La Puerta Cerrada

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LA PUERTA CERRADA

“Si tuviera que mencionar los libros que me empujaron a ser escritor, diría que
fueron tres: Ficciones de Borges, La metamorfosis de Kafka y La ciudad y los
perros de Vargas Llosa. Tenía catorce años, estaba en primero medio del colegio
Don Bosco de Cochabamba y tuve la suerte de que mi profesor de literatura, Néstor
Ávila, nos hiciera leer libros clásicos de verdad y no los resúmenes que circulaban
en la mayoría de los colegios”.
E.P.S.
[Este cuento incluye comentarios, al final, de Miguel Díez R]
LA PUERTA CERRADA, un cuento de Edmundo Paz Soldán (Bolivia, 1967)
Acabamos de enterrar a papá. Fue una ceremonia majestuosa;
bajo un cielo azul salpicado de hilos de plata, en la calurosa tarde
de este verano agobiador. El cura ofició una misa conmovedora
frente al lujoso ataúd de caoba y, mientras nos refrescaba a todos
con agua bendita, nos convenció una vez más de que la verdadera
vida recién comienza después de ésta. Personalidades del lugar
dejaron guirnaldas de flores frescas a los pies del ataúd y,
secándose el rostro con pañuelos perfumados, pronunciaron
aburridos discursos, destacando lo bueno y desprendido que había
sido papá con los vecinos, el ejemplo de amor y abnegación que
había sido para su esposa y sus hijos, las incontables cosas que
había hecho por el desarrollo del pueblo. Una banda tocó “La
media vuelta”, el bolero favorito de papá: Te vas porque yo quiero
que te vayas, / a la hora que yo quiera te detengo, / yo sé que mi
cariño te hace falta, / porque quieras o no yo soy tu dueño. Mamá
lloraba, los hermanos de papá lloraban. Sólo mi hermana no
lloraba. Tenía un jazmín en la mano y lo olía con aire ausente. Con
su vestido negro de una pieza y la larga cabellera castaña recogida
en un moño, era la sobriedad encarnada.
Pero ayer por la mañana María tenía un aspecto muy diferente.
Yo la vi, por la puerta entreabierta de su cuarto, empuñar el
cuchillo para destazar cerdos con la mano que ahora oprime un
jazmín, e incrustarlo con saña en el estómago de papá, una y otra
vez, hasta que sus entrañas comenzaron a salírsele y él se
desplomó al suelo. Luego, María dio unos pasos como sonámbula,
se dirigió a tientas a la cama, se echó en ella, todavía con el
cuchillo en la mano, lloró como lo hacen los niños, con tanta
angustia y desesperación que uno cree que acaban de ver un
fantasma. Esa fue la única vez que la he visto llorar. Me acerqué a
ella y la consolé diciéndole que no se preocupara, que estaría allí
para protegerla. Le quité el cuchillo y fui a tirarlo al río.
María mató a papá porque él jamás respetó la puerta cerrada. Él
ingresaba al cuarto de ella cuando mamá iba al mercado por la
mañana, o a veces, en las tardes, cuando mamá iba a visitar a unas
amigas, o, en las noches, después de asegurarse de que mamá
estaba profundamente dormida. Desde mi cuarto, yo los oía. Oía
que ella le decía que la puerta de su cuarto estaba cerrada para él,
que le pesaría si él continuaba sin respetar esa decisión. Así
sucedió lo que sucedió. María, poco a poco, se fue armando de
valor, hasta que, un día, el cuchillo para destazar cerdos se
convirtió en la única opción.
Edmundo Paz Soldán
Este es un pueblo chico, y aquí todo, tarde o temprano, se sabe.
Acaso todos, en el cementerio, ya sabían lo que yo sé, pero acaso,
por esas formas extrañas pero obligadas que tenemos de
comportarnos en sociedad, debían actuar como si no lo supieran.
Acaso mamá, mientras lloraba, se sentía al fin liberada de un peso
enorme, y los personajes importantes, mientras elogiaban al
hombre que fue mi padre, se sentían aliviados de tenerlo al fin a
un metro bajo tierra, y el cura, mientras prometía el cielo, pensaba
en el infierno para esa frágil carne en el ataúd de caoba.
Acaso todos los habitantes del pueblo sepan lo que yo sé, o más, o
menos. Acaso. Pero no podré saberlo con seguridad mientras no
hablen. Y lo más probable es que lo hagan sólo después de que a
algún borracho se le ocurra abrir la boca. Alguien será el primero
en hablar, pero ése no seré yo, porque no quiero revelar lo que sé.
No quiero que María, de regreso a casa con mamá y conmigo,
mordiendo el jazmín y con la frente húmeda por el calor de este
verano que no nos da sosiego, decida, como lo hizo antes con papá,
cerrarme la puerta de su cuarto.
Amores imperfectos (1998), Madrid, Suma de Letras, 2002, págs.
17-20.
Comentario del cuento, por Miguel Díez
R.
Una voz, en primera persona, narra el entierro de su padre,
benefactor y prohombre del pueblo. Ceremonia majestuosa en una
calurosa tarde de cielo azul; la misa fue conmovedora, el ataúd,
lujoso, los deudos trajeron guirnaldas de flores frescas. Mientras
sonaba como música de fondo “La media vuelta”, bolero favorito
del ausente, se oyeron discursos enaltecedores de las virtudes del
difunto. Lloraban la esposa, los familiares, los amigos; sólo la hija
del difunto y hermana del narrador no lloraba y, “con aire
ausente”, se limitaba a oler el jazmín que tenía en la mano.
Con un rápido quiebro el narrador nos traslada a “Ayer por la
mañana” y en inesperado contraste, descarnada y crudamente,
relata el cruel asesinato del padre, realizado por la hija, al que, sin
solución de continuidad, le sigue la cusa y motivo del mismo: la
puerta abierta del dormitorio de María que el padre jamás respetó.
Y para que todo quede claro, el narrador desenmascara a los
participantes de la “tan sentida “ ceremonia del día siguiente: la
esposa, los hermanos del finado, los amigos y allegados, las
autoridades, es decir, el pueblo entero e incluso el cura, tlodos
sabían lo que había estado sucediendo.
En las tres últimas líneas del último párrafo deviene, de una forma
totalmente imprevista, sorprendente y contundente, el final de
esta tan breve historia que deja a lector con el escalofrío nacido de
la sorpresa. Es el final propio de todo buen cuento, como lo
recuerda aquel aforismo des escritor gallego: O remate é unha
imaxen que fai estoupalo conto nas verbas derradeiras, dempóis
de inzalo poderosamente (“El final es una imagen que hace
estallar el cuento en las palabras últimas, después de henchirlo
poderosamente”). Y seguramente en los oídos del buen lector
también queda resonando aquel verso del bolero favorito del
muerto, “La media vuelta”, briosamente tocado por la banda en el
cementerio: “ porque, quieras o no, yo soy tu dueño”
M.D.R.

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