El Miron PDF
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BORIS VIAN
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En seguida aprendió sus nombres: Leni, Laurence y Luce. Leni era la más
rubia, una alta austríaca de menudas caderas y busto provocativo. Su recta
nariz parecía prolongarle la frente y su cara, un algo roma, con la boca
esquiva y los pómulos salientes, más de rusa que de alemana. Laurence,
morena con los ojos diamantinos y con ojeras, y Luce, sofisticada hasta la
punta de las uñas, resultaban también, cada una en su género, criaturas
tentadoras. Cosa extraña, las tres parecían construidas a partir de un
mismo modelo de joven Diana. Musculosas, tenían un aspecto un poco
amarimachado que quedaba desmentido cuando uno se demoraba en la
contemplación de sus bustos de fascinadores torneados, cuyos aguzados
pezones entesaban el ligero tejido de sus anoraks de seda negra. Entre Jean
y ellas fue, de entrada, la guerra. Sin que supiera por qué, desde el primer
día se habían negado a admitirle, y habían decidido hacerle imposible la
existencia. Abiertamente desatentas y desdeñosas, le atormentaban
cerrándose a todas sus tentativas, llegando a hacerle feos ante atenciones
tan sencillas como la de ofrecerles en la mesa pan o pasarles el salero.
Incómodo los primeros días, Jean no pudo obtener de Gilbert ninguna
explicación al respecto. Gilbert vivía como un anacoreta en un gabinete de
trabajo situado en el principal, del que no salía más que para interminables
correrías por la montaña. Una pareja de ancianos montañeses se ocupaba
del mantenimiento del chalé y de sus habitantes. Salvo aquellas siete
personas, los días transcurrían sin que se viese un alma.
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bien, encordelarse el tobillo. Encontró los bastones a unos diez metros del
árbol y, renqueante, emprendió el camino de regreso. Tenía para cinco o seis
horas.
Caminaba entornando los ojos para atenuar el ardor de la reverberación
que le cegaba. Se apoyaba en los bastones para evitar forzar el tobillo, y
avanzaba con mucha lentitud. Cada cien metros se veía forzado a detenerse
para recobrar el aliento.
Alcanzó por fin la parte superior de una cresta franqueada dos horas
antes de una simple arremetida, y se detuvo atraído por un movimiento
todavía bastante lejano. A sus pies, en la parte de abajo de la elevación, tres
siluetas oscuras se deslizaban sobre esquíes siguiendo la línea de la
vaguada.
Sin saber muy bien por qué, Jean se agachó. A vuelo de pájaro habría
unos doscientos metros entre él y ellas, pues no se trataba sino de sus tres
compañeras de hotel. A continuación, giró sobre sí mismo, siguiéndolas con
la mirada. Las muchachas se deslizaban al otro lado de los abetos, y una
pequeña elevación del terreno vino a ocultarlas un instante. No
reaparecieron. Poco a poco, Jean se dirigió hacia donde debían estar.
No se había preparado para la sorpresa que le esperaba cuando su
prudente cabeza dominó por fin el lugar en que retozaban. Se agazapó todo
lo que pudo en el burdo y frío alfombrado para evitar que le vieran. Leni,
Luce y Laurence estaban desnudas sobre la nieve. Luce y Laurence
rodeaban a su compañera y, de vez en cuando, se agachaban cogiendo a
puñados el polvo congelado con el que friccionaban el cuerpo de Leni,
orgullosa estatua de oro en mitad del desierto blanco. Jean sintió una
especie de ardor recorriéndole las venas. Las tres jóvenes jugaban,
danzaban, corrían ligeras como animales y, en ocasiones, se enlazaban en
breves lides. Parecía como si tales ocupaciones las fuesen enervando
progresivamente. De repente, Luce alcanzó a Laurence por detrás, la hizo
tambalearse y caer cuan larga era. Leni se hincó de rodillas junto a
Laurence, y Jean la vio recorrer rápidamente con los labios el cuerpo de la
morena, que permanecía inmóvil. Extendida a su otro costado, Luce la lamía
ahora a su vez. Al cabo de un instante, Jean no pudo distinguir más que un
embrollo de cuerpos que sus alucinados ojos apenas si alcanzaban a
descomponer. Jadeando, volvió la cabeza. Pero, incapaz de resistir, muy
poco después volvió a contemplar ávidamente el espectáculo que se
desarrollaba ante él.
¿Durante cuanto tiempo las estuvo mirando? Un pequeño copo de nieve
que le cayó sobre la mano le hizo estremecerse. El cielo se había nublado de
repente. Las tres muchachas separándose corrieron hacia donde tenían sus
atavíos. Consciente de lo peligroso de su posición, Jean contuvo el aliento e
intentó recular. Al hacer por mover la pierna accidentada, el dolor del tobillo
fue tan intenso que, contra su voluntad, dejó escapar un gemido.
Como corzas alarmadas, Luce y Leni volvieron la cabeza en su dirección
olfateando el aire. Sus desordenados cabellos y sus gestos armoniosos les
daban el aspecto de bacantes. A grandes zancadas se acercaron hasta él.
Jean se puso en pie gesticulando de dolor.
Al reconocerle, palidecieron. Los oscuros labios de Leni se contrajeron
dejando escapar una injuria. Jean intentó justificarse.
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(1951)