, Addie, eso fue culpa mía. Yo debería haber seguido corriendo hacia la
catarata. Debería de haber sabido que eras capaz de vencer a un ogro, porque ya había
observado que habías cambiado mucho.
—Pero… —Tenía razón. Había cambiado y, efectivamente, vencí al ogro—. Pero
no puedes culparte por querer rescatarme.
—No estoy segura, pero eso no cambia nada. Todo forma parte de ese día
glorioso. Te estoy muy agradecida por conducirme a esa batalla en el valle de Aisnan,
porque allí descubrí que era valiente. Me metiste en una aventura y me ofreciste la
oportunidad de ser una heroína, que es lo que siempre había deseado.
—Pues no es lo que yo siempre había deseado —repuse.
A pesar de todo, en cierto modo sus palabras me consolaron y me abrieron los
ojos a una realidad que había pasado por alto hasta entonces. Por fin comprendí la
auténtica diferencia entre Meryl y yo, una diferencia más real que la que existe entre el
valor y la cobardía. Ella quería combatir contra monstruos por lo que tenía de
aventura. Yo quería vencerlos para disfrutar de la paz que ello traería consigo.
—Te echaba de menos —dijo el hada Meryl—. Te echaba de menos cuando no
estabas. Estaba orgullosa de ti por haberte marchado, pero temía que no regresaras a
tiempo para despedirte de mí. Tenía miedo incluso cuando la Fiebre Gris me hizo
dormir. También te he echado de menos aquí, mientras te restablecías. Me alegro
mucho de que ahora estés despierta. Me alegro muchísimo de haberte recuperado.
—Pero ya no es lo mismo. —Pensé en lo que sentiría al regresar al castillo de
Bamarre sin ella. Padre tendría ahora una sola hija. Su primogénita ya no estaría entre
nosotros.
El hada Meryl también parecía triste.
—Tienes razón. Ya nunca volverá a ser lo mismo. Las hadas no tienen hermanas.
Curiosamente, su tristeza fue el mejor consuelo para mí. Ella también echaba de
menos tener una hermana. Sentí el impulso de abrazarla, y cuando lo hice y ella me
estrechó con fuerza, me invadió un gran alivio, un alivio inmenso.
31
Meryl se marchó al cabo de un rato y yo me quedé dormida de nuevo. Ignoro cuánto
tiempo estuve durmiendo. Desperté varias veces, y ella siempre estaba allí. En
ocasiones rompía a llorar con una mezcla de pena y alegría. Otras veces me limitaba a
contemplarla.
Al fin desperté y supe que mi convalecencia había terminado. Ahora estaba sola.
Me incorporé y me quedé sentada en el borde de la cama. Había un vestido tendido
entre dos sillas.
Era un vestido propio de hadas, de color morado subido, con una falda fruncida
que dejaba al descubierto unas enaguas de un violeta claro. Lo toqué, esperando sentir
un cosquilleo en el dedo. Pero nada de eso ocurrió. La tela era suave, tan suave como
la que Rhys me había dado hacía siglos.
¡Rhys!
Cada vez que despertaba le preguntaba a Meryl por él, pero la única información
que me daba era que estaba descansando. Ahora podría comprobarlo por mí misma.
Me vestí rápidamente. No me sorprendió en absoluto que el vestido me viniese
como un guante.
Alguien llamó a la puerta. La abrí y entró Meryl.
Ahora que estaba de pie y vestida, ahora que ya no era una inválida llorona, me
sentía cohibida a su lado. Asimilé de un modo diferente el hecho de que ella era un
hada.
—Tú también has cambiado, ¿sabes? —comentó, interpretando mi expresión o
leyéndome la mente; en realidad me daba miedo pensar en una u otra posibilidad—.
Ya no eres la hermanita apocada de antes. Me intimidaría un poco conocer a la nueva
Addie… si yo hubiese sido tímida alguna vez, claro está. —Sonrió.
Me relajé ligeramente. Le pregunté por Rhys y me respondió que todavía estaba
descansando, y que no convenía que fuese a verlo. Puesto que los brujos no duermen,
necesitaba permanecer en la oscuridad y en silencio para recuperarse. Me dijo que
Milton estaba sentado delante de su puerta y que había jurado que vendría a buscarme
tan pronto como Rhys recobrase las fuerzas suficientes para recibir visitas.
Le pedí que me llevase ante Milton, pues tenía algunas preguntas que hacerle. Me
guió hasta el elfo, que estaba tejiendo como siempre, sentado sobre un taburete de tres
patas. Parecía más pequeño que de costumbre al lado de la gigantesca puerta de
madera tallada de la habitación donde se encontraba Rhys. En cuanto nos vio, Milton
se puso en pie de un salto y dejó su tejido sobre el taburete.
—¡Addie, estáis curada! —Corrió hacia nosotras y me miró de arriba abajo—.
¡Curada del todo!
—¿Y Rhys?
—Está reponiéndose.
—¿Por qué tarda tanto?
Milton se encogió de hombros.
—Tarda lo que tiene que tardar. Al final estará tan restablecido como vos.
—¿Estás seguro? —Me habría gustado que la puerta fuese más delgada y me
permitiese oír algo, la respiración de Rhys o algún movimiento suyo en la cama—.
¿Puede hablar? —seguí preguntando—. ¿Habla de mí?
—Cada vez que entro para asegurarme de que está cómodo, me pregunta por vos.
¡Cada vez! ¡Siempre! Se me dibujó una sonrisa estúpida en la cara.
—Dile… dile que he venido a verle. Dile que le deseo que se reponga lo más
rápidamente posible. Dile… —Me interrumpí. ¿Qué más quería que le dijera? Que lo
quiero. Aunque eso ya lo sabía—. Dile que lo echo de menos.
Meryl y yo nos fuimos. Me enseñó el castillo de las hadas y sus jardines. El castillo
era enorme, y los pasillos tenían infinitas revueltas. Esperaba que nunca me viese
obligada a encontrar mis aposentos por mí misma. Las paredes de los corredores y las
estancias estaban recubiertas de grandes tapices que representaban las aventuras de
Drualdo. Examiné uno de cerca, comparándolo con mis propios bordados y acuarelas.
Los colores eran más intensos que cualquiera de los que yo había usado, y las
imágenes resultaban de un realismo impresionante.
—Tus dibujos están hechos con más sentimiento, Addie —aseguró Meryl. Me
alegré de oírselo decir, pero me pareció que se equivocaba.
—¿Qué aventura es ésta? —No figuraba en el poema de Drualdo—. ¿Qué
monstruo es ése?
Semejaba un cangrejo descomunal y alado que escupía fuego como un dragón y
tenía tenazas afiladas.
—Es Idrid. Es único en su especie. Drualdo luchó contra él durante una semana
antes de derrotarlo.
Iba a preguntarle cómo sabía de esta aventura si no aparecía en el Drualdo, pero
entonces recordé que era un hada, y que las hadas saben muchas cosas.
Salimos del castillo y Meryl me mostró los jardines, donde se daban al mismo
tiempo las flores de primavera, verano y otoño. De nuevo oí el canto que me había
despertado por primera vez.
Era el alba o el ocaso rosado de un día agradable y caluroso. Mientras
paseábamos, me percaté de que el sol nunca salía ni se ponía; permanecía trémulo en
el horizonte, como una eterna promesa.
—¿A qué altura estamos? —pregunté—. ¿Qué altura tiene el monte Ziriat?
—Una vez y media lo que mide la cima más alta de los Eskern.
—¿Alcanzan a verlo algunas criaturas de Bamarre?
—No, ninguna. Ni siquiera los dragones, aunque saben dónde está.
Me pregunté cómo era posible que hiciese tanto calor en un lugar tan elevado. Nos
cruzamos con un hada en el camino. Era uno de aquellos seres luminosos. La saludé
con una zalema y no me atreví a levantar la vista hasta que se hubo alejado. Después
me volví para observarla. Más que caminar parecía deslizarse, lo que me recordaba la
brisa, pero en forma visible.
—Meryl, ¿qué se siente cuando se es hada?
—No sé si seré capaz de describirlo. —Guardó silencio—. Los humanos… No, te
lo explicaré de otra manera. ¿Recuerdas que yo tenía muy buena vista?
Por supuesto que lo recordaba.
—Pues ahora es mucho mejor. —Aspiró a fondo—. Puedo ver más allá de lo que
tú alcanzas a vislumbrar con tu catalejo, y puedo verte a ti al mismo tiempo. Desde
aquí siento el calor del desierto de Bamarre. Siento unos pocos granos de arena que
resbalan por la pendiente de una duna. Oigo el silbido del viento por entre las
estrellas. Si hiciera falta, podría dejarte por un momento para mover una de ellas.
¿Mover una estrella? ¿Por qué querría hacer una cosa así?
—Me dijiste que al ser un hada correrías aventuras más importantes que las que
podrías experimentar en Bamarre. ¿Qué clase de aventuras?
Me tomó de la mano y me condujo hacia un banco.
—Vamos. Milton dice que no debes cansarte demasiado.
Nos sentamos.
—Bamarre, al igual que los otros reinos, flotaba sobre un vasto océano, ¿no?
Asentí con la cabeza. Hasta los niños lo sabían. Los reinos flotan sobre un vasto
océano, bajo un vasto cielo.
—Bajo un vasto cielo. Hay monstruos en las profundidades del océano y en lo alto
del cielo que amenazan todos los reinos. ¡Son maravillosos, Addie! ¡Maravillosos y
terribles! —Ahora hablaba con el tono de siempre—. Idrid es uno de ellos, y no el
peor. Algunos son…
Si Idrid era un monstruo que moraba en el mundo que estaba más allá de
Bamarre, ¿cómo era posible que Drualdo luchase contra él?
—… Son más perversos, más brutales que los ogros, algunos son más astutos y
arteros que los dragones, y conozco uno que tiene un apetito más voraz que todos los
grifos juntos.
Alcé la vista y me pregunté si de verdad existían monstruos así. Me parecía que
podía ver hasta el infinito a través de aquel cielo despejado, y no divisé monstruo
alguno.
Meryl también miró hacia arriba.
—La noche eterna se cierne sobre nuestra luz del día. Nos enfrentamos a los
monstruos en esa negrura absoluta. Podemos ver a través de ella, y ellos también. Un
ejército de hadas está luchando ahora mismo, y yo he de unirme a ellas. —Se quedó
callada, y sus palabras no expresadas flotaron en el aire. Se uniría a ese ejército, y yo
volvería a Bamarre sin ella.
Tragué saliva pese al nudo que se me había formado en la garganta e intenté que
mi sufrimiento no se notara en la voz.
—¿De verdad estarás segura? ¿Estás segura de que no pueden herirte?
—Estoy segura —dijo, tomándome de la mano—. Ninguno de esos monstruos
puede hacerme daño.
—Entonces, ¿cómo es posible que no puedas derrotarlos siempre?
—Porque no intentan matarnos, sino destruir Bamarre y los otros reinos. A veces
se salen con la suya, y los humanos, los elfos o los enanos pagáis las consecuencias.
Por ejemplo, los monstruos de Bamarre son el resultado de una batalla perdida. Las
tormentas impetuosas son batallas que… —Se interrumpió para escuchar—. Dentro
de unos minutos, un hado nos hará compañía. —Sonrió, y por un momento me
pareció que se sonrojaba—. Estaba con nosotros cuando despertaste.
—¿Aquel desconocido tan alto?
Asintió con la cabeza.
—¿Cómo se llama?
—Drualdo.
32
—¿Drualdo?
Meryl se limitó a sonreírme.
—¿Drualdo?
Se echó a reír.
—Debería haberos presentado antes, pero me preocupaba que…
—¿El mismísimo Drualdo?
—El mismísimo. Deberías ver la cara que se te ha puesto, Addie. Drualdo, el
único…
—¿Cómo llegó aquí? ¿Acaso no murió hace cientos de…?
—Las hadas lo rescataron a él también. Ahora es un hado.
—¿Drualdo, un hado? ¿De verdad?
Se rió de mí, y yo retiré la mano bruscamente.
—Meryl, no me tomes el pelo.
—No te tomo el pelo. Si no…
—Pero si parece tan joven…
—Sólo tenía diecinueve años cuando murió Freya, ¿recuerdas? De todas maneras,
a las hadas no les salen arrugas.
—Ah. —Esto me alegraba. Meryl permanecería joven para siempre, para toda la
eternidad.
De nuevo debió de leerme el pensamiento, pues me rodeó el hombro con el brazo
y apretó. Después me soltó y me dijo sin rodeos:
—De no ser por Drualdo, los monstruos nos habrían matado a todos en el valle de
Aisnan.
—¿Estaba allí? No lo vi.
—Pues estaba.
No podía hacerme a la idea. Drualdo había estado allí.
—¿Mató a todos los monstruos? —pregunté al fin.
—No, pero trajo a las demás hadas consigo y ayudó a traeros aquí arriba.
—¿Por qué nos salvó?
—Él te lo dirá. A decir verdad, estuvo contigo durante algunas de tus primeras
aventuras.
¿Había estado conmigo? Entonces lo comprendí. Era él quien me había ayudado.
Aquella presencia alegre, la mano sobre mi hombro, el aliado invisible. Drualdo.
—Te lo presentaré.
¿Iba a presentarme a Drualdo? ¿A mí? Como si se tratase de una persona
normal…, o incluso de un hada normal. ¡Iba a conocer a Drualdo!
¿Cómo iba a hablar con él?
Esperamos sentadas en el banco. Mientras Meryl tarareaba una tonada que no
reconocí, las manos se me quedaron heladas.
Al cabo de unos minutos, el desconocido —Drualdo— llegó por un camino
cubierto por una pérgola de la que colgaban varios rosales. Algunos pétalos amarillos
y algunas hojas se le habían prendido en el cabello.
—¡Ya estás bien! —atronó.
Me levanté e hice una graciosa reverencia. Apenas me atrevía a mirarlo.
Meryl se levantó de un salto, riendo.
—Eres demasiado alto para andar por el paseo de las rosas, Dru. Agáchate.
Él obedeció, y ella le sacudió el pelo. Luego, se volvió a enderezar.
—Drualdo, te presento a la princesa Adelina. Addie, te presento a Drualdo.
Nunca me había sentido tan violenta. Hice otra zalema.
—No hace falta que hagas eso. Yo dejé las reverencias hace tiempo. —Soltó una
carcajada—. Hace mucho, mucho tiempo.
Tragué saliva. El corazón se me había desbocado.
—Gracias por ayudarme. —¡Acababa de hablarle a Drualdo! Respiré
profundamente, temiendo desmayarme—. Me salvaste la vida muchas…
—Oh, no lo creas. Eres una luchadora aguerrida, princesa Addie, igual que mi
Freya. Igual que… —Tomó a Meryl de la mano—. Igual que mi querida Meryl.
Parpadeé varias veces, asombrada. Ellos se sonrieron por un momento, y luego
Drualdo añadió:
—Debes de estar muerta de hambre. Es preciso comer bien para recuperarse.
—Cómo no había pensado en eso —dijo Meryl, en tono de disculpa—. Vamos,
Addie. Aquí siempre hay comida.
Los seguí de regreso al castillo, maravillada de verlos juntos y pellizcándome.
Salvo por mis frecuentes visitas a Milton para preguntarle por Rhys, los dos días
siguientes los pasé con Meryl y Drualdo. Logré superar mi timidez hacia él mil veces
más deprisa de lo que jamás habría imaginado. Se mostraba siempre tan desenfadado
y jovial que me resultaba imposible sentirme incómoda.
Les rogué a él y a Meryl que me aconsejasen cómo vencer a los monstruos de
Bamarre. Yo estaba decidida a plantarle cara a padre cuando llegase a casa e iniciar un
asalto contra ellos lo antes posible.
Entonces me acordé de algo: ¡padre iba a seguirnos a Meryl y a mí con un ejército!
—¿Llegó alguna vez padre al valle de Aisnan?
—Todavía está consultando el Libro de las verdades hogareñas para determinar si
debe ir o no —rió Meryl.
A mí también se me escapó la risa. A estas alturas, daba igual.
Drualdo y Meryl tenían muchas ideas estratégicas para combatir a los monstruos.
Durante el primer día que hablamos del tema, la conversación giró en torno a los
ogros, grifos y espectros. A Meryl le encantó mi anécdota de los grifos y el mantel
mágico. Y entonces se le ocurrió que podríamos desembarazarnos de todas las
criaturas a la vez si preparábamos un gran banquete.
Drualdo sugirió que intentásemos sellar un tratado con los ogros.
—Captura uno y oblígalo a hablar contigo —dijo—. Cuando no les queda otro
remedio, hablan idiomas humanos. Convierte al cautivo en embajador. Quizás entren
en razón si ven que te mantienes firme y que no te asustas fácilmente.
Con los espectros resultaría más complicado. Drualdo no creía que pudiésemos
llegar a librarnos de ellos por completo. Me aconsejó que construyésemos ciudades y
pueblos cerca del bosque de Mulí.
—Expulsad a los monstruos poblando su territorio. Abrid caminos por el bosque.
Permaneced atentos, y que nadie deambule solo por el bosque. Les resulta mucho más
difícil engañar a dos personas a la vez.
Pasamos gran parte del segundo día hablando de dragones, y no habíamos
terminado aún cuando nos sentamos a cenar en el cavernoso salón de banquetes de las
hadas. Me sentía triste por Vollys. Después de todo, al final la estaba llorando pues era
de lo más lista y fascinante. Me acordé de lo mucho que se había divertido con las
verdades hogareñas y de su amor por el rey Wilardo. Ojalá no hubiese sido dragón.
—¿Es necesario matar a todos los dragones? —preguntó Meryl—. Son tan
hermosos…
Lo eran, y Bamarre tenía mucho que aprender de ellos.
—Bestias inmundas, asesinas y… —refunfuñó Bella.
—Quizá si los salvásemos de su soledad, ellos…
Percibí un movimiento y un destello de color en la puerta del salón.
—¡Rhys! —Empujé mi silla hacia atrás y corrí hacia él. Voló hasta mí y me levantó
en volandas.
—No le creía a Milton cuando decía que estabas bien —me dijo—. Tenía que
verlo por mí mismo. —Me apartó el flequillo de la frente—. Estás bien, ¿verdad?
Asentí con la cabeza. Tenía una cicatriz abultada sobre el ojo izquierdo. La toqué.
—¿Duele? —le pregunté.
—No. —Me estrechó con más fuerza—. Las hadas me han dejado conservarla.
Creo que me da un aire arrebatador.
Arrebatador o no, tenía muy buen aspecto, y parecía el mismo de siempre.
Con su mano libre, se sacó la varita de la manga y apuntó con ella a la ventana
abierta.
Nada ocurrió. Me reí al ver su expresión de sorpresa.
—Aquí no hay nubes —le expliqué.
—Quería envolvernos en una para besarte. Supongo que tendré que… —Me alzó
en brazos y me besó el párpado izquierdo. Después, sus labios encontraron mi boca.
Yo estaba en el séptimo cielo… cuando oí los suspiros de satisfacción de las hadas
que había más abajo. No me importó. Nos volvimos a besar.
33
A la mañana siguiente, Meryl me ayudó a elegir un vestido de boda de entre un
apabullante abanico de posibilidades.
El que por fin escogimos era de seda de color azul jacinto y con una cola
generosa. La falda, salpicada de diamantes, susurraba delicadamente cada vez que
daba un paso y tenía una caída muy elegante cuando me detenía. El canesú,
ligeramente escotado, estaba festoneado de encaje a la altura del cuello y en las
mangas. Meryl me recogió el cabello en una redecilla de seda, sobre la que colocó una
diadema de plata bordeada de perlas. Por último me ciñó al cuello la cadena de plata
de la que pendía el colgante de bodas vacío, una cajita adornada con joyas que habría
de llenarse durante la ceremonia. Después me llevó ante un espejo.
Apenas me reconocía. La doncella del espejo era preciosa, pero sobre todo parecía
muy segura de sí misma. No apocada, ni temerosa de su propia voz o de las sombras
que acechaban en los rincones. A la doncella del espejo se la veía decidida y dueña de
sí. La doncella del espejo era capaz de gobernar un reino entero.
La figura que aparecía junto a mí en el reflejo sonreía y tenía los ojos húmedos al
mismo tiempo. Me volví hacia ella y la abracé. Las dos lloramos un poco.
—Debemos darnos prisa —dijo Meryl al fin—, o Rhys creerá que te lo estás
pensando mejor. —Me enjugó las lágrimas con la mano, y los ojos dejaron de
escocerme al instante.
Marchamos juntas hacia el gran salón de las hadas, donde Drualdo celebraría la
ceremonia. Rhys ya estaba allí, deslumbrando a toda la concurrencia con una camisa
de color amarillo chillón, unas medias de rayas amarillas y negras y un gorro rojo con
una pluma. A su lado estaba su maestro, Orne, vestido de un sobrio marrón y con cara
de pocos amigos. Las hadas lo habían traído especialmente para la ocasión.
Bella, Meryl y Milton se encontraban junto a mí. Orne y los aldeanos de Surmic
estaban con Rhys. Padre iba a venir, pero decidió no hacerlo después de leer en el
Libro de las verdades hogareñas que «la abeja reina no es un tábano, y un buque en
puerto no está en el mar».
Drualdo se aclaró la garganta y empezó a recitar las tradicionales estrofas de su
poema. Naturalmente, en sus tiempos no se declamaba en las bodas, pero hacía siglos
que se había establecido esa costumbre en Bamarre.
Todos los presentes estábamos anegados en llanto, excepto Orne. Pero enseguida
nos reímos de lo ridículo de la situación y continuamos con la ceremonia.
Drualdo nos indicó que pronunciásemos los cinco votos matrimoniales de
Bamarre. Rhys y yo hablamos al mismo tiempo, y noté en el pecho la reverberación
de su voz profunda. Nos prometimos tratarnos mutuamente con cariño y paciencia,
perdonar los defectos del otro, guardar fidelidad y firmeza, y conservar la alegría de
nuestro amor.
A continuación Bella sacó las tijeras doradas de su bolsa de mano. Con ellas corté
dos mechones del cabello negro y sedoso de Rhys, y él cortó dos de mis rizos
castaños. Entrelazamos los mechones mientras Meryl cantaba:
Entretejamos
tus días con los míos,
tus años con los míos.
No nos separaremos jamás.
Entretejamos
tus cabellos con los míos.
Tres días después, Rhys, Bella, Milton, los aldeanos y yo nos marchamos del
monte Ziriat. Las hadas nos proporcionaron caballos corrientes, propios de mortales.
Meryl nos acompañó por la ladera hasta el valle de Aisnan. Se detuvo cerca de las
cataratas. Rhys se llevó a los demás aparte para que ella y yo pudiésemos estar solas.
—Me encargaré de que lleguéis sanos y salvos hasta Surmic —me dijo Meryl—.
Ningún monstruo os molestará.
—¿De verdad no puedes venir? Podrías ayudarme a…
—No, cariño. He cumplido mi parte del trato. —Rió—. Prometí esperar a que
estuvieses casada para emprender mis aventuras, y no he faltado a mi palabra.
—Pero eso lo prometiste cuando eras humana. —Ya no albergaba esperanzas,
pero tenía que intentarlo—. Ahora eres inmortal. ¿Por qué no puedes quedarte con
Rhys y conmigo? Tienes toda la eternidad por delante para correr aventuras.
Sacudió la cabeza, sonriendo.
—Addie, Addie… Tengo trabajo que hacer. Esas aventuras no son un juego. Las
hadas me necesitan, y tú no. Ya no.
Tenía razón. Ya no la necesitaba. Sólo la quería.
Me posó las manos sobre los hombros.
—Pero te visitaré a menudo. Estaré allí cuando menos te lo esperes. Y también
cuando más te lo esperes. Vuestros hijos me conocerán bien. Hace mucho tiempo que
ningún niño humano tiene un hada madrina, pero tus hijos me tendrán a mí, y
también los hijos de tus hijos. Además, estaré contigo cuando tengas problemas. En
forma visible o invisible estaré a tu lado, al igual que Drualdo. Siempre tendrás cerca
uno o dos espíritus alegres.
—¿Me contarás tus aventuras? —Tenía que aprovechar el lado bueno de todo
aquello.
Asintió con la cabeza.
—Y yo me enteraré de las tuyas. A medida que derrotes a los monstruos, te
animaré y te aclamaré con cada victoria. —Soltó una risita—. Dru y yo lo pasaremos
bien observándote.
El rocío de las cataratas, a su espalda, reflejaba la luz del sol y la rodeaba de un
aura relumbrante. Tenía un aspecto mágico, humano, saludable y satisfecho. Me
tragué las lágrimas. Si nuestra despedida tenía que ser agridulce, al menos estaba
resultando lo bastante dulce para consolarme.
Las dos abrimos los brazos al mismo tiempo y nos dimos un abrazo fuerte y
prolongado. Tuve la sensatez de romper el abrazo primero. Le acaricié la mejilla por
última vez y di media vuelta.
No miré atrás. Cogí a Rhys de la mano, con la vista al frente. Él y yo correríamos
nuestras propias aventuras, y yo me portaría tan valientemente como pudiese. Meryl
nos visitaría de cuando en cuando y me relataría sus historias. Yo representaría sus
aventuras y las mías en tapices. Nos retrataría espalda con espalda, ella combatiendo
contra sus monstruos y yo contra los míos. Y quizás, algún día, alguien compondría
versos sobre nosotras, y las dos princesas de Bamarre volveríamos a estar juntas.
Da las gracias a sus padres David y Sylvia por su vena creativa. Su padre, en quién se
basa para gran parte de la historia Dave at Night (galardonado con un ALA Notable
Book y Mejor libro para jóvenes), era propietario de un estudio de arte comercial, y su
madre era una profesora que escribió obras para que sus estudiantes las interpretaran.
Durante nueve años todo lo que escribió fue rechazado por las editoriales. Ella
Enchanted fue su primera novela publicada y premiada con un Newbery Honor Book.
En 2004 fue llevada al cine como Hechizada, protagonizada por Anne Hathaway.
Levine también ha escrito una novela ilustrada para jóvenes lectores llamada El
secreto de las hadas, la cual fue publicada en 2005 por Disney. La novela explora el
mundo de Nunca Jamás y la comunidad de hadas que viven allí. Personajes familiares
como Campanilla y el Capitán Garfio aparecen en la historia, así como los caracteres
originales. Levine ha publicado hace poco una secuela de este libro, titulado El
refugio de las hadas y la búsqueda de la varita mágica.
Actualmente vive con su marido David y sus Aireadle Terrier, Baxter, en una granja de
Brewster, Nueva York.
Dos Princesas sin miedo (2003). [The Two Princesses of Bamarre] (2001).
¡Cuidado con los sueños, sobre todo cuando se cumplen! (2003). [The Wish] (2000).
El país de Nunca Jamás y el secreto de las hadas / El secreto de las hadas (2005).
[Fairy Dust and the Quest for the Egg] (2005).
El refugio de las hadas y la búsqueda de la varita mágica (2007). [Fairy Haven and
the quest for the wand] (2007).