Cuántos Terapeutas para Cada Niño
Cuántos Terapeutas para Cada Niño
Cuántos Terapeutas para Cada Niño
Los terapeutas son desplazados, ubicados y distribuidos de acuerdo a cada versión histórica, y
su multiplicación actual responde a las tendencias reduccionistas de cada especialidad. El enfoque inter
y transdisciplinario, utilizando herramientas psicoanalíticas, permite reformulaciones clínicas
decisivas en la práctica con niños afectados por graves trastornos.
Alfredo Jerusalinsky: Psicoanalista. Director de FEPI. Director del Centro Dra. Lydia Coriat
de Buenos Aires y de Porto Alegre, Brasil.
One little, two little, three little indians,
Four little, five little, six little indians,
Seven little, eight little, nine little indians.
Ten little indian boys.
Un poco de historia
Con su famoso gesto, en los albores de la Revolución Francesa, Phillipe Pinel no solamente
libera a los locos de sus cadenas. Ese acto, por su valor de referencia para toda la psicopatología
moderna y contemporánea, constituye el momento mítico de introducción de la enfermedad mental a
la perspectiva de la racionalidad.2
Sus efectos se verifican en el Traite des Maladies Mentales de Jean Étienne Esquirol (1772-
1844), aparecido en 1838, donde el modelo descriptivo atiende ya no solamente los comportamientos
extraños sino, principalmente, los desvíos del pensamiento del ámbito de la razón. El eje racionalidad-
irracionalidad le impone así una determinada acepción interpretativa a las consideraciones relativas al
“dentro o fuera de la realidad”. Hacia la segunda mitad del siglo XIX la psiquiatría, influenciada por
los avances del conocimiento de la anatomía neuromuscular (Wundt, en sus Estudios sobre la
conducción nerviosa) y neurosensorial (von Helmholtz, con su Tratado de óptica) adopta el modelo de
las parálisis nerviosas en sus investigaciones psicopatológicas. Charcot primero (con sus famosas
consideraciones sobre “la predisposición constitucional” en la etiología de la histeria) y Duprés
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después (con su Pathologie de Tinuigination et de Témotivitó) representan alternativas de esta
vertiente.5 En ella, las ideas de funciona o no funciona, flexibilidad o rigidez., modulado o paroxístico,
y, en última instancia, adaptado o inadaptado, constituyen los criterios rectores del diagnóstico.
Pueden considerarse como tributarias de esta línea de análisis las disciplinas que se originan en
los estudios neurofuncionales producidos en nuestro siglo. Así, por ejemplo, la fonoaudiología, la
kinesiología. También las que se originan en los estudios neuropsicológicos, como la psicología de la
percepción, de las habilidades, y del comportamiento en su sentido madurativo. En estas últimas se
enraizan varias especialidades rehabilitadoras y diversas técnicas terapéuticas -algunas más específicas
y otras más generales- que apuntan a la adaptación. Todas ellas responden en mayor o menor grado al
principio empírico-positivista de la correspondencia entre el sujeto y el objeto como el criterio
fundamental de lo correcto y lo verdadero. Y también, todas ellas seleccionan sus operaciones clínicas
orientadas por el espíritu pragmático que inspira nuestra época. Una articulación entre ciencia
moderna, utilidad y sentido común, que obtiene algunos resultados prácticos, pero con efectos
subjetivos completamente inciertos.
Esta amalgama psicopatológica y clínica que se articula en los cien años que van desde
mediados del siglo pasado hasta la mitad del actual, se origina fundamentalmente en la práctica con
adultos. Ello tiende a generar un cierto adultomorfismo cuando sus categorías son aplicadas al campo
de la infancia. Sin embargo, esta tendencia queda parcialmente contrabalanceada por el surgimiento,
en general dentro de los mismos moldes, de una neuropsiquiatría específicamente pediátrica
(Ajuriaguerra, Kanner, Koupernik, Coriat, Le-fevre, Ponces-Verges, entre otros), fundamentalmente a
partir de la década del ’40. Nos adelantamos a señalar que, entre los autores citados, cabe a la Dra.
Lydia F. de Coriat el mérito de haber quebrado esos moldes, ya que, si bien partió del modelo de la
parálisis y del arco reflejo en la concepción psicopatológica, realizó, en la práctica, una crítica de ello
al introducir una clínica interdisciplinaria. Esta clínica abrió camino para que las
concepciones neuropsiquiátricas imperantes fuesen atravesadas por una psicopatología y una práctica
psicoanalíticas.
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marca estructurante y, posiblemente, definitiva. Por ello resulta fundamental, cuando una amenaza está
en ciernes, la decisión de quién, cuántos y cómo irán a intervenir.
Nótese que se abre con esta concepción la posibilidad de considerar las consecuencias que
acarrearían, para el pequeño sujeto, el ser capturado precozmente por un modelo psicopatológico que,
por la fuerza misma del discurso que se coloque en juego -el de la bondad, el de la razón, el de la
función o el de la sustancia-acabe reduciéndolo a giraren torno de una marca maniqueísta, lógica,
utilitaria o cosificante.
Nótese también que no estamos hablando de neuropatología ni de patología genética, sino de
psicopatología. Y aunque hoy en día sea evidente la conexión que hay entre estos tres campos, sobre
todo para aquellos que nos dedicamos a las patologías graves de la infancia, continúa teniendo todo su
peso de verdad aquella frase que J. Ajuriaguerra gustaba tanto de enunciar: “No se trata de curar
neuronas, sino de curar niños”.
¡Espejo, espejo mío!: ¿cuál es la disciplina más linda?
Al mismo ritmo en que surge la diferenciación de funciones afectadas y se investigan causas,
se van sumando las especialidades y disciplinas que se proponen para la cura. Así se multiplican las
intervenciones, en el supuesto de que su adición sistemática contribuiría a completar el tablero de la
normalidad. Tal el origen de la multidisciplinariedad en la clínica.
Por ello, en las décadas del ’60 y del ’70 era común encontrarnos con niños que recibían
simultáneamente cinco, seis, y -hemos tropezado con eso- hasta catorce tratamientos. Los terapeutas
hacían, honestamente, cada uno su parte. El niño, es claro, raramente lograba juntarlas todas; o, dicho
de otro modo, poco podía hacer por su parte.
Lo que se observaba por entonces, era que esa fragmentación imaginaria solía tener
consecuencias simbólicas. Lo que equivale a decir que el niño, en tanto sujeto, se veía confrontado a
tantos discursos presentados en equivalencia, que no se constituía en él una opción para determinar su
sistema de significaciones. Habida cuenta, es claro, que ante la gravedad y diversidad de los trastornos
manifestados, los padres ya habían claudicado previamente’ a ejercer cualquier saber sobre el niño;
mucho más ante el cuadro de innúmeros “saberes” ofertados como competentes para hacer frente, uno
a uno, a los males en cuestión.
Nada ofrecía una apariencia más racional que esa propuesta de resolver un problema por vez y
de acuerdo con la naturaleza de cada problema, pero todos al mismo tiempo, debido a la urgencia de
la situación. No se presentaba entonces la dificultad de tener que elegir una terapia entre otras. Todas
podían actuar simultáneamente. (l) Restaban para el niño los electos de esa fragmentación discursiva.
Un primer paso para enjugar esc derrame de competencias (en ambos sentidos), de saberes, fue
la propuesta que, conjuntamente con la Dra. Lydia Coriat, formulamos a partir de 1973, de trabajaren
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forma interdisciplinaria para decidir acerca de las estrategias terapéuticas. Pero esta proposición nos
confrontó inmediatamente con dos cuestiones perentorias. La primera, que era imposible conservar la
equivalencia absoluta y la independencia recíproca de los discursos técnico-científicos (criterios
propios de la multidisciplina), porque ello impedía efectivizar una estrategia terapéutica que redujese
el cuadro de los operadores. La segunda, que la amplia proporción de bebés y niños pequeños que
acudía a nuestras consultas se mostraba especialmente sensible a las consecuencias iatrogénicas de la
metodología multidisciplinaria.
Con respecto a la primera cuestión, era necesario establecer algún modo de definir la
prevalencia contingente de uno u otro discurso frente a cada situación clínica concreta. También surgía
allí, como una cuestión ética elemental, la necesaria crítica de la costumbre -por entonces de praxe- de
que el paciente quedase retenido en las manos del terapeuta que inicialmente había recibido su
demanda. El primer criterio que emergió fue pragmático: la conducción clínica se vectorizaba por la o
las afecciones más notorias presentadas por el paciente. Así. la elección del o de los pocos (en general
no más de tres, nos parecía una cifra límite intuitivamente razonable) terapeutas intervinientes quedaba
indicada por las funciones más afectadas, siendo que los otros colegas del equipo aportaban sus
conocimientos específicos en otras áreas, para que fuesen puestos en práctica por los operadores
efectivos. Sin embargo, rápidamente comprobamos que raramente las afecciones más notorias
constituían los obstáculos más relevantes para el desarrollo de los pequeños. Percibimos -porque
nuestros pacientes se hicieron oír en la medida en que los escuchamos, o se hicieron entender en la
medida en que los interpretamos- que la proporción en que un síntoma, producido por una enfermedad
orgánica, se constituye en un obstáculo para el desarrollo, depende de que se constituya como síntoma
psíquico. Fue fácil, a partir de allí, verificar en nuestra práctica clínica que cuando un problema
orgánico se conserva en el plano puramente orgánico y no adquiere dimensión subjetiva para el niño,
ese problema, por más aparente y espectacular que sea, no se constituye como obstáculo. Porque,
paradójicamente, en la medida en que no hay una voluntad subjetiva para atravesar el límite que tal
problema impone, el límite mismo no cobra existencia para el sujeto en cuestión. Y aunque en sus
parámetros y pautas, en sus patrones y estadísticas, médicos y técnicos comprueben el distanciamiento
de ese niño respecto de la normalidad, el niño mismo está tan ajeno a tales cuadrantes, que bien puede
estar tomado por una “insignificante” lucha por diferenciar a su madre del resto de los mortales en la
oscuridad que, por ejemplo, su ceguera puede haberle impuesto. Las tentativas orthópticas, las
enseñanzas sonoras y táctiles, aunque guarden relación con su problema, están tan lejos de su
preocupación, como puede estarlo una estadística demográfica de un poeta japonés (aunque, en última
instancia, es claro -como todo en este mundo-tengan alguna relación).
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A partir de esa verificación, quedó redimensionada esa perspectiva pragmática, bajo la óptica
de la posición subjetiva desde la cual el niño soportaba sus síntomas. Fue entonces que el psicoanálisis
se reveló como hábil para la práctica de ese desciframiento. Ya no se trató, entonces, de la prevalencia
de uno u otro discurso, sino de la implementación de una clave que tornase legible la situación clínica:
el estatuto psíquico del síntoma orgánico. La interpelación recíproca de los discursos -propia de la
interdisciplina— continuaba, pero ahora contábamos con un modo de leer los efectos de esa
interpelación, en términos del destinatario de ella: nuestro pequeño paciente. A partir de ese momento
pasó a decidirse la elección terapéutica en función de tales efectos subjetivos, o sea, en función de
carácter psíquico del síntoma real. Como hasta entonces, los otros integrantes del equipo
interdisciplinario continuaron aportando sus técnicas y perspectivas específicas a este biés, ahora
transdisciplinario, de la intervención.
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El niño concebido en su inermidad, la madre en su función imaginaria, la Función Paterna que
devuelve un símbolo de reconocimiento desde más allá del espejo, y el enigma que en ello se
constituye, establecen los cuatro términos que permiten que se opere la separación (del sujeto respecto
del fantasma materno) y la alienación (del niño en tanto sujeto de un Otro). Procesos necesarios para
que la pulsión desarrolle un recorrido que no quede achatado sobre lo real del cuerpo del bebé, sino
que recorra lo que el deseo del Otro Primordial le marca como destino.
A partir de esta tensión -o distensión- en que la pulsión es capturada, es que lo real del cuerpo
encuentra su destino simbólico. Lo que hemos llamado en otro lugar “estiramiento de la cuerda de la
pulsión”, punto señalado por nosotros como crucial en la dirección de la cura de los problemas graves
de la infancia. Ese estiramiento tan bien caracterizado por esos momentos perfectamente observables
en el niño pequeño, en los que primeramente él simplemente hace, después hace lo que los otros le
hacen, más tarde hace para hacerse hacer.
Ahora bien, el terapeuta único no es alguien que pueda sustituir esa función cuando ausente, ya
que tal personaje sería o bien una madre adoptiva o bien una madre sustituía. Su deseo es terapéutico
y no materno y por ello, si pretendiese realizar una sustitución de esa función especular, lo único que
lograría sería confundir al niño aún más con su impostura.
Pero si ese terapeuta, como decimos, no es una madre, sí es alguien que está en condiciones de
sustentar, en aquellos que rodean efectivamente al niño en su vida habitual, las operaciones necesarias
para el despliegue de este proceso. O bien, según los casos, providenciar las sustituciones necesarias.
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