BIANCHI Burrito de Belén

Descargar como pdf o txt
Descargar como pdf o txt
Está en la página 1de 15

Pregón de Navidad

D. Isidoro Candel Gil


Cieza, 16 de diciembre de 2007

“Os traigo una buena nueva, una gran alegría, que es para
todo el pueblo; pues os ha nacido hoy un Salvador, que es
el Mesías Señor, en la ciudad de David” (Lc. 2, 10-11). Con
estas jubilosas y sencillas palabras el ángel anunció a los
pastores la venida del Hijo de Dios a esta tierra: la Buena
Nueva, la Gran Noticia que sigue llenando de asombro a
los hombres y que nos convoca aquí en este día.

El nacimiento de un niño es motivo de especial alegría para


una familia. La futura madre cuenta los días deseando, por
un lado, que llegue cuanto antes el ansiado momento para
verle la cara a su hijo, a la vez que siente cierto temor al
parto. Mientras tanto, se ultiman los detalles para que al
bebé no le falte nada: la cuna, la silleta, las ropitas… Todo
dispuesto con el máximo cariño, con una gran ilusión. Los
días previos al alumbramiento son un puro arrebato: la
madre, muy cansada, con los pies hinchados como
bombos, nerviosa, expectante; el padre, aunque trate de
disimularlo, inquieto, azorado, muy pendiente de su mujer;
los niños, si los hay, celosillos, pero locos de alegría ante la
llegada del hermanito o la hermanita. Contracciones,
molestias, duermevelas, desasosiegos… y nervios, muchos
nervios, hasta que, por fin, llega el gran día. Entonces se
rompen las tensiones, se desata la alegría, se llora de
felicidad. La madre mira a su hijo con una ternura, con un
cariño…; el padre está embelesado; a los abuelos se les

1
cae la baba. Los hermanos preparan una gran bienvenida
en casa y todos quieren coger en brazos al neófito. Y el
rebosante gozo de la familia se extiende alrededor,
haciendo partícipes del acontecimiento a los parientes,
amigos, compañeros, conocidos, como queriendo compartir
con todo el mundo el sentimiento íntimo de alborozo,
porque “cada criatura al nacer, conlleva la esperanza de
que Dios no pierde la confianza en los hombres”
(Rabindranath Tagore).

Todo esto tan normal hoy día, también lo sería hace dos mil
años, cuando nació Jesucristo. ¡Con qué esmero
organizarían María y José todo lo relativo a su futuro hijo! Y
no sólo en lo tocante a lo material, sino además cuidando
mucho lo espiritual, porque ese niño era muy especial.
María fue la primera en enterarse de la noticia, y dio su
aprobación, su fiat, para que el proyecto divino siguiera
adelante. José, que confiaba plenamente en su esposa,
pasó momentos muy difíciles hasta que, por fin, conoció los
detalles de su embarazo; y, además, se pedía su
colaboración en la tierra para una misión divina de alcance
universal: “Dará a luz un hijo a quien pondrás por nombre
Jesús, porque salvará a su pueblo de sus pecados” (Mt. 1,
20). Es de suponer la reacción de José: por una parte,
alivio y regocijo, y, por otra, cierto temor ante lo que este
encargo significaba. María y José tuvieron que desplazarse
a Belén para empadronarse; el viaje no sería muy cómodo,
y María debió pasarlo bastante mal, tan avanzada como iba
su gestación. Después de varias idas y venidas buscando
un lugar adecuado, la Virgen dio a luz a su Hijo. Podemos
imaginar su inmenso gozo: ¡con qué cuidado lo cogerían, lo
arroparían, lo acostarían en la improvisada cuna! María
miraría a su Hijo encantada y dichosa, guardando todo en
su corazón (cfr. Lc. 2, 51). José lo tomaría en brazos, se lo
comería a besos, lo dormiría; solícito, cuidaría de su
esposa, ocupándose de que tuviera todo lo necesario. Los

2
sentimientos de María y de José serían los mismos que los
de todos los padres, pero en este caso, además, el recién
nacido era Dios encarnado.

Todo lo relacionado con el nacimiento de Jesucristo, pese


a ser un misterio que no podemos alcanzar, está rodeado
de una gran sencillez. Me gustaría que reflexionáramos un
poco sobre este acontecimiento y que pudiéramos sacar
algunas conclusiones que nos ayuden en nuestro caminar
por esta tierra. Porque el nacimiento de Cristo y sus
primeros años entre nosotros, encierran muchas
enseñanzas. Da la impresión de que estamos tan de vuelta
de todo, sumidos en un acostumbramiento cansino y
abúlico, que ni siquiera somos capaces de dar la
importancia debida a los sucesos más extraordinarios. Si
nos instalamos en la rutina precipitada de nuestros
quehaceres diarios, en la parafernalia festiva o en el
carrusel consumista; o bien pasamos por los
acontecimientos de la Navidad de forma superficial,
corremos el riesgo de no desentrañar su verdadero sentido
y de perder una estupenda ocasión para mejorar nuestra
vida de hombres y mujeres corrientes, y para profundizar
en la fe aquéllos que no tengan miedo a hacerlo.

Y es que la Navidad no es un aniversario ni un recuerdo;


tampoco es un sentimiento. Es el día en que Dios pone un
belén en cada alma, el día del nacimiento del Hijo de Dios:
ése es el motivo fundamental de la fiesta, de la alegría y de
la buena disposición que se vive en estos días. Otra cosa
es que se desvíe el sentido de la realidad y relacionemos la
Navidad exclusivamente con el cava, el turrón, las comidas,
los regalos... Todo esto es secundario, superfluo, banal,
cuando no nace del árbol fuerte que es la alegría de
descubrir que el Misterio de la Navidad es la raíz misma de
nuestra vida.

3
Dios Niño nace en un pesebre, pobre, humilde, inerme,
ignorado. Sólo María y José son conscientes de la
trascendencia del evento y desde el principio empiezan a
sentir en sus propias carnes el destino de la criatura: ser
signo de contradicción, como profetizaría Simeón más
tarde (cfr. Lc. 2, 34). El Señor de cielos y tierra “siendo rico
se hizo pobre para enriquecernos a nosotros con su
pobreza” (2 Co. 8,9). Parece una paradoja: Cristo no nos
ha enriquecido con su riqueza, sino con su pobreza, esto
es, con su amor que le empujó a darse totalmente a
nosotros. Podría haber hecho su aparición en el mundo de
muchas otras maneras, pero decidió hacerlo como un niño
nacido en el seno de una familia. Así quiso recalcar la
necesidad de vivir la infancia espiritual para acercarse a El
(“si no os volviéreis y os hiciéreis como niños, no entraréis
en el Reino de los cielos” [Mt. 18, 3]); y quiso dejar
constancia de la importancia de la familia (un padre, una
madre, unos hijos) en el desarrollo y educación de los
seres humanos.

Pocas personas tuvieron la suerte de conocer y visitar al


Niño Dios esa misma noche. Unos pastores, confiados en
el mensaje de un ángel que se les apareció, precisamente,
mientras hacían su trabajo (“de noche se turnaban velando
sobre su rebaño”[Lc. 2, 8]), fueron aprisa hasta el pueblo
siguiendo sus indicaciones. ¿Por qué aquel mensaje les
pareció suficiente a los pastores? ¿Por qué se fiaron de
que aquel niño desvalido era Dios? Quizás -me aventuro a
contestar-, aquellos hombres no habían perdido la
capacidad de admirar lo cotidiano; aquellos pastores
sabían contemplar con cuidado lo pequeño y, por eso,
descubrieron la grandeza de Dios. En su corazón no se
albergaba el miedo, ni el prejuicio, ni la complicación, ni el
aburguesamiento: eran sencillos, humildes y amantes del
servicio. Por eso, fueron los primeros invitados a la fiesta
que Dios comenzó entre los hombres.

4
“Esto tendréis por señal: encontraréis un niño envuelto en
pañales y reclinado en un pesebre” (Lc. 2, 12), añadió el
ángel para orientarlos en su búsqueda. ¿Dónde
pensábamos encontrar a Dios: en un palacio, en un lugar
lujoso e inaccesible, en alguna circunstancia
extraordinaria? A Dios lo encontramos, si queremos, en las
cosas sencillas de cada día: se ha hecho un niño y, como
tal, está envuelto en pañales, durmiendo. ¿No es
maravilloso que Dios Omnipotente se nos presente como
un Niño que se hace pis y caca, como todos los niños, que
llora, que duerme, que necesita tomar el pecho de su
Madre para alimentarse, que precisa de los cuidados de
sus padres para sobrevivir? ¿Quién puede resistirse ante
un niño?; ¿quién no prestaría su propio calor a un
indefenso niño pobre recién nacido?; ¿quién tiene miedo a
un niño? Su presencia inspira ternura, protección, cariño.
Dios ha tomado nuestra naturaleza como prueba de su
amor: “Tanto amó Dios al mundo, que entregó a su Hijo
único, para que todos los que creen en él tengan vida
eterna” (Jn. 3, 16). Y se nos presenta como un niño para
que nos acerquemos a Él con total confianza.

Pero no debemos olvidar que este Niño es rey, como lo


habían anunciado los profetas muchos siglos antes. Sin
embargo, su reino no es como los de este mundo; más bien
se nos proclama un rey pobre, un rey que no gobierna con
poder político y militar; su naturaleza más íntima es la
humildad, la mansedumbre ante Dios y ante los hombres.
Tan es así, que nace en un simple establo y que luego
llegará a Jerusalén montado en un asno, la cabalgadura de
los pobres1. Su reino es, pues, de paz, de justicia, de
alegría, de perdón, de humildad, de amor, de verdad. Dios
no entra como un conquistador en nuestra vida; no quiere
abrir nuestro corazón usando de su poder. No viene a
1
Cfr. Benedicto XVI, Jesús de Nazaret. Madrid: La Esfera de los libros. 2007, p. 109.

5
imponerse; no quiere obligar a nadie, porque respeta
nuestra libertad: “Mira que estoy a la puerta y llamo; si
alguno escucha mi voz y abre la puerta, yo entraré a él y
cenaré con él y él conmigo” (Apoc. 3, 20). Dios quiere hijos,
no esclavos. Y en el uso de esta libertad, podemos decir
rotundamente no a Dios, o bien ponerlo entre paréntesis en
nuestra vida, hasta arrumbarlo poco a poco en un rincón
olvidado. El hombre tiene la tentación de la arrogante
autosuficiencia con la que quiere erigirse en divinidad.
Nietzsche, por ejemplo, insistió en esta idea y exigía para el
hombre el reino de la tierra. Si, por el contrario, nos
decidimos a acoger a este Niño, hemos de ser
consecuentes y no regatear esfuerzos ni descafeinar
nuestra entrega, fabricando una imagen de Cristo
interesada, pero falsa. Nos podemos fijar en el ejemplo de
los Magos de Oriente: ven una estrella, reciben una
vocación; se ponen en camino; pero la señal desaparece,
surgen las dudas y se desorientan; preguntan y piden
consejo para recuperarla; insisten, hasta que, por fin, llenos
de alegría, encuentran lo que buscaban con
perseverancia2. Ellos son personas con una sensibilidad
interior que les permite oír y ver las señales sutiles que
Dios envía al mundo, y que así quebrantan la dictadura del
acostumbramiento3.

La libertad, inefable don del ser humano, tiene un


complemento inseparable, la responsabilidad; la capacidad
de elegir conlleva necesariamente unas consecuencias que
no siempre alcanzamos a calibrar. Por eso, sea cual fuere
nuestra postura, debemos ser conscientes -nos recuerda
Benedicto XVI- de que “cuando a Dios se le da una
importancia secundaria, que se puede dejar de lado
temporal o permanentemente en nombre de asuntos más
importantes, entonces fracasan precisamente estas cosas
2
S. Jose María Escrivá de Balaguer: En la Epifanía del Señor. En Es Cristo que pasa (pp. 81-
98). Madrid: Rialp, 1.976.
3
Cfr. Benedicto XVI, obra citada, p. 120.

6
presuntamente más importantes”4. En otras palabras, como
apuntó Juan Pablo II con un cierto tono profético: “quitar a
Cristo de la vida del hombre, es un acto contra el hombre”.

La Navidad es una explosión de alegría porque ha nacido


un niño, y ese niño es Dios hecho hombre. Pero la
verdadera alegría debe nacer de nuestro interior, por un
motivo elevado; no es la de un animal mundano que
precisa disfrutar de ciertos placeres para pasarlo bien. Y
esta alegría está en el ambiente, se contagia y se
manifiesta de muchas maneras durante estos días. En un
delicioso libro de Dickens5, Fred, el sobrino del
protagonista, resume en unas pocas palabras lo que
significa el espíritu navideño: “siempre he pensado en la
Navidad, cuando llega (…), como una buena época; un
tiempo de amabilidad, de perdón, de caridad, de alegría; la
única época en el largo calendario del año cuando hombres
y mujeres parecen, de común acuerdo, abrir sus corazones
sin restricciones y pensar en las personas que tienen por
debajo como si de verdad fuesen compañeros de viaje
hacia la tumba”. Al margen de creencias religiosas, la
Navidad es un tiempo en el que se da rienda suelta a los
buenos sentimientos. Todos nos volvemos un poco más
humanos, más comprensivos, más delicados, más
solidarios; se nos ablanda el corazón.

En medio de la soledad, la pobreza, el desamparo y la


indiferencia de su pueblo vino Cristo al mundo. Ni siquiera
hubo lugar para El en la posada. Buena lección para
nuestras ansias de comodidad, de consumismo, de
vanidad, de egoísmo. Lo curioso es que esta indiferencia
de los hombres hacia Dios sigue siendo frecuente en la
actualidad; el dogma fundamental de la visión moderna del
mundo es que Dios no puede actuar en la historia y, por
4
Benedicto XVI, obra citada, p. 58.
5
Charles Dickens: Canción de Navidad. Madrid: Homo Legens, 2006.

7
tanto, todo lo que hace referencia a Dios debe estar
circunscrito al ámbito de lo subjetivo6. No parece prudente
que las creencias personales tengan una repercusión en la
esfera pública; la fe debe limitarse a lo estrictamente
privado, sin una proyección exterior. Esto es una falacia,
que incluso muchos cristianos, con buena intención por su
parte, se han creído. No se trata de caer en el fanatismo ni
en el fundamentalismo, pero sí hay que dejar claro que un
católico no lo es solamente cuando está en el templo; con
un mínimo de coherencia, debe tratar de actuar como tal en
su trabajo, en sus relaciones sociales, en su vida de familia,
en sus ratos de ocio y diversión, en sus actuaciones
públicas.

Desde su cuna, el Niño nos urge a interesarnos por los


demás. No podemos ir por la vida sin fijarnos en tantas
personas que nos necesitan; sin tratar de hacer el bien,
material o espiritual, a nuestros semejantes; sin ser
capaces de mirar de tejas arriba para darnos cuenta de la
trascendencia de nuestras acciones. Hemos de aprender la
valentía de la bondad, percibiendo cada uno qué tipo de
servicio se necesita en su entorno y en el radio más amplio
de su existencia, y cómo puede prestarlo; es necesario
convertirse en prójimo, de forma que el otro cuente para mí
tanto como yo mismo7. Aquí radica la aportación del amor,
que es agapé, y va mucho más allá del eros: el amor es
ocuparse del otro y preocuparse por el otro8. La senda del
egoísmo conduce, más tarde o más temprano, a la
insatisfacción, al rencor, a la infelicidad. El fantasma de
Jacob Marley, otro personaje de la obra de Dickens, se
lamenta amargamente, pero ya demasiado tarde, de haber
llevado una vida egocéntrica y estéril: “¿Por qué caminé
entre multitudes de mis semejantes con los ojos bajos, sin

6
Cfr. Benedicto XVI, obra citada, pp. 60 y s.
7
Cfr. Benedicto XVI, obra citada, pp. 238-240.
8
Benedicto XVI: Carta Encíclica Deus caritas est, 3-6.

8
alzarlos nunca a esa bendita estrella que condujo a los
Reyes Magos hasta un humilde pesebre?”

En un pesebre, efectivamente, nació el Niño Dios, el


Mesías prometido. El pueblo de Israel esperaba ansioso su
venida, y cada cual se hacía sus cábalas acerca de la
misión que el personaje venía a desempeñar. Hoy como
entonces siguen vigentes muchos interrogantes: ¿A qué ha
venido Jesucristo al mundo?; ¿qué ha cambiado desde su
llegada? El panorama actual, como el de otras épocas, no
parece muy halagüeño: guerras, injusticias, hambre,
desigualdades... ¿Y en esta tesitura nos atrevemos a
celebrar una Navidad? ¿No suena esto un poco a
paparrucha, a hipocresía? ¿Qué ha traído realmente
Jesucristo, si no ha traído ni la paz, ni el bienestar para
todos, ni un mundo mejor? La respuesta nos la da una voz
autorizada, Benedicto XVI: “(Jesucristo) ha traído a Dios, y
ahora conocemos el camino que debemos seguir como
hombres en este mundo; conocemos la verdad sobre
nuestro origen y nuestro destino; la fe, la esperanza y el
amor”. Acostumbrados a lo espectacular, a la bambalina y
al exhibicionismo, a la alta tecnología, a la búsqueda del
placer y del bienestar material, puede resultar chocante y
hasta ridículo lo que rodea al nacimiento del Mesías y el
mensaje que nos trajo. Y algunos se sentirán defraudados
porque las cosas siguen estando tan mal, pese a tanto
mesías y tanta predicación. Los valores preconizados por el
cristianismo están obsoletos y mal vistos; las ideas y
comportamientos dominantes contradicen ampliamente el
mensaje de Jesucristo; da la sensación de que Dios ha
fracasado, de que todo ha sido un montaje, una mentira,
una farsa. Sin embargo, los caminos y los planes de Dios
no coinciden necesariamente con los nuestros; a veces
incluso parece que se contraponen. “El poder de Dios en
este mundo es un poder silencioso, pero constituye el
poder verdadero, duradero; la causa de Dios parece estar

9
siempre como en agonía. Pero la gloria de Cristo, la gloria
humilde y dispuesta a sufrir, la gloria de su amor, no ha
desaparecido ni desaparecerá”9.

La Navidad es una fiesta en la que los niños tienen un


protagonismo muy especial. Y no podía ser de otra manera,
ya que se celebra, precisamente, el nacimiento de un Niño.
Por eso es bueno que en estos días, todos hagamos un
pequeño esfuerzo para recuperar esa infancia, ya tan
lejana para algunos, con sus recuerdos, sus alegrías, sus
buenos momentos y algunos sinsabores, los juegos, los
amigos, la mañana de Reyes… Olvidemos por unas horas
la seriedad, las preocupaciones, los enfados, y rescatemos
los valores propios de los niños: la inocencia, la alegría, el
desenfado, la gratitud, la sinceridad, la imaginación, la
naturalidad, la sencillez, la despreocupación, la confianza,
la ilusión, la capacidad para sorprenderse, la risa
contagiosa. Me gustaría recordar ahora a muchos niños
que lo pasan mal estos días tan entrañables, por una serie
de circunstancias de distinta índole. Y me acuerdo
especialmente de aquéllos otros a los que la vida les ha
jugado una mala pasada, y tienen problemas que les
impiden funcionar con normalidad; niños con dificultades
motoras, sensoriales o psíquicas, con una capacidad
disminuida para algunas actividades cotidianas, pero con
un corazón muy grande que les hace ser superdotados en
sentimientos y en valores. Pienso en el sufrimiento de sus
padres, que esperaban el nacimiento de su hijo con anhelo
y luego se encontraron con que una anomalía iba a dar al
traste con sus planes, sus esperanzas y sus ilusiones.
¡Cuántos días de angustia en el hospital mientras su hijo
luchaba por seguir viviendo! ¡Qué tremenda incertidumbre
por su recuperación! ¡Qué lucha por ayudarle a superar
tantas dificultades! ¡Cuántas lágrimas de dolor y de
impotencia al contemplar a esa criatura con deficiencias!
9
Benedicto XVI, Jesús de Nazaret. Madrid: La Esfera de los libros. 2007, pp 69 y s.

10
¡Qué gran ejemplo de superación, de optimismo, de
capacidad de servicio, de entrega, de amor verdadero, nos
dan esas madres y esos padres! Pido al Niño Dios que les
dé fuerzas para seguir adelante en su duro caminar.

Hay otros niños a los que ni siquiera se les ha dado la


oportunidad de llegar a nacer, porque han sido eliminados
por una serie de motivos que no tienen justificación, pues
suponen un atentado contra la vida humana. Me viene a
la
memoria el pasaje de la matanza de los niños inocentes,
víctimas de la ira, la envidia y el odio de un déspota (cfr. Mt.
2, 16-18). Entonces, como ahora, los niños pueden llegar a
ser un estorbo. De nuevo aparecen la paradoja y la
contradicción: ¿cómo se puede decir que el aborto es un
signo de progreso y de libertad? ¿Cómo podemos caer en
la hipocresía de condenar acciones de diverso tipo, y nos
mostramos indiferentes ante el sacrificio de millones de
seres humanos en el vientre de sus madres? Es cierto que
muchas mujeres se encuentran en situaciones extremas,
pero también lo es que existen soluciones más humanas,
más justas, para ayudar a esas madres y a esos niños sin
tener que recurrir al horrible trance del aborto. Es cuestión
de apostar valientemente por la vida, de tratar de implantar
una cultura de la vida que sustituya a la cultura de la
muerte.

La Navidad es también una fiesta de la familia. Jesucristo


nació y creció en el seno de una familia, la Sagrada
Familia. Podemos hacernos una idea de cómo sería la
infancia y la juventud de Jesús en esos treinta años de vida
oculta, junto a María y José, como uno más entre los de su
aldea: jugaría, se divertiría, tendría amigos, leería las
Escrituras, trabajaría. Haría lo que cualquier otro ser
humano de su edad, con el matiz de que era Dios entre los
hombres, lo que significa que estaba llevando a cabo la

11
redención por medio de unas actividades cotidianas
normales, divinizando las realidades temporales que son,
para nosotros, el medio de santificación. Y todo ello, de una
forma tan natural, que, unos años más tarde, sus paisanos
se sorprenden de su sabiduría y de sus poderes: “¿no es
éste el hijo del carpintero?” (cfr. Mt. 13, 54-58; Mc. 6,1-6;
Lc. 4, 16-30).

La Sagrada Familia es el modelo a seguir para las familias


cristianas, y me atrevería a decir que para todas las
familias, aunque no compartan este ideal, porque lo
sobrenatural no ahoga ni aniquila lo natural, más bien al
contrario. En esa familia se vivieron las virtudes humanas
que deberíamos imitar en nuestros hogares: fidelidad,
comprensión, espíritu de servicio, laboriosidad, alegría,
solidaridad, obediencia… Y además se vivía cara a Dios, o
mejor: se vivía con Dios, que estaba entre ellos. María y
José son las dos personas que más han tratado a
Jesucristo, Dios y Hombre: le han criado, le han educado,
le han alimentado, le han instruido, se han reído con El, le
han reñido, le han aconsejado. ¿Acaso no se
sorprenderían en ocasiones ante lo que estaban viendo y
viviendo? ¿No es lógico suponer que no entenderían
muchas cosas? Imagino a San José, un hombre normal,
jugando con su Hijo, dándole de comer, enseñándole a
clavar púas, contándole historias y leyendas de la época,
charlando sobre cosas de la vida. ¡Y ese Niño era Dios! Y,
más impresionante todavía, “erat subditus illis, les estaba
sujeto,” como dice de forma escueta el Evangelio (Lc. 2,
51). ¡Dios mío, cuánto misterio, cuántas enseñanzas y
cuánta grandeza para nuestro corto entendimiento!

Tradicionalmente son éstos unos días en los que la vida en


familia cobra un especial relieve. Es natural que todos se
reúnan para hacer el belén y montar el árbol; para la cena
de Nochebuena o la comida de Navidad; para cantar

12
villancicos; para participar en juegos de mesa; para pasar,
en fin, ratos agradables. Es razonable, en consecuencia,
que en estas fechas tan familiares echemos más en falta a
los seres queridos que ya no están con nosotros. La familia
es un refugio, un oasis, en el que el ser humano es
valorado por lo que es. En mi opinión, hemos de tomarnos
más en serio a la familia, que es, en palabras de Juan
Pablo II, "base de la sociedad y el lugar donde las personas
aprenden por vez primera los valores que les guían durante
toda su vida". No es cierto que el modelo de familia
tradicional sea algo pasado de moda; lo que ocurre es que
en estos tiempos se desbancan valores como la lealtad, la
fidelidad, el compromiso, que son la base de la
convivencia, y se prima la búsqueda del placer y del
beneficio personal a toda costa, sin reparar en otras
cuestiones. Urge, pues, defender la supervivencia y el
prestigio de la familia, siendo conscientes de su influencia
benéfica para todos.

Dios ha puesto un belén en el mundo, en el que hay


muchas figuras con una misión muy concreta cada una de
ellas: los pastores, el rebaño, los Reyes Magos, los pajes y
los camellos, la lavandera, el buey y la mula, el herrero, el
borrico, los soldados de Herodes, el posadero, María,
José…10 Incluso, como ocurre en el belén de mi familia, hay
figuras rotas, mutiladas, que están ahí todos los años por
Navidad haciendo su papel. Estas figuras rotas no son tan
vistosas como las otras, pero tienen su encanto, su historia,
y pueden presumir de veteranía. Llevan mucho tiempo
formando parte del belén familiar y, cuando alguien sugiere
su retirada, siempre aparece una voz que sale en su
defensa para que se queden. Este belén representa el gran
teatro del mundo. ¿Por qué no somos atrevidos y jugamos
a identificarnos con una de las figuras, la que cada uno
quiera, para formar parte del belén y meternos de lleno en
10
Enrique Monasterio: El belén que puso Dios. Madrid: Palabra. 2004.

13
este misterio? Uno puede querer ser un pastor que acude
al portal con requesón, manteca y vino. O bien,
transformarse en un rey mago montado en su caballo que
se acerca poco a poco hasta el establo y ofrece al Niño oro,
incienso o mirra. Puestos a elegir, uno puede quedarse
hasta con el burro, animal que simboliza la humildad, la
docilidad, el trabajo oscuro y silencioso, la perseverancia.
El, que tuvo la suerte de transportar a la Sagrada Familia y
ser casi como uno más de sus miembros, estando siempre
muy cerca del Niño, es uno de los protagonistas de nuestro
belén, como reza un villancico popular11:

Un burro de orejas largas


de cola como plumero
un burro de esos de carga
llegó al pesebre el primero.

Burrito de orejas largas


en el portal de Belén,
ven a cuidar a mi Niño,
mi Niño se porta bien.

La madre cuidaba al Niño


que en la cuna dormitaba,
y el burro de orejas largas
con su aliento lo entibiaba.

Los ángeles que bajaron


hasta el portal de Belén,
azúcar dieron al burro,
que se había portado bien.

O podemos optar por convertirnos en una de las figuras


rotas; al fin y al cabo, todos tenemos desperfectos. Da igual
lo que queramos ser. Lo importante es estar ahí, cerca del
11
El burro de Belén. Trota-villancico popular chileno de Vicente Bianchi.

14
portal. A lo mejor no tenemos muchas cosas para llevar al
Niño; no importa: lo único que se nos pide es un corazón
sencillo y generoso, capaz de percibir la grandeza de lo
pequeño y de descubrir las maravillas ocultas en los
hechos aparentemente insignificantes: “no se ve bien sino
con el corazón. Lo esencial es invisible a los ojos"12.

Hoy brillará la luz sobre nosotros, porque nos ha nacido el


Señor (cfr. Is. IX, 2), el Dios hecho Niño que nos mira
envuelto en pañales y reclinado en un pesebre. Un Dios
con rostro humano, que, como ha escrito el Papa en su
última encíclica, nos ama a cada uno hasta el extremo, y
que es el fundamento de la esperanza13. Abramos nuestra
mente y nuestro corazón sin miedo a las enseñanzas que
nos brinda desde su cátedra de Belén.

Que el Niño Jesús, cuyo nacimiento nos disponemos a


celebrar, nos bendiga a todos y a nuestras familias. Mis
mejores deseos de paz, alegría y felicidad para todos en
esta Navidad, y muchas gracias por su atención.

Isidoro Candel Gil


Cieza, 16 de diciembre de 2007

12
Antoine de Saint-Exupéry: El principito. Barcelona: Ediciones Salamandra. 2001, p. 72.
13
Benedicto XVI: Carta encíclica Spe Salvi, Sobre la esperanza cristiana, n. 31. Madrid:
Ediciones Palabra, 2007.

15

También podría gustarte