Cuentos de Autores Guatemaltecos
Cuentos de Autores Guatemaltecos
Cuentos de Autores Guatemaltecos
Su mirada había aprendido a ser vaga desde hacía mucho tiempo. Seis
hijos, dos pérdidas, tres nietos promedio por hijo, cuatro operaciones,
algunas enfermedades reales, una voz que siempre fue de mujer,
siempre apagada, siempre en sordina. Cierta clase de vida que pasó
de repente de la opresión paterna a la de un falso segundo padre que
fue todo lo bien que pudo ser. Un trabajo de medio día, un corre-corre
de todo el día, un querer criar, querer vivir, querer trascender de cierta
indefinible manera. Una vida normal llena de ruido, llena de pequeños
viajes siempre cerca, siempre para conseguir un ocio que la hacía un
poco superior a las otras. Una vida llena de voces cotidianas que
sembraban rutina, responsabilidad, acciones mecánicas obligatorias y
casi dignas. La mujer se hizo vieja mientras rezaba un Dios bendiga los
alimentos. De repente había canas, pocas energías, muchos
prejuicios, y un mundo que se le había escapado.
María está ahora con su mirada vaga de siempre. Espera al nieto número cinco. Entraron juntos a
este restaurante moderno que no sabe de sentimentalismos. Él fue a comprar la comida rápida. Él
recibió una llamada de cierta mujer condenada al ciclo. Él salió sin pensar. Una llanta, un pequeño
choque sin trascendencia, un susto menor, un te quiero aquí ahora que estás de vacaciones. Él no
lo hizo por maldad porque tiene el alma buena. Solo salió a su compromiso inmediato. Solo olvidó
a una vieja de mirada vaga que se dice abuela suya.
Tres años en el país le habían conferido un mediano dominio de las lenguas nativas. Intento algo.
Dijo algunas palabras que fueron comprendidas.
Entonces floreció en él una idea que tuvo por digna de su talento y de si cultura universal y de su
arduo conocimiento de Aristóteles.
Recordó que para ese día se esperaba un eclipse total de sol. Y dispuso, en lo mas intimo, valerse
de ese conocimiento para engañar a sus opresores y salvar la vida.
-Si me matáis -les dijo- puedo hacer que el sol se oscurezca en su altura.
Los indígenas lo miraron fijamente y Bartolomé sorprendió la incredulidad en sus ojos. Vio que se
produjo un pequeño consejo, y espero confiado, no sin cierto desdén.
Dos horas después el corazón de fray Bartolomé Arrazola chorreaba su sangre vehemente sobre la
piedra de los sacrificios (brillante bajo la opaca luz de un sol eclipsado), mientras uno de los
indígenas recitaba sin ninguna inflexión de voz, sin prisa, una por una, las infinitas fechas en que se
producirían eclipses solares y lunares, que los astrónomos de la comunidad maya habían previsto y
anotado en sus códices sin la valiosa ayuda de Aristóteles.
Un día observó que lo que más admiraban de ella era su cuerpo, especialmente sus piernas, de
manera que se dedicó a hacer sentadillas y a saltar para tener unas ancas cada vez mejores, y sentía
que todos la aplaudían.
Y así seguía haciendo esfuerzos hasta que, dispuesta a cualquier cosa para lograr que la consideraran
una Rana auténtica, se dejaba arrancar las ancas, y los otros se las comían, y ella todavía alcanzaba
a oír con amargura cuando decían que qué buena Rana, que parecía Pollo.
La Oveja negra
En un lejano país existió hace muchos años una Oveja negra. Fue fusilada.
Un siglo después, el rebaño arrepentido le levantó una estatua ecuestre que quedó muy
bien en el parque.
Así, en lo sucesivo, cada vez que aparecían ovejas negras eran rápidamente pasadas por
las armas para que las futuras generaciones de ovejas comunes y corrientes pudieran
ejercitarse también en la escultura.
EL ESPEJO QUE NO PODÍA DORMIR
Había una vez un espejo de mano que cuando se quedaba solo y nadie se veía en él se
sentía de lo peor, como que no existía, y quizá tenía razón; pero los otros espejos se
burlaban de él, y cuando por las noches los guardaban en el mismo cajón del tocador
dormían a pierna suelta satisfechos, ajenos a la preocupación del neurótico.
EL BURRO Y LA FLAUTA
Tirada en el campo estaba desde hacía tiempo una Flauta que ya nadie tocaba, hasta que
un día un Burro que paseaba por ahí resopló fuerte sobre ella haciéndola producir el
sonido más dulce de su vida, es decir, de la vida del Burro y de la Flauta.
Incapaces de comprender lo que había pasado, pues la racionalidad no era su fuerte y
ambos creían en la racionalidad, se separaron presurosos, avergonzados de lo mejor que
el uno y el otro habían hecho durante su triste existencia.
Y era de ver y era de oír y de saber las discusiones en que por días y noches se enredaban los más
eruditos, trayendo a tal ocurrencia citas de textos sagrados, los más raros y refundidos.
Y era de ver y era de oír y de saber la plácida tertulia de los poetas, el dulce arrebato de los músicos
y la inaplazable labor de los pintores, todos entregados a construir mundos sobrenaturales con los
recados y privilegios del arte.
Reza en viejas crónicas, entre apostillas frondosas de letra irregular, que a nada se redujo la
conversación de los filósofos y los sabios; pues, ni mencionan sus nombres, para confundirles la
Suprema Sabiduría les hizo oír una voz que les mandaba se ahorraran el tiempo de escribir sus obras.
Conversaron un siglo sin entenderse nunca ni dar una plumada, y diz que cavilaban en tamaños
errores.
De los artistas no hay mayores noticias. Nada se sabe de los músicos. En las iglesias se topan pinturas
empolvadas de imágenes que se destacan en fondos pardos al pie de ventanas abiertas sobre
panoramas curiosos por la novedad del cielo y el sin número de volcanes. Entre los pintores hubo
imagineros y a juzgar por las esculturas de Cristos y Dolorosas que dejaron, deben haber sido tristes
y españoles. Eran admirables. Los literatos componían en verso, pero de su obra sólo se conocen
palabras sueltas.
Prosigamos. Mucho me he detenido en contar cuentos viejos, como dice Bernal Díaz del Castillo en
“La Conquista de Nueva España”, historia que escribió para contradecir a otro historiador; en suma,
lo que hacen los historiadores.
Entre los unos, sabios y filósofos, y los otros, artistas y locos, había uno a quien llamaban a secas el
Monje, por su celo religioso y santo temor de Dios y porque se negaba a tomar parte en las
discusiones de aquéllos en los pasatiempos de éstos, juzgándoles a todas víctimas del demonio.
El Monje vivía en oración dulces y buenos días, cuando acertó a pasar, por la calle que circunda los
muros del convento, un niño jugando con una pelotita de hule.
Y sucedió…
Y sucedió, repito para tomar aliento, que, por la pequeña y única ventana de su celda, en uno de los
rebotes, colóse la pelotita.
El religioso, que leía la Anunciación de Nuestra Señora en un libro de antes, vio entrar el cuerpecito
extraño, no sin turbarse, entrar y rebotar con agilidad midiendo piso y pared, pared y piso, hasta
perder el impulso y rodar a sus pies, como un pajarito muerto. ¡Lo sobrenatural! Un escalofrío le
cepilló la espalda.
El corazón le daba martillazos, como a la Virgen desustanciada en presencia del Arcángel. Poco,
necesitó, sin embargo, para recobrarse y reír entre dientes de la pelotita. Sin cerrar el libro ni
levantarse de su asiento, agachóse para tomarla del suelo y devolverla, y a devolverla iba cuando
una alegría inexplicable le hizo cambiar de pensamiento: su contacto le produjo gozos de santo,
gozos de artista, gozos de niño…
Sorprendido, sin abrir bien sus ojillos de elefante, cálidos y castos, la apretó con toda la mano, como
quien hace un cariño, y la dejó caer en seguida, como quien suelta una brasa; más la pelotita,
caprichosa y coqueta, dando un rebote en el piso, devolvióse a sus manos tan ágil y tan presta que
apenas si tuvo tiempo de tomarla en el aire y correr a ocultarse con ella en la esquina más oscura
de la celda, como el que ha cometido un crimen.
Poco a poco se apoderaba del santo hombre un deseo loco de saltar y saltar como la pelotita. Si su
primer intento había sido devolverla, ahora no pensaba en semejante cosa, palpando con los dedos
complacidos su redondez de fruto, recreándose en su blancura de armiño, tentado de llevársela a
los labios y estrecharla contra sus dientes manchados de tabaco; en el cielo de la boca le palpitaba
un millar de estrellas…
No lo dijo porque en ese instante se le fue de las manos —rebotadora inquietud—, devolviéndose
en el acto, con voluntad extraña, tras un salto, como una inquietud.
—¿Extraña o diabólica?…
Fruncía las cejas —brochas en las que la atención riega dentífrico invisible—y, tras vanos temores,
reconciliábase con la pelotita, digna de él y de toda alma justa, por su afán elástico de levantarse al
cielo.
Y así fue como en aquel convento, en tanto unos monjes cultivaban las Bellas Artes y otros las
Ciencias y la Filosofía, el nuestro jugaba en los corredores con la pelotita.
Nubes, cielo, tamarindos… Ni un alma en la pereza del camino. De vez en cuando, el paso celeroso
de bandadas de pericas domingueras comiéndose el silencio. El día salía de las narices de los bueyes,
blanco, caliente, perfumado.
A la puerta del templo esperaba el monje, después de llamar a misa, la llegada de los feligreses
jugando con la pelotita que había olvidado en la celda. ¡Tan liviana, tan ágil, tan blanca!, repetíase
mentalmente. Luego, de viva voz, y entonces el eco contestaba en la iglesia, saltando como un
pensamiento:
¡Tan liviana, tan ágil, tan blanca! … Sería una lástima perderla. Esto le apenaba, arreglándoselas para
afirmar que no la perdería, que nunca le sería infiel, que con él la enterrarían…, tan liviana, tan ágil,
tan blanca…
¿Y si fuese el demonio?
Una sonrisa disipaba sus temores: era menos endemoniada que el Arte, las Ciencias y la Filosofía, y,
para no dejarse mal aconsejar por el miedo, tornaba a las andadas, tentando de ir a traerla,
enjuagándose con ella de rebote en rebote…, tan liviana, tan ágil, tan blanca…
Por los caminos —aún no había calles en la ciudad trazada por un teniente para ahorcar— llegaban
a la iglesia hombres y mujeres ataviados con vistosos trajes, sin que el religioso se diera cuenta,
arrobado como estaba en sus pensamientos. La iglesia era de piedras grandes; pero, en la hondura
del cielo, sus torres y cúpula perdían peso, haciéndose ligeras, aliviadas, sutiles. Tenía tres puertas
mayores en la entrada principal, y entre ellas, grupos de columnas salomónicas, y altares dorados,
y bóvedas y pisos de un suave color azul. Los santos estaban como peces inmóviles en el acuoso
resplandor del templo.
Por la atmósfera sosegada se esparcían tuteos de palomas, balidos de ganados, trotes de recuas,
gritos de arrieros. Los gritos abríanse como lazos en argollas infinitas, abarcándolo todo: alas, besos,
cantos. Los rebaños, al ir subiendo por las colinas, formaban caminos blancos, que al cabo se
borraban. Caminos blancos, caminos móviles, caminitos de humo para jugar una pelota con un
monje en la mañana azul…
La voz de una mujer sacó al monje de sus pensamientos. Traía de la mano a un niño triste.
—¡Vengo, señor, a que, por vida suya, le eche los Evangelios a mi hijo, que desde hace días está llora
que llora, desde que perdió aquí, al costado del convento, una pelota que, ha de saber su merced,
los vecinos aseguraban era la imagen del demonio…
El monje se detuvo de la puerta para no caer del susto, y, dando la espalda a la madre y al niño,
escapó hacia su celda, sin decir palabra, con los ojos nublados y los brazos en alto.
La pelota cayó fuera del convento—fiesta de brincos y rebrincos de corderillo en libertad—, y, dando
su salto inusitado, abrióse como por encanto en forma de sombrero negro sobre la cabeza del niño,
que corría tras ella. Era el sombrero del demonio.