Boletín AGE #34
Boletín AGE #34
Boletín AGE #34
34 (2002)
Tabla de contenidos
Artículos
• Proemio. A propósito de la cultura andaluza - José Manuel Caballero Bonald
• Presentación. Geografía cultural: la gran desconocida - Hugo Capellà I Miternique, Ruben C.
Lois González
• El enfoque cultural y las concepciones geográficas del espacio - Paul Claval
• Cultura y geografía: un ensayo reflexivo - Philip L. Wagner
• Sujeto y acción en la geografía cultural: el cambio sin concluir - Vincent Berdoulay
• Observando la naturaleza: el paisaje y el sentido europeo de la vista - Denis Cosgrove
• Actores, valores y cultura. Reflexiones acerca del papel de la cultura en geografía - Walter
Leimgruber
• Más que palabras: otros mundos. Por una geografía cultural crítica - Anna Clua, Perla
Zusman
• Paisaje e identidad nacional en Azorín - Nicolás Ortega Cantero
• Geografía y literatura en los escritos de viaje de José Manuel Caballero Bonald - Juan
Manuel Suárez-Japón
• De la ficción a la percepción. Del Quijote a la Mancha literaria - Félix Pillet Capdepón
• Los vínculos culturales, una riqueza para la región - Hugo Capellà I Miternique
• El mapa escondido: las lenguas de España - Jesús Burgueño Ribero
• Paleobiogeografía cultural de la reserva de la biosfera de Urdabai (Vizcaya) - Pedro José
Lozano Valencia, Guillermo Meaza Rodríguez, José Antonio Cadiñanos Aguirre
• Patrimonio industrial y cultura del territorio - Paz Benito Del Pozo
• Cultura, innovación y desarrollo local - Juan Miguel Albertos Puebla
• Los espacios de la cultura en las políticas de transformación urbana de la ciudad neoliberal -
Jorge Ignacio Selfa Clemente
• Geografía cultural y geografía de la industria cultural en la postmodernidad flexible - Xosé
Constenla Vega
ISSN: 0212-9426
Boletín de la A.G.E. N.º 34 - 2002, págs. 3-9
PROEMIO
La verdad es que no estoy muy seguro de haber acertado con la elección del tema de esta
charla. Lo dudé bastante a la hora de elegirlo, sobre todo pensando en que a lo mejor reba-
saba un poco el temario general —tan amplio y apasionante— de este congreso. Pero final-
mente supuse que hablar de la cultura andaluza o de mis ideas en torno a ese complejo
asunto de la cultura andaluza —que es lo que voy a hacer—, podía ajustarse de algún modo
a los objetivos de estas jornadas. Sobre todo porque a lo mejor servían de contrapunto a las
muy atractivas sesiones científicas que van a celebrarse en estos días. Por supuesto que
como yo de lo que entiendo un poco es de literatura, pensé que tenía que limitarme forzosa-
mente a algunas concretas reflexiones en este sentido. De modo que por eso estoy aquí, en
calidad de escritor que va a esbozar algunas cuestiones sobre el siempre resbaladizo perfil
cultural de Andalucía.
Por supuesto que toda esa intrincada cuestión de las herencias culturales es siempre un
poco abstracta y suele basarse en motivos más bien librescos. Afirmar, sin más, que el tem-
peramento y los hábitos del andaluz son una consecuencia de los hábitos y el temperamento
de sus antepasados históricos, resulta de una credulidad sumamente temeraria. En realidad, lo
que debería englobarse en el concepto de cultura andaluza no tendría que ceñirse a ningún
matiz restrictivo sino a una poliédrica combinación de atributos, ese mestizaje que generó el
más fértil entramado de nuestra historia social. De la misma forma que somos la resultante de
una consecutiva fusión étnica (fenicios, griegos y romanos, celtas, bizantinos y visigodos,
judíos, moros y cristianos) también lo es nuestra cultura. Lo multirracial generó afortunada-
mente lo multicultural: una larga y copiosa decantación de influjos que vino a constituir, aun-
que sea en términos idealistas, lo que podría ser el substrato, el germen de nuestras más
verificables marcas culturales.
1 Este artículo recoge el texto de la conferencia inaugural pronunciada en el marco de las Jornadas sobre
«Patrimonio y Desarrollo Territorial», celebradas en Úbeda y Jaén, los días 13 a 15 de marzo y organizadas por la
Consejería de Cultura de la Junta de Andalucía y la Asociación de Geógrafos Españoles. La Junta Directiva de la
AGE, con la anuencia del autor, ha creído oportuna su inclusión como proemio en el presente número monográfico
del Boletín, dedicado a la «Geografía Cultural».
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Proemio
Una de las más evidentes alianzas que pudo unir —que une— a los andaluces, a partir de
una no muy lejana coyuntura histórica, es la de sentirse ufanamente paisanos, no ya porque
así lo establezcan los acuerdos administrativos, sino porque fueron habituándose a conjugar
sus sentimientos de integración regionalista, es decir, porque se consideran más o menos
copartícipes de una muy parecida empresa vital. Y eso hay que entenderlo, a todos los efec-
tos, en sus más sutiles variantes, pues la noción integral de autonomía arranca de esos impul-
sos morales. Parece evidente, por tanto, que el concepto de Andalucía supone hoy la
ratificación de una cultura que viene a ser como la cristalización a distintos niveles de otras
ilustres culturas.
La imagen de Andalucía está a veces tan lastrada de puerilidades y faramallas costum-
bristas que la simple opción a disentir de lo establecido, a infringir la norma, convierte al
osado en sospechoso de lesa infidelidad. El hecho de que yo —pongo por caso—, en tanto
que andaluz, no comparta en absoluto los fervores de un sevillano por su Semana Santa, o de
un onubense por su romería del Rocío, o de un malagueño por su feria, me incapacita auto-
máticamente como interlocutor legítimo ante cualquier andaluz profesional, que es ocupación
de mucho predicamento en nuestros mentideros locales.
Todo eso sigue propiciando desdichadamente un cierto nacionalismo de tipo folklórico.
Cuando Andalucía alcanza ni sin llamativos esfuerzos su autogobierno, algo cambia sin duda
en los aparejos culturales andaluces. Pero no todo se ajustó luego a aquellas vehemencias
triunfalistas de 1981. Incluso las decantaciones del «hecho diferencial» no se han producido
sin menoscabo del «hecho común». Creerse el ombligo del mundo aísla del mundo. Y ya se
sabe que restringir los ámbitos culturales ajenos, en beneficio de una mal entendida reafir-
mación de la propia historia, empobrece la cultura en su sentido más universal. Recuérdese a
este respecto que uno de nuestros máximos paradigmas poéticos —Juan Ramón Jiménez—
gustaba precisamente de autodefinirse como andaluz universal. O sea, todo lo contrario a tan-
tos localismos de guardarropía.
Muchas veces me he preguntado si de verdad existe, como tal modelo unívoco, con sus
rasgos distintivos y su particulares atributos, una auténtica cultura andaluza. Y lo cierto es
que no lo sé, o que no sé muy bien qué responder. A lo mejor es que prefiero alardear de
escéptico en este sentido, probablemente porque esa noción cultural no puede referirse —ni
en éste ni en ningún otro caso parecido— a unas claves inamovibles y a unas características
uniformes y, más que nada, porque nuestra misma pluralidad física y humana parece contra-
decirse con cualquier registro unitario en este sentido. O sea, que hablar de cultura andaluza
viene a ser como hablar de un conjunto de afluencias que difícilmente podrán ser englobados
en una misma hipótesis interpretativa.
Como nadie ignora, Despeñaperros no es sólo un límite geográfico, o una barrera natural
entre la meseta castellana y los valles altos andaluces, sino la frontera entre dos mundos apa-
rentemente distintos. Es muy posible. Pero esa afirmación suena un poco a reclamo turístico
y quizá no pase de ser un eslogan de lo más convencional. Porque ¿en qué consiste realmente
esa supuesta diferencia? Andalucía es un territorio muy extenso —mayor que algunas nacio-
nes europeas— y su variedad geográfica es tan manifiesta como sus diversos referentes his-
tóricos. Como nadie ignora, los antiguos reinos andaluces no empiezan a integrarse
administrativamente en un mismo territorio hasta el siglo XVIII, cuando la propia crisis de la
modernidad genera una cierta —y todavía difusa— atención hacia ese concreto fenómeno
regionalista. Pero con anterioridad nada permite establecer una abarcadora visión de Andalu-
cía tal como hoy la concebimos. Por supuesto que abundan las interdependencias comarcales,
los indicios —y aun los anhelos— de homogeneidad, de unión operativa, pero de ahí a hablar
de un territorio histórico que abarque unas características comunes queda mucho trecho.
Hay que consignar, sin embargo, un hecho indisputable: la paulatina cristalización de un
común modelo de vida, esa ya generalizada conciencia de pertenecer a una región peninsular
que, por muy diversas circunstancias históricas, configura un mapa físico y humano aproxi-
madamente distinto a los del resto de España. Pero ni aún así sería correcto plantear en sin-
gular la idea de Andalucía. La variedad de su naturaleza es como el contrapunto que sirve
para diferenciar el carácter de sus gentes. Entre los parajes desérticos de Almería y los valles
del Guadalquivir, entre la Alpujarra granadina y el Aljarafe sevillano, entre los arenales de
Doñana y los bosques de Cazorla, entre las cumbres de Sierra Nevada y el subtrópico del lito-
ral malagueño, cabe un amplísimo muestrario paisajístico que, en cierto modo, viene a
corresponderse con la diversidad de sus habitantes. Aunque sea desde una óptica superficial,
¿disponen realmente de muchos rasgos comunes un pescador gaditano y un aceitunero jien-
nense, un serrano granadino y un marismeño sevillano, un minero onubense y un viñador
malagueño, un segador cordobés y un hortelano almeriense? Ni siquiera la etnografía les
otorga ninguna palmaria identificación. Incluso la norma lingüística, los matices dialectales,
difieren unos de otros. Hasta es posible que algunos andaluces se consideren vinculados a una
tradición cultural que no coincide necesariamente con las de sus vecinos territoriales.
Basta con echar una ojeada al mapa histórico de Andalucía para comprobar que ni sus
remotos pobladores ni sus sucesivos colonizadores fueron los mismos en según qué casos.
Sin necesidad de remontarse a otros más antiguos asentamientos, recuérdese que la romani-
zación y la arabización en ningún caso se desarrolló de idéntica manera ni con la misma
intensidad en las distintas comarcas andaluzas. La división de la Hispania romana fija la pro-
vincia senatorial de la Bética en la zona occidental, mientras que la oriental forma parte de la
Cartaginense o la Tarraconense, unas fronteras que coinciden con las que mantuvo la España
visigoda en sus provincias eclesiásticas. Incluso durante la dominación musulmana, el oriente
de al-Andalus —el reino nazarí de Granada— tardó casi dos siglos y medio más que el occi-
dente en caer en poder de los cristianos. Resulta innegable además, que a partir de la unifica-
ción católica, las diversas expulsiones de moros y moriscos y las repoblaciones de esas
comarcas andaluzas por parte de no andaluces —castellanos, leoneses, cántabros, gallegos—
se ajustó a muy diferentes intolerancias y objetivos. Un nuevo mestizaje racial, por cierto,
que constituiría —como de rechazo— una decisiva aportación a la paulatina forja de esa otra
resultante mestiza que tiende a identificarse con la llamada cultura andaluza.
No pocos memorables antecedentes —los movimientos federales decimonónicos, las Jun-
tas Liberalistas, las agitaciones obreras— van allanando el camino de esa noción de Andalu-
cía como tal foco de irradiación cultural. A partir, sobre todo, de la Asamblea Regionalista de
Ronda de 1918, se produce efectivamente como un sedimento de tantos aportes —reales o
ilusorios— en torno a las marcas identificativas de lo que podríamos llamar el sentimiento de
ser andaluz. Pero ¿dónde terminan a este respecto los esfuerzos utópicos y empiezan las
auténticos avances? Porque el andalucismo es, por supuesto, un sentimiento regionalista (y
alguna vez un retrógrado nacionalismo), pero también una teoría social y económica; es una
forma de entender la vida, pero también una búsqueda de soluciones al largo expolio de la
historia; es la afirmación de una personalidad, pero también un proyecto solidario para abo-
lir tantas lacras oriundas del subdesarrollo.
¿Cómo abordar entonces ese complejo asunto del entramado cultural andaluz sin caer en
torpes generalizaciones? Me gustaría, antes que nada, sintetizar estas breves reflexiones
como si fuesen un recordatorio o, mejor, un balance de algunos aspectos de nuestra preten-
dida cultura que, aun siendo conocidos de sobra, conviene revisar (y enfocar críticamente) de
vez en cuando. A fin de cuentas, no hay otro sistema de cultura andaluza que el que fueron
estableciendo, cada uno a su universal modo y a partir de la unificación de los antiguos rei-
nos meridionales, Juan de Mena y fray Luis de Granada, Fernando de Herrera y Arias Mon-
tano, Góngora y Velázquez, Murillo y Mateo Alemán, Blanco White y Cadalso, Mutis y
Lista, Valera y Ganivet, Juan Ramón Jiménez y Antonio Machado, Picasso y Falla, Giner de
los Ríos y Blas Infante, Cernuda y Aleixandre, Juan Belmonte y la Niña de los Peines, Lorca
y Alberti, María Zambrano y Francisco Ayala... Un legado múltiple de inteligencia, una irra-
diación de personalidades independientes, que abarca por igual lo culto y lo popular, el pro-
greso humano y la tradición enriquecedora. Lo demás son juegos florales.
Esos notables y aislados hitos históricos constituyen en teoría otras tantas ramas del
tronco cultural andaluz. Ahí va fraguándose, a no dudarlo, una posible idea general hecha de
muchas ideas parciales. Nadie podría negar a este respecto que en Andalucía se prodigan
comportamientos, maneras de ser y de vivir que se distinguen consecuentemente de las de sus
vecinos naturales. Incluso existen manifestaciones de la cultura popular —usos y costumbres,
ritos y fiestas— de muy inconfundibles rasgos expresivos. Parece evidente que sólo en Anda-
lucía se podían localizar determinados resortes culturales, y no sólo me refiero ahora a aque-
llos que inciden de un modo directo en el catálogo de nuestros más consabidos tópicos
costumbristas. O de nuestros más incorregibles resabios beatos y patrioteros.
Quizá convenga recordar en este sentido un episodio del máximo interés dentro de nues-
tra cronología cultural. Se trata del romanticismo, que incrementa sin duda la atracción de los
viajeros europeos por las cosas de España. Todo lo que el romanticismo tuvo de afirmación
de una nueva sensibilidad, centrada en la recuperación de ambientes exóticos, de ruinas
legendarias, de melancolías orientales, encuentra por estas trochas una serie de sistemáticas
contrapartidas. En Andalucía abundaban efectivamente los más característicos ingredientes
de la imaginación romántica: esa vistosa imaginería —tan manoseada— compuesta de ciga-
rreras y toreadores, noches embrujadas y rincones morunos, pasiones primitivas y costumbres
arcaicas, bandidos generosos y mujeres provistas de navajas, preferentemente en la liga.
Como es bien sabido, los viajeros románticos se encargan de airear todo eso hasta límites
irremediables. La realidad se idealiza, se emperifolla: todo forma parte de esa estampa teatral
que oculta bajo sus faramallas la otra y más legítima faz de Andalucía.
No faltan quienes han querido atribuir a esos viajeros románticos —de Merimée a Gau-
tier, de Richard Ford a Washington Irving— la más directa causa de tan apresurado esque-
matismo interpretativo. Y algo de eso hay. Casi todos los escritores extranjeros que nos
visitan en el segundo tercio del XIX, aparte de proporcionar a sus lectores un buen números
de datos realmente aprovechables, divulgan también lo que ellos consideraron como más fas-
cinante y pintoresco, convirtiéndose así en los primeros indirectos promotores de esa España
de «charanga y pandereta» de que hablaba Machado, de esa «quincalla meridional» a que se
refería Ortega. Viajaron generalmente con buen pie, desentrañaron algunas claves de la per-
sonalidad cultural andaluza, pero también dieron pábulo a muchas ligerezas y desviaciones
analíticas. Resulta poco juicioso admitir que todo este repertorio de lugares comunes mane-
jados por los románticos tiene algo que ver con la verdadera dimensión cultural de Andalucía.
Y, sin embargo, algo tiene que ver: es el revés de la trama, la cara de una moneda que, quizá
por no ser falsa más que en razón de lo excesiva, aún resulta menos aceptable. Nada de eso
define taxativamente el linaje cultural de Andalucía, sino que más bien equivale a trivializar
lo esencial, a escamotear con una apresurada envoltura un fenómeno cuyo contenido parece
exigir más decorosas puntualizaciones.
Sean o no culpables los cronistas románticos, hay que aceptar, en principio, que la imagen
de Andalucía que en general se ha venido difundiendo por el mundo adelante, y aun sin salir
de la órbita peninsular, suele coincidir con la suministrada por un tosco reclamo turístico, por
una suerte de cliché de urgencia. Una imagen convencional, edulcorada, de muy difícil recti-
ficación en la mayoría de los casos; una imagen también —a qué negarlo— particularmente
colorista y seductora. Más allá de nuestras fronteras Andalucía se ha visto asediada por un
cúmulo de tópicos que han afectado torpemente a sus más ciertas razones culturales. Pero es
que también —y en muy destacable medida— van a ser precisamente algunos artistas y
escritores andaluces quienes con más contumacia fomentaron esa tendencia deformante. El
untuoso costumbrismo de los Alvarez Quintero, la estilizada afectación de Romero de Torres,
las redichas meditaciones senequistas de Pemán, la poética mitología gitana de García Lorca,
pueden ser en este sentido unos ejemplos entre otros muchos. Pero es que, ademas, los arqui-
tectos que se inventaron el ficticio preciosismo de una casa típica andaluza, los comentaris-
tas y poetas líricos que sublimaron las bellezas locales, los pintores que concibieron tantos
amanerados rincones populistas, favorecieron en muy considerable medida esa manipulación
cultural de Andalucía de la que difícilmente iba a poder librarse.
Resulta por lo menos curioso que un mundo tan complejo, tan reacio al diagnóstico ine-
quívoco, tan abastecido de contrastes y desniveles como el andaluz, haya sido enfocado por
lo común con un simplismo tan minucioso. A veces se tiene la sospecha de que toda esa res-
trictiva mirada en torno a la cultura andaluza ha obedecido, mas que a una fabulación gra-
tuita, a una improvisada broma. Porque broma es, y pesada, hablar —por ejemplo— de
pereza en una región que ostenta uno de las tasas de paro más altas de Europa. Y porque se
necesitan muy pocos esfuerzos reflexivos para colgar sin más al andaluz los necios sambeni-
tos de gracioso, supersticioso, fullero, exagerado, seguramente porque quienes disponen de
esas cualidades son también los que más se hacen notar. Pero frente a ellos —no hace falta
reiterarlo— existe el andaluz que es, con toda probabilidad, el más característico y el menos
visible: el ensimismado, el melancólico, el introvertido, ese «enigma al trasluz» de que
hablaba Cernuda. El otro, el que se convierte en portavoz de esas supuestas prendas arquetí-
picas de la idiosincrasia andaluza, es también el que suele ser más ramplonamente imitado
por los chistosos de profesión y los cómicos de andar por casa. Desde estas perspectivas, la
imagen más divulgada de Andalucía solía coincidir exactamente con la imagen menos verí-
dica de Andalucía.
Tal vez habría que buscar también una posible explicación de todo ese desajuste en la
inveterada tendencia del andaluz al exhibicionismo. Aunque se trate de generalizaciones
poco fiables, se ha argumentado más de una vez que el andaluz está absolutamente conven-
cido de vivir en un lugar privilegiado y que esa suerte inapreciable debe ser aireada para satis-
facción de propios y extraños. Supongamos que eso es lo que ocurre. Sin recurrir a ningún
argumento antropológico, resulta bastante verosímil suponer que el andaluz, en el fondo,
dispone de una idea muy singular sobre el paraíso, al que no duda en situar por las inmedia-
ciones de su propia residencia. Narcisos congénitos («mimos de sí mismos» los llamó Euge-
nio D’Ors), un buen número de andaluces se presentan ante los no andaluces como dispuestos
a mostrarles «lo mejor del mundo»: su edénica tierra y su llamativa calidad humana. Se
esmeran en todo momento por hacer ostentación de lo que consideran incomparable y tienden
a que los forasteros no se vean privados de ese regalo. Quizá los andaluces estén dotados
como pocos para la vanagloria, no ya porque intuyan —lo cual sería mucho intuir— que son
el pueblo más viejo del Mediterráneo, sino porque suponen que son el pueblo mas sugestivo
del planeta. Su fama de exagerados quizá provenga también de esa desmedida propensión a
supervalorar los dones recibidos. Y de esa jactancia nace un incontenible deseo exhibicio-
nista. Hasta ahí todo puede ser verosímil. Lo malo es que de lo que suelen alardear muchos
andaluces es de lo más formulariamente andaluz: de la farfolla, el cascabeleo, los aliños mul-
ticolores de la realidad.
Cuando Andalucía, después de alguna no lejana etapa de difusa notoriedad, se pone —diga-
mos— de moda en el XIX y comienza a ejercer un manifiesto ascendiente sobre el resto del
país, también empieza a difundirse esa especie de obstinado desvío a propósito de sus más
constitutivas marcas culturales. Las razones no sólo no están claras, sino que son de lo más
contradictorias. Andalucía protagoniza en esos años algunos hechos fundamentales dentro de
la evolución histórica de España. Unos hechos que no parecen corresponderse con esas otras
majaderías sobre su personalidad cultural y sus pautas de conducta. He aquí otro curioso con-
traste: por un lado, Andalucía ofrece el ejemplar perfil progresista surgido del Cádiz de las
Cortes o de los pronunciamientos liberales o de las heroicas tentativas revolucionarias, y por
otro, la vertiente de un inmovilismo costumbrista, cuando no de un pintoresquismo lindante
con muchas retrógradas supercherías. En un mundo tan culturalmente diferenciado como el
andaluz, no parecen encontrar acomodo tantas empecinadas trivialidades acerca de nuestro
modo de ser y de vivir.
Y ya termino. A estas alturas del milenio, nada es ya —ni que decir tiene— como era hace
relativamente poco. En estos últimos años han cambiado ciertamente por aquí bastantes
cosas. No todas de un modo satisfactorios desde luego, pero en conjunto sí se ha conseguido
cimentar una imagen mucho más ecuánime de lo que se entiende por patrimonio cultural.
Todavía quedan huellas de viejos prejuicios interpretativos, algunas pusilánimes actitudes
frente a ciertas consabidas reformas, aunque también han ido neutralizándose no pocos
desenfoques en torno a la verdadera identidad andaluza. Quiero creer que las cosas se estabi-
lizan al fin seriamente, sobre todo a partir de algunas fecundas y puntuales recapitulaciones
desde dentro. Si durante la dictadura nada se movió, el laborioso proceso hacia la democra-
cia también trajo consigo no pocos reajustes culturales. Como en tantas ocasiones, Andalucía
salió de otro de sus periódicos letargos y se dispuso a dar muy justas y soberanas señales de
vitalidad.
El estatuto andaluz de autonomía no fue, desde luego, una panacea, pero un camino alen-
tador empezaba así a concretarse. Por primera vez desde hacía muchos años, los andaluces se
sienten protagonistas de su propia historia, se reconocen sin ambages en el adecuado espejo
de una incontestable realidad histórica. Es como si se hubiese hecho balance de lo vivido y se
perfilara el horizonte de lo que queda por vivir. Cuando Andalucía elige mayoritariamente su
derecho a autogobernarse, está cancelando una larga cadena de asfixias culturales, está reen-
contrándose con lo mejor de sí misma. Desde los movimientos junteros del XIX hasta la
actual Junta de Andalucía, ha transcurrido más de un siglo de hallazgos y pérdidas de nuestra
identificación cultural. Pero quiero creer que hoy, finalmente, se está procediendo a una pau-
latina rehabilitación conceptual de Andalucía. Al menos han ido estableciendo los cimientos
necesarios para que los intérpretes de la —digamos— genuina cultura andaluza invaliden sus
tópicos más perturbadores. Lo que empezó referido a una serie de tentativas individuales,
acabó fundamentando una empresa mayoritaria. Cuando se liquiden las últimos lastres que
mantuvieron a la región en un subdesarrollo poco menos que endémico, empezará a consoli-
darse definitivamente el renovado patrimonio cultural que esgrimirá Andalucía en el nuevo
milenio. Ojalá lo consigamos entre todos.
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Presentación
expresados no tan solo en aspectos más visibles o materiales (construcciones), sino también
invisibles (lengua, religión) y de orden subjetivo (psicología, idiosincracias) complica terri-
blemente la metodología de estudio. Aunque parece claro el peso simbólico del territorio
sobre los individuos y las colectividades en su identidad, no es tan fácil la definición e inte-
rrelación de métodos, o los factores que intervienen en la configuración de ese estereotipo, de
esa imagen o de ese paisaje.
Cuando hablamos de geografía cultural debemos tal vez centrarnos más en una forma de
pensamiento o en una mirada que vertimos sobre el espacio para darle un significado y un
orden explicativo, una cosmogonía. El objeto de estudio es sencillamente el intentar entender
el papel que juega el territorio, de igual forma que lo puede tener la sociedad y el individuo,
en la construcción de marcos culturales. Tradicionalmente, la geografía cultural se ha cen-
trado en estudios de localización de elementos materiales como tipos de casas, prácticas de
cultivo, uso de un instrumento, expansión de una mala hierba o bien aspectos invisibles como
áreas de extensión de una lengua, religión o un tipo de gestual, por citar algunos ejemplos. La
utilidad de estos primeros estudios fue atrayendo más a los historiadores, mientras que desde
la geografía se llegó casi a pasar al olvido de estas preocupaciones (años 1970).
El replanteamiento del mismo concepto de cultura desde la antropología, ya no como un
ente estancado y folclórico sino como un motor de creación activo, en constante cambio, rea-
brió a partir de los años 1980 y sobretodo en los 1990 un interés por el tema desde dos ópti-
cas distintas. Por un lado, se retomaron los instrumentos tradicionales pero ahora versados
sobre nuevos temas. Esta es la línea de algunos de los seguidores de la escuela de C. Sauer
(Ph. Wagner en Re-reading Cultural Geography) y sobretodo desde Francia las contribucio-
nes de P. Claval. En este caso se ha optado por una relectura de los conceptos clásicos de la
geografía cultural entendida como una mirada o instrumento de análisis, acercándose más a
la geografía histórica y regional francesa, y a la historia en general.
Por otro lado, como herencia de la corriente más humanista, otros estudios se fueron cen-
trando sobre las percepciones de una sociedad que se ha pasado a denominar postmoderna.
La búsqueda de los nuevos modelos o pautas culturales en las grandes urbes, los modos de
vida de las áreas periurbanas, la concepción del ocio, la utilización de los medios de comuni-
cación o los mestizajes de las diásporas en la realidad multicultural del presente se convier-
ten en objeto de estudio de lo que ha pasado a denominarse la New Cultural Geography (D.
Cosgrove). Este enfoque se ha centrado en la comprensión de los fenómenos de la sociedad
actual (fragmentaria y postmoderna), acercándose así más a la geografía social y a la socio-
logía en general.
Ambas corrientes conviven coetaneamente aunque siguen sendas bien distintas. La geo-
grafía cultural tradicional continua considerando que la visión integrada que aporta el ángulo
culturalista como instrumento es el adecuado para seguir entendiendo tanto los espacios del
pasado como los presentes, mientras que en la New Cultural Geography se prima más el
objeto de estudio puntual para entender unas construcciones espaciales que se creen distintas.
Ambas corrientes permiten un rico debate en el seno de esta rama que se encuentra en pleno
renacer y que promete seguir dando guerra, pues al plantear la cuestión cultural desde su raiz
pone sobre el tapete uno de los centros clave de atención para las ciencias sociales.
La geografía cultural en el contexto actual de incertidumbres y de falta respuesta concisa
aporta la riqueza de una amplia gama de instrumentos de trabajo y un bagaje de experiencias
Muy ligado al tema anterior, el estudio del patrimonio cultural y la geografía también es
merecedor de atención. La geografía cultural (junto a la urbana y la regional) necesita cono-
cer mejor el valor simbólico de los cascos históricos y los monumentos en la construcción de
ciudades, núcleos de población en general y territorios. El turismo cultural, la cultura turística
y las creaciones culturales en torno al turismo han alcanzado una enorme trascendencia en
algunas partes de nuestro país, y cada vez se hace más preciso entenderlos en toda su pro-
fundidad. Dentro del acercamiento a la dimensión cultural del turismo las investigaciones
sobre las imágenes y los folletos generados por esta actividad (y práctica colectiva) merecen
beneficiarse del desarrollo de una línea de trabajo bien individualizada.
Otro aspecto en el que la geografía cultural reafirma su carácter transversal, de perspec-
tiva de análisis del espacio y del territorio, es al favorecer un enfoque del genéro en sus apor-
taciones. A la rama de la disciplina que nos ocupa le interesa el léxico sobre el espacio; por
supuesto, las connotaciones masculinas y femeninas en el lenguaje referido al mismo. Las
historias de viajeros y viajeras, de aventureros y aventureras, en definitiva las culturas espa-
ciales diferenciadas entre hombres y mujeres. Por último, a la perspectiva cultural en geo-
grafía siempre la ha preocupado todo lo referido al estudio del lugar, un tema que lejos de
agotarse se ha revalorizado en épocas recientes a partir de la importancia alcanzada por el
estudio de las representaciones, los espacios de la representación, las geografías de las repre-
sentaciones. El término lugar no se refiere a una escala concreta, un lugar varía desde un
punto definido en una calle cualquiera hasta el conjunto de nuestro planeta. En consecuencia,
la geografía cultural se interesa por aproximarse al arte de la enumeración del lugar. El sen-
tido y el sentimiento del lugar (topofilia y topofobia), la construcción histórica de naciones,
regiones o comunidades a partir de lugares y acontecimientos más o menos relevantes, más o
menos mitificados. La emergencia de los no lugares (terminales de aeropuertos, áreas de ser-
vicio, establecimientos de comida rápida, etc.) y sus connotaciones culturales.
Como se ha señalado, en nuestra invitación a colaborar con este monográfico del Boletín
de la AGE surgían un buen número de temas que permitirían animar el desarrollo de la geo-
grafía cultural en España, aunque el corpus teórico de esta rama de nuestra disciplina no estu-
viese totalmente formado. Sin embargo, a partir de la llamada a la participación en la revista
nos hemos llevado dos grandes sorpresas: el elevado número de contribuciones recibidas
(estamos ante una cifra record del boletín), y la solidez teórico-metodológica de la mayoría
de las mismas. Respecto a la primera cuestión, se detecta que frente a una no afirmación de
la geografía cultural española como un ámbito de conocimiento bien percibido han prolife-
rado numerosas investigaciones, estudios y debates constreñidos a pequeños grupos que
deben salir a la luz para reforzar la perspectiva culturalista de nuestra disciplina. Se había
hecho mucha más geografía cultural en todo el país de lo que se conocía; ahora es el
momento de afirmarla con rasgos que la individualicen convenientemente. En relación al
bagaje teórico y la calidad de todas las contribuciones presentadas, apuntar que la rápida
transmisión de las ideas en el mundo global en el que vivimos ha permitido a muchos estu-
diosos beber en las fuentes de la geografía cultural anglófona, francesa o de otros países ale-
jados, sin necesidad de que en el propio territorio o departamento de referencia existese un
currículum en este ámbito del saber y un grupo previo de cultivadores del mismo. Este hecho
debe hacernos reflexionar sobre los procesos de difusión contemporánea del conocimiento
geográfico, sin duda muy diferentes a los de hace tan solo quince o veinte años.
El elevado número de contribuciones remitidas nos ha obligado a efectuar una dura selec-
ción de las mismas, hasta elegir un total de 16 y una reseña para configurar este monográfico.
Las restantes, bien no se ajustaban a la temática estricta del número y a pesar de su induda-
ble calidad han sido reconducidas hacia el próximo misceláneo del Boletín de la AGE, bien
necesitaban una serie de retoques y deben aguardar a su publicación, también más adelante en
esta revista. Por otra parte, el elevado contenido teórico de los artículos recibidos explica que
un primer bloque dentro de este monográfico se dedique a los mismos.
Se comienza con una sucesión de contribuciones de grandes especialistas internacionales
en geografía cultural, a los cuales invitamos a colaborar en el Boletín, y que en el tiempo
establecido remitieron sus trabajos. Nos referimos a los artículos de P. Claval, Ph. Wagner, V.
Berdoulay, D. Cosgrove y W. Leimgruber, los máximos exponentes actuales de las diferentes
corrientes y escuelas nacionales de geografía cultural, a los que añadimos en esta primera
parte el texto remitido por A. Clua y P. Zusman, que refleja la capacidad de la geografía espa-
ñola para formular una reflexión madura sobre la importancia de lo cultural en las formas de
conocimiento en ciencias sociales de los últimos decenios.
Paul Claval, siguendo su línea clásica de los últimos años, escribe sobre La aproxima-
ción cultural y las concepciones geográficas del espacio. En relación con este autor poco
nuevo cabe decir, además de que hace algún tiempo se ha empeñado en impulsar la geogra-
fía cultural en Francia y en el seno de la Unión Geográfica Internacional (UGI), donde dirige
un grupo de trabajo sobre esta temática. En su contribución, P. Claval repasa lo que ha signi-
ficado la perspectiva cultural en los diferentes enfoques geográficos que se han sucedido en
el último siglo y medio. Por su parte, Ph. Wagner constituye el mejor exponente del legado
saueriano en la geografía norteamericana. Nos ha remitido el artículo titulado, Cultura y
Geografía: un ensayo reflexivo, donde expone sus principales peocupaciones respecto a la
necesidad de mantener y renovar una interpretación culturalista en los estudios espaciales y
territoriales que se realicen.
La aportación de V. Berdoulay, titulada Sujeto y acción en geografía cultural: el retorno
inacabado, contiene un fuerte sesgo epistemológico, de reflexión teórica. Esto es normal en
uno de los máximos representantes a escala mundial del estudio historiográfico y crítico de
nuestra disciplina. De hecho, este profesor de Pau dirige el grupo de trabajo de historia de la
geografía de la UGI. Por lo que respecta al padre de la nueva geografía cultural, D. Cosgrove,
nos ha remitido un artículo complejo, cuya traducción al castellano ha resultado difícil, pero
que encierra un enorme conjunto de reflexiones, de ideas y enfoques nuevos sobre la inter-
pretación del paisaje cultural. El título del mismo, Observando la naturaleza: el paisaje y el
sentido de la vista, ya nos ofrece algunas claves de sus preocupaciones, de los temas que
aborda en este trabajo.
Cerrando el elenco de autores extranjeros, y emblemáticos, que han querido colaborar en
este monográfico del Boletín se encuentra el geógrafo suízo W. Leimgruber, líder del grupo
de trabajo sobre marginalidad de la UGI. Partiendo de un profundo conocimiento teórico, con
el bagaje que le otorga su doble formación geográfica de habla francesa y alemana, nos pro-
pone una serie de Reflexiones sobre el papel de la cultura en geografía. Unas reflexiones que
aplica al ejemplo de diversidad e interculturalidad que representa perfectamente Suiza. En
sexto lugar, y como última contribución a este primer gran bloque teórico, A. Clua y P. Zus-
man, nos han enviado la colaboración que lleva por título, Más que palabras, otros mundos.
Por una geografía cultural crítica. En su texto, se explicita la profundidad del debate que en
clave de geografía cultural se ha desarrollado en la Universitat Autónoma de Barcelona.
También, el nexo existente entre los principales enfoques de la teoría crítica contemporánea
y los plantemientos de la geografía cultural.
Un ámbito de reflexión maduro en la geografía cultural española son las relaciones lite-
ratura-geografía. Sobre este tema se han presentado tres artículos que conforman una segunda
parte diferenciada del Boletín. Se trata del estudio de N. Ortega en relación a Azorín, de J.M.
Suárez Japón referido a Caballero Bonald y de F. Pillet al espacio del Quijote. N. Ortega
Cantero nos habla de Paisaje e identidad nacional en Azorín, continuando con su tradicional
línea de investigación sobre el pensamiento español de fines del XIX y comienzos del XX, la
construcción de un sentimiento nacional moderno en nuestro país, y las implicaciones geo-
gráficas de todo este proceso. En este sentido, el acercamiento a la figura de Azorín resulta
fundamental para interpretar la recreación en clave castellana de la identidad española. J.M.
Suárez Japón, nos conduce hacia el sur, al valle del Guadalquivir, en su Geografía y litera-
tura en los escritos de viaje de José Manuel Caballero Bonald. En esta aportación es tal el
grado de identidad en la percepción del paisaje expresado por el geógrafo y el literato anali-
zado, que en ocasiones resulta difícil diferenciar los planos de reflexión existentes en este
artículo. F. Pillet Capdepón, nos plantea De la ficción a la percepción. Del Quijote a La
Mancha literaria. La identidad manchega construida a partir de la monumental obra de
Miguel de Cervantes, la construcción de un territorio que logra su afirmación plena a partir de
la creación literaria y la evocación de La Mancha por otros escritores que la visitaron después
de la consolidación del mito quijotesco.
El tercer agrupamiento que podemos realizar en cuanto a contenidos, relaciona geografía
cultural y análisis regional. Aqui se integran los artículos de H. Capellà y J. Burgueño, ela-
borados desde una sensibilidad periférica, y defensores de la diversidad cultural y territorial.
H. Capellà ha escrito Los vínculos culturales. Una riqueza para la región, donde formula un
amplio planteamiento teórico sobre la necesidad de reivindicar las escalas intermedias en las
aproximaciones culturalistas de la geografía. En la segunda parte del texto analiza un con-
junto de comarcas limítrofes entre Cataluña, Aragón y Valencia, que ya habían sido objeto de
investigación precedente por parte del autor. J. Burgueño remitió el artículo que lleva por
título, El mapa escondido: las lenguas de España. Un magnífico estudio sobre la diversidad
idiomática de nuestro país, en el que se retoma un tema escasamente tratado por la disciplina,
fundamental para comprender la geografía de España. A lo largo de la lectura de esta contri-
bución, se observa como la asunción de un enfoque culturalista en el análisis territorial hace
posible interpretar el espacio en función del valor de sus lugares concretos.
La versatilidad de la aproximación cultural en geografía se constata en el contenido de las
tres siguientes contribuciones incluidas en este monográfico. Así, desde una lectura en clave
física, P. Lozano, G. Meaza y J.A. Cardiñanos retoman uno de los enfoques más clásicos
de la geografía cultural en su Paleobiogeografía cultural de la reserva de la biosfera de
Urdabai (Vizcaya). La recepción de este artículo nos ha causado una gran satisfacción, por
cuanto la unidad de la ciencia en la que nos encuadramos también se preserva desde una pers-
pectiva culturalista. P. Benito del Pozo reflexiona sobre Patrimonio industrial y cultura del
territorio, abriendo otra ventana temática en los contenidos de este boletín necesariamente
diverso. La cualificación de determinados espacios que acogieron antiguas instalaciones
Paul Claval
Universidad de Paris-Sorbonne
RESUMEN
ABSTRACT
The naturalist and functionalist conceptions, which strongly dominated the geographical
investigation until the end of the 70s of the last century, are based on the idea that nature and
society are data that researchers must not discuss.
The cultural approach starts from a different vision of reality: the idea that nature, society,
culture or space are global and homogeneous identities is rejected. This criterion makes us
find out the meaning given by human beings to the scenery surrounding themselves, and
which, at a great extent, they have built. We come into the universe of their values and
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Paul Claval
beliefs, and the strategies that they remember in their social, political and cultural lives are
made clear. Science is a discursive practice, even if it is identified by the application of rules
that guarantee their authenticity.
La segunda perspectiva implica que el investigador vaya al meollo de lo real, que se inte-
rrogue acerca de lo que sucede en el plano local y tenga en cuenta el destino de cada ser y la
experiencia de cada individuo. Un trabajo como éste exige tiempo y conlleva el riesgo de
obtener, durante mucho tiempo, únicamente resultados parciales y, con frecuencia, difícil-
mente aplicables. La primera perspectiva parte de una constatación, la de la existencia de
entidades globales y saca, del análisis de sus funcionamientos, lecciones que parecen ser
claras.
Los geógrafos, al igual que la mayoría de los especialistas en ciencias sociales, conside-
raron durante mucho tiempo, que su papel consistía en explicar las realidades globales que
Durante tiempo, los geógrafos consideraron que la naturaleza constituía la realidad fun-
damental, y que se tenían que consagrar a su estudio. ¿Acaso no existe desde que se formó la
Tierra? ¿No habría que comprender cómo se formó y las formas que tomó antes de analizar
a aquellos que se instalaron más tarde en ella, es decir, los seres humanos?
Desde finales del siglo XVIII, los geógrafos se consideran, gustosamente, naturalistas,
incluso cuando hablan de realidades humanas. Son, así, herederos de los filósofos de la natu-
raleza, que tanto peso tuvieron a finales de la época de las Luces: el papel que se asignaron
por aquel entonces muchos geógrafos, fue el de hacer sentir la maravillosa complejidad de la
Creación y, a través de ella, poner al día las intenciones del Creador. La naturaleza nos es
dada: si queremos conocer a Quien nos hizo, tenemos que aprender a descifrarla y leerla
(Gusdorf, 1973).
Los seres humanos viven en sociedades: indios aquí y chinos allá, franceses aquí y ale-
manes allá. Es un dato empírico. Los geógrafos no intentan reconstruir la génesis de las enti-
dades sociales que observan. Su ambición consiste en conocer la forma en la que la sociedad,
o las sociedades, concebida(s) como una o varias realidades globales, se insertan en esta otra
realidad global, llamada naturaleza. Los grupos de seres humanos aprendieron a sacar de su
entorno lo que necesitaban para hacer frente a sus necesidades: producen alimentos, constru-
yen lugares de abrigo, fabrican ropa y herramientas. La conservación biológica de cada uno
de sus miembros, así como la reproducción de los individuos queda, de este modo, garanti-
zada.
Desde este punto de vista, los geógrafos no se interesan por el espacio tal y como lo defi-
nen los geómetras. Para elaborar los mapas que necesitan deben de tener, evidentemente,
conocimientos sólidos de cosmografía, comprender el lugar de la Tierra dentro del sistema
solar y cómo se pueden determinar las coordenadas de los puntos estudiados, para precisar su
localización, a través de mediciones de entre las cuales muchas son astronómicas. El trazado
de los mapas representa una fase previa en el trabajo del geógrafo. Por lo general, su realiza-
ción se delega en especialistas, ingenieros topógrafos o geodestas, dependiendo de la escala
a la que intervienen. Los geógrafos utilizan los mapas para analizar la superficie terrestre,
aunque no son ellos quienes los elaboran.
Suess ilustra maravillosamente los temas que dominan a finales del siglo XIX. Según él, la
geografía se interesa por el rostro de la Tierra (Suess, 1883). Éste coincide con la superficie de
contacto entre la litosfera y la hidrosfera por una parte, y la atmósfera por otra. La primera rea-
lidad para el geógrafo es, por lo tanto, la del paisaje, pero el paisaje visto desde el cielo y carto-
grafiable, en vez de aquel que el viajero descubre con un placer renovado durante su trayecto.
El análisis del paisaje revela un mundo compuesto por un mosaico de entornos locales.
Algunos se conservan puramente naturales. Otros fueron modificados por el hombre, quien
tomó posesión del suelo y modificó los usos: de las primeras pirámides ecológicas, subsisten
sistemas de cultivo que ponen a sus disposición más productos consumibles que los bosques,
las sabanas o las estepas primitivas. La inserción de los grupos humanos en la naturaleza se
consigue cuando los ecosistemas originales de los que sacan partido, o los ecosistemas culti-
vados que han creado, garantizan su alimentación en condiciones de abundancia y de seguri-
dad, lo cual les permite reproducirse sin problemas.
El crecimiento de las poblaciones replantea, periódicamente, el equilibrio grupos/natura-
leza y conlleva amenazas de sobreexplotación. La solución tan sólo puede llegar a través de
la invención de nuevas formas de sacar partido del medio, de la emigración de excedentes de
población, o del desarrollo de intercambios con zonas donde las recolecciones tienen exce-
dentes.
El estudio de la humanización de la naturaleza pasa por el análisis de las herramientas de
las que disponen los grupos sociales. Descansa en el inventario de especies vegetales o ani-
males que utilizan para hacer frente a sus necesidades. En las zonas que siguen siendo vírge-
nes, la explotación descansa en la recolección de plantas comestibles y la captura de fauna
mediante caza o pesca. En otros lugares, la valorización implica desbroces que permiten la
propagación de especies domesticadas. El análisis de los estilos de vida muestra, así, las
modalidades prácticas de la inserción ecológica de los grupos humanos en el entorno.
El paisaje que representa la primera fuente de datos de los geógrafos, no es igual en todas
partes. Ahí donde la influencia del ser humano está ausente, sus principales características
provienen de las asociaciones vegetales dominantes: macizos forestales, extensiones herbá-
ceas de praderas, estepas o sabanas y formaciones arbustivas y espinosas. Los grupos que se
basan en el desbroce y que ponen en valor sus tierras, tienen que conciliar unos objetivos con-
tradictorios: proteger las tierras cultivadas de los desplazamientos del ganado y hacer que los
campos se beneficien del abono aportado por los animales. Las soluciones son escasas: boca-
ges, sistemas de infield-outfield, o openfields.
Los geógrafos, al plasmar en los mapas los resultados de sus observaciones o de los datos
proporcionados por los servicios estadísticos, ven como dibujados los conjuntos, las regiones.
Algunos de ellos le deben su originalidad a las condiciones naturales. A veces, las transfor-
maciones provocadas por el aprovechamiento de las tierras se inscriben exactamente en los
límites de estas regiones naturales: es lo que caracteriza a las regiones geográficas, en el sen-
tido que se le da a este término en Francia durante la primera mitad del siglo XX. En otros
casos, los paisajes modelados por las actividades humanas no se corresponden con las fron-
teras de origen natural. Definen regiones agrícolas o regiones industriales. Una vez creadas,
estas divisiones se comportan, en ocasiones, de manera estable: se habla de regiones históri-
cas. Cuando, finalmente, es la atracción de un centro urbano la que le da la unidad a un con-
junto, por otra parte, diverso, estamos ante una región polarizada.
Los medios humanizados ofrecen, en ocasiones, caracteres parecidos en puntos muy ale-
jados, y entre los cuales no hay relaciones directas. Vidal de la Blache distinguía, de este
modo, en el mundo mediterráneo, algunas familias de medios humanizados: las grandes lla-
nuras pantanosas e insalubres, las costas rocosas y recortadas dedicadas a la pesca y el comer-
cio, las zonas de colinas donde la trilogía mediterránea del trigo, el olivo y la viña aseguraban
cierto desahogo, etc.
La superficie terrestre aparece, así, como un mosaico de paisajes, regiones y medios urba-
nizados, que los geógrafos observan, cartografían y cuya génesis y longevidad, a veces sor-
prendente, intentan comprender.
Los geógrafos saben que las condiciones de inserción de los grupos humanos en el
entorno varían según la latitud, la altitud, el mayor o menor grado de proximidad al mar y la
existencia de vías de paso. Para explicar estas dimensiones de la realidad, recurren a otro con-
cepto espacial, el de la situación o posición (Claval, 1998): de este modo, tienen en cuenta el
papel de las relaciones e influencias que ejercen de lugar en lugar, de país en país, de región
en región, etc.
El estudio ecológico ayuda a entender los lazos que establecen los grupos sociales con el
medio en el que están instalados. El análisis de la situación recuerda que los humanos son
móviles. Se desplazan, intercambian bienes, se informan sobre lo que sucede en otros lugares.
No dependen únicamente del entorno local; establecen relaciones con medios a menudo ale-
jados. Al analizar la posición absoluta (la latitud) y la posición relativa (que explica el mayor
o menor grado de facilidad que se tiene para establecer relaciones, en un punto, con los
demás), los geógrafos no intentan apreciar el papel de la distancia en el funcionamiento de los
grupos humanos. Dentro de la inserción exitosa de los grupos en la naturaleza, intentan ver la
parte que ocupan las relaciones establecidas con los medios alejados.
la de la inserción de las sociedades en una naturaleza que es anterior a ellos y que utilizan y
transforman. A partir de ese momento, lo que se intenta comprender es la forma en que los
grupos sociales siguen siendo coherentes y funcionan, a pesar de las distancias que separan a
sus miembros (Ullman, 1980). El aislamiento es un fuerte obstáculo para el desarrollo de una
vida con una relación rica y variada, aún cuando se pueda convertir en una garantía de segu-
ridad en un período turbio. Los lugares hacia los que convergen las vías, en el centro de gran-
des espacios, disfrutan de ventajas innegables.
Para los geógrafos, la inclusión de los grupos sociales en la naturaleza ya no es la preo-
cupación esencial. Las ideas de naturaleza y entorno dejan de ser conceptos clave. Única-
mente intervienen en los razonamientos a través de los recursos ofrecidos por los medios a la
iniciativa humana, los riesgos que provocan y las atenciones que crean y que atraen a las per-
sonas hacia ciertos puntos.
Mientras que la inserción de las sociedades en la naturaleza implicaba, inicialmente,
una dimensión temporal, la de la evolución natural, la consideración del alejamiento en la
vida de los grupos se sitúa en el presente. Evidentemente, podemos enfocar este tipo de
estudio, tanto para las sociedades del pasado, como para las actuales pero, en cualquier
caso, lo que se intenta aclarar es la situación en un instante dado, y no una secuencia evo-
lutiva.
los elementos puramente sociales. La localidad que permite obtener los beneficios más
elevados, se encuentra jugando con las distancias a las fuentes de aprovisionamiento y a
los mercados.
¿Se confunde el espacio del que hablan los geógrafos con el de los geómetras? Algunos
así lo piensan en los años 60, pero su postura pronto se revela insostenible. Aunque el espa-
cio de la geografía haya perdido el carácter concreto de los ecosistemas, no se confunde, de
ningún modo, con la pura extensión de los geómetras, puesto que está organizado.
El espacio estudiado por «la nueva geografía» no está formado, únicamente, por elemen-
tos físicos o naturales. Está poblado por personas que establecen lazos entre si. Estas relacio-
nes, cuando duran, dan lugar a redes. Éstas son, en primer lugar, realidades sociales, puesto
que unen a negociadores unidos por sus asuntos, profesionales que necesitan consultarse
periódicamente, o parejas de vendedores y compradores, prestadores de servicios y clientes.
Estas redes también son realidades materiales, puesto que los desplazamientos de personas e
intercambios de bienes se llevan a cabo gracias a las vías de comunicación; las informacio-
nes, noticias y órdenes circulan por redes de telecomunicación.
La geografía se aferra, en primer lugar, a la doble dimensión social y material de la orga-
nización del espacio. Pone de manifiesto, de este modo, el papel que tienen, en las interac-
ciones sociales, los ejes de carreteras, las conexiones ferroviarias, las vías aéreas y los nudos
hacia los que convergen. Estos nudos son puntos privilegiados, puesto que en ellos es posible
cambiar fácilmente de asociado. Los estándares telefónicos ofrecen una imagen simplificada
de ello: permiten que se comprenda que los lugares centrales son los conmutadores que faci-
litan el paso de un interlocutor a otro en las relaciones directas, al igual que la centralita per-
mite el diálogo, en un tiempo mínimo, de dos comunicadores cuando se realiza una llamada.
El papel de los conmutadores en la vida social explica la estructuración de las redes y la orga-
nización del espacio.
Los focos hacia los que convergen los ejes de comunicación polarizan la vida y las acti-
vidades de regiones más o menos amplias. Sin ellos, el espacio quedaría desorganizado. La
polarización es la que crea un orden y provoca el nacimiento de las estructuras en los tres
registros: relaciones sociales, infraestructuras de comunicación y jerarquía de las ciudades.
Las grandes ciudades ofrecen más ventajas que las áreas circundantes; las regiones centrales
de los Estados están mejor situadas que las zonas periféricas para todas las actividades liga-
das a los mercados. A muchos agentes económicos les interesa instalarse en ellas. Se crea, de
este modo, una oposición centro/periferia, que representa uno de los temas esenciales de las
investigaciones acerca de la organización del espacio.
La evolución contemporánea de los sistemas de comunicación y telecomunicación per-
mite disfrutar a un mayor número de puntos, de las ventajas que antaño se encontraban con-
centradas en la cumbre de la jerarquía urbana. El atractivo de las localizaciones centrales no
ha desaparecido, sino que éstas son más numerosas, tal como lo muestra la proliferación de
las grandes metrópolis. Éstas atraen, aunque estén lejos entre sí, sedes sociales de grupos
potentes y servicios para las empresas, puesto que pertenecen a un mismo círculo de comu-
nicación fácil.
Existen lazos de unión entre las redes sociales, las redes de transportes y telecomunica-
ciones y las redes urbanas. Se trata de tres niveles de la realidad; hay unas profundas «analo-
gías» entre ellas: obedecen a una misma lógica espacial.
La organización del espacio que descubre el geógrafo responde, con mayor o menor per-
fección, a los imperativos funcionales de la sociedad actual. También es el resultado de la
construcción de infraestructuras de transporte y comunicación, así como de la puesta en mar-
cha de conmutadores eficaces para las relaciones sociales. Es el producto de una historia
(Claval, 1968).
La nueva geografía distingue tres niveles en las realidades que analiza: el de las relacio-
nes sociales, que se puede describir en términos de grafos topológicos; el de los sistemas
materiales de comunicaciones, que se puede tratar como de las infraestructuras; el de los sis-
temas de población, con su jerarquía de lugares centrales, ciudades. El hecho de tener en
cuenta estas tres etapas no significa que se trate de realidades autónomas, y de las que una
podría conducir a las otras. El espacio geográfico es una realidad, tanto natural, como mate-
rial y social.
La debilidad de este tipo de enfoque, al igual que el desarrollado por los naturalistas,
radica en el hecho de hablar de los acontecimientos humanos ignorando a los individuos, sus
iniciativas y elecciones. La geografía humana clásica y la nueva geografía, presentan la par-
ticularidad de ser ciencias humanas que nunca hablan de éste.
Alrededor de 1970, los geógrafos son los primeros en lamentar las limitaciones de los
procedimientos que utilizan. Como hombres de campo, les gusta descubrir nuevos paisajes y
entablar contacto con las personas. Armand Frémont deplora el carácter frío y desencarnado
Los geógrafos no son los únicos que se lamentan de que aspectos de la realidad que con-
sideran importantes, sean apartados a un lado. A los economistas y sociólogos les gustaría
encontrar, en los geógrafos, las bases de una reflexión que los guiaría y ayudaría. A falta de
descubrirla, intentan desarrollarla.
François Perroux abre camino, en Francia, a través de un artículo sobre el espacio econó-
mico, que publica en 1950 (Perroux, 1950). La idea que defiende es que el espacio es, fun-
damentalmente, una estructura en capas. El tema en sí no es demasiado reciente: la idea se
encuentra en la base de una buena parte de los desarrollos funcionalistas, puesto que en ellos
se pueden distinguir los grafos topológicos de las redes sociales (la dimensión social), las
redes de comunicación (la base material) y la traducción en el espacio de las redes sociales (la
combinación de estas dos dimensiones).
François Perroux también distingue tres niveles. En la base está el espacio material, el que
es analizado por los geógrafos: está estructurado en regiones geográficas. En el segundo
nivel, Perroux sitúa el espacio económico, donde se inscriben los flujos de bienes, personas
e informaciones. Ampliando la perspectiva, también se podría hablar de espacio social. El
estudio de las regiones económicas y de la polarización cubre este aspecto de lo real. Y final-
mente, en tercer lugar, hay que distinguir el de la región-plan. Para Perroux, el espacio no
sólo es una realidad material y un dato socioeconómico. Se trata de una realidad ideal. Para
encontrar la forma en que se han estructurado e implantado los sistemas de producción, es
conveniente tener en cuenta los proyectos de los agentes económicos, de las grandes empre-
sas en particular, y de los poderes públicos. La consideración del espacio-plan reintroduce la
dimensión humana que los geógrafos habían dejado escapar.
François Perroux aporta una formulación provocadora para las nociones que estaban en el
aire: la idea de que el espacio ofrece una estructura en capas constituía el objeto de un
acuerdo bastante generalizado. Lo que el artículo de 1950 aporta de nuevo, es el tema del
espacio-plan, de la región-plan: introduce en la interpretación geográfica, los proyectos, pre-
ferencias y previsiones. La interpretación propuesta por Perroux tiene tanto éxito que con-
cuerda con los sentimientos compartidos durante mucho tiempo.
Los marxistas nunca habían tenido demasiado en cuenta el espacio. Marx se había intere-
sado, en las primeras fases de su reflexión, por espacios geográficos de la realidad social y
económica —la explotación de los espacios periféricos por regiones centrales del planeta en
El análisis de Henri Lefebvre rompe, al mismo tiempo, con los dogmas del marxismo
ortodoxo y con las presuposiciones de los análisis funcionalistas. Al reconocerles a los hom-
bres un margen de autonomía, vuelve a replantear la primacía de la economía en el análisis de
lo social. Al poner de manifiesto que las intenciones, los planes y los proyectos de los huma-
nos contribuyen en el modelado del espacio en el que viven, presenta el espacio social bajo
una nueva perspectiva —los aspectos que dominaban, por entonces, habían demostrado que
era a la vez un resultado de la evolución de la naturaleza y un producto de la historia—. Con-
cebido en estos términos, parecía escapar del control de quienes vivían en él. Para utilizar la
terminología entonces de moda, estaba cosificado.
Henri Lefebvre subraya que el espacio por donde se mueven los hombres está modelado
por sus actividades (lo que evidentemente ya se sabía) y expresa sus aspiraciones, sueños,
proyectos y planes, aquello que negaban las teorías reinantes. El espacio, así concebido, no
sólo es la resultante de la evolución y el producto de la historia, sino que también es la con-
secuencia de la capacidad de los seres humanos para proyectar su futuro (Lefebvre, 1974).
La fórmula de la «producción del espacio» consigue un gran éxito. Presentada bajo esta
forma lapidaria y simplificada, le debe una parte de su impacto a los contrasentidos a los que
se presta. Henri Lefebvre consideraba como una realidad importante los movimientos socia-
les que sacudían, por aquel entonces, las ciudades y que daban testimonio de la aspiración a
vivir de otra manera, a acceder a tipos de placeres hasta entonces reservados a una minoría y
a volver a fundar aquí y ahora, una forma de sociedad ideal. Hablando de producción del
espacio, indicaba que sus reivindicaciones tenían que ser tomadas en serio, porque ya contri-
buían a modelar lo real, y porque todavía contribuirían más en el futuro. Por primera vez en
la historia de las ciencias sociales, la Idea hegeliana iba cogiendo su sitio. En vez de utilizar
el pretexto de los ardides de la Razón para no seguir, paso a paso, con la forma en que ésta se
inscribía en la realidad, Lefebvre invitaba a los investigadores a pensar en los hombres,
explorar sus aspiraciones y reivindicaciones y a hacer hincapié en la realización de sus pro-
yectos.
Lefebvre rompía, de este modo, con uno de los supuestos más constantes de las ciencias
sociales tal y como éstas se habían ido formando, progresivamente, desde principios del siglo
XIX: el de una ruptura epistemológica que otorgaba a los investigadores algo que escapa a
otros, el poder de comprensión de lo real, que les permitía no permanecer a la escucha de lo
que pretendían estudiar. Ahí era donde las posturas de Henri Lefebvre se mostraban real-
mente de izquierdas, puesto que arruinaban, en nombre de una cierta anarquía, la pretensión
de los intelectuales de reinar en el mundo.
Para muchos lectores, la fórmula de Henri Lefebvre tiene otro sentido. Invita a las sim-
plificaciones: si el espacio es producto, significa que la primera realidad es social; el contacto
con el campo y las poblaciones estudiadas deja de representar la primera etapa de los pasos a
seguir por los investigadores interesados en el espacio. Esta realidad debe de tomar su inspi-
ración del análisis —generalmente marxista— sobre la génesis de la forma mercantil, de la
forma dineraria y de los avatares ulteriores del Capital. La sociedad, así definida en un espa-
cio abstracto, se precipita, por así decirlo, sobre el terreno que ella misma «produce», impo-
niéndole sus propias estructuras.
Tal proposición parece evidentemente absurda, puesto que hace de lo social una realidad
que sólo llega a ser material, por inscripción en el espacio, tras una evolución que se situaría
en un éter del que nadie precisa su consistencia. Resulta extraño constatar que intelectuales
que se decían de posturas materialistas, se hubiesen adherido a esta forma, fuertemente idea-
lista, de concebir el espacio. Así es como se leyeron, por lo general, y en particular los soció-
logos franceses, las propuestas de Lefebvre.
El discurso sobre la producción del espacio revela insatisfacciones que salen a la luz en
los años 60. La respuesta que él les aporta es interesante, pero da lugar a interpretaciones que
comprometen la reflexión dejada de lado.
Decir que la naturaleza, el espacio y el tiempo que aprehenden los geógrafos no son cate-
gorías objetivas, sino que pertenecen al registro de las experiencias vividas, es situar al indi-
El espacio, la naturaleza, la cultura o la sociedad son tanto realidades sociales, como indivi-
duales. Están construidas a partir de representaciones adquiridas de otros, a través de procesos
de comunicación. Las categorías transmitidas tienen un sentido compartido, porque se apoyan
en el empleo de los mismos términos y están ligadas al reparto de las mismas experiencias. La
sociedad no es una entidad superior que existiese antes que los individuos y se impusiese a ellos
como viniendo del exterior: nace al mismo tiempo que la cultura, de los procesos de comuni-
cación y transmisión que aseguran las prácticas, las competencias y los conocimientos.
La estructuración de las sociedad no está ligada, primordialmente, a la distribución de los
recursos, al estatus reconocido a unos y otros, a la riqueza adquirida y al poder ejercido por
algunos. Resulta de la influencia que ejercen aquellos que crean las categorías utilizadas
para aprehender lo real y crean palabras para traducirlas: cada uno recibe, de este modo, de
las personas que frecuenta, filtros que le hacen percibir lo real bajo una perspectiva especí-
fica. Conoce el mundo y el universo social a través de los discursos que le dan a ver, los jerar-
quizan e interpretan (Greimas y Courtes, 1979).
El estudio de las categorías utilizadas para cercar lo real no acaba, evidentemente, con el
trabajo de los geógrafos. Éstos siguen intentando comparar el universo de los discursos que
les revelan sus informaciones, con los que elaboran los procesos científicos que, por otra
parte, ellos dominan.
La imagen de la sociedad que se desprende de estas investigaciones es más compleja que
las propuestas por las teorías naturalista o funcional.
El espacio urbano es un marco donde se cruzan y entrelazan una multitud de itinerarios indi-
viduales. La gracia de los lugares no sólo tiene que ver con su encanto, la calidad de sus orde-
namientos y la belleza de sus paisajes. También se desprende de las personas que se encuentran
en ellos, que permanecen, trabajan o hablan (Massey, 1994). Cada lugar ofrece oportunidades
de diálogo, experiencias que comparten quienes los frecuentan: todas estas posibilidades nacen
de la combinación específica de trayectorias convertidas en tiempos paralelos.
A menudo, imaginamos las culturas como bloques homogéneos. Esto tiene que ver con
sus componentes normativos y el control colectivo que se suele ejercer en el seno de los gru-
pos. Las culturas son, de hecho, realidades porosas. Las personas aprenden como viven los
demás durante los múltiples encuentros que organizan. Construyen una idea de lo que podría
ser su propia existencia: se forman horizontes de espera marcados, en efecto, por los valores
de los grupos a los que pertenecen, pero que también son el resultado de los múltiples
encuentros que han tenido.
Los espacios de los que se ocupan los geógrafos son, a veces, como lo subrayaban los estu-
dios funcionales, objeto de una vigilancia que limita la libertad de cada uno. También están for-
mados por lugares de encuentros donde uno se compara con los demás y descubre que es
posible coger las riendas de su destino y construir su futuro. El mundo está, por así decirlo, mar-
cado por encrucijadas donde las personas toman el camino de la libertad y la responsabilidad.
Los intercambios entre los individuos les permiten tomar conciencia de lo que comparten
con sus socios y de aquello en lo que se diferencian. Así es como se forjan los sentimientos
de identidad que cimientan los grupos, suelen crear fuertes conciencias de pertenencia y
motivan una gran cantidad de comportamientos individuales y colectivos.
La sociedad está formada por grupos estructurados debido a la visión que tienen las per-
sonas de sí mismas y de los demás. Descubren aquello que tienen de específico oponiéndose
a la imagen que se forjan de los demás: aquí somos inmigrantes; poco nos importan los fran-
ceses de pura cepa que presumen de estar en su casa; también tenemos derecho a ser nosotros
mismos, a sentirnos como en casa. Para demostrarlo, no hay nada como controlar un espacio,
por muy pequeño que sea, donde uno se encuentra entre los suyos.
De este modo, los lugares están indisolublemente ligados a los sentimientos de identidad,
puesto que algunos sirven como puntos de reunión para los que se sienten próximos. Con-
servan, en su paisaje, signos que han aprendido a valorar. Los lugares de identidad, cuando
son adyacentes, forman conjuntos coalescentes y constituyen territorios.
Así, la escena estudiada por los geógrafos está enriquecida por sentimientos y recuerdos.
Ayuda a los hombres a dotarse de una memoria colectiva. Joël Bonnemaison tenía por cos-
tumbre insistir en los grupos que asimilaron los territorios en los que vivían hasta tal punto,
que no podían ser alejados de ellos sin demostrar graves trastornos psicológicos (Bonnemai-
son, 2001). Hablaba, a este respecto, de sociedades geográficas: los ejemplos más clásicos se
observan en los aborígenes australianos, los melanesios o en África oriental. Pero todos los
grupos son, en menor grado, sociedades geográficas.
La ontología espacial
El espacio estudiado por los geógrafos actuales no sólo se distingue por sus cualidades
físicas, los ordenamientos recibidos, los usos que hicieron de él o las personas que reúne: su
profunda naturaleza, ontológica, cambia a veces de un punto a otro.
Hace tiempo que se sabe que en las sociedades polinesias algunas áreas son tabú. Están
prohibidas para el común de los mortales. Aquellos que violasen esta prohibición se expon-
drían a los peores castigos: los que provienen de los espíritus que gobiernan el mundo. Los
espacios sagrados se oponen a los espacios profanos porque son el reflejo del más allá, donde
se alojan los principios y los dioses que dan forma a lo real y pesan sobre los destinos huma-
nos. En algunos casos, las fuerzas que dirigen el mundo se encuentran en el propio corazón
de las cosas o de los seres presentes en el paisaje, y entonces se habla de inmanencia; en otros
casos, los dioses residen en el cielo: nos encontramos en este caso en la esfera de la trascen-
dencia (Claval, 2001).
¿Cómo nacen las creencias que constituyen el origen de estas formas de diferenciación
del espacio? La comunicación le confiere a ciertos personajes una autoridad considerable: se
benefician de ello los ancianos, en los mundos de tradición oral, los profetas ahí donde Dios
se dirigió a los hombres, los filósofos allí donde pretenden acceder a la esfera de la razón y
los teóricos del progreso en las culturas donde se toma el modelo sobre las utopías del futuro.
Estos individuos, por el hecho de dominar ciertos canales de comunicación, monopolizan el
acceso a los otros mundos que desvelan el sentido oculto de lo real, ponen de manifiesto sus
lagunas y defectos, y proponen normas a seguir para mejorar el estado existente. Así es como
se construyen sistemas de valores, religiones e ideologías. El espacio explorado por los geó-
grafos tiene una naturaleza ontológica que difiere ahí donde los otros mundos afloran, lo que
traduce el carácter sagrado de éstos.
La consideración de la diversidad ontológica del espacio geográfico va a la par de la con-
sideración, en el análisis de la vida de los grupos, del papel de los valores y las normas. Desde
este punto de vista, la ruptura con las presuposiciones de los enfoques positivos está, eviden-
temente, consumada.
El enfoque cultural lleva a los geógrafos a atarse a procesos que habían ignorado durante
mucho tiempo. Exploran, atentamente, los diferentes aspectos de la comunicación. Los con-
tenidos transmitidos de individuo a individuo y de generación en generación no siempre son
los mismos: en los grupos donde dominan el componente oral y la imitación, los gestos y las
prácticas, las actitudes se copian fácilmente. Los mensajes abstractos pasan con mayor difi-
cultad. Es lo contrario de lo que sucede ahí donde los intercambios se hacen por escrito. Los
medios de comunicación modernos dejan mucho sitio a la palabra y a la imagen, pero pueden
difundirse lejos.
Con frecuencia, la comunicación tiene como objetivo transferir informaciones, lo que
implica importantes flujos que el obstáculo de la distancia molesta o incluso impide. Cuando
el mensaje es breve y tiene un contenido simbólico, permite encontrarse a todos los que
comparten los mismos ideales, y oponerse a los que no se sienten identificados: este tipo de
intercambio lleva a negar los efectos de la distancia.
CONCLUSIÓN
Las concepciones que los geógrafos tienen del espacio han sido imaginadas para resolver
los problemas que les parecían más importantes cuando analizaban lo real. A finales del siglo
XIX y en la primera mitad del siglo XX, la perspectiva era naturalmente evolucionista: lo que
interesaba poner en evidencia eran las condiciones en las que se insertaban en la naturaleza
los grupos sociales. En los años 50 ó 60, el punto de vista que predominaba se había conver-
tido en funcional: los investigadores se preocupaban especialmente por el equilibrio y la
organización de la vida social.
Estas concepciones de la disciplina se mostraron fecundas. Las teorías que estructuraban,
aclaran el papel de los soportes ecológicos en la vida de los grupos, así como el peso de la
distancia en las interacciones sociales. Siguen siendo indispensables para quien quiere com-
prender el lugar del hombre en la naturaleza, los desequilibrios que engendra y limitación que
la distancia origina en la vida de relación.
El enfoque cultural parte de una visión diferente de lo real. El observador ya no acepta la
idea de que la naturaleza, la sociedad o la cultura sean realidades que se imponen por sí mis-
mas. Las pirámides ecológicas, los grupos sociales, los sistemas de representación no se
muestran igual en todas partes. Los contornos de las zonas donde son homogéneos resultan
mucho menos evidentes que antaño. El discurso del investigador se adapta a esta situación.
Ahora, a lo que se aferra, es a la historia de cada persona, al itinerario que sigue, a los encuen-
tros que tiene. El individuo aprende a arreglárselas en la vida a través de los contactos que
entabla y las experiencias que comparte. Las recetas que conoce, el sentido que le da a las
palabras, las imágenes que le son familiares, las comparte con quienes forman parte de sus
mismos círculos de intersubjetividad. La sociedad se labra a partir de estas experiencias.
En la perspectiva naturalista, el espacio estudiado por los geógrafos no era una categoría
abstracta, geométrica: estaba formado por la yuxtaposición de miles o millones de ecosiste-
mas presentes en la superficie de la tierra. El análisis funcional distinguía tres niveles: redes
sociales, redes de comunicación y red de los establecimientos humanos. La estructura del
espacio se encontraba dispuesta en capas, pero sin que se pudiese aislar un nivel de los
demás.
Las epistemologías naturalista y funcionalista no dejaban ningún lugar para el individuo
y sus iniciativas. El enfoque cultural corrige estas orientaciones: al concebir el espacio como
una escena donde los seres humanos se ofrecen al espectáculo, representan papeles que los
valorizan, los enriquecen o les aseguran ciertos poderes, tiene en cuenta al individuo y las ini-
ciativas de que es autor. Nos hace descubrir el sentido que le dan los seres humanos a los
decorados que los rodean y que, en gran medida, han construido. Nos hace entrar en el uni-
verso de sus valores y creencias, y aclara las estrategias que retienen en su vida social, polí-
tica o cultural.
Las tres perspectivas, abiertas por la geografía, acerca del espacio, no son contradictorias,
sino complementarias. Hay que adoptarlas, una a una, para medir todas las dimensiones de
los hechos sociales en sus manifestaciones espaciales.
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Seattle, University of Washington Press.
Philip L. Wagner
Simon Fraser University, Burnaby, B.C., Canadá V5A1S6
RESUMEN
ABSTRACT
Cultural geography, the application of the idea of culture to geographic problems, emer-
ged out of a widespread and ancient interest in the diversity among the world,s landscapes
and peoples. It deals with such phenomena as landscapes, regions, land use, migration and
diffusion. Traditional and «new» versions of the subject differ somewhat.
Hace ya mucho tiempo que existe una definición de la geografía cultural como la aplica-
ción de la idea de cultura a los problemas geográficos, pero también se podría entender como
la aplicación de ideas geográficas a problemas culturales.
Pudiera parecer que estas dos proposiciones sencillas prometen un razonamiento claro y
una práctica efectiva pero, en realidad, plantean interrogantes tan grandes como los que
supuestamente deberían responder. El pensador crítico y el agente práctico deben tener en
cuenta simplemente, por ejemplo, qué significa la idea de cultura en la práctica; qué consti-
41
Philip L. Wagner
tuye un problema geográfico, cómo se podría aplicar la idea de cultura a un problema geo-
gráfico una vez que se conciba, qué constituye un problema cultural y cómo uno puede apli-
car ideas geográficas a la solución de problemas culturales.
La respuesta académica a preguntas tan importantes como éstas y también a las de menos
importancia que se derivan de estas últimas, se presenta inevitablemente como controvertida,
generadora de problemas y contingente. El análisis puramente lógico no logra resolver las
diferencias que puedan surgir, y tampoco consigue establecer la legitimidad exclusiva de un
punto de vista dado. Quizás la fecundidad relativa de la investigación geográfica cultural real
así como su validez académica y la relevancia que tiene para las preocupaciones de la huma-
nidad, dependan de esa ambigüedad conceptual y de esa franqueza, por muy desordenadas y
frustrantes que puedan parecer.
LA VARIEDAD GEOGRÁFICA
Por suerte, más allá de todo el debate y desacuerdo creado alrededor de las definiciones y
justificaciones básicas, un recurso tan sencillo y común como es la recopilación histórica de
la investigación geográfica —e incluso sus antecedentes clásicos y sus equivalentes en las
distintas civilizaciones— presenta una apreciación sólida, sustancial y válida de los funda-
mentos conceptuales y de las suposiciones implícitas en cualquier tradición de geografía cul-
tural de cualquier período.
Mucho antes de que alguien formulase una noción tan precaria como la de cultura o
incluso antes de que se concibiese una investigación geográfica sistemática, pensadores como
Herótodo habían abordado el apremiante tema intelectual de la variedad geográfica y, en con-
creto, la diversidad obvia de los pueblos, sus prácticas y sus instituciones, así como la diver-
sidad de los paisajes que habitaban, explotaban y modificaban.
En Europa, a lo largo de los siglos —comenzando en la antigüedad clásica y aumen-
tando de manera significativa a partir del establecimiento de contactos entre los antiguos
centros de civilización y las regiones más remotas como son las Américas y el Pacífico—
se incrementó, sin ninguna duda, el conocimiento de lugares y gentes distantes. Este mismo
proceso tuvo lugar en otras partes del mundo pero, por desgracia, se trata de casos que
están menos documentados. Esta información geográfica, que aumentaba rápidamente,
poseía una obvia utilidad estratégica y comercial para cualquier nación y presentaba a la
vez graves retos intelectuales e incluso ideológicos para los dirigentes y pensadores de esas
naciones.
Lo que plausiblemente hoy figuraría como geografía cultural se convirtió en una preo-
cupación urgente tanto para los encargados de hacer política como para académicos y no
sólo en el caso de Europa sino también en el mundo árabe y en China, por ejemplo, y sin
lugar a dudas (por desgracia sin haber dejado ningún tipo de documentación) en civilizacio-
nes tales como la Maya, la Azteca y la Inca. Como consecuencia, la ambiciosa cartografía
evolucionó de manera inveterada de modos diversos, no sólo entre los europeos y no sólo en
épocas recientes para facilitar la navegación, el comercio y el gobierno, sino también para
consolidar y sistematizar la riqueza de un conocimiento detallado adquirido gracias a la
exploración y al intercambio de información resultante de episodios tales como la expansión
comercial griega, las conquistas de Alejandro, la consolidación de la hegemonía Han en
China, el florecimiento del califato musulmán, las Cruzadas, y es de suponer que también,
por ejemplo, gracias a la expansión del comercio y del dominio político-militar azteca en
México y América Central.
INTERPRETACIÓN
CULTURA
Una vez los geógrafos y otros eruditos han renunciado a sus presuposiciones racialistas o
ambientalistas ya están en posición de aceptar esta nueva y convincente concepción de la
motivación y acción humanas. La historia de la humanidad así como el orden emergente de
los entornos sobre los que ejerció su influencia podría aparentemente dar testimonio del lento
avance hacia el triunfo de la razón que marcó época.
Esta concepción esencialmente humanista tiene un atractivo intrínseco para casi todo
aquel que se enfrenta a los peligros, dudas y dilemas de la existencia terrestre. Sin
embargo, parece ser contrario a las intuiciones más comunes sobre el comportamiento
humano. La gente no parece actuar de acuerdo con la cruda y obvia razón y mucho menos
de acuerdo con un cálculo o una sabiduría inteligente y objetiva. La costumbre y el hábito,
la conformidad y la imitación, el prejuicio y la superstición parecen influir sobre la moti-
vación. En otras palabras, uno debe considerar cualquier racionalidad de la que hacen gala
los individuos como enmarcada en realidades colectivas concretas, en situaciones sociales
y dentro de un contexto histórico. La motivación que hay detrás de cada acción evidente-
mente supone una amplia gama de factores en cualquier momento, de los cuales pocos se
podrían reducir a sencillas formulaciones mecánicas. Ahí es donde subyace el argumento
de peso para un concepto de cultura si no incluso una explicación más que suficiente del
propio concepto.
Puede que geógrafos y otros académicos no se pongan de acuerdo entre ellos sobre cómo
describir o definir la cultura, pero el presente debate puede hacer caso omiso de las sutilezas
filosóficas que implica la definición del término. Bastará con concebir la cultura como el sis-
tema de criterios consensuados que cualquier comunidad humana tiene para una conducta
correcta y eficaz, específica para un lugar y un tiempo, para una situación social o una iden-
tidad personal. Una población dada hereda de sus predecesores o recibe de sus vecinos algu-
nos de estos criterios y a lo largo del tiempo inventa otros más o menos de manera
espontánea, abandona algunos y modifica otros. Una cultura se expresa de manera concreta
en rituales, artefactos, discursos y también paisajes distintivos. Necesariamente la cultura, en
su condición de reglas para una correcta acción, constituye el marco para la motivación y
decisión personal.
Seguramente ya haya existido desde hace tiempo un conocimiento considerable de las
condiciones anteriores a esa motivación y comportamiento y quizás haya permitido éste ade-
más comprender mejor la cuestión de la diversidad humana, siendo ésta la piedra angular del
pensamiento de Heródoto. Pero también se puede atribuir la génesis real de una geografía
académica que concede gran importancia al papel de la cultura a una pareja de académicos
alemanes del siglo XIX: Eduard Hahn, un economista y Fiedrich Ratzel ante todo un etnó-
logo. Hahn desarrolló una crítica incisiva de las supuestas bases económicas de acción racio-
nales y insistió en que las intenciones religiosas e ideológicas y otras influencias sociales con
base histórica desempeñan un papel importante en lo que de otro modo parecía prácticamente
un asunto de vida en grupo. Ratzel, por su parte, rastreó el origen de la expansión de las ideas
tecnológicas y de otras ideas desde un punto de vista geográfico, haciendo especial hincapié
en la propagación espacial contagiosa o en la difusión de patrones de comportamiento y sus
productos. Asimismo Ratzel también hizo comentarios sobre ciertas ventajas espaciales o
impedimentos para la difusión y el desarrollo de modo que su posición recibió críticas por
representar —aparentemente— un determinismo ambiental.
Los trabajos de Hahn y Ratzel sirvieron de inspiración a las siguientes generaciones de
académicos para buscar la señalada riqueza del contexto social e histórico que había debajo
de los evidentes procesos de diferenciación entre las poblaciones humanas y sus paisajes, y
también los llevaron a investigar los patrones espaciales resultantes. Sin embargo, ninguna
de estas dos figuras fundadoras ni tampoco ninguno de los que los sucedieron tuvieron éxito
al intentar explicar del todo la idea que estaba presente en toda su obra, para ser más exac-
tos, el concepto cultural. Quizás convenga recordar que ese concepto continúa siendo aún
hoy en día inquietantemente vago y cualquier discusión sobre este tema suele provocar
vehementes desacuerdos. Todo esto resulta muy útil como guía para la investigación pero
sólo cuando se trata con cautela puesto que los intentos para generalizar desde principios
supuestamente abstractos rara vez contribuyen a una mayor comprensión. Así pues y, por
desgracia, suposiciones fáciles sobre la cultura corren el riesgo de tener el mismo destino
que las igualmente cándidas suposiciones sobre o bien los controles ambientales o la racio-
nalidad soberana que el propio concepto de cultura se propone rebatir. Aunque el énfasis en
la cultura refleja un rechazo obstinado de la tesis, en su día popular, de la causalidad
ambiental directa o el control de la acción humana, de ningún modo justifica ni autoriza la
indiferencia ante el entorno. El uso humano de la tierra implica interferencia, utilización o
explotación y desarrollo. Los geógrafos, tanto culturales como físicos, deben reconocer «el
papel del hombre en el cambio de la fisonomía de la tierra» un poderoso elemento en los
procesos de cambio geográfico.
TRADICIONES ACADÉMICAS
citamente cultural puesto que lo que también es cierto es que debates sobre el concepto de
«cultura» como tal tampoco tuvieron lugar.
PROBLEMAS GEOGRÁFICOS
Cabría esperar que la discusión precedente podría haber arrojado luz sobre la noción un
tanto evasiva de cultura, así pues uno podría incluso considerar que si bien no ha surgido una
definición precisa al menos sí habría surgido alguna intuición sobre el concepto de cultura.
Una lectura de las obras importantes de los geógrafos culturales prestando especial atención
a cómo utilizaron o aplicaron el concepto ofrece sin lugar a dudas la comprensión más clara
de las posibilidades que ofrece el concepto.
Ahora pues podemos centrarnos en el segundo gran tema de este ensayo: todo aquello que
constituye un problema geográfico. El resumen que he hecho aquí —quizás un tanto apresu-
rado— y que describe el crecimiento milenario de la información geográfica y de sus inter-
pretaciones proporciona un indicio de aquello que en el pasado se consideraban como
problemas geográficos válidos. Claramente los geógrafos se preocupan, entre otros temas,
por los procesos de distribución de las poblaciones humanas, sus hábitos y trabajo, sus histo-
rias y las localizaciones resultantes, el uso de la tierra —las tecnologías aplicadas y los mode-
los creados para obtener beneficio y la utilización de los hábitat; las marcas distintivas de los
paisajes así creados, sus historias y dinámicas; la importancia cultural y la función de espa-
cios concretos; las estructuras espaciales de relación e interacción entre los miembros de gru-
pos sociales y de ahí todas las implicaciones que todos estos asuntos tienen para el bienestar
humano, tanto a nivel individual como colectivo.
La investigación en ciertas disciplinas de tronco común, como son la arqueología, la
etnología, la sociología, la lingüística y la historia (y últimamente incluso la genética
humana) han abordado alguno de los temas considerados tradicionalmente geográficos y en
algunos casos se han asegurado el liderazgo en su estudio. A menudo, sin embargo, los geó-
grafos culturales colaboran con sus colegas en las citadas disciplinas en problemas de este
tipo para beneficio mutuo.
peculiar por lo desconocido, por así decirlo podría tener su razón de ser en la búsqueda de
una generalidad universal, panhumana y transtemporal. Pero muchos geógrafos mostraban
menos interés en la contemplación de las verdades eternas en sí mismas del que mostraban
hacia los urgentes problemas humanos contemporáneos, puesto que aspiraban a contribuir a
la solución de los mismos. Este último tipo de académicos se unió para crear lo que ellos
denominaron la «nueva» geografía cultural, que entendía los problemas geográficos de un
diferente modo.
Los problemas geográficos continuaron abordando en parte los mismos asuntos que
había enfatizado la anterior tradición, que eran básicamente, como ya se dijo más arriba, la
distribución de las poblaciones humanas y su trabajo, los paisajes distintivos y los rasgos
espaciales de las relaciones sociales. Conviene tener en cuenta, sin embargo, que las impli-
caciones que estos temas tienen para el bienestar humano pueden desempeñar un papel más
importante en la «nueva» geografía cultural del que tenían en la anterior tradición. Aunque
los métodos y las técnicas de investigación tradicionales continuaron siéndoles útiles y aún
cuando los académicos continuaban siguiendo la anterior tradición, la finalidad que parecen
perseguir las investigaciones de ambos grupos establecen un claro contraste entre sí en parte
porque adoptaron de buena gana las herramientas de investigación desarrolladas reciente-
mente. De ese modo los motivos tradicionales parecían elitistas, contemplativos, agotados
cuando se los comparaba con los motivos prácticos y comprometidos (e incluso partidistas)
de los «nuevos» geógrafos culturales. Todo el debate giraba alrededor del tema principal del
verdadero significado, propósito y valor de la empresa científica y académica. También
reflejaba una tensión en la ciencia social, generalmente en lo que se refiere a la elección
entre un modelo de disciplina «rígido» buscando proposiciones o teorías generales abstrac-
tas que dependen demasiado de los métodos matemáticos y otro tipo «más suave», más
humanista, más relacionado con necesidades políticas, económicas y sociales urgentes y
concretas.
Las ciencias sociales han pasado en las últimas décadas por distintas tendencias. La cuan-
tificación y la elaboración de modelos o patrones causaron durante algún tiempo auténtico
furor, especialmente entre los jóvenes eruditos mientras que los mayores lo miraban como si
de espectadores desconcertados e inseguros se tratase. Este entusiasmo por la denominada
investigación «conductual» continuó durante bastante tiempo y le siguieron varios intentos de
aplicar el marxismo de distintos modos. Cada una de esas fases ha dejado atrás en todas las
ciencias sociales, incluida la geografía, su marca y cada una de ellas ha aportado seguramente
algo de valor tras haberse depurado de los excesos de un entusiasmo inicial de tolerancia.
Seguramente la «nueva» geografía cultural surgió de todas estas fases de cambio como una
especie de híbrido de todas ellas.
Uno puede recordar bastante bien las nuevas y viejas versiones de la geografía cultural no
sólo por su compatibilidad mutua sino también por apoyarse y enriquecerse mutuamente. No
se ha producido ningún «cambio de paradigma» en el sentido genuino de Thomas Khun,
puesto que los principios generales, el contenido basado en datos objetivos y la estructura
lógica de la disciplina permanecen más o menos igual. La diferencia entre las dos versiones
radica en los propósitos o finalidades que para los geógrafos culturales cumple su trabajo o en
la importancia que éste tiene para la necesidad humana y por supuesto eso también tiene
mucho que ver con el modo en que los respectivos grupos definen la necesidad humana.
NECESIDAD HUMANA
INVESTIGACIÓN
Sin embargo, los geógrafos culturales, sea cual sea la escuela a la que pertenecen, traba-
jan de un modo similar y utilizan cualquiera de las metodologías y técnicas que están a su dis-
posición hoy en día. Llevan a cabo trabajos de campo y a menudo colaboran con académicos
de otras disciplinas y observan, clasifican, enumeran, miden, comparan, calculan y trazan
mapas del mismo modo que lo hacen otros geógrafos, pero además formulan preguntas y
emplean categorías generadas por el propio concepto cultural.
Ciertos problemas de la geografía cultural merecen ser objeto de muchos más estudios de
investigación en el futuro como por ejemplo la macroescala de la organización contemporá-
nea del mundo y el fenómeno de la globalización. Esta orientación se deriva del continuo
interés que la geografía cultural ha demostrado por la difusión de las innovaciones y por el
progreso de la civilización en el mundo entero.
Y a la inversa, la macroescala de cada lugar concreto merece una mayor atención por
parte de los geógrafos culturales. Los geógrafos culturales tradicionales, haciendo uso del
material documental específico del lugar o la observación muy concreta de un campo han
tendido, por desgracia, a unificar sus conclusiones y de ese modo y, por regla general, no han
tratado la variedad interna de determinadas comunidades. La investigación e interpretación
«explícitamente» sociológicas no eran muy bien recibidas. Por regla general, los geógrafos
culturales tampoco se han esforzado en relacionar el comportamiento y los resultados que
estudiaban con la diferenciación espacial concreta y minuciosamente local.
Sin embargo, si el geógrafo está atento a ese tipo de estructura espacial tan minuciosa
puede aplicar las ideas geográficas a problemas culturales difíciles y especialmente a aquellos
de la identidad cultural partiendo de una escala global y moviéndose hacia una escala local.
Los geógrafos culturales tradicionales ya han hecho esto a gran escala, bien regional o mun-
dial, mientras que por su parte los «nuevos» geógrafos culturales han aportado una gran
apreciación de patrones étnicos muy localizados y específicamente urbanos así como de
situaciones poscoloniales.
Una aplicación inteligente del pensamiento cultural beneficiaría mucho el análisis ecoló-
gico y tecnológico de los problemas ambientales. Los geógrafos culturales continúan
haciendo una contribución considerable a esa investigación, especialmente cuando está ayu-
dada por innovaciones técnicas como el SIG (Sistema de Información Geográfica).
Cualesquiera que sean sus asuntos pendientes, la investigación académica que han lle-
vado a cabo los geógrafos culturales se ha expandido y ha hecho más explícitas y metódicas
un grupo de interpretaciones que se originaron por primera vez hace ya tiempo, como ya pre-
sagiaba la anterior práctica. La adopción explícita de un punto de vista supuso sin embargo
una mayor claridad y agudeza en lo que a investigación de problemas geográficos se refiere
y las ideas geográficas han arrojado luz sobre los problemas culturales en más de una oca-
sión. Podemos hacer incluso más, los retos continúan.
APÉNDICE: LA BIBLIOGRAFÍA
Para poder evaluar los logros así como también las potencialidades de la investigación
dentro del campo de la geografía cultural a la vez que poder apreciar las diferencias entre los
patrones de pensamiento tradicional y «nuevos» el lector debería consultar dos compendios:
Vincent Berdoulay
Laboratorio SET (CNRS-UPPA)
RESUMEN
ABSTRACT
51
Vincent Berdoulay
CULTURA Y ACCIÓN
complejidad, resulta en efecto lícito pensar geográficamente en los sistemas como abiertos,
incluso difusos, marcados por la contingencia, la emergencia y la auto-organización (Ber-
doulay y Phipps, 1985; Roux, 1999). Lo cual quiere decir que este enfoque, raras veces estu-
diado en geografía cultural, induce una concepción de la cultura donde se privilegian los
lazos de unión, sin por ello hacer referencia al individuo que la lleva, la invoca, hace que
exista y evolucione. Sin embargo, ¿acaso no es importante conjugar una concepción abierta
de la cultura con su acepción como una actividad del sujeto? ¿Por qué el geógrafo debería
dejar a un lado una dimensión esencial de la cultura, la de ser una actividad personal, la que
hace corresponder un trabajo del sujeto acerca de sí mismo? Tan sólo una idea preconcebida,
fuertemente marxista-estructuralista, podría aún permitirse el reducir esta dimensión en un
privilegio de clase o en un simple instrumento de dominación por distinción social. Ahora
bien, incluso si esta idea no es adoptada, la geografía cultural contemporánea no ha sacado
partido plenamente de la crítica del estructuralismo.
Por una parte, el movimiento postestructuralista, al concentrarse en la crisis postmoderna
de las representaciones, promovió el estudio de las múltiples formas en que el poder avan-
zaba para manipular los símbolos y perpetuarse (Cosgrove, 1985; Duncan, 1990). Por lo
tanto, en este caso la perspectiva del sujeto no es tema central. Por otra parte, en otros traba-
jos, mucho más numerosos, la subjetividad centró mucho la atención (Tuan, 1977; Bonne-
maison, 1986; Ortega Cantero, 1987; Berque, 2000). Tanto si el enfoque está inspirado en
Heidegger, como si no, sitúa en el centro de la atención la experiencia del sujeto en su rela-
ción con el mundo (Berdoulay y Entrikin, 1998). De este modo, poniendo el acento en la
experiencia y el sentido, tanto la geografía humanista, como la cultural, han tendido a con-
fortarse mutuamente, e incluso a confundirse. Pero, desde este punto de vista, la propia
noción de cultura pierde su pertinencia, se diluye en una perspectiva humanista más amplia.
Sucede más o menos lo mismo con el sujeto activo, que trabaja para forjar su propia vida,
mediante sus actos y el significado que les da, de manera que la dimensión de actividad per-
sonal que posee la cultura se encuentra huérfana de disciplina. Por lo tanto, ¿cómo restable-
cer esta reflexividad que caracteriza la actividad del sujeto, y en la cual se reenvía la noción
de cultura? El reto es tanto epistemológico como conceptual (Berdoulay, 1999). Se pueden
combinar elementos de respuesta.
La reflexividad en geografía cultural es, en primer lugar, aquella que el geógrafo tiene que
conservar ante su propio discurso. La historia de las ideas le es de gran ayuda para evaluar el
sentido de sus interpretaciones y juzgar la inventiva de las soluciones adoptadas. De hecho, es
interesante subrayar que la enorme dedicación personal de Clarence Glacken en la recons-
trucción de los múltiples cabos que se ataron para proporcionar las interpretaciones filosófi-
cas y científicas de la relación entre la cultura y la naturaleza, fue arduamente apoyada en
Berkeley por la figura tutelar de Sauer (Glacken, 1967). De un país a otro, el geógrafo se
encuentra atrapado en un complicado juego de espejos que condiciona sus interpretaciones
(Augustin y Berdoulay, 1997). El punto de vista crítico, que debe tomar como propio, mues-
tra una exigencia que es a la vez científica y moral (Gómez Mendoza, 2002).
Pero no hay que limitar únicamente esta consideración de la reflexividad a la actividad del
geógrafo investigador. Está extendida en todas las esferas de la sociedad, sea cual sea la
época o el lugar. El mejor testimonio lo aporta el pensamiento mítico: este «objeto» de geo-
grafía cultural está igualmente marcado por una intensa actividad racional del sujeto, hasta tal
punto que no se puede disociar, en la práctica geográfica de las poblaciones llamadas tradi-
cionales, el pensamiento mítico del pensamiento racional (Berdoulay y Turco, 2000). Así,
hay que esforzarse en captar las manifestaciones de la reflexividad tal y como se desprende a
nivel poblacional. Esta es la razón por la cual la creatividad cultural ha llamado la atención de
los analistas.
Los geógrafos reúnen, desde hace tiempo, las huellas de las actividades llamadas cultura-
les, es decir, de las actividades de la producción cultural reconocida como tal por una socie-
dad. De este ejercicio de apunte ya la geografía clásica había echado mano hace tiempo,
dentro de la ecléctica categoría de «geografía cultural»: se trataba de anotar el reparto desi-
gual de los lugares de producción y consumo culturales ligados a las letras y el ocio (Jour-
naux et al., 1996, pp. 1698-1716). A este enfoque de tipo inventario se opone la visión
altamente interpretativa bajo el auspicio de la teoría neoestructuralista, pero donde la preo-
cupación por el sujeto está marginada (Scott, 2000). Algo más sensibles con la creatividad de
las personas, otros tipos de trabajos se centran en la emersión y la multiplicidad de las cultu-
ras diferentemente localizadas que se crean o se transforman constantemente en la sociedad
contemporánea. Tanto si adoptan un cariz deportiva, como patrimonial o artística, estas cul-
turas se despliegan, de forma privilegiada, en la ciudad actual, donde desempeñan un papel
de redefinición de prácticas relativas a la identidad para aspirar a una mejor cohesión social
(Augustin y Latouche, 1998). Pero el enfoque utilizado para dar cuenta de ello, se centra en
los equipamientos colectivos y el grupo social, más que en el trabajo de la persona acerca de
sí misma.
De este modo, la investigación geográfica sobre la creación cultural tiende a ser más
social que cultural. Esto se puede observar tanto a escala regional como urbana (Augustin y
Berdoulay, 2000; Grésillon, 2002). Aunque aspiran a captar mejor la creatividad de la obra en
la sociedad, a reconocer la parte individual dentro de la creación y a situarse en una perspec-
tiva dinámica, donde la cultura es un proceso dinámico, estos estudios geográficos se centran
en el análisis de las localizaciones, los repartos y los contextos de los equipos culturales o de
las producciones culturales. Se trata más bien de una geografía del hecho cultural que de una
geografía cultural (como admite Grésillon, 2002, p. 51). La creatividad sólo es abordada por
su resultado, las creaciones culturales. La perspectiva del analista es, de este modo, exterior
a la realidad, perdiendo así todo lo que la consideración de la subjetividad le podría aportar
para la comprensión de la creatividad cultural. En resumen, incluso si se restringe la investi-
gación a las producciones culturales de tipo artístico, la parte del sujeto activo en el proceso
de creación se le sigue escapando al geógrafo. Sólo a costa de la profundización en la crítica
postestructuralista se pueden abrir las vías para alcanzar, en un mismo movimiento, la crea-
ción como producto y la creación como acción. El reintroducir al sujeto en el centro de las
preocupaciones representa un cambio que los geógrafos no concluyeron y que se basa en una
nueva evaluación de los fundamentos epistemológicos y teóricos de sus análisis (Berdoulay
y Entrikin, 1998).
De este modo, la voluntad de tener en cuenta al sujeto como ser autónomo y activo, va
más allá de la simple recopilación de las representaciones que éste produce. Tampoco se trata
de un individuo que realiza en su comportamiento lógicas que son externas a él, que no deja-
ría de aplicar —tanto si esas lógicas son de orden económico, relativas a la identidad o
medioambientales—. Debe transigir ante las contradicciones generadas por estas lógicas;
tiene que asumir las tensiones que le son impuestas y establecer su propia línea de conducta.
Por otra parte, de manera general, se puede adelantar que es posible captar la cultura en tér-
minos de tensión, especialmente relacionándola con el trabajo del sujeto sobre sí mismo, para
que su vivencia cotidiana sea compatible con los valores más universales (Dumont, 1968). El
mundo contemporáneo no ha hecho más que ampliar las tensiones que tienen como fuente las
multipertenencias y la fragmentación correlativa de los espacios de referencia. Estas fuentes
de tensión exigen una inversión acentuada por parte del sujeto. Él es quien tiene que dar
coherencia a su mundo y, de igual manera, construir y reconstruir su identidad. Ya no es posi-
ble estudiar por separado el sujeto, la cultura y el espacio. Es por ello que se puede actualizar
la noción de lugar, para no disociarlos y captarlos en un mismo movimiento. Mediante la
resolución de las tensiones tenemos una cofrabicación del sujeto y del lugar. Cultura y acción
se encuentran inscritas en la misma dinámica. La acción no es un resultado de la cultura, al
contrario, se lleva a cabo en y por la cultura.
Así pues, la cultura tiene que alejarse de dos tropismos, y más aún de su superposición. El
primero es el de la extensión territorial (principio de contigüidad), mientras que el segundo es
el de la cultura considerada como un dato relativamente estático (principio de continuidad).
El lugar como espacio de actividad creadora del sujeto ayuda, por lo tanto, a reformular el
enfoque de la geografía cultural: ésta tiene que anclarse en la creatividad del sujeto, en la acti-
vidad cultural del sujeto que fabrica un lugar. De este modo, la ayuda a distanciarse de cier-
tos temas que han tendido a encerrarla en cuestionamientos que no llevan a nada. Se sabe, en
particular, que el culturalismo, el cual explica comportamientos por pertenencia a una cultura
concreta, ha sido combatido al determinismo que implica. Ahora bien, existe una preocupa-
ción actual que conduce a un escollo análogo: se trata del interés por las identidades cultura-
les. La ola postmodernista, en la búsqueda de la defensa de las minorías y la promoción de
una política del reconocimiento (Taylor, 1992), contribuyó al movimiento que tiende a tomar
como acervo la existencia de culturas particulares. Aún cuando éstas no sean las intenciones,
la cultura es tratada como un todo, lo que recuerda el antiguo enfoque antropológico e infra-
valora el voluntarismo cuya cultura también ser importante. La identidad puede servirse de
intereses que están muy alejados de la cultura como ejercicio personal (Bayart, 1996). Sepa-
rada de la identidad del sujeto y de su cofrabicación del lugar, la identidad se convierte en una
noción que devuelve a la geografía cultural a sus clásicos callejones sin salida.
Por contra, la perspectiva simultánea del sujeto y el lugar en la actividad cultural permite
integrar correctamente el fenómeno de la alteridad (Rodman, 1992; Laplantine, 1999). Esta
cuestión, igualmente valorizada por la crisis actual de la modernidad, se plantea para criticar
el dominio hegemónico de la cultura moderna bajo el precio de una revalorización de las
demás identidades. Acechada por el peligro de que se apoye en un componente esencialista
de la cultura, la cuestión de la alteridad lo tiene todo para salir ganando de la perspectiva
anteriormente comentada. Precisamente porque la alteridad es una fuente de tensiones, entra
de lleno en los procesos de construcción del sujeto y de su lugar. De hecho, se plantea una
cuestión de carácter más general en relación con este tema: la de la comunicación y de aque-
llo que la hace posible, el lenguaje y el discurso.
Se ha observado que los lugares se manifestaban no sólo en el discurso de los geógrafos
y de los habitantes, sino también en su mediación (Berdoulay, 1988 y 1989; Entrikin, 1991;
Tuan, 1991; Brosseau, 1986). Este procedimiento discursivo, y sobre todo narrativo de los
lugares, es totalmente cultural: sitúa al sujeto en el centro de las preocupaciones, puesto que
es éste el que resuelve las tensiones a las que está sometido, fabricando sus propias síntesis,
fruto del tejido de los múltiples lazos que ha podido entablar entre sus aspiraciones y los ele-
mentos pertinentes de su entorno natural y humano. La competencia discursiva y las cualida-
des narrativas son buena muestra de la actividad cultural del sujeto. La geografía cultural, una
disciplina anclada en la reflexividad del sujeto, se convierte también en una disciplina de la
acción.
Concebida de este modo, la geografía cultural se abre a nuevos campos de investigación.
Entre ellos insistiré, en este caso, en las perspectivas, todavía mal extendidas, que se diseñan
con respecto al arte en particular y a la poiética territorial en general.
POLÍTICA TERRITORIAL
1998). Hablamos de la gran fuerza de algunos geógrafos, al haber sabido hacer variar la dis-
tancia hasta el objeto, un poco a la manera de Schrader, así como de haber sabido asociarle el
lector para hacerle entender la complejidad de los lugares, al estilo de Vidal de la Blache
(Laplace-Treyture, 1998). El sujeto, analista o lector, está por lo tanto implicado en la cons-
trucción de la mirada que conforma los lugares. La representación, la imagen, no puede ser
abordada independientemente de los procesos cognitivos que la componen. Se sabe que una
geografía cultural poco sensible al papel activo del sujeto, se enfocó en el condicionamiento
social de la iconografía del paisaje —y de manera particular en las determinaciones ideoló-
gicas y los juegos de poder— (Cosgrove y Daniels, 1988); pero hay otra visión que consiste
en desmontar estas imágenes para recoger los modos de construcción y los procesos cogniti-
vos que la han producido. Esta llamada a la parte activa del sujeto que concibe y construye
nos lleva directamente a la posibilidad de una concepción proactiva de la geografía cultural.
El ejemplo de las políticas patrimoniales permite subrayar, de este modo, hasta qué punto
la cultura está demandada en su parte dinámica. El patrimonio no es un elemento de una cul-
tura anclada en el pasado, sino que entra en un movimiento cultural basado en la búsqueda de
recomposiciones, reordenaciones del territorio: «hay novedad, innovación e incluso creación
por parte del patrimonio» (Degrémont, 2000, p. 66). A este respecto, seguimos viendo que la
cultura no se puede limitar a un dato, heredado o actual. Ciertamente, por una parte, es un
enorme almacén, un patrimonio en el propio sentido de la palabra, tanto ideal como material
o biofísico; pero al mismo tiempo, también incluye algo vivo, algo que se trabaja, algo sobre
lo cual la acción del sujeto es inevitable, indispensable. El patrimonio es uno de los puntos de
apoyo que le permiten al sujeto redefinirse y, por lo tanto, redefinir el lugar e incluso apor-
tarle, bajo una perspectiva ordenadora, las nuevas condiciones de desarrollo.
Con esto se llega al tema de la refundación territorial, proceso de reinversión del espacio
local por una recomposición de las territorialidades (Despin, 2003). El patrimonio entra fácil-
mente en el proceso, puesto que su recalificación se inscribe en la necesaria reformulación
del sentido y de la forma del espacio. Los estudios de casos llevados a cabo en los Pirineos
centrales, espacios marginados por la metropolización y la globalización, demuestran que el
artesano de la refundación territorial se corresponde perfectamente con el sujeto en busca de
autonomía y deseoso por crear las condiciones de su existencia: «liberado de las cargas de la
tradición, [él] reivindica su pertenencia local sin adoptar las actitudes de repliegue de la iden-
tidad o de cerrazón cultural, característicos de ciertos movimientos comunitarios, nacionalis-
tas o fundamentalistas» (ibid., p. 221). La refundación territorial, para reunir las condiciones
del éxito, pasa por el trabajo del sujeto sobre lo que lo funda a sí mismo: la cultura y el lugar.
Es esta parte de reflexión y de creatividad del sujeto lo que la cultura demanda, y que
puede servir, precisamente, para fundar la acción en términos de ordenamiento o de desarro-
llo local. El urbanismo barcelonés hizo un uso ejemplar de ello al acabar la era franquista
(Berdoulay y Morales, 1999). Con el objetivo, sobre todo, de crear un sentimiento de unidad
de la ciudad y, al mismo tiempo, de promover la reestructuración de los barrios, el urbanismo
se centró en microintervenciones en el espacio público, con la esperanza de que éstas impul-
sasen transformaciones en su entorno. Ahora bien, estos ordenamientos de plazas, calles o
jardines públicos, necesitaron de una fuerte participación de artistas mediante la producción
de obras de arte, especialmente esculturas, o mediante su participación en la concepción
general del lugar. Jugando, igualmente, con el aspecto provocador que el arte posee, con su
potencial de recomposición del espacio o con su lado evocador, estas intervenciones estimu-
lan la reflexión del ciudadano o del visitante. Los artistas no dudan en sacar partido de lo que
precisamente permite aportar la cultura como actividad personal: una interrogación, una
reflexión, un trabajo sobre sí mismo y su relación con el mundo. La ejemplaridad del urba-
nismo barcelonés fue, además, ampliada por la habilidad de los diseñadores al jugar tanto con
los referentes culturales particulares de los habitantes, como con la apertura hacia lo univer-
sal.
De hecho, es este doble anclaje —particular y universal— de la actividad cultural el que
le aporta toda su fuerza y pertinencia para el ordenamiento del espacio público. En efecto, la
exigencia de accesibilidad y apertura hacia la alteridad sobre la que se basa el espacio público
no debe, como muchos han afirmado, excluir el recurrir a la cultura con todo lo que ésta
puede divulgar a nivel de particularismos. Concebida como una actividad del sujeto, que con-
voca la tensión entre lo particular y lo universal, la cultura representa, de hecho, un compo-
nente indispensable del buen funcionamiento del espacio público (Berdoulay, Castro y
Gomes, 2000). La geografía cultural está totalmente licitada, tanto por su consideración de
las particularidades sociales o medioambientales, como por su preocupación por la cofabri-
cación del sujeto y el lugar. La atención dirigida hacia las formas, la morfología del paisaje
ordenado, en la medida en que ésta incorpora este enfoque de la cultura, desemboca, pues, en
la motivación de la ciudadanía como parte activa en los asuntos de la ciudad (Borja y Muxí,
2001).
De manera más general, a la geografía cultural, centrada una vez más en la actividad del
sujeto, le conviene cruzar sus problemáticas con las de la geografía política. En efecto, lo cul-
tural y lo político mantienen relaciones que, si son mal concebidas, pueden conducir a lo con-
trario de la democracia, la pertenencia a una cultura particular que puede servir para excluir
a las demás, o a la inversa, la invocación de una cultura llamada universal que sirve para
dominar a aquellas que no lo son tanto. Como consecuencia de estos procesos, se ha comba-
tido con frecuencia el nacionalismo o el internacionalismo de algunos grupos, puesto que
denegaban la participación democrática de todos. Muchos de los conflictos actuales se
corresponden con estas posturas (Berdoulay, 2002). Se ha podido constatar hasta qué punto
los discursos sobre la democracia conllevaban, aunque de manera poco explícita, preocupa-
ciones espaciales (Entrikin, 2000). En definitiva, la aceptación de las tensiones entre lo uni-
versal y lo particular, así como su consideración en una concepción geográfica de la cultura
dirigida hacia la actividad del sujeto, permiten pensar en una mejor construcción democrática
de la sociedad contemporánea.
Por otra parte, al no poder esquivar la cuestión de la relación íntima entre sujeto, cultura
y lugar, tanto la democracia como la participación ciudadana, formuladas con demasiada
frecuencia en términos ageográficos, tienen muchas dificultades para adaptarse a los desafíos
contemporáneos. Esto tiene que ver, por ejemplo, con la organización territorial de una vida
política sometida a una concepción hegemónica de una cultura particular, como es el caso de
la cultura angloamericana frente a los quebequeses (Dupont, 1996). Pero el problema se
extiende a escala planetaria, como demuestran los conflictos generados por la ideología de la
globalización. Ésta se corresponde con un discurso fuertemente metonímico, por el cual,
fenómenos particulares ligados principalmente a ciertos sectores de la economía y las finan-
zas, en territorios concretos, son considerados como generales e incluso universales. Eviden-
temente, esta universalidad se ve fuertemente combatida, aunque sólo sea por el hecho de que
los fenómenos invocados son parciales y están localizados. Pero también es cierto que el dis-
curso de la globalización se salta las dinámicas locales, tanto si son económicas, como polí-
ticas o culturales, y permanece alejado de las aspiraciones humanas por conservar, al mismo
tiempo, el sentimiento local de pertenencia y la apertura hacia el mundo (Allen y Massey,
1995; Tuan, 1996). La pertinencia de la geografía cultural es tanto más grande cuanto que es
necesario aclarar la articulación de las múltiples escalas espaciales a las que recurre el sujeto
para actuar y participar en la construcción de su mundo.
La geografía cultural, fuerte por sus antiguas y estrechas relaciones con la visión antro-
pológica de la cultura, no siempre sacó el máximo partido del cambio epistemológico y teó-
rico que se dibujó en las ciencias humanas y sociales desde la oposición de los enfoques
estructuralistas. Sin embargo, este cambio tiene que ver totalmente con ella. Permite volver a
centrar el enfoque cultural sobre esa dimensión de la cultura, demasiado olvidada, que se
corresponde con una actividad de construcción de sí misma. Ésta, tal y como se acaba de
explicar, se lleva a cabo por la interacción con el medio en el que, con el que y para el que
vive la persona. E incluso a la sombra de la globalización, la geografía cultural así concebida
conserva toda su dimensión.
El enfoque cultural, por el hecho de conservar el acto de la reflexión y los valores, está
abierto a la acción, la de las poblaciones como la del especialista. Con respecto a ello, la geo-
grafía cultural es una ciencia de la acción. Este basculamiento de la perspectiva surge de la
disciplina del gueto intelectual en el que estaba encerrada, y le permite enfrentarse a los
desafíos del mundo contemporáneo. En este sentido, y por utilizar antiguos términos, aunque
de connotaciones tan pertinentes, le permite a la geografía retomar toda su dimensión de cien-
cia moral y política.
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Denis Cosgrove
Universidad de California, Los Angeles
RESUMEN
Este ensayo desarrolla un enfoque eminentemente histórico para rastrear las relaciones
entre el paisaje y la imaginación geográfica. Se examinan los modos de visión y se buscan las
relaciones de éstos con las diferentes formas de percibir el espacio. Se muestra como las imá-
genes del paisaje construyen, a la vez que reflejan, la expresión geográfica de identidades
sociales e individuales. También se explora la expresión de identidades sociales en el paisaje.
La evolución de los significados del paisaje en el mundo occidental es tanto una historia
de cambio en las tecnologías de percepción y modos de representación como de las relacio-
nes visuales sin mediación alguna entre el espectador humano y el espacio material.
ABSTRACT
This essay develops a mainly historical approach in order to search for the relations bet-
ween scenery and geographical imagination. The ways of viewing are examined, and their
relation with the different ways of perceiving space is searched for. It is shown how lands-
cape images construct, while reflecting, the geographical expression of social and individual
identities. The expression of social identities in the landscape is also explored.
The evolution of the landscape meanings in the western world is both a history of change
in the perception technologies and representation ways, as well as of visual relations with no
mediation between human audience and material space.
63
Denis Cosgrove
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experimentaron4. Dada la importancia que tienen los espacios imaginados y de las geografías
en el modo en que se conforma el mundo individual y colectivo, el reciente destronamiento
teórico de la primacía de la visión en la cultura intelectual de Occidente no resulta insignifi-
cante5. La tendencia del racionalismo occidental a igualar visión con conocimiento y razón,
una tendencia que se ve representada fielmente en la frase de uso común, «Ya veo» para
implicar tanto el acto físico de ver como el acto cognitivo de comprensión razonada, ha sido
atacada como un rasgo característico de la Modernidad. Al tratar la mente y el cuerpo como
aspectos inequívocos del ser, la visión se convierte en el principio canalizador a través del
cual la razón intelectual y la «razón» u orden del mundo de los sentidos se pueden interrela-
cionar: el ojo se representa como la ventana hacia un alma racional. Estas suposiciones se
remontan a Aristóteles y han sido reforzadas por el pensamiento escolástico, cartesiano e ilus-
trado. Críticos feministas y post-estructuralistas han cuestionado este tipo de pensamiento
dualista como masculinista, patriarcal y eurocéntrico y han señalado la trascendencia de for-
mas de conocimiento no-visuales y la naturaleza culturalmente determinada del acto de ver
en sí mismo6. Esto ha provocado una revaloración de la primacía cultural de la visión y, como
consecuencia, una reformulación de las relaciones entre paisaje, geografía y el sentido de la
vista.
Ni el espacio ni la visión son temas conceptualmente sencillos. Durante mucho tiempo los
espacios geográficos permanecieron encuadrados y definidos por las coordenadas de la geo-
metría euclidiana, asociada históricamente con los estudios de la física de la luz7. Siempre
que el espacio geográfico permanezca absoluto, anclado conceptualmente en la materialidad
mensurable de un entorno físico externo al cuerpo humano, los paisajes geográficos más
puros serán aquellos que se definan teóricamente en la ciencia espacial. Tales paisajes mate-
rializan la acción humana colectiva y racional influida por los efectos de fricción de la dis-
tancia o describen empíricamente el resultado ecológico de la ocupación humana en regiones
físicas delimitadas. Los «Paisajes Löschan» de puntos jerárquicos nodales o territorios poli-
gonales ejemplifican el primer concepto, mientras que el palimpsesto de los paisajes cultura-
les dentro del catastro del Valle del Bajo Mississippi sería un ejemplo de este último
4 Bell, M.M., 1997, ‘The Ghosts of Place’, Theory and Society, 26, 813-36; Bishop, P., 1994, ‘Residence on
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concepto8. Pero el estudio geográfico hoy en día abarca variadas expresiones de espacio rela-
tivo definidas por coordenadas de experiencia e intención humanas culturalmente diversas.
De igual modo, la vista, la visión y el propio acto de ver —como implican estas palabras tan
variadas— traen consigo mucho más que una simple respuesta de los sentidos, es decir algo
más que la huella pasiva y neutra de las imágenes formadas por la luz en la retina del ojo. La
vista humana es individualmente deliberada y está culturalmente condicionada. El amante ve
sólo el encanto del/de la amado/-a, los habitantes de las ciudades de latitudes templadas no
ven la amplia variedad de superficies nevadas que componen los paisajes polares habitados
por los hablantes de esquimal9. Además, la vista en el mundo moderno es cada vez más pros-
tética, está cada vez más dirigida y se experimenta a través de una amplia serie de ayudas
mecánicas a la visión que aumentan las capacidades del ojo por sí solo: lentes, cámaras, pro-
yectores de luz, retículas y telescopios y microscopios. La coevolución en el Occidente
moderno de la experiencia y el concepto espacial así como de las técnicas y significado de la
visión serán elementos centrales de mi argumentación. El paisaje cultural se puede conside-
rar como una de las expresiones geográficas principales de esta coevolución, cuyo examen
crítico es una de las preocupaciones actuales de la geografía cultural.
Rastrear las relaciones entre el paisaje y la imaginación geográfica requiere un enfoque
eminentemente histórico, que es el he adoptado en este ensayo. Al reconocer la situación de
privilegio que Occidente ha dado al sentido de la vista, en este artículo examino modos de
visión (la vista, la mirada fija, la perspicacia, la visión) y rastreo las relaciones de estos
modos de ver con las diferentes formas de percibir el espacio, como por ejemplo superficie y
profundidad, proximidad y distancia. Muestro cómo las imágenes del paisaje construyen, a la
vez que reflejan, la expresión geográfica de identidades sociales e individuales. Esto revela
asociaciones entre el paisaje e identificadores como género, clase, identidad étnica y edad.
También examino la expresión de identidades sociales en el paisaje, investigando las relacio-
nes territoriales, militares, nacionalistas, imperiales y coloniales con la tierra y sus represen-
taciones en los mapas y en la pintura. A lo largo de este ensayo enfatizo el hecho de que la
evolución de los significados del paisaje en el mundo occidental es tanto una historia de cam-
bio en las tecnologías de percepción (cámaras, lentes, películas y retículas) y modos de repre-
sentación (teorías de la perspectiva y el color) como de las relaciones visuales sin mediación
alguna entre el espectador humano y el espacio material.
LA VISIÓN Y EL PAISAJE
Gran parte del interés reavivado entre los geógrafos culturales en las últimas décadas pro-
viene del reconocimiento, simple pero profundo, de que el acto de ver es una actividad que se
genera de manera cultural. Aprendemos a ver gracias a la mediación comunicativa de pala-
bras e imágenes y estas formas de ver se convierten en «naturales» para nosotros. Pero el des-
8 Bunge, W., 1966, Theoretical Geography, Lund; Corner J., and MacLean A. S., 1996, Taking Measures
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23 Cafritz, R.C. et al. Lawrence Gowing, David Rosand, 1988, Places of Delight: the Pastoral Landscape,
Washington, D.C. & New York, Crown; Cosgrove, D., 1993, The Palladian Landscape: Geographical Change and
its Cultural Representations in Sixteenth-Century Italy. Leicester and London, Leister University Press 222-251;
Jenkins, R., 1998, Virgil’s Experience: Nature and History: Times, Names, and Places, Oxford: Clarendon Press;
New York: Oxford University Press, 131-208.
secular en el arte occidental. Más allá del racionamiento obvio de que no todas las culturas
establecerían una relación inmediata entre un dibujo superficial de óleos pigmentados sobre
un lienzo (o, en esta reproducción, de puntos de tinta sobre papel blanco) y una figura
humana femenina tumbada en un claro vespertino, mi reproducción de la imagen de Gior-
gone registra y activa toda una serie de respuestas en ti, el espectador y lector. Si mi texto no
hiciese referencia alguna a la imagen, si se reemplazase por una reproducción fotográfica en
color de una escena real de este tipo, si conocieses a la joven, si la imagen se utilizase para
ilustrar una narración erótica o sagrada, si el lector/ espectador es una musulmana devota o un
colegial americano de trece años —en cada uno de estos casos el significado de la imagen se
transformaría de acuerdo con convenciones de ver también cambiadas.
El cuadro de Giorgione nos pone sobre aviso de las poderosas relaciones que existen entre
el acto de ver, la vista y el espacio. Para encontrarle sentido al cuadro tenemos que aceptar
determinadas convenciones de representación del mundo exterior sobre una superficie plana.
Entre éstas están la profundidad tridimensional del espacio representada dentro del marco y
su extensión lateral más allá del marco, las reglas de perspectiva por las cuales se asume que
los elementos más pequeños están más lejos y convenciones de perspectiva aérea por las cua-
les los elementos menos definidos y de tonos azules son los que están más lejos. Trataré estás
convenciones figurativas más adelante, por eso, ahora lejos de abordarlas, consideraré el
tema de este cuadro. La presencia de una figura humana desnuda en un campo abierto lleno
de hierba altera las relaciones convencionales entre la vista y el espacio. Normas culturales
muy fuertes confinan la desnudez humana de manera casi exclusiva al espacio privado, y
definen esta privacidad como alejamiento de la vista. Lo que se puede ver, por quien y dónde
se encuentran entre las consideraciones culturales más esenciales y controvertidas a la hora
de dar formas al espacio social. Las geografías de lo que se puede ver están por norma gene-
ral más reguladas que las de lo que se puede escuchar, oler, sentir o saborear. El poder que las
convenciones de visibilidad ejercen sobre la ubicación en el caso de la desnudez se ilustra por
el hecho de cómo nos sentiríamos la mayor parte de nosotros manteniendo una conversación
telefónica desnudos. Las barreras u obstáculos que se ponen a la visión y a la inversa, la pene-
tración de la visión en el espacio son factores determinantes y significativos del paisaje mate-
rial. Estas convenciones culturales, activadas por esta imagen, han estado sujetas a revisión
crítica en la geografía cultural reciente.
El lenguaje capta parte de la rica complejidad cultural de la visión. Un vistazo es diferente
de una mirada fija y la vista es diferente de la visión. Al tener en cuenta el uso activo del sen-
tido de la vista la mayoría de las lenguas realiza una distinción básica entre ver y mirar (así en
francés tenemos voir/regarder, en italiano videre/guardare). El primero sugiere el acto físico
pasivo de detectar el mundo exterior con el ojo; el segundo implica un movimiento intencio-
nado de los ojos hacia el objeto de interés. En inglés, viewing implica un uso prolongado y
desinteresado del sentido de la vista mientras que witnessing «presenciar, ser testigo» sugiere
que la experiencia de ver se está registrando con la intención de su verificación o posterior
comunicación. Gazing implica un acto de ver prolongado en el que se despiertan emociones
de algún tipo mientras que staring contiene un significado similar pero expresa un sentido de
pregunta o enjuiciamiento por parte del espectador. Esta complejidad en el lenguaje de uso
común relacionado con el sentido de la vista sugiere ya parte de su significación cultural en
nuestras relaciones con el mundo exterior, tanto con los objetos físicos como con otra gente.
Como indica el propio doble sentido de «ya veo,» las relaciones entre el acto de ver y el acto
cognitivo son igualmente complejas. La «perspicacia» capta la capacidad humana para ver
más allá de lo que es inmediatamente visible para el ojo, es decir la idea de que los humanos
pueden ser capaces de ir más allá de la superficie que se capta físicamente hasta llegar al sig-
nificado invisible. «La visión» es a la vez una función fisiológica y una capacidad imagina-
tiva en la que de algún modo se presencian fenómenos no-materiales.
Las conexiones entre la visión y la imaginación sugieren nuevas complejidades culturales
añadidas al sentido de la vista y al acto de ver. La imaginación es la capacidad de crear imá-
genes que no existen con anterioridad en la mente de su creador y funciona con las materias
primas de la experiencia (no tiene otras disponibles) para crear y dar forma a nuevos fenó-
menos. La imaginación está por tanto íntimamente ligada al arte humano y encuentra expre-
sión en el mundo de cada uno de los sentidos: en la música que se oye, en la comida que se
degusta, en los movimientos corporales, perfumes olidos y en las representaciones gráficas
que atraen el ojo. El poder afectivo único de las imágenes visuales ha generado desde siem-
pre ansiedad, dando lugar al control social de su producción y efectos, desde la censura de
Platón de las imágenes pintadas hasta la iconoclasia religiosa, o a las preocupaciones secula-
res sobre la pornografía y la violencia en las películas. La regulación social apunta a una
estrecha relación entre el sentido de la vista y el comportamiento físico del cuerpo, entre pala-
bras virtuales y materiales. No logramos entender del todo la naturaleza de esa relación pero
está en el centro de un intento histórico constante por parte de la cultura occidental de acer-
car incluso más si cabe la imagen visual y el mundo material.
REPRESENTANDO EL PAISAJE
Geográficamente la idea del paisaje es la expresión más significativa del intento histó-
rico de reunir imagen visual y mundo material y es en gran medida el resultado de ese pro-
ceso. Las raíces etimológicas del paisaje radican en las conexiones sustanciales entre un
colectivo humano (denotado por los sufijos -schaft, -ship, -scape) y sus derechos públicos o
de usufructo sobre los recursos naturales de un área delimitada (land) como está establecido
en el derecho consuetudinario. Pero desde su aparición en la lengua inglesa a finales del
siglo XVI, este uso se ha subordinado siempre al del paisaje como un área de tierra visible
para el ojo humano desde una posición estratégica24. Esta posición estratégica puede ser un
sitio elevado, es decir, una colina o una torre desde la cual se pueda disfrutar del panorama,
o también esta posición podría estar proporcionada o mejorada por un instrumento como un
espejo o unos prismáticos; podría ser también el caldo de cultivo para un dibujo, un cuadro,
un mapa o película25. En cualquiera de estos casos, la ubicación sirve para separar física-
mente al espectador del espacio geográfico contemplado. Y, como denota el término «posi-
ción estratégica,» el paisaje establece una relación de dominio y subordinación entre el
24 Cosgrove, D. Social Formation and Symbolic Landscape: 189-222; Helgerson, R., 1992, Forms of Nation-
hood: the Elizabethan Writing of England, Chicago, University of Chicago Press; Turner, J., 1979, The Politics of
Landscape: Rural Scenery and Society in English Poetry 1630-1660, Oxford, B. Blackwell.
25 Nuti, L., 1999, ‘Mapping Places: Chorography and Vision in the Renaissance’ in Cosgrove, Mappings: 90-
108; Charlesworth, M., 1999, ‘Mapping, the Body and Desire: Christopher Packe’s Chorography of Kent’, in ibid.,
109-24.
La idea de una respuesta estética está implícita en este proceso. «Estética» tiene en este
contexto dos sentidos: la acepción neutral en el sentido de impresión sensorial (también con-
tenido en su opuesto: «anestésico») y una acepción más evaluativa del placer sensorial y la
belleza. La impresión sensorial es la de un ojo incorpóreo que registra las cualidades forma-
les y compositivas de una superficie que se tiende a su mirada. La relación entre tales impre-
siones sensoriales y la facultad de la imaginación era el tema de las diferenciaciones
filosóficas de los siglos XVIII y XIX entre paisajes sublimes, bellos y pintorescos27. Las rela-
ciones entre el paisaje y el espectador están por consiguiente doblemente distanciadas, pri-
mero por la distancia física entre punto de observación y superficie y segundo por la
separación entre el ojo (cuerpo) y la imaginación (mente). Este distanciamiento, sin embargo,
también da lugar a una relación de poder que privilegia al espectador sobre lo visto. La auto-
ridad que se le ofrece al espectador del paisaje puede ser real y material, como en el caso de
los terratenientes ingleses del siglo XVIII que reorganizaban los campos, los setos, los sotos
y los edificios que había en sus haciendas para adaptarlos a las convenciones estéticas del pai-
saje: «vistas agradables»28. Hoy en día es más frecuente que se ejerza ese poder sobre el tipo
de paisajes que elegimos experimentar y sobre el juicio que hacemos de ellos como turistas,
excursionistas, fotógrafos, aficionados al cine o visitantes de las galerías de arte: «disfrutar
del paisaje».
El paisaje denota por tanto principalmente la geografía tal y como se percibe, se retrata, y
se imagina. Esto no implica que el paisaje, en cuanto objeto de estudio y reflexión geográfi-
cos, sea superficial o insignificante desde el punto de vista intelectual, aunque la visión
obviamente privilegia la superficie y la forma sobre la profundidad y el proceso. Pero vista y
acción están íntimamente relacionadas. Un ejemplo elocuente es la denominación, demarca-
ción de límites y administración de ciertas áreas geográficas como «parques nacionales».
Este proceso comenzó en Estados Unidos a principios del siglo XX cuando algunas áreas
forestales de las Montañas Rocosas y de las Sierras Occidentales, espectaculares desde el
punto de vista visual, llamaron la atención de naturalistas consagrados. Muchos de ellos se
sintieron atraídos por estas áreas por la reproducción que de ellas se había hecho en cuadros,
dioramas y fotografías y además les fue posible acceder a ellas cómodamente gracias a las
líneas de ferrocarril recién construidas29. Hoy en día se han señalado en casi todas las nacio-
26 Appleton, J., 1996, The Experience of Landscape, New York, John Wily & Sons, 22-5.
27 Ballantyne, A., 1997, Architecture, Landscape and Liberty: Richard Payne Knight and the Picturesque,
Cambridge & New York, Cambridge University Press; Barrell, J., The Dark Side of the Landscape: The Rural Poor
in English Painting 1730-1840, Cambridge, Cambridge University Press.
28 Daniels, S., 1999, Humphry Repton: Landscape Gardening and the Geography of Georgian England,
New Haven & London, Yale University Press; Muir, R., 1999, Approaches to Landscape, London, Macmillan
Press, 149-81.
29 Novak, B., 1980, Nature and Culture: American Landscape and Painting 1825-1875, New York; Morin, K.
M., 1998, ‘Trains through the Plains: The Great Plains Landscape of Victorian Women Travelers’, Great Plains
Quarterly 18, 235-56.
nes estos paisajes protegidos y este principio se ha aplicado a todo el continente de la Antár-
tica. Aunque la preocupación por la preservación de su flora y de su fauna ha sido siempre
una poderosa fuerza que motivaba la elección y designación de estas áreas, es su apariencia
visual como paisaje lo que ha mantenido convencionalmente su atractivo público. Estas áreas
se han convertido en lugares de relaciones complejas y a veces incluso de controversia entre
intereses científicos, sociales y estéticos alrededor de cuestiones de administración de la
«naturaleza,» acceso al espacio y codificación de actuaciones30. Las implicaciones políticas
se hacen notables en la designación de tales zonas como «parques» un término cuya historia
denota la apropiación estética de espacios naturales para la caza, el recreo o el placer. Puede
que la mayoría de los ciudadanos nunca haya visitado estos paisajes, pero los conocen y los
aprecian a través de imágenes pictóricas. Muchos, por ejemplo, conocen el parque nacional
americano a través de las imágenes depuradas que ofrecen las fotografías excesivamente
estéticas del desierto occidental de Ansel Adams31. Las relaciones entre imagen y acción y
entre lo material y lo imaginativo en el paisaje han evolucionado en conexión directa con los
cambios que se han producido en las tecnologías que tienen que ver con la visión y represen-
tación del espacio.
Las ideas y la experiencia modernas que se tienen del paisaje han evolucionado en íntima
relación, no sólo con los cambios en la propiedad y el uso de la tierra sino también con las
tecnologías que se emplean para la visión y representación del espacio. En las regiones eco-
nómicamente progresistas y urbanizadas de la Europa de la baja Edad Media —el norte de
Italia, el sur de Alemania y Flandes— el resurgimiento de la población, el comercio y la cul-
tura urbana tras la Peste Negra de 1350 fueron testigos de la propagación de nuevas formas
de propiedad y producción rural. Cada vez más el capital y la autoridad urbanos fluían entre
los núcleos urbanos y hacia el interior del país, iniciando procesos de cambio social y econó-
mico que continúan aún hoy en día. La inversión urbana hizo que la agricultura pasase de ser
un modo de vida localizado, colectivo y en su mayor parte autosuficiente a convertirse en una
industria a través de la que se movilizaba tierra y mano de obra para producir beneficios. Las
nuevas formas de explotación de la naturaleza así como a aquellas personas que la trabajan
requerían también nuevas formas de conocimiento y representación del mundo natural, pri-
mero a nivel local y finalmente a lo largo y ancho del globo. Un ejemplo de este proceso es
la exigencia de registro y medidas exactas de los espacios naturales productivos con el fin de
establecer la propiedad y cierto control en el marco del mercado inmobiliario. De este modo
surge el invento y uso a partir del siglo XV de técnicas topográficas que incluyen manuales,
instrumentos para medir distancias, ángulos, alturas y áreas y la aparición de mapas catastra-
30 Cosgrove, D., 1995, ‘Habitable Earth: Wilderness, Empire, and Race in America’, in D. Rothenberg ed,
Wild Ideas, Minneapolis, Minn., University of Minnesota Press, 27-41; Newmann R. P., 1995, ‘Ways of Seeing
Africa: Colonial Recasting of African Society and Landscape in Serengeti National Park’, Ecumene 2, 149-170;
idem, 2000, Inventing Wilderness, Oxford University Press; Grove, R. H., 1995, Green Imperialism: Colonial
Expansion, Tropical Island Edens, and the Origins of Environmentalism, 1600-1860, Cambridge & New York,
Cambridge University Press.
31 Shama, S., 1995, Landscape and Memory, New York, A. A. Knopf, New York, 7-10.
les y de bienes relictos. Todo ello ya era de uso común a lo largo y ancho de Europa a mitad
del siglo XVI pero se mejoraría y se extendería en los siglos sucesivos para volver a trazar las
fronteras de las tierras de fincas cercadas, para drenar y mejorar regiones enteras como la
Cuenca del Po en Italia, los Países Bajos, el Vendée en Francia o los Fenlands ingleses, y para
colonizar y apropiarse de las tierras en aquellas regiones de ultramar, recién descubiertas para
los europeos32.
Desde aproximadamente el 1500, en los centros urbanos de estas regiones, por ejemplo en
Nuremberg, Amberes, Venecia y Florencia, los comerciantes, eruditos y artesanos creaban
instrumentos, mapas y cuadros para regular y celebrar la riqueza, el poder y la belleza de su
región o ciudad natal. La vista de pájaro que Jacopo de Barbari hace de Venecia o el mapa de
Florencia de Roseelli en el que el artista se incluye a sí mismo sentado en las colinas en
Fiesole así como la imagen en color de las torres y las agujas de Nuremberg que se erigen
orgullosas en campos abiertos y el bosque real, datan todos ellos de esta época e iniciaron una
larga tradición de mapas y vistas que celebran el paisaje urbano33. A esos mismos comer-
ciantes y patricios que loan sus ciudades de este modo, se les encargan «corografías» o des-
cripciones detalladas de sus regiones de procedencia, dibujadas y pintadas con el propósito de
ofrecer una impresión visual inmediata de las tierras en las que han invertido su capital. Pero
también compraban «cosmografías» para decorar sus paredes, pequeños cuadros, parecidos
ya a verdaderas joyas, que ofrecían imágenes panorámicas de los extensos horizontes más
allá de aquellos en los que se movía su mercancía34. Las imágenes pintadas de la ciudad y el
país ofrecían oportunidades para invertir y exhibir riqueza y orgullo nacional y, para su pro-
ducción, se requerían materiales costosos y una gran habilidad por parte del artista35. La
popularidad de estas escenas de la naturaleza, la tierra y el espacio urbano, a las que se les dio
el nombre de «paisajes» se extendió rápidamente en los siglos XVI y XVII especialmente en
Holanda, Inglaterra y Lombardía, las regiones europeas en las que el avance de las formas
capitalistas de posesión de la tierra fue más rápido. Desde el 1600 la invención y el rápido
desarrollo de la tecnología de las lentes en los microscopios y telescopios abrió nuevos espa-
cios para la visión humana y se recibieron con entusiasmo como instrumentos de ayuda para
pintar y trazar mapas del espacio36. Este tipo de tecnología sirvió para aumentar esa identifi-
cación entre la observación empírica, el razonamiento matemático y el conocimiento, lo que
llamamos revolución científica. En la jerarquía académica de las bellas artes, el paisaje fue
durante mucho tiempo culturalmente inferior al arte de retratar y a los óleos que representa-
ban acontecimientos sagrados o históricos. El gusto por el paisaje fue básicamente burgués y,
a comienzos del siglo XIX, su práctica, especialmente las acuarelas, se había convertido en
una marca de cultura de las clases medias.
32 Cosgrove, D., 1991, Palladian Landscape: 123-135; Mariage, T., 1998, The World of Andre Le Notre, Phi-
ladelphia Penn, University of Pennsylvania Press.
33 Schulz, J., 1978, ‘Jacopo de’ Barbari’s View of Venice: Map-Making, City Views and Moralized Geo-
graphy Before the Year 1500’, The Art Bulletin, 60, 1978, 425-74; Nuti, L., 1999, ‘Mapping Places: Chorography
and Vision in the Renaissance’ en Cosgrove, Mappings: 193-212; Soderstrom, O., 2000, Des Images Pour Agir: Le
Visuel en Urbanisme, Lausanne, Editions Payot.
34 Wood, C.S., 1993, Albrecht Altdorfer: and the Origins of Landscape, Reaktion Books, London, 45-50.
35 Alpers, S., 1984, The Art of Describing: Dutch Art in the Seventeenth Century, University of Chicago Press.
36 Kemp, M., 1990, Science of Art.
37 Heffernan, M., 1998, The Meaning of Europe: Geography and Geopolitics, London and New York, Arnold,
170.
38 Martins, L.L., 1999, ‘Mapping Tropical Waters: British Views and Visions of Rio de Janeiro» en Cosgrove,
Mappings, 148-168.
39 Cosgrove, D., 2001, Apollo’s Eye: A Cartographic Genealogy of the Earth in the Western Imagination, Bal-
timore, Johns Hopkins University Press, 239-240.
actores principales de una épica modernista de lucha por la vida y la tierra. Las convenciones
estéticas del paisaje se han reforzado continuamente gracias a las novedades que han ido sur-
giendo en la visión mecanizada y asistida que hoy domina nuestras vidas cotidianas a través
de la televisión, el vídeo, las películas y las imágenes publicitarias40. Las vistas conseguidas
a través de medios mecánicos así como las imágenes del espacio como paisaje han evolucio-
nado hasta convertirse en fotos satélite, imágenes por control remoto, simulaciones interacti-
vas y otras tecnologías gráficas avanzadas, ofreciendo a los estrategas, planificadores y al
ciudadano una vista privilegiada alrededor de la topografía del planeta, localizada, trazada a
escala y manipulada casi a voluntad. La realidad virtual (VR) que emplean los estrategas
militares, los arquitectos y planificadores en las aplicaciones informáticas de diseño asistido
por ordenador (DAO) y que se utiliza en las películas y paquetes de entretenimiento personal
permite construir en el espacio virtual tras la superficie de la pantalla del ordenador comple-
jas e imaginarias topografías y morfologías del paisaje y crea la ilusión de entada y movi-
miento sin fricción a través de estos espacios. El ojo atraviesa los paisajes de la realidad
virtual y si bien ciertas técnicas relacionadas permiten que se estimulen otros sentidos corpo-
rales, la acción física de los miembros del cuerpo se elimina para favorecer una experiencia
puramente estética.
atraían a un gusto formado por la literatura latina o por geografías imaginadas de lo exótico42.
Los cuadros paisajísticos del artista Claude Lorraine se pusieron de moda y se convirtieron en
marcas de riqueza y estatus en la buena sociedad inglesa, vendiéndose los originales a precios
muy altos y generándose gran multitud de réplicas/reproducciones. Las escenas nórdicas
también pasaron a encuadrarse, componerse e iluminarse con una tenue luz mediterránea. Las
imágenes pintadas pasaron a organizar la visión de paisajes reales gracias a la invención de
un instrumento circular convexo denominado «el cristal de Claude» una superficie pulida de
cobre con la que se podía encuadrar y teñir las vistas reales hasta parecerse a las pintadas. El
uso de este instrumento requería que el espectador apartase la vista de la escena, privile-
giando el ojo y distanciándolo de la realidad material de un modo tan efectivo como el de una
pantalla cinematográfica o un monitor de televisión.
Si bien el «cristal de Claude» fue algo efímero, su asociación con la transformación de los
espacios físicos de acuerdo con los gustos pictóricos ha perdurado mucho más. El deseo de
manipular y reorganizar el mundo natural de acuerdo con una imagen de perfección está muy
difundido y algunos individuos con riqueza y poder han conseguido hacerlo realidad gracias
al diseño de parques y jardines. En la mayor parte de las civilizaciones se ha dejado constan-
cia histórica de este hecho43. Hay, sin embargo, una diferencia entre el jardín —convencio-
nalmente un espacio cercado con tapia, valla o delimitado de cualquier otro modo cuyos
placeres sensoriales tienen tanto que ver con el sentido del olfato, del oído, del gusto y del
tacto como con la vista— y el paisaje diseñado. «La arquitectura de jardines» implicaba
reformular la frontera visual entre los espacios de recreo y los espacios de producción. El jar-
dín paisajístico es una ilusión pictórica creada a partir de los derechos de propiedad y de las
estrategias de inversión del capitalismo que se mencionaron anteriormente. A menudo impli-
caba eliminar los derechos de propiedad de la tierra y la identidad preexistentes (denotados en
el significado primigenio de «paisaje») a cambio de realizar alteraciones «pintorescas» en la
tierra que venían determinadas por las preferencias estéticas. Modelar paisajes reales de
acuerdo con imágenes pictóricas ha sido el la base de la arquitectura de jardines. La seña de
identidad del modo en que Humphry Repton abordó el problema de cómo rediseñar las
haciendas inglesas eran sus esbozos en color con solapas pegadas que se podían girar para
demostrar así los efectos visuales de sus mejoras44. Los estilos cambiantes en la arquitectura
y el diseño de jardines han ido constantemente parejos a los cambios que se produjeron en las
artes visuales y sólo en estos últimos años se han comenzado a estudiar en la arquitectura de
jardines, desde un punto de vista crítico, las implicaciones de su relación con la vista, siendo
similares, en cuanto a atención a las implicaciones ecológicas, políticas y sociales de su
diseño y selección se refiere, a los intereses radicales de los geógrafos culturales45.
42 Pugh, S., 1988, Garden, Nature, Language, Manchester & New York, Manchester University Press & St.
Martin’s Press; Said, E., 1993, Culture and Imperialism, New York: A. A. Knopf; Birmingham, A., 1986, Landscape
and Ideology: The English Rustic Tradition 1740-1860, Berkeley, University of California Press; Shama, Landscape
and Memory, 453-62.
43 Warnke, M., 1994, Political Landscape: The Art History of Nature, London, Reaktion Books, 39-52; John
Dixon Hunt, 2000, The Idea of the Garden, Philadelphia, University of Pennsylvania Press.
44 Daniels, S., 1999, Humphry Repton.
45 Corner, J. ed., 1999, Recovering Landscape: Essays in Contemporary Landscape Architecture, New York,
Princeton Architectural Press.
El tratamiento del paisaje como un proceso en el que las relaciones sociales y el mundo
natural se constituyen mutuamente en la formación de escenas visibles, espacios vividos y
territorios regulados democratiza y politiza lo que, de otro modo, sería una exploración natu-
ral y descriptiva de morfologías físicas y culturales. Así pues se introducen en el estudio del
paisaje cuestiones de formación de la identidad, expresión, actuación e incluso conflicto.
Estas cuestiones se han estudiado a través de la solidaridad de clase e identidad étnica y a tra-
vés de la atribución y experiencia de la diferencia de género.
El paisaje y la clase
Hoy en día no está de moda el uso de la «clase» como una categoría significativa para el
estudio del paisaje, en parte debido a la tendencia del Marxismo a reducir toda la cultura a la
conciencia de clase47. Pero la historia del paisaje occidental que he trazado a grandes líneas
aquí a menudo vio cómo el diseño estético y los llamamientos a la naturaleza se utilizaron
para ocultar una dramática desigualdad social. En la Inglaterra del siglo XVIII por ejemplo,
la relación entre la eliminación de los derechos comunales sobre la tierra y los recursos natu-
rales y la expropiación física de las comunidades por un lado y la creación de agradables vis-
tas de los parques paisajísticos por otro estaba ampliamente reconocida en su momento y ha
46 Daniels, S., 1989, ‘Marxism, Culture, and the Duplicity of Landscape’, en R. Peet and N. Thrift eds. New
Models in Geography, vol. 2, London, 196-220.
47 Mitchell, D., 1996, The Lie of the Land: Migrant Workers and the California Landscape, Minneapolis &
London, University of Minnesota Press; Cosgrove, D., 1998, Social Formation, ensayo introductorio.
sido objeto de profundo estudio desde entonces48. «Pueblos modelo» como Nuneham Court-
ney, Great Tew, Brocklesby o Elsinor se erigieron a lo largo de autopistas de peaje al borde de
estos parques paisajísticos para alojar a los labriegos que tuvieron que ser recolocados al
encontrarse sus casas en sitios inoportunamente visibles de un lado al otro del landskip (pai-
saje) de su señoría, un proceso al que se le puede encontrar su paralelo en la disposición for-
mal de la casa grande y las viviendas de los esclavos en el sur de Estados Unidos49. A menudo
el diseño de los pueblos reflejaba más los pintorescos gustos visuales de los propietarios de la
tierra que las necesidades prácticas de los agricultores arrendatarios. Los signos visibles de
exclusión social —en forma de cercas, adornos y plantaciones— eran con frecuencia objeto
de ataques y destrucción por parte de los aldeanos desahuciados. La popularidad de la que
gozaban entre los terratenientes ingleses de finales del siglo XVIII las armoniosas escenas
paisajísticas en las que las tareas agrícolas se desvanecían en la distancia ha sido interpretada
como un reflejo de las preocupaciones de los terratenientes frente al Jacobinismo francés.
La clase y el paisaje moldearon también el diseño de los parques y jardines urbanos y
municipales del siglo XIX. A ambos lados del Atlántico, se generaron crisis en la sanidad y la
salud así como delincuencia al hacinar en ciudades, cuyas estructuras espaciales eran inade-
cuadas para satisfacer las necesidades básicas, a gran número de obreros de las fábricas a los
que se les pagaban sueldos ínfimos y a los que se proveía con viviendas inadecuadas. Estas
crisis se hicieron evidentes en las epidemias de tifus y de cólera de mediados de siglo, que
supusieron una amenaza directa para las vidas y sentimientos burgueses. La respuesta de las
clases medias fue mudarse a los márgenes suburbanos de las ciudades y a rodear las quintas
individuales de paisajes en miniatura basados en los diseños de los muestrarios y utilizando
plantas traídas de todos los confines del planeta colonizado. Estos diseños serían los proge-
nitores del jardín o el patio suburbano moderno50. En el espacio público, el trazado de los
nuevos cementerios en las periferias urbanas así como el trazado de parques y jardines muni-
cipales aunó los principios del diseño pintoresco y los efectos reguladores de «recreación
racional». Éstos pusieron en vigor elegantes paseos a lo largo de senderos serpenteantes así
como la observación pasiva de la forma y el color de las arboledas y de los parterres y las
obras ornamentales de herraje. Este tipo de paisajes «para ser vistos» se diseñaron como con-
tribución tanto a la salud pública como a la educación moral de la clase trabajadora industrial.
Pero el paisaje regulado no siempre encajaba con las exigencias de recreo de estos grupos. En
Boston, Nueva York y Chicago, por ejemplo, entre los trabajadores industriales inmigrantes
se preferían los campos de béisbol a los parterres51.
La capacidad que tiene el paisaje para ocultar y suavizar visualmente las realidades de
explotación y para «naturalizar» aquello que constituye un orden espacial socialmente elabo-
48 Barrell, Dark Side; Daniels, S. and Seymour S., 1990, ‘Landscape Design and the Idea of Improvement’, en
R.A. Butlin (eds.), 1990: An Historical Geography of England and Wales, second edition, London, 487-520; Rosenthal,
M., Payne C., and Wilcox S., 1997, Prospects for the Nature: Recent Essays in British Landscape 1750-1880, New
Heaven and London, Yale University Press.
49 Stewart, L., 1995, ‘Louisiana Subjects: Space and the Slave Body’, Ecumene 2, 227-246.
50 Preston, R., 1994, ‘«The Scenery of the Torrid Zone»: Imagined Travels and the Culture of Exotics in Nine-
teenth-Century British Gardens’, F. Driver and D. Gilbert (eds.) Imperial Cities, Manchester and New York, Man-
chester University Press, 194-214.
51 Young, T., 1995, ‘Modern Urban Parks’, Geographical Review 85, 535-55.
rado continúa hasta la actualidad. El paisaje agrícola de California, representado desde hace
mucho tiempo a través de imágenes utópicas de una ruralidad edénica compuestas de bos-
quecillos de naranjos, campos de fresas, palmeras y rosas colocadas sobre un fondo de leja-
nas montañas azules bajo un cielo dorado, oculta continuas, y con frecuencia, brutales luchas
por la tierra y el agua entre terratenientes y braceros inmigrantes52. Estos últimos, viviendo en
campamentos de caravanas que riegan con menos cuidado que las cosechas que cultivan y
curtidos por la luz del sol y los productos químicos que producen la «perfección» hortícola,
son tan invisibles en las imágenes convencionales del paisaje de California como lo son en
las autopistas del estado. La capacidad que tiene el paisaje para ocultar bajo una superficie
lisa y estética la mano de obra que lo produce y lo mantiene es un resultado directo de sus
cualidades pictóricas y de su identificación con la «naturaleza» física, situando lo histórico y
lo contingente más allá de toda reflexión crítica.
Al igual que con la clase, la diferenciación de la gente por medio de diferencias naturales
o biológicas atribuidas encuentra un medio de expresión y de refuerzo en el paisaje. La raza
es un modo de diferenciación social basado en las diferencias visibles entre los cuerpos
humanos. Un ejemplo obvio y relativamente inocuo de la incorporación de la raza al paisaje
es el «barrio chino» que existe en la mayoría de los centros metropolitanos, indicado por un
repertorio estándar de símbolos arquitectónicos y gráficos que a menudo sustituyen antiguas
formas espaciales de exclusión y de demarcación espacial mucho menos inocentes53. El con-
cepto de «raza» o el que es más corriente hoy en día «identidad étnica» atribuye importancia
a las distinciones visibles en cuanto al color de la piel, fisonomía y forma corporal. Una
colección chocante de fotografías que la artista inglesa Ingrid Pollard tomó en los años 1980
centraba su atención en las conexiones normalizadoras entre el paisaje y la identidad étnica.
Como mujer negra, las imágenes de Pollard pretenden captar tanto el apego negativo a la
naturaleza inglesa como el sentido de encontrarse «fuera de lugar» excluida de un paisaje
rural. Implícita, y a veces explícitamente, la cultura inglesa sitúa a la gente negra en las ciu-
dades, haciéndolos parecer inoportunos en el paisaje inglés. El impacto de sus fotografías
radica en el reto que suponen para esas expectativas visuales.
Las relaciones entre el paisaje y la identidad étnica son mucho más profundas que la pre-
sencia visible de «forasteros, intrusos» en una escena paisajística. La conservación, el
diseño y la apariencia del paisaje ha hecho uso de la teoría y lenguaje ecológicos para deter-
minar la conveniencia de elementos paisajísticos, valiéndose para ello de la autoridad que
tiene la ecología como ciencia para determinar «acontecimientos» naturales y la propiedad
de ubicación. El indigenismo americano da cuenta en parte de la influyente «Escuela de la
Pradera» de arquitectura paisajística y sus sucesores en California y Arizona. Al igual que el
arquitecto del paisaje Willy Lange en Alemania, los partidarios de esta escuela abogaron por
52 Barron S. et al., 2000, Made in California: Art, Image, and Identity 1900-2000, Los Angeles County
Museum of Art & University of California Press, 65-101; Mitchell, Lie of the Land.
53 Lai, D. C., 1997, ‘The Visual Character of Chinatowns’ en P. Groth and T. W. Bressi (eds.), Understanding
Ordinary Landscapes, New Heaven and London, Yale University Press, 81-84.
El paisaje y el género
la mujer y su posición en el paisaje, aspectos estos que de otro modo resultaría absurdos. En
la narración clásica de un «descubrimiento» de este tipo, al espectador masculino se le castiga
por su voyerismo reduciéndolo a un estado natural. Así Actea se convirtió en un ciervo al que
mataron sus propios perros de caza por el error de contemplar a Diana bañándose. En la for-
mulación moderna, sin embargo, el cuerpo femenino se asocia completamente con la natura-
leza y ambas, por su condición de propiedad pasiva de los hombres, están abiertas a una
mirada penetrante e intransigente.
Con frecuencia se ha criticado el placer intensamente visual que implica la representación
y visión de la naturaleza como paisaje por tratarse de una expresión irreflexiva del poder
patriarcal expresado en un erotismo masculino explícitamente heterosexual. La asociación de
las formas topográficas lisas y serpenteantes líneas «de la belleza» del paisaje pintoresco con
el cuerpo femenino tiene una larga historia55. El problema va más allá de lo puramente repre-
sentacional: la explotación de la «tierra» virgen por la agricultura y las practicas de extrac-
ción a gran escala se han legitimado desde hace tiempo apelando a la ciencia racional con un
lenguaje de conquista, control y subordinación. Las relaciones alternativas de la tierra con el
pensamiento racional y la objetividad asociados con la visión se han desvalorizado en parte
por su asociación con el sentimiento y la bondad. La lógica, la lengua y la imaginería de la
ingeniería paisajística del siglo XX, observable por ejemplo en las grandes presas del oeste
americano o de la antigua Unión Soviética o en la propuesta de Edward Teller denominada
«Project Ploughshare» (Proyecto Reja del Arado) y consistente en explosiones nucleares
ambientales para excavar canales y puertos, tienen claras conexiones de género56. Mientras
que las formas que adopta el patriarca para presentar la feminidad son variadas y contradic-
torias —así se la presenta como irracional, inexplicable e insensata con tanta frecuencia
como sentimental, dulce y dócil— la subordinación de la naturaleza al poder controlador de
la razón e ingenuidad masculina es un tropo constante. Críticos y artistas feministas han
intentado reformular las asociaciones modernistas entre el paisaje, el cuerpo y la feminidad,
y lo han hecho enfatizando el cuerpo como constructo social y su potencial creativo y seña-
lando las posibilidades de volver a ver la naturaleza en términos de cuerpos masculinos y
masculinidades alternativas57.
55 Mulvey, M., 1989, Visual and other Pleasures, Houndsmills, Macmillan; Nash, C., 1996, ‘Reclaiming
Vision: Looking at Landscape and the Body’, Gender, Place, Culture 3, 149-69.
56 Kirsh, S., et al., 1998, ‘Nuclear Engineering and Geography’, Ecumene, 5, 263-322.
57 Norwood, V. & Monk, J. eds., 1987, The Desert is No Lady: Southwestern Landscapes in Women’s Writing
and Art, New Haven, Yale University Press; Pratt, M. L., 1992, Imperial Eye: Travel Writing and Transculturation,
London & New York, Routledge; Bunn, D., 1994, ‘«Our Wattled Cot»: Mercantile and Domestic Space in Thomas
Pingle’s African Landscapes’ in W.J.T. Mitchell ed. Landscape and Power, London, The University of Chicago
Press, 127-174.
mucho más evidente en paisajes militares o carcelarios que implican o bien una amenaza
explícita o bien el ejercicio de la violencia. J.B. Jackson ha escrito sobre los paisajes milita-
res de los que tuvo una experiencia directa cuando fue oficial de inteligencia en la Segunda
Guerra Mundial en la Francia de 194458. Los paisajes trazados por los geógrafos vidalianos
fueron reducidos a sectores y zonas simplificados e identificados por la codificación en
color de banderas y emblemas. Los soldados acabaron viéndolos precisamente de ese modo
y en muchos casos los bombardeos los reducían a poco más que a eso59. En las guerras colo-
niales del siglo XX en Sudáfrica, Malasia, Vietnam y Kenia, por ejemplo, una práctica cons-
tante por parte de las fuerzas coloniales era el alejamiento de la población rural esclavizada
bajo la custodia protectora de los «pueblos» defendidos para evitar la infiltración de las gue-
rrillas y para despejar el espacio para la guerra convencional60. Esto significó el tener que
deshacerse de pueblos, casas de labranza y de la protección natural para privilegiar la visión
y las tecnologías militares basadas en el sentido de la vista. La guerra «convencional» se
refiere en realidad a las formas de combate militar desarrolladas en los paisajes agrícolas de
la Europa Occidental (de ahí es de donde deriva la palabra «campaña»). Los paisajes mili-
tares se podrían considerar como la expresión más pura del paisaje típicamente moderno
cuyas formas vienen determinadas por divisiones espaciales lineales claramente delimitadas
por una visión uniforme y prácticas de exclusión. La expresión más coherente de esta terri-
torialidad es el estado-nación, cuya base inicial era un concepto de colectividad social
expresado en un concepto ecológico de carácter de nación apegado a la tierra. Su difusión
mundial es en gran medida resultado del imperialismo y colonización europeos. En cuanto
a entidad geopolítica el estado-nación ha hecho uso de los poderes naturalizadores del pai-
saje visible como de los disciplinarios.
Mientas que el estado territorial continúa siendo la base primaria de la identidad social
para la mayoría de los pueblos del mundo, procesos contemporáneos como la descoloniza-
ción, la globalización económica y cultural, la migración internacional de la mano de obra y
las nuevas tecnologías de la comunicación han cambiado los lazos de lealtad entre el estado
y muchos de sus ciudadanos. El proceso ha permitido un estudio crítico de las formas tradi-
cionales en que se forjaba esa lealtad, especialmente dentro de los estados-nación europeos,
hoy en día negociando las nuevas relaciones entre territorio, ciudadanía e identidad en el
marco de la Unión Europea61. En la actualidad es más fácil reconocer la contingencia de esas
relaciones que durante largo tiempo parecían naturales y permanentes. Entre las relaciones
más estrechas que existen entre la nación y el estado está el paisaje material. Mientras que las
naciones son comunidades creadas, en las que ningún ciudadano llegará a intimar con cada
uno de sus conciudadanos, son también territorios imaginados, puesto que ningún ciudadano
puede llegar a conocer íntimamente la tierra de su propio estado62. Las figuras icónicas de la
naturaleza y del paisaje nacional han desempeñado un papel muy importante en la confor-
mación de los estado-nación modernos puesto que son las expresiones visibles de una rela-
ción natural entre un pueblo o nación y el territorio o naturaleza que ocupa.
Quizás el ejemplo más claro de este proceso sea Alemania, donde la Geografía académica
tuvo un papel crucial en el discurso del carácter territorial de nación encuadrado en términos
de cultura, paisaje, comunidad y patria (heimat). Fue precisamente de la geografía cultural
alemana de donde surgió el paisaje como un concepto clave, generando técnicas como «indi-
cadores visibles del paisaje» para distinguir regiones culturales. Las ideas de límite territorial
y paisaje físico están muy arraigadas en la formación de la conciencia nacional alemana. Los
humanistas del siglo XV de Nuremberg, Augsberg y Ulm cuyos estudios filosóficos crearon
un lenguaje literario alemán también promovieron el trazado de mapas de áreas locales y la
pintura paisajística para celebrar la creencia en Germania63. La de ellos era una kultur dife-
rente, no afectada por la interferencia romana —tanto papal como imperial— un baluarte de
auténtica virtud cristiana ante la decadencia mediterránea y la barbaridad eslava. La caracte-
rística topografía alemana de roca herciniana, tupidos bosques y páramos rasos comenzaron
a figurar como las fuerzas conformadoras del carácter teutónico. Nacionalistas románticos de
principios del siglo XIX como Caspar David Frederick o los hermanos Grimm sintetizaron
estos elementos en paisajes icónicos de cruces de hierro colocadas entre peñascos, pinos y
dólmenes. Cuando Alemania se unió como una nación estado en 1880 bajo el dominio de
Prusia, Berg und Wald (la montaña y el bosque) afirmaron una autoimagen musculosa, de
modo que en la creación de los grandiosos monumentos públicos erigidos por el Conde Bis-
mark se emplearon granito, hojas de roble y una cruz de hierro para conmemorar al fundador
del estado moderno64.
Kulturlandschaft fue el elemento central de la investigación geográfica en las universi-
dades alemanas de finales del siglo XIX, reflejando así las preocupaciones dentro del nuevo
estado por sus límites territoriales y unidad cultural. A diferencia de Francia o Gran Bretaña,
la distribución de los hablantes de alemán no se correspondía con ningún limite demarcado
físicamente. Los geógrafos respondieron por tanto a la idea cultural de una profunda rela-
ción entre la Volk alemana y su suelo, una psicología social que capta a la perfección el con-
cepto de heimat y que resulta visible en las formas de asentamiento singular del pueblo
alemán. Los indicadores paisajísticos, como son la forma de las casas, la morfología del
pueblo, el patrón de los campos y los cercados definieron el verdadero paisaje alemán como
una unidad ecológica entre la naturaleza y el pueblo65. La tradición de la geografía de los
62 Anderson, B., 1983, Imagined Communities: Reflections on the Origin and Spread of Nationalism, London,
Verso; Hooson, D., ed., 1994, Geography and National Identity, Oxford & Cambridge, Basil Blackwell.
63 Shama, Landscape and Memory, 75-120; Wood, Albrecht Altdorfer.
64 Michalski, S., 1998, Public Monuments: Art in Political Bondage 1870-1997, London, Reaktion Books, 56-
76; Lang, K., 1996, ‘Monumental Unease’, en F. F. Hahn ed., Imagining Modern German Culture, 1889-1910, Was-
hington & Hanover, University Press of New England.
65 Sandner, G., 1994, ‘In Search of Identity: German Nationalism and Geography, 1871-1910’, en Hooson
Geography and National Identity, 71-91.
asentamientos y el paisaje trajo terribles consecuencias en los años cuarenta con la replani-
ficación que se llevó a cabo en las tierras conquistadas en el este para conseguir que se ase-
mejasen a los Kulturlandschaften alemanes. Esta tradición continúa resonando hoy en día en
la conservación del paisaje. Paralelos menos dramáticos que la correlación que existe en
Alemania entre la gente y el paisaje territorial se pueden encontrar en todas y cada una de las
naciones europeas. Se hacen evidentes en los paisajes icónicos de las tierras bajas, los sotos,
los setos y la aguja del pueblo pintadas en los mapas topográficos ingleses del los años
veinte y en el tapiz de las laderas de las colinas salpicadas de árboles frutales y viñedos
agrupados alrededor del campanario de una ciudad amurallada que los pintores italianos
Macchiolini realizaron durante los años de la unificación italiana. También se pueden obser-
var en los retazos de pequeños campos, casitas de campo enjalbegadas y piedra caliza des-
nuda bañada por las grandes y violentas olas del Atlántico que los nacionalistas irlandeses
intentaron preservar como los paisajes auténticos de la nación celta y católica en el Gael-
tacht66. En cada uno de estos casos las imágenes pictóricas han servido como vehículos de
expresión del orgullo e identidad nacional a través de paisajes específicos y con frecuencia
poco representativos desde el punto de vista geográfico. Incluso en la ex-Unión Soviética, a
pesar de su ideología secular y expresada creencia en la conquista humana del mundo a tra-
vés del socialismo y comunismo, pintores, cineastas, poetas y novelistas celebraron las
características geográficas exclusivas del paisaje ruso como elementos que expresan la iden-
tidad y el propósito colectivos rusos67.
Han sido las expresiones materiales de esos paisajes icónicos las que han estado sujetas
a regulación como medida de preservación de su apariencia visual. Otra vez más, los par-
ques nacionales ofrecen ejemplos obvios. La propia designación de estos parques articula
una relación entre una nación y la zona de naturaleza característica. Los primeros parques
nacionales que se crearon en el oeste de los Estados Unidos datan de las décadas de fin-de-
siecle, una época de intensa autodefinición nacionalista a través del paisaje. La importan-
cia cultural del desierto en cuanto a paisaje americano característico, especialmente en los
años que siguieron a la definición que Frederick Jackson Turner hizo de la frontera del
oeste como la base de la democracia americana ha sido objeto de detallados estudios68. Los
parques americanos establecieron un modelo que más tarde adoptarían prácticamente todos
los países del mundo, un modelo para preservar áreas del territorio nacional a partir de su
valor paisajístico y declarándolas patrimonio natural de la nación. El paisaje de los parques
varía dependiendo de las características paisajísticas naturales y culturales que se conside-
ran significativos para la imagen de la nación. Así, los parques británicos están habitados y
se cultivan, pero están situados casi de manera exclusiva en las tierras altas caracterizadas
por una extensa topografía glacial, una vegetación típica de los páramos y por la industria
del ganado lanar, un marco cultural específico de interpretaciones nacionalistas del
66 Agnew, J., 1998, ‘European Landscape and Identity’; Graham, B., 1997, In Search of Ireland: A Cultural
Geography, London & New York, Routledge.
67 Bassin, M. et al., 2000, ‘Landscape and Identity in Russian and Soviet Art’, Ecumene 7, 249-336.
68 Cronon, 1996; Nash, F., Wilderness of American Mind; Turner, F.J., 1894, ‘The Significance of the Frontier
in American History’, en idem. Frontier and Section: Essays by Frederick Jackson Turner con introducción de John
Alexander Carroll, El Paso Texas, Texas Western College Press for Academic Reprints.
paisaje69. Al contrario, en Sri Lanka, el parque de Yala, el principal parque nacional situado
en el sureste de la isla, es una jungla-seca de tierras bajas, una antigua región colonial de
caza mayor, ahora protegida. Pero la importancia nacional de Yala procede de su importan-
cia arqueológica para Sinhala, políticamente dominante, y las relaciones históricas con la
minoría tamil de la isla. Es un paisaje en contienda, con frecuencia cerrado a los visitantes
por la amenaza que suponen las guerrillas separatistas que encuentran refugio en estos espa-
cios deshabitados70. La limpieza, delimitación y purificación de espacio que creó y todavía
sostiene paisajes de este tipo, fueron una característica recurrente del colonialismo europeo
del siglo XX y los geógrafos culturales los consideran expresiones de los mismos procesos
que dieron lugar a los paisajes estéticos en las haciendas privadas recién reorganizadas71.
La «naturalidad» de los parques nacionales se ha generado de manera cultural y se man-
tiene gracias a una estricta administración del uso de la tierra. Los indicadores culturales a
menudo están ausentes, y de hecho, los ocupantes de muchos parques nacionales americanos
han sido desalojados a la fuerza muchas décadas antes de que se diseñaran los propios par-
ques. Una de las inscripciones de sentimiento nacional en el paisaje natural más atrevidas e
intensas es el monumento labrado en el monte Rushmore en Dakota del Sur. Muestra las
cabezas de cuatro presidentes americanos y se inscribe en una antigua tradición de monu-
mentales paisajes conmemorativos que personifican el poder masculino inconfundiblemente
blanco. Este monumento está situado en la región donde los Indios de las Planicies fueron
derrotados y confinados en las reservas. El control del paisaje es tanto un acto simbólico
como material como demuestran los monumentos erigidos en los campos de batalla72. Las
capitales de todos los estados-nación son paisajes diseñados cuyo trazado de calles, espacios
abiertos, edificios y monumentos inscriben siempre mitos de fundación, memoria pública,
estructuras constitucionales e individuos heroicos en un sentimiento iconográfico de la
nación73. La iconografía de estos paisajes urbanos ofrece también la oportunidad de desafiar,
resistir y subvertir los significados oficiales, como atestigua el destino que tuvieron las esta-
tuas de Lenin en todas las naciones de la antigua Unión Soviética.
El paisaje colonial
W.T. Mitchell ha denominado el paisaje como «el sueño del imperio». Con este apelativo
se está ludiendo a las percepciones, suposiciones y prácticas sociales y espaciales que acom-
69 Shoard, M. ‘The Lure of the Moors’, en Gold, J. R. & Burgess J. eds., 1982, Valued Environments, Boston,
G. Allen & Unwin.
70 Jazeel, T., 2000, ‘Exploring Srirankan Identities Through Territory: Ruhuna National Park’, ensayo todavía
sin publicar.
71 Daniels, S. & Seymour, S., 1990, ‘Landscape Design and the Idea of Improvement’ en R.A. Dodgshon &
R.A. Butlin eds., An Historical Geography of England and Wales, Second edition, London, 487-520.
72 Atkinson, D. & Cosgrove, D., 1998, ‘Urban Rhetoric and Embodied Identities: City, Nation, and Empire at
the Vittorio Emanuele Monument in Rome 1870-1945’, Annals, Association of American Geographers 88, 28-49;
Shama, Landscape and Memory, 385-401; Warnke, Political landscape, 53-74.
73 Bell, J., 1999, ‘Redefining National Identity in Uzbekistan: Symbolic Tensions in Tashkent’s Official public
Landscape’, Ecumene 6; Michalski, Public Monument, 105-153; Smith, T., 1999, ‘«A Grand Work of Noble Concep-
tion’: the Victoria Memorial and Imperial London» in Driver & Gilbert, Imperial Cities, 21-39; Till, K. ‘Staging the
past: landscape desings, cultural identity and Erinnerungspolitik at Berlin’s Neue Wache’ Ecumene, 6, 1999, 251-83.
pañaron la expansión hacia las regiones no europeas del globo. Los estudios postcoloniales
han visto el paisaje como un concepto valioso a la hora de examinar los aspectos culturales
del colonialismo. El hecho de que la colonización, por definición, implique apropiación y
ocupación de la tierra permite una completa reformulación del antiguo interés que tenían los
geógrafos culturales por el traslado al extranjero, la difusión y simplificación de los medios
de ocupación europeos74. La colonización supuso cierta ceguera a los paisajes culturales pre-
existentes, algo que se hizo evidente en su consideración como «nuevos mundos» junglas o
edenes recién descubiertos. Los anteriores ocupantes se asociaban con la naturaleza por
medio de un número limitado de tropos paisajísticos que provenían del bagaje de estereotipos
europeos: inocentes de la edad de oro, salvajes sin domesticar, caníbales, cazadores y reco-
lectores nómadas y pastorales. En cada uno de estos casos se los consideraba más como súb-
ditos de las naturaleza que como sus amos. Sus paisajes no podían por tanto ser «culturales».
Un rasgo constante en la administración europea del espacio colonial era el proceso impuesto
de sedentarización de las poblaciones nativas y el reparto de la tierra de usufructo en solares
y terrenos con límites determinados. Esto era a la vez un medio de control corporal, de explo-
tación económica intensiva y de aceleración de lo que los colonizadores consideraron que era
la «evolución» cultural de los pueblos indígena75. El resultado fue un nuevo paisaje cuyo
orden visible denotado por líneas de propiedad valladas, granjas y pueblos distribuidos geo-
gráficamente provocó la inevitable comparación con el pintoresco paisaje europeo76. El orden
que se evidenciaba en el paisaje se convirtió para los ojos europeos en una justificación de la
misión colonizadora. Se ignoró por completo la evidencia de la anterior transformación del
paisaje por parte de los indígenas y por supuesto el conocimiento espacial y medioambiental
de los indígenas, necesario para la exploración, trazado de mapas y asentamiento europeos
iniciales. Sólo en época reciente los geógrafos culturales se han dedicado al estudio de
manera sistemática de los complejos cambios y adaptaciones indígenas al paisaje durante la
fase de contacto77.
Los ojos imperiales lo veían todo con lentes europeas, tanto de manera real como meta-
fórica. Las tecnologías de la visión que transforman la Europa rural en paisaje se aplicaron a
estos «otros» espacios. Se educó a soldados, marineros, exploradores científicos, así como a
artistas en las técnicas de observación, topografía y bosquejo de paisajes. Sus representacio-
nes eran poderosos elementos para enviar conocimientos de los países exóticos «distintos» a
los centros imperiales que elaboraban y reforzaban las geografías imaginativas del imperio.
Cuando se estudian desde un punto de vista crítico, se pone de manifiesto que estas imágenes
del paisaje son creaciones híbridas que reflejan el encuentro de convenciones visuales crea-
das en los países de origen y la necesidad de dejar constancia de las formas, fenómenos y
ambientes que en realidad se vieron para las que esas convenciones fueron un vehículo de
expresión inadecuado78. La comprensión de este hecho se refuerza aún más al estudiar no
74 Norton, W., 2000, Cultural Geography: Themes, Concepts, Analyses, New York, Oxford University Press,
96-97.
75 Noyes, J., 2000, «Nomadic Fantasies: Producing Landscapes of Mobility in German Southwest Africa»,
Ecumene 7, 47-66.
76 Doughty, R. 1982, Making home in Texas, Austin, Texas, University of Texas Press.
77 Lewis, M History of Cartography, Vol. 2.
78 Martins, ‘Mapping Tropical Waters.’
tanto la mera superficie concluida sino los procesos de creación de imágenes. En las imáge-
nes del paisaje así como en la creación material de los paisajes coloniales, los imperativos
geopolíticos y económicos chocaban con los principios morales y esas contradicciones toda-
vía resuenan en el presente. Así pues, la despreocupación malasia ante la desaparición de la
selva tropical, escandalosa para los occidentales, hay que entenderla en el marco de comple-
jos patrones de propiedad, cultivo, administración y conflicto que daban forma al paisaje de
la plantación y a la jungla colindante79.
La asociación imaginaria entre naturaleza externa y el cuerpo humano, sin tener en cuenta
el sexo, es algo común a varias tradiciones culturales y se representa en variadas imágenes de
microcosmos y macrocosmos. Esta asociación brinda la oportunidad de ir más allá del paisaje
puramente visual hacia encarnaciones de la naturaleza en la ocupación y diseño humano
mucho más imaginativas y abarcadoras.
La geomancia, por ejemplo, reconocida desde hace tiempo como un elemento clave
tanto para el arte paisajístico como para el diseño de jardines en China, Corea y Japón y
cada vez más popular en el diseño de interiores en Occidente, continúa formando el paisaje
modernista de las ciudades asiáticas. Determina en cierta medida la ubicación de los edifi-
cios de oficinas, las casas y las tumbas, e incluso influye en los heroicos proyectos de inge-
niería modernistas como son la construcción de las presas de los grandes ríos chinos.
Feng-shue, literalmente «viento-agua», hace referencia a los elementos que animan la forma
natural, a los procesos que dan forma al paisaje más que a sus estructuras y diseños visibles.
De acuerdo con esta percepción de la tierra y la vida, el cuerpo de la tierra y los cuerpos de
todos aquellos que habitan el mundo deberían armonizarse para que el Qi fluya sin obstácu-
los a través de las cosas. Esto aleja la atención prestada al paisaje de la visión y la conducta
hacia una aproximación mucho más amplia, a la vez que sensual y cognitiva. Se corres-
ponde con el enfoque menos normativo sobre las relaciones entre el cuerpo y la naturaleza
que ahora favorecen los estudios geográficos de espacios de género, espacios sexuados y
espacios para capacitados y discapacitados. Los paisajes se pueden estudiar por tanto bien
en cuanto al papel que desempeñan en la capacitación y respuesta a la compleja actuación de
significados e identidades inscritas en el cuerpo más que simplemente como objetos distan-
ciados de visión racional.
El estudio del paisaje permanece profundamente enclavado en la geografía cultural. Se
nutre de enfoques y técnicas que se han desarrollado hace más de un siglo. El resultado
lógico del modo en el que paisaje se ha convertido en un objeto de interés académico es el
énfasis que se le ha dado a las formas visibles dentro del paisaje y esto sostiene la importan-
cia continuada de un amplio abanico de técnicas de investigación que van desde el trabajo de
campo hasta la interpretación iconográfica crítica. Los paisajes reales y su estudio son la
expresión geográfica de una cultura moderna que ha enfatizado de manera especial el ojo y la
visión como la base de poder y conocimiento. Los intentos de destronar la soberanía de la
79 Sioh, M., 1998, ‘Authorizing the Malaysian Rainforest’. Jin, J., 2000, ‘The Influences of the Idea of Poong-
soo on the Traditional Mapping of Korea’, artículo no publicado.
visión se han basado en los escritos teóricos e históricos de pensadores como Michel Fou-
cault y Martín Jay, quienes han estudiado las estrechas relaciones entre la visión y el ejerci-
cio represivo de poder. Sin embargo se puede exagerar también una interpretación crítica de
poder visual y de observación del paisaje en cuanto a expresión material y simbólica de la
autoridad unidireccional.
Los mejores estudios críticos del paisaje hoy en día enfatizan la dualidad de la visión, la
mirada devuelta y la capacidad que tienen los sujetos que ven para cuestionar su «elabora-
ción» en una prisión del paisaje. Hay también un reconocimiento creciente de que el ojo
humano siempre está inscrito en el cuerpo, de que la visión no se puede deslindar completa-
mente de los otros aspectos sensuales, cognitivos y afectivos de la conducta humana. Estos
cambios nos ponen sobre aviso de los aspectos preformativos de toda actividad espacial. El
paisaje geográfico no ha desaparecido por completo con el paisaje histórico y si bien la «con-
templación» de la naturaleza ciertamente ha resultado muy significativa a la hora de confor-
mar la geografía cultural del mundo moderno y sus estudios, el ojo que estudia la geografía
hoy en día no puede negar ni su propia naturaleza corpórea ni tampoco las lentes culturales a
través de las que inevitablemente genera su visión.
Walter Leimgruber
Universidad de Friburgo (Suiza)
RESUMEN
ABSTRACT
It is insisted that culture influences geography by means of two specific topics: the notion
of humanised landscape, that is to say, the landscape transformed by human agents according
to their actions and values; and secondly, the notion of multiculturalism, mainly associated to
the international migrations occurred during these decades, but it could be subject of national
or even regional surveys, too.
Culture in geography is a vision of the human activities in space and time that shows the
hidden side of the physical demonstrations of such activities.
91
Walter Leimgruber
INTRODUCCIÓN
décadas sobre todo a las migraciones internacionales, pero que se prestaría, igualmente, como
sujeto de estudios de tipo nacional o incluso regional.
Como actores, los hombres deciden y actúan siempre en el seno de un sistema de valores.
No se trata del valor de intercambio, concepto puramente económico, sino más bien de valo-
res en sentido social y cultural, ligados a las normas de una sociedad. «... una norma consti-
tuye una regla o un criterio que rige nuestra conducta en la sociedad. No se trata de una
regularidad estadística en los comportamientos observados, sino más bien de un modelo cul-
tural de conducta con el que estamos obligados a conformarnos. La norma adquiere un signi-
ficado social en la medida en que, tal y como se deduce del término cultural, está —hasta
cierto punto— compartida» (Chazel, 2001). Los valores son los principios generales que sir-
ven como legitimación de las prescripciones y prohibiciones expresadas por las normas
(ibid.).
Los valores culturales son una expresión del sistema de valores general. El sociólogo
H. Becker (citado en Hillman 1989, p. 141 ff.) estableció una distinción entre dos extremos,
que denominó los valores sagrados y los valores seculares, sin atribuirlos a une religión
particular. Los extremos son posturas que nunca llegarán a ser alcanzadas, que nunca hay que
alcanzar porque evocan la estabilidad extrema, sin permitir la esperanza del cambio. En
realidad, los valores humanos siempre oscilan sobre el continuum entre los sagrado y lo
secular (Fig. 1), lo que explica nuestras actitudes variables ante tantos fenómenos de natura-
leza física o cultural.
Los valores seculares han ido superando durante el siglo XX a los valores sagrados, otor-
gando privilegio el crecimiento económico, las continuas innovaciones, la racionalidad, el
utilitarismo y la velocidad. Esto se puede apreciar día a día con los objetos banales de la vida.
No sólo hay un cambio externo (de forma), sino que a veces también es interno (de funcio-
namiento). En cuanto nos habituamos a una cierta forma de funcionamiento, hay que volver
a empezar con el aprendizaje debido a las transformaciones —basta con observar la evolu-
ción de los ordenadores o de los programas informáticos, donde la constante innovación nos
obliga a un comportamiento de consumidor y de eterno alumno—. Las consecuencias de
dicha orientación hacia los valores seculares son, entre otros ejemplos, los ataques contra el
medio ambiente (la contaminación atmosférica y de los lagos, ríos y mares, el asfaltado del
paisaje, la agricultura intensiva con el uso de substancias químicas nocivas), así como los
desperfectos de las sociedades —el consumo de drogas, los niveles crecientes de suicidios y
la caída de la familia—. Recientemente, nuestra época, llamada tanto modernidad como
postmodernismo1, se caracteriza por una ligera rectificación de la balanza hacia los valores
sagrados. La experiencia de los daños contra la naturaleza y las sociedades, hizo que prestá-
semos atención a las consecuencias a largo plazo, de proseguir la loca carrera hacia el tener
siempre más dinero, beneficios y prestigio basado en los aspectos materiales. Los indicios
todavía son débiles, pero ya no pueden ser ignorados.
Este planteamiento de ciertos aspectos de la modernidad (por retomar el término) se
refleja en numerosos ámbitos: la crítica del liberalismo o de la globalización, el regreso a la
naturaleza y el descubrimiento de la virtud de la lentitud o de la desaceleración (Reheis,
1996). El movimiento slow food que conllevó las slow cities son un ejemplo de ello. Estos
dos proyectos consideran la lentitud como un elemento importante para la calidad de vida. El
slow food fue organizado de manera descentralizada y encuentra sus raíces en el entorno local
respectivo (Slow food homepage). Defiende una agricultura sostenible que produce alimen-
tos de calidad —por lo que ha recibido el Premio Mansholt en noviembre de 2002 (Mansholt
Prize)—. Por su parte, las Slow cities se comprometen a llevar una política respetuosa con el
medio ambiente, promover los productos locales y de calidad, favorecer la hospitalidad y sen-
sibilizar a sus ciudadanos con estos objetivos (Slow cities homepage). La lentitud, en este
contexto, no significa por lo tanto la desaceleración de la vida, sino una reconsideración de
los valores endógenos que no favorecen, por ejemplo, los fast food (de calidad mediocre, gran
productor de deshechos), o bien el rechazo a adaptar las ciudades a las exigencias de los
transportes desenfrenados. El movimiento favorece los circuitos locales, en vez de los nacio-
nales o incluso internacionales; se opone, de este modo, al globalismo. La velocidad, por su
parte, se queda más bien en un segundo plano. La cultura de la lentitud es, por lo tanto y en
primer lugar, un modo de vida.
A lo largo de la historia, los seres humanos han ido modificando el paisaje con sus activi-
dades y, de esta manera, fueron creando paisajes humanizados según las circunstancias natu-
rales y culturales, según el sistema de valores de una época dada. El paisaje natural
—concebido en su propia dinámica determinista— quedó, así, modificado por las exigencias
humanas y las tecnologías disponibles. En el curso de los siglo, y milenios, las estructuras
humanas a veces lo transformaron enormemente, otras veces la naturaleza reconquistó su
terreno frente a las modificaciones en las sociedades colonizadoras. Por lo tanto, el paisaje
humanizado varió a lo largo de la historia, según las evoluciones de las sociedades, de las
perspectivas económicas y de los valores dominantes. La historia de nuestro continente es un
excelente ejemplo. Después de que los romanos hubiesen creado una organización espacial
sistemática, basada en su cultura urbana, los colonos germánicos, que llegaron con la migra-
ción de los pueblos, y con una tradición rural, transformaron radicalmente dicha organiza-
ción. En el transcurso de la Edad Media surgió un nuevo crecimiento de las ciudades ligado
al desarrollo de las manufacturas textiles, al comercio internacional y al sistema bancario.
Los grandes ejes de transporte, símbolo del poder romano, habían sido abandonados tras la
caída del Imperio, pero volvieron a encontrar su papel a partir del siglo XII. A continuación,
el Siglo de las Luces modificó la forma de pensar y tanto las intervenciones humanizadas
sobre el paisaje, como la transformación del paisaje humanizado se intensificaron, siguiendo
un paradigma racional. Ciudades, metrópolis y nuevos ejes de transporte se fueron desarro-
llando tras la Revolución Industrial. El paisaje civilizado o técnico (una noción creada por
Exald, 1978) es el resultado de ello. En estas últimas décadas, se empezó a alzar la voz con-
tra la creciente artificialización de nuestro entorno. En cuanto se reconoció el paisaje como el
capital del turismo, surgió un movimiento en esta dirección. Los parques nacionales y natu-
rales, las reservas de la biosfera y la protección del paisaje y el patrimonio van viento en
popa.
Tras estos ciclos de percepción y transformación del paisaje, se esconden los valores cul-
turales de una sociedad que dominan una época particular de la historia. Según la definición
anteriormente expuesta, estos valores incluyen, entre otras cosas, las tecnologías al servicio
de los hombres. Así pues, resulta evidente que los daños contra el paisaje eran diferentes en
la Edad Media que en la época romana, o en los siglos XIX y XX. Sin embargo, ya la propia
cultura griega de la antigüedad había cometido desperfectos considerables. En la comedia
Los Acarnienses (publicada en 425 a. J.C.), Aristófanes (445-380 a. J.C.) hace hablar a un
coro de carboneros de Acarnia, y de este modo nos informa acerca del papel de la producción
del carbón vegetal, producto indispensable para la metrópolis de unos 400.000 habitantes, en
que se había convertido la Atenas de la época. Mil kilos de madera dan una media de 200
kilos de carbón; se trata, por lo tanto, de una actividad que consume mucha madera y es posi-
ble asumir que los bosques de la región de Atenas estaban bastante diezmados. Platón (427-
347 a. J.C.) nos ofrece en Critias (aproximadamente entre 380 y 350 a. J.C.) una imagen
desoladora de la Ática: las montañas sin árboles, un ecosistema radicalmente transformado
(Krebs 1997, pp. 45-50). A las destrucciones causadas por la demanda de carbón vegetal y
madera para quemar, se añadían las deforestaciones para la construcción de barcos, una acti-
vidad que duró en el Mediterráneo hasta el siglo XIX. En los países con recursos mineros, los
bosques se utilizaban para las minas y obtención de materia prima. Por su parte, las vidrierías
consumían enormes cantidades de madera. La deforestación se había convertido en un gran
problema en muchos países de la Europa del siglo XIX.
Las transformaciones del paisaje humanizado se comprueban, por ejemplo, a través de las
estadísticas sobre el uso del suelo. La estadística suiza de la superficie (OFS 2001), estable-
cida sobre la base de la renovación periódica del mapa nacional suizo, nos ofrece un ejemplo
excelente. En Suiza, se constata que una media 0,9 m2/s (!) se convierten en superficies asfal-
tadas (carreteras, plazas de aparcamiento, edificios) —se trata de una transferencia de super-
ficies agrícolas a superficies construidas— (Tabla 1). Por lo tanto, cada día desaparecen once
hectáreas de tierras cultivables (lo que podemos considerar como una media fuerte). Como la
superficie del país no cambia (41.285 km2), las pérdidas se registran en las superficies agrí-
colas y naturales. La tendencia que se manifiesta a través de estas cifras es el resultado de la
preponderancia de los valores seculares: la marginación de la naturaleza, el deseo de poder
Tabla 1
TRANSFERENCIAS DE SUPERFICIES EN M2/S EN SUIZA, PERÍODO 1979/85-1992/97
Tipo de utilización Ganancias Pérdidas
Espacio construido 0,86
Bosques 0,49
Matorrales 0,04
Superficies agrícolas 1,27
Superficies no productivas 0,04
Total 1,35 1,35
Fuente: Oficina Federal de Estadística (OFS), Estadísticas de Superficies.
Estas transformaciones del paisaje son la expresión de una cultura casi global, aunque
mayoritaria en el caso de los principales responsables a nivel mundial, que privilegian un
enfoque racional del ecosistema, basado en la explotación desmedida de los recursos. Esta
mentalidad también se encuentra en el origen de la negligencia que hace circular superpetro-
leros por los océanos, sin preocuparse por los eventuales accidentes ni por las consecuencias
ecológicas y económicas que ésta conlleva.
gena significa, por lo tanto, establecido, existente desde hace varias generaciones, mientras
que importado se refiere a los movimientos migratorios recientes. Esta distinción no es sen-
cilla: los alemanes e italianos que llegaron a Suiza antes de 1914 y se naturalizaron desde
entonces son, evidentemente, suizos pero, ¿los percibe todo el mundo como «indígenas»,
incluso tratándose de la quinta o sexta generación?
Suiza es un país multicultural en diferentes aspectos. Tradicionalmente somos plurilin-
gües y plurirreligiosos, con culturas rurales y urbanas en las que se cruzan lenguas y reli-
giones. Estos cruces hacen que el país sea un mosaico de regiones culturales; aunque se
hable mucho de la separación entre la Suiza francófona (la Romandía) y la Suiza germa-
nófona, no se trata de una ruptura real y profunda. Es cierto que la noción de «belgización»
de Suiza empieza a aparecer, pero todavía estamos lejos de la situación belga. Con todo, es
necesario esforzarse por mantener una cierta armonía.
Este multiculturalismo indígena es el resultado de dos invasiones a lo largo de la his-
toria. En el año 58 antes de Jesucristo, los romanos se apoderaron del país de los Helve-
cios y los Recios (tribus celtas), y aportaron la cultura latina. Tras la caída del Imperio
romano, los pueblos germanófonos invadieron el país del este, del noroeste y del sur entre
los siglos IV y VII (Fig. 2). La zona de contacto entre los Burgundios (latinizados) y los
Alemanes se situaba en la región de los Tres Lagos (lagos de Bienne, Neuchâtel y Morat,
entre Berna y Friburgo). Sucesivamente, esta zona se convirtió en una importante fron-
tera, entre la parte germanófona en el este y la Romandía al oeste. Los Lombardos (latini-
zados), por su parte, permanecían al sur de los Alpes, en la parte de Suiza que actualmente
es italo-parlante. En los Grisones se conservó una lengua particular, el retorromano, de los
celtas latinizados en la época romana. Todos estos límites lingüísticos permanecieron
estables desde entonces.
Figura 2: Las invasiones en Suiza, durante la migración de los pueblos. En punteado las regiones
retorromanas.
La Reforma durante el siglo XVI alcanzó a Suiza de diferentes maneras. Según el princi-
pio cuius regio eius religio, eran las autoridades las que determinaban si sus sujetos seguían
siendo católicos o se convertían en protestantes. Se trataba de una decisión política aplicada
a los ciudadanos del propio cantón y de las regiones colonizadas. La ciudad de Berna, por
ejemplo, también dominaba lo que hoy es el cantón de Vaud; por lo tanto, resultaba evidente
que Berna y Vaud compartiesen la misma religión (la confesión protestante, en este caso).
Los cantones protestantes fueron también el destino de refugiados protestantes de la Italia del
Norte y de Francia, que se fueron integrando progresivamente en las sociedades locales. Así,
se cruzaron separaciones religiosas y lingüísticas; anulándose, parcialmente, garantizan una
cierta estabilidad del país (Tabla 2 y Figura 3).
Tabla 2
PRINCIPALES CONFESIONES Y LENGUAS EN SUIZA, 1990, PORCENTAJE
DE LA POBLACIÓN TOTAL
Católicos Protestantes
Alemán 25,7% 32,1%
Francés 9,5% 6,9%
Italiano 6,9% 0,2%
Atención: estos porcentajes tan sólo incluyen una parte de la población total del país (6,8/3,68/ del censo de 1990).
Figura 3: Límites lingüísticos (francés —alemán y alemán— italiano) y regiones del retorromano,
superpuestas sobre los cantones suizos mayoritariamente católicos, 1990.
Estos límites culturales marcan a Suiza y su vida política, económica y social. Las men-
talidades son, evidentemente, muy diferentes entre las tres grandes regiones lingüísticas
(Leimgruber, 1991), así como en las partes protestantes y católicas de la población. La eco-
nomía se concentra en la aglomeración de Zurich con los bancos y las sedes de importantes
empresas (incluso si el gigante de la industria alimenticia, Nestlé, tiene su sede social en la
Suiza romanda) donde se cruzan, por lo tanto, los principales flujos de información y capi-
tales. La mentalidad protestante domina ampliamente sobre la economía —no olvidemos
que la empresa multinacional Nestlé está situada en Vevey, en el cantón de Vaud, protes-
tante, y fue fundada en 1866 por el farmacéutico Henri Nestlé (un inmigrante alemán y pro-
testante). Las mismas variaciones son visibles desde el punto de vista político: cada gran
partido está dividido en secciones cantonales que no siempre están de acuerdo con los dele-
gados federales.
El multiculturalismo importado en la perspectiva actual se remonta a los años posteriores
a la Segunda Guerra Mundial. Tras el boom económico de los años 1950, la economía suiza
necesitaba cada vez más mano de obra. Frente a un mercado de trabajo agotado en el país,
reclutaba en el extranjero, primero en Italia y luego en España, Portugal y la ex-Yugoslavia.
A estos trabajadores se unían los refugiados y los demandantes de asilo de diversas proce-
dencias, lo que inflaba considerablemente el número de extranjeros en Suiza (tabla 3). Aun-
que al principio los obreros llegaban con contratos temporales, su estancia, con frecuencia, se
prolongaba y, con el paso del tiempo, traían a sus familias. Esto provocaba la reacción de una
parte de la derecha política que, a pesar de los fracasos en los plebisticios, influyó fuerte-
mente en los procesos legislativos y, según la coyuntura económica, en las actitudes de una
parte de la población. Incluso si se asiste a una buena integración e incluso asimilación de
muchos de ellos, este tipo de multiculturalismo se convirtió en un problema político desde los
años 1960. Es cierto que se abusa del estatus de demanda de asilo, pero es proporcionalmente
poco significativo.
Tabla 3
POBLACIÓN EXTRANJERA RESIDENTE EN SUIZA, 1950-2000
Número % de la
Año absoluto población
1950 285.000 6,0
1970 1,003.000 16,2
1980 920.000 14,5
1990 1,245.000 18,1
2000 1,424.000 19,5
La población extranjera está distribuida de forma muy desigual por todo el país, como lo
muestra la Figuran 4. Los cantones de Basilea-Ciudad (al norte del país), Ginebra y Vaud al
oeste y Tesino al sur, demuestran una afluencia especialmente elevada. Basilea es una ciudad
CONCLUSIÓN
Los dos ejemplos anteriormente comentados fueron elegidos con la intención de ilustrar,
mediante casos concretos, la influencia de la cultura en geografía. Detrás de ellos se esconden
las actitudes de los actores, sus valores y visiones del mundo, es decir, de los elementos espi-
rituales que se ven influenciados por las religiones —el ejemplo de la economía nos lo mues-
tra perfectamente—. La tesis de Max Weber acerca de la mentalidad protestante y el
capitalismo encuentra su confirmación, incluso si hay que añadir que la economía capitalista
no es de propiedad intelectual protestante, sino el resultado de numerosas influencias cultu-
rales.
Sin embargo, esto dos ejemplos no muestran más que dos campos de aplicación del con-
cepto de cultura en geografía. En su reorientación de la geografía cultural, Jackson (1989) nos
recuerda otros ámbitos: las clases sociales, la cuestión feminista, el racismo, las lenguas y su
instrumentación política. Mitchell (2000) añade a ello la política, el movimiento de liberación
sexual, el nacionalismo y la identidad, la justicia y los derechos culturales. El tema se presta,
por lo tanto, a amplias investigaciones. La cultura en geografía: una visión de las actividades
humanas en el espacio y el tiempo que pone de manifiesto el lado oculto de las manifesta-
ciones físicas de tales actividades.
REFERENCIAS
Anna Clua
Universidad Autónoma de Barcelona.
Departamento de Periodismo
Perla Zusman
Universidad Autónoma de Barcelona.
Departamento de Geografía
RESUMEN
El actual marco político requiere la recuperación de los objetivos iniciales de los estudios
culturales y la geografía cultural. Esto significa tomar en cuenta el carácter interdisciplinar y
comprometido de la producción de conocimiento, la interacción de la cultura con los domi-
nios económico y político y la articulación crítica entre espacio y cultura. Dentro de este
marco se toma como punto de partida los objetivos fundacionales de los estudios culturales
que nutrieron las geografías culturales de base neomarxista y el posterior giro cultural. A con-
tinuación, a través del trabajo de Nancy Fraser, se plantea una propuesta interpretativa que
busca trazar un puente entre estas perspectivas de estudio y los requerimientos de las actua-
les políticas culturales. Por último y a partir de la lectura de Henri Lefebvre realizada por
Edward Soja, se revisan las perspectivas críticas desarrolladas sobre el espacio y sus conno-
taciones culturales, o sobre la cultura y sus connotaciones espaciales. En las conclusiones se
ofrece una agenda de líneas de investigación que surgen de la propuesta teórica presentada.
Palabras clave: estudios culturales, geografía cultural, geografía crítica, espacio, política,
interdisciplinariedad.
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Anna Clua y Perla Zusman
ABSTRACT
The current political framework requires the recovery of the initial purposes of cultural
studies and cultural geography. It means to take into account the interdisciplinary and com-
mitted character of the production of knowledge, the interaction between culture and politi-
cal and economic realms, and the critical articulation among space and culture. Within this
framework the starting points of the paper are the foundational aims of cultural studies that
nourished neomarxist cultural geographies and the subsequent cultural turn. Aftewards,
through the work of Nancy Fraser, an interpretive proposal is presented that seeks to draw a
bridge between these perspectives and the requests of present cultural politics. Finally and
from the reading of Henri Lefebvre carried out by Edward Soja, critical perspectives on the
space and their cultural connotations, or on the culture and their spatial connotations are
reconsidered. Conclusions offer some research issues arisen from the theoretical proposal.
Key words: cultural studies, cultural geography, critical geography, space, politics, inter-
disciplinary.
No a la guerra.
1. INTRODUCCIÓN
ron las geografías culturales de base neomarxista, sobre todo a partir de la década de 1980.
En un primer apartado nos referimos brevemente al proyecto inicial de los estudios cultura-
les. En segundo lugar, presentamos a través de un texto de Cosgrove la influencia de ese pro-
yecto en el planteamiento de una geografía «radical». En tercer lugar, se expone el rumbo que
ha seguido la geografía crítica a partir del «giro cultural» de la década de 1990, tomando
como referentes las numerosas críticas que ha suscitado esa «nueva geografía». Constatamos,
así, la falta de continuidad entre el proyecto inicial de los estudios culturales y lo que hoy en
día viene definiéndose como «geografía cultural», teniendo en cuenta que el compromiso
político, por un lado, y la interdisciplinariedad, por otro, son los aspectos clave que garanti-
zarían esta continuidad. Es dentro de este marco que presentamos, a través del trabajo de
Nancy Fraser, una propuesta interpretativa que trace un puente entre estas perspectivas de
estudio y los requerimientos de las actuales políticas culturales. A ello dedicaremos el cuarto
apartado en este artículo. Por último, pretendemos que estas formulaciones sirvan de base
para repensar las perspectivas críticas desarrolladas sobre el espacio y sus connotaciones
culturales, o sobre la cultura y sus connotaciones espaciales. La lectura de Henri Lefebvre
que realiza Edward Soja nos ha parecido una buena forma de abrir las puertas a una redefini-
ción de la tensa relación entre espacio y cultura.
2 Stuart Hall plantea el reto que implica pensar desde el proyecto político que define a los estudios culturales
a partir del reconocimiento de «la tensión existente entre el rechazo a cerrar el campo, a ordenarlo, y, al mismo
tiempo, una determinación en mantener determinadas posiciones y luchar por ellas» (Hall, 2000: 12).
Este tipo de análisis permite entender por qué la postura marxista heterodoxa de Antonio
Gramsci fue considerada como un referente para el desarrollo del proyecto del CECC. En
este sentido, el concepto de «hegemonía» desarrollado por el pensador italiano cumplió un
papel muy importante. Otro concepto de Gramsci que se recuperó desde Birmingham, y que
también nos interesa destacar aquí, fue el de «intelectual orgánico». Hall, en un trabajo donde
analiza el legado teórico de los estudios culturales, destaca el doble significado que adquirió
el concepto de «intelectual orgánico» en la definición del proyecto político de la investiga-
ción. Por un lado, significaba «estar a la vanguardia del trabajo teórico» y, simultáneamente,
«responsabilizarse de transmitir esos conocimientos a aquellos que profesionalmente no per-
tenecen a la clase intelectual» (Hall, 2000: 17). Avance teórico y compromiso político eran,
pues, dos términos indisolubles del proyecto de los estudios culturales en sus inicios.
Tomando como referente el proyecto inicial de los Estudios Culturales Denis Cosgrove
publicó un texto en 1983 donde reivindicaba para la geografía cultural la posibilidad de ser el
ámbito desde donde se expresara de forma más contundente la crítica a la práctica extendida
del «marxismo vulgar».
Cosgrove desarrolla aquí un interesante análisis sobre la forma en que se han producido
tanto el encuentro como el distanciamiento entre el marxismo y la geografía cultural. El
autor habla, por un lado, del encuentro que supone partir de un mismo planteamiento ontoló-
gico (aquel que reconoce la relación dialéctica entre realidad material y realidad social) y, por
otro lado, del distanciamiento cada vez mayor entre la práctica del marxismo y el pensa-
miento original de Marx. Este distanciamiento, según el autor, sólo produce una tendencia al
mal uso y la consecuente mala interpretación de las ideas marxistas (especialmente del
modelo «base-superestructura»). Es decir, se supedita la profundización en su filosofía dia-
léctica a la reproducción irreflexiva de la idea de que «marxismo» es igual a «determinismo
económico».
El argumento de Cosgrove a favor de una geografía cultural más «radical» plantea la
necesidad de hacer una lectura del marxismo más reflexiva. De hecho, él mismo reconoce
que no intenta decir nada nuevo, sino más bien recuperar aquello sobre lo que ya se habían
pronunciado otros autores, más allá de los límites de la geografía en tanto que disciplina.
De este modo, el autor no sólo formuló una crítica al tipo dominante de organización del
conocimiento en la academia, sino que analizó además las aportaciones que podía hacer la
geografía al estudio «radical» de la cultura (un terreno hasta entonces poco polemizado,
poco politizado y poco planteado como campo desde donde pensar la participación del
investigador en la sociedad). Estas aportaciones de la geografía al estudio «radical» de la
cultura son, según el autor, tres. En primer lugar: «El reconocimiento de que cada formación
social y económica está ligada a, producida en, y reproduciendo en sí misma, un paisaje
específico». Para el autor, este reconocimiento implica la adopción de métodos de investi-
gación que permitan observar la compleja formación de significados alrededor de los paisa-
jes humanos, sin dejar de observar su historicidad. En segundo lugar: la constatación de que
los discursos hegemónicos implican la reproducción interesada de una determinada concep-
ción del espacio. «Como poder simbólico en una sociedad clasista —dice Cosgrove— la
A partir de finales de la década de 1980 la geografía (sobre todo británica) vive un impor-
tante «giro» hacia lo cultural3. Sin embargo, la expresión de la geografía cultural dentro de la
categoría de «nuevas geografías» en expansión poco o nada tiene que ver con el enfoque
«radical» representado por el texto de Cosgrove (1983), y que apelaba al proyecto inicial de
los estudios culturales. Si bien no puede decirse que la geografía cultural haya abandonado su
proyecto político en la teoría, se van haciendo explícitas las dificultades a la hora de llevar a
la práctica una investigación crítica y comprometida. Así, con la institucionalización de este
«nuevo» campo de la geografía se genera paralelamente una corriente de críticas que pronto
pondrán en duda el valor de las aportaciones del giro cultural. Estas críticas, de hecho, se han
desarrollado más allá de los límites disciplinares y es frecuente verlas también dirigidas a los
estudios culturales actuales.
Uno de los principales motivos de crítica del giro cultural en geografía es que éste
haya implicado una culturalización de la misma. La geografía cultural ha tendido a repro-
ducir el tipo de ítems que caracterizan la agenda de los estudios culturales (por ejemplo,
el feminismo, el análisis textual, los estudios sobre las subculturas, sobre el racismo,
sobre cultura popular, sobre identidad nacional, sobre consumo...). Esta importación de
temas no ha permitido un verdadero desarrollo de un trabajo interdisciplinar, donde se
tengan en cuenta aquellas perspectivas, como la economía política (Sayer 1994, 2000) o la
sociología (Philo 1991), que han sido olvidadas en la actual agenda de los estudios cultu-
rales, pero que fueron interpeladas por la geografía crítica ya en los años 80 (Gregory y
Urry 1985).
Por otro lado, también pueden hacerse objeciones a la forma en que las «nuevas geogra-
fías» que se constituyen alrededor del giro cultural se han erigido a menudo como las etapas
superiores del desarrollo de la geografía humana (lo que conlleva una lectura simplificadora
3 Si bien en la década de los ochenta la relación entre estudios culturales y geografía cultural era básicamente
unidireccional, en tanto que eran los geógrafos quienes importaban las ideas de los estudios culturales para la refor-
mulación de sus objetos de estudio (Burgess i Gold, 1985; Jackson, 1989), en la década de los noventa aumentó con-
siderablemente el número de obras compartidas por autores de ambos campos (Bird et al. 1993; Carter et al. 1993;
Morley y Robins 1995). Un ejemplo del acercamiento mutuo entre geografía cultural y estudios culturales lo tene-
mos en la multiplicación de congresos (Londres en 1987, Edimburgo en 1991 y Oxford en 1997) donde se discuten
los puentes existentes entre las ciencias sociales y las humanidades, entre el giro cultural en geografía y el giro geo-
gráfico en los estudios culturales. La importancia de estos actos queda reflejado en la copiosa literatura que han
generado (Cook et al. 2000; Garcia Ramón 1999; Philo 1991, 1999). Para un ejemplo de la aproximación a la geo-
grafía cultural desde los estudios culturales de la comunicación en España ver Clua (2001).
del tipo de investigación crítica que se ha desarrollado hasta la irrupción del giro cultural).
Desde esta perspectiva, la evolución de la geografía cultural no se puede reducir a un simple
«quemar etapas», a un negar lo «viejo» en nombre de lo «nuevo». Podemos criticar, por
ejemplo, que muchos autores consideren la aparición de las nuevas geografías de finales de
los ochenta como una respuesta a las limitaciones de la aportación del marxismo a la teoría de
la cultura (Barnett 1998)4.
Andrew Sayer (2000) propone una reflexión sobre el hecho de que las «nuevas geogra-
fías» inspiradas en el «giro cultural» sean consideradas como la superación de la geografía
marxista. Según este autor, la crítica que ha reducido al marxismo a su expresión «vulgar» ha
comportado que las «nuevas geografías» se hayan desentendido demasiado fácilmente de las
implicaciones de la economía en la cultura y de la cultura en la economía. Esta simplificación
hace que del «materialismo vulgar» se haya pasado a un «culturalismo vulgar» que «ignora o
reduce la economía tanto como el materialismo vulgar [ignoraba o reducía] la cultura» (Sayer
2000: 166). Es decir, el intento de huir del determinismo económico ha conducido a los
investigadores a un nuevo determinismo, esta vez cultural5.
Existen, por otro lado, otro tipo de objeciones a la forma en que se están expresando las
«nuevas geografías culturales». En este caso, las críticas se han centrado en el hecho de que
haya aumentado la distancia entre la investigación producida en Gran Bretaña (donde ha
habido un pronunciamiento mucho más explícito en la línea de los planteamientos episte-
mológicos de los estudios culturales) y la investigación producida en otros lugares (por
ejemplo, las geografías culturales desarrolladas en Estados Unidos o en Francia, a las que
a menudo se ha tendido a identificar como geografías saueriana y vidaliana, respectiva-
mente).
No obstante, las «nuevas geografías» surgidas alrededor del «giro cultural» no son sólo
unas geografías muy británicas, sino que han acabado siendo muy anglosajonas en la medida
en que el debate que han generado ha tendido a resumirse en lo que debían decirse entre sí
Gran Bretaña y Estados Unidos. Esta bipolarización del debate ha establecido, por otro lado,
unos centros y unas periferias que no hacen justicia al interés de algunas propuestas que se
han desarrollado en lugares de habla no inglesa. Enric Mendizàbal (1999) ya ha expuesto las
limitaciones que comporta reproducir la idea de que la geografía cultural tiene un «centro»
anglosajón (que está al día de las «nuevas» expresiones de la geografía) y unas periferias (una
primera periferia francesa y una segunda periferia donde se colocan el resto de países) de las
que no se sabe gran cosa6.
4 Clive Barnett, por mencionar un caso, observa las «nuevas geografías» culturales como una superación de
las geografías marxistas previas. Su planteamiento pretende demostrar que el aporte crítico de la geografía cultural
le debe mucho más al postmodernismo. No obstante, como veremos en el apartado 5, Edward Soja (1989, 1996) ya
se ha encargado de argumentar que marxismo y postmodernismo no deben ser considerados como dos líneas anta-
gónicas de pensamiento.
5 Ver la interesante reflexión que también hace Don Mitchell (1995) sobre las posturas culturalistas que no
tienen en cuenta las cuestiones estructurales en sus planteamientos.
6 Es de especial interés la presentación que hace Mendizábal de las aportaciones brasileña, italiana y española
a la «(nueva) geografía cultural». Para una mayor profundización en el trabajo realizado en Francia, consultar
Collignon (1999), Claval (1995, 1999), así como la revista Géographie et Cultures, fundada por este último autor.
Sobre los aportes más recientes de la geografía cultural española ver García Ramón, Albet, Zusman (2003).
Uno de los aspectos más desarrollados dentro de los estudios culturales y de la geografía
cultural ha sido el proceso de constitución de identidades de género, étnicas, religiosas, lin-
güísticas o geográficas. En general, este tipo de trabajos analizan procesos de subjetivación
de ciertas comunidades, sus acciones cotidianas, como las prácticas de consumo y la consti-
tución de lugares de referencia. En general carácter etnográfico del análisis prima por sobre
el estudio de las prácticas de exclusión y de elaboración de propuestas políticas emancipato-
rias7.
Frente a la banalización de los estudios identitarios, algunos autores han desarrollado una
propuesta más comprometida políticamente a partir de articular una propuesta teórica con una
política. Este es el caso del abordaje de la filósofa y politóloga feminista Nancy Fraser. La
mutua determinación entre los conceptos de clase e identidad se hacen presente a partir de la
forma en que concibe las nociones de redistribución (aspectos económicos) y reconocimiento
(aspectos culturales). El análisis de ambas nociones desde una visión normativa8 y de la teo-
ría social muestra la relevancia que la interdisciplinariedad adquiere para el análisis que la
autora propone.
Así, desde una perspectiva normativa, Fraser asocia las ideas de redistribución y recono-
cimiento al ámbito de la justicia social. Esto significa que la justicia se entiende en los térmi-
nos alcanzar lo que ella llama la «paridad participativa». La paridad participativa consiste en
un conjunto de arreglos que permite el establecimiento de relaciones de igualdad entre los
distintos miembros de la sociedad. Fraser considera que, para alcanzar tal paridad, primero es
necesario un análisis que permita la construcción de esta normativa. Y desde su punto de
vista, este tipo de tarea quedaría a cargo de la teoría social. En este contexto, los conceptos de
redistribución y reconocimiento adquieren otra dimensión. Ellos se convierten en perspecti-
vas de análisis aplicables a un mismo tipo de práctica9.
En la perspectiva normativa una concepción de la justicia bidimensional (redistribución y
reconocimiento) garantizaría la paridad de participación (Fraser, 1999: 37). Pero, para ello se
7 En este contexto, un apartado especial merece la cuestión de la multiculturalidad, concebida como la con-
vivencia y tolerancia entre grupos identitariamente diferenciados en un mismo lugar. Esta propuesta académica
basada en la «celebración de las diferencias» ha dado pie a políticas que frente a la inmigración promueve más la
guettización que mestizaje en la medida que los elementos locales, se siguen manteniendo idealmente puros, y la asi-
milación (a la sociedad local) que la integración (proceso que significa un intercambio entre pautas culturales de
unas y otras sociedades sin jerarquías impuestas).
8 El campo de la teoría normativa es aquel que ofrece un contrapunto a las teorías positivas. En lugar de ana-
lizar el objeto de estudio por «lo que es» se analiza por «lo que debe ser». A través de la teoría normativa las cues-
tiones de justicia social, la moral y el compromiso político son incorporadas al quehacer científico.
9 La postura de Nancy Fraser es criticada por Iris Young quien considera su propuesta como un tipo ideal, con
poco referente en la realidad. Young sostiene que las luchas por el reconocimiento incluyen en si mismas las de
igualdad económica y social. Según Young, si bien la diferenciación que hace Fraser entre políticas de redistribución
y reconocimiento, se presenta como una distinción analítica, puede acabar creando tensiones que tienen que ver con
la forma de elaborar un dispositivo teórico dicotómico más que con la actuación de los colectivos que luchan por su
visibilización (Young, 1997).
precisa que la redistribución de los recursos materiales sea tal que asegure a sus participantes
independencia y voz. A su vez, los patrones culturales institucionalizados deben asegurar res-
peto e iguales oportunidades a todos los participantes.
Por su parte, la teoría social debería identificar los grupos sociales que deben ser objeto de
reconocimiento, el tipo de reconocimiento a que estos deben estar sometidos, en qué con-
texto, y qué obstáculos (de la estructura o jerarquía social) deben superar para alcanzar una
paridad participativa. Para Fraser, ello significa analizar la articulación de la economía y la
cultura en el marco de la sociedad capitalista. Según esta politóloga, las relaciones económi-
cas permean a la sociedad, pero ella reconoce también cierta autonomía del ámbito cultural y
del político. Esto implica por ejemplo, que la desigual distribución no se puede derivar de la
falta de reconocimiento y la falta de reconocimiento tampoco se puede derivar de la desigual
distribución. Entonces, toda práctica puede ser, a la vez, económica y cultural pero no nece-
sariamente en igual proporción. En este contexto entonces, reconocimiento y redistribución
se convierten en dos categorías analíticas.
Como ejemplo, Fraser (1999: 31) analiza las connotaciones económicas y culturales de la
categoría de género en la sociedad capitalista. Así la constatación de que el género actúa en
la división de trabajo productivo remunerado y trabajo productivo no remunerado (domés-
tico), o la verificación que los salarios que reciben los hombres suelen ser mayores que los
que reciben las mujeres lleva a que, desde el punto de vista económico, la cuestión de género
se asimile a la cuestión de clase, requiriendo la aplicación de políticas redistribucionistas.
Pero también desde una perspectiva cultural el género se asimila a las definiciones de sexua-
lidad institucionalizadas que crean discriminación social. Así, por ejemplo, las leyes, las polí-
ticas estatales y las prácticas sociales sitúan a la mujer (y, a nuestro parecer también a otras
expresiones de la sexualidad como lesbianas, gays, transexuales) en una situación de subor-
dinación. En este caso, son las políticas de reconocimiento las que tienen que orientarse a
resolver este tipo de discriminaciones.
En síntesis, la perspectiva de Fraser pretende atacar tanto en términos teóricos como nor-
mativos las diferencias identitarias fusionadas con las distinciones de clase. Además, a partir
de esta postura busca superar la dicotomía economía/cultura. En sus palabras, su propuesta
constituye un «marco comprensivo que incorpora tanto la redistribución como el reconoci-
miento, de manera que la injusticia puede ser desafiada desde dos frentes» (Fraser, 1999: 48).
A esta altura de nuestra reflexión cabría preguntarnos sobre la forma en que el espacio ha
sido trabajado desde la geografía cultural y sobre la forma de resignificar estos abordajes para
adecuarlos a nuestro particular interés: ofrecer algunas herramientas para reconsiderar una
teoría crítica sobre la relación entre espacio y cultura.
En general, los estudios culturales analizan las prácticas culturales insertadas en contex-
tos donde el espacio se convierte en una especie de contenedor en el que se inscriben la dife-
rencia, la memoria histórica, y la organización social (Gupta y Ferguson, 1992: 7). A cada
grupo diferenciado (pero homogéneo en su interior) corresponde en forma directa un lugar
determinado. De esta manera el papel que se le otorga fundamentalmente a la idea del espa-
cio es el de la localización de los grupos culturalmente diferenciados y, por lo tanto, de la
fragmentación espacial.
En este contexto y frente a esta fragmentación, cabría preguntarse entonces si la relación
espacio-cultura no puede ofrecer propuestas teóricas interpretativas críticas que interactuén
con aquellas que se han elaborado a partir de la relación entre espacio-política o espacio-
economía (Smith, 1993; Harvey, 2003). Esto permitiría comprender, por ejemplo, el papel
de la diferencia en la definición de políticas de escala o de las nuevas reconfiguraciones
espaciales.
Creemos que el texto de Edward Soja Thirdspace. Journeys to Los Angeles and Other
Real-and-Imagined Places ofrece un marco para la elaboración de un proyecto académico de
este cariz. En primer lugar, a partir de la lectura de Lefebvre, Soja recupera el compromiso
político en el proyecto académico. En segundo lugar, realiza una interpretación particular del
espacio que permite la interacción entre elementos materiales y simbólicos donde se incor-
pora la idea de la diferencia y se articulan las múltiples escalas (Third Space). En tercer
lugar, su propuesta se presenta como una interpretación crítica del espacio en la sociedad.
Soja centra su atención en el hecho de que la llegada del posmodernismo deja al descu-
bierto la falta de interés que la teoría social había mostrado hasta entonces en relación al espa-
cio. La teoría social, dice el autor, tradicionalmente ha tomado en cuenta la historia, la
temporalidad de las relaciones humanas, pero ha pasado por alto su espacialidad. Para Soja,
el posmodernismo ayuda a romper los binarismos que rigen en el pensamiento moderno,
ofreciendo una alternativa, una tercera vía, que es también la vía de expresión de una política
cultural de la diferencia.
Por lo tanto, el autor, no se limita a recuperar el espacio como el «espacio real» (al que
denomina Firstspace) o como el «espacio imaginario» (al que llama Secondspace), sino que
reivindica «otra» forma de concebirlo: una forma «simultáneamente real e imaginada, y algo
más» (Soja, 1996: 11). Es decir, una forma que sustituye la expresión: «espacio real/espacio
imaginario» por la expresión «ambas cosas/ y otras más…» Esto es lo que da lugar al «tercer
espacio» (Thirdspace) u «Otros espacios». Concretamente, el autor habla de «la creación de
otra forma (postmoderna) de concebir el espacio que explique los espacios materiales y men-
tales del dualismo tradicional pero que al mismo tiempo se extiende más allá de su proyec-
ción, sustancia y significado (Soja, 1996:11). Además, Soja, desarrolla, desde una perspectiva
marxista, la concepción de una política cultural donde el espacio, el conocimiento y el poder
se entrecruzan históricamente para dar forma a los «espacios de representación» social y a la
«representación de los espacios» sociales.
Soja reconoce a Henri Lefebvre como uno de los precursores de estas ideas y reivindica
una mayor atención sobre «otros espacios» (donde se pueden expresar la alteridad y la dife-
rencia) haciendo su contribución tanto a la teoría social como a la geografía. La aportación de
Lefebvre a la teoría espacial es, según Soja, esencial a la hora de reivindicar un tipo de pen-
samiento «radicalmente abierto» en esta inclusión del espacio en la teoría social. Soja
defiende a Lefebvre no sólo por su aportación teórica sino por su forma de demostrar a lo
largo de su trayectoria que reflexionando sobre la cuestión del espacio se puede ser idealista
(hegeliano) sin tener que renunciar a ser materialista (marxista), así como se puede ser pos-
moderno sin tener que renunciar a ser políticamente comprometido.
6. CONCLUSIONES
Edward Soja abre un camino para pensar la relación espacio-cultura desde una postura refle-
xiva y atenta a la posibilidad de cambio. De hecho, ambos autores creen en la necesidad de
vincular las dimensiones materiales y simbólicas desde el punto de vista ontológico. Desde el
punto de vista político, ambos persiguen contribuir a una nueva forma de pensar la sociedad.
Así, mientras Fraser manifiesta su interés por abolir los problemas de distribución y falta de
reconocimiento de las diferencias, Soja propone un Thirdspace de opción política como espa-
cio de resistencia y redefinición de la ciudadanía.
En el actual contexto político nuevas voces aparecen constituyendo lugares de participa-
ción social. En este marco, y a partir de la propuesta teórica expuesta hasta ahora, se nos abre
una agenda de temas de investigación. A continuación, y para finalizar, enumeramos algunas
de estas líneas. Estas, al mismo tiempo que no son excluyentes entre sí, tampoco pretenden
agotar otras posibilidades.
AGRADECIMIENTOS
Este artículo no hubiera sido planteado sin el aporte de las ideas y afectos generados en el
grupo de discusion del libro Spaces of Hope de David Harvey. Gracias, Sergio, Roberta,
Davide, Betta, Abel, Enric y María Dolors.
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RESUMEN
Los escritores de la denominada generación del 98 mostraron un gran interés por el pai-
saje de España, y propusieron de él imágenes interesantes y valiosas, directamente conecta-
das con su intención de buscar las claves de la propia identidad nacional española. Dentro de
ese grupo de escritores del 98, Azorín (José Martínez Ruiz, 1873-1967) fue uno de los que
tuvo una dedicación paisajística más sostenida e intensa. Azorín recogió con fidelidad los
puntos de vista de Francisco Giner de los Ríos (1839-1915) y de la Institución Libre de Ense-
ñanza, fundada en 1876, y ofreció una imagen del paisaje español —y, en particular, del pai-
saje de Castilla— penetrante y valiosa, acorde con su concepción historiográfica castellanista
y con su idea de la continuidad nacional, y coherentemente enmarcada en el horizonte inte-
lectual de la generación del 98. Este artículo se dedica a considerar algunos de los rasgos
característicos de esa visión paisajística de Azorín, que constituyó una aportación destacada
(e influyente) a la cultura moderna del paisaje en España.
Palabras clave: Paisaje, generación del 98, identidad nacional, imagen literaria del pai-
saje, Castilla.
ABSTRACT
The writers of the named generation of 1898 displayed great interest for the Spanish
landscape, and they suggested interesting and precious images about it, in order to connect
with their own intention to look for the keys of Spanish national identity. In this group of ’98
writers, Azorín (José Martínez Ruiz, 1873-1915) had an intense and steady dedication for the
landscape. Azorín took again with fidelity the points of view of Francisco Giner de los Ríos
(1839-1915) and from Institución Libre de Enseñanza, founded in 1876, and he gave a deep
119
Nicolás Ortega Cantero
and valuable image of the Spanish landscape –specially from the Castilla’s landscape-, in the
same way than his conception of the Spanish History with a Castilian basis in his idea of a
national continuity. These points of view should be well coherently framed in the intellectual
horizon of the generation of ’98. This paper consider some of the most characteristics featu-
res of this Azorín’s landscape vision, which was an emphasized (and influential) contribution
to the modern culture of the landscape in Spain.
Key words: Landscape, generation of ’98, national identity, literary image of landscape,
Castilla.
Entre todas las imágenes literarias del paisaje español que se suceden a lo largo de los dos
últimos siglos, las procedentes de los escritores de la denominada generación del 98 ocupan
un lugar relevante. Tanto por sus rasgos característicos, con una dimensión geográfica nota-
ble, como por la honda y sostenida influencia que ejerció en el panorama cultural de su
tiempo y posterior, la representación noventayochista del paisaje español fue bastante impor-
tante. Los escritores del 98 constituyeron en España, según Eric Storm (2002), el primer
grupo de intelectuales en sentido moderno, y desempeñaron un papel nacionalizador desta-
cado. Vivieron los cambios sustanciales que se produjeron en España, al igual que en Europa,
desde los últimos años del siglo XIX, que pusieron en entredicho algunos de los modelos
políticos, sociales y culturales hasta entonces predominantes, y optaron por buscar, en ese
mundo cambiante, las claves de la identidad nacional española, los fundamentos mismos de
una nación que entendieron sobre todo en términos de comunidad cultural. Y con ese
empeño, con ese propósito de encontrar los fundamentos culturales de la identidad colectiva
española, se relaciona estrechamente su visión del paisaje, su modo de percibirlo y de valo-
rarlo, su manera de interpretar las cualidades y los significados que distinguen en él.
Azorín fue, dentro del grupo de los escritores del 98, uno de los que más interés mostró
por el paisaje. «Lo que da la medida de un artista —dijo Azorín (1968, 130)— es su senti-
miento de la naturaleza, del paisaje... Un escritor será tanto más artista cuanto mejor sepa
interpretar la emoción del paisaje...» Su obra literaria ofrece numerosos ejemplos de ese sen-
timiento y de esa interpretación. El paisaje español constituye uno de los motivos centrales de
los escritos de Azorín, y su percepción y valoración se halla en ellos directamente conectada,
como sucede en otros noventayochistas, con su empeño en definir los rasgos característicos
de la identidad colectiva nacional. La visión del paisaje español vertebrada por Azorín es
inseparable de su directa y destacada participación en lo que Inman Fox (1997) ha denomi-
nado «la invención de España». Moviéndose en esas coordenadas nacionalizadoras, la ima-
gen que proporciona Azorín del paisaje español, siempre interesante y valiosa, constituye un
acabado exponente de los criterios y las intenciones que presidieron el horizonte paisajístico
de los escritores del 98. Veamos a continuación algunos de los rasgos característicos de esa
imagen del paisaje español propuesta por Azorín.
* * *
Para entender el carácter de la aportación paisajística de los escritores del 98, y, más con-
cretamente, de Azorín, conviene comenzar por tener en cuenta su relación directa con los
puntos de vista que habían promovido antes Francisco Giner de los Ríos y la Institución Libre
de Enseñanza. La labor desarrollada en ese sentido por el círculo gineriano e institucionista
fue importante, ya que supuso la introducción y el consecuente desarrollo en España de la
visión geográfica moderna del paisaje, con todas sus dimensiones científicas y culturales.
Francisco Giner y la Institución incorporaron, desde los años ochenta del siglo XIX, las cla-
ves (explicativas y comprensivas, intelectuales y sentimentales) de la visión del paisaje aus-
piciada, desde tiempos de Humboldt, por la Geografía moderna. La visión que Giner y,
siguiendo sus pasos, la Institución Libre de Enseñanza ofrecen del paisaje español se inscribe
plenamente en las coordenadas de los enfoques geográficos modernos. Las actitudes y las
intenciones que presiden esos enfoques, sin excluir su interés en buscar la convergencia de
puntos de vista distintos pero complementarios, su empeño en apoyarse en lo que Vincent
Berdoulay y Hélène Saule-Sorbé (1998) han denominado «la movilidad de la mirada», están
muy presentes en el modo de acercarse al paisaje y entenderlo que propusieron Giner y sus
colaboradores institucionistas1.
Francisco Giner propuso una imagen actualizada del paisaje español, una nueva manera
de verlo y de valorarlo, apoyada en las interpretaciones, nuevas también, que estaban ofre-
ciendo los naturalistas de su tiempo, y capaz de adentrarse en la comprensión de sus cualida-
des y significados culturales. Su artículo titulado «Paisaje», publicado en La Ilustración
Artística, de Barcelona, lo demuestra con meridiana claridad (Giner de los Ríos, 1886). Diri-
gió sobre todo su atención hacia el paisaje de Castilla, acuñando, tras el desprecio romántico,
su primera imagen moderna, y se sintió siempre muy atraído por la Sierra de Guadarrama, de
la que propuso una visión que conjugó modélicamente la intención naturalista y explicativa y
la búsqueda de valores culturales y simbólicos.
La visión del paisaje del círculo gineriano e institucionista mantuvo estrechas relaciones
con su ideario y con sus aspiraciones nacionales. Las cualidades que Giner y los institucio-
nistas descubrieron en el paisaje, los valores y los significados que le atribuyeron, son inse-
parables, claro está, de su pensamiento y de sus creencias. La imagen del paisaje forma parte
del «imaginario» de Giner y de sus colaboradores institucionistas, del conjunto de represen-
taciones que expresan simbólicamente su concepción del mundo que les rodea y de las posi-
bilidades de mejorarlo. Su acercamiento al paisaje es inseparable de su participación en el
proceso de identificación de la comunidad nacional, de signo liberal, que se estaba desarro-
llando entonces en España. Acercarse al paisaje era un modo de acercarse al pueblo español,
a su carácter y a su historia. La consideración del paisaje ocupó así un lugar destacado en el
horizonte historiográfico del círculo gineriano e institucionista, y lo ocupó también a la hora
de entender y procurar descubrir, de acuerdo con ese horizonte, los rasgos característicos de
la propia identidad nacional. El modo de entender el paisaje comprendía, en Giner y en sus
compañeros de la Institución, una clara intención de afirmación nacional, de búsqueda de las
notas distintivas de la comunidad española.
La Institución Libre de Enseñanza, encabezada por Francisco Giner, participó activa-
mente en «la construcción de una identidad nacional española» (Fox, 1997, 15-34),
empeño similar al que se planteó, a lo largo del siglo XIX, en otros países europeos, y su
1 He estudiado los fundamentos, las características y la importancia de la visión del paisaje de Francisco
Giner de los Ríos y de la Institución Libre de Enseñanza en Ortega Cantero, 2001.
modo de ver el paisaje estuvo directamente relacionado, de manera coherente, con los
diagnósticos y las aspiraciones de ese horizonte nacionalista. La valoración del paisaje
promovida por el círculo gineriano e institucionista no se apartó nunca de su propósito de
identificar las claves, los rasgos característicos, de la comunidad nacional. Su visión del
paisaje no es ajena a su búsqueda de la identidad nacional española, a los afanes de su
nacionalismo, que se mostró siempre, como ha advertido Diego Catalán (1991, 60-65),
«liberal» y «progresista».
La imagen del paisaje conformada por Giner y la Institución tuvo una influencia nota-
ble en el panorama cultural de la España de su tiempo y de después. Esa influencia se dejó
sentir con claridad entre los escritores (y los pintores) de la generación del 98. Gracias a
Giner y a la Institución Libre de Enseñanza pudo «alentar», según Azorín (1916, 206), el
«grupo de literatos y artistas nuevos» de la generación del 98. «España —añade—
comienza a ser sentida mejor, más íntimamente que hace cuarenta años. Se comprenden
como jamás se han comprendido el paisaje y las viejas ciudades». Y José Ángel Valente
(1965), tras advertir que estudiar la obra de Giner «no sólo es estudiar un tronco importante
de nuestra genealogía, sino un decisivo aspecto de nuestras etimologías, pues en él está la
raíz de muchas palabras que de otras manos hemos recibido», se refirió a la fuerte impronta
que dejó en los escritores del 98 y en quienes les siguieron luego. «La visión, no ya política
y moral, sino física, de España, que con distintos acentos personales gravita en nuestra lite-
ratura desde el 98 en adelante —escribe Valente—, es en muy considerable medida de
estirpe gineriana».
La imagen que ofreció el círculo gineriano e institucionista del paisaje tiene muchos pun-
tos de conexión con la que aportaron después escritores como Azorín, Machado o Unamuno
(o pintores como Aureliano de Beruete o Jaime Morera). Y en esa conexión reside una de las
razones del patente componente geográfico del paisajismo de los escritores del grupo del 98,
que ha sido señalado y estudiado por diversos autores2. La cercanía entre los puntos de vista
ginerianos e institucionistas y la visión del paisaje, sobre todo del paisaje castellano, de los
escritores del 98 fue en algunos casos especialmente estrecha. Tal proximidad puede com-
probarse en algunos de los textos paisajistas más característicos de Machado y Unamuno, y
puede comprobarse también, sobre todo, en los escritos de esa misma índole de Azorín, que
llegó a un grado muy elevado de compenetración con las actitudes y las intenciones del cír-
culo gineriano e institucionista.
* * *
2 Eduardo Martínez de Pisón (1973) fue el primero en considerar esa dimensión geográfica de los escritores
del 98, a propósito de un texto de Azorín («En la montaña», incluido en su libro España, de 1909). Después, junto a
numerosas referencias ocasionales al mismo asunto a lo largo de otros trabajos, el mismo Martínez de Pisón (1998)
ha ofrecido un estudio amplio y detallado, con criterio geográfico, sobre la aportación paisajística del 98. También
José Antonio de Zulueta Artaloytia (1988) trató de ese mismo asunto, y, por su parte, Antonio López Ontiveros
(1991, 107-122, y 2001) ha considerado con detenimiento, analizando una de sus novelas (La feria de los discretos,
de 1905), la perspectiva paisajística y geográfica de Pío Baroja. Por su parte, aunque con un enfoque diferente de los
anteriores, Jesús García Fernández (1985, 81-141) se refirió también a las notas geográficas de la visión noventayo-
chista del paisaje castellano.
Decía Ramón Carande (1976, 217) que, cuando leía a Azorín, le parecía estar escuchando
a Francisco Giner, de quien fue alumno, en la Universidad de Madrid, en su clase de Docto-
rado de Derecho. Azorín fue el que mostró, dentro del horizonte noventayochista, el mayor
grado de identificación con las posturas y los gustos de Giner y de los institucionistas. Se sen-
tía muy cerca de ellos, admiraba su forma de ser y de comportarse, y encontraba tan razona-
ble como conveniente su manera de entender los problemas de España y de intentar
resolverlos. La conexión que mantuvo Azorín con la visión paisajística de Giner se corres-
ponde enteramente con la que mantuvo, en términos más amplios, con su ideario. Los textos
de carácter paisajístico de Azorín están muy cerca, en sus presupuestos, en sus intenciones, en
sus sentimientos, y a veces hasta en su más inmediata literalidad, del paisajismo gineriano.
Recogen con fidelidad las claves de la visión del paisaje inicialmente propuesta por Giner,
tanto en lo que se refiere a los fundamentos modernos de su modo de percibirlo y valorarlo,
como en lo que atañe a sus implicaciones históricas, culturales y simbólicas.
Azorín manifestó una gran simpatía por la filosofía krausista, en la que se apoyaban Giner
y los institucionistas, y elogió a sus representantes más destacados, incluso durante sus años
de militancia en el partido conservador (Fox, 1999, 38). Veía en ellos un modelo de conducta
valioso y atractivo. Y también estimaba mucho Azorín un rasgo característico de Giner y de
la Institución Libre de Enseñanza: el hermanamiento de tradición e innovación, de «españo-
lismo» y «universalidad», que se manifestaba en su pensamiento y en sus iniciativas. «Una
nota de universalidad y otra nota de españolismo —escribe Azorín (1967, 124)—: de tal
modo podemos resumir nuestra impresión respecto del espíritu de la Institución Libre». El
pensamiento de Giner y del círculo institucionista «representa —en palabras de Azorín (1916,
204)— la innovación», y además «encarna lo más sólido, lo más hondo, lo más sustancioso
de España».
En el paisajismo gineriano se daba una compenetración de innovación y tradición que
Azorín no pasó por alto: se planteaba una visión moderna del paisaje, acorde con los modos
de entenderlo que caracterizaban al paisajismo europeo de entonces, y esa visión se mostraba
muy interesada en descubrir e interpretar las huellas de la tradición, del propio pasado, ins-
critas en el paisaje. Tales huellas humanas del pasado eran no sólo un componente ineludible
del paisaje, a menudo importantes en la conformación de su imagen, sino también, al tiempo,
un testimonio y una expresión del carácter de las gentes que lo habían habitado y de los ras-
gos de su historia interna o intrahistoria. El paisaje se hacía así historia, tradición. Estaba ínti-
mamente ligado a los hombres que habían vivido en su seno, al carácter o, como se decía
entonces, a la psicología del pueblo que lo había habitado, a los rasgos distintivos de su tra-
dición y de su historia, de su identidad colectiva. Las huellas históricas, culturales, del paisaje
hablan —como lo hacen con extrema claridad en las impresiones que Giner dejó de sus
excursiones artísticas— de los valores tradicionales del propio pasado. Giner llamó una y otra
vez la atención sobre esos componentes históricos del paisaje, que remitían a la propia tradi-
ción, a la intrahistoria del pueblo español, y Azorín se mostró especialmente receptivo a ese
tipo de consideraciones.
La dimensión histórica, el paso del tiempo, la sucesión temporal de las cosas y de los
hombres, ocupa un lugar destacado en el paisajismo de Azorín. No sólo le interesa la imagen
del presente y las huellas que subsisten en ella del pasado, sino también la imagen misma de
ese pasado, lo que el paisaje era en tiempos pretéritos. No es sólo la presencia del pasado en
el presente del paisaje lo que busca Azorín; persigue además evocar el pasado mismo del pai-
saje, acercarse a lo que fue en momentos históricos anteriores. Todo ello se relaciona con la
perspectiva que adopta Azorín a la hora de interpretar la realidad española, doblemente apo-
yada en una concepción historiográfica que Fox (1997, 136) ha denominado «castellano-cén-
trica», y en la idea de continuidad nacional, en la afirmación de la existencia de una
continuidad secular de la mentalidad nacional. Esta idea de continuidad histórica es la que
lleva a Azorín, en su empeño por distinguir las claves de la propia identidad cultural colec-
tiva, a indagar en el pasado, a interesarse por todo lo que le permite descubrir, en ese pasado,
las notas distintivas del carácter nacional.
Ambos aspectos de la perspectiva de Azorín, su enfoque historiográfico castellanista y su
noción de continuidad nacional, se expresan cumplidamente en sus escritos. Así sucede en
sus acercamientos, siempre despiertos, a la tradición literaria española —que ayudaron a
popularizar los autores clásicos tanto entre el público como entre los investigadores (Fox,
1988, 141)—, con la intención de encontrar en ella las notas propias de la cultura nacional.
Lo que latía en sus escritos sobre los autores clásicos era, como él mismo decía, «una curio-
sidad por lo que constituye el ambiente español —paisajes, letras, arte, hombres, ciudades,
interiores—» (Azorín, 1920b, 11). En la dedicatoria (a Ramón María Tenreiro) de Clásicos y
modernos, escribió Azorín (1913, 5) lo siguiente: «Es este libro como la segunda parte de
Lecturas españolas. Los mismos sentimientos dominan en él: preocupación por el ‘problema’
de nuestra patria; deseo de buscar nuestro espíritu a través de los clásicos.»
También se expresa con claridad la orientación castellanista de Azorín y su interés por el
pasado, vinculado a su idea de la continuidad nacional, en su visión del paisaje. Presta mucha
atención a las huellas del pasado en el paisaje, y procura también imaginar su realidad preté-
rita, para descubrir así las claves originarias del carácter nacional. El latido del pasado, de un
pasado casi siempre mejor que el presente, se deja sentir continuamente en su visión del pai-
saje de Castilla, y en ocasiones la comparación del antes y el después adquiere tintes de
denuncia. La Castilla que había dado, según Azorín, el tono de la nacionalidad, era, a princi-
pios de siglo, el ámbito español más necesitado de ayuda. «Hoy —escribe, en 1909, Azorín
(1999, 289)— sus campiñas están desoladas y casi yermas y sus ciudades aparecen muertas
y punto menos que deshabitadas». La imagen de Castilla promovida por Azorín, con los
enfoques historiográficos y nacionalizadores que entraña, constituye, sin duda, uno de los
logros más significativos de su dedicación paisajística. Las líneas que siguen, procedentes de
un artículo dedicado, en 1909, al Lazarillo de Tormes, en las que puede distinguirse con bas-
tante claridad el eco gineriano e institucionista, aportan un ejemplo elocuente de la composi-
ción de esa imagen.
«La que podríamos llamar ruta del Lazarillo, se extiende desde Salamanca hasta
Toledo. Es ésta una de las partes más pintorescas y castizas de España. Se ha de atra-
vesar la sierra de Gredos. La primera estación que Lázaro y el ciego mendicante hicie-
ron fue en Almorox; era por octubre. En esta época la tierra castellana tiene un
encanto especial. A su natural noble, austero, a trechos grandioso, se une la melanco-
lía del otoño. Las montañas son de un color azul acerado; las tierras labrantías apare-
cen ocres, rojizas, negruzcas; junto a los arroyos, en los vallecillos y collados, una
fronda de árboles pone una nota de un verde intenso, y unas picazas, unos alcotanes,
Con su gusto por el pasado, con su interés por los componentes y los usos tradicionales,
la imagen del paisaje ofrecida por Azorín tiene algo de geografía histórica. Para conformar
esa imagen, utilizó diversas fuentes: desde la literatura clásica española, de la que fue un gran
conocedor y un comentarista perspicaz, hasta una gama variada de memorias, informes o dic-
támenes, a menudo poco conocidos, que su bibliofilia le ayudó a encontrar, pasando por los
libros escritos por los viajeros y los diccionarios geográficos. «Azorín —dijo Alfonso Reyes
(1956, 243)— es un gran lector. Es, desde luego, uno de los pocos que han sabido leer a sus
clásicos». A la «inspiración libresca» de Azorín se refirió Inman Fox (1988, 128), señalando
su importancia y comentando algunas muestras elocuentes de su presencia y de sus resulta-
dos, como, por ejemplo, el uso frecuente del Manual para viajeros por España de Richard
Ford, publicado a mediados de los años cuarenta, «para poner de relieve sus descripciones del
paisaje español».
Como Giner y como Unamuno (1991, 54), que habló de «la mayor enseñanza que se saca
de los libros de viajes que de los de historia», y por razones muy parecidas a las de ambos,
Azorín se interesó mucho por los relatos y las guías escritas por los viajeros —sobre todo, el
Itinerario descriptivo de España de Laborde, de principios del XIX, y el Manual para viaje-
ros de Ford, del que dice que es «uno de los mejores libros que poseemos sobre España»
(Azorín, 1999, 122)—, y los utilizó a la hora de acercarse al paisaje y a su historia. La ima-
gen del paisaje ofrecida por Azorín está a menudo asociada a su experiencia de lector, como
sucede, por ejemplo, en la evocación de un pueblo castellano contenida en los párrafos inclui-
dos a continuación, movida por la lectura de un libro escasamente conocido, escrito por un
ganadero trashumante y hermano del Concejo de la Mesta.
«Me he quedado solo ante la vasta y silenciosa llanura. Las campanas han
cesado de tañer. Me he sentado en el alterón del camino y he tenido la vista por los
anchos sembrados, he contemplado las copas gráciles, enhiestas, de dos álamos que
asoman por encima de las bardas del cortinal, he atalayado las lejanas blanquiazules
montañas. Eran las nueve de la mañana; he tornado a entrar en el pueblo; de cuando
en cuando pasaba por las callejas algún labriego. Nada turbaba el reposo y el silen-
cio de la vieja ciudad. Los minutos se deslizaban lentos, interminables, eternos.
Toda la vida, la escasa vida del pueblo, está en esas lejanas montañas; allá en sus
valles hondos y abrigados, en sus recuestos, en sus oteros, los ganados de los veci-
nos van pastando sosegada y tranquilamente. ¿Qué hacer en esta minúscula ciudad
donde no pasa nada, donde no se oye ningún ruido, ni el más ligero rumor? De
vuelta en el hostal donde me hospedo, he sacado de mi maleta el libro que traía y he
comenzado a leer: ‘Un rebaño de mil y cien cabezas debe tener un rabadán, un com-
pañero, un ayudador, un sobrado (que también se llama persona de más) y un zagal.’
He aquí toda la organización social, toda la jerarquía, toda la vida de esta vieja y
pequeña ciudad. [...]
Todo el silencio, toda la rigidez, toda la adustez de esta inmoble vida castellana,
está concentrada en los rebaños que cruzan la llanura lentamente y se recogen en los
oteros y los valles de las montañas. Mirad ese rabadán, envuelto en su capa recia y
parda, silencioso todo el día, durante todo el año, contemplando un cielo azul, sin
nubes, ante el paisaje abrupto y grandioso de la montaña, y tendréis explicado el tipo
de campesino castellano castizo, histórico: noble, austero, grave y elegante en el ade-
mán; corto, sentencioso y agudo en sus razones. Los poetas, los novelistas, los dra-
maturgos clásicos, han retratado en sus obras una Castilla brillante y artificiosa; hay
mucho de verdad en la sociedad que ellos describen; pero la sociedad que ellos retra-
tan y nos han transmitido en sus obras, es la sociedad fugitiva, deleznable, de las
grandes ciudades. El alma de Castilla, el fondo de la raza, lo que no pasa, lo que per-
dura, está en estos libros raros, oscuros, desconocidos, que no son literarios, en que no
existe retórica ninguna, y que, sin embargo, nos dicen más de Castilla que todas las
comedias y todas las novelas.
En la soledad de esta diminuta ciudad de la meseta castellana, he leído y releído el
libro de don Manuel del Río, vecino de Carrascosa, provincia de Soria, ganadero tras-
humante y hermano del honrado Concejo de la Mesta; en mi lectura, el silencio pro-
fundo de la llanura castellana se asociaba a la visión del pastor solitario, envuelto en
su capa secular, transmitida de padres a hijos, como una herencia sagrada. Y en estas
horas, surgía, clara, radiante, toda la tenacidad, todo el silencio altivo y desdeñoso,
toda la profunda compasión, toda la nobleza del labriego castellano, raíz y funda-
mento de una patria». (Azorín, 1999, 297-299).
«En Azorín —escribió Ortega y Gasset (1981, 214)— no hay nada solemne, majestuoso,
altisonante». Así sucede también en su modo de ver el paisaje. Es un observador atento,
minucioso, que sabe distinguir los detalles del paisaje y dar cuenta de ellos con serena sensi-
bilidad. Azorín no se olvida nunca de describir el paisaje, de identificar —y nombrar con pre-
cisión— los elementos que lo componen. Azorín es, como señaló Martínez de Pisón (1973,
424-425), «concreto» y «realista», y los suyos son «paisajes nítidamente determinados»,
representados literariamente con una «riqueza de vocabulario» que no hace sino traducir la
«riqueza de saberes» en la que apoya su visión y su valoración. Y a esa descripción, cuida-
dosa y ajustada, añade Azorín el sentimiento del paisaje, templado siempre y a menudo
teñido de melancolía. La dimensión emotiva del paisajismo de Azorín, su compenetración
afectiva con el paisaje, se ejercita sobre todo, al igual que su dimensión descriptiva, a través
de la consideración de los detalles. La visión del paisaje conformada por Azorín, tanto en lo
* * *
El interés de Azorín por los testimonios literarios se manifiesta también en otro aspecto
valioso de su orientación paisajística: la labor que llevó a cabo de recopilación y comenta-
rio de las imágenes del paisaje español ofrecidas por otros escritores, anteriores o contem-
poráneos. Era una manera, precursora en varios sentidos, de comenzar a componer la
historia del gusto y del sentimiento del paisaje en España, de empezar a aproximarse a la
genealogía de la imagen —literaria, cultural— del paisaje español. Eso es lo que hizo en su
libro sobre El paisaje de España visto por los españoles, aparecido en 1917, en el que, tras
exponer algunas reflexiones introductorias sobre el alcance de las imágenes paisajísticas que
cabe hallar en la literatura española anterior al siglo XIX, recogió y comentó un conjunto
bastante significativo de visiones literarias modernas de los paisajes de diversos ámbitos
geográficos españoles.
Allí están, por ejemplo, las imágenes del Bierzo de Enrique Gil y Carrasco, en las que
encuentra, con razón, la primicia española de los renovados vientos paisajistas de la moder-
nidad decimonónica, en las que «nace por primera vez en España —escribe Azorín (1917,
20-21)— el paisaje en el arte literario», y en las que distingue «cierta semejanza y parale-
lismo» con las vistas del pintor Carlos de Haes. Y allí están también, entre muchas otras, la
imagen que Bécquer ofreció de Veruela y del Moncayo, la visión de Castilla debida a Pérez
Galdós, las imágenes del paisaje gallego de Rosalía de Castro, Emilia Pardo Bazán y Valle-
Inclán, o las impresiones sobre el País Vasco de Pío Baroja, «el artista —dice Azorín (1917,
43-49)— que más penetrantemente ha sabido describir el paisaje vasco», que le recuerdan
«algunos cuadros de Darío de Regoyos, cuadros llenos de luz, de color, de reverberacio-
nes».
No sólo constata Azorín, a lo largo de las páginas de ese libro, en los sucesivos comenta-
rios que dedica a los testimonios literarios seleccionados, la importancia adquirida por el pai-
saje entre los escritores modernos, los del siglo XIX y los primeros decenios del XX, sino que
advierte además el notable papel que a menudo desempeñan esas visiones procedentes de la
literatura en la configuración de la imagen cultural del paisaje, en la conformación del modo
de ver, el modo de percibir y de apreciar las cosas, asociado a la cultura moderna del paisaje.
Sólo cuando «el artista lo lleva a la pintura o a las letras», cuando ya «está creado en el arte»,
es cuando «comenzamos —escribe Azorín (1917, 43)— a ver el paisaje en la realidad».
Llama así la atención Azorín sobre lo que el paisaje, la visión del paisaje, tiene de creación
cultural, de proyección de claves culturales, de formas de pensar y de sentir, que a menudo se
dejan ver con especial claridad en el mundo del arte. «A Castilla, nuestra Castilla —añade
Azorín (1917, 67)—, la ha hecho la literatura».
De ese modo se expresa, a lo largo de su obra literaria, con todos los ingredientes e inten-
ciones que lo caracterizan, el gran interés de Azorín por el paisaje. Recogió la herencia de
Francisco Giner y de la Institución Libre de Enseñanza, y ofreció una imagen del paisaje
español —y, en particular, del paisaje de Castilla— penetrante y valiosa, acorde en todo
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RESUMEN
ABSTRAC
Reading literary texts is a way to obtain geographical knowledge. The new role assigned
to subjectivity in Geography makes possible the use of literary sources in geographic
research, and, in fact it means the recoveny of a tradition of our discipline. From this point of
view, the geographic elements contained in J.M. Caballero Bonald´s travelling narrative are
analyzed.
133
Juan Manuel Suárez-Japón
1 Una primera aproximación a estas cuestiones realicé ya en 1989 publicando un estudio sobre los compo-
nentes geográficos en la obra del antropólogo inglés Pitt Rivers: La Grazalema de Pitt Rivers; una lectura geográ-
fica de «Los Hombres de la Sierra». Sevilla (1989). Revista El Folk-lore Andaluz. N.º 3-4. Homenaje a J. Pitt Rivers.
Fundación Machado. Pp. 239-245.
2 Citado en Vilagrasa, J. (1988). Novela, espacio y paisaje: sugerencias para una geosofía estética. Estudios
Geográficos. Nº 191. CSIC. Madrid. P. 273.
3 Citada por Luis González Jiménez, (2001), «Lectura de los espacios o lectura del espacio»; en VV.AA. Lec-
tura del espacio. Espacio de la lectura. Universidad de Extremadura. P. 49.
fuente para la Geografía es una práctica frecuente especialmente para los estudios de proce-
sos temporales, y es en el marco de la llamada Geografía Histórica donde encuentra el mayor
número de cultivadores. Pero estos textos siguen produciéndose también en nuestros días y
deben seguir atendiéndose como fuentes de conocimiento geográfico. Cierto que se han des-
prendido en gran parte del valor, casi romántico, de los históricos, de acercarnos a lugares
desconocidos, y que rara vez pueden adornarse ya con el aura de la aventura más o menos
pionera. Pero en cambio estos textos viajeros contemporáneos nos aportan visiones subjeti-
vas, perceptivas, de sus autores, de suerte que lo que pudiese mermar en interés informativo
lo ganan como materiales para el análisis de las geografías subjetivas y de las percepciones
espaciales. De ahí ese carácter de nexo o de síntesis posibles entre los dos modos, antes cita-
dos, de relación entre la Geografía y lo literario. Y es en ese ámbito de relatos viajeros con-
temporáneos, que combinan lo real con lo imaginado, el dato geográfico preciso con las
percepciones del «sujeto que mira», en el que hemos realizado la aproximación a los ele-
mentos geográficos en la «narrativa viajera» del escritor jerezano.
Desde que en 1952 publicase su primer trabajo poético —«Las adivinaciones»— hasta
sus últimas prosas («Mar adentro» (2000)), José Manuel Caballero Bonald (Jerez de la
Frontera, 1926)4 crea una obra amplia y diversa que le convierte en uno de los más destaca-
dos nombres de nuestra literatura contemporánea5. Sus inicios poéticos, vinculados a la
generación de los cincuenta, se completaron más tarde con una narrativa en la que además
de sus importantes novelas, —desde «Dos días de septiembre», (1962), hasta «Campo de
Agramante» (1994)—, se ofrece una notable obra miscelánea en la que se combinan el
ensayo, la crítica y la frecuente incursión en la literatura de viajes, que es la que contiene
más elementos para una lectura en clave geográfica. En todas ellas afloran, —tanto en la
obra de ficción como en esta otra de más sólidos asideros en la realidad—, una clara recep-
tividad hacia determinados componentes geográficos, sociales y culturales de la realidad. Es
más ostensible lo social en su primera etapa creativa, inserta en el «realismo social», que
Caballero Bonald culminaría en su novela «Dos días de septiembre»6, en tanto que lo geo-
gráfico y lo cultural impregnan por igual una obra narrativa en la que el tiempo fue produ-
ciendo un sesgo hacia otros esquemas estéticos. En toda su narrativa el autor jerezano se
instala, —casi con la permanencia propia de un dato estilístico—, en una clara preocupación
4 Existe una amplia información acerca del escritor y su obra en la web de la Fundación de su nombre,
www.fcbonald.com. Sus dos volúmenes de memorias personales, «Tiempo de guerras perdidas» (1995) y «La cos-
tumbre de vivir» (2001), constituyen desde luego sus mejores referentes biográficos.
5 En www.fcbonald.com existen enlaces que llevan a páginas con una amplísima relación de obras dedicadas
a analizar la producción literaria, tanto poética como narrativa, de Caballero Bonald.
6 La novela relata, con gran precisión, la realidad de la vida rural en el marco de Jerez de la Frontera. En la
misma, las cuestiones relativas a la injusticia social, derivada del funcionamiento funesto de las grandes extensiones
latifundiarias, la explotación de hombre por el hombre, constituyen, sin duda uno de los centros básicos del relato;
pero al amparo de ello, Caballero Bonald deja un retrato preciso de los modos de vida campesinos en estas regiones
del sur andaluz, de sus habitats, de sus aperos, de sus expansiones festivas, de sus dramas, todo lo cual reviste a la
obra de un gran atractivo para someterla también a una lectura en la clave relacional entre Literatura y Geografía que
aquí estamos ya ensayando.
7 Además de la ya citada «Dos días de septiembre» (1962), ha publicado «Agata ojo de gato» (1974), «Toda
la noche oyeron pasar pájaros» (1981), «En la casa del padre» (1988) y «Campo de Agramante» (1992).
8 Desde hace decenios, José Manuel Caballero Bonald divide su residencia entre Madrid y su casa del paraje
rural de la playa de Montijo, en Sanlúcar de Barrameda (Cádiz), en la orilla izquierda del Guadalquivir, frente al fes-
tón de arenas y pinares de Doñana que constituyen su horizonte más inmediato.
9 Caballero Bonald es autor de una muy extensa producción de textos en los que nos relata sus experiencias
viajeras, gran parte de los cuales han ido apareciendo de manera dispersa, publicados en diversas publicaciones. Esta
obvia dificultad que habría supuesto su localización se atenúa en gran medida por el hecho de que las partes más
valiosas de los mismos han sido incorporados, o bien en sus dos obras de memorias personales, ya citadas, o bien
conjuntados en algunos libros, entre los cuales «Copias del natural» (1999) es el que recoge la mayor cantidad de
ellos. Por el carácter más monográfico de su contenido tienen también interés su «Cádiz, Jerez y los Puertos»,
publicado en 1963 y en recientísimo recopilatorio «Mar adentro» (2002), aunque también una parte de éstos relatos
viajeros se incluyen en sus textos autobiográficos.
doras exhaustivas—, acentuando cuanto en ellos se relaciona con nuestros dos intereses, la
Geografía y la Literatura. Advirtamos que estamos ante un autor para el que viajar supone la
continuidad de la añeja aspiración de los viajeros históricos por descubrir lo nuevo o reen-
contrar lo conocido; el viaje sentido como una oportunidad para experiencias al margen de las
ataduras cotidianas; un escritor para el que el viaje no se ha desentendido de los esenciales
componentes de curiosidad y de romanticismo que movieron a todos los viajeros en todos los
tiempos y que, como aquellos, solo reconoce una urgencia equiparable a la del inicial impulso
de partir: la de contar a otros estas vivencias y convertirlas así en materia literaria10. El viaje
ha formado una parte sustancial de la vida de Caballero Bonald y, a la inversa, su propia vida,
—entre el azar y la voluntad—, le ha obligado a emprenderlos de manera frecuente. La suma
de todo ello es una literatura viajera en la que hallamos desde referencias a paisajes cercanos,
más próximos a sus «espacios vividos», hasta otras de geografías distantes, desde el trópico
americano hasta los secarrales desérticos del Sahara. Son los textos que ahora leemos desde
esta clave relacional entre la Literatura y la Geografía.
10 Bien es cierto que en la moderna sociedad a veces todo eso llega a producirse finalmente como meras res-
puestas a demandas profesionales, especialmente cuando se trata de escritores de suficiente reconocimiento. Se
hacen y se cuentan los viajes por encargo. Y Caballero Bonald no ha escapado tampoco de tales contingencias, aun-
que la calidad de sus aportaciones no nos lo hagan notar.
La sorpresa aflora cuando Caballero Bonald descubre hechos que no encajan en sus esca-
las de interpretación geográfica, lo que sucede con frecuencia en sus recorridos por el trópico
colombiano13, que le ponen frente la necesidad de admitir otra valoración de las estaciones y
de los comportamientos climáticos: «...No acababa de acostumbrarme a esa inaceptable
desconexión entre la temperatura y el paso de las estaciones. Por supuesto que a 2,630
metros de altura —que es donde se encarama Bogotá— el verano no se refiere para nada a
ningún metódico incremento del calor, sino al hecho de haber rebasado el ciclo anual de las
lluvias. Pero esa ausencia de cambios climáticos me tenía bastante perplejo, como si real-
mente no estuviese capacitado para entender semejante subversión del almanaque..., y solo
cuando inicia el descenso hacia los valles recuperaba «su» escala mediterránea del clima:
«...Basta, sin embargo, ir descendiendo desde la altura de cóndor de la sabana de Bogotá
para que el clima se vaya adecuando a la noción mediterránea del estío, sólo que con mayo-
res peligros de asfixia». Más adelante volverá a insistir en este sorprendente descubrimiento
11 Los textos referidos a Túnez aparecen en «Túnez, luna menguante». El País. 1988 (en «Copias del natural»,
Alfaguara. Madrid. Pp. 17-38).
12 En «Cádiz e Iberoamérica». Diputación de Cádiz. 1974. (En Copias... pp. 102-106).
13 Entre los años 1960 y 1963 Caballero Bonald vivió en Bogotá, donde enseño Literatura y Humanidades en
la Universidad Nacional de Colombia. De este paso por las tierras suramericanas ha dejado amplia constancia en
diversos trabajos y su libro «La costumbre de vivir» relata pormenorizadamente estos tres años de su vida. En rela-
ción con textos de viajes hay dos recogidos en «Copias del natural»; el primero de ellos es al que pertenecen estas
reflexiones, «Aprendizaje de Colombia», (ib. pp. 39-42), que se publicó en El Mundo, el 5 de agosto de 1995, pero
el texto está también inserto en el referido relato autobiográfico. El otro, igualmente presente en su autobiografía, se
titula «Una travesía por el Magdalena», publicado en el diario colombiano El Espectador a lo largo del mes de octu-
bre de 1960 y recogido en «Copias...» pp. 111-138.
de la «verticalidad» zonal que define al trópico: «Conforme uno se descuelga de esos desfi-
laderos andinos, la naturaleza empieza a pulimentar los verdes vegetales con una suntuosi-
dad portentosa. Un vaho selvático va sustituyendo al frígido aliento de la sabana»... «Un
verano en versión superlativa surge así a poco menos de una hora del impasible otoño bogo-
tano».
Particular interés poseen también sus percepciones sobre el espacio sahariano14, en las que
además de los datos «fisiográficos» Caballero Bonald añade sugestivas consideraciones sobre
la «geografía humana» posible en estos secarrales, así como acerca de los vínculos que estos
inhóspitos parajes suelen tener con el mundo de la leyenda y las ensoñaciones. El desierto
provoca en nuestro autor el recuerdo de Paul Bowles, quien afirmaba que nadie que hubiese
permanecido en el Sáhara durante algún tiempo seguía siendo la misma persona que era
cuando llegó. Caballero Bonald nos resume la imagen geográfica del desierto como un «pai-
saje desprovisto de paisaje», a causa de la abrumadora planicie de unos horizontes que «con-
sisten en la consecutiva multiplicación de un mismo horizonte». Una idea que, curiosamente,
es similar a la que también le producen sus vecinos paisajes de la marisma del Guadalquivir,
de los que dirá: «este paisaje tiene algo singular: consiste en la insípida carencia de pai-
saje»15. Y del desierto atrae la atención de Caballero Bonald el milagro de la supervivencia de
sus pueblos, habitantes de tan duras geografías y, en relación con ello, ofrece la valoración
que le merecen esos hitos de vida en medio de la aridez que son los oasis. «...Herodoto supo
entrever que esos enclaves de vegetación en medio de tantos inmensos territorios vacíos,
—Sahara, Nubia, Nefud—, eran algo más que un alivio de caminantes o un sueño de extra-
viados: eran puentes que tendió la geobotánica para propiciar la supervivencia de numero-
sos pueblos errabundos... sin esos núcleos de vida comunitaria, los nómadas nunca habrían
podido llegar a serlo realmente. Habrían sucumbido a poco de elegir sus primeras temera-
rias incursiones por el planeta invisible del desierto». En el oasis enlaza el viajero las geo-
grafías físicas y humanas del desierto, como también la percepción geográfica y la literaria:
«aparte de un concepto geográfico, el oasis también incluye una idea netamente literaria,
más o menos referida a los ornamentos paisajísticos de la aventura..., esos héroes anónimos
que pueblan los oasis son los héroes que protagonizan un litigio perenne contra las embesti-
das inmisericordes de la soledad».
Caballero Bonald se fija en estos hombres del desierto y en sus modos de vida y sobre
ello nos deja algunas atractivas descripciones para nuestra óptica del geógrafo: «Los bere-
beres y sus hermanos los tuaregs, las diversas tribus nómadas de beduinos, constituyen
sin duda un arcaico y fascinante mundo de supervivientes»...y aunque no en forma explí-
cita, habita en el texto de nuestro viajero una cierta complacencia por el modo en que se
han enlazado aquí la naturaleza y los hombres, a salvo de otras muchas desavenencias:
«Los pobladores de los oasis del noroeste sahariano, perdidos entre los ergs, —arena-
les—, y las amadas, —pedregales—, han construido y ataviado sus casas con una increí-
ble fantasía artística, han opuesto a la belleza despiadada del desierto el lujo humilde de
otra acogedora belleza. Junto a la gama casi exclusiva de los ocres minerales, surgen el
añil de las maderas, el blanco de los frisos o el siena del adobe. Trogloditas o pájaros,
14 «Oasis, fronteras y supervivientes». Revista Marie Claire. Madrid. 1989. (en «Copias... pp. 73-76).
15 En «Por el Bajo Guadalquivir»; El País. 22.noviembre.1986, (En «Copias... pp. 152-156).
viven dentro del paisaje, lo cultivan y ornamentan como si ellos fueran los únicos legata-
rios del paisaje». Como en la anterior referencia a Herodoto, también aquí Caballero
Bonald hace uso correcto de la terminología geográfica y evidencia que en su actitud via-
jera la predisposición subjetiva no es incompatible con el uso de los rudimentos del cono-
cimiento científico, actuando así en línea con las posiciones que hemos esbozado en los
párrafos iniciales.
Tal vez sea en el largo relato en que traslada su navegación por el río Magdalena (vid.
Nota 9) donde Caballero Bonald ofrece con mayor nitidez su dimensión de viajero alimen-
tado con importantes preocupaciones geográficas. El autor nos trasladará también aquí su
descubrimiento de la selva y del trópico, ya atisbado en sus recorridos por las cercanías
bogotanas. El recorrido fluvial, entre Barrancabermeja y Barranquilla, donde se «percibe el
aliento atlántico», le permite conocer paisajes recónditos de la Colombia interior, viejos
parajes rurales que se han debido acostumbrar a las bruscas irrupciones de la nueva econo-
mía del petróleo: «El Magdalena parecía un lago, envuelto en tórridos pasadizos de bruma
y vientos aceitosos. Por encima del caserío de Barrancabermeja, humeaban las chimeneas
de la refinería, con la inagotable llama de gas de sus setenta mil barriles diarios proceden-
tes de los crudos de Casabe. Era mucho petróleo para que el aire estuviese limpio y para
que no se adhiriera a la garganta un rancio regusto fabril...se respira un caliente hedor a
combustible mezclado con la virginidad de la vegetación». Por todos los espacios que ori-
llan al gran río colombiano surgen referencias a la inmersión en el tórrido ambiente del tró-
pico, en la sofocante mezcla del calor y la humedad que de forma tan rotunda se apodera de
las sensaciones del viajero: «El puertecito fluvial de Barrancabermeja, con sus verdinosos
pantalanes y sus menguados andenes, bullía con el aromático trajín de la mañana... Hacía
un calor endiablado, y algo parecido a una grasa caliente se metía a rachas por la boca,
taponando la respiración y pegando al paladar las pastosas podredumbres del aire». Y en
la misma Barrancabermeja, donde principia su camino, percibe también el autor los prime-
ros atisbos de la selva: «...En la otra orilla de Barrancabermeja está la selva; al menos, el
lujurioso muestrario de las omnipotentes vegetaciones del trópico. Yo miraba con el cora-
zón encogido esa natural orgía de la flora, la hoguera del color pintada en un horizonte
como a punto de calcinarse».
Las descripciones que nos deja acerca de la selva contienen elementos de alto interés geo-
gráfico, expresados con gran belleza. Y como le sucediera en sus encuentros con los oasis y
el desierto, también aquí la naturaleza le provoca sugestiones literarias, de forma que más allá
del sesgo de nuestra interesada mirada de sus textos, es el propio autor quien destaca la cone-
xión entre la Geografía y la Literatura: «El sol envolvía el ámbito vegetal en un halo cegador.
Por una presumible asociación de ideas, pensé en las historias literarias de las selvas del
Vaupés y del Amazonas, al tiempo que mi sensibilidad mediterránea se contraponía impla-
cablemente al concepto genuino de la selva, a ese mundo indestructible donde se desmorona
sin tregua el mundo. Es cierto que la selva se aniquila y se engendra a la vez. A la continua
devastación, a la incesante podredumbre, sigue la lozanía, la continua restauración. La selva
se aniquila a sí misma porque a sí misma se procrea, y de esa cíclica tendencia a la nada
surge la plenaria inclinación al todo». Caballero Bonald vuelve a esbozar la escala medite-
rránea, —proyección de su subjetividad—, y por ello el trópico surgirá ante él sobretodo
como una geografía desmesurada: «...pensé que todas las geografías en las que hasta enton-
ces había vivido no pasaron de ser unas réplicas pueriles de los mapas escolares», exigién-
dole una «nueva sensibilidad ante el paisaje» y un esfuerzo para superar su sorpresa ante el
hallazgo de ese «atisbo de plenitud ante un espacio físico que jamás había vislumbrado
antes». Y es también en este encuentro con el trópico, —que el viajero sitúa a su llegada a
Puerto Wilches—, cuando vuelve a una de sus más consistentes convicciones acerca del sig-
nificado mítico de lo natural, del íntimo misterio de su regeneración, de «la sensación de
estar descubriendo algo así como el germen nutricio de la naturaleza, un primario estadio de
virginidad dentro de su proceso evolutivo», algo que encontramos también en sus aproxima-
ciones al mundo de Doñana.
La selva tropical impresiona al viajero que la percibe como albergue de una fastuosa
diversidad biológica: «Amanecía en la selva. Amanecía en el mundo como si fuese la primera
vez. Por detrás del pulido nácar del aire se oía la llamada de amor del piapoco, el acarto-
nado desperezo de la iguana, el manso arrullo de la garza real, la nauseabunda cacería del
zamuro o del zopilote o del aura tiñosa, aquí llamado gallinato. Todo un enjambre de gritos
surgidos del tálamo y el observatorio, del comedero y el pudridero... un gran lagarto de pin-
tas verdiamarilla surca como el rayo por las rugosidades de un tronco. Los cantos de los
pájaros, innumerables y atronadores, se diluían en la crudeza de la luz, espesándola con algo
de estallido de una bengala. Había que salir de ese cerco vertiginoso. La respiración del río
me devolvió otra vez el entrecortado ritmo de mi propia respiración.
Algunas ideas podemos añadir respecto a otros valores geográficos de estos escritos. En
sus relaciones con el paisaje tropical Caballero Bonald ejemplifica esa actitud que Ortega
Cantero parecía alentar como propia del geógrafo, no sólo alguien que ve y piensa el
entorno, sino también alguien que siente e imagina. Para poder relacionarse así con el espa-
cio no sólo es importante lo que se observa, sino incluso aquello que no aparece ante la
inmediatez de la mirada; es lo que nos describe Caballero Bonald en su percepción de la
noche del trópico: «hubiese sido un despropósito cerrar los ojos incluso ante lo que ya no se
veía, dejar de acechar los ruidos, de tocar las húmedas vetas del aire, de paladear el pode-
roso sabor de la noche. El trópico también reclama la exacerbación de los sentidos para
intentar calcularle sus inconmensurables interioridades». Tampoco escapan a la observa-
ción de nuestro viajero otros fenómenos de clara significación geográfica. Especial interés
tienen, a este propósito, sus diversas referencias al río Magdalena como canalizador de los
intensos procesos erosivos que discurren por su geografía aledaña, acentuados por las fuer-
tes pendientes de la misma, algo que le hará pensar en extraños «ríos verticales»: «Barranca
iba quedándose atrás...el vapor se desliza con una pertinente lentitud por las terrosas
aguas, entre cuyos opacos remolinos resbala hacia el mar el limo y el humus de media
Colombia...No sé por qué gratuitas imaginaciones, pensé que el barco navegaba cuesta
abajo y que, a la vuelta de cualquier recodo, el agua tendría que saltar forzosamente, bus-
cando el nivel del mar. Desde que el Magdalena nace, allá por la alta laguna andina de su
nombre, hasta que baja hasta Barrancabermeja, la cota superior viene a descender más de
tres mil quinientos metros. Pero todavía queda bastante bajada hasta llegar al mar Caribe
en Bocas de Ceniza. La verdad es que no estaba acostumbrado a los ríos verticales... El
agua del Magdalena lamía con cenagosa voracidad las erosionadas orillas, desguazándo-
las y arrastrando con los desprendimientos una buena porción de la flora y la fauna de la
geografía y la historia de Colombia».
16 Su «Tiempo de guerras perdidas» (1995) relata minuciosamente toda esta primera etapa de su vida hasta el
momento de su primer y decisivo desplazamiento a Madrid.
17 Son los más numerosos de su «narrativa menor» o viajera. Por sólo seleccionar ahora los incluidos en la
antología de «Copias del natural» (op.cit.), citamos, «El rastro perdido de Tartessos» (El Mundo. Madrid, 18 de
agosto, 1996); «Visiones de Doñana» (La naturaleza en España. Instituto de Agricultura. Madrid. 1988); «Paseo a
bordo de Cádiz» (Viajar. Madrid, 1978); «Por el bajo Guadalquivir» (El Mundo. Madrid. 4 de julio de 1998), así
como otros en que se adentra por la global geografía andaluza: «Andalucía, enigma al trasluz» (Congreso de Cultura
Andaluza. Almería. 1989); o por los territorios de la provincia de Cádiz: «Los pueblos de la frontera» (Viajar.
Madrid. 1976), y «Nuboso en el Estrecho» (El País. Madrid. 5 de Febrero. 1988)
18 Caballero Bonald vivió varios años en Cádiz, en tanto cursaba sus estudios en la Escuela Superior de Náu-
tica, época en la que escribe sus primeros poemas, relacionándose activamente con los componentes del grupo poé-
tico «Platero» de esa ciudad. Los textos que ahora recogemos pertenecen a «Paseo a bordo de Cádiz» (Copias...
pp. 59-68).
BIBLIOGRAFÍA
DE LA FICCIÓN A LA PERCEPCIÓN.
DEL QUIJOTE A LA MANCHA LITERARIA
RESUMEN
ABSTRACT
While developing a study about the landscapes in The Quixote, we will focus in the
literary perception shown by travellers, narrators and poets, about the plain in La Mancha,
perceived as a dual landscape, where inhospitality transforms into beauty, oblivion or
yearning, according to the present-day poetry.
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Félix Pillet Capdepón
xiones entre las fuerzas globales y las locales que alteran las relaciones entre identidad, sig-
nificado y lugar, en el contexto actual de «la revalorización de los lugares» (Albet y Nogué,
1999: 21) de las conexiones entre política y cultura (Mitchell, 2000). En el marco del eclec-
ticismo postpositivista (Pillet, 2001a) se debe seguir aprendiendo del percibir y del mirar; de
las aportaciones de los viajeros nacionales o extranjeros, de los narradores y de los poetas que
ayudaron, con su subjetivismo, a tener un punto de vista diferente respecto a los territorios,
con todas las matizaciones aportadas por el humanismo geográfico, hacia estas fuentes com-
plementarias.
De los viajeros, especialmente de los extranjeros, nos interesa su visión o impresión gene-
ral, más que los propios detalles, debido a los problemas de comunicación, sabiendo «distin-
guir lo auténtico de lo sucedáneo» (Martínez de Pisón, 1984:64); de los narradores, las
vivencias extraídas del «almacén de descripciones» (Vilagrasa, 1988:275); de la literatura en
general, su destacada aportación «para la explicación de la realidad territorial» (Carreras,
1998: 175); literatura, de la que se ha afirmado, que si quiere ser más sobria, más agria, o
especialmente más burlona da una impresión mejor que la realidad «La Mancha si fuera geo-
gráfica y socialmente como El Quijote, sería deliciosa» (Zulueta, 1988: 97-98).
Esta gran llanura ocupa una posición privilegiada para hacer un recorrido cronológico con
los viajeros, narradores y poetas; pues unos van siguiendo el camino de Madrid a Andalucía,
y otros, la ruta del Quijote. A pesar de que en la inmortal novela no haya apenas paisaje, «es
pura alusión» (Martínez Val, 1957); Cervantes lo dejó «circular libremente por entre sus
páginas» (Gaya, 1992: 295-296). El paisaje como sujeto de contemplación estética no apa-
rece en el Quijote; las descripciones paisajísticas, cuando las hay, no pasan de ser artificiosas
reelaboraciones (Gómez-Porro, 1998, 75-79). Junto a esta ausencia, quedan las personas, las
costumbres, los pueblos y los parajes que recorrió desde La Mancha y el Campo de Montiel
hasta Barcelona, pasando por Aragón; pues no se puede negar su conocimiento del territorio,
esos «destellos de erudición geográfica» de los que hablaba en 1840 Fermín Caballero en su
obra Pericia geográfica de Miguel de Cervantes (Caballero, 1918: 133), o esos juegos con las
distancias y los lugares que mencionaba Agostini (1958: 17-19).
La última edición crítica de la genial novela, editada por el Instituto Cervantes y dirigida
por Francisco Rico (1998) nos ofrece un excelente preámbulo, pues, junto a la reedición de la
obra, se unen una serie de lecturas de la misma realizadas por diversos especialistas, los cua-
les representan la mejor crítica cervantina de nuestros días. En ella, no existe una monogra-
fía sobre el recorrido y el lugar de origen del caballero, de este ingenioso hidalgo que
acompañó a su nombre el de La Mancha como antes lo habían hecho otras figuras de la caba-
llería: Amadís de Gaula, reino imaginario situado en Bretaña. Pero nuestro objetivo no es el
estudio de los caminos y lugares, elementos del paisaje en el Quijote (investigación que está
llevando a cabo Miguel Panadero), sino la mirada hacia la gran llanura.
Podemos conocer a fondo la sociedad rural de la Mancha de los siglos XVI y XVII
(López-Salazar, 1986) o imaginar como sería este paisaje a través de las descripciones de los
viajeros extranjeros que la visitaron a partir de ese momento, para así adivinar la intención de
Cervantes al adjudicar al estrafalario caballero un lugar de origen, nada idílico.
El término Mancha (Manxa o tierra seca de los árabes), utilizado por distintas adminis-
traciones, comenzando por el común de La Mancha (1353) se correspondía con uno de los
tres territorios o comunes de la Orden de Santiago; y se extendía entre las riberas del
Cigüela y del Guadiana, siendo su cabecera Quintanar de la Orden. Con las Relaciones
Topográficas, la denominación La Mancha engloba tanto localidades de dicha Orden, como
las de San Juan (López Gómez, 1989: 79); convirtiéndose en una provincia en el siglo
XVIII, como lo demuestra la división de Floridablanca (1785), siendo su capital Ciudad
Real. Provincia o circunscripción que recorrerían los viajeros de la nueva España borbónica,
Viera y Clavijo (1774) con su diario de anécdotas (Viera, 1995), y Antonio Ponz (1791) con
su detallado recorrido por los pueblos (Ponz, 1988, IV: 319-354), intentando comunicar la
«transmutación» operada en el país (Morales, 1988: 28). Pero la provincia perdería el nom-
bre a favor del de Ciudad Real con la división vigente (1833). Esta denominación se recu-
peraría en 1982, como gran comarca o subregión identificando a la Castilla más meridional:
Castilla-La Mancha.
(1774) señala que «En el país llano, el agua es detestable, lo que unido al calor extremado
y a la pobreza de los habitantes, les da un aire pálido y horrible», destacando al mismo
tiempo del paisaje rural su gran cantidad de viñas, vastos campos de cebada y algunos oli-
vos; el barón de Bourgoing (1779) llega a pensar que «no hay en Europa una región más
uniforme», llamando la atención su árida desnudez (Ford, 1846; Nemirovich-Danchenko,
1888). Entre los autores aquí recogidos, uno de los que más nos ha interesado ha sido Town-
send (1786). En su obra (Townsend, 1988, 255-257), menciona las ventas y las posadas, las
norias, la abundancia de mulas y la ausencia de bueyes y, sobre todo, la existencia real de los
molinos de viento «que de hecho los pudimos ver, tal y como imaginábamos, cerca de cada
pueblo».
Jaccaci. El contraste entre La Mancha y Andalucía será muy diferente, de las impresiones
ofrecidas para la segunda, ya han destacando la arrolladora concepción «tópico-romántica»
que brindaron los viajeros (López Ontiveros, 1988: 56).
Theophile Gautier (1843) advertirá un «monótono camino a través de una región llana,
pedregosa y polvorienta, teñida de vez en cuando de olivos con un follaje de un verde glauco
y enfermizo». Por su parte, Dumas (1846) indicaría que «La Mancha es un país severo de ári-
dos páramos» donde la presencia del cultivo del azafrán se asemeja a «lagos color de rosa»
que sirvieron «para su ornamento y decoración». Faustino Domingo Sarmiento (1846), tras
compararla con un «desierto» o «secadal», le llama la atención «los olivares, raros, enfermi-
zos, enanos, pero productivos»; o a Rafael Sanhueza (1889) que la describe de forma algo
exagerada «La Mancha es árida como una roca, negra como una bóveda y triste como un
cementerio. Sus páramos, sus yelmos y su silencio tienen las vertiginosas atracciones del
abismo». Y por último, Jaccaci (1897) que nos ofrece una descripción mediatizada por el sol
implacable del estío, uniendo a la generalización de los cereales de secano, la expansión del
viñedo, tras la filoxera francesa «El tren surcaba estos paisajes africanos. La llanura, con
vegetación del color del suelo, aparecía desolada bajo el cielo azul lleno del cruel esplendor
del sol de mediodía. Ni pueblos, ni casas, ni un solo signo de vida que diera animación a este
tórrido desierto... A ambos lados del camino se extendía el mar dorado de los trigales madu-
ros. Los tallos erguíanse recios, brillantes, a modo de lanzas... La tierra, quemada, se exten-
día amplia y silenciosamente ante nosotros... a través de la desnuda e inhóspita llanura
manchega... el paisaje era sólo una llanura sin límites, ya conocida por cierto; después, de
vez en cuando fueron apareciendo algunos viñedos y, por último, la planicie era toda una
inmensa viña perdida en el horizonte».
A estas aportaciones se une la pluma indiscutible y certera de Benito Pérez Galdós, que al
dirigirse hacia Bailén, en el otoño de 1873, nos cuenta en sus Episodios Nacionales (Galdós,
1995, I: 471) cómo, al recorrer estas tierras, Cervantes está presente en su miseria y en su
grandeza «Así atravesamos la Mancha, triste y solitario país, donde el sol está en su reino y
el hombre parece obra exclusiva del sol y del polvo; país entre todos famoso desde que el
mundo entero se ha acostumbrado a suponer la inmensidad de sus llanuras recorridas por el
caballo de Don Quijote. Es opinión general que la Mancha es la más fea y la menos pinto-
resca de todas las tierras conocidas, y el viajero que viene hoy de la costa de Levante o de
Andalucía, se aburre junto a la ventanilla del vagón, anhelando que se acabe pronto aquella
desnuda estepa, que como inmóvil y estancado mar de tierra, no ofrece a sus ojos accidente,
ni sorpresa, ni variedad, ni recreo alguno. Esto es lo cierto: la Mancha, si alguna belleza
tiene, es la belleza de su conjunto, su propia desnudez y monotonía, que, si no distraen ni sus-
penden la imaginación, la dejan libre, dándole espacio y luz donde se precipite sin tropiezo
alguno. La grandeza del pensamiento de Don Quijote no se comprende sino en la grandeza
de la Mancha... Don Quijote necesitaba aquel horizonte, aquel suelo sin caminos, y que, sin
embargo, todo él es camino; aquella tierra sin direcciones, pues por ella se va a todas par-
tes, sin ir determinadamente a ninguna...».
De los hombres del 98, que se destacaron por su amor a la naturaleza, al paisaje y a la
pasión por Castilla, recogeremos las impresiones de Antonio Machado que, en su poema La
Mujer Manchega, habla de «El sol de la caliente llanura vinariega.../ de cepas arrugadas en
el tostado suelo / y mustios pastos como raído terciopelo; / por este seco llano de sol y leja-
nía» /. Por su parte, Miguel de Unamuno, en Vida de Don Quijote y Sancho (1905), coinci-
diendo con el III Centenario, nos ofrece un intento de liberar a ambos de su autor, ante la con-
vicción de «que los personajes de ficción tienen dentro de la mente del autor que los finge
una vida propia», como afirmó en el prólogo de la segunda edición. Más «quijotista que cer-
vantista» quiso hacer una referencia a su personaje en el poema El aventurero sueña: «Soñó
la vida en la llanura inmensa/ bajo el cielo bruñido/ como un espejo,/la soñó inacabable y
reposada/ llevando el mundo todo/ dentro del pecho».
En ese mismo año, Azorín, convertido en articulista para un periódico, sigue la ruta de
Don Quijote, destacando insistentemente la idea de llanura «la llanura ancha, la llanura infi-
nita, la llanura desesperante... Yo extiendo la vista por esta llanura monótona; no hay un
árbol en toda ella... nos sentimos abrumados, anonadados, por la llanura inmutable». A las
percepciones de vinariega, triste y desesperante, se une la consideración de «fría y yerma» de
Pío Baroja al comienzo de la tercera parte de El árbol de la ciencia (1911).
Concluiremos esta primera parte con el gran prosista y epígono del 98, Gabriel Miró, que
no sólo la conoció sino que se instaló en ella durante un curso académico; de hecho en El
humo dormido (1919), cuando se refiere a Nuño el viejo, la Mancha aparece como oscura o
lejana o, a decir del propio escritor, como «un poco fosca...un continente remoto», paisaje que
le marcaría posteriormente, pues en Niño y grande (1922) al referirse a un pueblo manchego
señalará que «Sobrecogióme el silencio del lugar. En el espacio negreaba la fantasma de la
torre con su fanal en la altura, guía de andariegos, de ganados y yuntas».
El geógrafo alemán Otto Jessen inicia su investigación emulando un viaje (1928), tradu-
cido casi veinte años después (1946), describiéndola de la siguiente forma «La Mancha se
presenta al viajero como una llanura en la que no encuentran ni sombra, ni vegetación, ni
agua corriente. Sobre el ardiente suelo recalentado, el aire tiembla, y por todas partes se
extiende una pesada atmósfera plomiza, una especie de calima que limita el horizonte visi-
ble, y por encima de ella, la bóveda celeste del cielo de color azul acero, sin nubes que lo
oculten por lado alguno. Estamos en el corazón de La Mancha… La monotonía, la carencia
de sombra, la pobreza en agua y un clima extremo, de meseta elevada, son las característi-
cas principales de esta dilatada y esteparia comarca. Y sin embargo, La Mancha, la patria de
Don Quijote, es de una gran belleza... Todo el que viaja por La Mancha tiene presente, a
cada momento, la inmortal obra de Cervantes... Unicamente un paisaje, que por su desola-
ción resulta casi grotesco, ha sido capaz de producir un ser de la manera de Don Quijote»,
planteamientos duales que nos recuerdan a Galdós.
También Camilo José de Cela recoge en sus Páginas de geografía errabunda un texto de
1949, un año después de publicar su Viaje a la Alcarria, donde muestra su deseo de reco-
rrerla, pues la considera una «región abierta a todos los vientos, cantada por todas las plu-
mas, soñada por todos los soñadores y caminada por los siglos de los siglos por el caballero
del flaco rocín... La Mancha se abre como un inmenso mar... El viaje por la tierra seca de los
árabes... es algo que siempre ha obsesionado los más puros deseos del viajero... la Mancha
avanza, bebiéndose con su sed de siglos sus propios ríos» (Cela, 1978, X: 582-592); para
luego, en su Viajes por España (1959-1964), camino hacia Andalucía, se limita a mencionar
los pueblos y las características de un río como el Guadiana (Cela, 1968, VI-85-110), río que
llama la atención a los desconocedores de la hidrografía, pues creen que aparece y desapa-
rece.
Del manchego García Pavón, que dio vida a Plinio y que se atrevió a realizar un ensayo
titulado Teoría del paisaje manchego (1951), hemos recogido tres aspectos del conjunto de su
obra (Ibánez, 1987, 11-16). En primer lugar, su preocupación por justificar a los viajeros que
la recorrieron «No conciben el paisaje sin anécdota, sin los esquemas convencionales»; en
segundo lugar, su propia visión de la llanura, es «incolora, ácroma, amortecida...», llanura
«absoluta» y «totalmente desmochada», para terminar con esta soberbia afirmación «el mar
tan lejos, el cielo tan alto, el suelo sin bordes y la tierra pobre, componen un escenario de
mucha melancolía y desesperanza. De una belleza patética y purgatoria».
Ha existido siempre una gran preocupación por marcar la ruta del Quijote, intentando
diferenciarla de la cervantina (Torres, 1976: 95-155). Incluso la Junta de Comunidades de
Castilla-La Mancha ha apostado por una propuesta concreta, recogida en la publicación los
Paisajes y Rutas del Quijote (1998), elaborada para solicitar la Declaración como Patrimonio
de la Humanidad por la Unesco. A esta inquietud se han unido nuevas referencias a la tradi-
ción viajera, destacando el viaje imaginario en AVE de Félix Grande con Azorín, donde le va
comentando los grandes cambios ocurridos desde la llegada de la democracia «El futuro se
pasea por esta región, don José... El futuro se pasea por La Mancha, usted mismo lo ha
Guadalajara
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Cuenc a
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Toledo
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LA MANCHA
50 0 50 Kms.
Kilometers
visto» (Grande, 1999: 51), o el reciente Viaje por La Mancha de don Quijote y Sancho de
Villaverde (2002: 93-94) que, partiendo desde Alcalá de Henares, lugar de nacimiento de
Cervantes, presenta un recorrido actual por todos los lugares cervantinos y quijotescos, sin
olvidar Argamasilla de Alba, lugar del que Cervantes no quería acordarse.
A la percepción ofrecida por los viajeros, se ha unido el deseo de analizar geográfica-
mente los elementos del paisaje manchego (García y Fernández, 2000), o bien, delimitar la
gran llanura o subregión de La Mancha en la que se integran más de noventa municipios de
cuatro provincias, esencial para poder conocer sus transformaciones desde el agrarismo a la
plurifuncionalidad (Pillet, 2001 b).
El esquema geográfico, tanto físico como humano, ha servido para elaborar la Antología
poética del paisaje de España de Cayo González y Manuel Suárez, en la que encontramos a
los mejores exponentes del verso español hasta mediados del siglo XX, ejemplos de no sólo
saber ver sino mirar, que nos servirá para iniciar un recorrido poético por La Mancha desde
la posguerra. Y para ir concluyendo este estudio sobre la percepción del espacio manchego,
hemos seleccionando de dicha antología el único poema que hace referencia a nuestra lla-
nura; nos referimos a Tierra hidalga, de Enrique de Mesa, recogido de sus poesías completas
(1941): «Un molino,/ perezoso a par de viento./ Un son triste de campana./ Un camino/ que
se pierde polvoriento,/surco estéril de la tierra castellana./ Ni un rebaño/ por las tierras. Ni
una fuente / que dé alivio al caminante» (González y Suárez, 2001: 381).
A la reiteración contemplativa de un paisaje triste, de agricultura de secano, se unen las
calamidades de la postguerra y de la emigración. En este contexto, queremos escuchar el
lamento de los poetas manchegos, especialmente a Juan Alcaide, ensalzado por Antonio
Machado, cuando en su libro Jaraiz (1951), publicado un año antes de morir, concluía un
soneto haciendo una dura referencia a «nuestra gran llanura de desprecio», o bien a Eladio
Cabañero, emigrante como tantos otros, que por encima del «binomio Quijote-Mancha»,
quería reivindicar la existencia real de esta tierra. De él hemos extraído libremente de su anto-
logía poética(1956-1970) la siguiente declaración desde sus propios versos «En el ancho
paisaje de la Mancha... paisaje eterno y sin salida... Mancha de la renuncia y de la espera».
En esta tierra necesitada de agua, de regadío, de riqueza que frenara la sangría emigratoria,
Cabañero oraba en voz alta con el siguiente deseo «Verte quisiera, Mancha, verde, verde»,
pero la realidad era muy distinta, pues al comienzo de los ochenta Rafael Simarro, recogido
en una antología poética regional (Villaverde, 1986: 189), comenzaba un soneto (1981) con
el siguiente verso que le daba título «La Mancha es un reseco pergamino».
En los años 80, los sondeos en los acuíferos sirvieron para transformar el secano en rega-
dío hasta vaciarlos, la población dejó de emigrar, pues la crisis de la industrialización no
favorecía los desplazamientos, y ante este panorama, la joven poesía de las últimas décadas
mostraba su promiscuidad por incorporar elementos culturales de cualquier paisaje o cultura
que no sea la de su propia tierra Gómez-Porro, 1998: 267), como así lo atestigua la reciente
antología poética Mar interior. Poetas de Castilla-La Mancha (Casado, 2002), donde la pala-
bra emigración es sustituida por diáspora y exilio, por desterrados sin lugar de origen, por un
profundo desarraigo y por la identidad perdida. Ante esta forma de apartarse de su paisaje, se
hace difícil seleccionar un poeta entre los sesenta recogidos. La única excepción lo constituye
Miguel Galanes que, con un poemario al que bautiza Añil (1997), color que aparece en los
zócalos de las casas manchegas, rompe el vacío de la posmodernidad. Desde un rincón de la
inmensa llanura, donde más se hicieron patentes las norias y luego los sondeos de los pozos,
recuerda, y nosotros lo extraemos de sus versos, que «Ahora que nos invaden los límites / del
desierto y en su sentencia imponen / nuestra pobreza en la aridez...», no queda ya ni el
recurso al agua de los acuíferos «Después de contemplar el fondo admites / que sin agua sólo
es un vacío/ perforando la mudez de la tierra». Si los espacios más húmedos de La Mancha
mueren, y las calles y las plazas de los pueblos, aunque han mejorado, son ya distantes para
los que tuvieron que marchar «No está mi vida en este lugar», sólo queda la nostalgia para
Galanes «Acostumbrado a las interminables / llanuras de esta tierra / es fácil ver cómo / todo
se aleja sin remisión / añorando su presencia desde lejos».
Para concluir, afirmaremos que si el Quijote estaba lleno de itinerarios pero ausente de
paisaje, la gran llanura manchega fue percibida desde entonces como la más uniforme, monó-
tona, árida y desesperante, con una agricultura tan pobre como sus habitantes, pero en su con-
junto, de gran belleza, grotesca y patética; ejemplo de emigración y de desprecio, que parecía
que si fuera verde sería rica, para una vez transformada en regadío, terminar siendo añorada,
aunque se viera invadida por el desierto, por ser singular y amada.
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RESUMEN
En este artículo se muestra el papel que ejercen los vínculos culturales así como la impor-
tancia de conocer su estado para la comprensión de una región. La introducción de los aspec-
tos culturales en el análisis regional, no es planteado como un instrumento de comparación
pero sí como una forma para valorar un cañamazo invisible con un gran potencial para el
desarrollo endógeno de la región, así como base de identidad para la comunidad. El conside-
rar estos aspectos abre una nueva luz sobre muchos espacios considerados como marginales
por su diversidad, respecto a un modelo tomado como referente.
ABSTRACT
The aim of the article is to show the role that cultural links play to help the understanding
of a region. The launch of cultural topics in regional analysis is not seen as a tool for
comparison but a way to look at an invisible canvas that lead a great potential in endogenous
development processes and a sense of nationhood to the community. This cultural approach
brings a new sense to many places, marginalized for being diverse from the model.
159
Hugo Capellà Miternique
El estudio de una región debe atender no sólo a aspectos puntuales de análisis sino tam-
bién, a una visión integrada que ponga de manifiesto la perspectiva cultural. No se trata de
ponderar una cultura, pero sí de entender el tejido que la configura y de cómo ha ayudado a
tejer al pueblo y a su territorio. ¿Cómo entender África, Asia o Europa sin aludir a sus cultu-
ras? A la hora de analizar un territorio interesa ahondar en el cañamazo cultural donde los
cambios se van asentando y se marcará la historia y la identidad de referencia para la diná-
mica de la comunidad. Son los hilos que conducen y tejen los conceptos y proyectos que la
colectividad adopta. Esos caminos nos indican la forma de actuar y de adaptarse que tiene
una comunidad ante un hecho nuevo y, nos permiten entender la particularidad de su identi-
dad. La cultura es entendida como un proceso que se compone de un cañamazo fijo como
base y sobre el que se van tejiendo y donde van entrando en escena nuevas situaciones que se
verán transformadas en función de las experiencias previas.
La cultura sería como la madre del vino que no puede romperse dentro del tonel pese a
cambiar el mosto cada año, porque es la que marca el gusto específico de ese caldo. Es
importante, no sólo entender los elementos que componen esa madre o cañamazo sino a su
vez también percibir su estado, para poder así adecuarse a los cambios. De esta forma se con-
sigue la propia adaptación, sin perder la riqueza de una mirada y sin excluir, ni marginar a
ningún territorio, puesto que todos son referentes por igual.
región pueda partir de cualquier situación y llegar a otra. Los cuatro estados definidos hacen
referencia: a unos vínculos culturales fuertes, estables, desapareciendo o en desuso. A su
vez, este aspecto cultural se vincula en cada etapa con un marco socioeconómico de refe-
rencia.
En el esquema se tomó la imagen de ciclo para permitir la explicación del caso de un pue-
blo que pasaría por las distintas etapas a lo largo del tiempo y a la vez introduce la pregunta
de sí en caso de destruirse ese tejido cultural milenario es posible su recuperación. En la fase
primera, nos encontraríamos con un pueblo o región que tiene los vínculos culturales fuertes,
como consecuencia de una actividad económica dinámica que permite a la población crecer.
En la segunda fase, podríamos pensar en la situación de esa misma región ante una crisis eco-
nómica. La pérdida de riqueza, no afecta al principio porqué el ahorro y riqueza del tejido
cultural permiten una redistribución de la riqueza y a su población seguir viviendo en el
área. No obstante, los vínculos culturales se van estrechando en la tradición como una vía
para sobrevivir. El elemento de cambio va alejándose y los vínculos culturales pasan a estan-
carse. Nos encontramos ante una comunidad en inercia.
En la fase tercera, esa misma región cuando sigue sin poder sobrellevar la crisis econó-
mica llegaría a un punto en el que ya no es capaz de retener a su población y el tejido cul-
tural empieza a deshilarse. Ciertos grupos de edad, como los jóvenes, empiezan a emigrar
hacia otras áreas haciendo desaparecer una de las características de los vínculos culturales
que es justamente la integración entre las distintas generaciones, como vía para la retrans-
misión de la identidad en el tiempo, al igual que las anillas se engarzan en una cadena. En
algunos casos, la región podría recuperarse económicamente —en la fase cuarta— como
por ejemplo con la llegada de las divisas del turismo, pero entonces los vínculos culturales
ya no pueden recuperarse pues se perdieron. La llegada de nuevas poblaciones desvincula-
das entre sí crean unos núcleos de urbanización con gentes dispersas que dependen de
otros espacios.
A este ciclo de base se han introducido otras posibilidades como el paso directo de unos
vínculos fuertes a otros que están despareciendo, por ejemplo un desastre natural, o aún tam-
bién, el paso de unos vínculos estancados a otros en desuso, en el caso de áreas por ejemplo
de rápida residencia o auge turístico cerca de ciudades. Estas cuatro etapas, han servido como
instrumento para definir los distintos estados en los que se pueden encontrar los vínculos cul-
turales. Pero, nos queda el interrogante de cómo se pueden recuperar los vínculos culturales,
una vez perdidos (paso de la fase cuarta a la primera). El ciclo además refuerza la importan-
cia y valor del mantenimiento de ese tejido cultural vivo. El esquema se concibió sin el
ánimo de caer en una apología de la tradición, ni sucumbir tampoco, ante una modernidad de
la inmediatez.
El esquema de trabajo se hizo como instrumento de análisis no tanto desde regiones cen-
trales y modernas que responden fácilmente al modelo ya establecido sobre parámetros eco-
nómicos —pensemos en áreas urbanas modernas y de nuevos continentes— pero más bien
para todas esas regiones de áreas periféricas, excluidas y antiguas —pensemos en áreas rura-
les o de montaña europeas, o en viejos continentes—.
En todos estos espacios, existen unos tejidos culturales que son el resultado de un largo
proceso de adaptaciones al paso del tiempo y que no se definen tanto a partir de pautas de
mercado de máximo rendimiento, sino sobre la larga experiencia de adaptaciones al paso de
los siglos ante retos distintos. Son regiones que no destacan en un campo en particular pero
que pueden afrontar las crisis gracias a su mayor flexibilidad y cuyos vínculos culturales
representan un patrimonio vivo que no puede obviarse. Regiones de la India, Europa, China,
África son imposibles de captar sin tener en cuenta esa riqueza. Muchas de esas regiones, que
hoy son vistas de forma marginal desde los parámetros de mercado, esconden, en cambio,
unos tejidos culturales vivos de una enorme riqueza, tanto en sus patrimonios culturales,
como en la vitalidad de su tejido que sirve como fórmula para relanzar nuevas vías de desa-
rrollo.
El ciclo de marginación nos aporta un instrumento conceptual para entender las etapas en
las que se pueden encontrar los vínculos culturales aunque no resuelve el problema de encon-
trar la fórmula para analizar unos parámetros que se basan sobre algo invisible. El estado de
los vínculos culturales o incluso más genéricamente el estado anímico de un pueblo o región
transluce ante la mirada de cualquier visitante y es evidente para los propios habitantes aun-
que esta sea totalmente invisible.
¿Cómo responder ante el hecho comúnmente asumido de qué un pueblo está estancado
mientras que su vecino que se encuentra ante la misma situación socioeconómica, según sus
parámetros, es muy dinámico? ¿Cómo podemos ver esos tejidos que entrelazan una comuni-
dad y que cualquier habitante puede conocer sin haberlas nunca aprendido? Son preguntas
frecuentes pero que no encuentran respuesta en el mundo científico de las ciencias sociales.
Captar las diferencias, no se realiza con el objetivo de establecer unas comparaciones res-
pecto a un modelo, sino más bien para entender las causas y procesos que provocan las situa-
ciones como la de un pequeño núcleo aislado pero con unos vínculos culturales fuertes que ha
sabido resistir a su aislamiento espacial o por el contrario la de otro núcleo más importante
con unos vínculos culturales totalmente desestructurados y que no responde ante las políticas
voluntaristas.
El estudio de los vínculos culturales implica encontrar instrumentos para explicar con
rigor, algo que es común pero invisible. No sólo se trata de un concepto abstracto, invisible y
de difícil medición, pero a su vez no existen casi precedentes y para mayores, replantea los
mismos cimientos científicos modernos, basados en lo empírico y objetivo. Lo más común
ante algo invisible es negar su existencia, sin por ello dejar de estar. El estudio de Kosch-
mann; J.V. (Koschmann,1985), rescató la obra de una antropóloga japonesa Yanagita Kunio
que había sido proscrita durante tiempo por haber intentado demostrar la importancia del
silencio en la cultura japonesa a partir del uso de la metáfora, como recurso científico. Los
giros de las metáforas le habían permitido plasmar el peso del silencio pero su labor no fue
reconocida hasta tiempo después.
El estudio de los vínculos culturales en territorios antiguos es algo que aflora de igual
forma pero que cuesta poder reflejarlo según las pautas clásicas científicas. La introducción
del excepcionalismo y de un enfoque histórico son las formas más cercanas para abordar el
tema, así como tomarlo a su vez, como un parámetro más a la hora de valorar el estado de una
región, al igual que lo pueden ser los parámetros económicos o sociales.
Algunos geógrafos han intentando abordar el tema desde distintos ángulos. Para Walter
Leimgruber (Leimgruber, 1996) la capacidad de reacción de una comunidad ante un hecho
externo, como por ejemplo la instalación de un tendido eléctrico, podía servir para captar en
cierto modo la capacidad o estado de los vínculos culturales de la comunidad. Para Robert A.
Dodgshon (Dodgshon, 1998) nos muestra como una sociedad puede reflejar su inercia a par-
tir de la capacidad de preservación de su paisaje, mientras que para Philip Wagner (Wagner,
1996) la capacidad de superación y ostentación respecto al vecino sería uno de los principa-
les ejes sobre los que gravitaría la explicación de los vínculos culturales.
En los tres casos se aborda el estudio de los vínculos culturales desde ángulos distintos
pero talvez sea en los estudios sobre las diasporas como introduce Jean Gottman (Gottman,
1996) donde se refleja mejor el peso de los vínculos culturales. En estos casos, aparece de
forma nítida la importancia y fuerza de los vínculos culturales en la creación de nuevas
comunidades emigradas en un nuevo espacio, así como en los lazos entre los distintos grupos
que tienen un mismo referente territorial.
El planteamiento del ciclo de la marginación cultural fue el resultado del trabajo realizado
en tres comarcas que se tomaron como estudio de casos. La introducción de algunas de las
ideas que se derivaron del estudio práctico, pueden servir como colofón de este artículo sobre
los vínculos culturales. De esta forma quedará plasmado en una experiencia más concreta lo
que se ha introducido en los puntos anteriores.
Antes de pasar a comentar algunos de los aspectos en concreto de los del estudio de los
vínculos culturales en el área de estudio en concreto, es interesante enmarcarla. El área se
sitúa en una franja interior a 50 km, en paralelo a la costa mediterránea, en la confluencia
entre las Comunidades Catalana, Aragonesa y Valenciana (figura 4). Ocupa una superficie de
2743 km2, el equivalente de 4 veces el Principado de Andorra, la mitad de Cantabria, La
Rioja, Baleares o un tercio del País Vasco.
Pese su cercanía del litoral poblado, tenía en 1996, menos de 30.000 hab. (28.474 hab.).
Ello la lleva a tener una densidad muy baja con tan sólo 11,6 hab./km2. El relieve sólo ocupa
una parte del área, en la parte más oriental y meridional en Els Ports, abriéndose en valles
hacia la depresión del Ebro en gran parte de la Terra Alta y de la Matarranya, con lo que la
altura media de 600m se acerca a la estatal. El área incluye 45 municipios, 12 en la Terra Alta,
18 en la Matarranya y 15 en Els Ports. La talla de los municipios es muy distinta, puesto que
en la misma comarca de Els Ports nos encontramos, a modo de ejemplo, con el municipio de
Villores con 5,3 km2, mientras que Morella tiene 413 km2 —el equivalente de la Superficie de
Andorra—. El área escogida de estas tres comarcas, pese a ser un caso entre tantos, repre-
sentaba una enorme variedad tanto a nivel municipal, como por el hecho de encontrarse a
caballo de tres Comunidades Autónomas distintas. No obstante, las tres comarcas en sus res-
pectivas autonomías eran vistas siempre como territorios marginales por motivos diversos y
forman parte de esos espacios olvidados, de la Iberia ignorada.
El área de estudio se particulariza por haber sido durante siglos, zona de transición entre
espacios diversos dentro de la Corona de Aragón y por ser vista como un espacio fronterizo
al margen de los núcleos catalán, aragonés y valenciano. Este olvido cultural e histórico que
ha aparecido a lo largo del estudio, se ha manifestado recientemente, con el renacer identita-
rio entorno a movimientos como Teruel existe o el trasvase del Ebro. Pero este hecho, ha sido
largamente silenciado desde unos centros que planificaban en función de unos intereses cen-
tralistas. Tras un discurso de orden determinista, se arguyó que la pobreza de esas tierras
yacía en sus suelos esquilmados y en los relieves agrestes del Sistema Ibérico. Cuando de
hecho, se olvidaba a una zona castigada por la historia reciente durante la Guerra Civil, así
como culturalmente por representar una identidad abierta y plural que replanteaba la misma
razón de ser de otros centros.
Terra Alta fue siempre la olvidada dentro de Tarragona y las tierras del Ebro, Matarranya la
incomprendida por cuestiones lingüísticas dentro de Teruel y Els Ports incomprensible para una
autonomía marítima poco familiarizada con una cultura de montaña. En los tres casos se pensó
en el turismo como paliativo y nuevo motor de desarrollo, planeando más desde una visión
externa y urbana que desde los intereses propios de unas poblaciones que tuvieron que apañár-
selas durante largo tiempo. Esa imposición turística, junto con otros grandes proyectos, desenca-
denó el surgimiento de una identidad que siempre había estado pero que no se había manifestado.
En esas tierras casi despobladas, los últimos habitantes demostraron que en muchos casos
eran comunidades lo suficientemente fuertes para diseñar una mirada propia en el mundo
actual. La comunidad no sólo recogía a la población residente sino también al colectivo iden-
tificado con el área, haciendo mayor peso en la conservación de una forma de ver el mundo.
Este hecho, confirmó la existencia de un tejido cultural rico con un potencial innegable para la
revertebración del territorio. El potencial de esos vínculos debe tenerse en cuenta a la hora de
valorar el estado de una región ya que representa una vía de desarrollo endógeno pero a su vez,
un reconocimiento desde el otro al margen de la fórmula de imposición desde uno mismo.
La variedad del área de estudio permitió ilustrar todas las fases del ciclo de marginación
cultural, desde pueblos con vínculos fuertes, hasta otros con los vínculos estancados o en
desuso (figura 5). La comparación de los pueblos dentro de cada grupo permitió a su vez,
definir mejor las particularidades de cada etapa y ha aportado una experiencia que debiera
ilustrarse ahora con otros estudios en otras áreas de tipo rural, pero igualmente de montaña,
de tipo urbano o periurbano.
Los pueblos que se agruparon en la primera fase, son aquellos con unos vínculos cultura-
les fuertes. Se caracterizan por su gran dinamismo y la gran facilidad para adaptarse ante nue-
vos retos. En algún caso, la adecuación se ha dado entorno a una modernización del sector
agrícola y más concretamente en este caso, entorno a una vitivinicultura de calidad en Batea,
o bien de la ganadería en Vall-de-roures, Fondespatla, Pena-roja y Montroig. Otros, han
Figura 5. Esquema de la distribución de los 45 municipios y núcleos del área de estudio, en función de
las etapas del ciclo de la marginación cultural.
optado por su capitalidad comarcal como Gandesa. En estos municipios se observa la estabi-
lización de unas poblaciones aún bien estructuradas por edades, con un peso importante de
relance, gracias a los más jóvenes. La evolución política muestra cambios de tendencias e
incluso la aparición de listas independientes, como en La Fatarella, que han permitido elabo-
rar planes y estrategias propias de desarrollo, partiendo sobre la tradición y variedad ya exis-
tentes. En estos municipios se han intentado compaginar las distintas actividades agrícolas y
ganaderas, con las industriales y complementadas con un turismo selecto, en Matarranya.
Los pueblos con los vínculos estables, así en Cinctorres, Sorita, Calaceit o la Freixneda,
se caracterizan por ser núcleos que han perdido su estructura interna. Los jóvenes emigran y
no animan al resto de una población que se siente envejecer y se atenaza a la tradición y al
inmovilismo, perdiéndose en viejos litigios e inercias. En estos casos, los pueblos viven aún
de los vínculos culturales del pasado y es en ellos donde pueden encontrar aún un nuevo
relance. En este grupo, la población vinculada pero no residente en el pueblo tiene un enorme
papel, en la continuidad del núcleo.
En la tercera fase, se agrupan los municipios que ya han visto desaparecer su tejido cul-
tural. Sólo queda el patrimonio material y el recuerdo de sus últimos moradores. En este caso,
nos encontramos, con pueblos fantasmas, como en Mas Llaurador, en los cuales los vínculos
culturales ya han dejado de existir y cualquier inversión es poca para su recuperación. En
otros casos, por el contrario, se ha apostado por una reconstrucción del patrimonio material,
gracias a las políticas voluntaristas, que ha beneficiado más al turismo sin reactivar realmente
al núcleo, como en Prat de Comte. Se trata de mausoleos en los que se recrea una imagen
mitificada de un pasado y de una identidad folclorizada.
Estos últimos pueblos se acercan del grupo de municipios de la fase cuarta que agrupa a los
pueblos que se han recuperado económicamente pero que no han podido rescatar un tejido cul-
tural ya desaparecido, como en Morella, Horta de Sant Joan o Arnes. En estos casos, los núcleos
pasan a convertirse en zonas residenciales de veraneo que dependen de otras áreas, detrás de
una recuperación aparente por las rentas y la preservación de su patrimonio arquitectónico. Jus-
tamente, la especialización en el sector turístico, con la preservación subyacente, congela el
desarrollo de otros sectores aún presentes y con posibilidades para la población, como la agri-
cultura o la industria ante la creación de normativas estrictas o por la nueva especulación eco-
nómica. La recuperación económica de las rentas esconde la desaparición real del tejido cultural
del pueblo y de la misma existencia del lugar. Las políticas voluntaristas, en este caso, invierten
en el presente, sin encontrar la posibilidad de un relance continuado, puesto que sus residentes
son temporales y no guardan vinculación con el lugar, de un año para el siguiente.
En el área de estudio se encontraron, no obstante, algunos pequeños núcleos que nos per-
miten observar la posibilidad de una recuperación de los vínculos culturales, no tanto en muni-
cipios que ya los tienen en desuso, pero más bien en municipios que los tenían en una fase de
desaparición como en Lledó, Olocau y Palanques. En estos tres casos, se ha observado como
la lucha por la supervivencia de algunos núcleos pequeños se ha podido dar, a partir de un gran
agrupamiento de la comunidad entorno a un proyecto de futuro innovador. El empeño por salir
adelante en esos casos, desbloquea las inercias existentes ante el peligro de muerte del pueblo
y lleva al planteamiento de iniciativas variadas y novedosas, en continuidad con el pasado. El
planteamiento conjunto de estas tres comarcas aisladas ha permitido evidenciar problemas
comunes, así como recuperar una mirada común sobre un proyecto común.
Se demuestra en este estudio la importancia de ese potencial invisible como son los vín-
culos culturales. El conocimiento de su estado, nos permite entender mejor a cada región, sin
caer en comparaciones, ni querer imponer ningún modelo. Sólo nos presenta como la cultura
puede representar un interesante vehículo para canalizar la mirada de un pueblo a lo largo del
tiempo. En todas estas áreas excluidas, existe una riqueza hasta ahora ignorada que aporta
una gran variedad de respuestas ante los retos del futuro. Deberíamos empezar a añadirla a
los parámetros más generales ya que aporta una mirada desde el otro, involucrándonos sobre
el terreno. Aprendamos a mirar ante los nuevos retos del presente.
BIBLIOGRAFÍA
AGRADECIMIENTOS
Este artículo procede del contenido de la tesis doctoral mención europea: Capellà, H.
(2001): Territorio y Cultura: la importancia de los vínculos culturales en el desarrollo endó-
geno de las comarcas de la Terra Alta, la Matarranya y de Els Ports y dirigida por Dr. Jaume
Font i Garolera en la Universitat de Barcelona y se incluye dentro del proyecto de investiga-
ción Nuevas dinámicas territoriales en el medio rural de Cataluña: sustentabilidad y bie-
nestar social, financiado por el ministerio de Ciencia y Tecnología (Ref: BSO2002-02528) y
dentro de la Beca Postdoctoral en la Universidad Paris IV Sorbonne, concedida por el Minis-
terio de Educación Cultura y Deporte.
Jesús Burgueño
Departamento de Geografía y Sociología
Universitat de Lleida
RESUMEN
No se puede entender la realidad regional de España sin aludir al hecho lingüístico. Más
de una cuarta parte de los ciudadanos conoce y utiliza una lengua no castellana. Por diversas
razones políticas no existe un mapa lingüístico suficientemente aceptado y detallado, como el
que aquí proponemos. También se ensaya una tipología de las diversas situaciones legales y
sociolingüísticas existentes.
ABSTRACT
It is not possible to understand the Spanish regional reality without considering the lan-
guage factor. Over a fourth of the population knows and speaks a different language from the
Castilian. Due to different political reasons, there is not a detailed and accepted linguistic
map of the Iberian languages, such as it is proposed in here. Also, it is discussed about the dif-
ferent legal and sociolinguistic situations in the regions with minority languages.
171
Jesús Burgueño
LENGUAS Y NACIONALIDADES
Las declaraciones del presidente del Tribunal Constitucional, Manuel Jiménez de Parga
(21-I-03) proclamando la uniformidad de las comunidades autónomas y su, más que escepti-
cismo, animadversión respecto del hipotético carácter diferenciado de Cataluña, Galicia y
Euskadi no es más que una nueva confirmación —ciertamente de rango superior— de la
incomprensión que en la mayor parte de España suscita la pluralidad lingüística y los llama-
dos hechos diferenciales. Si el presidente de tan alta institución no asimila la existencia de
nacionalidades históricas, ¿qué cabe esperar del ciudadano de a pie? Las causas de esta acti-
tud son múltiples, y en buena parte se hallan en la obstinación en presentar España (en la
escuela, en los medios de comunicación, en los elementos simbólicos y en las instituciones)
como un país monolingüe. Desde nuestra modesta posición de geógrafos, cabe preguntarnos
si nuestro colectivo tiene también alguna responsabilidad en la mayoritaria incomprensión
social de las raíces profundas del hecho regional (nacional) en España. Nuestras presentacio-
nes de la diversidad regional española se suelen construir a partir del mapa autonómico, pero
a menudo considerándolo de forma apriorística, sin explicar su origen o, en todo caso, sin
ahondar en sus razones últimas.
Una de las claves de la artificialidad de que adolece la presentación regional de España en
nuestros textos geográficos es la absoluta ausencia del argumento lingüístico. Ni una palabra
se dice en los manuales de geografía de España sobre la existencia de otras lenguas además
del castellano. ¿Aportaría algo a nuestro discurso geográfico incorporar el hecho lingüístico?
Creemos que la respuesta sólo puede ser afirmativa; de entrada, y como mínimo, dotaría de
mayor claridad y lógica a la explicación de la génesis de nuestro mapa autonómico, al tiempo
que haría más comprensible la diversidad constitutiva —y constitucional— existente entre las
diversas comunidades autónomas. Tras veinticinco años de vigencia de la Constitución
muchos parecen haber olvidado un hecho obvio: el proceso autonómico se inició para dar res-
puesta a las reivindicaciones de las comunidades históricas con una personalidad más dife-
renciada, las cuales al fin y al cabo no son otras que las que tienen una lengua propia no
castellana. Puede afirmarse incluso que sin diversidad lingüística posiblemente no habría
Estado de las Autonomías. Por descontado el hecho lingüístico admite muchas otras lecturas
geográficas, en relación al tipo de poblamiento, a los movimientos migratorios, a la red
urbana, al aislamiento, etc. Por todo ello la variable lingüística merece ser incorporada a
nuestro utillaje de científicos sociales. Lamentablemente, el grado de asunción de esta temá-
tica en el quehacer del geógrafo español es muy escaso (véase la bibliografía final). Seme-
jante autismo resulta tanto más incomprensible en un país que puede ser considerado un
auténtico campo de pruebas geolingüístico. Los enfoques de estudio geográfico de las len-
guas pueden ser muy diversos (ver igualmente bibliografía final), pero en este artículo nos
limitaremos a presentar la distribución geográfica general de las lenguas españolas, así como
a ensayar una caracterización básica de su situación sociolíngüística.
EL MAPA ESCONDIDO
Las obras de geografía de España publicadas desde 1975 hasta nuestros días nada dicen
respecto a la diversidad cultural española, y nada en particular sobre el hecho lingüístico. Ni
siquiera incluyen un mapa de las lenguas españolas. Este olvido se observa incluso en obras
recientes que ya incorporan algún aspecto de geografía política (Gil-Gómez, 2001). El último
manual de geografía regional de España (Farinós, 2002), pese a estar publicado en catalán,
tampoco considera que las lenguas influyan en modo alguno en la diversidad regional del
Estado. Como podremos comprobar, los geógrafos españoles no siempre evidenciaron la
misma actitud indiferente ante la temática cultural. Paradójicamente se diría que la democra-
cia ha ido unida a una espontánea aceptación de la ley del silencio sobre la cuestión lingüís-
tica.
Resulta particularmente ilustrativo hacer un seguimiento de los mapas lingüísticos que,
con carácter divulgativo, se publicaron a lo largo del siglo XX, como complemento a des-
cripciones geográficas o bien en las principales enciclopedias. De este análisis se deduce
una gran inercia iconográfica (o simplemente un reiterado plagio) a partir uno o dos proto-
tipos.
Figura 1. «Distribución de los idiomas en España». (1923): Enciclopedia universal ilustrada, Espasa
Calpe, Madrid, vol. 21, encartado págs. 416-417.
siva... está perfectamente capacitada para ser completo instrumento de cultura». Entendemos
que esta sensibilidad cultural refleja el ambiente intelectual de los años próximos a la II
República.
El advenimiento de la dictadura significará, al menos inicialmente, la proscripción de la
cuestión lingüística en las obras de geografía. La primera y lógica excepción se registra en
una importante obra editada en catalán: la Geografia de Catalunya dirigida por L. Solé y
Sabarís y publicada por Aedos (1958) incluye un apartado sobre el factor lingüístico redac-
tado por el eminente filólogo Joan Corominas, así como tres mapas sobre límites y dialectos
(vol. I, págs. 636 y 644-645). Por el contrario, la lámina prevista sobre las lenguas en el Atlas
Nacional de España del Instituto Geográfico Nacional (1965) no se llegó editar. Es en los
atlas de editoriales privadas donde debemos buscar los mapas lingüísticos de divulgación
publicados en la segunda mitad del franquismo. El Nuevo atlas de España de la editorial
Aguilar (1961), singular esfuerzo de renovación cartográfica del momento, incluye una nueva
versión del mapa de Echevarría. La impericia de la adaptación, unida a la mayor concreción
de la base utilizada, hace que los errores se multipliquen; por ejemplo, el margen izquierdo
portugués del Guadiana se castellaniza y la mitad de Alicante se adscribe al dialecto mur-
ciano. La utilización del color es harto confusa al coincidir la gama utilizada para el caste-
llano y el catalán. Únicamente mejora el mapa al incluir el sudeste francés en el dominio lin-
güístico catalán y el dialecto canario en el castellano1.
El mapa de Echeverría aparece nuevamente, algo retocado, en el anexo cartográfico de
Die iberische Halbinsel de Herman Lautensach (1964, traducción castellana de 1967). El
geógrafo alemán también incluye un mapa de Julio Caro Baroja referido al retroceso territo-
rial del vasco. Las modificaciones efectuadas por Lautensach en el mapa de Echeverría son
leves y no lo mejoran sensiblemente. Esta nueva versión aparece plagiada (pues no se cita su
procedencia) en la monumental Geografía de España de Emilio Arija Rivarés (Espasa-Calpe,
1972), acompañando las páginas que el autor dedica al idioma dentro del capítulo referido al
«patrimonio espiritual» (vol. II, págs. 370-377). Al ampliar a una página el pequeño mapa de
Lautensach, y aumentar así la concreción de la base cartográfica, las inexactitudes se exage-
ran; es errónea, por ejemplo, la inclusión de Pamplona en la zona de lengua vasca (pese a que
el mapa de Caro Baroja, que también reproduce Arija, permite intuir su exclusión). El texto
de Arija incluye algunos disparates, como cuando afirma que al gallego y al catalán «hay
muchas gentes que no los consideran idiomas, sino formas dialectales», que en el valenciano
hay «más influencias castellanas que del propio catalán» o que el catalán «ve mermada su
influencia en algunas zonas lindantes con Aragón en la provincia de Tarragona» (más bien
sería al contrario).
Aunque el mapa de Echeverría es utilizado esporádicamente hasta finales de los años
ochenta, esto sólo puede explicarse por desconocimiento de las múltiples aportaciones filo-
lógicas que aparecen durante la década de los sesenta, las cuales permiten elaborar por fin un
nuevo mapa lingüístico, mucho más correcto y detallado. En particular debe destacarse la
aparición de la Dialectología española de Alonso Zamora Vicente (1960, ampliada en 1967)
no superada aún en algunos de sus mapas. El CSIC publicaba poco después (1962) el Atlas
lingüístico de la Península Ibérica (ALPI), en el que se incluye un mapa correcto y a gran
escala de los cuatro idiomas peninsulares. Las aportaciones anteriores aparecen resumidas en
un excelente mapa de la editorial Espasa Calpe, incluido en una obra de Antonio Tovar
(1968).
En 1962 aparecía la primera edición del Atlas bachillerato de Aguilar, cuyos mapas temá-
ticos fueron preparados por Antonio López Gómez, entonces catedrático de geografía en la
Universidad de Valencia. Gracias a su intervención se incorpora un mapa de lenguas exce-
lente, que supone por fin la superación del muy deficiente modelo de la enciclopedia Espasa
adaptado por Echeverría. Cabe deducir que el autor, bien asesorado, incorporó los progresos
y nuevos conceptos que se estaban elaborando en la dialectología, tanto castellana como
catalana. En este mapa de nuevo cuño la filiación catalana del valenciano y balear queda per-
fectamente clara, la delimitación de todas las lenguas y dialectos adquiere una precisión
notable y, acertadamente, los únicos dialectos castellanos que merecen una delimitación geo-
1 Todavía en 1987, Gabriel Cano García reproduce el mapa lingüístico de este atlas en su Geografía de
Andalucía (Tartessos, vol. I, p. 28), con objeto de justificar la identidad cultural andaluza y la supuesta concordan-
cia entre los límites de la comunidad y los dialectales. Por cierto que esto último no es del todo cierto, ya que los dia-
lectólogos excluyen del andaluz el norte de Córdoba y el nordeste de Jaén, Granada y Almería. De otra parte, el mapa
de Echeverría aparece también en algún libro de texto de geografía de España (Santiago Andrés Zapatero, Perfil geo-
gráfico de España, Élite, Barcelona, 1960).
gráfica son el leonés y el aragonés, así como el occidental y oriental dentro del catalán. Des-
graciadamente este modelo no se siguió en la mayoría de atlas escolares posteriores que, o
bien ignoran el tema, o bien lo presentan de una manera confusa y equívoca2.
Las nuevas aportaciones de los lingüistas inspiran también un último mapa, incluido en la
Gran Enciclopedia Larousse de 1968 (vol. IV, pág. 470)3. Aunque sea básicamente correcto,
tiene el defecto de otorgar un tratamiento gráfico equivalente al leonés y aragonés respecto
del castellano, vasco, gallego-portugués y catalán. El lector desinformado puede fácilmente
creer que ambas lenguas tienen una presencia social muy superior a la real. No se aclara de
alguna manera que se trata de lenguas marginadas, cuyo proceso de codificación ha sido
incompleto y tardío, que se hallan en retroceso acelerado (en algunas zonas ya están extin-
guidas), sufren un proceso de empobrecimiento o dialectalización respecto del castellano, tie-
nen un reducido número de hablantes e incluso son virulentamente cuestionadas por un sec-
tor de filólogos, que las consideran dialectos históricos (Salvador, 1990).
De un modo u otro, desde los años sesenta existen mapas lingüísticos de la Península sufi-
cientemente correctos y completos. Sorprende, por ello, que obras más recientes como el
Atlas of the World’s languages (Moseley —Asher, 1994) presenten un mapa tan pobre y gro-
sero en cuanto a los límites, en el cual el gallego aparece como un dialecto castellano, se
ignora el bable, el aragonés y el occitano, al tiempo que se extiende el castellano a toda Viz-
caya y a parte del Pirineo leridano. También hay importantes equívocos en el mapa de Wal-
ter (1994, pág. 182). Otro ejemplo desafortunado, éste de carácter más geográfico, lo
hallamos en The cultural landscape, de James M. Rubenstein (1991, pág. 138).
Si estos errores se observan en obras foráneas, el panorama no es mucho mejor en las
españolas. Contrariamente a lo que podría pensarse si tenemos en cuenta los antecedentes de
Figura 5. «Mapa lingüístico de la Península ibérica». (1968): Gran Enciclopedia Larousse, Planeta,
Barcelona, vol.4, pág. 470.
Figuras 6 y 7. «Lenguas oficiales en España» y «Dialectos del área del castellano como única lengua
oficial». (1993): Atlas Nacional de España, fascículo «Sociología cultural», pág. 44.6-7.
guas presenta el valenciano y el catalán como idiomas distintos, al tiempo que la «modalidad
balear» también aparece con un color diferente, si bien la proximidad cromática empleada
permite intuir una relación entre las tres. También es muy deficiente la delimitación del ara-
gonés. De otra parte se cae nuevamente en el error —atribuible a un pueril mimetismo auto-
nómico— de pretender dar un tratamiento destacado a los dialectos andaluz, extremeño y
murciano; los límites que se les indican son totalmente arbitrarios. Aunque la leyenda dis-
tinga entre dialectos y dialectos históricos, la similitud en el tratamiento cartográfico implica
una devaluación del leonés y aragonés, que otras escuelas filológicas consideran lenguas
autónomas, no castellanas. En definitiva, se da el absurdo que el autor ha dedicado más aten-
ción a la delimitación del murciano que a la del gallego. Atendiendo a los mapas de esta
publicación oficial se llega a una conclusión paradójica y desoladora: la presentación gráfica
del mapa lingüístico español bajo la democracia ha empeorado sustancialmente, incluso res-
pecto al franquismo.
Todo ello nos confirma la necesidad de incorporar un mapa de las lenguas en nuestras
presentaciones de geografía de España. De hecho, aún en el supuesto que el mapa lingüístico
español fuese bien conocido, no por eso debería dejar de figurar en atlas y manuales, del
mismo modo que no debemos prescindir del mapa de las tres españas litológicas de Hernán-
dez Pacheco, del mapa de la España húmeda y la seca ni del mapa de las provincias. Cabe,
naturalmente, un motivo para eludir el tema: considerarlo excesivamente comprometido polí-
ticamente. Esto último puede ser cierto, pero también lo es que el geógrafo debe comprome-
terse y posicionarse en los temas que tienen relevancia social, y no sólo en aspectos
inofensivos o inocuos para el poder. Hay que explicar la realidad geográfica a la luz de la
ciencia, y en esta ocasión hay que hacerlo de acuerdo con los datos que nos suministran los
lingüistas.
Un buen mapa lingüístico debe tomar partido por la objetividad y el rigor científico, y
dejar al margen los eufemismos, los silencios culpables y los espacios imaginados. Como ya
hemos visto, presentar un buen mapa no es en absoluto difícil, simplemente se trata de recu-
perar y pulir el diseño adoptado por A. López Gómez. Los criterios concretos a seguir serán
los siguientes:
4 La opción más discutible es afirmar que el gallego y el portugués sean el mismo idioma (en cualquier caso
existen dos normativas distintas), pero este obstáculo creemos que se supera indicando los dos nombres —gallego y
portugués, y no gallegoportugués— dentro del mismo conjunto territorial.
— identificar los dos dialectos históricos o lenguas debilitadas (leonés y aragonés) con
un tratamiento gráfico que identifique claramente su diversa —en ocasiones agoni-
zante— situación sociolingüística: reducido número de hablantes, fragilidad, no ofi-
cialidad, falta de una norma común arraigada, división de los filólogos en su
consideración como idiomas diferenciados del castellano...5;
— remarcar las discrepancias lingüísticas con los límites autonómicos y las fronteras
estatales, incluyendo la presencia marginal de una quinta lengua dentro del estado, el
occitano (valle de Aran).
VASCO
LEONÉS OCCITANO
GALLEGO
ARAGONÉS
y
CASTELLANO CATALÁN
PORTUGUÉS
5 Para el muy incierto límite oriental del leonés adoptamos la coincidencia de dos isoglosas: l- inicial palata-
lizada (llobu) y aspiración de la f- inicial (rasgo propio del leonés oriental); por tanto descartamos como hablas leo-
nesas las que no reúnen ambos rasgos. Seguimos en todo caso los mapas de Menéndez Pidal (1962) y Zamora
Vicente (1960). Lamentablemente la existencia de la Academia de la Llingua Asturiana no ha redundado en un
mayor conocimiento del leonés fuera del Principado, hasta el punto de no haberse elaborado un mapa del conjunto
del dominio lingüístico. Para el límite meridional del aragonés seguimos principalmente obra de Conte y otros
(1977).
MAPA SOCIOLINGÜÍSTICO
Pese a los criterios adoptados en la realización del mapa de las lenguas, éste no ofrece una
imagen lo suficientemente explícita de la compleja realidad lingüística española. Es preciso
complementarlo con otros datos. Hace falta otra imagen donde, de forma resumida, se carac-
terice la realidad sociolingüística, esto es, el grado de arraigo y utilización de la lengua pro-
pia. No nos referimos únicamente al número o porcentaje de hablantes potenciales
(Burgueño, 1997), sino al nivel de uso real de la lengua. Se trata también de evitar lecturas
sesgadas, como la que podría darse si se ignora que el castellano es utilizado en la totalidad
del Estado, al margen que en determinado territorio exista una lengua autóctona. La socio-
lingüística ha aportado en los últimos años una ingente cantidad de datos e informaciones que
permiten aventurar, sin excesivo margen de error, una clasificación o tipología de las situa-
ciones existentes en España. Además de la abundante bibliografía de dialectología y socio-
lingüística, contamos con diversas encuestas del CIS, la información recogida en el
Euromosaic report de 19966, los censos de población que incorporación cuestiones referidas
al conocimiento de la lengua y la cartografía que refleja el tratamiento otorgado a la toponi-
mia autóctona. Con todo ello creemos que puede establecerse fácilmente un mínimo de 10
modelos o situaciones. Obviamente se trata de una generalización, que será tanto mayor
cuanto más dilatado y variado sea el territorio estudiado. Debe entenderse, por tanto, que en
el seno de cada comunidad se producen simultáneamente situaciones matizadamente dife-
rentes (por ejemplo entre campo y ciudad), pero que en razón a la escala de estudio y al deseo
de simplicidad se opta por adscribir, subjetiva pero razonadamente, cada territorio a un deter-
minado tipo o modelo ideal.
6 Hemos consultado el informe Euromosaic report. The minority languages in the EU member states (1995)
en el Institut de Sociolingüística Catalana. Centre de Documentació. Un resumen en www.uoc.es/euromosaic/.
7 Un resumen de las encontradas posiciones sobre el hecho nacional valenciano en Vallès (2000).
8 Una cuantificación comparativa de diversos parámetros sociolingüísticos entre las lenguas minoritarias de
Europa en Comisión Europea (1996). Una caracterización básica del estado de las lenguas europeas en Badia (2002).
cuestión permite fácilmente establecer una primera tipología de las comunidades bilingües;
ante la pregunta referida a la lengua en que debería impartirse la enseñanza obligatoria se
obtienen los siguientes posicionamientos (Siguan, 19949):
Cabe añadir que únicamente en el País Vasco existe un porcentaje de la población supe-
rior al 10% (concretamente un 13%) partidario de la enseñanza en vasco con el castellano
como asignatura simplemente voluntaria.
Creemos oportuno incluir aquí una breve caracterización de los procesos sociales que
acompañan los fenómenos de diglosia (uso de dos lenguas, una culta, dominante y presti-
giada y otra coloquial, subordinada y desprestigiada), por cuanto nos permite resumir una
situación que se repite en muchos lugares de la geografía española:
9 La nueva encuesta del CIS (Siguan, 1999) modifica las respuestas posibles e incorpora un supuesto término
medio (mitad de la enseñanza en castellano y mitad en lengua vernácula) que atrae la mayor parte de las respuestas
en todas las comunidades. Aunque por este motivo no se pueden establecer comparaciones claras con la anterior
encuesta, sí se aprecia que el País Vasco se distancia de la situación de Baleares y Galicia y se acerca a la situación
catalana.
10 Contrariamente, en el caso del occidente de Cantabria, el habla leonesa propia es vista a menudo como un
castellano antiguo o auténtico (Alvar, 1995).
e) Enseñanza. Presencia de la lengua propia en la escuela, que puede variar entre ser la
lengua vehicular, básica o habitual (Cataluña) hasta estar presente unas pocas horas a la
semana en algunos colegios y de forma voluntaria. Conviene observar que existen comuni-
dades que no han reconocido una determinada lengua como oficial pero donde existe una
mínima enseñanza de la lengua vernácula en colegios de algunas comarcas. De otra parte, es
evidente que sólo con la utilización de expresiones tan genéricas como las que aquí emplea-
mos es posible reducir y sintetizar la gran diversidad de situaciones y líneas educativas que
pueden darse dentro de una misma comunidad.
f) Toponimia. El grado de adaptación de la toponimia oficial a la normativa de la lengua
vernácula es una cuestión que se deriva del grado de prestigio social de la lengua, pero a la
que queremos dar un tratamiento destacado por su alta significación geográfica y cartográ-
fica.
De acuerdo con estos criterios, y de forma obligadamente resumida, podemos establecer
la siguiente tipología de 10 situaciones sociolingüísticas. Hacemos extensiva la clasificación
a los territorios no españoles (Andorra, Gibraltar, Portugal y Francia) donde están presentes
lenguas mayoritariamente españolas. La situación del bereber y del árabe en Ceuta y Melilla
constituirían un caso específico, por tratarse de lenguas asociadas a la etnia y no principal-
mente al territorio.
A (Catalunya, Andorra)
Idioma oficial
Alto nivel de presencia en los medios de comunicación
Alto nivel de conocimiento y uso salvo lugares con fuerte inmigración (Cataluña, 68%;
Andorra, 42%)
Alta consideración social de la lengua propia
Lengua vehicular de la escuela
Toponimia normalizada
11 Municipio portugués de Miranda do Douro y algunos pueblos de Vimioso. El habla leonesa de Rio de Onor
y Guadramil (Bragança) se da por extinguida. La Ley de reconocimiento oficial de derechos lingüísticos de la
comunidad mirandesa no establece un territorio bilingüe aunque remite las acciones de promoción y enseñanza de la
lengua al concelho mirandés (Lei n.7/99 de 29 de Janeiro).
CONCLUSIÓN
12 Se trata de pequeños lugares de los términos murcianos de Abanilla, Jumilla y Yecla que no alcanzan juntos el
millar de habitantes, y que los lingüistas agrupan con el nombre del Carxe.
13 La Alamedilla (Salamanca), Val de Xálima (Eljas, San Martín de Trebejo y Valverde del Fresno en Cáce-
res), Herrera de Alcántara y Cedillo (Cáceres), algunas aldeas rayanas de Valencia de Alcántara (Cáceres) y de La
Codosera (Badajoz), Olivenza y Táliga (Badajoz). Por los escasos datos disponibles, el grado de conocimiento de la
lengua propia en estos lugares es muy desigual, en unas ocasiones residual y en otras mayoritario; al parecer este
último es el caso del valle de Xálima, en cuyo caso nos encontraríamos ante el modelo I.
G
B H
D B
B H
J D J
F A
I
I
G
F
J E C
B
I
F E
que caracterizan a sus gentes. Por ello, la persecución de la riqueza y la diversidad lingüística
del Estado, su negación autista o la irresponsable manipulación de las identidades es el mejor
procedimiento para desbaratar y erosionar un proyecto de vida en común, tal y como lo
demuestra la historia de nuestro país.
En particular, la pervivencia de poblaciones cuyo idioma permanece olvidado y desprote-
gido es radicalmente contraria al espíritu y a la letra de la Constitución, cuyo artículo 3.2
afirma que «las demás lenguas españolas serán también oficiales en las respectivas comuni-
dades autónomas de acuerdo con sus estatutos14». Una de dos: o no son lenguas o no son espa-
ñolas. Siguiendo el texto constitucional, «la riqueza de las distintas modalidades lingüísticas
de España es un patrimonio cultural que debe ser objeto de especial respeto y protección».
La apertura decidida de oídos y mentes a otros acentos, palabras y lenguajes diferentes
del castellano tal vez sería la mejor garantía de mutua comprensión y estima. Sólo trocando
14 En la adhesión a la Carta europea de las lenguas regionales o minoritarias (firmada en 1992 y ratificada el
9 de abril de 2001), España sólo se compromete a proteger las lenguas minoritarias en la medida en que éstas sean
reconocidas y amparadas por los estatutos.
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PALEOBIOGEOGRAFÍA CULTURAL
DE LA RESERVA DE LA BIOSFERA DE URDAIBAI
(VIZCAYA)
Peio Lozano Valencia, Guillermo Meaza Rodríguez y José Antonio Cadiñanos Aguirre
Departamento de Geografía, Prehistoria y Arqueología
Universidad del País Vasco
RESUMEN
ABSTRACT
There is done a synthesis and a balance of the evolution of the biotic landscape of the
Reserve of Biosphere of Urdaibai (Biscay, Basque Country), from the first stages of the
prehistory up to the romanization, basing on the information given by the Archaeology. It is
emphisized the changes produced by the man on the flora, the vegetation and the fauna.
I. INTRODUCCIÓN
193
Peio Lozano Valencia, Guillermo Meaza Rodríguez y José Antonio Cadiñanos Aguirre
Biogeografía es la cultural. Diferenciada con varios epítetos que hacen referencia bien a su
especialización temática: «Biogeografía cultural» (Simmons, 1982), bien a su inevitable
vertiente cronológica: «Biogeografía Histórica», la aproximación cultural al paisaje geográ-
fico —como manifestación del sistema territorial subyacente— es aquella que enfatiza sus
aspectos antrópicos. En ella, el objeto de estudio son los paisajes culturales. Es decir, los
espacios singulares definidos por una asociación de formas tanto físicas como culturales,
cuya aprehensión exige una aproximación no sólo morfológica sino también histórica que
permita entender la dinámica evolutiva de los mismos. En estos paisajes culturales la obra
del ser humano, modelando la superficie terrestre e imprimiéndole un aspecto característico,
es la faceta esencial a considerar. De hecho, el presente artículo se sumerge dentro de un
periodo inicial en el que el hombre no cuenta con gran poder de modificación, aunque sí da
los primeros pasos en la configuración de los paisajes actuales.
Aunque la cultural es una rama conocida y tratada desde antiguo, parece que en los últi-
mos tiempos está adquiriendo un nuevo protagonismo entre los biogeógrafos de raigambre
geográfica. No podría ser de otro modo, puesto que, dada su perspectiva específica, corres-
ponde a los geógrafos articular los estudios de adscripción naturalística (geobotánicos, zoo-
lógicos y ecológicos) con los de orden cultural, histórico, sean éstos de «larga duración»
(Guerra, 2001), como la que aquí presentamos, sean de «corta duración». Se podría afirmar
que es ésta su parcela gnoseológica donde, además, confluyen con historiadores, arqueólogos
y geógrafos que llegan a ella desde la vertiente social de la Geografía.
Dos fenómenos han contribuido en los últimos años al auge de este tipo de aproximación,
que reconoce en H. Elhaï (1968) al principal impulsor del estudio de la acción antrópica en la
modelación de los paisajes bióticos: el hecho de que cada vez sobrevivan menos paisajes
estrictamente naturales en beneficio de los marcadamente antropizados, de los paisajes cul-
turales en suma; y la concepción, cada vez más extendida, de que los paisajes —en tanto que
objetos visibles y marco de vida del ser humano— no pueden enterderse a partir de la mera
consideración de sus aspectos morfológicos, pues se necesita incorporar también al sujeto
que ve, percibe, siente y, en definitiva, vive dicho paisaje.
El marco territorial en el que se centra el presente artículo es la Reserva de la Biosfera de
Urdaibai. Tanto la declaración de dicha figura por parte de la UNESCO en 1984 como la Ley
de Protección y Ordenación de la Reserva de la Biosfera de Urdaibai aprobada por el Parla-
mento Vasco en 1989 ponen de relieve que la característica más importante de este ámbito
territorial reside en la articulación interactiva y armoniosa entre sus valores naturales y cul-
turales, entre su pasado y su presente. En esta nuestra primera aproximación al tema hemos
tratado de esclarecer, con los datos que nos aportan las distintas fuentes y las distintas técni-
cas asociadas a la Arqueología (Palinología, Antracología, Carpología, Paleozoología...), la
evolución prehistórica del paisaje biótico, en razón de la información obtenida en los múlti-
ples yacimientos situados en la zona de estudio (Santimamiñe, Antoliñako koba, Kobaederra,
Elesu, Ondaro, Murizillo, Sagastigorri, Atxeta, Gerrandijo, Ereñuko arizti, Bizkaigane, Mun-
jozuri, Sollube txikerra, Añabusti, Ikesta, Txarola, Mape, Pareko landa...), muchos de ellos
todavía en fase de excavación e interpretación. En este sentido, la Biogeografía tiene mucho,
lógicamente, de Arqueología como método y de Prehistoria como desarrollo histórico, de ahí
que haya resultado ineludible incluir el término «paleobiogeografía» en el título de este
artículo.
cuentan con un gran dinamismo: aunque su lugar de origen fuera África, se diseminan por
Europa y Próximo Oriente. En Europa cohabita con con el hombre de Neardenthal durante
10.000 años. Por otra parte, el de Cro-magnon muestra una dieta más variada, más omnívora,
se relaciona más intensamente con el resto de los integrantes de su especie y muestra una
especial habilidad en acomodarse a situaciones y medios nuevos para ella. Muchas son las
teorías sobre la extinción de los neardenthales y el papel que nuestra especie jugó en ella: el
hecho de contar con un nicho ecológico hasta cierto punto similar, la mayor capacidad de
adaptación y la aparición de procesos mentales más complejos, como la interiorización, el
simbolismo, etc. pudieron llevar a que una especie, simplemente por exclusión, terminara con
la otra.
En todo caso, los inicios de nuestra especie no se escaparon de esa interdependencia para
con el medio que mostraba el hombre de Neanderthal. Sin embargo, puede afirmarse que su
forma más sofisticada de tallar la piedra (modo IV o Auriñaciense, que luego evolucionará
dando lugar al Gravetiense, solutrense, etc.) y el uso sistemático del fuego contribuyen a
infringir los primeros cambios de entidad dentro del paisaje biótico.
Con todo, la verdadera revolución cultural, ecológica y tecnológica se da hace unos
10.000 años, con la finalización de la última glaciación y la consiguiente suavización de las
condiciones climáticas. El ser humano comienza a domesticar plantas y animales, lo que en
el área de estudio no se vislumbra hasta hace 7.000. Con la domesticación asegura, hasta
cierto punto, su alimentación, va estabilizándose y haciéndose sedentario y comienza a
depender en menor medida del medio que le rodea. Es a partir de este momento cuando se
puede hablar en puridad de Biogeografía cultural, pues el paisaje biótico natural comienza a
verse claramente influenciado y modificado por la actuación de los diferentes grupos huma-
nos.
En el País Vasco, los estudios paleobiogeográficos han beneficiado de manera muy desi-
gual a los diferentes territorios y a las diferentes disciplinas implicadas. Si la aplicación de
analíticas polínicas es relativamente temprana, otros aspectos de la Paleobotánica, como el
estudio de los macrorrestos vegetales no ha visto un desarrollo adecuado hasta la presente
década, en la que ha comenzado a establecerse muestreos sistemáticos en algunos yacimien-
tos ya excavados o en proceso de excavación. Sin embargo, precisamente por su carácter
reciente, sus resultados permanecen aún inéditos en la mayoría de los casos. Esta penuria
informativa es especialmente marcada, en este contexto, en los aspectos del uso de recursos
vegetales entre cazadores-recolectores, e incluso en fases de la Prehistoria ya con economía
productiva.
En el caso concreto de la Reserva de la Biosfera de Urdaibai y para los períodos corres-
pondientes al Pleistoceno Superior y Holoceno, la información paleoambiental es, en general,
escasa. Las investigaciones pioneras de los Aranzadi, Barandiarán, Eguren y Apellániz (desde
la década de los 30 del pasado siglo), ejemplares en su momento y en el contexto metodoló-
gico imperante en la época, resultan hoy en día insuficientes por la imposibilidad de disponer
de las adecuadas técnicas analíticas (radiocarbonométricas, paleobotánicas, etc.) para una
reconstrucción paleoambiental y por la parcial representatividad de las cuevas como lugares
de hábitat prehistóricos en Urdaibai, especialmente a inicios del Holoceno. Esta última cir-
cunstancia, ha sido la que ha motivado al desarrollo de un intenso programa sistemático de
investigación arqueológica sobre el terreno, desarrollado desde 1990, que ha permitido inven-
tariar más de un centenar de ocupaciones al aire libre de la Prehistoria Reciente en el marco
geográfico de Urdaibai. La integración de diversos programas de estudio con objetivos y
enfoques multidisciplinares permite adelantar algunos datos e información sobre la evolución
del paleoambiente y los modos de explotación del territorio de Urdaibai desde el Pleistoceno
Superior a la primera mitad del Holoceno. Fundamentalmente, tres han sido las analíticas
arqueobotánicas empleadas: Antracología, Carpología y Palinología. Dichas analíticas han
sido aplicadas sobre depósitos arqueológicos de variada tipología y ámbito cronológico-cul-
tural (Aguirre et al., 2002).
Carecemos de datos paleobotánicos referentes a Urdaibai para el periodo anterior al
30.000. Las primeras evidencias proceden del yacimiento de Antoliñako Koba y son prelimi-
nares porque el yacimiento se encuentra en fase de excavación y estudio (Aguirre et al.,
2000). El combustible utilizado en el yacimiento podría definir una secuencia en la que se
suceden periodos muy fríos, dominados por formaciones arbustivas y de coníferas, con otros
más templados. Incluso en los contextos más próximos al último máximo glaciar (circa
19.000) se ha recuperado abundante madera de especies caducifolias como Quercus subg.
Quercus, Corylus y Laurus. Se ha identificado Fagus c. 14.600. Estos datos sugieren que el
norte peninsular y, en concreto, áreas como Urdaibai debieron actuar como zonas refugio de
taxones termófilos que habían desaparecido en áreas más septentrionales del continente euro-
peo por las rigurosas condiciones climáticas (Hewitt, 1999).
La reducida información disponible sobre el Tardiglaciar en el área del Urdaibai con-
cuerda con la evolución del mundo vegetal observado en el resto del País Vasco. A lo largo de
este período, con algunas etapas de retroceso, poco a poco el estrato arbóreo se va afian-
zando, iniciándose el progresivo desarrollo de las especies caducifolias.
Los inicios de la actualidad climática u Holoceno suponen también el comienzo del
poblamiento estable en la cuenca de Urdaibai. Las primeras fases de este período correspon-
den a un modelo de poblamiento lineal. Los yacimientos ocupados, sucesivamente y con
carácter estacional, se ubican en puntos estratégicos para la explotación de determinados
recursos. Sería un sistema propio de cazadores-recolectores de amplio espectro que están
empezando a reducir el territorio abarcado e intensificando su explotación en el contexto del
avance del bosque caducifolio.
Este sistema de ordenación del territorio desemboca en una brusca ruptura que se detecta
durante la segunda mitad del VII milenio. Esta ruptura está relacionada con el desarrollo de
la economía productiva, motivada probablemente por un desequilibrio entre población y
recursos ambientales disponibles. La densa distribución constatada del hábitat y de los espa-
cios rituales (estructuras megalíticas y cuevas sepulcrales) denotan una mayor densidad
demográfica, y se detecta un significativo impacto antrópico en el paisaje (Iriarte y Arrizaba-
laga, 1995).
Asimismo, se documenta un mayor contacto con ámbitos geográficos lejanos, testimo-
niado por la presencia de materias primas líticas (determinados tipos de sílex), otros mine-
rales de uso ornamental y aleaciones metálicas de indudable origen exógeno. Por primera
vez, podría decirse que el área de Urdaibai muestra una planificación u organización del
(Kosnoaga y Berreaga). Ambas secuencias evidencian que las necesidades humanas condi-
cionaron el medio ambiente vegetal y su evolución, produciéndose un retroceso importante
del estrato arbóreo parejo al desarrollo de los taxones arbustivos y herbáceos característicos
de las diferentes etapas de sustitución del bosque y de los taxones asociados a la presencia
humana y a sus actividades económicas (en ambas secuencias queda plenamente atestiguada
una constante actividad agrícola en las proximidades de ambos poblados desde los inicios de
su ocupación).
El caso del encinar cantábrico: una expansión relacionada con la acción antrópica ancestral
donde se acumula el suelo y la humedad en niveles que pudieran ser parejos a los del óptimo
climático.
De manera que, ayer igual que hoy y lo mismo que sucede en áreas relativamente húme-
das del ámbito mediterráneo, los procesos de erosión y degradación edáfica desencadenados
por deforestación, intensificación de las prácticas agrícolas y ganaderas, uso del fuego, etc.,
facilitarían la sustitución de los bosques potenciales mesófilos por comunidades xerófilas
menos exigentes, capaces de soportar enraizamiento dificultoso, parquedad de nutrientes y,
muy especialmente, escasa disponibilidad de agua en el suelo. En tales casos, de no llegar al
extremo de perpetuarse como comunidad permanente, el encinar cumple el papel de etapa
previa a la instalación del robledal o quejigal.
En conclusión, la acción antrópica ancestral debió de haber jugado, desde tiempos pro-
tohistóricos, un papel decisivo en la expansión del encinar cantábrico al favorecer y acelerar
procesos de degradación y erosión de los suelos, algo que también atestiguan algunos estu-
dios en el área mediterránea europea (Pons et al., 1980). Ello autorizaría a deducir que en la
de Urdaibai, como en otras rías cantábricas, esta dinámica erosiva pudo haber desencadenado
o acelerado, ya desde tiempos protohistóricos, el proceso de colmatación del estuario por
sedimentos provenientes de laderas anteriormente protegidas por el bosque mesófilo.
fue variando el cortejo de especies asociadas a estos medios litorales y marismeños: mientras
hace 20.000 años y en periodos más fríos como toda la serie de los Dryas, es muy posible que
anidaran y criaran cisnes, gansos de diferentes especies, ánades, etc., las épocas más cálidas
como el Bölling, Alleröd y todos los periodos posteriores al 10.000, registrarían, en cambio,
la cría de otros ánades más meridionales, de correlimos, chorlitos, chorlitejos, garzas, zarapi-
tos, etc.
Como se ha señalado a propósito de la vegetación, hace unos 9.800 años se dan una serie
de cambios notables, tanto desde el punto de vista cultural, como ambiental. En definitiva,
finaliza el tardiglaciar, con periodos más o menos recurrentes de frío, y comienza a avistarse
un cambio gradual pero ya imparable hacia las condiciones templadas que ahora imperan. Es
en pleno Preboreal cuando se da un claro atemperamiento gradual con unas condiciones de
temperaturas y humedad muy parecidas a las actuales y con una reducción clara de las comu-
nidades florísticas propias de áreas de tundra y taiga y con la extensión del Quercetum mixto.
El mencionado cambio climático también pudo afectar, en positivo, al hombre.
A diferencia de las otras especies humanas citadas en el continente europeo, la especie
Homo sapiens, se caracteriza por unos contactos mucho más intensos entre los diferentes cla-
nes, por un enorme intercambio de técnicas herramientas, incluso genes y personas, de
manera que las modificaciones tecnológicas llegan con mayor velocidad a todos los territo-
rios. De hecho, se suceden, sin solución de continuidad y en muy pocos años, en comparación
con los ritmos observados hasta ahora, culturas como el Magdaleniense, el Aziliense y, por
fin, el Mesolítico o Asturiense.
El ser humano, durante el Mesolítico y el Epipaleolítico, dentro del área de investigación,
comienza a utilizar una serie de herramientas y técnicas que van a influir mucho más sobre la
fauna existente en esos momentos. El gran avance consiste, sobre todo, en inventar armas que
puedan arrojarse. En este sentido, cabe destacar la presencia del arco y las flechas, así como
un utillaje lítico muy variado y tremendamente perfeccionado. Sin embargo, no se modifico,
prácticamente nada, su nicho ecológico. El hombre sigue dependiendo de la caza, la pesca y,
en menor medida, la recolección o el carroñeo, como lo hacía anteriormente. Tendrá que
esperar hasta el Neolítico, hace 7.000 años, para cambiar profundamente sus fuentes tróficas.
En todo caso, dentro de los restos encontrados y datados durante esta fecha cabe destacar la
presencia de ciervo (Cervus elaphus), jabalí (Sus scrofa), uro (Bos primigenius), cabra pire-
naica (Capra pyrenaica), rebeco o gamuza (Rupicapra rupicapra), corzo (Capreolus capre-
olus) y un équido catalogado como Equus ferus caballus. Al respecto, reseñaremos que las
representaciones encontradas en las cuevas, tanto para el Solutrense como para el Magdale-
niense y Aziliense, por lo tanto, también dentro del Mesolítico, son muy parecidas, por su
robustez, su pequeña alzada y su fisionomía general, a los escasos caballos salvajes que toda-
vía quedan como tal en diversas zonas de Mongolia, catalogados como Equus przewalskii.
Como se observa, faltan ya especies asociadas a un clima más frío como el reno, el buey
almizclero, la liebre ártica, el gran megacero, el bisonte, etc.
Por otra parte, hay que reconocer una mayor especialización en el espectro de presas. Se
centra en especies abundantes y, a la vez, con un aporte en carne importante, de cara a com-
pletar los requerimientos tróficos del clan o familia. Cabe destacar la gran presencia del
ciervo, el corzo y el jabalí. Junto a ellas siguen existiendo representaciones y restos de dos
especies que todavía existirían en esta área pero cuyas poblaciones quedarían más reducidas
y, sobre todo, acantonadas en los lugares más inaccesibles, altos y rocosos. Son los casos de
la cabra pirenaica y el rebeco. Aunque son especies que fueron perdiendo peso y efectivos
poblacionales, todavía mantenían una importancia capital para las sociedades cazadoras.
Otra presa que comienza a ser abundante es el conejo (Oryctolagus cuniculus). Aparecen
restos de este lagomorfo, al igual que de la liebre europea (Lepus europaeus). El propio ser
humano comienza a apresar con cierta recurrencia al conejo cuyos efectivos se van haciendo
cada vez más numerosos. Esto tiene varias lecturas, como que el progreso del mismo indica
un atemperamiento claro de las condiciones climáticas y que, además, esta abundancia ase-
guraba la presencia de otras especies de predadores con cierta importancia en la actualidad.
Es fácil pensar en buenas poblaciones de lobo, zorro, gato montés y, sobre todo, lince —pro-
bablemente el ibérico (Lynx pardina) y no el boreal—. Esto reforzaría la idea de la migración
de las especies con carácter más frío hacia el norte con el atemperamiento de las condiciones
climáticas.
Por su parte, el paisaje ha cambiado radicalmente y, si ya han sido citadas especies con
cierto carácter forestal o semiforestal, la extensión de los robledales y de los encinares trae-
ría consigo la expansión, a la misma vez, de especies que, aunque no exista constancia arque-
ológica, seguro que vieron aumentar sus zonas de extensión por estos pagos, así como sus
efectivos poblacionales. En este caso se podrían situar mamíferos como el corzo, el ciervo, el
jabalí, pero también otros como el lirón careto (Elyomis quercinus), lirón gris (Glis glis),
ardilla común (Sciurus vulgaris), topillo rojo (Clethrionomys glareolus), tejón (Meles meles),
garduña (Martes foina), etc. En lo que respecta a aves, citemos al cárabo común (Strix aluco),
búho chico (Asio otus), gran duque (Bubo bubo), etc. También aparecerían y se extenderían
otras aves de presa diurnas con este mismo carácter como el azor (Accipiter gentilis), gavilán
(Accipiter nisus), busardo ratonero (Buteo buteo), etc. Junto a ellas otras especies menores
como el arrendajo (Garrulus glandarius), muy apegado, como su propio nombre indica, a las
masas de quercíneas, paloma torcaz (Columba palumbus), zurita (Columba oenas), todos los
pícidos y páridos de zonas templadas, etc.
A finales del Epipaleolítico, hace 7.000 años, las condiciones climáticas han mejorado
ostensiblemente. Nos situamos dentro del periodo Atlántico. Precisamente sobre estas fechas
se atestigua en la zona de estudio la siguiente gran revolución cultural: el Neolítico. Este se
va a caracterizar por importantes cambios en la forma de vida de los hombres. Para empezar,
provenientes del oriente, llegan hasta estas áreas especies, tanto vegetales como animales,
domesticadas. En lo que respecta a los animales, lo cierto es que la domesticación se pudo dar
de diferentes maneras (Bernis, 2.001), a través del comensalismo o aprovechamiento y acer-
camiento hacía los restos que dejaba el ser humano y hacia sus moradas; este parece ser el
caso del perro y el gato, o bien a partir del apresamiento, fundamentalmente de ejemplares
jóvenes. Este último parece ser el caso de especies como la oveja, la vaca-toro, el caballo,
burro, la cabra, etc.
El Neolítico va a comenzar con sociedades o grupos más grandes que los vistos hasta
ahora y con una forma de vida ganadera. En este sentido, hay que destacar que la modifica-
ción del área de estudio por parte de estos grupos comenzó a ser importante, tanto en las
zonas superiores, como en las cotas inferiores, por encima de la zona palustre. En medio
queda un área donde existe un bosque mixto muy similar al que conocemos ahora y, en las
zonas más desfavorables, con escasa cobertura edáfica, se desarrollaría, como se ha señalado,
el impenetrable encinar cantábrico de Quercus ilex. Los castros y asentamientos de esta época
están situados en zonas elevadas. Hay que destacar que, a partir de estos momentos, aunque
existe cierta sedentarización, también existe un importante ajetreo con diferentes grupos étni-
cos venidos desde otros territorios. Los asentamientos en altitud cuentan con un carácter
defensivo claro. Sin embargo, es bastante posible que en los fondos de valle existieran
núcleos que, con el paso del tiempo y la presión de las propias actividades antrópicas, hayan
desaparecido o pasado desapercibidos.
En todo caso, es importante señalar que el proceso de sedentarización, domesticación de
ciertas especies y cultivo de ciertos espacios, es decir, el Neolítico, fue bastante gradual y
extenso en el tiempo. Los cambios no acontecieron de una manera drástica sino que este
mismo proceso global sigue desarrollándose dentro del Eneolítico y las diferentes edades de
los metales. Sin embargo, en estos momentos iniciales existe todavía un peso preponderante
de las actividades cinegéticas y de la pesca y el marisqueo. Las primeras se centran en el
ciervo (Cervus elaphus), corzo (Capreolus capreolus) y jabalí (Sus scrofa). La existencia de
una relativa abundancia de estas tres especies puede aportar una idea bien clara del paisaje
durante estos tiempos. Existe un claro dominio de un bosque mixto dominado por el roble
carvallo (Quercus robur), seguramente un bosque no demasiado cerrado, con un estrato
arbustivo pobre, posiblemente aclarado por la propia actuación humana. La presencia del
ciervo, que es la especie más cazada, nos indica además la existencia de zonas aclaradas, con
vegetación herbácea, posiblemente seles (acotados pastoriles de forma circular y medidas
establecidas) o campos con buenos pastizales. La apertura de éstos indica la necesidad para
estas comunidades de una gran cantidad de madera para sus viviendas y estructuras defensi-
vas, a parte de ser el combustible y la materia energética por antonomasia, así como la nece-
sidad de crear pastos para una labor pastoril centrada en el ganado ovicaprino y bovino
(Ensunza et al., 1988).
En lo que respecta a la actividad de pesca y recogida de marisco, lo cierto es que durante
el Mesolítico y el Epipaleolítico, este filón trófico ya había sido importante y había dado
lugar a un gran aporte alimenticio. Durante el Neolítico estas mismas labores se intensifican
y los grupos humanos se valen de ella para hacerse con importantes cantidades de crustáceos
y moluscos, y también peces y aves (puestas, ejemplares inmaturos, aves adultas, etc.).
Es en estos momentos cuando la impronta antrópica comienza a ejercer una presión y
una influencia clara sobre la fauna en general. Para empezar, el cambio, ya importante en el
paisaje, va a hacer que algunas especies salgan favorecidas en mayor o menor medida. En
este sentido, hay que destacar que existen diferentes grados de antropofilia o afinidad hacia
el ser humano o sus actividades, dentro de los distintos grupos faunísticos. Los más benefi-
ciados por estos cambios y la actividad humana fueron aquellas especies más elásticas,
capaces de adaptarse a unas condiciones y unos cambios con ritmos cada vez más acelera-
dos. En este sentido, existen animales totalmente dependientes del ser humano que hasta
entonces habían pasado bastante desapercibidas, o con poblaciones y extensiones más redu-
cidas y que ahora encuentran su oportunidad. Las especies más puramente antropófilas son:
el gorrión común (Passer domesticus), ratón doméstico (Mus musculus), paloma (Columba
sp.), etc. Es decir, aquellos animales que ven una oportunidad inmejorable al lado de una
especie que aporta una cantidad ingente de recursos tróficos y, a la vez, un gran área de dis-
persión.
La apertura de los pastizales necesarios hizo que se fueran resintiendo las especies más
puramente forestales. Sin embargo, hay que pensar que, hasta la romanización, el espacio
ocupado por este bosque mixto sería bastante extenso. De todas formas, esta modificación del
paisaje con zonas de pastos, posteriormente campos de cultivo y huertas, hizo que existiera
una mayor diversidad de ambientes y, por lo tanto, el ser humano se configuró como el
garante sobre el territorio de una mayor biodiversidad. Al respecto, hay que reseñar que este
espacio se comenzó a enriquecer con grupos enteros como los micrótinos, lagomorfos, mus-
télidos, alaúdidos, fringílidos, emberícidos, túrdidos, córvidos y otros grupos de aves como
las rapaces diurnas y nocturnas.
Un caso especial en esos momentos es la perdiz pardilla (Perdix perdix), una gallinácea
que hoy en día aparece acantonada en las zonas montañosas, concretamente dentro del piso
subalpino y con poblaciones en una dinámica negativa clara. Sin embargo, hasta hace un
siglo los pastizales de montaña media creados por la actividad ganadera extensiva han man-
tenido a esta especie.
La zona marismal y costera, sin embargo, apenas sería modificada. La presión poblacio-
nal todavía no es alta y estos terrenos se consideran como bastante desfavorables para su uti-
lización bajo cualquier forma que no sea el marisqueo o la pesca. Atendiendo a esto, podemos
imaginar que el cortejo de especies sería, en estos ambientes, ciertamente elevado. Grupos
enteros de limícolas, ardeidos, somormujos y zampullines, cicónidos, anseriformes, anátidas
en general, rallídidos, gruídidos, etc. formarían bandos realmente espectaculares y utilizarían
estos espacios durante todo el año y para labores tan distintas como invernar, reproducirse,
criar a sus pollos, alimentarse, pasar temporadas de descanso, etc.
Durante el bronce y el hierro siguen dándose fenómenos de introducción de especies ani-
males y vegetales. Un ejemplo de ello ocurre entre el 3.300 y el 2.800 BP, cuando, de la mano
de los grupos celtas, se introduce el cerdo. Sin embargo, durante la edad de los metales, aun-
que cada vez es mayor el peso de la ganadería, todavía es importante la labor cinegética. En
este sentido, en los asentamientos y castros encontrados y datados, hay grandes cantidades de
restos de Cervus elaphus y, en menor medida Bos primigenius. Por lo tanto, el ciervo y el uro
seguían siendo una base trófica muy importante. Otra cosa le acontece a tres especies con
mucha importancia hasta la fecha pero cuyos restos comienzan a escasear de forma notable;
la cabra pirenaica, el rebeco y el caballo. Estos tres mamíferos han sufrido un retroceso desde
el Dryas III y se verán todavía más reducidas durante el subboreal y el subatlántico.
El último periodo cultural tratado en este artículo comenzaría, dentro del área de estudio,
hace unos 2.100 a 2.000 años. También supondría una gran revolución, no tanto para el pai-
saje, que también, sino para la propia economía y las sociedades asentadas sobre el territorio.
La ocupación romana cambia diversos aspectos. Por una parte, refuerzan, ya de forma clara,
la agricultura de tipo mediterráneo: cereales como el trigo y la cebada, vid. De esta manera,
las sociedades hasta ahora sobre todo pastoriles, comienzan a diversificarse. Esto requiere
campos de cultivo con buenas condiciones y, por ello, se puede pensar en una presión sobre
los fondos de valle, con pendientes más ligeras o reducidas, con mejores y más profundos
suelos y con condiciones de buen drenaje. A su vez, esta labor agrícola empujaría a una
mayor presión sobre las zonas altas puesto que los pastizales de las partes bajas fueron siendo
sustituidos, al menos en parte, por campos de labor, y las labores puramente pastoriles se tras-
ladarían a los pastos frescos de las zonas más elevadas.
Hay que reconocer también la influencia de una sociedad comercial como la romana. En
este sentido, cada vez son mayores y más extensos los hallazgos arqueológicos datados en
este periodo que hablan de verdaderas infraestructuras portuarias. Roma, la metrópoli es una
verdadera urbe que consume y demanda una gran cantidad de materias primas. Entre estas,
además de los metales más o menos preciosos y de la ingente cantidad de esclavos, cabe des-
tacar la madera. La zona de estudio pudo ser testigo de la primera gran deforestación para
extracción de madera, no sólo como combustible, sino para la construcción naval, la multi-
plicación de los asentamientos humanos en los fondos de valle, la generación de infraestruc-
turas portuarias y de comunicaciones y la generación de nuevas áreas de cultivo.
Todo esto va a dar lugar a que el proceso incipiente apuntado para la edad de los metales
siga acelerándose y multiplicándose. En efecto, las especies puramente forestales seguirán
retrocediendo, frente a aquellas con mayor poder de adaptación a las nuevas características
del medio y al paisaje antrópico o cultural generado.
V. RECAPITULACIÓN Y CONCLUSIONES
* 10.000-8.800/Preboreal/Aziliense:
— Atemperamiento del clima: temperatura y humedad similares a las actuales.
— Avance y progresivo asentamiento del bosque caducifolio mixto o Quercetum mix-
tum, con robles, avellanos, hayas, abedules... Aparece ya el bosque de ribera con ali-
sos y sauces. Los pinos son raros. Se detectan algunos matorrales de ericáceas y gra-
míneas.
— En cuanto al hombre, se da el inicio del poblamiento estable y, a la vez, se amplía
el radio de acción de los contactos e intercambio con ámbitos culturales más aleja-
dos.
* 8.800-7.500/Boreal/Mesolítico:
— Desaparición de los animales que predominaban en el final del Würm, que han emi-
grado a latitudes-altitudes más altas. Se documentan ciervo, jabalí, uro, cabra pire-
naica, rebeco, corzo, caballo... Y, entre las presas de menor tamaño, resultan
abundantes los lagomorfos: conejo, liebre europea, lo que refuerza la idea del atem-
peramiento climático gradual y favorece el aumento de carnívoros como el lobo,
zorro, lince, al parecer ibérico, y gato montés.
— Retirada definitiva del abedular-pinar y de las tundras alpinas, coincidiendo con la
expansión del bosque de frondosas.
— Culturalmente, aparecen las armas arrojadizas: arco, flechas... con utillaje lítico
variado y especializado.
* 7.500-5.000/Atlántico-Óptimo Climático/Epipaleolítico-Neolítico:
— Máximo forestal con predominio del bosque mixto de quercíneas o Quercetum mix-
tum, dominado por los robles pero con presencia de otras frondosas, como tilos, alisos,
avellanos, olmos y algún pino. El haya sigue apareciendo en los yacimientos. La pre-
sencia de la encina y otros taxones más o menos esclerófilos es testimonial, incluso en
lugares donde domina en la actualidad. A partir del Neolítico se inicia una merma
brusca de los bosques por intervención humana. Al parecer, las zonas bajas inunda-
bles, marismas, pantanos..., no sufren, todavía, gran alteración.
— Coincide con las primeras evidencias agro-ganaderas en Urdaibai (hacia el VII mile-
nio). Mayor densidad demográfica impulsada por la seguridad que proporciona el
mayor control de los medios de producción. No obstante, la neolitización y consi-
guiente sedentarización de la población es gradual y extensa en el tiempo. La mayor
parte de los poblados encontrados, tipo castro, se ubican en zonas altas. No se aban-
donan —incluso parecen intensificarse— ciertas prácticas de recolección, como la
pesca o el marisqueo. Significativo impacto antrópico que, curiosamente, puede que
sirviese para incrementar la biodiversidad o, al menos, para diversificar los ambien-
tes, dando así cabida a una mayor variedad de especies, sobre todo, de tipo domés-
tico.
A la vista de lo anterior, podemos concluir que desde el Holoceno los cambios más signi-
ficativos en el paisaje vegetal, cuya potencialidad es en muchos casos cercana a la actual, res-
ponden más a la intervención humana que a la propia dinámica natural, aunque, lógicamente,
ésta empuja hacia una paulatina mengua de los efectivos ligados a climas pretéritos más
fríos. La deforestación, ya iniciada en el Neolítico de forma gradual, parece agravarse con la
romanización y su apuesta por la agricultura tradicional mediterránea y el comercio. A los
usos tradicionales de la madera y la leña (combustible, material de construcción, herramien-
tas), se suman nuevas necesidades (construcción naval, exportación, carboneo...) que inciden
en dicha dirección. Este estado de cosas, en las cuales el paisaje vegetal es cada vez más un
paisaje deforestado, desarbolado, pervivirá, acusándose, hasta finales del Antiguo Régimen e
incluso cabría decir que hasta principios del siglo XX. Algo que resta por dilucidar en su justa
medida y cuyo esclarecimiento irá en paralelo al desarrollo de la Biogeografía y la Arqueo-
logía Históricas en el País Vasco.
Paralelamente, se abren algunos enigmas o, mejor dicho, se refuerzan algunas teorías que
parecen contradecir las hipótesis que se manejaban hasta el momento. Es el caso de las que
hacen referencia a la encina y al haya.
Respecto a la primera especie, considerada de forma tópica como relíctica, los últimos
análisis parecen indicar que es muy probable que tanto ella como otras especies esclerófilas
hayan estado presente en los bosques de Urdaibai desde el Tardiglaciar, aunque como espe-
cies secundarias y aisladas, no en la forma de grandes masas que muestran en el presente.
Este aspecto actual parece responder a una dinámica que se inicio en fecha relativamente cer-
cana, probablemente desde el Neolítico o La Edad de Bronce, a causa de la deforestación y
consiguiente pérdida erosiva de suelo causada por el hombre. Se trataría, con gran probabili-
dad, no de un bosque relíctico ni de una comunidad potencial en su sentido prístino, sino más
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RESUMEN
Este artículo se plantea como una aproximación a la relación entre el patrimonio indus-
trial y la dimensión cultural del territorio a partir de la premisa de que el patrimonio indus-
trial es un fenómeno vinculado al problema de las ruinas industriales que generan los
procesos de reconversión productiva en las regiones de tradición industrial. En relación con
esto, se trata de mostrar la importancia que en la forja del concepto de patrimonio industrial
y su asimilación al patrimonio cultural y territorial han desempeñado determinados agentes
sociales y entes institucionales, y cómo los geógrafos han contribuido a que los vestigios
materiales de la industrialización se analicen y potencien en su contexto espacial, de modo
que lleguen a ser un elemento a considerar en la ordenación, la planificación y las estrategias
de desarrollo territorial en su triple condición de recurso, memoria del lugar y seña de iden-
tidad colectiva.
Palabras clave: Patrimonio industrial, cultura del territorio, geografía cultural, ruinas
industriales, memoria del lugar.
ABSTRACT
This paper is intended as an approach to the relationship between industrial heritage and
the cultural dimension of territory. We set out from the twofold premise that industrial
heritage is an immediate effect of the processes of reorganisation and restructuring of
traditional industrial sectors in the territories where industrialisation took place in its early
213
Paz Benito del Pozo
days, and that, therefore, it is part both of the question of industrial remains and of the
solutions to this question. We also try to show the importance of certain social agents and
institutions in the coinage of this concept and its assimilation to cultural and territorial
heritage. Geographers have contributed to analyse and develop material remains within their
spatial context, in order to take industrial heritage into consideration when it comes to ordering,
planning and drawing territorial development strategies, considering industrial heritage within
its threefold condition as resource, folk memory and symbol of collective identity.
Key words: Industrial heritage, local culture, cultural geography, industrial remains, folk
memory.
INTRODUCCIÓN
siendo imán de todo tipo de empresas y actividades productivas, hasta conformar el modelo
de ciudad fordista dominante hasta los años sesenta del siglo XX.
Un elemento fundamental de esas aglomeraciones urbanas y el paisaje resultante son el edi-
ficio industrial y los conjuntos fabriles, de arquitectura al principio utilitarista y descuidada en
lo estético pero que con el tiempo irá adquiriendo relevancia y despertando el interés de arqui-
tectos y urbanistas. Dicha arquitectura industrial se expresará mediante unas tipologías especí-
ficas, tanto para cada uno de los sectores productivos como para cada uno de los espacios
necesarios. Los edificios destinados a albergar la administración, las naves industriales, los
almacenes, las salas de motores y las chimeneas crearán un lenguaje nuevo y anticiparán mate-
riales y estructuras (Sobrino, 1991; Aguilar, 1998). Incluso las empresas importantes, mineras e
industriales, promoverán en el último tercio del siglo XIX y primeras décadas del XX conjun-
tos urbanísticos originales y autosuficientes, de fuerte impronta en el paisaje, derivados de la
ideología del paternalismo empresarial, que busca reunir en un espacio perfectamente acotado
todos los elementos del trabajo y la vida del obrero para un mayor y más eficaz control sobre
éste y su rendimiento laboral: fábrica o mina, casa del director, viviendas para obreros modelo,
iglesia, escuelas, economato y sanatorio (Sierra Álvarez, 1990; Castrillo, 2001).
Otro ejemplo de intervención política, a escala nacional en este caso, lo representan las
Zonas de Urgente Reindustrialización, un instrumento de promoción industrial aprobado por
el Gobierno español en el año 1985 con el fin de reactivar las economías regionales y recom-
poner el tejido productivo de los espacios más castigados por la crisis industrial: municipios
del Este y Sur de Madrid, Bahía de Cádiz, Área Central de Asturias, Nervión-Ría de Bilbao,
Barcelona, Ferrol y Vigo mediante acciones que contemplaban, en ciertos casos, la recupera-
ción de áreas industriales abandonadas con un nuevo uso: el de polígonos industriales orien-
tados a incrementar la oferta de suelo y, con ello, las oportunidades de nuevas inversiones.
Con resultados desiguales en unos espacios y otros, este instrumento no fue tan eficaz como
el PED debido a la combinación de varios factores: insuficiencia de los recursos aplicados,
falta de cooperación entre los agentes implicados en el proceso de reconversión y, quizá, un
mal entendimiento del problema (Pascual, 1993; Fernández García, 1997).
Los expertos, por su parte, enfocaron la cuestión de las ruinas industriales en los términos
siguientes: ¿es racional que la industria invada nuevos terrenos agrícolas y deje sin uso los
antiguos lugares abandonados?; ¿existe una lógica inexorable que conduce al despilfarro de
edificios y terrenos en vez de propiciar su reutilización?; ¿no es posible considerar los restos
de la industria como parte del patrimonio cultural y promover así su protección y conserva-
ción? En España la reacción es algo tardía aunque ofrece la ventaja de que procede de ámbi-
tos académicos y profesionales muy diversos, desde historiadores e historiadores del arte
hasta ingenieros y arquitectos. También desde la Geografía llegaron respuestas: así, Horacio
Capel (1996) sostiene que los edificios industriales del pasado pueden ofrecer valores arqui-
tectónicos que aconsejan su conservación y, a veces, su reutilización, y en apoyo de su argu-
mentación despliega un amplio repertorio de ejemplos europeos y españoles con especial
referencia a Barcelona. Por su parte, José Ortega Valcárcel (1998, 36-37) afirma que «los
territorios industriales que la reciente evolución tecnológica ha dejado sin uso constituyen el
patrimonio industrial y forman, por ello, parte del patrimonio cultural». Otros geógrafos han
demostrando interés por las oportunidades urbanísticas asociadas al aprovechamiento o reu-
tilización de los suelos industriales abandonados en grandes ciudades como Madrid (Pardo y
Olivera, 1992), o bien profundizando en la relación entre patrimonio industrial y desarrollo
local (Rodríguez, 1992; Troitiño, 1998), entre patrimonio cultural y ordenación del territorio
(Bielza de Ory y De Miguel, 1997), o en la aplicación de los vestigios industriales al desa-
rrollo territorial, lo que incluye la recuperación de paisajes amenazados por la destrucción de
sus elementos más singulares (Benito del Pozo, 1997; Fernández García, 1999).
A medida que se hicieron evidentes los efectos de la crisis y el declive industrial fue
madurando, pues, una sólida corriente de opinión y de pensamiento sensible con las ruinas
industriales, los problemas que acarrean y la necesidad de buscar soluciones que cristaliza en
la década de los 90 con propuestas de intervención fundadas en la idea no tanto de suprimir
como de proteger y conservar las estructuras, edificios y espacios industriales abandonados,
lo que parecía aconsejable por varias razones: por su condición de vestigios del pasado con
valor testimonial o elementos de la arqueología industrial; por tratarse de un recurso con
atractivos per se, susceptible de actuar como reclamo cultural y, por tanto, de convertirse en
puesta final de intervención: el Parque de las Colonias, un singular paisaje industrial conte-
nido entre los núcleos de Manresa y Berga para el que se propone una operación de regene-
ración económica, ecológica y social del sistema de colonias textiles del Bajo Berguedá
(Lista y Sabaté, 2001).
Según destaca Agnès Bardón en las páginas electrónicas de la revista Fuentes producida
por la UNESCO (2001), el interés de este organismo por el patrimonio industrial es muy
reciente, como lo prueba el hecho de que el primer sitio incluido en la Lista del Patrimonio
Mundial fue la mina de sal de Wieliczka, en Polonia, inscrita en el año 1978. Sin embargo
habrá que esperar a 1992 para que el Comité de Patrimonio establezca una verdadera política
de reconocimiento de los lugares industriales como sitios con reconocido valor patrimonial
universal. Y con todo, en la actualidad su situación sigue siendo, según Bardón, de margina-
lidad puesto que de un total de 690 sitios que contiene la Lista tan sólo 25 son industriales,
con el matiz de que algunos de los inscritos como patrimonio industrial lo están también en
función de otros criterios y se cita el caso de la Salina Real de Arc-et-Senans (Francia),
incluida por ser obra del arquitecto Claude Nicolas Ledoux.
Por otra parte, la UNESCO utiliza una definición más amplia de patrimonio industrial que
la admitida por los expertos, para quienes el patrimonio industrial lo constituyen las cons-
trucciones de la época que arranca con la revolución industrial, con las máquinas accionadas
por energía mecánica y no manual. La Organización distingue, por el contrario, cuatro tipos
de sitios: los lugares de producción, las minas, los medios de comunicación y sitios de inge-
niería arqueológica. Un repaso a la lista de la UNESCO evidencia que, en efecto, existe
cierta disparidad en los lugares, conjuntos o elementos considerados como patrimonio indus-
trial, aunque algunos no dejan dudas al respecto: la localidad minera de Ironbridge (1986), en
Reino Unido; la fábrica siderúrgica de Völklingen (1994), en Alemania o el poblado de
Crespi d’Adda (1995), en Italia representativo de la industria del papel. Con todo, este reco-
nocimiento de la UNESCO del patrimonial industrial como parte del patrimonio cultural y
territorial constituye uno de los mejores apoyos y garantía de supervivencia para lo que hasta
principios de los años sesenta era considerado de manera generalizada como chatarra o ruinas
inservibles.
En el marco de la Europa comunitaria la sensibilidad hacia el patrimonio industrial se
materializó a partir de 1983 con la entrada en vigor el programa Apoyo a proyectos piloto
comunitarios en materia de conservación del patrimonio arquitectónico, un instrumento
financiero destinado a la conservación del patrimonio europeo de bienes inmuebles. Aunque
importante, los resultados de este programa, operativo en el período 1986-1994, fueron insu-
ficientes desde la óptica de la protección y conservación del patrimonio cultural en general,
al fallar, sobre todo, los mecanismos de financiación (pocos proyectos subvencionados y
recursos escasos para los que recibieron ayuda) según se desprende del estudio de Carmen
Benito (1996). Empero, hay que destacar que de un total de 37 proyectos aprobados en el año
1991 quince estuvieron relacionados directamente con la conservación y rehabilitación de
edificios y conjuntos fabriles repartidos entre Francia, Gran Bretaña, Alemania, Bélgica, Gre-
cia, Dinamarca y España. En nuestro país las ayudas correspondieron al antiguo dique del
— Elementos aislados por su naturaleza o por la desaparición del resto de sus compo-
nentes pero que sean testimonio suficiente de una actividad industrial a la que ejem-
plifican.
— Conjuntos industriales en los que se conservan todos los componentes materiales y
funcionales, así como su articulación; es decir, constituyan una muestra coherente y
completa de una determinada actividad industrial.
— Paisajes industriales donde se conservan visibles en el territorio todos los componen-
tes esenciales de los procesos de producción de una o varias actividades industriales
relacionadas entre sí.
Este Plan incluye considera como patrimonio industrial las manifestaciones comprendi-
das entre la mitad del siglo XVIII, coincidiendo con los inicios de la mecanización, y el
momento en el que ésta empieza a ser sustituida total o parcialmente por sistemas en los que
interviene la automatización. En el mismo tienen cabida todas las manifestaciones arquitec-
tónicas o tecnológicas relacionadas con las actividades de producción y distribución, vivien-
das y equipamientos. A los restos muebles e inmuebles de la industrialización se suman las
fuentes documentales escritas, gráficas y orales (ibídem, 47).
Desde el punto de vista normativo la consideración del patrimonio industrial como un tes-
timonio material de la cultura es un fenómeno también reciente. En España el primer texto de
obligada referencia es la Ley de Patrimonio Histórico Español, 16/1985, de 25 de junio, que
según la tesis mantenida por Mª Rosario Alonso (2002) da entrada en el Derecho español a la
protección del patrimonio industrial, aunque éste no tenga en dicho texto una significación y
un tratamiento específico. Sin embargo, representa un avance significativo el hecho de que el
patrimonio histórico se amplíe desde su interés por razón del Arte, la Historia o la Arqueolo-
gía a toda expresión de la cultura material y testimonio de civilización.
Otra cosa es el marco normativo autonómico, donde el patrimonio industrial encuentra,
por fin, un tratamiento específico que llega a incluir la dimensión territorial. Ahora bien, no
todos los textos autonómicos son homogéneos en el enfoque del patrimonio industrial: algu-
nas leyes lo consideran parte del patrimonio arqueológico, caso de la Ley pionera de Castilla-
La Mancha 4/1990, de 30 de mayo; en otras está integrado en el patrimonio etnográfico, por
ejemplo en la Ley de Madrid 10/1998, de 9 de julio; un tercer grupo de textos se refiere al
patrimonio industrial como arqueológico y etnográfico al mismo tiempo, caso de la Ley de
Galicia 8/1995, de 30 de octubre. Más interesante es la Ley de Cantabria 11/1998, de 13 de
octubre, la cual introduce una nueva referencia a «los espacios industriales y mineros»; o la
Ley del Principado de Asturias 1/2001, de 6 de marzo, la más precisa y geográfica de todas,
donde se descarta cualquier confusión entre el patrimonio industrial y el arqueológico o el
etnográfico, tal y como se desprende de la siguiente definición: «integran el patrimonio his-
tórico-industrial de Asturias los bienes muebles e inmuebles que constituyen testimonios sig-
nificativos de la evolución de las actividades técnicas y productivas con una finalidad de
explotación industrial y de su influencia sobre el territorio y la sociedad» (Alonso, 2002,
119). En esta definición no hay duda de la dimensión geográfica del patrimonio industrial, un
elemento de la cultura y el territorio pero no un mero objeto museístico o monumento des-
contextualizado y estanco.
imagen, calidad y competitividad de la ciudad. Y dado que ésta tiene mucho que ganar con la
rehabilitación de los edificios industriales, tal y como lo entienden los promotores públicos y
privados, la tendencia actual es que las intervenciones no se dejen en manos de cualquiera
sino que se buscan urbanistas y arquitectos de prestigio para que diseñen y ejecuten los pro-
yectos. En esta línea encajan la recuperación de la antigua fábrica de harinas El Palero, cons-
truida a mediados del siglo XIX en la margen izquierda del Pisuerga, en Valladolid y
convertida en Museo de la Ciencia por Rafael Moneo; la transformación de la fábrica Fiat-
Lingotto de Turín en galería de arte por Renzo Piano; o los dos proyectos del arquitecto
Patrick Bouchain en Francia: uno localizado en Nantes, en una fábrica de la empresa LU
construida en 1885 y transformada en un eje cultural con el nombre de Le Lieu Unique; y otro
en Boulogne, sobre una fábrica de 1930 adaptada para servir de sede central a la empresa
Thomson Multimedia, ambos proyectos ideados bajo la premisa de que las antiguas fábricas
y sus lugares no olviden lo que fueron.
Otro tipo de intervención muy extendida es aquella que destina las fábricas abandona-
das a modernos centros de empresa. En Asturias existen dos ejemplos de iniciativa pública:
una decimonónica fábrica de curtidos convertida en el Centro Municipal de Empresas La
Curtidora, en Avilés, y el Centro de Empresas Cristasa, que ocupa el edificio de una anti-
gua fábrica de cristal en el barrio gijonés de La Calzada. En Mallorca una experiencia
reciente cambia fábricas ruinosas por centros de nueva economía, siguiendo una pauta
consolidada en otros países europeos: se trata de dos grandes fábricas de calzado, Can
Pellers y Can Ferrer, situadas en el centro histórico de Binissalem, rehabilitadas con cri-
terios que respetan los materiales originales de piedra y loza a la vez que introducen una
cierta adaptación (techos nuevos, derribo de muros interiores…) para destinar los edificios
a albergue de empresas de Internet, servicios avanzados, teletrabajo o departamentos de
telecomunicaciones. La idea central de esta intervención fue colocar una network service
center en un bello contenedor histórico y en entornos tranquilos y urbanos clásicos (Ciber-
país, 5/10/00).
La recuperación del patrimonio industrial como parte de una operación urbanística de
gran impacto tienen como referente más actual y polémico la iniciativa austriaca de transfor-
mar, de la mano de los arquitectos J. Nouvel, C. Himmelblau, M. Vehdorn y W. Holzbauer,
los centenarios gasómetros de Viena en un espectacular conjunto de viviendas. Construidos
en 1899 y en funcionamiento hasta 1986, los cuatro depósitos de gas más grandes de Europa
fueron declarados después de su clausura patrimonio histórico, pero se quedaron sin uso. En
1995 el Ayuntamiento decidió poner en valor los monumentos mediante su transformación en
un conglomerado de viviendas a precios asequibles. La enorme dimensión de los depósitos
dio para 600 viviendas y también para oficinas, una residencia de estudiantes, una guardería,
un archivo regional, salas de espectáculos y un centro comercial, entre otros equipamientos
urbanos. Esta actuación, además de revalorizar unas estructuras legadas por el pasado está
teniendo importantes repercusiones en el antiguo barrio industrial de Simmering: su accesi-
bilidad a mejorado gracias a la conexión directa con una de las autopistas de circunvalación
de la ciudad, el metro ha alargado hasta él sus líneas y alrededor de los gasómetros están sur-
giendo centros de ocio, comercio y oficinas; y lo que es más importante, en lugar de tener 28
habitantes por hectárea la zona pasará en breve a contar con 200, lo que de paso servirá de
acicate a la innovación cultural. En suma, se ha creado una miniciudad (García-Pola, 2002).
5. CONCLUSIONES
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RESUMEN
Palabras clave: Geografía Económica, giro cultural, desarrollo local, cultural loca, inno-
vación, cultura técnica, cultura empresarial.
ABSTRACT
Economic Geography faces the necessity to integrate a «cultural turn» avoiding the poten-
tial danger of a weakening of its theoretical bases and its applicability potential. This paper
offers a possible integration way of the cultural factors taking into account their role in local
development and local innovation processes. Furthermore, we discuss the role of local culture
in the generation of trust and the transmission of information and knowledge; likewise, we
analyse specifically the role played by the technical culture and the entrepreneurial culture,
considered as qualified aspects of the local culture.
229
Juan Miguel Albertos Puebla
Key words: Economic Geography, cultural turn, local development, innovation, technical
culture, entrepreneurial culture.
«La espacialidad puede ser restaurada por medio de una aproximación realista
que se concentre en lo concreto más bien que en el análisis abstracto, y la región
puede ser restaurada mediante algunas aproximaciones al desarrollo desigual»
(Glick, 1994, 35)
Así concebido, este giro cultural ha merecido criticas como la de Sayer (1994), quien
considera que supone un alejamiento respecto a lo que debe ser el principal objeto de interés
de la Geografía Económica: las cuestiones más puramente económicas de producción, distri-
bución y consumo. En un reciente artículo de título provocador, Rodríquez Pose (2001) se
manifiesta en un sentido parecido. Según este autor el giro cultural habría contribuido a
expandir los limites de la disciplina; sin embargo, persistiría un déficit de verificación empí-
rica, al tiempo que una excesiva profundización en el giro cultural podría producir un empo-
brecimiento de los análisis tanto empíricos como teóricos, y el aislamiento de la Geografía
Económica respecto al resto de ciencias sociales.
Utilizando la metáfora empleada por Rodríguez Pose parecería que el reto en estos
momentos está en cómo integrar el giro cultural en el corpus teórico y empírico de la Geo-
grafía Económica, sin que la disciplina muera de una sobredosis de culturalismo, posmoder-
nismo o excepcionalismo local. Es esta la idea que guía este artículo. Para ello centraremos
esta exposición en el papel que los factores culturales pueden tener en la promoción local de
la innovación, que es considerada como el elemento explicativo central de la dinámica
seguida por las regiones ganadoras. El nexo entre cultura e innovación se establece a través
de los procesos de aprendizaje colectivo, en la medida en que la cultura local determina la
forma en que el nuevo conocimiento es generado, compartido o transmitido. En la nueva eco-
nomía de la información el aprendizaje es probablemente el proceso social más importante y
el conocimiento se convierte en el recurso clave. Por eso, para entender la dinámica del cre-
cimiento basado en la innovación, es preciso prestar una mayor atención a los factores del
medio local que condicionan el aprendizaje y la gestión del conocimiento: esto es, la cultura
(Mariussen, 2001).
La cultura como sector hace referencia a todas aquellas partes de la vida social y econó-
mica que tienen que ver con la dimensión estética de la existencia: instituciones culturales
públicas, o sectores comerciales basados en actividades culturales. Este es el concepto que
frecuentemente ha utilizado la ciencia económica cuando se ha aproximado al hecho cultural,
para determinar su contribución al PIB, o para realizar valoraciones del patrimonio, o análi-
sis coste-beneficio de actividades o políticas culturales específicas.
La segunda forma de abordar el concepto de cultura, —la cultura como aspecto— tiene
una mayor relevancia desde el punto de vista del desarrollo local. Aquí la cultura impregna
todas las facetas de la actividad y el comportamiento humano, y comprende todo aquello que
un determinado grupo humano percibe como propio y específico, incluyendo valores, ideas y
normas de comportamiento. En este segundo sentido, se utiliza la palabra cultura para…
Edward Malecki ofrece una definición similar, con una alusión más directa a su papel en
los procesos de innovación:
• la eficacia económica: los valores culturales propios puedan favorecer una toma de
decisiones más eficaz, una innovación más rápida, y mejores adaptaciones a un
entorno cambiante
• la equidad: la cultura local puede incluir principios morales de solidaridad y de inte-
rés por los demás
• los objetivos económicos: los valores culturales determinan cuales son los deseos de la
población y, por tanto, establecen cuales son los criterios para juzgar el grado de fra-
caso o éxito económico de una sociedad.
Esta introducción de los factores culturales en los estudios económicos ha venido, sobre
todo, de la mano de la economía del desarrollo. Así, en la actualidad, los programas y los pro-
yectos específicos de desarrollo promovidos desde las organizaciones internacionales, tien-
den a integrar y proteger los valores locales, adaptando sus actuaciones a las tradiciones e
instituciones propias de cada territorio, para permitir a la comunidad local participar, hacer
valer su conocimiento y experiencia, y mejorar su autoestima.
En resumen, a la hora de valorar el papel de cultura en el desarrollo regional se abren dos
vías complementarias:
1. En primer lugar, la propia existencia de una cultural local fuertemente asentada, que
genera una elevada autoestima, y que contribuye a vertebrar la sociedad local, puede
ser considerada como un elemento que favorece, per se, el desarrollo local. Y ello, sin
entrar a considerar si su orientación específica puede considerarse más o menos pro-
clive a la innovación, la modernización, y el cambio.
2. Sin embargo, resulta obligado referirse a la orientación concreta de los valores, las
normas de comportamiento y las ideas dominantes en cada caso, para estimar su papel
en los procesos de innovación y modernización. Este es, sin embargo, un elemento de
compleja valoración:
• Implica, en primer lugar, emitir juicios según los cuales unas culturas son «mejo-
res» que otras a la hora de promover la prosperidad y el desarrollo. Las actuales
tendencias sociales y académicas de respeto al multiculturalismo, la preeminencia
del pensamiento posmoderno y, en suma, el imperativo de lo «políticamente
correcto», generan una fuerte resistencia a formular y admitir juicios de este tipo.
Y ello a pesar de que esta línea de análisis cuenta con algunas aportaciones clási-
cas, aunque fuertemente discutidas: p. ej. Max Weber, 1904, La ética protestante y
el espíritu del capitalismo.
• Por otra parte, este tipo de valoraciones encuentra problemas en la medida en que
las sociedades regionales que han tenido éxito y han prosperado tienden a legiti-
marse a posteriori, en función de unas pretendidas, y más o menos míticas, carac-
terísticas específicas que, de alguna forma, auguraban o determinaban su éxito
final.
Según Storper (1998), la comprensión del desarrollo local pasa necesariamente por tratar
de forma conjunta tres diferentes dimensiones de la realidad:
Estos tres elementos componen la triada básica del paradigma heterodoxo del desarrollo
local. Sobre ellos construyen las regiones su capacidad de aprendizaje, el principal factor que
explica el éxito de las economías regionales en un entorno global cambiante y marcado por
una creciente competitividad. Este nuevo entorno global ha merecido durante las últimas
décadas diferentes etiquetas, según se centre el análisis en unos u otros elementos: sociedad
postindustrial (Bell), sociedad postmaterialsta (Inglehart), postfordismo (teoría de la regula-
ción: Boyer, Aglietta, Lipietz), sociedad de la información (Castells), o más recientemente,
economía del aprendizaje (Lundvall, Storper).
Cada uno de los componentes de la «triada» del desarrollo local puede ser analizado
desde la perspectiva de su contribución a la presencia y continua regeneración de los activos
y las capacidades que permiten una actividad innovadora sostenida en el tiempo. A su vez, los
factores culturales condicionan la forma en que cada uno de estos aspectos contribuye al
desarrollo y la innovación.
1. Tecnología
2. Organizaciones
En las últimas décadas las empresas y los sistemas de producción tienden a integrarse y
organizarse siguiendo estructuras en red. Así, desde finales de los años 80 se ha producido
cierto renacimiento de la geografía de la empresa a través del análisis de las redes de relacio-
nes interempresariales, que afectan a elementos claves del comportamiento empresarial como
la subcontratación, la colaboración comercial y tecnológica o los procesos de aprendizaje
conjunto (Illeris y Jakobsen, 1990; Camagni, 1991). La naturaleza de las relaciones que se
establecen entre las empresas integrantes de una red varía entre dos extremos, según estén
determinadas por criterios de mercado o por criterios de jerarquía. Cada caso específico es el
resultado de un equilibrio que minimiza los costes totales de funcionamiento, distribuidos
entre:
«…la cuestión es cómo se las arreglan los agentes para implicarse en formas de
acción colectiva coordinadas y exitosas» (Storper, 1998, 24)
«—en el primero, los contactos personales, el conocimiento del otro y la reputación son
la base de la relación
— en muchos otros casos, sin embargo, las transacciones no son tan idiosincráticas; tie-
nen dimensiones que pueden ser reproducidas o imitadas por otros agentes (…)
cuando poseen facultades que les permiten asimilar, interpretar y utilizar la informa-
ción en un sentido consistente con la otra parte que participa en la transacción. Dichas
facultades son, fundamentalmente, convenciones, que coordinan a estos agentes pro-
ductivos. Las convenciones pueden definirse de forma que incluyan, como determina-
das, expectativas mutuamente coherentes, rutinas y prácticas» (Storper, 1999, 25)
Las convenciones, tal y como son aquí consideradas, son elementos culturales, que inclu-
yen entre otras cosas:
• las reglas no escritas que determinan la relación entre empleados y empleadores y, por
tanto, regulan el mercado de trabajo,
• la función social del empresario, su legitimación, y su propensión a invertir y moder-
nizar la empresa,
• las formas de organización de la empresa o de las relaciones entre empresas (de carác-
ter más o menos jerárquico o participativo) que se consideran óptimas,
• los hábitos y propensiones tecnológicas en especial en relación a las resistencias al
cambio y la aversión al riesgo de los diferentes agentes, o
• las ideas dominantes sobre el nivel de calidad que se considera adecuado
3. Territorios
«La distancia es una formidable barrera psicológica. Se observa que las redes que
crean competencia empresarial y prosperidad se asientan dentro de un radio definido,
que ha sido descrito en alguna ocasión como el radio de información y contacto
potencial de media hora» (Sweeney, 1991, 367)
una tarea de planificación a largo plazo, todo lo cual resulta incompatible con la gestión de
entornos de innovación altamente cambiantes. Algunos autores mantienen, incluso, que el
desarrollo económico se genera a escala local, en el área natural de captación de la comuni-
cación persona a persona (Sweeney, 1991, 368). Así, la proximidad física y de los contactos
cara a cara cobran una renovada importancia (Leung, 1993). La necesidad de minimizar los
costes de interacción, de reducir el tiempo de respuesta frente a cambios en el mercado, y de
acelerar el ritmo de innovación en productos y procesos, estarían en el origen de este interés
renovado. Allí donde existe un conocimiento personal del otro, de su trayectoria y de sus
capacidades, el contacto cara a cara sirve para refrendarlo. Sin embargo, restringir los con-
tactos a aquellos agentes de los que se tiene un conocimiento personal supondría, probable-
mente un empobrecimiento y una reducción de las relaciones externas. Es aquí donde las
convenciones culturales juegan un papel central, al permitir «conocer» al otro y «prever» su
comportamiento sin necesidad de un conocimiento personal previo. Por eso, la proximidad
física es importante, pero no es una condición suficiente. Deben existir también elementos
sociales, culturales e institucionales que reduzcan la distancia psicológica y la aversión al
riesgo que los empresarios individuales deben salvar para integrarse en redes externas de
relaciones, con lo que ello supone de pérdida de soberanía individual y de limitación de su
capacidad para controlar la totalidad del proceso productivo.
Todo ello lleva a reconsiderar el papel de la aglomeración en la generación de las econo-
mías externas regionales. Éstas no pueden ser ya consideradas sólo como el fruto de la exis-
tencia de infraestructuras o factores de producción indivisibles. Al contrario, la ventaja
competitiva de la aglomeración debe buscarse en la posibilidad de establecer relaciones de una
cualidad especial, basadas en convenciones e instituciones locales —y por tanto intransferibles
a otros ámbitos—, que permiten al sistema productivo local ser más flexible, innovador y efi-
ciente. Las regiones deberían desde este punto de vista considerarse como un cúmulo de acti-
vos relacionales no transferibles, y no como meros stocks de capital físico o humano.
Según todo lo anterior, la cultura local, en tanto que conjunto de valores e identidad com-
partida por una determinada comunidad, juega un importante papel en la constitución y el fun-
cionamiento de redes sociales y empresariales de cooperación en las que circule información
relevante. Una cultura compartida, al crear confianza entre los agentes participantes, permite
adecuado para la innovación. Y ello, incluso sin entrar a valorar su orientación particular, es
decir, si el sistema de valores, recompensas o comportamientos determinados e inducidos por
la cultura local sea más o menos proclive a favorecer la innovación, el cambio o la moderni-
zación.
Sin embargo, considerar a la cultura compartida como un elemento importante, o incluso
necesario, para la construcción de un medio innovador, no implica que éste sea un elemento
suficiente para generarlo. La cultura es un marco de referencia para definir qué es posible
hacer en el desarrollo local, al tiempo que incorpora un cierto potencial de creatividad (Spi-
lling, 1991). Pero, para reforzar los comportamientos innovadores, la cultura debe tener una
orientación determinada, al tiempo que se precisa la conjunción de otros elementos.
1. La cultura técnica
Para que la cultura local desarrolle todo su verdadero potencial de apoyo a la innovación
debe desarrollar una cultura técnica. La cultura técnica es:
«…una parte del stock de conocimientos de una región o localidad, que tendrá
una relevancia creciente a medida que la economía industrial se fusione con la eco-
nomía de la información (Sweeney, 1987, 31).
Si bien las tendencias dominantes en el sistema educativo durante los últimos tiempos
han contribuido al empobrecimiento de la cultura técnica en muchas regiones, es también a
través de una transformación del sistema educativo cómo es posible invertir estas tenden-
cias. El sistema educativo es así uno de los principales instrumentos en manos de los pode-
res públicos para introducir y reproducir la cultura técnica en la sociedad regional. De
hecho, en Europa, aquellas regiones y países que poseen un sistema educativo más volcado
hacia la formación profesional y la cualificación de la mano de obra industrial (Alemania,
Suecia, Dinamarca, determinadas regiones de la Tercera Italia…), son también las que han
mostrado mayor capacidad innovadora y han alcanzado una mayor prosperidad en las últi-
mas décadas.
Más aún, las cualificaciones múltiples que el sistema educativo debería aportar, no se res-
tringen a un compendio de cuestiones técnicas y humanísticas. También deberían incluir cua-
lificaciones sociales, esto es, pautas de comportamiento, que pueden reforzar aspectos de la
cultura local (Sweeney, 2001):
2. La cultura empresarial
«Las actuaciones que lleva a cabo el empresario, gran parte de las veces están
condicionadas por aspectos relativamente técnicos y/o económico-financieros. Sin
embargo, otra serie de veces estas actuaciones deben explicarse en la esfera de la
costumbre, del medio en que se desenvuelven (…). Esta serie de condicionantes no
técnicos que están en la sociedad, en el territorio, en la historia, en la tradición, en lo
imaginario…, a los que podemos denominar culturales, determinan algunas de las
actuaciones de carácter empresarial sin que tengan que ver nada con lo que es un
acto racional de tipo económico y/o financiero» (Ybarra, 2000, 25)
Tomar en serio la función empresarial exige tener en cuenta los elementos de la cultura
local que pueden condicionar la propensión de la población a emprender una carrera empre-
sarial (Illeris, 1986; Sweeney, 1987). Cuanto mayor sea la oferta de empresarios, mayor
capacidad potencial de regeneración mostrará el tejido productivo regional. Esta oferta está
condicionada por algunos elementos de la cultura local:
• para reducir los costes de innovar: la cultura empresarial puede establecer mecanis-
mos de solidaridad y cooperación interempresarial que diluyan el riesgo en el con-
junto del tejido productivo: participación en proyectos conjuntos, o creación de redes
de solidaridad que permitan sobrevivir temporalmente a las empresas que han fraca-
sado en sus particulares apuestas innovadoras.
• para aumentar los beneficios de innovar: el principal mecanismo cultural radica en la
consideración social del éxito en los negocios. Los beneficios sociales y psicológicos
de ser considerado un líder local, que contribuye significativamente a la prosperidad
general, pueden ser especialmente atractivos.
«…lo que ocurre en términos prácticos es que «el territorio se entera», esto es,
existe un mecanismo de información entre los sujetos que están relacionados con la
actividad en cuestión que va trasladando los sucesos «boca a boca»(…). A partir de
aquí es cuando se establecen las sanciones para aquellas empresas que hallan podido
incumplir sus acuerdos (…) sus relaciones con el resto de la comunidad van a verse
mucho más vigiladas, reguladas, controladas» (Ybarra, 2000, 51)
La gestión de los conflictos entre empresas, muestra hasta que punto las relaciones inte-
rempresariales están inextricablemente entrelazadas con la propia vida social de la comuni-
dad local. Por ello suele considerarse que la vertebración de la comunidad local, entendida
como densidad institucional —es decir como existencia de un elevado número de foros, for-
males e informales, donde la población se encuentra y relaciona— es un elemento favorable
para la innovación (Amin, 1998; Cooke y Gómez, 1998). No obstante, como apunta Rodrí-
guez Pose (1999) una elevada densidad institucional no es garantía, per se, de la aparición de
¿A través de que mecanismos ejerce la cultura este papel? Una fuerte cultura local es el
elemento del que se nutre el dinamismo empresarial e innovador de un territorio. En primer
lugar, determina las pautas dominantes de comunicación y interpretación de la información y
el conocimiento. Al mismo tiempo, de la cultura local se derivan las normas, comúnmente
aceptadas, en función de las cuales se establecen relaciones basadas en la confianza mutua y
la reciprocidad, se comparte un cierto grado de compromiso con el bienestar colectivo, y se
regulan las sanciones que se aplican a los transgresores. La generación de un clima de con-
fianza mutua permite el compartir e intercambiar información y la existencia de un flujo con-
tinuo de conocimiento, lo que permite colaborar en tareas y proyectos sin necesidad de
establecer contratos donde los derechos y deberes de cada parte estén fijados formalmente.
Esta es una condición necesaria para que tengan lugar en el área procesos de aprendizaje con-
junto basados en la colaboración de diversas empresas y agentes.
Según esto, la primera característica que debe poseer una cultura para favorecer el dina-
mismo innovador y empresarial es la de estar viva y fuertemente asentada en la conciencia de
la población. Una cultura fuerte es aquella capaz de vertebrar la sociedad local, generar un
fuerte sentido de identificación y pertenencia, y ofrecer pautas de relación y comunicación
que puedan ser utilizadas por los agentes sociales, políticos y económicos.
Pero, además de estar fuertemente asentada, el papel de fomento de la innovación atri-
buido a la cultura local exige que ésta se distinga por una serie de características específicas
(Ybarra, 2000; Sweeney, 2001):
1. contar entre sus principales valores el deseo de ser independiente, de controlar el pro-
pio destino, que se traducirá en una elevada propensión a crear nuevas empresas.
2. elevado prestigio y consideración social para aquellos empresarios que, a través de sus
iniciativas innovadoras, contribuyen a la prosperidad general.
3. desarrollo entre la población de un fuerte sentimiento de pertenencia, e incluso orgu-
llo, en relación al propio lugar y cultura, a partir del cual se construyan comporta-
miento solidarios que busquen la extensión del bienestar al conjunto de la comunidad.
4. apreciación positiva de la cualificación y la excelencia técnica, como elemento nece-
sario para la búsqueda y la demanda de calidad en la producción.
5. una fuerte autoestima y confianza combinada con una gran capacidad para absorber e
integrar ideas y conceptos foráneos.
6. una fuerte cultura técnica extendida al conjunto de la población que sirva de caldo de
cultivo para la creación de empresas.
7. capacidad de improvisación, de manejar contextos o situaciones inesperadas, en la
medida en que las reacciones frente a la innovación pueden no ser racionales.
VI. BIBLIOGRAFÍA
RESUMEN
ABSTRACT
New contributions of the Anglo-Saxon New Cultural Geography allow a new approach to
culture as a tool of power for the transformation of space. Taking Barcelona as an example,
we want to show how this approach is useful to analyse the relevance of culture in urban
policies in the last decades.
Key words: Cultural Geography, Culture, Cultural Strategies, Urban Policy, Urban
Transformation, Barcelona.
245
Jorge Ignacio Selfa Clemente
I. INTRODUCCIÓN
En los últimos años, la cultura ha adquirido una posición central en las estrategias y pro-
cesos de transformación urbanos. Museos, revalorización del patrimonio histórico, distritos
creativos, ocio cultural, y otros muchos términos similares han aparecido reiteradamente en
los documentos de planificación, panfletos turísticos o discursos políticos, al tiempo que las
calles de las ciudades y solares de sus periferias se han poblado de nuevas actividades y espa-
cios cuyo principal atractivo reside en sus valores estéticos o culturales. Paralelamente a la
creciente importancia de la cultura en la configuración de los nuevos espacios urbanos, la
geografía cultural, especialmente la anglosajona, ha desarrollado un nuevo cuerpo teórico y
metodológico que ha permitido un importante enriquecimiento de los estudios de geografía.
A pesar de ello, autores no ajenos a lo que se ha llamado Giro Cultural de la geografía, han
señalado las limitaciones que esta Nueva Geografía Cultural presenta: la excesiva importan-
cia que concede al estudio de las significaciones, la falta de una conceptualización clara de
aquello que es considerado cultura o la no consideración de las relaciones de la cultura con
otros procesos sociales y económicos. Estas limitaciones, trasladadas al campo de los espa-
cios urbanos dificultarían una visión más global que pudiese explicar el porqué de la impor-
tancia de la cultura en la configuración de la ciudad actual y de sus políticas, y el papel que
la cultura desempeña en la transformación actual del espacio urbano.
Sin embargo, ciertas aportaciones surgidas desde la misma geografía cultural anglosajona,
(Mitchell 1999; Barnett, 2001) invitan a contemplar la cultura y sus múltiples definiciones
como ideologías y como formas de gubernamentalidad. La cultura se entendería como sus-
tentadora de unos determinados intereses, proponiendo como la labor de la geografía cultural
el análisis de los procesos que llevan a definir las diferentes nociones de cultura y la relación
de los mismos con los contextos históricos y espaciales en los que se gestan. Este punto de
vista nos permitiría contemplar el papel que las diferentes concepciones de cultura han
jugado en la construcción del espacio urbano actual y su relación con otros procesos de cam-
bio que experimentan hoy en día las ciudades. Partiendo de estas concepciones se pretende
mostrar cómo la importancia de la cultura en la configuración espacio urbano de los últimos
treinta años deriva de su condición de instrumento de poder, condición que ha sido utilizada
para favorecer la transición desde regímenes y modos de regulación fordistas-keynesianos
hacia modelos basados en un ideario neoliberal. Como ejemplo de este enfoque, este artículo
pretende mostrar cómo diferentes políticas culturales de la ciudad de Barcelona están contri-
buyendo a una reorganización del espacio urbano en consonancia con nuevas condiciones
económicas y sociales surgidas en los últimos años.
Así, este artículo no sólo presenta nuevas conceptualizaciones de lo que se debe entender por
cultura en geografía, sino que también pretende mostrar cómo la Nueva Geografía Cultural nos
puede ayudar a una mejor comprensión de los procesos y mecanismos de cambio de las estruc-
turas sociales, económicas y materiales de la ciudad de finales del siglo XX y principio del XXI.
todavía deberían demandar nuestra atención porque resultan indispensables para las formas
en las que hoy las geografía humanas se encajan en el mundo externo a la academia […]
planteando algunos problemas al estudio de la geografía social. (pág. 84). Parte de la geogra-
fía cultural, y no toda, como manifiesta el autor, parece «habitar un mundo extraño de textos
desmaterializados» (pág. 91) sin referencia al mundo material. Peter Jackson (2000) también
su preocupación por la excesiva atención que se presta al significado, identidades y repre-
sentaciones en la geografía social y cultural, y hace patente su interés por la «cultura mate-
rial», como elemento que puede aportar una nueva visión sobre temas como las culturas del
consumo, el cyberepacio y la realidad virtual, la construcción social de la naturaleza o el sig-
nificado de la globalización.
Otra serie de críticas de mayor calado, han puesto en cuestión el concepto mismo de cul-
tura sobre el que se ha basado la Nueva Geografía Cultural e intentan superar el enfoque de
la cultura como conjunto de significaciones, al que muchas veces se han visto reducidos los
estudios de geografía cultural. En este sentido cabe destacar el artículo de Mitchell de 1995
(Mitchell, 1995). En él, el autor señala la falta de una definición clara y coherente del con-
cepto cultura en los estudios de geografía cultural, que habría resultado en la proliferación de
estudios sobre ejemplos de lo que presumiblemente es considerado cultura. Barnett (2001)
considera que definiciones de cultura demasiado amplias pueden inducir asumir que todo
proceso económico, político o social contiene un elemento simbólico o cultural y que estos
procesos pueden ser explicados en su totalidad a partir del análisis cultural.
No se pretende en este artículo analizar hasta qué punto se puede mantener la validez
estas críticas contra el conjunto de los trabajos realizados bajo el paraguas de la Nueva Geo-
grafía Cultural1. Pero creemos que, a partir de las críticas que realizan Don Mitchell y Clive
Barnett y, sobre todo, de las nuevas conceptualizaciones sobre la cultura y del cometido de la
geografía cultural que estos autores aportan y que explicaremos en el siguiente punto, pode-
mos entender el porqué de la importancia de la cultura en la transformación del espacio
urbano, su relación con procesos de cambio no estrictamente culturales y las repercusiones
espaciales de las estrategias culturales urbanas en la ciudad.
«...only differing arrays of power that organise society in this way, and not that.
Hence there is only a powerful idea of culture, an idea that has developed under spe-
cific historical conditions and was later broaded as a means of explaining material dif-
ferences, social order, and relations of power. […] What is needed now, therefore, is
1 Respuestas a las críticas formulados por Mitchell se pueden encontrar en Cosgrove, 1996; Duncan y Dun-
can, 1996; Jackson 1996. Sobre otros enfoques nuevos dentro de la geografía cultural: Jackson 1999 y 2000;
Philo, 1999; y en concreto sobre los nuevos enfoques en la geografía urbana influida por el giro cultural ver Lees,
2001.
not further definition of ‘culture’, hoping to fine-tune away all the problems earlier
definitions have presented, but rather a frank admission that while culture does not
exist, the idea of culture has been developed and deployed in the modern (and post-
modern) world as a means of attempting to order, control, and define ‘the others’ in
the name of power and profit» (pág. 75).
De esta manera, la idea de cultura ha de ser entendida como una ideología desde el
momento en que se convierte en un sistema de significación destinado a favorecer unos inte-
reses determinados, lo que implica que esté directamente relacionada con el ejercicio del
poder. La manera en que la idea de cultura es utilizada en esta operación de poder es mediante
la designación de ciertos elementos denominados «culturales» como «pertenecientes a un
ámbito metafísico» o «esfera de vida inmaterial», considerandos como «naturales», y por
tanto fuera del ámbito de la transformación social.
Siguiendo la línea iniciada por Mitchell, Barnett (2001) pretende profundizar en la idea de
cultura como ideología, y mostrar como la cultura debe ser entendida como elemento de los
procesos de poder. La reconceptualización que Barnett propone parte del trabajo desarrollado
en los estudios postcoloniales a la luz de la obra de Foucault sobre gubernamentalidad, dis-
ciplina y tecnologías del sujeto. Las prácticas culturales y estéticas son definidas como «cen-
trales para la conceptualización y operacionalización de los procesos democráticos
modernos» (pág. 11). Estas prácticas se articulan estableciendo una serie de recursos para la
gobernación (cánones, trabajos culturales, modos de interpretación, apreciación y juicio) al
mismo tiempo que unos dominios en los cuales, con el uso de tales recursos se puede cambiar
y transformar la conducta de los individuos (pág. 13). Por tanto:
der qué conceptualizaciones de la cultura se establecen, quién las establece, y con qué fines,
así como los procesos a través de los cuales las distintas definiciones de cultura ayudan a
crear y legitimar nuevos espacios y diferencias espaciales.
2 David Harvey (1989) en la descripción de las nuevas formas emergentes de gobierno urbano aplica el con-
cepto de «urban entreprenualism», en referencia a la orientación empresarial de objetivos y procedimientos de este
tipo de gestión urbana. Por el contrario Bob Jessop y Sum (2000), limita el uso de este concepto a aquellas políticas
que no sólo adoptan una tendencia más empresarial o influida por la lógica de la competitividad y el mercado, sino
que además desarrollan un discurso plenamente empresarial que describe las ciudades como empresariales, al igual
que sus políticas, y como unidades significativas capaces de establecer y desarrollar frente otras ciudades o regiones
una política competitiva.
constante de la cultura para describir o justificar el cambio urbano debe entenderse dentro los
procesos que han impulsado el cambio de la estructura urbana, social y económica que expe-
rimenta la ciudad. En este sentido, diferentes conceptualizaciones de cultura han sido desa-
rrolladas para promover un nuevo modelo y modo de regulación, en concordancia con un
proyecto de ciudad insertada dentro de los flujos internacionales de capital. Siguiendo los
cuatro procesos indicados por Jessop, podemos identificar diferentes maneras en que la cul-
tura ha sido definida en Barcelona en los últimos años, su relación con procesos de cambio
sociales y económicos más amplios y con la proyección por parte de los poderes locales de un
nuevo modelo de desarrollo urbano.
En segundo lugar, la cultura es utilizada como transmisora de valores que permitan unos
comportamientos coherentes con las nuevas formas de acumulación (y de transformación
urbana), transformando la racionalidad económica de los individuos o incluyendo dentro de
ella nuevos elementos. Dentro de estos nuevos elementos también se incluirá la misma cul-
tura, que será evaluada y valorada en función de su rendimiento económico, consecuencia
lógica de su consideración como mercancía. La revalorización de la estética en el espacio
urbano, en la que productos culturales como revistas, exposiciones o promoción turística, jue-
gan un papel importante, están permitiendo en el momento actual la creación de nuevos valo-
res económicos, y lo que es más importante, permite valorar económicamente nuevos espa-
cios en función de su capital cultural y exponer la revalorización de este capital cultural
como justificación de su transformación (Zukin, 1992).
En el caso de Barcelona, la transformación de nuevos espacios se basa o se justifica en su
revalorización cultural o simbólica, que va paralela a su reinserción en los circuitos econó-
micos, especialmente los inmobiliarios. Barrios como el Raval o el Born, que han sido aso-
ciados durante muchos años a marginación, reaparecen en el mapa de la ciudad como centros
de producción artística y vanguardia cultural. Sus valores históricos y su trama social son
configurados y juzgados en función de las posibilidades que ofrecen para la instalación de
nuevas actividades económicas o nuevos grupos de población. En un artículo periodístico
referente a las transformaciones del Born (Bernal, M. y Marrón, 2000), un diseñador de reco-
nocido prestigio afirmaba que había elegido instalarse es este barrio «porque es un barrio
donde se mezclan la historia y un gran movimiento vanguardista, un barrio con mucho
encanto». El propietario de una tienda de ropa asegura que buscaba un sitio donde la gente
«tuviera un sentido vanguardista a la hora de consumir». Más aún, se considera la mezcla
social existente como otro reclamo para habitar el barrio: «…y que este contraste entre arqui-
tectos, pijos, magrebies y dominicanos conviva de una manera tan natural y estética» (García,
2002).
La cuarta forma en que la cultura ha sido utilizada en la ciudad en las últimas décadas de
cara a promover el proyecto neoliberal ha sido en la creación de un imaginario que refuerza
la competitividad del espacio urbano como proyecto hegemónico de la ciudad y que pro-
mueve la inserción de la localidad dentro de los circuitos económicos internacionales. A final
de la década de los 90 este imaginario ha girado especialmente en torno al concepto de «ciu-
dad del conocimiento», en el cual se enfatizan los recursos culturales de la ciudad como ele-
mentos que garantizan la competitividad de la ciudad. (Amin y Thrift 2002, 58). La
formación, la innovación, la tradición, el know-how o los recursos culturales o de ocio de la
ciudad, tematizados como características únicas y particulares de cada ciudad, se han con-
vertido en elementos básicos en los intentos de las políticas urbanas de insertar la ciudad den-
tro de los flujos económicos internacionales y en la creación de una narrativa que sirva para
la legitimación de la transformación económica, social y espacial.
La ciudad de Barcelona no es ajena a esta tendencia. De hecho, como principal objetivo
del PESCB, se sitúa la configuración de Barcelona como ciudad del conocimiento reconocida
internacionalmente. Para ello, las políticas culturales, tanto de promoción económica como
de cohesión social, se proponen como principales impulsoras de este proyecto (ICUB, 1999,
5). Barcelona se representa a sí misma como ciudad de tradición de producción cultural, con
una forma mediterránea y propia de organización espacial (ICUB, 2001), donde ha predomi-
nado la mezcla y la diversidad de actividades y de gentes. Su futuro se asocia al desarrollo de
nuevas actividades relacionadas con la sociedad del conocimiento y el surgimiento de nuevas
estructuras sociales derivadas de la difusión de nuevas tecnologías. En definitiva, se crea todo
un imaginario que justifica la transformación del espacio urbano en función de su adaptabili-
dad a las nuevas formas económicas, formas económicas en las que la cultura además jugará
un papel determinante.
5. CONCLUSIÓN
La influencia del Giro Cultural ha sido uno de los principales elementos de cambio de la dis-
ciplina geográfica en los años noventa, por lo menos en el ámbito anglosajón. Nuevas orienta-
ciones, basadas sobre todo en el estudio de las representaciones han dominado gran parte del
trabajo desarrollado en la geografía cultural y han influido con más o menos fuerza a otros cam-
pos de la geografía. Sin embargo, esta reorientación de la geografía no se ha producido sin crí-
ticas ni sin un constante renovación de los conceptos y definiciones sobre los que se ha basado.
En especial las reflexiones que a partir de la década de los noventa aparecen en torno a la con-
dición de la cultura como elemento de poder, abre las puertas a la comprensión de la importan-
cia de la cultura en la transformación que experimentan actualmente los espacios urbanos. En
un periodo de transformación de las formas y modos de regulación, la cultura aparece como ins-
trumento del poder que a través de diferentes definiciones facilita y legitima dicha transición.
Como ejemplo, en este artículo se ha expuesto cómo la cultura ha sido utilizada para pro-
mover la transformación urbana en la ciudad de Barcelona. De esta ejemplificación, podemos
concluir que la cultura se ha convertido en un elemento fundamental en las políticas de trans-
formación urbana, y que estas no pueden ser plenamente entendidas si no se considera las
funciones de la cultura en ellas. Pero creemos que también se ha mostrado cómo la utilización
de la cultura es inseparable de los procesos sociales, políticos y económicos que afectan a la
ciudad. De esta forma, si una mejor comprensión de la ciudad y sus transformaciones ha de
considerar como un elemento más de análisis la función de la cultura, el estudio de esta no ha
de convertirse en la aproximación principal del estudio, y mucho menos en la única. Si reco-
nocemos que la aproximación a la totalidad de la realidad urbana es de por sí imposible,
hemos de partir de que, dependiendo de el objetivo de estudio, se tendrá que priorizar más un
aspecto de la realidad u otro, pero sin relegar o incluso omitir los otros. En este sentido, el
enfoque sobre el estudio de la cultura en la geografía que en este artículo se recoge, y tal y
como se ha dejado ver en el caso de Barcelona, permitiría establecer las relaciones entre pro-
cesos económicos, políticos o sociales y las diferentes formas en que la cultura ha aparecido
en los últimos años dentro de las políticas urbanas.
BIBLIOGRAFÍA
RESUMEN
257
Xosé Constenla Vega
ABSTRACT
In the crisis process of hyper-accumulation of capital, new social necessities have been
created, which have given rise to the appearance of different cultural offers. Postmodernity,
as the typical culture of the new capitalism stage, shows a wide meaning for the concept of
culture due to its nature and characteristics. It seems correct to admit that the most outstan-
ding new feature introduced by the postmodern movement is the use of culture in its most
fractal and speculative conception, that is to say, as another product or article in the econo-
mical system, therefore, subject to be regulated by market rules. If culture, at least in this res-
pect, is an article with which it is possible to accumulate benefits by means of market
conceptions, then, its space relations are in closer contact with the industry sector or, if it is
preferred, with the economical one instead of the purely sociocultural one.
En todo caso, parece necesario aclarar dos cuestiones relacionadas con el primer signi-
ficado. Por un lado, la relación existente entre cultura y marxismo, y, por otro, el intento de
rechazar una posible lectura tendenciosa que conferiría a la cultura una connotación eli-
tista.
Se da, entre los pensadores posmarxistas, el ejercicio de separar convenientemente lo cul-
tural de lo material (Butler, 2000). A este respecto, se ha escrito que las prácticas culturales
constituyen dones exclusivos de los movimientos sociales, mientras que la práctica política
«auténtica» supone el campo de actuación del marxismo militante. Esta discusión probable-
mente aclararía la crisis que sufren, actualmente, las actuaciones de los partidos políticos de
izquierda.
Las acciones culturales se han visto, en ocasiones, como propias de una élite. Lo cierto es
que, históricamente, la cultura solo puede considerarse elitista desde el punto de vista del
consumidor entendido éste, como mecenas o especulador-propietario. Esta concepción está
hoy en crisis, debido a la gran oferta existente de espectáculos culturales que hace que su
producción se encuentre devaluada. Sin embargo, si tenemos en cuenta el papel del produc-
tor de cultura; el artista (actores, pintores, escritores, músicos y toda la lista de prácticas artís-
ticas), percibiremos una connotación populista, tanto desde el punto de vista de ejercicio
técnico como desde la tensión intelectual-cultural.
T. Eagleton, en La idea de cultura (2000), elabora una aportación oportuna y novedosa a
este debate. Para este autor, parafraseando la concepción de cultura de T. S. Eliot, los elitis-
tas más inteligentes poseían una tremenda práctica social popular, y concluye afirmando que
diga lo que diga la teoría posmoderna, no existe contradiccón lógica entre ambas (elitismo-
populismo). Se confirma así la existencia de un debate ideológico entre teoría y praxis de lo
cultural.
Desde un punto de vista económico, si atendemos a la diferencia y a la evolución que con
relación al concepto de valor han experimentado ambas concepciones podemos percibir nue-
vas características. En la etapa iniciada por el sistema económico capitalista, como es sabido,
la producción cultural amplía enormemente su valor de cambio, incluso, sobrepasa los lími-
tes de la acumulación fija de capital, llegando a experimentar procesos hiperacumulativos
relacionados con la nueva flexibilidad del mercado. El valor de la cultura ya no se define en
relación directa al trabajo desarrollado ni tampoco en relación inversa al tiempo socialmente
útil empleado, sino que va a depender fundamentalmente de los procesos especulativos de
capital ficticio. De este modo, «la producción estética actual se ha integrado en la producción
de mercancías en general: la frenética urgencia económica de producir frescas oleadas de artí-
culos con un aspecto cada vez más novedoso, con tasas crecientes de productividad, asigna
ahora a la innovación y experimentación estéticas una función y una posición estructurales
cada vez más esenciales» (Jameson, 1991).
En las prácticas culturales anteriores a los años setenta, existía una relación más estable
en referencia al valor de la producción intelectual o artística. Ello era debido a que no se
consideraban, suficientemente, las posibilidades de acumulación al no existir una demanda
significativa en unas sociedades más preocupadas por la subsistencia que por el ocio. Las
crisis económicas de sobreacumulación generaron fuertes transformaciones socioculturales
y las clases medias van a experimentar la necesidad de una mayor calidad de vida y de unas
condiciones de consumo y de ocio más variadas y diversas. Se crean nuevas demandas que
impulsan el valor de cambio de la producción cultural. «La cultura del simulacro nace en
una sociedad donde el valor de cambio se ha generalizado hasta el punto de que desaparece
el recuerdo del valor de uso» (Jameson, 1991). Esta mercancía de diversión y ocupación
fútil ofrece a la sociedad posibilidades de inversión (de tiempo y de capital) dignas para
sobrevivir en la ilusión creada por la opulencia del capitalismo. Esta demanda de calidad
todos los niveles resulta paradójica al observar las transformaciones que frente a la moder-
nidad fordista produce la posmodernidad flexible en las condiciones laborales de la clase
trabajadora: bajos salarios, contratos sin contraprestaciones de ningún tipo y despidos
Esta perspectiva de síntesis en la que se nos muestra a grandes rasgos las características o
condiciones principales de la posmodernidad debemos comprenderla dentro de un proceso de
teorización y abstracción mayor. En su Teoría de la Postmodernidad (1991), Jameson distin-
gue dos niveles diferenciados a la hora de concretar su concepción de lo posmoderno. Por un
lado, la base sobre la que se asientan las categorías principales de la nueva fase del modo de
producción capitalista; infraestructura. Por otro, aquel complejo concepto acuñado por Ray-
mond Williams de «estructura del sentimiento» cultural, es decir, la propia percepción indi-
vidual de la cultura; superestructura. Ambos niveles, convergen y cristalizan tras la crisis
económica de 1973 dando lugar a lo que el autor denomina, en sentido figurado, «nuevos pai-
sajes» (o lo que es lo mismo toda la relación de acontecimientos que cita Albet), que para
algunos geógrafos (Soja o Harvey) constituyen las características de una nueva geografía his-
tórica específica.
Uno de los pensadores que mejor ha interpretado la obra de F. Jameson, ha sido el britá-
nico David Harvey. No solo se limita a glosar la concepción de lo posmoderno en Jameson
sino que, además, observa que las implicaciones geográficas del nuevo proceso estético-cul-
tural constituyen una pieza fundamental para entender sus dinámicas. En su tratado de teoría
económica marxista, The Limits to Capital (1985), ya mostraba que el modo de producción
capitalista tras la crisis del 73, experimentaba un desarrollo geográfico poco uniforme que
sufría procesos de concentración y dispersión espacial. Es decir, la acumulación de beneficios
inicia fenómenos espaciales de expansión de capital (dispersión) pero, del mismo modo,
también crea excedentes en lugares muy determinados (concentración).
Posteriormente, en The Condition of Postmodernity: an enquiry into the origins of cultu-
ral change (1989), identifica que el triunfo de la estética frente a la ética como preocupación
en el plano social e intelectual, constituye la principal condición de lo posmoderno. Además,
detecta, a partir de su teoría de la crisis de la sobreacumulación, nuevas soluciones espacio-
temporales.
«Las dimensiones del espacio y del tiempo han estado sometidas a la constante
presión de la circulación y acumulación del capital y culminaron en desconcertantes y
desgarradores accesos de compresión espacio-temporal» (Harvey, 1989).
vos espacios suponen consecuencias importantes de la cultura del capitalismo tardío. Esta
concepción aparece retratada también por Jameson cuando afirma que la cultura posmoderna
está extremadamente espacializada y, por lo tanto, deshistorizada o en otras palabras:
«hoy habitamos lo sincrónico más que lo diacrónico, y creo que al menos es empí-
ricamente plausible sostener que nuestra vida cotidiana, nuestra experiencia psíquica,
nuestros lenguajes culturales, están hoy dominados por categorías espaciales más que
temporales, a diferencia de lo que ocurría en el anterior período modernista». (Jame-
son, 1991)
Es frecuente que entre estos autores exista una necesidad empírica de reflejar todo este
complejo acervo teórico en experiencias y ejemplos relacionados con la ciudad o el fenó-
meno urbano en sentido amplio. Jameson realiza un magnífico trabajo analizando el Hotel
Westin Bonaventure construído en la ciudad de Los Angeles. Harvey ha retratado con clari-
dad los procesos que han surgido en la ciudad de Baltimore desde hace ya más de 30 años
(destaca el capítulo 8, «Espacios de Utopía», de su última obra traducida al castellano, Espa-
cios de Esperanza, Akal 2003). Ambos han llegado a conclusiones similares tanto desde el
extremo estético o arquitectónico como desde el dominio de la economía y geografía urbana.
Estos procesos son ciertamente reconocibles e identificables tal y como los muestran, inmer-
sos en las grandes aglomeraciones urbanas norteamericanas, pero qué pasa cuando tratamos
de trasladar estas preocupaciones a las ciudades de nuestro entorno; entonces el análisis
puede llegar a ser más complejo y las conclusiones no tan claras.
La ciudad de Santiago de Compostela ha sufrido transformaciones importantes en todos
sus ámbitos (quizás salvo en el demográfico, donde seguimos estancados en el límite de los
cien mil habitantes) en el período 1993-2000. No se sorprederá nadie, si afirmamos que estos
cambios surgen a partir de la gran dimensión que supuso el Xacobeo 93 y, después, el Xaco-
beo 99 y la Capitalidad Cultural del año 2000, es decir, surgen a partir de grandes eventos con
gran dotación de capital tanto público como privado y donde los diferentes organismos invo-
lucrados se ven presionados para colaborar en el desarrollo de la ciudad. Se trató de construir
y de presentar una nueva urbe cosmopolita y europea. Para ello se proyectaron grandes inter-
venciones urbanísticas y culturales (es de resaltar la gran oferta cultural que durante estos
años ha existido en Santiago donde han tenido lugar las mejores exposiciones y se han cele-
brado actuaciones de interés internacional, además de importantes iniciativas en este sector
como la creación de la Orquesta Filarmónica de Galicia o la aparición de fundaciones cultu-
rales, situando a la ciudad dentro de un circuíto exclusivo de otras como Londres, París o
Berlín), propiciando una mayor capacidad de atracción y competencia (grandes espacios
habilitados para el ocio o para el consumo de la oferta cultural o intervenciones dedicadas a
la rehabilitación del Centro Histórico, primando su calidad y belleza estética frente a su fun-
cionalidad y habitabilidad). Al mismo tiempo, la especulación urbanística se activó desme-
suradamente, el valor del suelo se multiplicó notáblemente y de este modo, aquellas familias
que trataban de asentarse en Compostela comprando un piso, se veían obligadas a mirar
hacia las afueras, conformando verdaderos centros suburbanos o urbanizaciones promovidas
por capital privado. También existieron iniciativas en las que se trataba de incrementar la
seguridad ciudadana a través de procesos que se pueden considerar, incluso, como amenazas
para la libertad del individuo como una densa red de video-cámaras, una excesiva ocupación
policial de la ciudad o la puesta en marcha de iniciativas legales que tenían por objetivo regu-
lar la actividad de ocio nocturno en las calles.
Dentro de todo el entramado de la ciudad fueron nada más que tres o cuarto intervenciones
las que ocasionaron un impacto real en la percepción de la ciudadanía. Dejando a un lado el
Centro Histórico, podemos referirnos al complejo Palacio de Congresos y Exposiciones-Esta-
dio Multiusos de San Lázaro, al Centro Galego de Arte Contemporánea (CGAC)-Parque de
Bonaval y al Auditorio de Galicia-Campus de la Comunicación, junto a la única intervención
verdaderamente estructurante y vertebradora en la ciudad que fueron las viviendas del nuevo
barrio de Fontiñas a partir de la construcción de un gran centro comercial (Área Central).
El proceso fue casi análogo para todos estos ejemplos. Se trata de hallar un área en
desuso, incluso sin importar la distancia del centro, se contrata un arquitecto de fama mundial
(el portugués Álvaro Siza entre ellos) para encargase del proyecto, los terrenos son compra-
dos a precios no siempre altos a los pequeños propietarios, las corporaciones locales finan-
cian la construcción junto a la introducción de capital privado principalmente proveniente de
entidades financieras y, por último, se crean espacios de ocio contribuyendo a la satisfacción
de la utopía burguesa y de la utopía de los promotores inmobiliarios a través de la inversión
pública en la ciudad que ha propiciado un paradójico binomio: subvención pública-beneficio
privado (Harvey, 2003).
En la actualidad, sobre todo a partir del cambio del equipo de gobierno en 1999, las cosas
han cambiado considerablemente. El nuevo Alcalde se ha preocupado por construir viviendas
y barrios residenciales en Compostela (destaca el barrio de Conxo). La responsable de ges-
tionar el Centro Histórico ha logrado dinamizarlo y cada día está más habitado dando lugar a
una percepción de verdadero lugar central. También, se han desarrollado iniciativas, con
mayor o menor éxito, con el fin de poner algo de orden en lo que era el caos de la denomi-
nada zona nueva e, incluso, las áreas del rural próximo compostelano, han asistido a trans-
formaciones importantes en sus servicios integrádolas de este modo en la ciudad. Sin
embargo y pese a todo, Compostela parece mirar únicamente cara a estas grandes construc-
ciones fractales y ociosas. Importantes infraestructuras en materia de transportes y servicios
(ahí están el periférico o el nuevo Complexo Hospitalario-Universitario de Santiago de Com-
postela) no han servido para realizar un eficiente plan integral del espacio urbano. Este
modelo postmoderno tiene su culminación en el proyecto denominado Cidade da Cultura,
que se presenta como un gran nodo de gestión y acumulación de riqueza cultural. La inter-
vención supondrá una inversión de miles de millones de capital público. Además, desde la
ciudadanía no se entiende esta ocupación de territorio para actividades de cuestionable
demanda y lo que es más grave, que para su realización, que responde a intereses especulati-
vos y políticos, se han llevado a cabo expropiaciones irregulares donde los vecinos del Monte
Gaiás (lugar del asentamiento) han sido los más perjudicados.
En todo caso estos síntomas que la posmodernidad hace tan visibles en la ciudad descan-
san en el lenguaje teórico que mencionábamos antes. La posmodernidad, en conclusión, pre-
senta unas características que, comprendidas en un flujo temporal, muestran cierta
contraposición con los postulados y las suposiciones del anterior movimento cultural. Estos
rasgos constitutivos se pueden reconstruir en cuatro estadios interdependientes: una desco-
nocida superficialidad, esto es, la ausencia crónica de profundidad, de fondo y de contenido;
Como hemos visto, la cultura, inmersa en la lógica del capitalismo tardío, se ha conver-
tido, al menos en una de sus nociones, en una mercancía más de producción. No obstante,
esta idea no debe hacernos creer que lo cultural en la postmodernidad trasciende únicamente
por los procesos perversos que desencadena, sino que su transformación debe entenderse
también en sentido positivo. De este modo, han surgido infinidad de nuevas culturas que,
como tendencias sociales poseen una representación espacial; es decir, se han reconocido
mutaciones estético-culturales importantes que han dado lugar a nuevas, diversas y hetero-
géneas geografías culturales. Estas nuevas geografías culturales guardan íntima relación con
las diferentes prácticas ideológicas (en el sentido que le confiere Althusser, que nos habla de
la clara distinción existente entre la ideología/cultura de masas, más ligada a la práctica, y la
de élites, que mantiene una conexión más férrea con la teoría) que surgen en la postmoderni-
dad. De este modo, el feminismo y el ecologismo, el movimiento okupa y el movimiento de
gays y lesbianas, el pacifismo y el antimilitarismo, e, incluso, el nacionalismo y el indepen-
dentismo (estos últimos por su condición de estrecha unión dialéctica a un territorio), adquie-
ren una determinada manifestación espacial provocada por el uso de un territorio concreto.
cia del que ya solo quedan unas pocas agrupaciones de música tradicional que la incluyan)
que carecen de intérprete frente al nuevo mundo de la música electrónica; en definitiva, solo
unos pocos ejemplos de las costumbres y tradiciones culturales que son motivo de exclusión
en la postmodernidad.
No se trata únicamente de una situación de olvido o desuso, sino que a raíz de la enorme
amplitud que ha tomado el alcance de la cultura, hemos consumado las consecuencias per-
versas que se preveían desde posturas postestructuralistas y postmarxistas y que desemboca-
ron en conductas sociales que menosprecian y minusvaloran la cultura entendida en un
sentido estrictamente modernista. Los problemas que asolan hoy en día a nuestras comuni-
dades sociales (tráfico de drogas, endeudamiento, corrupción), no constituyen conflictos de
índole estrictamente cultural; no debemos entender la cultura como el paladín del perverso
sistema socioeconómico posmoderno. Históricamente, la cultura ha constituído un asunto
material ligado al valor del simbolismo, del lenguaje, de la tradición, de la pertenencia a un
lugar o a la identidad, sin embargo, como muestra Eagleton, no debemos pretender que el
debate sobre la cultura dilate su esfera como proponía al principio del presente artículo el tra-
bajo de Jameson, ya que «si se estira mucho, puede acabar vaciándolo de significado»
(Eagleton, 2000).
BIBLIOGRAFÍA
Frederick Simoons nació en Filadelfia en 1922 en el seno de una familia cuyos padres
habían emigrado de Holanda y Bélgica y creció en Newark, New Jersey. Tanto la atención de
Fred como la de su hermano, debido a que sus padres no tenían vínculos familiares en Esta-
dos Unidos, estuvo dirigida, de forma constante, hacia sus raíces europeas. Este hecho, así
como la experiencia de haber formado parte, durante sus años de formación, de un barrio con
una gran diversidad étnica tuvíeron una influencia considerable en la inclinación de Fred
hacia la sociología, la antropología y la geografía cultural, de las que, siendo estudiante de la
Rutgers University, aprendió que eran materias en las que podía ganarse la vida. En enero de
1949, tras ser elegido para Pi Beta Kappa, se graduó con un B.A. en sociología, obteniendo
los más altos honores de la Rutgers University1.
Andrew H. Clark y William L. Thomas, Jr., miembros del Departamento de Geografía de
esta universidad, le introdujeron en la geografía histórico-cultural y le persuadieron de que
variase su inicial trabajo de licenciatura en sociología por otro en geografía. Empezó su tra-
bajó de licenciatura en geografía en la University of Wisconsin, pero, después de un semes-
tre dudando entre si escoger geografía o sociología, pasó a formar parte del programa de
doctorado de la University of Harvard en Relaciones Sociales, que incluía sociología, antro-
pología cultural y psicología. A pesar de ello, mantuvo su dedo en la olla geográfica al
matricularse con Derwent S. Whittlesey, y al cabo de un año decidió volver a la geografía.
Ningún otro estudiante fue admitido en el programa de doctorado de geografía de Harvard,
por lo que en otoño de 1950, atraído por el enfoque y el método de trabajo de Carl Sauer,
presentó su candidatura para realizar un trabajo de licenciatura en la University of Califor-
nia, Berkeley, consiguiendo ser aceptado. La realización de una tesis de licenciatura sobre la
geografía histórica del área de Clear Lake, en el norte de California, le condujo a su primer
1 Nota del traductor: La primera versión inglesa de este artículo apareció en la revista Journal of Cultural
Geography, Bowling Green (Ohio), 1987, vol. 7, nº 2, págs. 135-141 y 143-147. La presente versión castellana ha
sido realizada por Francesc Nadal, profesor de Geografía Cultural de la Universitat de Barcelona. El autor de este
artículo, Daniel W. Gade, es profesor emérito de Geografía Cultural en el Departamento de Geografía de la Univer-
sity of Vermont. El traductor quiere agradecer al profesor Gade la autorización de esta traducción, las mejoras sus-
tanciales que ha introducido en la misma y la actualización del apéndice bibliográfico de la obra de Frederick J.
Simoons.
281
Reseñas Bibliográficas
trabajo de campo real, así como a sus dos primeras publicaciones. Por una de éstas recibió
una paga honoraria de 150 dólares, una cantidad respetable para un estudiante graduado en
1953. Su interés, al continuar su investigación doctoral en Berkeley, se dirigió de llenó
hacia la geografía cultural de corte saueriano. Sin embargo, Simoons, a diferencia de
muchos de los estudiantes de Sauer, estuvo más preocupado por el Viejo que por el Nuevo
Mundo.
Fred, estimulado por un seminario impartido por Sauer cuando estaba preparando las
conferencias para la American Geographical Society, que darían lugar al célebre libro Agri-
cultural Origins and Dispersals, solicitó una beca del Board of Overseas, Training and Rese-
arch of the Ford Fundation para ayudarle en el trabajo de campo que pensaba llevar a cabo en
Etiopía, un importante pero poco conocido centro de domesticación de plantas. Aunque
África no era una de las regiones incluidas en la programa de ayudas del Board of Overseas,
Fred consiguió su propósito al demostrar que Etiopía formaba parte culturalmente del Pró-
ximo Oriente, un área que si estaba incluida en el programa de ayudas. En 1953, Fred y su
esposa Elizabeth, con la que se había casado en 1949, se adentraron en las tierras altas de
Amhara en los alrededores de Gonder. Su experiencia, con una mínima dirección por parte de
Sauer sobre cómo debía llevarse a cabo el proyecto y bajo duras condiciones de vida, tuvo
todos los ingredientes de la clásica expedición de tesis doctoral de la Escuela de Berkeley.
Fred y Liz, después de una estancia de un año en Etiopía, la mayor parte del cual estuvo dedi-
cado a pernoctar en tiendas de campaña y a recorrer a lomos de mulas cerca de 800 millas,
hicieron un viaje de reconocimiento de la región del Alto Nilo, el Congo y el África occiden-
tal que duró cinco meses. Una vez realizado, volvieron a California donde él redactó un texto
con las voluminosas notas que habían reunido. En Berkeley Fred fue nombrado Emmanuel S.
Heller Scholar en geografía para el curso 1955-1956, a finales del cuál leyó su tesis doctoral,
que fue la primera del Departamento de Geografía de Berkeley dedicada a África. Dos años
más tarde, la University of Wisconsin Press aceptó para su publicación el texto revisado de su
tesis doctoral, que apareció en 1960 con el título Northwest Ethiopia: Peoples and Economy.
El libro se convirtió rápidamente en una fuente básica para el estudio de la tierra y la vida en
las tierras altas de Etiopía, condición que todavía mantiene.
Fred empezó a impartir clases con dedicación plena en 1956 en la Ohio State University
con un contrato temporal como profesor auxiliar. Al año siguiente se trasladó a la University
of Wisconsin en Madison, donde permaneció como profesor durante nueve activos y produc-
tivos años. En Madison contribuyó a desarrollar el foco histórico-cultural del programa de
geografía, siendo el primer geógrafo que participó en el Programa de Estudios Africanos, que
entonces estaba organizando el reputado historiador Phillip Curtin. A medida que el número
de sus libros y artículos fue creciendo, el reconocimiento de sus logros como investigador
prosiguió. Así, Simoons pasó, en sólo siete de sus años de estancia en Madison, de ser un pro-
fesor ayudante a ser profesor titular. Las noticias de su promoción a profesor titular le llega-
ron a raíz de un encuentro fortuito con un colega de la University of Wisconsin en la
plataforma de un tren en Kleine Scheidegg, en el camino hacia la Jungfrau en Suiza, donde
Simoons estaba pasando unos pocos días de asueto tras haber pasado un año dedicado a tra-
bajos de campo en el sudeste de Asia, India, Pakistán y Afganistán. Estos trabajos de campo,
efectuados entre 1963 y 1964, fueron costeados, en parte, gracias a una subvención concedida
por la Sección de Geografía de la Office of Naval Research. Y, en parte, gracias a la designa-
ción de Fred como miembro investigador de la John Simon Guggenheim Memorial Founda-
tion, un honor que sólo han recibido otros diecisiete geógrafos.
En 1966 le surgió una oportunidad que le atrajo a la Louisiana State University en Baton
Rouge, donde la geografía cultural y la antropología estaban, y aún están, aliadas en un
mismo departamento. Sin embargo, por aquel entonces los intereses regionales de Simoons se
habían ampliado abarcando la India y el sudeste asiático. Al año siguiente se trasladó a la
University of Texas en Austin y, en 1969, al campus de Davis de la University of California,
donde, desde entonces, ha ejercido como profesor de geografía. La geografía cultural ha ocu-
pado, tanto antes como a partir de la llegada de Simoons, un lugar importante en el programa
de estudios del departamento de geografía de Davis. En efecto, la geografía cultural posee en
este departamento, debido a las salidas y a las jubilaciones producidas recientemente en los
departamentos de Berkeley y de la University of California, Los Angeles, un peso mayor que
el de cualquier otro de los pertenecientes a la University of California. En reconocimiento a
la valía de su investigación Fred fue designado en 1981 por los más distinguidos investiga-
dores del campus de Davis como el «39 Annual Faculty Research Lecturer». De momento, es
uno de los dos únicos científicos sociales que han recibido este prestigioso premio concedido
por el campus universitario de Davis y el único geógrafo que ha sido objeto de una distinción
universitaria tan grande por parte de cualquiera de los diferentes campus que componen la
University of California. A comienzos de 1983, Fred fue nombrado profesor adjunto del
Agricultural History Center de la University of California, Davis, lo cual constituye otra
muestra de la relevancia interdisciplinaria de su trabajo geográfico.
Fred ha disfrutado durante más de tres décadas de la estrecha colaboración de Elizabeth
Stadler Simoons. Bibliotecaria de formación, Elizabeth ha participado en casi todos los tra-
bajos de campo llevados a cabo por Fred, demostrando al respecto una inusual capacidad. En
este sentido, es preciso señalar que, muy posiblemente, el trabajo de campo emprendido en
Etiopía no se hubiera llevado a cabo sin su colaboración o, como mínimo, se habría visto
acortado. Su colaboración no sólo ha sido útil como observadora de campo, sino que ha
mostrado un considerable talento como dibujante, en tareas de recopilación bibliográfica,
como editora y como escritora. Ella se encargó de la edición de todos los escritos de Fred
durante los primeros años de su carrera, gracias a lo cual las habilidades literarias de éste
mejoraron de forma sustancial. También son loables sus contribuciones editoriales, ya que
realizó la mayor parte de estas actividades una vez terminada su jornada laboral como biblio-
tecaria o, en los últimos años, como gerente de una biblioteca. Además, escribió varios capí-
tulos del libro A cerimonial Ox of India: The Mithan in Nature, Culture, and History, al
tiempo que se encargó de la edición de los que había redactado Fred. También editó los
suyos (según ella, de forma rigurosa), de manera que el libro fue impreso en 1968 por la Uni-
versity of Wisconsin Press.
Simoons es, de entre una docena de doctores formados en Berkeley, quien más ha contri-
buido a la difusión de la que muchos autores denominan Escuela de Geografía de Berkeley.
Al igual que Sauer, Simoons utilizó las observaciones realizadas en los trabajos de campo
para formular cuestiones que le conducirían posteriormente a realizar estudios afines en la
biblioteca. Al igual que Sauer, ha evitado declaraciones teóricas y no se ha sentido inclinado
a dedicar parte de su tiempo a escribir obras de carácter puramente didáctico. Fred, al igual
que su mentor, ha trabajado sobre temas en un marco de referencia en el que la síntesis cons-
tituye un objetivo importante. El trabajo de ambos geógrafos muestra como la erudición cre-
ativa surge de la búsqueda de uno de los propios intereses, dondequiera que éstos te puedan
guiar. El gran número de obras publicadas por Sauer y Simoons refleja la búsqueda del geó-
grafo cultural por conocer algún aspecto de la extraordinaria diversidad del mundo. Así, un
examen detenido de la bibliografía de Fred nos sugiere que ha explorado una serie de fenó-
menos más amplia y, algunas veces, más exótica que cualquier otro de los discípulos de
Sauer.
El concepto de prejuicio alimentario, como un fenómeno definido culturalmente y expre-
sado espacialmente, ha interesado a Simoons de manera más intensa que a cualquier otro
investigador que se haya ocupado de esta problemática. Su trabajo de campo en Etiopía
documentó la omnipresencia de las prohibiciones alimentarias existentes allí entre diferentes
grupos étnicos y puso de relieve las amplias posibilidades de estudio que tenía esta temática.
Un reconocimiento imponente de la bibliografía existente sobre las actitudes hacia la ingesta
de carne de vaca, de cerdo, de perro, de camello, de caballo, de gallinas, así como de huevos
dio como resultado el libro Eat Not This Flesh, que constituye una proeza bibliográfica y
cuya primera edición data de 1961. Más tarde, publicó otros estudios sobre la prohibición de
ingerir pescado en África e India, así como sobre la muy extendida y misteriosa práctica de
la cinofagia (ingesta de carne de perro) en el Magreb.
Otra de las primeras cuestiones por las que Simoons se interesó fue la de la geografía his-
tórico-cultural de la producción de leche, cuya investigación desencadenó durante más de tres
décadas un auténtico torrente de ideas y de trabajos. Entre éstos es preciso mencionar un estu-
dio basado en pruebas arqueológicas e históricas de la antigüedad de la producción de leche
en el Viejo Mundo. Otro en el que se cartografiaron los límites tradicionales de la producción
de leche en África y, aún otro, en el que se cartografiaron estos límites en el sudeste asiático.
Fue entonces, mientras estaba realizando el trabajo de campo sobre la producción de la leche
en el sudeste asiático y en India, cuando se enteró de la existencia de unos bóvidos domesti-
cados muy poco conocidos, los mithan o gayal (Bos frontalis), que se encontraban entre las
tribus de las zonas montañosas situadas en los márgenes orientales del subcontinente indio.
No se utilizaba este animal para ser ordeñado, sino que era mantenido en el bosque, muy a
menudo en un régimen de gran libertad, con el objetivo de ser empleado en rituales de sacri-
ficio. El estudio de Fred y Elizabeth, realizado a partir de la bibliografía disponible, implicó
la confección de mapas sobre la distribución de los mithan, así como la descripción de sus
variados e interesantes roles entre los pueblos pastores de los mithan. El estudio analizaba las
pruebas sobre la ascendencia de los mithan y especulaba acerca de los medios y los motivos
que dieron lugar a su domesticación. Finalmente, junto al caso de los mithan, los autores con-
sideraron la domesticación del ganado bovino común en el antiguo Próximo Oriente. Como
resultado de todos estos trabajos, concluyeron que también el ganado bovino común fue
domesticado para ser sacrificado en ceremonias religiosas, si bien en un período muy anterior
al que Eduard Hahn había sugerido. El estudio sobre los mithan hizo que Fred fuera recono-
cido como la máxima autoridad sobre la ascendencia de estos animales, tal como lo prueba el
hecho de que fuera invitado a redactar la sección correspondiente a los mithan en la gran obra
editada por Ian L. Mason Evolution of Domesticated Animals (1984).
A partir de la experiencia obtenida en los trabajos de campo llevados a cabo en el sudeste
asiático, Fred también se interesó por el conjunto de creencias sobre el carácter sagrado de las
Figura 1. Fred y Liz Simoons examinando comestibles en China, 1987 (fotografía cortesía de E.S.
Simoons).
dentro de una obra completa. Mientras tanto, las sobresalientes carpetas de proyectos exis-
tentes desde hace mucho tiempo hierven a fuego lento, algunas veces pospuestas para siem-
pre. Las investigaciones llevadas a cabo por Fred representan, posiblemente más que las de
cualquier otro geógrafo, la centralidad y la fuerza de la imaginación. Ha explorado temas,
los ha investigado minuciosamente y los ha preparado para su publicación con esmero lite-
rario a fin de elaborar fundamentos sólidos del conocimiento sobre un razonable número de
hechos de este mundo tan diverso. Los jóvenes geógrafos, antropólogos, historiadores de la
cultura, así como otros que entren en el mundo de la investigación humanística en el siglo
XXI, serán los que verdaderamente apreciarán cuán crucial ha sido el edificio construido por
Simoons. Los tesoros que Fred ha entregado a las páginas impresas forman un legado que
los geógrafos culturales pueden considerar como unas de las mejores aportaciones en su
campo de estudio.
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Casi comienza el autor señalando que «Aitana es una montaña que se singulariza»; habría
que retrucar la frase, que precisamente porque se singulariza es singular en el territorio de
montañas alicantino. En efecto, hay una jerarquización de hechos como espacio ecológico, en
el que el elemento desencadenante es un elevado horst, cuya culminación se encuentra siem-
pre por encima de los 1.500 m. Dispuesto de O-E, las duras y espesas calizas eocenas están
basculadas hacia el sur, mediante una estructura fallada en escalera en su frente septentrional,
en cuyos escarpes aparecen las infrayacentes margas eocenas, y aún oligocenas; mientras que
el meridional gancheado hacia el barranco de Tagarina es exclusivamente calcáreo. Pero, ade-
más, es una gran mole con 12 km de longitud y dos de anchura.
Por su altitud y dimensiones destaca sobre el resto de elementos del relieve del Macizo de
Alcoy. Esto le convierte en una importante pantalla condensadora de humedad. Es el barlo-
vento para dos situaciones dinámicas, que determinan sus principales características climáti-
cas. Las situaciones anticiclónicas en el invierno, que con un ambiente despejado originan
una irradiación nocturna fuerte e inversiones térmicas con temperaturas inferiores a los cero
grados y aún a los -4˚C. En cambio, desde noviembre y hasta mayo-junio está en buena posi-
ción para las situaciones retrógradas de aire ártico y polar continental, que acentúan el frío
condigno con la altitud —las temperaturas pueden llegar a -10˚C; la mínima absoluta es de
-13˚C—; pero sobre todo llevan consigo la nieve con mayor frecuencia y abundancia que en
otras montañas aledañas, y con una innivación más duradera —de una semana a un mes—.
Los catorce pozos de nieve que hubo antaño son bien expresivos al respecto. Es una de las
singularidades mayores de Aitana.
A esto hay que añadir, que también es un buen barlovento para las situaciones perturbadas
del oeste, que si más a poniente dejan parcas lluvias, aquí por su altitud en parigual son más
abundantes. Así, esta montaña tiene invernos húmedos —las precipitaciones en la cumbre se
calculan en 1.000 mm/año— y fríos, pues son hasta siete meses con temperaturas medias
inferiores a los 10˚C; y se contabilizan hasta 120 días de heladas con escarchas y rocíos muy
frecuentes. Frío que naturalmente adquirió más importancia en el Pleistoceno, como lo
demuestran los depósitos de grezés litées.
El verano como es propio de esta fachada del Mediterráneo padece sequedad; pero está
atenueda lo mismo porque las precipitaciones no están enteramente ausentes, como por
las brumas y nieblas, que acontecen hasta mediodía, cuando los flujos húmedos del este se
condensan al ascender en una montaña tan alta en las proximidades del mar. Sólo atem-
peran las temperaturas, que no por eso dejan de ser altas —medias de las máximas de julio
y agosto próximas a los 23˚C—. El contraste con el área costera inmediata es grande y
sorprendente con sus inviernos termófilos y soleados, así como por sus veranos ahorna-
gantes.
Sin embargo, la humedad de Aitana está parcialmente contrarrestada por la gran exten-
sión que alcanzan las calizas, que además muy fisuradas, originan una circulación hipógea
muy rápida. Así mismo por los contrastes entre solana —enteramente calcárea y a sota-
vento— y la umbría, que es el verdadero clima de esta montaña con su escalonamiento y
un desnivel del orden de los 800 m.
Semejante complejo ecológico se manifiesta desde el punto de vista biogeográfico
principalmente en su alongada culminación con xeroacanthetum, que es el de todas las
altas cumbre de la Cordillera Bética, de origen norteafricano. En él no faltan especies que
son tanto exclusivas de este sector montañoso, como únicas en esta montaña (variedad de
Campanula viciosoi). Una herencia del Pleistoceno, como también lo es de árboles cadu-
cifolios (Quejigos, fresnos, arces). Pero en el resto de Aitana lo que domina es un paisaje
vegetal enteramente antropogénico. Pues la montaña ha sido un recurso para sus habitan-
tes hasta hace tan sólo unas cinco décadas. Ha tenido una explotación integral: agrícola,
aunque parca, ya que estuvo reducida a los afloramientos de margas con la construcción
de bancales, y tan sólo para el cultivo de cereales. Más importantes fueron la ganadera y
forestal. Estos dos tipos de aprovechamiento han dejado a los carrascales convertidos en
manchas aisladas; y lo que hoy predomina son los matorrales, antiguos pastizales en los
que el fuego constituyó el método para mantenerlos útilies. Pero los mismos carrascales
son una formación enteramente humana; pues para la leña las encinas eran cortadas a
matarrasa, y aún en la actualidad tienen el porte de «sardonales»; y los que se utilizaban
para carboneo, el de «cepedas». La formación arbórea que mayor extensión abarca son los
pinares de Pinus halepensis, que responden principalmente a las repoblaciones del come-
dio del siglo XX.
Todos estos aspectos han sido tratados por Juan Antonio Marco de modo minucioso; ha
utilizado todos los métodos posibles para hacerlos disertos y apodícticos; y lo ha conse-
guido por completo. Ha tenido la clarividencia de resucitar la inveterada expresión de
medio geográfico en vez de medio ecológico, puesto que así lo biogeográfico toma la acep-
ción de lo humanizado. Igualmente son interesantes y fructíferos los epígrafes que dedica
a la evolución de las laderas; a la explotación de los pozos de nieve; y a los incendios fores-
tales de la actualidad sobre los que hace precisiones muy oportunas ante los tópicos impe-
rantes.
Sin embargo, se echa de menos un corte de la estructura morfológica de Aitana; los pro-
cesos de crioclastia son sin duda exagerados en exceso; y la vegetación de árboles caduci-
folios hubiera requerido una mayor precisión y un análisis más detallados. No obstante,
estas deficiencias en nada desmerecen sus aportaciones: la trabazón entre el complejo eco-
lógico y el medio humano, que hacen del libro, un excelente estudio en el que en pocos
quintales hay muchos quilates; abre nuevas perspectivas para la biogeografía; y sobre todo
nos descubre una de las montañas del Mediterráneo, sobre las cuales hay mucho desconoci-
miento. Un último y muy valioso mérito.
El pasado 23 de enero, murió en Madrid, a los 52 años, Rafael Mas Hernández, Catedrá-
tico de Análisis Geográfico Regional de la Universidad Autónoma de Madrid. El Departa-
mento de Geografía de su Universidad organizó, el 17 de febrero, primer día lectivo del
segundo cuatrimestre, un acto interno de recuerdo de Rafael Mas, en el que intervinieron
Ángela García Carballo, estudiante de doctorado, en representación de los alumnos, y Jose-
fina Gómez Mendoza, en representación de los profesores. Se recogen a continuación sus
palabras.
* * *
Vengo a hablar en nombre de los que tuvimos el privilegio de ser alumnos de Rafael Mas.
Y como tal, me gustaría que mis palabras pudieran expresar las emociones de todos aquellos
que, como yo, sentimos que hemos perdido a un gran profesor y a un verdadero maestro.
Tengo que añadir que me siento abrumada por la responsabilidad adquirida. Para mí es
difícil transmitir en pocos minutos lo que Rafael supuso y no detenerme a comentar las múl-
tiples experiencias, anécdotas y situaciones vividas durante esta etapa universitaria, que son
las que forman el gran recuerdo que tenemos de él.
Sin embargo, creo que mi aportación aquí debe ser destacar los detalles que fueron más
importantes de su labor como profesor, es decir, referirme a mi experiencia como alumna
desde la llegada a la universidad, como estudiante de último curso de la carrera y como prin-
cipiante en los estudios de doctorado. Quisiera centrarme en las percepciones comunes a
otros muchos alumnos, aunque quizás no pueda evitar ampliarlas con el aprendizaje más
intenso y cercano de los dos últimos años.
En primer lugar, quiero destacar que sus clases eran buenas. Muchas ideas fueron trans-
mitidas y aprendidas, lo que no es poco en la Universidad de hoy, donde pasamos por algu-
nas asignaturas sin recordar una semana después del examen el apellido del profesor.
Su paciencia y su interés por la enseñanza ayudaron a recibir grandes contenidos de una
forma sencilla y cercana. La transmisión de tales conocimientos la fundó no sólo en las cla-
* Se reproduce a continuación el texto íntegro de las palabras pronunciadas en el acto de homenaje al profe-
sor Rafael Mas celebrado en la Universidad Autónoma de Madrid el pasado 17 de febrero. La Junta Directiva de la
AGE, en nombre de la Asociación, desea mostrar su pésame más sentido por la pérdida del profesor Rafael Mas,
geógrafo, maestro y amigo.
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Noticias y comentarios
ses magistrales, sino en un esfuerzo constante por fomentar en todo momento la participación
de sus alumnos.
Rafael me enseñó mucho sobre la ciudad. La importancia de las formas urbanas, la pro-
piedad y el negocio, y el dinero como motor de su crecimiento. Bilbao, Vitoria, Barcelona,
Valladolid, Granada, Madrid... También mucho sobre cartografía, la lectura y comprensión de
los mapas, su utilidad y relevancia en el trabajo del geógrafo.
Donde mejor se apreciaba su preocupación docente era en el trabajo de campo con los
alumnos, intenso e interesante, presente en todas sus asignaturas, reflejo de su gran dedica-
ción a la enseñanza.
Además de este bagaje, creo que tan importantes o más que los conocimientos, fueron las
inquietudes y los valores recibidos. Hacernos comprender la importancia de pensar y refle-
xionar era una obsesión en sus clases.
Tanto en el aula, como participando en sus trabajos, Rafael nos transmitió el gusto por las
cosas bien hechas, la importancia de elegir los criterios apropiados y el gusto por la búsqueda
del concepto preciso; el sentido de la rectitud, el rigor científico, y el compromiso moral con
su ideario. Era el trabajo bien hecho lo que dirigía su desarrollo, siempre compartido, siem-
pre un trabajo en equipo, donde cada cual era importante en sí mismo.
Aquí están las bases del respeto, de la consideración y de la estima que existieron en nues-
tras relaciones. También del cariño, porque todo el rigor y el trabajo estaban salpicados de
una fuerte proximidad, quizás su sonrisa, o quizás algunas bromas, nos permitían reconocer-
nos personas y no sólo alumnos anónimos.
No quisiera olvidar la importancia de las inquietudes, de los gustos o incluso de las obse-
siones aprendidas; igual que los principios, valiosos más allá de la Geografía. El gusto por los
libros, la cultura y por los mapas creo que es fundamental. También la cercanía a Cataluña, el
interés por la toponimia, en general por las palabras y por el lenguaje, la necesidad de tocar,
ver y conocer las realidades directamente. Más allá de la ayuda del ordenador o de Internet,
el placer y la seguridad de hacer a mano, el placer de trabajar y sentir la auténtica Geografía.
Rafael fue un profesor ejemplar, capaz de despertar el interés por nuestra disciplina.
Estaba lleno de valores positivos. Estimuló la pasión por aprender y, lo que es más impor-
tante, la forma de disfrutar aprendiendo. Su generosidad al compartir las impresiones perso-
nales hizo de él una persona cercana y afable con la que cada experiencia profesional también
lo era personal.
En definitiva, y no sólo como alumna, debo expresar mi agradecimiento y deuda por las
enseñanzas de Rafael en todos los aspectos de la formación. Debemos tener siempre presente
el gran privilegio de haber disfrutado de su presencia y atención, y no olvidar los grandes
valores que gracias a él siempre nos han de acompañar.
Rafael ha sido un profesor fuera de lo común, INSUSTITUIBLE.
Por todo esto, que es mucho, estará siempre en el recuerdo de todos nosotros.
* * *
Tengo la impresión que desde la muerte de Rafael Mas, el jueves 23 de enero, nos hemos
quedado con la emoción en suspenso, a la espera de celebrar todos juntos esta reunión, sus
compañeros y sus alumnos, para recordarle, para compartir nuestro dolor.
Me ha pedido el director del Departamento que diga unas palabras y lo voy a intentar,
pero confieso que me resulta difícil. Ni en mis peores sueños pude imaginar que iba a ser yo
quien despidiera a Rafael y no a la inversa, que Rafael iba a morir y así de deprisa.
Rafael y yo hemos pasado treinta años juntos en esta Universidad y en este Departamento.
Rafael ha pasado treinta años de su vida en este Departamento, es decir, ha pasado su vida
aquí. Vino como profesor en octubre del 1972, junto con Javier Espiago, ambos con apenas
veintidós o veintitrés años, cuando sólo estábamos aquí José Antonio Zulueta, Manuel Valen-
zuela y yo, así como otros pocos compañeros procedentes de la Universidad de Valencia.
Rafael y Javier pertenecían a la segunda promoción que había estudiado en la Universidad
Complutense la nueva especialidad de Geografía. Eran dos licenciados brillantes, potentes,
llenos de energía, los que más habían reclamado rigor y actualidad en los estudios de Geo-
grafía. Vinieron llamados por el director de este Departamento, Don Antonio López Gómez,
enviados por Don Manuel de Terán, como habíamos venido nosotros, porque confiaba en
ellos, porque había confiado en nosotros, porque había puesto esperanzas en esta nueva Uni-
versidad.
Para Rafael, el venir a la Autónoma y el casarse en Madrid con nuestra compañera Lola
Brandis, supuso quedarse aquí, arraigarse definitivamente en Madrid. No dejaba de ser un
extrañamiento, la aceptación de la lejanía de sus paisajes de origen. Rafael era mediterráneo
por los cuatro costados, había nacido en Tarragona, había pasado su infancia en Mallorca, en
el mar y con el mar. Siempre le gustó el mar y sabía mucho de él; se notaba. Un compañero
canario, que me ha escrito, como lo están haciendo otros para mostrarnos su estupor y su tris-
teza por la desaparición de Rafael, me dice que una de las razones de que siempre se llevara
tan bien con él era que ambos eran isleños y les gustaba el mar y navegar.
Pero Rafael se quedó en Madrid y se convirtió en uno de los mejores especialistas de
Madrid. Lo he dicho ya y lo repito ahora: Rafael Mas era una autoridad indiscutible e indis-
cutida en estudios urbanos y madrileños, una referencia indispensable para geógrafos, histo-
riadores de todo tipo, científicos sociales, arquitectos, urbanistas, ingenieros, planificadores,
políticos. Es indiscutible.
Habrá tiempo para hacer semblanzas rigurosas de Rafael Mas y para analizar su obra.
Hoy, en estas difíciles palabras, sólo quiero decir claro y alto tres cosas: Rafael era un gran
profesor y un gran profesor de geografía; Rafael era un gran investigador; Rafael era una gran
persona y un gran amigo.
Rafael Mas ha sido un gran profesor. El día 24 de enero, cuando le despedíamos, una pro-
fesora de historia, actual vicerrectora, le contaba desolada a uno de sus hijos que ella había
sido alumna del primer curso en el que Rafael Mas dio clase y que estuvo a punto de estudiar
geografía por él. Julio, el hijo de Mas, le preguntó: y ¿cómo era mi padre en clase? a lo que
le contestó: «muy serio, muy serio pero muy cordial, muy seguro». Serio, porque hay que
serlo, porque un profesor no es un compañero de juegos, tiene cierta responsabilidad ser pro-
fesor, se necesita concentración, pero afectuoso, cordial siempre, amigo.
Pero Rafael era además un profesor seguro, de conocimiento auténtico, sin contempla-
ciones con las modas. Sabía y manejaba muy bien las claves de nuestro oficio, el conoci-
EN RECUERDO DE
JOAQUÍN GONZÁLEZ VECÍN1
(Villasinde, 7 de julio de 1945 - Madrid, 6 de abril de 2003)
Es relativamente fácil recordar, pero es difícil escribir lo que se siente ante la pérdida de
una persona con la que has convivido de manera casi continuada en los últimos treinta
años.
Avanzando la primera mitad de los setenta llegó Joaquín González Vecín a León, al enton-
ces Colegio Universitario con sus secciones de Derecho y de Filosofía y Letras y dependiente
de la Universidad de Oviedo. Algunos de los que después fuimos sus compañeros (en Geo-
grafía, en Historia), tuvimos en aquel momento el primer contacto con un berciano que lle-
gaba desde Toledo después de un largo viaje por Madrid: “Joaco” se nos metió rápidamente
en el corazón como profesor y como amigo.
Del Bierzo arrastraba Joaquín una larga nostalgia y cierta retranca muy cercana al humor
gallego, con sorna a veces, chispeante y oportuna las más, que era capaz de poner la nota de
distensión en el ambiente más enrarecido y que no perdió ni siquiera en los momentos más
difíciles de su lucha contra la enfermedad. Siempre conservó un amor especial por la tierra
donde vio sus primeras luces, sobre todo en los últimos años: Villasinde, allá en la montaña
donde no se sabe bien qué es León y qué es Lugo.
Su estancia en Madrid (“donde aprendí a hablar castellano”, le gustaba recordar) le
aportó una sólida formación en lo humano y en lo intelectual; para empezar, el Instituto;
luego, la Universidad Complutense, donde, entre otros, el privilegiado magisterio de
D. Manuel de Terán le imprimió un marchamo del cual se proclamaba orgulloso.
Primero la carrera de Filosofía y Letras (Sección de Geografía e Historia, culminada en
1972), después la Tesina sobre Villafranca del Bierzo en el Catastro de Ensenada y, final-
mente, la Tesis Doctoral que defendió en la Facultad de Geografía de la Universidad Com-
plutense de Madrid en diciembre de 1982, (Geografía Social y Económica del Bierzo, la
última que dirigió D. Manuel de Terán) le forjaron como geógrafo interesado en la interpre-
tación y en la explicación del espacio en términos históricos, de correlación de fuerzas de los
1 En el momento de edición del presente número monográfico del Boletín se recibió la triste noticia del falle-
cimiento de Joaquín González Vecín, compañero de la Universidad de León. La Asociación de Geógrafos Españo-
les se suma al sentimiento de duelo por su pérdida y reproduce la presente nota de recuerdo a su figura y obra del
profesor José Cortizo Álvarez.
poderes dominantes, a la luz de una interpretación estructuralista de la Historia, pero sin caer
en mecanicismos. Esta línea de pensamiento tiene en El Bierzo un campo de experimentación
privilegiado (como Joaquín solía recordar, “no hace tanto que aquí se redimieron los foros”);
así lo entendió nuestro compañero y así lo puso de manifiesto no solamente en el desarrollo
de su Tesis, sino también en otros trabajos, conferencias y en cada ocasión que tuvo para
hablar de este tema.
Como testigo mudo que fui de la elaboración de su Tesis Doctoral, una revisión geo-
gráfica de la historia del Bierzo, doy fe de la rigurosidad de pensamiento y del nivel de exi-
gencia que se impuso en su labor investigadora: no hubo párrafo escrito que no tuviese su
refrendo en una abundante y contrastada documentación, bibliográfica y de archivo; no
hubo conclusión que no fuera extraída de un largo proceso de reflexión, de escritura y rees-
critura.
Sin embargo, esta tarea investigadora, que tenía mucho de autodisciplina, no se vio refle-
jada en una abundante producción escrita: este sentido, como en tantos otros, Joaquín no
estuvo nunca preocupado por “hacerse un nombre” en la comunidad de geógrafos, por crecer,
por ocupar un puesto (a pesar de ello fue Vicedecano de nuestra Facultad), por el escalafón;
le satisfacía sentirse honrado con los suyos, con su profesión y, principalmente, consigo
mismo y su ideología; sobraba cualquier otra preocupación profesional.
A pesar de lo anterior, la imagen que nos queda de Joaquín no es la de la pasividad;
nada más alejado de la realidad. Joaquín contribuyó con su labor, desde su incorporación al
Colegio Universitario, a la implantación y consolidación de la Geografía en la Universidad
de León; sus sugerencias llenaron huecos en la bibliografía del Departamento de Geogra-
fía; su colaboración hizo posible la realización de algunos eventos (recordemos el V Colo-
quio Ibérico de Geografía) y la publicación de Polígonos. Revista de Geografía, de la que
fue director.
Y cómo olvidar en su periplo vital la relación con Portugal: viajes personales al margen,
la asistencia de Joaquín a congresos y acampamentos de Geografía (Gerês, Monsanto) y la
relación con los colegas portugueses ayudó de manera sustancial a acortar las distancias
entre dos comunidades de profesionales que durante mucho tiempo habían viajado de espal-
das entre sí. En su querida tierra lusa deja grandes amigos.
Lector infatigable, una de sus íntimas preocupaciones docentes era transmitir a los alum-
nos la experiencia vivida y leída, tanto o más que el estricto cumplimiento del contenido del
programa de una asignatura. Sus clases tenían mucho de vida y poco, muy poco, de lección
magistral. Sus viajes de estudio y su docencia imbuyeron a muchos de sus alumnos de la
inquietud cultural que a él le dominaba.
Ante todo, Joaquín era un espíritu rebelde que aborrecía la burocracia y los corsés admi-
nistrativos, que asumía como un mal menor, pero ante los que siempre se sintió como un
pájaro enjaulado. ¿Indisciplinado?, quizá; ¿insolidario?, ¡nunca!: siempre hizo suyas y
defendió las causas que consideraba justas, sobre todo las relacionadas con los sectores socia-
les con menor capacidad de respuesta y de contestación.
La inquietud política y el compromiso social que asumió hicieron posible que, gracias a
su talante, fuera durante dos legislaturas (1991-1999) el único representante de Izquierda
Unida en el Ayuntamiento de León. En el Consistorio dejó una huella imborrable en cuantos
compartieron plenos y comisiones con aquel fumador de pipa que siempre tenía a mano una
frase certera, capaz de romper el aire helado, provocar la sonrisa y hacer que la discusión
política volviese a los cauces razonables.
La militancia activa en el sindicato Comisiones Obreras fue otro campo en el que nuestro
colega Joaquín se fajó en la lucha por un mundo que juzgaba injusto en muchos de sus ámbi-
tos y manifiestamente mejorable en la mayoría de sus aspectos. También aquí su memoria
perdurará por mucho tiempo.
Como hombre bueno que fue, por encima de cualquier otra consideración, de Joaquín
recordaremos siempre su calidad humana, su facilidad para hacerse querer, su responsable
compromiso y, fundamentalmente, su lucha hasta el final con la sonrisa en los labios, la ilu-
sión intacta y la palabra justa con la que era capaz de hablar de su estado y, curiosamente,
darte ánimos.
El objetivo central es mostrar como los procesos de cambio ambiental son un hecho irre-
vocable, y demostrar algunas de sus manifestaciones principales. Se presenta la discusión de
un marco conceptual sobre las tendencias metodológicas más modernas, a partir de la pro-
fundización en el debate entre las ciencias sociales y las ciencias experimentales, entre el dis-
curso naturaleza-cultura y las últimas reflexiones sobre los nuevos complejos
interdisciplinarios basados en enfoques híbridos, desde la perspectiva de la geografía y de las
jóvenes ciencias ambientales.
La hipótesis central se fundamenta en el hecho que, en el macizo del Montseny, se expre-
san de forma notoria tres de las principales manifestaciones del cambio ambiental global:
cambio de usos, cambio climático y nuevos procesos bioinvasores.
La metodología propuesta se inspira en el esquema de trabajo formulado desde el pro-
grama LUCC: Land Use/Land Cover Change, a partir del análisis de las cubiertas del suelo y
los usos del suelo. Se analizan las fuerzas inductoras de carácter biofísico y las fuerzas induc-
toras de carácter socioeconómico y se incorpora la perspectiva histórica como elemento de
comprensión de las dinámicas actuales.
El inicio del análisis comparativo se fundamenta en el trabajo del geógrafo Salvador Llo-
bet y se aplica una metodología inicial basada en el trabajo documental y en los registros
efectuados a lo largo de muchos años. Una fracción muy notoria del trabajo es de base
experimental, fundamentado en el trabajo de campo, muestreando parcelas representativas y
en el que se han aplicado análisis multivariantes. El trabajo muestra de manera documentada
el aumento de la temperatura en 1,2˚C en los últimos 50 años. Procesos bioinvasores moder-
nos protagonizados por coníferas exóticas y un progresivo proceso de mediterranización de
las cubiertas atlánticas y centroeuropeas y un incipiente desplazamiento de éstas en detri-
mento de las boreoalpinas. La investigación se amplia con un análisis diacrónico compa-
rando imágenes de los años 40, realizadas por el geógrafo Salvador Llobet, con imágenes
actuales.
299
Tesis doctorales
SERRA RUIZ, Pere: Dinámicas del paisaje agrario en el Alt Empordà (1977-1997). Un
análisis a partir de la teledetección y de los sistemas de información geográfica. Depar-
tamento de Geografía. Universitat Autònoma de Barcelona. Junio de 2002. Directores Dr.
David Saurí Pujol y Dr. Xavier Pons Fernández.
La tesis doctoral presenta una innovadora metodología para analizar las dinámicas pai-
sajísticas de veintiún municipios del Alt Empordà (nordeste de Catalunya). Básicamente, se
han usado, conjuntamente, un elevado grupo de herramientas, desde las tradicionales propias
de la geografía histórica y de la fotointerpretación de fotografías aéreas hasta las más recien-
tes como la teledetección y la aplicación de la estadística espacial a través de un SIG. Sucin-
tamente ha implicado los siguientes procesos:
nos ha permitido cuantificar la evolución territorial del área de estudio con una profundidad
y exactitud anteriormente inimaginable.
REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS
SERRA, P.; PONS, X.; SAURÍ, D. (En prensa): «Post-classification change detection with
data from different sensors. Some accuracy considerations». International Journal of
Remote Sensing.
SERRA, P.; PONS, X.; SAURÍ, D. (2001): Protocolo para la detección de cambios a través
de diferentes sensores. A: Rosell, J.I.; Martinez-Casasnovas, J.A. (Ed). Teledetección.
Medio Ambiente y Cambio Global. Lleida, IX Congreso Nacional de Teledetección, Uni-
versitat de Lleida, 97-100.