Carey John para Que Sirven Las Artes PDF
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SIRVEN
LAS John Carey
DEBATE
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¿Para qué sirven
las artes?
JOHN CAREY
Traducción de
TERESA ARIJÓN
DEBATE
Carey,John
¿Para qué sirven las artes? - 1* ed. - Buenos Aires :
Debate, 2007.
288 p.; 22x15 cm. (Ensayo)
ISBN 978-987-1117-32-1
IMPRESO EN LA ARGENTINA
www.sudamericanalibros.com.ar
ISBN 978-987-1117-32-1
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relevantes que llegaban a la redacción del New Yorker. Gracias a sus
amables sugerencias, las horas que pasé en las bibliotecas me parecie
ron mucho menos solitarias. El interés y la constante atención de mi
esposa Gilí —quien leyó y criticó el manuscrito desde un principio—
también han sido esenciales para mi labor.
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INTRODUCCIÓN
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¿PARA QUÉ SIRVEN LAS ARTES?
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INTRODUCCIÓN
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PRIMERA PARTE
Capítulo Uno
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¿QUÉ ES UNA OBRA DE ARTE?
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Todo novio ve bella a su novia al pie del altar, y es muy posible que él
sea la única persona que la ve así. Y el hecho de que el gusto indivi
dual por esta clase de belleza no admita reglas fijas podría considerarse
un golpe de suerte para ambas partes.
También queda claro que, para Hegel, “lo Divino” sólo se revela
en el arte europeo:
Por otra parte el arte europeo, al ser verdadero, nos hace mejores/
personas. Es “en verdad la institutriz primordial de los pueblos” yl
educa “encadenando e instruyendo los impulsos y pasiones”, y “eli-'
minando la brutalidad del deseo”.
Schopenhauer, otro beneficiario de las teorías de Kant, también
aportó su grano de arena a las ideas occidentales de arte alto. Sostenía
que, en la pura contemplación del objeto estético, el observador
abandonaba por completo su personalidad y se transformaba en “un
claro espejo de la naturaleza interior del mundo”. Ni siquiera era
necesario que el objeto en cuestión fuese una obra de arte. Bastaba un
árbol, o un paisaje. Al permitir “que toda su conciencia se colme en
* ■ — m u d a contemplación”, el observador deja de ser él mismo y se vuel- -
ve indiferenciable del objeto. Más aún, lo que ve ya no es el objeto. Es
la idea platónica —“la forma eterna”— de que está hecha la natura
leza interior del mundo. Sin embargo, Schopenhauer nos advierte
que este logro notable no está al alcance de todos. Hay que tener
—% dones especiales. El mortal común, a quien describe con desprecio
como “esa manufactura de la naturaleza, que produce por miles cada
día”, jamás podrá aspirar a alcanzar el estado de contemplación pura
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obra de arte, cosa que bien podría ocurrir. Danto habría respondido:
“Esa corbata no es una obra de arte, por mucho que usted piense lo
contrario; y no es una obra de arte porque el mundo del arte no la
consideraría como tal”. Es probable que esta respuesta no satisfaga al
devoto padre. ¿Pero debería satisfacernos a nosotros? En efecto, la res
puesta de Danto es una versión de la solución religiosa que aludí al
comienzo. Una persona religiosa, suponiendo que concordara con
' Danto, diría: “Dios no considera que la corbata del niño sea una obra
de arte”. Danto dice: “El mundo del arte no considera que la corbata
del niño sea una obra de arte”. Esencialmente es la misma respuesta,
dado que apela a una autoridad trascendente cuyo veredicto no
puede ser cuestionado y cuya decisión automáticamente anula todas
las opiniones subjetivas y personales. Para Danto, la gente de buen
gusto es congénitamente superior: una raza aparte. El buen gusto no
'¡ se aprende, afirma, es un don.
Llegado a este punto, creo pertinente agregar que la fe de Danto
I en las decisiones del mundillo artístico se extiende a otras artes ade-
I — m á s de la pintura. Por cierto, se aplica a todas las artes. Hay un mundo
ti de la música que decide qué es música y qué es sólo ruido, un mun-
* do de la danza que diferencia la danza del mero movimiento, y un
f mundo literario que reconoce la verdadera literatura. Para Danto,
estas distinciones son reales y definidas. “El relato periodístico”, afir-
■' ma, “contrasta de manera contundente con los relatos literarios por
que no es literatura”. Según parece, en algunos casos más de un
equipo de expertos tendrá que juzgar si lo es o no lo es. Danto cita la
obra de Robert Morris, “Box with the Sound of Its Own Maldng”
(1961), una caja alta de madera que tenía dentro un grabador de cinta
que reproducía martillazos y ruidos de serruchos. Como fenómeno
visual y auditivo esta obra podría calificar, presuntamente, como
música o como escultura. La guía telefónica de Manhattan también
podría, según Danto, ser considerada una obra de arte en las más
¡ diversas categorías. Podría ser una novela de vanguardia, una escultu-
; ra de papel o un álbum de estampas. Pero, como en el caso de la cor
bata azul pintada, sólo la validación del mundo artístico podría
transformarla en arte.
El de la corbata pintada puede parecer un ejemplo trivial. Pero
la confrontación entre Danto y el padre del niño sirve como modelo
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to mismo. Cualquier cosa puede ser una obra de arte. Lo que la_con-
vierte en obra de arte es que alguien piense que lo es. Para Danto, ¿se
alguien debe ser miembro del mundillo artístico. Pero ya nadie,
excepto el mundillo artístico, lo cree así. El mundo del arte ha perdi
do credibilidad. El electorado se ha expandido; por cierto, se ha vuel
to universal. Mi respuesta a la pregunta “¿Qué es una obra de arte?”
es: “Una obra de arte es cualquier cosa que alguien haya considerado
alguna vez una obra de arte, aunque sea una obra de arte sólo para ese
alguien”. Además, los motivos que nos llevan a considerar que algo es
una obra de arte son tan diversos como diversos son los seres huma
nos. A mi leal entender, ésta es la única definición lo bastante amplia
como para abarcar, por una parte, “La Primavera” y la Misa en Do
Menor, y, por la otra, una lata de excremento humano y una corbata
azul pintada por un niño.
De esto se desprende que el antiguo uso de “obra de arte” como
término elogioso —que implica la membresía de una categoría
exclusiva— se ha vuelto obsoleto. La idea de que con sólo decir que
algo es una obra de arte estamos confiriéndole una suerte de sanción
divina es hoy tan respetable a nivel intelectual como creer en los
peces de colores.Tras el incendio del depósito Momart y la indiferen
cia de la reacción pública,Tracey Emin dijo por radio que sus amigos
extranjeros la habían compadecido por vivir en un país donde las
obras de arte tenían tan poco valor. Ahora estamos en condiciones de
ver que su indignación y la de sus amigos, aunque comprensible, deri
vó de una simple malinterpretación del pensamiento moderno. Emin
y sus amigos suponen la existencia de una categoría aparte de cosas
llamadas “obras de arte” (a la cual, según creen, pertenece la produc
ción de Emin) que son intrínsecamente más valiosas que aquellas
cosas que no son obras de arte, y que^enconsecuencia, merecen res
peto y admiración universales. Hoyrabemosjque estos supuestos ori
ginados a fines del siglo XVIII ya no tienen vigencia ni valor en
nuestra cultura. La pregunta “¿Esto es una obra de arte?” —formula
da con enojo, indignación o simple perplejidad— sólo puede tener,
hoy, una respuesta: “Sí. si usted cree que lo es: no. si usted cree que no
1q_£s”. Si esto parece lanzarnos de cabeza al abismo del relativismo, lo
único que puedo decir es que en realidad siempre hemos estado en el
abismo del relativismo... suponiendo que sea un abismo.
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Í que sé que me están mirando tan de cerca como yo las miro a ellas”.
Los prejuicios que exhibe Winterson son, sin duda alguna, tradi
cionales. Pero no dejan de ser prejuicios. El disgusto por las “cosas de
fábrica” data —vía el movimiento de artes y artesanías— de William^—
Morris, y culmina en Carlyle. La noción de que algo se puede ver
“como es en realidad” tiene cierto tufillo a Matthew Arnold, e igno
ra de plano la idea moderna de que la mirada depende del que mira.
Winterson no confiesa por qué entiende que su manera de
mirar es superior, pero es evidente que la considera así, además
de pensar que su madre y los amigos de su madre serían mejores si se
pareciesen un poco a ella. Estos supuestos están a la orden del día
entre los adalides del arte alto. Están convencidos de llevar vidas ple
nas y felices, y seguros de que si las masas ignaras compartieran sus
gustos artísticos también serían ricas y felices. De hecho, la situación
que Winterson describe parece ser satisfactoria tanto para ella como
para su madre. Le da una razón para sentirse superior, cosa que clara
mente necesita, y le da a su madre una manera de compartir placer
con sus amigos. Si su madre y amigos se volvieran adeptos a la clase
de arte que venera Winterson, es probable que también lo disfrutaran,
dado que disfrutan el solo hecho de compartir. Pero Winterson ten-
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dría que encontrar una nueva razón para sentirse superior. En cual
quier caso, la omisión más flagrante en que incurre es no reconocer
que de hecho ignora^el placer y la satisfacción que su madre y amigos
Obtienen del arte que prefieren, dado que no puede acceder a la con
ciencia de ninguno de ellos.
Las divisiones sociales y culturales de esta índole son inherentes
a la idea misma de arte alto. Este arte sólo puede ser “altó” en compa
ración con otro arte, que es “bajo”. Como afirma Ellen Dissanayake ,
en su libro What IsArt For?, este concepto de arte no sólo es relativa-
t mente reciente, sino también aberrante desde la perspectiva de la evo- é—
Ulución humana. El enfoque de Dissanayake es etológico (es decir que
está interesada en cómo los animales —entre otros, los animales
humanos— sobreviven en su medio ambiente) y analiza la contribu
ción del arte a la selección natural. No le interesa nuestro culto pos
kantiano del arte como contemplación espiritual solitaria, sino una
vasta miscelánea de prácticas, que van desde la pintura del cuerpo
•hasta la decoración de las armas en las primeras sociedades humanas.
Todas estas formas artísticas tempranas, observa Dissanayake, eran
comunitarias, reforzaban la cohesión del grupo y contribuían a ase
gurar su supervivencia. Las tendencias separatistas del arte alto les son
completamente ajenas.
Es difícil encontrar un principio único que vincule estas diver
sas prácticas artísticas. Pero la tendencia de comportamiento que
todas comparten, según Dissanayake, es “hacerlo especial”. Hacer
que algo sea especial equivale a colocarlo en un plano distinto del
cotidiano. Ésta no es una actividad exclusivamente humana. El tiloro-
ninco^que construye pequeños palacios para seducir a la hembra, está *
naciendo algo especial en términos de Dissanayake. Su teoría es que
. las comunidades humanas que hicieron cosas especiales sobrevivieron
“*^mejor que aquellas que no las hicieron, porque el esfuerzo realizado
convencía a las demás —y a ellas mismas— de que la actividad—la
fabricación de herramientas, por ejemplo— valía la pena. La función
del arte era volver física y emocionalmente gratificantes aquellas acti-
vidades que eran importantes para la sociedad en su conjunto, y por
eso desempeñó un papel relevante en el proceso de selección natural.
Numerosas evidencias antropológicas respaldan la teoría de
Dissanayake. En su investigación sobre los esquimales o inuit de Amé-
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La moda debería ser considerada un síntoma del gusto por el ideal que
flota sobre la superficie de todas las banalidades toscas, terrestres y des
preciables que la vida natural acumula en el cerebro humano. [...] Toda
moda es un renovado esfuerzo, más o menos feliz, hacia la Belleza, una
suerte de aproximación a un ideal por el que la desasosegada mente
humana siente un hambre apremiante.
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moflía del té, con su choza de paja y sus utensilios simples, libera a
través de la renunciación. Así lo explica DaisetzT. Suzuki:
El dondiego de día, que dura sólo unas pocas horas de la mañana esti
val, tiene la misma importancia que el pino de tronco nudoso que
desafía las heladas en invierno. Las criaturas microscópicas son manifes
taciones de la vida como el elefante o el león. De hecho poseen más
vitalidad, pues aunque las otras formas vivientes desaparecieran de la
superficie de la tierra, los microbios continuarían existiendo. Quién
negaría entonces que cuando bebo té en mi sala de té estoy bebiendo
con él el universo entero, y que el instante preciso en que me llevo el
cuenco a los labios es la eternidad misma que trasciende el tiempo y
el espacio.
No hay nada misterioso en las formas de artemdo, pues son los reco
nocibles y familiares devaneos del ensueño egocéntrico. El arte bueno,
al mostrar cuán distinto se ve el mundo desde una perspectiva objeti
va, muestra lo difícil que es ser objetivo. Ofrece una visión realista de
la condición humana bajo una forma que se puede contemplar cons
tantemente.
f Sin duda todos hemos sentido algo parecido alguna vez. ¿Pero se
trata realmente de una evasión del yo, como supone Murdoch? Su
3$ manera de ver el cernícalo está condicionada por sus circunstancias
culturales. Para ella es un emblema de libertad y esplendor, como el
3 pájaro del poema “El cernícalo”, de Gerard Manley Hopkins. Pero
(j imaginemos que Murdoch no es una académica bien alimentada y
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V,
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vehículos de entretenimiento o propaganda, porque en esos casos la
'unción del público es meramente receptiva y no cocreativa”. Carroll
cita este pasaje y observa que la pasividad es una de las acusaciones
■ 1 más frecuentes contra el público del arte de masas. Mientras muchos
proclaman a los cuatro vientos que el arte alto exige un “espectador
.activo”, el arte de masas es consumido en un estado de receptividad
' ^¿►supina y, con el tiempo, las facultades discriminatorias del público se
1 a t r o f i a n por falta de uso. Para contrarrestar este argumento Carroll
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f éión son obvias. Jonathan Glover las analiza desde una perspectiva
filosófica en What Sort of People Should There Be? (aunque sin aludir
'alHartman, quien todavía no había escrito su libro). A Glover le gusr
Spalcncontrar una razón para pensar que una vida ilustrada —como
.íJí¡¡|Me él lleva— es_indiscutiblemente superior. Nos damos cuenta
• por su manera de referirse a otra gente. Por ejemplo, admite que pro-
veer de alimento y refugio a las masas hambrientas del mundo puede
ifíjjiarecer más importante que la cultura o la filosofía. Pero luego se pre
gunta qué sentido tiene proporcionarles alimento y refugio “si lo
iónico que les espera es trabajar toda su vida en una compañía de
’^guros”. La arrogancia de sus palabras haría empalidecer a un muer-
-to. ¿Qué derecho tiene Glover a suponer que una vida de trabajo en
"í,í.dna compañía de seguros tiene menos valor que la suya? Pero al
K|!p;enos su arrogancia sirve para advertirnos que, si existe alguna clase
. * fundamento racional para la sensación de superioridad, Glover la
|encontrará.
• Para contribuir a la investigación introduce un concepto llama
do “calidad de vida”. Este concepto parece prometedor en cuanto a
demostrar que ciertas actividades son preferibles a otras. Porque si
mejoran —o empeoran— nuestra calidad de vida, tendremos una
base confiable para evaluarlas. Lamentablemente, lo que sería una
. •ftejor o una peor,.calidad de vida depende una vez más del juicio
xubjetivo. Glover está contento de que así sea y canta loas a la impo-
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ro cultural del que la raza humana no debía ser privada, todo indi
caría que poco le importaba a Shakespeare si sus obras sobrevivían
o no.
Descalificarlas opiniones deVoltaire,Darwin,Tolstoi y afines por
estúpidas y ciegas, e insistir en que nuestra propia estimación del valor
ijW universal de Shakespeare es la correcta, es no comprender que las cul-
| —^ turas cambian y que sus' convicciones más fundamentales cambian
con ellas. Si queremos encontrar algo que tenga importancia “univer-
ky sal” en nuestra cultura, es probable que lo encontremos en la ciencia
y TicrérTel arte. En su libro El capellán del diablo, Richard Dawkins_—
imagina que unas criaturas superiores de otro sistema solar (tienen
**""
que ser superiores, advierte, para haber llegado aquí) aterrizan en
nuestro planeta y se familiarizan con nuestros caballitos de batalla
intelectuales. Según Dawkins, es improbable que Shakespeare —o
cualquier aspecto de nuestro arte y nuestra literatura— signifique
algo para ellos, dado que no tienen nuestras experiencias ni nuestras
. emociones humanas. Del mismo modo, si ellos tienen una literatura o
un arte, es probable que resulten completamente ajenos a nuestra sen
sibilidad humana. Pero las matemáticas y la física son otra cosa. Daw-
| . kins sospecha que, aunque los viajeros intergalácticos consideren bajo
\ nuestro nivel de sofisticación en estas disciplinas, siempre habrá un
¡Ifc. terreno común. “Estaremos de acuerdo en que ciertas preguntas del
\s í universo son importantes, y casi con certeza estaremos de acuerdo en
,',„r lias respuestas a muchas de esas preguntas.”
jfit, Nada de esto da motivos para desvalorizar a Shakespeare, por
supuesto. Pero sí nos recuerda que no tiene sentido hablar del valor
“universal” de su arte o el de cualquier otro. El valor de Shakespeare
tampoco se puede establecer por “consenso”, ya esté basado en de-
‘ mocráticas hileras de cabezas a contar o restringido a la opinión de
los ilustrados e inteligentes de todas las eras. Más de un siglo después
de su muerte, muchos de estos “elegidos” no consideraban que sus
obras fueran en absoluto arte “alto”. El hecho de que alguna vez
hayan sido arte popular despreciado por los intelectuales y que hoy
sean arte alto indica que las diferencias entre arte alto y arte popular
no son intrínsecas sino culturalmente construidas.^—
La investigación de Jonathan Glover —que proponía la teoría^—
del consenso como posible respuesta a la pregunta sobre qué clase de
ijgg¿
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m Capítulo Tres
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guio mucho más largo y angosto que el anterior. Los biólogos lo lla
man “Efecto Cambio Extremo” y Ramachandran y Hirstein creen
que explica numerosos aspectos del arte. En efecto, sugieren a dúo,
todo arte es caricatura. Selecciona y exagera ciertos rasgos. Por ejem
plo, el dibujo evocativo de un desnudo femenino acentuará “aquellos
atributos de las formas femeninas que nos permitirán diferenciarlo de
una figura masculina”. O también podría ser una caricatura “color-
espacio antes que forma-espacio”. Un desnudo de Boucher—con sus
tonos de piel rosados intensos— es, según Ramachandran y Hirstein,
una caricatura color de este tipo. “Lo que el artista intenta hacer”
insisten, “no es apenas capturar la esencia de algo, sino también am
pliarla para activar más poderosamente los mismos mecanismos neu-
rales que serían activados por el objeto original”.
Hasta el arte abstracto, especula el dúo, puede emplear estímulos
supranormales para excitar las áreas cerebrales de la forma con más
potencia que el estímulo natural. Mencionan un famoso experimen
to con pichones de gaviota realizado por Nikko Tinbergen en 1954.
Los pichones piden alimento picoteando el pico de la madre, que
tiene un punto rojo en la punta. Tinbergen descubrió que también
picoteaban un palo con un punto rojo, y, mucho más vigorosamente
aún, un palo con tres franjas rojas. Este superpico es, para Ramachan
dran y Hirstein, una caricatura “pico-espacio” que calificaría como
Una gran obra de arte en el mundo de las gaviotas. Del mismo modo,
creen que algunas formas de arte, como el cubismo, pueden captar o
caricaturizar ciertas “formas primitivas innatas” que en este momen
to no comprendemos. Lo mismo que los girasoles de Van Gogh o los
nenúfares de Monet. Podrían ser el equivalente “espacio-color” del
palo con las tres franjas, puesto que “excitan las neuronas visuales que
representan recuerdos en color de aquellas flores, con mayor eficacia
que un girasol o un nenúfar reales”.
Además de postular que todo arte es caricatura, Ramachandran
y Hirstein proponen otras “leyes de la experiencia artística” basadas
en la ciencia. El reconocimiento de objetos en la primera etapa del
desarrollo humano ilustra la necesidad de aislar una modalidad visual
Unica antes de ampliar la señal de esa modalidad, y “es por esto que
un boceto o un dibujo lineal son más eficaces como ‘arte’ que una
fotografía color”. Del mismo modo, las células de la corteza visual
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tazo para comprobar que muy pocas esculturas o pinturas son simé
tricas, de modo que cualquier explicación biológica del arte tendrá
que encontrar las razones por las que se evita la simetría, no las de su
búsqueda. Sin embargo, antes de catalogar a Ramachandran y Hirs
tein como “el Gordo y el Flaco de la neuroestética” debemos recor
dar que ambos son académicos notables: Ramachandran es profesor
de Neurociencia y Psicología en la Universidad de California; Hirs
tein, profesor de Filosofía en laWilliam Paterson University. Y es por
eso que la desesperante ineptitud de su teoría ilustra la dificultad
de aplicar la investigación científica al arte, aun cuando provenga de
mentes preclaras.
Todos los pensadores analizados hasta ahora buscaron una clave
para “explicar” científicamente el arte. Es una búsqueda de larga data.
La noción de que el universo está basado en principios matemáticos
era una idea platónica, que la cristiandad asimiló rápidamente. San
Agustín decía que en toda arte hay un ritmo inmutable y eterno que
proviene de Dios. El ritmo puede estar en el tiempo, como ocurre en
la música, o en el espacio, como en las artes visuales. Todos los obje
tos naturales, los árboles por ejemplo, comparten el mismo ritmo.
Según Agustín, “un sistema numérico profundamente abstruso” con
trola su crecimiento y subyace a toda la creación.
Los intentos de descubrir este factor clave por vía científica lle
garon mucho más tarde. La estética experimental comenzó en 1871,
cuando Fechner colocó dos versiones de la Virgen del burgomaestre
Meyer de Holbein, una al lado de la otra en un museo de Dresden, y
les pidió a los visitantes que escribieran cuál les parecía más valiosa. El
experimento fracasó por dos motivos: fueron pocos los visitantes que
respondieron, y muchos de los que lo hicieron malinterpretaron las
instrucciones de Fechner. No obstante, fue el noble antecesor del
gran corpus de investigación conductista de la segunda mitad del
siglo XX, que se consagró a registrar las reacciones de los espectado
res ante diversas formas, colores y sonidos. El conductismo es limita
do porque puede registrar las preferencias, pero no las explica. Y
además es rudimentario. Sería inconcebiblemente difícil el progreso
de registrar las respuestas humanas a las formas, los colores y los soni
dos a explicar el efecto que las pinturas, las sinfonías o las óperas cau
san en los espectadores, dado que las obras de arte no sólo están
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mas con más perfección que el original”. Zeki toma estos dichos al
pie de la letra... y a mi entender se equivoca. Llega a la conclusión de
que lo que hacen los artistas es pintar objetos representativos o com
puestos. El artista que pinta un árbol intentará que sea la suma de
todos los árboles posibles, la esencia de la “arboreidad”. “En términos
neurológicos, el gran arte podría entonces definirse”, aduce, “como
aquel que más se acerca a mostrar tantos aspectos de la realidad, y no
de la apariencia, como sea posible, y de este modo satisface la búsque
da de esencias del cerebro”. Cuando Zeki prefiere la realidad del
árbol a su apariencia, retoma la idea platónica de una “arboreidad”
esencial opuesta a los numerosos árboles individuales —algunos gran
des, otros pequeños; algunos con hojas, otros sin hojas— que el siste
ma visual capta a lo largo de su vida.
Esta cualidad compuesta o representativa no sólo se aplica a los
objetos —prosigue Zeki— sino también a las situaciones que pintan
los artistas. Al pintar una situación festiva el artista buscará capturar sus
“rasgos comunes”, de modo que la pintura sea representativa de
“todas o un gran número” de ocasiones festivas. Las grandes obras
de arte son aquellas que logran cumplir esta función representativa.
Las situaciones que retratan se asemejan a muchas otras situaciones
del mismo tipo, y Zeki menciona la “Mujer ante el clavicordio” (tam
bién llamada “La lección de música”) de Vermeer (en la Royal
Collection) como ejemplo de gran obra de arte que cumple estos
requisitos. Según Zeki, esta pintura es ambigua y misteriosa. El cere
bro no puede responder las preguntas que plantea. Desconocemos la
relación entre los dos personajes y tampoco sabemos si se trata de un
encuentro feliz o desdichado. De allí que podamos reconocer en esta
pintura “la representación ideal de muchas situaciones”.Y es precisa
mente esto lo que la vuelve grande.
No me parece un argumento convincente. En primer lugar no
se puede afirmar que Vermeer, para producir una pintura ambigua y
misteriosa, haya trabajado como —según Zeki— trabaja el sistema
visual. La meta del sistema visual es evitar la ambigüedad. Busca deci
dir qué es y qué no es un árbol. Si no puede decidirlo, experimenta
ansiedad. La ambigüedad, cualquiera sea su valor en el arte, es pertur
badora en la vida real. Uno de los experimentos realizados en el labo
ratorio de Pavlov en 1927 consistía en mostrarle a un perro un
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sión. Si las obras de arte son buenas porque se asemejan a las ideas
platónicas, y si las ideas platónicas contienen innumerables formas
posibles, entonces una obra de arte inconclusa debe ser mejor por
que el observador puede imaginarla terminada en innumerables for
mas posibles. Por otra parte, si el criterio que define una gran obra
de arte es la libertad que otorga al sistema visual para que éste apor
te imágenes de su propia cosecha de recuerdos, entonces la mayor
obra de arte no sería en absoluto una obra de arte porque dejaría al
sistema visual en completa libertad. El propio Zeki parece haber lle
gado a esta misma conclusión, por cierto. En sus últimos años,
Miguel Angel abandonó el arte para volcarse a la religión, lo cual
indicaría —en opinión de Zeki— que llegó a advertir la futilidad de
las obras de arte comparadas con el casi infinito espectro de recuer
dos almacenados en el cerebro.
La última objeción que formularemos al ejemplo de Vermeer
dado por Zeki es que la reputación de pintor extraordinario de que
goza Vermeer es de hecho muy reciente. Dos siglos después de su
muerte nadie lo consideraba un artista destacado. En vida conoció el
elogio de sus contemporáneos de Delft, pero luego desapareció del
mapa. Sus pinturas cambiaban de mano por sumas irrisorias y a
menudo eran atribuidas a otros artistas. Las historias de la pintura
holandesa del siglo XVIII rara vez lo mencionan. El gran crítico suizo
Jakob Burckhart, en una conferencia sobre arte holandés pronuncia
da en 1874,1o descalificó por considerarlo un pintor de “mujeres que
leen, escriben cartas y hacen cosas por el estilo”. La falta de recono
cimiento estuvo acompañada por los consabidos rigores financieros.
Vermeer murió repentinamente en 1675, en un acceso depresivo, y su
esposa le achacó la culpa a las preocupaciones financieras. El panadero
de Delft recibió dos Vermeer —la “Dama que escribe una carta con su
doncella” y “El guitarrista” (por los que hoy se pagarían sumas inima
ginables)— en pago de la cuenta del pan de la familia Vermeer. Estos
hechos históricos son un plus para quienes creen en el genio atempo-
ral y vuelven improbable que el éxito de Vermeer esté directamente
relacionado con la neurología del sistema visual humano —dado que
nadie supone que éste haya cambiado en los últimos tres siglos—.
Tras haber explicado la grandeza de Vermeer, Zeki se aboca al
cubismo que —para los estándares neurobiológicos— tiene un pun
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taje algo más bajo. La manera en que algunos artistas —-Juan Gris, por
ejemplo— hablaban del cubismo persuade a Zeki de que fue un
intento de superar las limitaciones de la perspectiva única mostrando
cómo se vería el mismo objeto mirado simultáneamente desde distin
tas direcciones. Según Juan Gris, el cubismo revelaba “los elementos
menos inestables de los objetos” al pintar “esa categoría de elemen
tos que permanece en la mente a través de la aprehensión y que no
cambia constantemente”. Esto se parece mucho al relato de Zeki
sobre la tarea de reconocimiento del sistema visual: memorizar los
“rasgos constantes, perdurables” de los objetos e ignorar las aparien
cias pasajeras. Pero allí donde el sistema visual termina en algo
reconocible —un árbol, por ejemplo— el cubismo termina en algo
irreconocible —como el “Hombre del violín”, de Picasso, pintura
que el cerebro ordinario no puede identificar con su título (se lamen
ta Zeki)—. Evidentemente no aprecia los resultados del cubismo: “El
intento cubista de imitar lo que hace el cerebro fue, desde la perspec
tiva neurobiológica, un fracaso”. Del mismo modo, podríamos decir
que esto invalida a la neurobiología como herramienta crítica. Porque
es obvio que algunas personas valorizan el cubismo, y es inconcebible
que lo valoricen bajo la impresión de que el “Hombre con violín” de
Picasso parece un hombre con un violín. En otraípalabras, su criterio
difiere por completo del de Zeki. En su favor podemos agregar que
cita a defensores del cubismo que parecen pensar que éste representa
los objetos “tal como son” y recuerda que Konstantin Malevich afirmó
que Picasso “captaba la esencia de las cosas y creaba valores absolutos
perdurables”. Ante semejante sinsentido, el enfoque neurobiológico
del cubismo casi parece justificado.
El libro de Zeki postula, en esencia, que el arte exitoso debe su
éxito al hecho de estar particularmente bien adaptado —al menos en
cierto sentido— al sistema visual humano. La cualidad “representati
va” de las pinturas deVermeer se aproxima —cree Zeki— a la cose
cha de recuerdos del sistema visual, en tanto el cubismo fracasa
porque no puede integrar las diferentes visiones de un mismo objeto
Como las integra el sistema visual. El tercer ejemplo propuesto por
Zeki es el del arte basado en líneas verticales y horizontales —como
el de Piet Mondrian— o cuadrados de color —rojos en “Cuadrado
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¿LA CIENCIA PUEDE AYUDAR?
trar parámetros absolutos para juzgar las obras de arte y razones con
fiables para decidir que una cosa es una obra de arte y otra cosa no lo
es. Ni las reglas epigenéticas de Edward O. Wilson, ni la redundancia
del 20 por ciento de Gerda Smets, ni las caricaturas de Ramachan-
dran y Hirstein, ni la letra U invertida de D. E. Berlyne, ni la secuen
cia tensión-alivio de los Kreitler, ni las aventuras entre células
cerebrales de Semir Zeki parecen instancias prometedoras. Los psicó
logos experimentales que pretenden descubrir a cuáles formas y colo
res responde la mayoría de la gente no se aventuran a dar juicios de
valor. Vale decir que no insinúan que sea estéticamente correcto o
incorrecto responder de una determinada manera. Simplemente tra
tan de averiguar qué es lo más habitual. El propio Zeki se ocupa de
advertir, al comienzo de su libro, que su investigación neurológica no
lo autoriza a decir nada sobre la experiencia estética o las emociones
que provocan las obras de arte. Reconoce que los procesos por los
que un crítico de arte arriba a ciertas conclusiones sobre una obra
“siguen siendo por completo desconocidos, y la neurología no se
ocupa de este tema”. No obstante, ésas son las cosas que necesitamos
saber si queremos averiguar qué es una obra de arte.
Sin embargo, aunque la ciencia no puede responder estas pre
guntas, sí puede —creo yo— contribuir a despejar los malentendidos.
Por ejemplo, las mediciones científicas de la excitación nos obligan a
repensar ciertos supuestos acerca de los efectos emocionales del arte.
La idea de que determinada obra artística tiene el ubicuo poder de
conmover se vuelve inconsistente porque alude a un factor que varía
casi infinitamente según las distintas personas. Otro malentendido
que la ciencia puede despejar es la teoría de la forma significante, per
geñada por Clive Bell a comienzos del siglo XX y abrazada con entu
siasmo por el grupo de Bloomsbury y muchos otros. Bell era, por
supuesto, un firme creyente en los parámetros absolutos. Los senti
mientos que despierta el “gran arte” son —enseñaba a quien quisiera
oírlo—“independientes del tiempo y el lugar”. “Toda la gente sensi
ble concuerda —proclamaba— en que las obras de arte provocan una
emoción peculiar.” Sin embargo, sólo quienes han aprendido a mirar
arte de la manera correcta tienen acceso a esta emoción. La propiedad
clave de toda arte visual es, según Bell,“la forma significante”. Sólo se
trata de líneas y colores. La representación o el tema no tienen nada
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¿LA CIENCIA PUEDE AYUDAR?
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¿PARA QUÉ SIRVEN LAS ARTES?
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¿LA CIENCIA PUEDE AYUDAR?
¿Pero cómo saber con certeza que el arte comunica con fidelidad? Lo
sabemos intuitivamente por el peso cabal de nuestras respuestas acu
mulativas a través de los numerosos^medios artísticos. Lo sabemos por
las detalladas descripciones verbales de emociones, por los análisis crí
ticos y por la información proveniente de toda la vasta, diversa e inter-
conectada parafernalia de las humanidades.
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Capítulo Cuatro
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La vida humana está colmada de obras de arte de toda clase, desde las
canciones de cuna, los chistes, la mímica, la decoración de las casas,
las ropas y los utensilios hasta los servicios religiosos, los edificios, los
monumentos y las procesiones triunfales.
...de acuerdo con lo cual, parece que lo mejor que puede hacer el arte
de las naciones después de mil novecientos años de enseñanza cristia
na es elegir como ideal de vida el ideal de un pueblo pequeño, semi-
salvaje y esclavista que vivió hace dos mil años, imitó extremadamente
bien el cuerpo humano desnudo y levantó edificios agradables de ver.
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miento ajeno. Pensar que la lectura nos permitirá compartir los senti
mientos de las personas que viven esas situaciones es señal de un ego
centrismo flagrante y de una grosera falta de imaginación. En cuanto
a la afirmación de Palmer de que es necesario leer Macbeth para com
prender que el asesinato es “terriblemente espantoso”, sólo puedo
decir que es del todo descabellada. El aborrecimiento genuino del
asesinato no se limita a los lectores de Macbeth, y el hecho de que Pal
mer suponga lo contrario está muy lejos de respaldar su teoría de que
la literatura aumenta nuestra capacidad de comprender a otra gente.
Más allá de estos problemas, el conocimiento de cómo los indi
viduos versados en las artes tratan realmente a los demás obliga a Pal
mer a una conclusión inoportuna. Insiste en que la poesía y la música
“infunden disposiciones espirituales en las personas”. Pero:
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Hasta el día de hoy, los rincones verdes y húmedos, los eriales inunda
dos, los suaves lechos de juncos, cualquier lugar con terreno pantano
so y vegetación de tundra, incluso vislumbrado desde un automóvil o
un tren, me produce una atracción inmediata y una profunda paz.
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¿EL ARTE NOS HACE MEJORES?
Cuando escucho a alguien decir “hoke”, soy devuelto a ese lugar pri
mero en mí. No es una palabra inglesa estándar y tampoco es una pala
bra de la lengua irlandesa, pero está allí y persiste, enterrada en los
fundamentos mismos de mi propia habla. Está debajo de mí, como el
piso de la casa donde me crié. Algo para escribir acerca de la casa, por
así decirlo. La palabra significa arraigar y cavar y saquear y excavar, y
eso es precisamente lo que también hace el poema. El poema pega la
nariz al suelo y sigue un rastro y se abre camino por instinto hacia el
centro real de su materia.
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ere todo lo que toca. Lo que impide ser culto al pequeñoburgués “es,
sencillamente, el hecho de que la cultura legítima no fue hecha para
él (y a menudo ha sido hecha contra él), y, como él tampoco fue
hecho para ella, ésta deja de ser lo que es en cuanto él se la apropia”.
Aquí Bourdieu parece haber dejado de ser un crítico objetivo
que observa la escena cultural con distanciamiento científico y haber
se convertido en un espécimen bastante lamentable, portador del
“sentimiento de clase” que tan minuciosamente vivisecciona. Porque
si las obras de arte son simples marcas de clase social, no existe ningu
na razón por la que un pequeñoburgués en ascenso no pueda aspirar
al arte “legítimo” de gente como Bourdieu, tal como podría querer
comprar un automóvil más caro. Insistir en que “él no está hecho”
para un automóvil de esa clase o en que una obra de arte “deja de ser
lo que es” cuando a él comienza a agradarle equivale a suponer que
esa obra artística “es” intrínsecamente algo, independientemente de
cómo se la perciba o se la valore... y esto es precisamente lo que niega
Bourdieu cuando se trata de automóviles, obras de arte, cosméticos,
casas de vacaciones y todos los demás bienes de consumo deseables.
Sin embargo, el estallido de Bourdieu contra los insidiosos usurpa-
mientos de los pequeñoburgueses —y su feroz defensa del apartheid
cultural— no es más que una demostración práctica, apropiadamente
cruda y atrabiliaria, del eje principal de su teoría; vale decir, su énfasis
en los efectos separatistas del gusto y la suprema importancia que le
acuerda a éste en la vida política, social y personal. Lejos de ser algo
incidental o superficial, el gusto es —según Bourdieu— la base de
todo lo que tenemos, se trate de personas o cosas, y de todo lo que
somos para los demás. En consecuencia, la intolerancia en materia de
gustos es inevitable y terriblemente violenta en opinión de Bourdieu.
No nos volveremos más fuertes por despreciar a otras personas tan
concienzudamente y tan a fondo. El gusto —definido como la pro
pensión y la capacidad de una clase determinada para apropiarse de
objetos o prácticas clasificados y clasificadores— es la fórmula gene
radora del estilo de vida, y la aversión hacia los estilos de vida diferen
tes es una de las barreras más contundentes entre clases.
La fuerza de esta demostración bourdiana de la naturaleza esen
cialmente separatista del arte radica en aquella encuesta de opinión
preliminar. Ese estudio elevó su teoría al rango de hecho sociológico.
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¿EL ARTE NOS HACE MEJORES?
No sólo las estrellas, los bosques y las flores que canta el poeta, sino
también la colilla de cigarrillo dejada en el cenicero, el paciente botón
blanco de pantalón que nos mira desde un charco en la vereda, el
sumiso pedazo de corteza que una hormiga arrastra entre sus podero
sas mandíbulas hacia destinos inciertos pero decisivos, la hoja del calen
dario que la mano concienzuda arranca por la fuerza de la cálida
compañía del bloque de hojas restantes: todo me muestra su cara, su ser
más íntimo, su alma secreta, que a menudo es más acallada que escu
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chada. Del mismo modo, todo punto (= línea) inmóvil y móvil adqui
rió vida y me reveló su alma.
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Los síndicos de 1939 pensaban de otro modo. Para ellos las obras
de arte no eran prescindibles, apenas un medio hacia un fin. Eran pre
ciosas y sagradas, y más dignas de ser preservadas —si había que
optar— que la vida humana. Un ejemplo más del relativo desinterés
por lo humano inherente a la veneración del arte que Laski tanto
deplora. Por supuesto que preservar obras de arte para la posteridad
puede pasar por un acto prudente y responsable. Pero la priorización
del arte sobre los seres humanos que implica es idéntica, aunque
obviamente menos horrorosa, al ejemplo de los comandantes de cam
pos de concentración que disfrutaban los cuartetos de cuerdas ejecu
tados por los prisioneros judíos antes de enviarlos a la cámara de gas.
La simple distinción de Laski, junto con la intervención del juez
Coleridge, nos proporciona una manera de diferenciar a los amantes
del arte. La pregunta que debemos formularnos es: ¿cómo el amor de
esta persona hacia el arte afecta su actitud hacia los seres humanos?
John Paul Getty es un ejemplo instructivo. Bajo todo concepto, Getty
califica como uno de los más pródigos amantes del arte de todos los
tiempos y uno de sus más grandes benefactores. “La belleza que
encontramos en el arte”, dijo Getty,“es uno de los lamentablemente
escasos productos reales y perdurables del esfuerzo humano”. Tenía
gustos católicos y coleccionaba mármoles, bronces y mosaicos anti
guos griegos y romanos, pinturas renacentistas, alfombras persas del
siglo XVI, y muebles y tapices franceses del siglo XVIII. Adquirió tres
mármoles Elgin, entre ellos la celebrada estela de una joven del siglo
IV antes de Cristo. En 1938 compró el retrato de Marten Looten
pintado por Rembrandt, y en 1962 pagó medio millón de dólares por
el “San Bartolomé” del mismo pintor. El año anterior había compra
do “Diana y sus ninfas salen de cacería”, de Rubens. Eventualmente
donó la colección completa —valorada en aquel momento en 200
miñones de dólares— al John Paul Getty Museum en California, cuya
construcción había costado 17 millones de dólares.
Getty dejó un amplio registro, en su autobiografía y en todas
partes, de sus opiniones acerca de los méritos relativos del arte y las
personas. Estaba convencido de que sólo el amor al arte podía hacer
de nosotros seres humanos plenos. “La diferencia entre un bárbaro y
un miembro de una sociedad culta”, explica Getty,“radica en la acti
tud individual hacia las bellas artes. Quien siente amor al arte no es
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que era justo gastar enormes sumas de dinero público en cultura. Pla
nificó la construcción de nuevas bibliotecas, salas de teatro y teatros
líricos en toda Alemania. Linz, su ciudad natal, tendría la colección de
arte más grande del mundo. Cuando sus ejércitos asolaron Europa en
1940 Hitler saqueó las colecciones nacionales de los países vencidos y
confiscó las obras de arte de los coleccionistas judíos —notablemen
te de los Rothschild— y las colecciones nacionales de Polonia, Che
coslovaquia y Francia. El botín obtenido hace de la colección Getty
una triste subasta de garaje. Estaba integrada por quince Rembrandts,
veintitrés Brueghels, dosVermeers, quince Canalettos, quince Tinto-
rettos, ocho Tiépolos, cuatro Tizianos y un Leonardo: “La dama del
armiño (Cecilia Gallerani)”, robada del museo Czartorski de Craco
via.Todas estas obras estaban destinadas a la galería de Linz. Fue, como
señala Spotts, la mayor hazaña de coleccionismo de arte en toda la
historia.
Su pasión por la música era similarmente intensa. Su amor por la
ópera wagneriana comenzó cuando, a los doce años, asistió a su pri
mera ópera: Lohengrin. Su amigo de la infancia Kubizek recuerda que
la música de Wagner hacía entrar en trance a Hitler y lo ayudaba a
“evadirse a un mundo místico de ensueño”. Su devoción era explíci
tamente religiosa. Las óperas de Wagner eran “santas” y elevaban al
simple mortal “al aire más puro”. Conocía al detalle las partituras wag-
nerianas, y Spotts estima que escuchó Tristan und Isolde y Die Meister-
singer por lo menos cien veces en el transcurso de su vida. Desarrolló
una relación cercana con Winifred Wagner y sus hijos, y su peregrina
ción anual al Festival de Bayreuth era una de las grandes celebraciones
de la cultura nazi, en cuyo transcurso el pueblo se llenaba de esvásti
cas. También admiraba a Puccini y a Verdi, y creía que el Estado
moderno tenía el deber de hacer que la ópera fuera accesible a todos,
cualquiera fuese su ingreso económico. “Acabar con el carácter aris
tocrático y burgués de la ópera” era uno de sus objetivos culturales.
Aunque prefería la ópera a las sinfonías, sentía un gran entusiasmo por
la obra de Bruckner, a quien ponía al mismo nivel de Beethoven.
En arquitectura prefería el estilo neoclásico. Su simplicidad,
vigor y austeridad representaban, decía, la piedra angular de su ideo
logía. Le gustaba hablar del “valor eterno” y el “significado atempo-
ral” de los edificios que proyectaba construir. Su arquitecto Speer
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¿EL ARTE PUEDE SER UNA RELIGIÓN?
país culturalmente tan rico como la Alemania del siglo XX. George
Steiner propone un análisis clásico del tema en su libro En el castillo de
Barbazul. Fue escrito en un aprieto y expresa profundas contradiccio
nes debido a ello. Porque Steiner desea apasionadamente celebrar la
“incomparable creatividad humana” del arte occidental. Y no obstan
te se ve forzado a reconocer que, puesto a prueba, resultó inútil... o
algo todavía peor. Después del Holocausto se hace imposible defen
der el antiguo axioma de que “las humanidades humanizan”. Hoy
sabemos que la sensibilidad estética puede coexistir con la crueldad
sistemática más demoníaca:
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¿Cómo es posible que Steiner haya pasado por alto estos avan
ces? Su perorata acerca de la “inmortalidad” sugiere que casi dos
siglos de pensamiento occidental han pasado de largo frente a su
puerta. No es que esté solo con su retórica extravagante, por supues
to. El tropo de la inmortalidad sale regularmente a la palestra de la
mano de los cultores del arte y otros pasatiempos. Mientras escribo,
la radio anuncia que el equipo británico de fútbol Arsenal se ha
“unido a los inmortales” tras resultar invicto en la temporada 2003-
2004. Podría argüirse, en defensa de Steiner, que cuando habla de un
arte “inmortal” emplea la palabra en su acepción más banal y vulgar y
que sus intenciones no son serias. Pero está claro que no es así. Su
hipótesis de la “inmortalidad” como razón de ser de un arte verdade
ro y religioso impide cualquier salida airosa. La idea de religión, una
vez planteada, conlleva un sentido de “inmortalidad” que no es trivial
ni metafórico sino literal y absoluto. En términos religiosos, ser
inmortal significa vivir eternamente con Dios, incluso después de que
nuestro mundo y el universo entero hayan sido destruidos. Más allá de
lo que podamos pensar queda claro que, por comparación, hablar de la
inmortalidad del arte —a falta de la fe en Dios— es infantil y autoen-
gañoso.
Más importante aún para nuestro debate es que cuando Steiner
encomia la inmortalidad y la divinidad del arte, sus palabras se acer
can peligrosamente a las creencias subyacentes a la veneración hitle
riana del arte. Esto no equivale a decir que Steiner se parezca a Hitler,
por supuesto. Ni remotamente. Sería ridículo insinuarlo. La similitud
de sus testimonios en este único aspecto da cuenta de la muy difun
dida creencia occidental en la perdurabilidad como componente
necesario del valor del arte. No obstante, la similitud es notable.
Hitler habría adherido fervorosamente al postulado de que las obras
de arte son inmortales, y su calificación de la gente normal como
“bacilos planetarios” —insignificantes si se los compara con los
genios artísticos— es compatible con la reverencia por la “gloria” del
artista que trasciende la “banal democracia” de la muerte. Ambas acti
tudes desvalorizan a la gente común, en particular a quienes no tie
nen inquietudes artísticas o tienen gustos “más bajos”. Steiner duda
de que el arte alto pueda ser accesible a todos: “Lanzados al mercado
masivo, los productos letrados clásicos serán desmerecidos y adultera
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¿EL ARTE PUEDE SER UNA RELIGIÓN?
dos”. La clase de arte que aprecian las masas sólo sirve para hacerlas
empeorar, sospecha Steiner. Sus “tejidos sensibles” están “entumecidos
o exacerbados” por las vibraciones de la música popular “pop, folk o
rock” en la que viven inmersas por voluntad propia.
Como hemos visto con Clive Bell y John Paul Getty, la religión
del arte produce regularmente esta clase de desvalorización despecti
va de otras personas. Y esto la diferencia del cristianismo: la única reli
gión a la que el arte occidental suele equipararse. Aunque admitamos
el desprecio esencial del cristianismo hacia los herejes, los paganos y
otras “no personas”, sigue siendo una religión para los incultos, los
menoscabados y los bajos. Todos son iguales ante Dios. Es proba
ble que los pobres y los simples reciban la gracia divina, tan probable
—nos recuerda el Magníficat— como que los poderosos sean destro
nados y los dóciles y los humildes recompensados.
Dado que los pobres y simples son siempre más numerosos que
los poderosos, estas consideraciones vuelven muy atractiva a la reli
gión. Y además existen otros factores que fortalecen su persistencia
en la mente humana. El psicólogo evolutivo Robin Dunbar hizo una
lista de esos factores en su libro The Human Story, publicado reciente
mente. La religión brinda a sus fieles cierta sensación de coherencia
mediante un proyecto metafíisico que explica por qué el mundo es
como es. La religión posibilita que sus seguidores sientan que, a través
de la plegaria y otros rituales, tienen un mayor control de los capri
chos de la vida. La religión provee reglas —códigos éticos, morales—
de comportamiento social y dispone de amenazas y promesas sobre
naturales para obligarnos a cumplirlas. La pseudorreligión del arte no
puede hacer nada parecido.
Los puntos fuertes de la religión son causa de su ubicuidad.
Todas las sociedades humanas de que tenemos noticia han abrazado
alguna forma de religión. Los beneficios de la religión pueden ser
tanto físicos como mentales. Según Dunbar, hay evidencia de que
quienes pertenecen a un grupo religioso organizado resisten la enfer
medad y afrontan los traumas de la vida mucho mejor que quienes
carecen de apoyo comunitario. Dunbar piensa que ciertas prácticas
religiosas —como el ayuno o el canto comunitario de himnos— esti
mulan la producción de endorfinas (los analgésicos del cerebro), lo
que a su vez estimula una mayor actividad del sistema inmunológico
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¿EL ARTE PUEDE SER UNA RELIGIÓN?
llegaremos a una idea del arte como algo que se hace, no que se con
sume; algo que hacen personas comunes, no maestros espirituales.
Entre los defensores de este enfoque se cuenta Ellen Dissanayake, a
quien ya hemos presentado en el Capítulo Dos con su propuesta de
ampliar el concepto de arte de modo que incluya actividades “meno
res” como la decoración de interiores.
Dissanayake es norteamericana y se preocupa por los jóvenes de
su país. A su entenderla cultura moderna les ha fallado. El suicidio es
la tercera causa de muerte entre los adolescentes norteamericanos, y
la tasa de suicidio adolescente aumentó el 95 por ciento entre 1970
y 2000. Dissanayake busca las raíces de los males modernos en nues
tro pasado evolutivo. Las necesidades y expectativas humanas han
evolucionado durante milenios en el marco de las sociedades cazado-
ras-recolectoras. En estas sociedades —donde ha transcurrido la
mayor parte de la historia humana— era necesario hacer cosas a
mano. Es por eso que el contacto manual con el mundo natural nos
satisface tanto. El placer de manipular objetos está arraigado en nues
tros cerebros porque nuestra historia nos predispone a ser manufacto-
res y usuarios de herramientas y utensilios. Pero Dissanayake
lamenta que “nuestras maravillosas, muy evolucionadas y especiali
zadas manos —que pueden tejer canastos, tallar flechas o moldear
cuencos— hoy se utilizan casi exclusivamente para presionar botones
y teclados de computadoras”. Esto significa que perdimos la sensación
—que otorgan la manufactura y la manipulación de objetos— de ser
competentes para la vida. Dissanayake menciona el libro Tecnopolio, de
Neil Postman, donde se estima que el joven promedio norteame
ricano ve medio millón de comerciales de TV entre los tres y los
dieciocho años. Como todos los avisos comerciales de la sociedad
capitalista, pretenden que los espectadores se sientan inadecuados
—incompetentes— para afrontarla vida. Con gran capacidad de per
suasión y destreza psicológica, apuntan a convencer a sus víctimas,
hora tras hora y día tras día, de aquello que les falta y deben adquirir
para ser envidiables y glamorosas como los protagonistas de los avisos
comerciales.
Dissanayake considera que la única respuesta a esta sensación de
inferioridad e inadecuación es el arte; pero el arte entendido como
un hacer, no como algo a observar. Concede especial importancia a
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En defensa de la literatura
Capítulo Seis
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LITERATURA E INTELIGENCIA CRÍTICA
rio, al igual que las decisiones éticas, modelan nuestras vidas. Eso tam
poco quiere decir que sean inalterables. Así como podemos abando
nar o abrazar determinadas convicciones morales (por ejemplo en los
casos de conversión religiosa), nuestras preferencias estéticas también
pueden cambiar. El cambio puede ser súbito y drástico, como cuando
escuchar a Bach le cambió la vida a J. M. Coetzee. O puede resultar
del descubrimiento gradual y la persuasión con cuentagotas: proceso
al que generalmente llamamos educación.
Este aspecto es vital para los padres y para todos aquellos a quie
nes los jóvenes acudan en busca de orientación. Si estamos convenci
dos de que nuestras vidas han sido enriquecidas por determinada
actividad, artística o de otra clase, querremos asegurarnos de que
nuestros hijos la compartan.Transmitirles nuestro entusiasmo ayuda,
por supuesto. Pero convendría que nos interroguemos hasta descubrir
qué es lo que valoramos de esa experiencia y, de ser posible, por qué
lo valoramos —aunque más no sea para anticipar las preguntas de los
escépticos jóvenes—. En lo que resta del libro intentaré defender el
valor de la literatura, y en la mayoría de los casos tomaré ejemplos
—aunque no de manera exclusiva— de la literatura inglesa, una rama
del conocimiento que en los últimos años ha sido progresivamente
desvalorizada en escuelas y universidades por considerársela un pro
ducto vergonzosamente anticuado en comparación con el estudio de
los medios o la historia cultural. Para contrarrestar esta tendencia
intentaré demostrar por qué la literatura es superior a las otras artes y
hace cosas que éstas no pueden hacer. Si el lector considera que estas
aspiraciones no son coherentes con el planteo relativista de la prime
ra parte del libro, permítaseme insistir en que todos los juicios que se
harán en esta parte —incluido el juicio de qué es “literatura”— son
inevitablemente subjetivos. Mi definición de literatura es escribir
aquello que quiero recordar no sólo por su contenido —uno podría
querer recordar un manual de computadora— sino por sí mismo: esas
palabras particulares en ese orden particular. Como toda crítica de
arte o literaria, mis opiniones son autobiografía camuflada; surgen
de toda una vida de encuentros con palabras y personas que en su
mayoría me resultan demasiado complejos de descifrar. Quizá puedan
persuadir a algunos de mis lectores —o a todos—, y francamente
espero que lo hagan. Pero esto no demostrará que son verdaderas, sino
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¿PARA QUÉ SIRVEN LAS ARTES?
El lector acaso pensará, con toda razón, que Sartre no está sien
do justo. Su “crítico” es una construcción satírica, y la esposa regaño
na y los hijos desamorados (uno de ellos jorobado, se deduce de la
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LITERATURA E INTELIGENCIA CRÍTICA
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Un bosque en primavera
puede enseñarte más del hombre,
del bien y el mal morales,
que todos los sabios.
Contra lo que podría esperarse, este poema contra los libros fue
publicado en un libro. Pero eso sólo indica que Wordsworth no se
ceñía a una visión coherente del mundo. El poema habla de salir a la
vida. Leídos al descuido, sus ritmos alegres y festivos hasta podrían
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LITERATURA E INTELIGENCIA CRÍTICA
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LITERATURA E INTELIGENCIA CRÍTICA
dio cuando, una noche, escuchó una sinfonía por radio. Cree que era
la Sinfonía N° 2 de Howard Hanson, “El Romántico”:
Y no se mató.
La literatura inglesa no ofrece demasiados ejemplos de venera
ción del arte al estilo místico hitleriano. Es cierto que las famosas
exaltaciones de Walter Pater ante la “Mona Lisa” reflejan la presencia
de este mal ya hacia fines del siglo XIX. Pero la señora Wititterly en
el Nicholas Nickleby de Dickens representa el habitual escepticismo
de la literatura respecto de estos devaneos. Postrada en su sofá, la
señora Wititterly es una mártir de la sensibilidad. Tiene tal entusias
mo —explica su esposo— por la ópera, el teatro y las bellas artes que
ha perdido la fuerza en las piernas. Los médicos han diagnosticado
que sufre de un exceso de alma. La misma sospecha respecto del arte
—y de sus efluvios enaltecedores sobre el ego— insufla algunos poe
mas de Browning. Browning sabía más de arte que casi cualquier otro
escritor del siglo XIX, pero casi siempre lo asociaba con la angustia y
el crimen. Sus nobles italianos exudan malignidad como si de líquido
de frenos se tratara, y no obstante su munificencia solventa las obras
maestras del alto Renacimiento. El duque de “Mi última duquesa”
muestra el retrato de su difunta esposa a un visitante y —amparado
por la jerarquía aristocrática que impedirá la intervención de la justi
cia— revela al pasar que la ha asesinado. No porque la infeliz hubiera
cometido alguna falta sino porque “era de sonrisa fácil”. Sonreía y era
cortés con sus inferiores sociales:
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como si igualara
mi rango de un nombre de novecientos años
con el rango de cualquiera [...]
Oh, señor, sonreía, sin duda,
cada vez que pasaba junto a ella; ¿pero acaso alguien pasaba
sin recibir la misma sonrisa? La cuestión pasó de castaño oscuro;
di órdenes; y todas las sonrisas desaparecieron.
Aquí la tiene
como si estuviera viva.
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No hay hombre que obre mal por el mal mismo, sino para ganarse
algún beneficio, o placer, u honor, o cosa semejante. ¿Entonces por qué
habría yo de enojarme con un hombre que se ama más a sí mismo de
lo que me ama a mí? Y si algún hombre obrara mal por causa de su
mala naturaleza sería como la espina o como la zarza, que pinchan y
arañan porque no pueden hacer otra cosa.
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rastrera como yo (ésas fueron sus palabras) pudiese concebir ideas tan
inhumanas.” El veredicto del rey de Brobdingnag sobre la civiliza
ción occidental no es, en absoluto, el que Gulliver hubiera esperado:
“No puedo sino pensar que la masa de tus congéneres es la más per
niciosa raza de gusanillos odiosos que la naturaleza ha tenido que
soportar que se arrastren sobre la superficie de la tierra”. Bacon afir
mó que los hombres carentes de bondad eran “gusanos”. Pero nadie
antes de Swift empujó tan enérgicamente a la raza humana hacia el
camino del autoconocimiento; y ningún arte podría haberlo logra
do... excepto la literatura.
La lectura conjunta de Swift y Johnson activa el debate moral
que la literatura conduce. Lo mismo que la lectura conjunta, dentro
del período romántico, de Wordsworth y Jane Austen. Las figuras
centrales del universo moral de Wordsworth —el anciano mendigo
de Cumberland, Margaret en “La casa en ruinas” o Betty y su hijo
idiota— no serían admitidas jamás en una novela de Austen. Esa
clase de personas están excluidas de su conocimiento y sus intereses,
y las cualidades humanas que Wordsworth más atesora son las que
más desconfianza inspiran a Austen. En su poema “Michael”,Words
worth habla de un pastor de Grasmere cuyo hijo, Luke, va a buscar
fortuna a la ciudad, cae en una vida disoluta y, abrumado por la
ignominia y la vergüenza, busca “un lugar donde esconderse allen
de los mares”. Michael está consumido por la pena. Todavía va, de
vez en cuando, al establo a medio hacer que Luke y él habían
comenzado a construir antes de que el joven se marchara. La gente
que pasa por allí lo ve*entado, perdido en sus pensamientos, con su
viejo perro a los pies:
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tejedor proscripto Silas Marner cree ver el oro que le han robado y al
extender sus manos ansiosas por alcanzarlo descubre que está tocan
do el suave cabello de un niño, el efecto parábola es inconfundible.
Eppie, el niño perdido que ha entrado en su choza, redime la vida de
Silas como ninguna cantidad de oro podría hacerlo.
La trama del Nostromo de Conrad plantea el mismo contraste.
Cuando la mina de plata de Charles Gould en el el estado sudameri
cano de Costaguana comienza a producir, su esposa estéril se queda
levantada hasta tarde observando los fuegos bajo las retortas. Hasta
que por fin “apoya sus manos no mercenarias, con una ansiedad que
las hacía temblar, sobre el primer lingote de plata todavía caliente
recién salido del molde”. El calor del lingote es engañoso. Hace que
parezca vivo, como las manos de la señora Gould y el cabello de
Eppie. Pero está muerto y la “no mercenaria” señora Gould sólo lo
valora por lo que significa para su esposo. La vitalidad de su amor y
sus manos temblorosas contrastan con la tosca veneración del dinero
de Charles Gould: “Pongo mi fe en intereses materiales”. Todas las
novelas de Conrad son parábolas: El corazón de las tinieblas es una pará
bola sobre la codicia, Lord Jim, una parábola sobre la cobardía, Bajo la
mirada de Occidente y El agente secreto son parábolas sobre la traición.
En las parábolas está muy claro quién obra bien y quién obra mal, y
lo mismo ocurre en Conrad, aunque él concede que puede haber cir
cunstancias atenuantes —en particular la de la policía secreta del zar,
que hace que sea poco s^bio de nuestra parte juzgar demasiado seve
ramente a aquellos que, como Razumov y Verloc, caen atrapados en
sus redes—.
Como Eliot, Conrad observa que nos apartamos de las vidas que
nos rodean. Pero allí donde Eliot siente los latidos del corazón de la
ardilla Conrad recurre a la ironía desdeñosa, como cuando expresa en
pocas palabras la ecuanimidad de Charles Gould ante la desquiciada
vida de su padre: “Es difícil sentirse agraviado, con indignación justa
y perdurable, por la angustia física o mental de otro organismo, aun
cuando ese organismo sea el de nuestro propio padre”. Es cierto que
el Casaubon de Eliot parece estar más allá de las facultades literarias
de Conrad, a pesar de su dominio de la ironía. Pero si buscamos un
personaje que sea un autorretrato parcial dé su autor y al mismo
tiempo una crítica de la vida literaria, Casaubon encontrará su par en
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—Es muy bonito, señora —dijo, examinándolo con aire severo—, pero
no creo que quede bien una vez lavado; me temo que se deshilachará
un poco.
—¿Cómo puede usted —dijo Catherine, riendo— ser tan...? —Había
estado a punto de decir “raro”.
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Capítulo Siete
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dual de los lectores. El lector crea y siente el dominio propio del crea
dor con respecto a su creación.
¿Pero cómo puede un texto que llega completamente formado
al ojo del lector dejarle a éste espacio para crear? En este capítulo
postularé que un elemento vital a toda la literatura es la imprecisión,
y que la imprecisión es la que otorga, precisamente, poder al lector.
Vale decir que el lector no sólo puede sino que debe llegar a alguna
clase de acuerdo con la imprecisión para poder extraer sentido del
texto. Para eso debe entrar en juego la imaginación. A continuación
intentaré identificar distintas clases y niveles de imprecisión, y ver có
mo funcionan en distintos escritores. Pero antes debo señalar que,
como en el capítulo anterior, todo lo que hay en éste es subjetivo. Los
pasajes literarios que he seleccionado para este análisis me gustan par
ticularmente, y mi manera de leerlos —dónde encuentro imprecisión
y cómo la lleno— refleja mi parcialidad personal. Es casi seguro que
los lectores disentirán conmigo casi todo el tiempo. Por cierto, mi
tesis requiere que así lo hagan. Porque ésta sostiene que la imprecisión
literaria genera múltiples lecturas individuales, y es por eso que todos
sentimos que hemos producido una lectura original.
La mayoría de mis ejemplos provendrán de la poesía, en particu
lar de Shakespeare. No obstante, me parece apropiado comenzar con
un ejemplo tomado de El señor de las moscas. En el capítulo nueve
ocurre una tragedia. El bondadoso y valiente Simón es asesinado a
golpes por sus compañeros de escuela enloquecidos de terror. Su
cuerpo yace en la playa toda la noche. Al amanecer sube la marea:
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Y así continúa. Está muy bien, dirá el lector. Sí, claro que lo está.
Pero no es impreciso, y por lo tanto la imaginación no tiene mucho
que hacer. Es fácil visualizar bolsas repletas de joyas. Por supuesto que
hasta los versos de Marlowe superan las posibilidades de artes visua
les como la pintura y la fotografía. Es imposible pintar esmeraldas ver
des como la hierba —salvo mediante algún artificio bizarro, como
yuxtaponer hierba pintada y esmeraldas pintadas—, pero el lenguaje
puede mezclarlas en un instante. La pintura no maneja la metáfora,
que es la puerta de entrada al subconsciente, y eso la limita enorme
mente en comparación con la literatura. Es cierto que hay pintura
surrealista, pero es estática, deliberada y por completo diferente de la
naturaleza fluctuante e inestable del pensamiento. Sin embargo, con
todo el debido crédito a las joyas de Marlowe, comparémoslo con el
Shylock de Shakespeare cuando se entera de que su hija (que ha
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huido con su amante llevándose parte del oro y las joyas del padre)
está viviendo en Genova y ha cambiado un anillo por un mono.
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3) Este ejemplo fue tomado de Otelo, pieza escrita uno o dos años
después de Troilo y Crésida. Instado por el artero Yago a creer
que su esposa Desdémona tiene una aventura amorosa con el
teniente Casio, Otelo Apresa su dilema con furia asesina.
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palabra que los hace sonar más perplejos y desorientados que “caí
dos”).
Ni la amapola ni la mandragora,
Ni todos los embriagadores néctares del mundo
Podrán devolverte el dulce sueño
Que hasta ayer tenías.
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que los hay. Pero hasta los textos simples requieren lectores creativos,
y precisamente porque son simples el lector quizá no sea consciente
de lo que debe aportar. La imprecisión se relaciona con cuestiones de
espacio y distancia que automáticamente construimos a nuestro
modo, sin siquiera pensar que otra persona podría leerlas de otra
manera. Tomemos, por ejemplo, este simple poema deTennyson titu
lado “El águila”:
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¿Cómo logra Tennyson que las cascadas parezcan estar tan lejos?
Lo primero que viene a la cabeza es que las hace caer muy lenta y
suavemente, cosa que por supuesto no ocurriría si estuviéramos cerca.
El hesitante “caer y detenerse y caer” lleva la lentitud extrema al
punto de interrumpir el movimiento, y la comparación con el humo
les quita inminencia y peso aunque supuestamente alude a la perpe
tua niebla de rocío provocada por la masa de agua desplazada. “Soño
lienta lámina” vuelve letárgico y onírico el impacto del agua al caer.
Pero es tan esencial para crear distancia como la lentitud y como,
aunque menos obvio, el silencio. En estos versos no se oye siquiera un
suspiro. Estamos tan lejos que el ruido atronador de los torrentes es
silencioso: tan silencioso como el humo o un velo que cae. Tennyson,
el poeta más sonoro en lengua inglesa, consigue el efecto distancia
ensordeciéndonos... casi sin que nos demos cuenta.
En su poema “Dime que no aquí”, una evocación de los place
res bucólicos, E. A. Housman también utiliza el sentido interno del
oído para obtener un efecto visual interno de distancia.
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imágenes, los sonidos, los olores, los sabores y las texturas son indefi
nidos en literatura... y es por eso que se adaptan a los distintos lecto
res. Al leer recurrimos a nuestro archivo personal de imágenes,
sonidos, olores, sabores y texturas, y esto fortalece la sensación de que
el texto nos pertenece. Cuando Keats describe a Madeline quitándo
se la ropa de pie “semioculta, como una sirena entre algas marinas” en
“The Eve of St Agnes”,la sensación de algo frío y resbaladizo no nos
vendría a la mente si jamás hubiéramos tocado un alga marina. Cuan
do ella “abre el broche de sus recalentadas joyas” sabemos, aunque
jamás hayamos tocado joyas recalentadas, cómo se sienten el calor y
las joyas, y reuniéndolos en nuestra imaginación advertimos cuánto
debe arder su cuerpo para calentar las joyas a pesar del frío gélido de
la habitación donde se encuentra. En su novela Pincher Martin, Gol-
ding describe al único sobreviviente de un barco de guerra que ha
sido torpedeado. Famélico sobre una roca desnuda en medio del
océano Atlántico, hurga en sus bolsillos y encuentra el envoltorio de
una barra de chocolate:
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Miles de fantasías
comienzan a agolparse en mi memoria;
formas que llaman, y horrendas sombras gesticulantes,
y lenguas de aire que silabean nombres humanos
sobre las arenas, y las orillas, y la inmensidad desierta.
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SÍ me convocaran
a construir una religión
haría uso del agua
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Los filósofos han especulado a menudo que, más allá de los límites del
entendimiento humano, existiría un entendimiento universal e imper
sonal del que las mentes individuales buscan participar por medios
místicos; pues bien, esta clase de entendimiento existe, y no en un
mundo trascendente sino en éste. Existe en el mundo de la ciencia, o al
menos es allí donde progresivamente se realiza, y constituye la fuente
última de vitalidad lógica a que puede atenerse la racionalidad huma
na individual.
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EPÍLOGO
“Yo tengo mucha imaginación” habla por todos nosotros, los lectores.
La literatura no nos convierte en mejores personas, aunque puede
ayudarnos a criticar aquello que somos. Pero amplía nuestra mente y
nos dona pensamientos, palabras y ritmos que nos acompañarán du
rante toda la vida.