Los Cementerios y Criptas de Huéscar
Los Cementerios y Criptas de Huéscar
Los Cementerios y Criptas de Huéscar
RESUMEN
Desde 1488, en que Huéscar pasó a pertenecer ya deÞnitivamente a la España cris-
tiana, hasta la actualidad, han sido varios los lugares donde se han inhumado los cuerpos
de los difuntos: tres cementerios, varias criptas, dos iglesias parroquiales, tres conventos
y algunas capillas y ermitas. Haremos aquí un breve recorrido por el itinerario de la muerte
en nuestra ciudad, tan desconocido para los vivos actuales.
ABSTRACT
From 1488, the date at which Huéscar became permanently part of Spanish
christendom, until the present day, various sites in the town have been used to bury the
dead: three different cemeteries, various crypts, two parish churches, three convents and
a number of chapels and hermitages. This is a brief tour of the resting places of the
deceased in our town, quite unknown to those alive today.
1. INTRODUCCIÓN.
Entre los romanos, los cadáveres eran enterrados fuera de la ciudad1. Inci-
nerado o inhumado, ningún cuerpo muerto podía permanecer en el ámbito de los
vivos, el recinto sagrado de Roma (pomerium). Los primeros cristianos siguieron
con la misma costumbre, pero poco a poco se fue permitiendo que los difuntos
pudieran ser enterrados en los alrededores de las iglesias donde descansaban
los cuerpos de los mártires o sus reliquias. El temor a los muertos, propio del
mundo pagano, no tenía ya sentido entre los que creían en la resurrección de
los difuntos y en la vida eterna. El aumento de sepulturas en los templos y sus
alrededores, y la absorción de estos espacios por el crecimiento de las ciudades,
integró el mundo de los muertos en el ámbito cotidiano de los vivos2.
Aunque, para las clases cultas del siglo XVII, ya estaban mal vistas las de-
mostraciones escandalosas de dolor, con quejidos y lamentos, aún entonces, y
en algunos lugares hasta entrado el siglo XX, a pesar de la prohibición eclesiás-
tica, se contrataban mujeres (plañideras o lloronas) para que lloraran a gritos
al difunto en el momento de sacarlo de la casa y durante el recorrido hasta la
iglesia.
2.1. El entierro.
ban al templo, cantaban el Salmo 122 (“A ti levanto mis ojos”) o las letanías de
los Santos9.
El cadáver, recubierto por un paño o una sábana, iba sobre unas andas de
madera propiedad de la parroquia o de la hermandad a la que perteneciera el
muerto. Muy avanzado el siglo XVIII se fue generalizando lentamente el uso de
ataúdes sin tapa, empezando por las clases pudientes; y, todavía a Þnales del
XIX, muchos muertos eran llevados en cajas que se devolvían después a la pa-
rroquia para ser utilizadas en el siguiente entierro.
La composición del desÞle fúnebre había sido elegida por el propio difunto
en su testamento. Cuando se podía, el orden era el siguiente: abrían el cortejo
los pobres10 y los niños de la doctrina; seguía la cruz parroquial y los frailes a
los que se hubiese pedido participar; los hermanos de la cofradía a la que per-
tenecía el muerto, acompañados por miembros de otras hermandades; venía
entonces el cadáver sobre sus andas, portado por amigos; tras él seguía el clero
parroquial vestido de sobrepelliz, los acólitos con las campanillas y el incienso; y,
por último, los familiares, los amigos y cuantos se incorporaban al cortejo. Tanto
los miembros de la cofradía como los niños y los pobres llevaban en sus manos
velas encendidas. Las campanas de la torre doblaban tristemente durante el
entierro con su sonido lúgubre y prolongado11. A veces acompañaba también la
capilla musical de la parroquia12.
Desde el siglo XVI, al menos, todas las iglesias eran, podríamos decir, “ce-
menterios comunes”, en el sentido amplio de que cualquier cristiano podía en-
terrarse en ellas. Los suelos de las iglesias estaban perfectamente acotados y
señalados para permitir el mayor número de sepulturas, cuyo precio variaba de
más a menos según se alejara del altar mayor.
los datos de cada espacio libre u ocupado por un difunto, para llevar la conta-
bilidad de este servicio fúnebre. Cada sepultura era un estrecho rectángulo de
siete pies de longitud y tres y medio de ancho13. Antes de las veinticuatro horas
del entierro, debía colocarse la solería y el sacristán se encargaba de barrerla y
dejarla limpia. Hasta que no pasara al menos un año no podría ser abierta (“rom-
pimiento”) para enterrar en ella a otro difunto. Las sepulturas, en teoría, no se
adquirían en propiedad14, excepto las que se encontraban en capillas privadas,
sino que se alquilaban; y periódicamente se hacían limpiezas (“mondas”) para
dejar disponibles nuevos huecos donde unos cadáveres dejaban sitio a otros.
Los restos retirados de las sepulturas se amontonaban en fosas preparadas en
el cementerio exterior, los osarios o “carneros”.
A pesar de esto, con mucha frecuencia, los miembros de una familia prefe-
rían ser enterrados en la misma sepultura que sus antecesores, con lo que en la
práctica éstas se heredaban y estaban comprometidas de antemano15. Por eso,
la parroquia quedaba obligada a mantener siempre de diez a veinte sepulturas
disponibles para aquellos que morían sin poseer sepulcro familiar propio.
Sobre las losas (o la lápida) que cubrían la sepultura se colocaban las ofren-
das de pan, vino y cera, por un tiempo máximo de un mes16. En otros casos, la
gente con más medios económicos montaba sobre ella una especie de catafalco
o “tumba” de madera y paños negros, que permanecía durante nueve días (y
a veces, hasta treinta) y que se volvía a colocar el día del cabo de año, en los
aniversarios, etc. Andar por la iglesia sería algo parecido a sortear los obstáculos
de un laberinto lleno de ofrendas, velas encendidas, tumbas alzadas, lápidas y
losas recién colocadas o a medio colocar17. Muchas devotas oían misa sentadas
sobre la sepultura donde se pudrían sus antepasados. Y el olor desprendido de
los numerosos cuerpos en descomposición debía ser agobiante, pero eso no
parecía importar a quienes a lo largo de varios siglos mantuvieron la costumbre
de ser enterrados dentro del recinto eclesial como un honroso privilegio.
Por el alma del difunto se decían responsos y, sobre todo, misas. Destaca-
ban las de San Gregorio, treintanarios o misas gregorianas. Tienen su origen
en las recomendaciones de San Gregorio Magno (540-604), papa y doctor de
la Iglesia. Esta costumbre de las misas gregorianas estaba tan arraigada entre
el pueblo cristiano que no fue suprimida, sino sólo matizada, por el Concilio de
Trento. También fueron muy populares las misas del Conde, las 101 misas del
papa Clemente, o las misas de San Amador18.
se dijeran por su alma un total de 300.000 misas. Luego estaban las misas per-
petuas, que debían decirse cada año en fechas señaladas por el testador. Para
pagar estos sufragios se gravaban tierras y ediÞcios y se fundaban memorias y
capellanías.
2.3. El cementerio.
Pero no todos los Þeles de una parroquia tenían la posibilidad de ser en-
terrados dentro de su iglesia. Los más pobres, los esclavos, los extranjeros y,
hasta el siglo XVIII, los niños pequeños eran sepultados fuera del templo, en el
espacio llamado cementerio. Ya hemos dicho que los cementerios circundaban
los muros exteriores de iglesias y ermitas, y eran el lugar que las parroquias de-
bían obligatoriamente poner a disposición de cuantos carecieran de medios. La
sepultura en el cementerio era gratuita.
Conforme avanzaba el siglo XVII sólo se enterraban allí los pobres y los
niños pequeños, de hasta siete años, y siempre que estuviesen bautizados. In-
cluso en los casos de familias de buena posición, con sepultura en propiedad o
con capilla privada, los niños eran enterrados en el cementerio, sin acompaña-
miento, sin llanto y, a veces, sin misa ni funeral. Aunque estaban severamente
prohibidos por la Iglesia20, eran frecuentes los entierros secretos de niños, casi
siempre por no hacer gasto. “La vida de un niño valía poco y, en consecuencia,
lo mismo ocurría con su muerte”21. Era general la falta de aprecio mostrada a los
niños tanto en el plano familiar como en el educativo. Sólo a partir del siglo XVIII
fue tomado en consideración el mundo de la infancia.
Los cementerios que rodeaban las iglesias, tras la prohibición de Carlos III, se
convirtieron en plazas públicas. Pero aún hoy día existen numerosas iglesias rura-
les con un cementerio contiguo en el que se fueron enterrando todos aquellos que
no pudieron acceder al interior, como habían venido haciendo sus antepasados.
En 1786, Carlos III dictó una ley sobre Cementerios de las Iglesias: entierro
y funeral de los difuntos22, en la que se hacía saber que:
“Se harán los cementerios fuera de las poblaciones, siempre que no hubiera diÞcul-
tad invencible o grandes anchuras dentro de ellos, en sitios ventilados e inmediatos
a las parroquias y distantes de las casas de vecinos, y se aprovecharán para capi-
llas de los mismos cementerios las ermitas que existan fuera de los pueblos, como
se ha empezado a practicar en algunos con buen suceso.”
Años antes, en 1781, el propio Carlos III había consultado a las academias
de Medicina e Historia y a algunas personas de prestigio sobre la conveniencia
de enterrar fuera de las poblaciones, y la opinión de estos entendidos, entre los
que se encontraba el Cardenal Lorenzana, arzobispo de Toledo, fue unánime
a favor de prohibir las inhumaciones en las iglesias, tanto en ellas como en los
anexos cementerios parroquiales, y llevarse los lugares de enterramiento lejos
de las poblaciones.
Los musulmanes y los judíos tuvieron siempre sus cementerios propios se-
parados de los cristianos. El problema surgido con los protestantes, y especial-
mente con los anglicanos, muertos en España intentó resolverse ya en el siglo
XVII por parte del Estado, con la orden de construcción de cementerios segrega-
dos (Tratado de Paz de 1664); pero la realidad fue que hasta 1796 no se dieron
los primeros pasos para ello. Con la Real Orden de 13 de noviembre de 1831,
Fernando VII autorizó los cementerios para no católicos.
3. IGLESIA DE SANTIAGO.
Iglesia de Santiago, parroquia hasta 1902, con el escudo del Ducado de Alba
sobre la puerta (foto del autor).
1778 (8de abril): D. Andrés Vázquez, regidor, marido de Dª. Isabel Teje-
rina. Enterrado en sepultura de fábrica.
Una donación de sepultura en Santa María en el siglo XVI nos hace ver lo
abigarrado que debía de estar el suelo de la iglesia: Lucía Hernández, viuda
de Francisco Mármol, dona una sepultura a su sobrina, llamada también Lucía
Hernández, y a su marido Francisco de Baena. La sepultura está en la capilla de
Nuestra Señora de los Remedios, linda por los pies con la primera grada del altar
de los Remedios; por la derecha, mirando al altar, con la sepultura de Bartolomé
Galindo; por la izquierda, con la de Alonso Gómez de Torres; y por la cabecera
con la de Ginés Denguera. En esa sepultura ya está enterrado su marido, Fran-
cisco Mármol (18 de junio de 1583)29.
A Þnales del siglo XVIII, en Santa María sólo había tres clases de sepulturas: las
de 12 reales, las de 6 y las de los niños, que costaban 1 real. Esa cantidad incluía
la ceremonia religiosa, la apertura (“rompimiento”, en el lenguaje de la época) de la
sepultura, la introducción del cadáver, el rellenado de tierra, la nueva colocación de
la solería y la limpieza de la superÞcie, que corría a cargo del sacristán, que ade-
más era el encargado de señalar las sepulturas libres y las ocupadas. Por la cera
gastada durante el entierro y la misa precedente se pagaba un real más. Si sobre
la sepultura se colocaba tumba (catafalco de madera forrado de paños negros, que
permanecía allí varios días), 11 reales. Si el difunto no era enterrado en caja propia,
sino que la prestaba la parroquia (o la hermandad de Ánimas, en algunos casos)
se cobraba otro real más. Los que no poseían suÞcientes bienes para pagarse un
entierro de estas características, eran inhumados “de limosna”, es decir, gratis.
Aunque una sepultura no podía ser abierta para acoger otro difunto hasta
pasado un año de la inhumación anterior, siempre estaría el suelo de Santa Ma-
ría en estado de obras, con montones de tierra esperando rellenar huecos y con
la solería abierta por varios sitios, siempre levantada y vuelta a poner. Se puede
pensar en lo agobiante que debía resultar una atmósfera cargada con el hedor
de tantos cuerpos en putrefacción simultánea, a lo que se añadiría el olor de las
inÞnitas velas encendidas, tanto en ofrenda a los difuntos como para alumbrar
las ceremonias litúrgicas.
Sin embargo, hay que señalar dos matices para suavizar un poco ese am-
biente imaginado: Santa María estaba entonces más ventilada que ahora, ya
que no había vidrieras en las ventanas, lo que permitía el efecto chimenea y el
ascenso rápido de humos y olores; y en segundo lugar, la mortalidad más eleva-
da correspondía a niños pequeños, de pocos meses de edad, que, durante los
siglos XVI y XVII, se enterraban al aire libre, en el cementerio, lo que hoy son los
llamados “talleres”, a ambos lados del ediÞcio.
Ocupa un espacio del mismo tamaño y forma que el presbiterio, bajo el que
se encuentra. En ella fueron enterrados la mayor parte de los beneÞciados y
curas que habían ejercido su ministerio en Santa María, así como personajes
distinguidos de la ciudad a los que se concedió, como un honroso privilegio, dor-
mir el sueño postrero bajo el lugar más sagrado del templo. Los enterrados allí
durante los últimos años de la costumbre de inhumar dentro de las iglesias, que
son los únicos de los que podemos ofrecer datos, son los siguientes:
Más de cien años después, el sueño de estos difuntos fue interrumpido y sus
restos, profanados entre 1936-1939, como en tantos otros casos sucedidos en la
zona republicana. Al llegar la paz, lo que quedaba de estos despojos dispersos
se reunió en un rincón de la cripta de San José, y su lugar fue ocupado por los
cuerpos que pudieron ser localizados y exhumados de los caídos y los mártires
de ese período. La entrada de la cripta fue cerrada con una losa de mármol con
la inscripción “Caídos por Dios y por la Patria. Huéscar 1936-1941. R.I.P.”. Tras
el Concilio Vaticano II, las reformas litúrgicas de la época ampliaron el presbiterio
unos metros hacia el centro de la nave, con lo que la entrada a esta cripta quedó
ya para siempre sellada e impracticable. Algunos de los que yacen sepultados
allí son los sacerdotes D. Francisco Martínez Garrido, párroco de Santa María
desde 1907; D. Juan Valentín Caruda Triguero, coadjutor de Santa María y con-
siliario de la Acción Católica oscense; D. Aquilino Rivera Tamargo, párroco de
San Clemente del Guardal, fusilado a los 29 años de edad; los jóvenes miembros
de Acción Católica: Francisco Serrano Villanueva, Pedro López Villanueva, An-
drés Castañeda Barberán, José Serrano Villanueva y Pedro Martínez Moreno; y
otros muchos que murieron víctimas de la persecución religiosa.
Se la llama de San José por estar en la actual capilla de San José, antes capi-
lla del Sagrario y antes aún capilla de los Serrano. Esta capilla fue mandada cons-
truir en el siglo XVI por el capitán D. Pedro Serrano y su mujer, Dª. Quiteria Nieto,
señores de Almaciles, naturales y vecinos de Huéscar34. Esta familia, poseedora
del Mayorazgo de Serrano35, tenía su casa principal frente a la puerta del sur de la
iglesia de Santa María, también llamada “de San Pedro” por la imagen, hoy muy
deteriorada, que la preside. Tanto en esa casa como en la citada capilla, por dentro
y por fuera, habían colocado magníÞcos ejemplares de su escudo nobiliario, que,
por suerte, hoy permanecen. El Mayorazgo de Serrano, por diversas vicisitudes
familiares, pasó en el siglo XVIII a formar parte de los bienes del Marquesado de
Corvera, y entre esos bienes se contaba la capilla, su cripta y el derecho a ser ente-
rrado en ellas, que los Marqueses de Corvera utilizaron mientras la ley lo permitió.
Llamada así por encontrarse bajo la capilla donde se realizaban los bautis-
mos. También se conoce como “de San Pedro”, por hallarse en ella, antes de
ser destruida en 1936, una imagen del primer Papa, en un altar que sí se ha
conservado.
Los nichos parecían ser obra del siglo XIX42. Eran de ladrillo cocido y esta-
ban enlucidos con yeso. Había un total de 22 huecos, en cuatro pisos, aunque
los del lateral derecho y los de los extremos superiores no tenían capacidad para
albergar ningún cuerpo de adulto. En el único ocupado se amontonaban nume-
rosos restos humanos, desde la boca hasta el fondo. Por tradición se sabe que
en esta capilla se reunieron los restos de los frailes de los conventos desamorti-
zados43. Los nichos fueron derribados unos meses después.
Pero el hallazgo de más valor histórico y religioso fue la urna con los restos
de la terciaria franciscana Francisca María de la Jara47. Había nacido en Hués-
car el 2 de julio de 1654, y desde muy joven mostró una religiosidad ardiente y
Esa urna tiene practicado un hueco donde se embute una caja de madera,
que contiene los restos, y se cierra con una tapa también de piedra48. El fron-
tal, de forma cuadrada, tiene grabadas dos cruces y; entre ellas, la siguiente
inscripción: “SICUT LILIUM INTER SPINAS SIC FRANCISCA SPONSA XPTI”;
“Como lirio entre los cardos, así (es) Francisca, esposa de Cristo”, tomada del
Cantar de los Cantares (2, 2), que dice originalmente: “Sicut lilium inter spinas,
sic amica mea inter Þlias”; “Como lirio entre los cardos es mi amada entre las
doncellas”.
En sus criptas fueron enterrados a lo largo de más de dos siglos los des-
cendientes de aquéllos a los que podemos considerar la primera y más antigua
aristocracia oscense. Al convertirse la iglesia dominicana en Teatro Oscense,
en 1858, fueron derribadas las cinco capillas que daban al inconcluso claustro y
tapiados sus arcos de entrada, y las otras fueron remodeladas tan radicalmente
que alguna cripta fue utilizada como pozo ciego de los urinarios. En estos años
se están haciendo obras de restauración de la iglesia y el convento, y han apa-
recido estructuras y restos.
– 1585: Juan Valentín Martínez, escribano, hijo del también escribano Juan
Valentín. Se le concedió gratis el derecho a una sepultura (por no cobrar
ni él ni su padre los derechos de escribanía de los frailes), situada en el
lado de la Epístola, junto a la capilla de San Blas, en la que podrían en-
terrarse él, su madre, doña Elvira Carrillo, su mujer, doña Leonor de Soto
y Carrillo, y sus herederos y quienes ellos quisieran, siempre que fuesen
cristianos viejos, y nunca esclavos ni criados. Cuando estuviese lista la
capilla de San Juan de Letrán, construida a sus expensas, se trasladaría
a ella su derecho de sepultura.
– 1585 (25 de abril): Venta de sepultura a Juana Ruiz, hija de Diego Ruiz
Tauste (6 ducados). Está junto al segundo pilar, entrando a mano dere-
cha, pudiendo cavar lo que permita el cimiento, y ha de poner un retablo
de pincel en el pilar, en el plazo de dos años53.
– 1775 (12 de julio): Un niño, hijo de D. Juan Antonio Ruiz y Dª. Manuela
Jiménez.
– 1786 (29 de enero): Dª. Manuela Jiménez, mujer de D. Juan Antonio Ruiz.
Se enterró en la capilla de Nuestra Señora del Rosario.
Para el tema que nos interesa, esta iglesia contó con dos criptas: una, la
conventual, con entrada por el centro del templo; y otra, en la capilla de San Pas-
cual, construida y costeada por D. Juan García de Villanueva, capitán y alcaide
de la fortaleza entre 1619 y 1634, cuya hija casó con D. Juan Bautista Rato59.
Sabemos con certeza que fueron enterrados en San Francisco los siguientes:
– 1776 (18 de junio): Dª. Josefa López Yáñez, mujer en segundas nupcias
de D. Antonio Troyano (en la bóveda)60.
Ruinas de la iglesia del convento de San Francisco, en la actualidad (foto del autor).
También fue trasladada a Santa María la urna con los restos de Francisca
de la Jara, de la que hemos hablado al tratar de la cripta del Baptisterio, una joya
franciscana que dichosamente permanece entre nosotros como un símbolo de
aquella espiritualidad lejana en el tiempo.
El convento de las Madres Dominicas fue fundado en 1612 por Dª. María
Chinchilla, viuda de Micer Ruiz, caballerizo de Carlos V, sobre los solares de
unas casas compradas a los moriscos expulsados después de la rebelión de
1569-1571. Fue dedicado a la advocación de «Madre de Dios»65. Su clausura fue
el refugio de muchas hijas de las familias hidalgas oscenses, por lo que mantu-
vo hasta la Desamortización una relativa prosperidad económica66 y un número
aceptable de religiosas67. En lo referente al tema que nos ocupa, sabemos que
las religiosas, como los frailes en sus conventos, pero con más motivo al tratarse
de monjas de clausura, eran sepultadas en el claustro o en el coro bajo de la
iglesia. Este coro bajo ocupa ahora el atrio de entrada a la iglesia, separado por
columnas del resto de la nave.
Estado actual del recinto interior de la cripta de las Madres Dominicas (foto del autor).
En el verano de 1777 dieron comienzo las obras del Real Canal del Reino
de Murcia, que en recuerdo del monarca reinante entonces, que fue su gran
impulsor, es conocido entre nosotros como «de Carlos III». El teniente coronel
de Infantería y superintendente general de las obras, Domingo Aguirre, se dirigió
el 9 de julio al vicario y juez eclesiástico, Miguel de Casanova y Anchuelo, para
que le señalase algún ediÞcio donde poder alojar a los trabajadores (presidia-
rios que cumplían condena de trabajos forzados), que estaban a punto de llegar
desde los arsenales de Marina, y a la tropa encargada de vigilarlos, es decir,
como cuartel y cárcel. El Vicario le concedió para ello la ermita de la Virgen de
En 1808 fueron enterrados allí, entre junio y noviembre, los cadáveres de Dª.
María Andrea de la Cámara, soltera, natural de la villa de Canicosa (Burgos); del
inquieto y genial tallista del retablo de la iglesia de Orce, D. José Ortiz Fuertes,
natural de San Felipe de Játiva (Valencia), primero vecino de Huéscar y luego de
Baza, donde murió a consecuencias de una riña; y de D. Mauricio Jáudenes. És-
tos, los tres feligreses de la parroquia de Santiago, fueron los últimos enterrados
durante el primer período de funcionamiento de este camposanto.
Tras el cese de las obras del Canal, el cementerio fue abandonado hasta
1834 en que volvió a ser utilizado. El primer cadáver inhumado allí ese año fue
el del viudo Eugenio Vázquez, de 40 años, el día 23 de julio. Al día siguiente, el
de Dª. Antonia Azorín. Siguió siendo lugar de enterramiento, esporádico, hasta
la creación del cementerio municipal de San José, en 191278.
9. CEMENTERIO DE LA VICTORIA.
Cuando las autoridades de la compañía del Canal del Reino de Murcia bus-
caban lugar donde pudieran alojarse y estar vigilados los reos que trabajaban en
las obras, el entonces Vicario, Miguel de Casanova, les concedió el local de la
ermita. No tardaron en llegar las protestas, expresando “lo mucho que se siente
por sus vecinos se dedique dicha ermita a la custodia de dichos presidiarios, a
quienes suponen gente forajida y poco devota, que por lo mismo ejecutarían en
ella actos y dichos que la profanasen, haciéndose esto más sensible con respec-
to a ser dicha Señora de la Victoria compatrona de esta ciudad, pues en su día
se celebra la expulsión de los moros, en cuya memoria permanece una capa del
capitán de ellos y un estandarte”83.
La ermita sirvió para guardar la pólvora que se usaba para la apertura del
canal en las laderas de la Sierra de la Encantada84. A los dos meses ya estaba
de nuevo el Superintendente de las obras solicitando cuartel, cárcel, hospital y
cementerio para los trabajadores y sus vigilantes. Se les concedieron los Corra-
lazos de la calle Nueva, como hemos visto. El ediÞcio casi destruido de la ermita
hubiera llegado a la ruina más completa de no ser por su conversión en capilla
de un nuevo camposanto, lo que tuvo una historia de discusiones y de enfrenta-
mientos cuyo resumen es como sigue:
como se había hecho antes con el de San Cristóbal. Y más teniendo en cuenta
que se estaba preparando una ley de rango nacional que iba a prohibir enterrar
en las iglesias. Se dispuso que el nuevo camposanto fuera levantado junto a la
ermita de la Virgen de la Victoria.
Pero al ser discutido este asunto, salió a colación que el cementerio había
sido construido sin pedir permiso ni consejo a la Justicia, ni a la Junta de Propios,
está estipulado en la ley; y se le pide que “mande suspender los entierros de los
difuntos en el explicado cementerio y continúen en las respectivas parroquias,
hasta tanto que […] se construya cementerio en sitio proporcionado en que con-
curran las debidas circunstancias”90.
Alzado de la ermita de la
Victoria (dbujo de Antonio
Ros sobre el original).
Tras los meses de silencio, el Vicario remitió al Corregidor una larga res-
puesta en la que destacan como puntos fundamentales:
Y hasta aquí este breve recorrido por los lugares en donde los oscenses han
depositado los restos de sus muertos. Ya que la muerte es parte imprescindible de
la vida, sirva al menos este trabajo para desvanecer el miedo de muchos ante este
tema tabú. Los muertos y los vivos somos hermanos. Y todos, hijos de Dios.
FUENTES DOCUMENTALES.
BIBLIOGRAFÍA
GONZÁLEZ BARBERÁN, Vicente. «Cosas de Huéscar por orden alfabético»: Úskar. Re-
vista histórica y cultural de la comarca de Huéscar, 1 (1998), pp. 11-56.
MARTÍNEZ GIL, Fernando. Muerte y sociedad en la España de los Austrias. Madrid: Siglo
XXI, 1993.
NOTAS
1. Por la ley de las Doce Tablas, ningún cadáver podía ser enterrado ni incinerado den-
tro de los muros de la ciudad. El emperador Antonino Pío (138-161 d.C.) extendió
esta ley a todas las ciudades del Imperio.
2. Es interesante el muy documentado volumen REDONDO CANTERA, María José.
El sepulcro en España en el siglo XVI: tipología e iconografía. Madrid: Ministerio de
Cultura, 1987.
3. Las Partidas del rey castellano Alfonso X el Sabio recomendaban el entierro junto a
las iglesias y ermitas, y no en el campo, “como si fueran animales”.
4. El sevillano Miguel de Mañara: “Hermano mío, si quieres tener buena muerte, en tu mano
está; ten buena vida, que con buena vida no hay mala muerte, ni buena muerte con mala
vida” (Discurso de la verdad. Sevilla: Luis Bexinez y Castilla, 17784, pp. 33-34).
5. Entre 1508 y 1697 se publicaron al menos 82 libros sobre el tema, y muchos de
ellos tuvieron varias reediciones. Véanse los títulos completos en MARTÍNEZ GIL,
Fernando. Muerte y sociedad en la España de los Austrias. Madrid: Siglo XXI, 1993,
pp. 643-648.
6. Contrariamente a la costumbre de tiempos posteriores, la extremaunción se adminis-
traba a los enfermos al principio de la enfermedad.
7. Algunas otras ceremonias, entre gentes no demasiado cultas, consistían en “abrir
puertas y ventanas para que salga el alma, cubrir los espejos, parar los relojes, incli-
nar o volcar las sillas” (MARTÍNEZ GIL, Fernando. Op. cit., p. 382).
8. A veces se les echaba cera sobre los párpados, para que los ojos quedasen bien
cerrados, como nos cuenta Santa Teresa que le habían hecho a ella alguna vez en
su adolescencia, creyéndola muerta: “Teníanme a veces por tan muerta, que hasta
la cera me hallé después en los ojos” (TERESA DE JESÚS, Santa. Libro de la vida.
Madrid, Cátedra, 1990, cap. 5, p. 68).
9. En Huéscar se cantan ahora las letanías de los santos cuando las Santas Patronas
son llevadas en procesión a las distintas iglesias los días de rogativas.
10. Los niños de la doctrina eran huérfanos de padre y madre, de siete a catorce años
de edad, acogidos en centros pagados por los ayuntamientos, donde recibían for-
mación religiosa y cultural. Como la subvención no era suÞciente para alimentarlos y
vestirlos, pedían limosna por turnos, y todos juntos el domingo por la mañana; y par-
ticipaban en los entierros portando velas encendidas y vestidos de manteo, sotana
y bonete. El apogeo de esta costumbre funeraria fue en el siglo XVI y decreció a lo
largo del siglo siguiente. También los pobres se reclutaban en grupos de seis, doce
o veinticuatro y se les daba una limosna por asistir al entierro.
11. Las normas sinodales redujeron los toques por los difuntos a tres (clamores): uno
para avisar de la muerte, otro para señalar que el cortejo fúnebre se dirigía a la igle-
sia, y el tercero mientras se decía un responso sobre la sepultura. Luego se añadió
otro clamor mientras el cadáver entraba en la iglesia. El clamor constaba de diferente
número de golpes para hombres y para mujeres; en cada población se seguía la
costumbre propia. En Huéscar, actualmente, se dan 15 para los hombres y 14 para
las mujeres.
12. No eran infrecuentes, aunque generalmente estaban prohibidos, los entierros noc-
turnos.
13. El pie es una medida de longitud que varía según los países, y que en Castilla es la
tercera parte de la vara, se divide en 12 pulgadas y equivale aproximadamente a 28
centímetros (Nuevo Diccionario Ilustrado Sopena de la Lengua Española. Barcelona:
Sopena, 1967). Según esto, cada sepultura medía de largo casi unos 2 metros.
14. No poseo datos sobre lo que podía valer una sepultura en las iglesias de Huéscar
en esta época, pero sí los “precios” o limosnas por las de las iglesias de Lobres y
Pataura, junto a Salobreña, en las que se indica expresamente si se desea sepultura
propia o simple alquiler, en cuyo caso el nuevo cuerpo se juntaba con los restos
anteriores (“zabullimiento”). En Pataura, en 1602, la tasación es: en el primer trance,
en propiedad, 8 ducados, y por zabullimiento 16 reales; segundo trance, 7 ducados
y 14 reales; tercer trance, 6 ducados y 14 reales; cuarto trance, 5 ducados y 11 rea-
les; quinto trance, 4 ducados y 4 reales; los zabullimientos de cuerpos menores, la
mitad. En Lobres y Pataura, en 1683, no se habla de sepulturas en propiedad, sino
sólo de zabullimientos, que cuestan, en los cinco primeros trances, de 18 a 4 reales;
el sexto, es gratis, “se enterrará de limosna, por estar reservado para los pobres de
solemnidad”. En ambos pueblos, en 1697, se señala si el entierro es con caja y los
precios con ella oscilan entre los 20 reales del primer trance y los 4 del último. En
Huéscar conocemos los precios de la segunda mitad del siglo XVIII en la iglesia de
Santa María, como anotamos en el lugar correspondiente del texto.
15. Véase como ejemplo el testamento del escribano de rentas eclesiásticas de Hués-
car, Francisco Jurado de Briviesca (1638), que dice: “Quiero que mi cuerpo sea se-
pultado en la iglesia mayor desta ciudad en la sepultura que allí tiene Juana Lozana
mi querida mujer por parte de su madre y mi señora Ana Lozana que la hubo y here-
dó de Juana Lozana su tía” [Archivo Histórico de Protocolos Notariales de Granada
(A.H.P.N.Gr.). Huéscar, Diego de Atienza (1638). Testamento de Francisco Jurado
de Briviesca)].
16. A veces, en lugar de las ofrendas, se daba una limosna equivalente para la fábrica
de la iglesia. Las ofrendas eran obligatorias el Día de los Difuntos, y si alguna familia
no la depositaba en la sepultura durante tres años seguidos, se perdían los derechos
sobre ella.
17. Para señalar lo complicado que debía de ser encontrar una determinada sepultura
entre el revoltijo de lápidas sin numeración y, a veces, sin nombre, unas junto a otras,
que un canónigo toledano “está sepultado [bajo] una losa negra que está enfrente
del Sagrario, debajo del pilar donde está Santo Domingo, que la dicha losa tiene una
esquina dos pies apartada de dicho pilar, mirando de dicho pilar a la puerta de la reja
del Sagrario” (MARTÍNEZ GIL, Fernando. Op. cit., p. 444, n. 545). Hacía falta un guía
experimentado en caminos funerarios.
18. Estas misas fueron prohibidas por las Constituciones Sinodales de Guadix en 1556,
por su extraña mezcla de religión y superstición. En Huéscar se decían, además,
otras series de misas, como las de San Vicente Ferrer o de San Antonio de Padua,
como aparecen en el testamento de Alonso Jacinto Graell (20 de diciembre de 1630):
“Yten quiero se me digan las misas de San Amador en la iglesia mayor de esta
ciudad en el altar de la Virgen de Esperanza y se pague la limosna. Yten quiero se
me digan las misas de San Vicente Ferrer y de San Antonio de Padua y se pague la
limosna” [A.H.P.N.Gr. Huéscar, Luis de la Fuente (1630-1631)].
19. En Málaga se prohibió que se hicieran en el cementerio las eras para trillar las mie-
ses, o talleres de carpinteros o herreros. En otros lugares se advirtió que no estaban
permitidas las reuniones del ayuntamiento ni los juicios.
20. Las Constituciones Sinodales de Ávila de 1617 advertían “que ninguna persona se
atreva a enterrar a los niños secretamente, so pena de excomunión”. Y el Sínodo
Diocesano de Toledo de 1682: “que no se lleven a enterrar niños menores de siete
años en secreto, sino con la cruz parroquial y las solemnidades necesarias” (MAR-
TÍNEZ GIL, Fernando. Op. cit., p. 595).
21. Ibidem.
22. Ley de 9 de diciembre de 1786. Pero hasta mediados del siglo XIX se siguieron pro-
mulgando leyes y decretos que recordaban la obligación de enterrar en cementerios
extramuros de las poblaciones.
23. 83 muertos en el propio Pasajes, y muchos más en la rápida propagación a los pue-
blos cercanos. Se dice que tuvieron que romper parte del tejado de la iglesia para
que salieran los pestilentes olores de los cadáveres en descomposición.
24. La epidemia fue sólo el pretexto, porque la decisión estaba ya tomada por aquellos
ilustrados que consideraban que había que enseñar, aunque no quisiera, al pueblo
inculto y lleno de supersticiones. No en vano Carlos III fue el máximo exponente de
la política de la Ilustración, bienintencionada y progresista.
25. La ley de 26 de abril de 1804 señalaba incluso la composición de las comisiones
encargadas de llevar a efecto la normativa legal en este tema.
26. Sin embargo, y aunque a algunos pueda parecer anacrónico, existen multitud de
cementerios de titularidad parroquial a lo largo de toda España, como por ejemplo
en las pedanías de Murcia y en la zona norte peninsular. En fecha tan cercana como
el 5 de enero de 2005, el obispo de Santander, D. José Vilaplana, ha promulgado
unas Normas de ordenamiento de cementerios parroquiales, cuyos cuatro primeros
artículos dicen así:
“Art. 1º. Las parroquias tienen derecho a tener cementerio propio en conformi-
dad con las prescripciones canónicas (c. 1240 s). El Código de Derecho Canó-
nico confía al derecho particular el dictar normas sobre el funcionamiento de
los cementerios, especialmente para proteger y resaltar su carácter sagrado (c.
1243).
67. En el Responsorio de 1782 tenía 12 religiosas, los Padres Dominicos eran también
12, y los franciscanos, 40.
68. Folio suelto en el Archivo Histórico Municipal de Huéscar (A.H.M.H.).
69. Dato facilitado por sor María Ángel Teruel, autora del Cuaderno dominicano. Notas
personales de una religiosa (inédito), escrito entre lo años 2005 y 2006.
70. Según información de la actual priora, M. Ángeles Martínez, en un lateral se encuen-
tran reunidos los restos de las religiosas muertas con anterioridad a la Guerra Civil,
y en el otro se halla el antiguo enterramiento de la familia Gamboa, benefactora del
convento en el siglo XVII.
71. Los restos de esta mártir, después de su identiÞcación al término de la contienda,
fueron sacados de la fosa común adonde fue arrojada tras su martirio y depositados
en el nicho nº 6 del sector de párvulos. Allí permaneció hasta el 25 de mayo de 1973,
en que se realizó el traslado solemne, con asistencia de, entre otros, Fr. Manuel
Crespo Cariacedo, provincial de los Dominicos de Andalucía; el P. Herminio de Paz
Castaño, prior de los Dominicos de Granada; D. Faustino Sánchez Cuevas, arcipres-
te de Huéscar; D. Antonio Motos Sánchez, capellán del convento; D. Mariano Garri-
do Montes, coadjutor de la Parroquia; D. Rafael Carayol Gor, párroco de Almaciles;
D. José García Carrasco, alcalde de Huéscar; D. Francisco Bustos Jiménez, delega-
do local de Sanidad; y D. Manuel Garrido Mingorance, secretario del Ayuntamiento
(según testimonio Þrmado por los testigos, que obra en el archivo del convento). El
proceso de beatiÞcación está ya terminado. Cuando se culminen otros procesos de
más mártires dominicos de la Guerra Civil, se llevará a cabo la beatiÞcación conjunta
en la fecha que disponga Roma.
72. La solicitud del Superintendente al Corregidor, que incluía el permiso del Vicario,
lleva fecha de 9 de julio. Al día siguiente, el Concejo contesta que le parece bien
la propuesta. Pero en los dos días siguientes llegan a la autoridad eclesiástica las
protestas y éste las comunica al Ayuntamiento, que se retracta parcialmente de su
primera decisión.
73. El superintendente de las obras hizo gestiones para ver si le convenía la cueva de
los Siete Pilares y las casas del Tinte.
74. A.H.M.H., Libro de Actas Capitulares de 1777, ff. 95r-95v.
75. Había otros Corralazos, paralelos a la calle de San Cristóbal. Los de la calle Nueva,
de los que tomó posesión D. Domingo Aguirre el 5 de noviembre de 1777, “lindan
por levante con huertos de D. Andrés Vázquez y D. José Agustín de la Cámara, por
mediodía con otro de Tomás Nieto, por poniente con la calle Nueva y por el norte
con la de la Morería, que hoy dicen de D. Pedro Vázquez” (A.H.M.H., Libro de Actas
Capitulares de 1777, ff. 22r-22v).
76. A.H.M.H., Libro de Actas Capitulares de 1779, f. 68 r.
77. A.H.M.H., Libro de Actas Capitulares de 1779, f. 70 r. Uno de los regidores, D. Juan
Antonio Ruiz, propuso que se añadiera la ermita de San Juan, para evitar que, en dos
años, volviera otra vez a plantearse el tema de la necesidad de un nuevo cementerio.
78. Según referencias del dueño del terreno, D. José López Sánchez, se sacaron varios
contenedores de huesos hace años, cuando se puso en labor la tierra del recinto an-
taño mortuorio. También fueron destruidas las últimas cajas “de Ánimas”, dos nuevas
y dos viejas. Y me contó D. Vicente González Barberán que, cuando era adolescente,
iba con sus amigos a sacar calaveras de una cripta bajo lo que fue altar de la ermita,
que luego usaban para asustar a las niñas en el parque, hace ya más de medio siglo.
79. Registro de la Propiedad de Huéscar (R.P.H.), libro 125, p. 88.
80. R.P.H., libro 133, p. 108.
81. Este hecho histórico es suÞcientemente conocido y escapa al objetivo de nuestro
trabajo. Su narración detallada puede encontrarse en MÁRMOL CARVAJAL, Luis
del. Historia del rebelión y castigo de los moriscos de Granada. Madrid: Atlas, 1946,
pp. 304-305; CARAYOL GOR, Rafael. Orce. Apuntes de su historia. Baza, 1993, pp.
72-73.
82. Entre los testimonios que corroboran el patronazgo de la Virgen de la Victoria, desco-
nocido hoy día por muchos oscenses, véase A.H.M.H., Libro de Actas Capitulares de
1779, ff. 87r, 91 v, etc. En la ermita de la Victoria se depositaban las Santas cuando
eran bajadas de su ermita serrana para la celebración de rogativas, y desde allí ha-
cían la solemne entrada en la ciudad. Antes de 1570, las imágenes se hospedaban
en una capilla cedida por los dominicos, cercana a su convento.
83. A.H.M.H., Libro de Actas Capitulares de 1777, ff. 58v–59r.
84. Una explosión la arruinó casi por completo (sólo quedó indemne la capilla mayor) y
la compañía del canal donó 200 escudos para rehabilitarla, lo que se hizo en 1786,
cuando su transformación en capilla del cementerio.
85. Por hacer una comparación, en los mismos meses de 1785 hubo 54 muertos, así
como en los años 1787 y 1779. La epidemia se llevó más niños que adultos: 77 fren-
te a 63.
86. A.H.M.H., Diligencias practicadas sobre el cementerio contiguo a la ermita de la Vic-
toria de esta ciudad. Año de 1787, ff. 1v y ss.
87. Ibidem, ff. 3r-3v.
88. Ibidem, ff. 5r-6v.
89. Ibidem, ff. 8r y ss.
90. Ibidem, ff. 44v y ss.
91. Tal vez, entre otras razones, porque, como explicó él mismo, el exhorto primero,
de fecha 21 de febrero de 1788, no lo recibió hasta Þnales de diciembre (Ibidem, f.
63v).
92. Ibidem, ff. 53r-55r.
93. En esta segunda declaración, en 8 de febrero de 1788, D. José Ponce dice textual-
mente que “es también perjudicial y enteramente opuesto a la salud de los vivos que
se sepulten los cadáveres en las iglesias, por estar cubiertas y faltas de ventilación”
(Ibidem, f. 60).
94. Ibidem, ff. 61v-63r.
95. Ibidem, f. 68
96. ¿Un delincuente o un héroe romántico? ¿Qué hizo Antonio Irigaray para merecer
ese Þnal trágico? Su partida de defunción, en el Archivo Parroquial de Santa María,
dice que era “soltero, hijo de Lino y Luisa Orihuela. Sufrió muerte de horca a las diez